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Miércoles, 7 de febrero de 1968
Grace me recomienda que me abrigue. Febrero es un mes traicionero. Pero en la Costa Azul siempre amanece alboreando soles y mares encalmados. En España el clima es imprevisible. Incluso algo tan poco importante como lo atmosférico es desordenado. Allí todo se rige por lo inesperado: lo que parece ambiguo cobra importancia, y lo que siempre fue importante puede ser absorbido por el desagüe del olvido. Incluso el transcurrir del tiempo es precario.
Treinta y siete años son muchos años para que mi regreso al país donde fui reina no constituya un hecho sin relieve.
– En realidad, únicamente soy algo parecido a una pieza de ajedrez que aspira a ser la madrina de un niño acaso destinado a convertirse en rey.
Grace sonríe:
– A veces hay que ayudar al destino -me dice-. Si no lo hacemos cabe el peligro de que se desmadre.
Grace además de inteligente goza de un gran sentido del humor. Todavía recuerda, al modo de un resbalón algo grotesco, los desaires de todas las realezas europeas cuando fueron invitadas a su boda con el príncipe Rainiero:
– Sólo tú y el rey Faruk os dignasteis asistir a la ceremonia de nuestro matrimonio -señala bromeando-. Las alturas no admitían que un príncipe de sangre real se rebajara a casarse con una plebeya que para colmo de males era actriz.
De hecho fue aquella circunstancia lo que propició una amistad entrañable entre los Grimaldi y yo. Incluso me convirtieron en la madrina del príncipe Alberto.
Nuestra comunicación se refuerza año tras año cuando, al arrimo del invierno, busco en la Costa Azul el sol que se ensombreció para mí al salir de España.
Mi actual retorno al país que perdí hace ya treinta y siete años supone una incógnita. Los años errantes durante mi ausencia pueden haber acumulado infinidad de resortes imprevisibles: tal vez mi viaje sea una gozosa novedad, o quizá se limite a ser un vacío desalentador, o acaso un vergonzoso rechazo. Resulta difícil desentrañar los futuros que se gestaron en pasados huraños.
Franco acepta mi presencia en Madrid sin su apoyo oficial. Sus condiciones han sido tajantes: mi viaje a España no tendrá relieves políticos. Es decir: no es la reina Victoria Eugenia la que vuelve a su país de adopción, sino la bisabuela y futura madrina de mi bisnieto y la mujer del rey destronado, perdido ya en el jeroglífico que un dictador ha impuesto plagado de interrogantes sin respuestas.
De hecho nada es realmente concreto en el viaje que se ha planteado.
– Cuando el General lanza una opinión, resulta muy difícil saber si se trata de un simple juicio o de una orden camuflada de consulta -le digo a Grace-. Todo cuanto Franco programa relacionado con la realeza resulta vago. Pero hay que arriesgarse.
La presencia de Grace en las cámaras particulares que se me adjudican cuando me instalo en el palacio del príncipe Pierre de Montecarlo es siempre un soplo de aire fresco que aligera y ventila mis momentos adversos.
Son las diez de la mañana. Grace ha venido para despedirse de mí:
– Me hubiera gustado acompañarte hasta el aeropuerto de Niza -se excusa-. Pero la comida oficial que se celebra hoy en el palacio no me permite moverme de Mónaco.
Nuestro adiós se ciñe a un abrazo amistoso:
– Que haya suerte -me dice.
Quisiera contestarle pero la emoción me lo impide. Sólo carraspeo y estampo un beso en su mejilla. De hecho la suerte está ya echada. Es irreversible. La suerte y lo que llamamos azar no es un factor espontáneo: siempre va condicionado a un cúmulo de circunstancias que, andando el tiempo, mueven a su aire la balanza del presente. Todo depende de los aciertos o torpezas que van trazando nuestro camino hacia el futuro.
Pero el viaje que se programó para el futuro es ya un presente. Un «ahora» inquieto que sólo consigo sosegar un poco al contemplar el mar calmo y sonriente que baña la ciudad de Montecarlo.
– Dicen que en España hace frío -comenta Grace nuevamente.
– No te preocupes: iré bien abrigada.
Además, el frío invernal no me asusta. El único frío que consigue inquietarme es el que pueda causar mi llegada: la posibilidad de afrontar un regreso desvaído, un sopor ovillado en silencios.
También me preocupa que el «sí» volandero y partidista de Franco vaya ligado a la indiferencia de los españoles. Afortunadamente, el séquito que me acompaña en el viaje, aunque algo escaso, es entrañable. Para distraer mis temores se hartan de mencionar los grandes cambios que ha experimentado el país que un día ya muy lejano adopté como mío. En la época de mi boda, en Madrid los tranvías circulaban con vapor, los automóviles sólo eran propiedad de algunos privilegiados, la calefacción era una utopía y el alumbrado callejero se nutría de farolas que cubrían chorros de gas encendidos. Pese a ser la capital de España, sólo existía un hotel donde poder alojarse con cierta dignidad. Lo recuerdo muy bien. Se hallaba situado en la Puerta del Sol y se denominaba hotel París.
Mientras me explican la transformación que ha experimentado la ciudad castellana, mi mente se adentra en un revoltijo de recuerdos que se atropellan unos a otros. Vivir es eso: entrar continuamente en un tiempo que se evapora enseguida. Un lapso de pruebas que sólo pueden constantemente certificarnos la levedad del «siempre». Nada permanece donde imaginamos envuelto en estabilidad.
De repente surge lo inesperado, lo que pese al progreso se ve arrollado por la decadencia. Todo se transforma: los mosaicos anímicos se desprenden, las armonías se ensombrecen, los horizontes se estrechan y las garantías se rebelan.
Ni siquiera las amistades más sólidas alcanzan la firmeza de lo indestructible. Continúan intactas hasta que la inclemencia de los años se empeña en devorarlas. Luego es como si jamás hubieran existido. Todo se queda en recuerdos difuminados.
No cabe duda, el progreso es ciego y voluble. En cuanto uno se descuida, se convierte en pasado. Además, cuando se encabrita es capaz de arrollar lo bueno y lo malo.
Recuerdo ahora mi amistad con Bee. Nunca quise tanto a una amiga de la infancia como la quise a ella. Éramos primas: su padre y mi madre eran hermanos. No obstante, su rango era superior al mío. Yo sólo era «alteza» y ella era «alteza real». La diferencia consistía en que el matrimonio de mis padres era morganático y en cambio el de los padres de Bee no desmerecía del rango que ostentaba la severa y estricta mirada de nuestra abuela la reina Victoria.
En ocasiones, cuando éramos niñas, Bee solía bromear sobre aquella diferencia. «Tú difícilmente podrás llegar a ser reina», decía. «Los herederos y los reyes exigen igualdades soberanas».
Bee era muy lista. Dibujaba muy bien y, andando el tiempo, cuando ella ya estaba casada con Ali de Orleáns, realizó un boceto coloreado algo sarcástico que me situaba en lo alto de un trono, mientras ella me hacía la reverencia. ¿Se acordaba entonces de lo que me decía siendo niñas? El dibujo coloreado parecía una caricatura. Una especie de broma que acaso trascendiera la decepción que se llevó al comprobar que Alfonso, lejos de fijarse en ella, me eligió a mí como esposa.
Cuando años después vi aquella acuarela, tuve la impresión de que ya entonces un muro insalvable se interponía entre nosotras. Fue algo así como un apagón de luz que apenas duró un segundo. Entonces mi fe en Bee todavía podía más que cualquier brote de duda. Para mí siempre había sido una especie de hermana. Aunque algo mayor que yo, la constante comunicación que nos unió en la infancia fue solidificándose de día en día. Sin embargo, aquella acuarela me estaba diciendo algo que me dolía demasiado. Tanto como me dolían los desplantes y manejos que utilizaba en la infancia, sin que por ellos mermara nuestra amistad. Había nacido mandona y no podía superar su afán de imponer y dominar.
Siendo todavía muy pequeñas pasábamos temporadas juntas en Osborne Cottage, situado en la isla de Wight, junto a nuestra abuela, la reina Victoria, y la armonía entre ambas, pese a las exigentes imposiciones de Bee, fue siempre perfecta.
Sólo se desnivelaba un poco cuando, sin venir a cuento, la indudable compenetración que nos unía se envaraba repentinamente. Eran instantes fugaces pero que, sin proponérmelo, dejaban en mí ciertos recelos que no llegaba a comprender.
Por ejemplo, en todos los juegos Bee debía llevar la voz cantante: no toleraba ser la segundona. Siempre debía ser la primera. Si jugábamos a cocinar, ella era la cocinera y yo la pinche. Si montábamos en ponys, el suyo debía ser el mejor. Si nos disfrazábamos, el traje más ostentoso se lo adjudicaba ella. En ocasiones yo me rebelaba. No comprendía sus constantes exigencias. Entonces Bee me desafiaba. Casi siempre obviaba yo sus desafíos. Sin embargo, en alguna ocasión la agredí. Lo hacía suavemente, empujando su hombro o dando un manotazo a su frente. Entonces ella me sacudía con violencia. Al defenderme caíamos las dos al suelo. Allí los ataques se multiplicaban. Comenzaban las embestidas, los asaltos.
Pero enseguida rompíamos a reír. Y nuestros asaltos se solventaban con carcajadas. Sólo en una ocasión me propuse vengarme de aquel modo de ser tan dominante.
Cierto día, al tiempo que Bee comentaba con otras niñas los puntos cruciales de nuestros juegos, decidí desaparecer. No sé exactamente lo que me indujo a esfumarme mientras Bee departía con alguien que ya no recuerdo. ¿Pretendía asustarla? ¿Buscaba eclipsar su constante protagonismo llamando una atención que siempre me usurpaba? No lo sé. El hecho es que, harta ya de su forma de tratarme, planeé darle un susto. En aquellos momentos nos hallábamos en el camino que conducía a la vivienda. A los lados se alzaban bosques espesos que jamás atravesábamos acaso por el temor de enfrentarnos con algún bicho amenazante, o a sentirnos dominados por trasgos y seres que protagonizaban siempre los cuentos e historias que nos leían las nannies. Además, en la isla de Wight proliferaban serpientes crueles que se escondían para atacar y matar a los que, como el perrito de la abuela, se atrevían a invadir sus dominios.
Pero aquella vez no me detuve a pensar en los probables peligros que podían acecharme.
Aprovechando el descuido de mi prima, me alcé la faldilla, trepé por el montículo de la izquierda y me introduje en el bosque. Sin miedo. Sin pensar en que aquellos parajes podían ser peligrosos. Lo único que se imponía en aquellos momentos era esconderme, saber que cuando Bee se volviera hacia mí, yo iba a ser para ella únicamente un vacío. Que la costumbre de achicarme y pegarme a su rastro se había acabado. Que por una vez en la vida yo estaba llevando la iniciativa.
La espesura del bosque no me asustaba. Al contrario: la consideraba un aliado en mi empeño de camuflarme. Emancipada de las imposiciones de mi prima, zigzagueaba por entre los árboles y matorrales sin freno, sin miedos, sin barruntar peligros. Mi único empeño era llegar a la vivienda atajando por la diagonal de un paraje desconocido que me permitía acortar la distancia que el camino normal exigía. Quería que al llegar a la casa antes que ella se notara desorientada e incapacitada para imaginar cómo había conseguido yo desaparecer sin que nadie hubiera podido percatarse de mi maniobra.
Atravesar el bosque ni siquiera cabía en sus retorcidas sospechas. Los bosques de los lugares donde se alzaba la vivienda de la abuela en la isla de Wight eran lugares prohibidos para las niñas.
Todo allí era sombrío, amasado en humedades y envuelto en efluvios que siempre se habían considerado dañinos. Pero yo avanzaba con paso rápido, sin sentirme arrollada por temores, ni amenazada por peligros difusos que desde que tenía uso de razón los mayores nos iban planteando.
Mi meta era llegar a la vivienda antes que Bee y darle a entender que, si ella pretendía superarme con imposiciones, yo poseía poderes ocultos muy superiores a los suyos.
Nadie me vio llegar. Salté a la explanada desde el bosque circundante y, camuflada tras la espesura de las buganvillas, conseguí entrar en la casa sin que nadie me viera.
Escondida tras un sillón del vestíbulo, escuché los comentarios alarmados de las nannies y el resto de las niñas que iban llegando a la explanada.
– ¿Habéis visto a la princesa Ena? De pronto ha desaparecido. La hemos buscado a lo largo del camino pero no hemos dado con ella.
Recuerdo ahora la voz temblorosa de Bee repitiendo asustada:
– Se ha esfumado. Estaba con nosotras y repentinamente hemos dejado de verla.
El revuelo fue grande. Los sirvientes indios de la abuela se desvivían por improvisar estrategias propias de una búsqueda sin supuestos lógicos ni pistas explicables. Imaginarme perdida en la espesura del bosque era una utopía. Nadie concebía que yo hubiera corrido un riesgo tan grande.
La alarma crecía. Mi madre comenzaba a angustiarse y mi padre argumentaba que seguramente mi desaparición era un simple juego: «Ena suele gastar bromas para divertirse».
Aguardé a que todos despejaran la explanada para salir de mi peligroso escondrijo y dirigirme a mi cuarto. Una vez allí bajé lentamente por la escalera y entré en el vestíbulo. La primera en verme fue Bee.
– ¡Por fin! -exclamó, como si estuviera contemplando al superviviente de un naufragio-. ¿Dónde te habías metido? ¿Cómo has llegado hasta aquí sin que te hayamos visto? -Yo la miraba en silencio. A decir verdad me divertía observarla tan alterada-. ¿Dónde estabas? -seguía preguntando-. ¿Cómo pudiste esfumarte de un modo tan repentino?
Me encogí de hombros y le dije que no lo sabía.
Bee me miraba entre enfurecida y admirada. Por primera vez desplazada de su constante afán de protagonismo. Por primera vez dispuesta a admirarme sin saber exactamente cuál era la razón de su admiración.
– ¿De modo que no lo sabes? -preguntó.
Y yo para desconcertarla aún más me atreví a decirle:
– A lo mejor estoy dotada de poderes que tú no tienes.
Volvió a mirarme con aire dubitativo.
– ¿Lo dices en serio?
Me di cuenta de que mi respuesta la había impactado. Aunque algo mayor que yo, Bee seguía siendo una niña pequeña. Y la palabra «poderes» la impresionaba.
No obstante, el susto que mi desaparición causó se disipó pronto. «Cosas de niños», decían. Ni siquiera dio lugar a una regañina por parte de la abuela y de mis padres.
Pero Bee siempre recordó la palabra «poderes» como un peligro para ella.
Nunca le dije la verdad. Jamás le expliqué que había cruzado el bosque prohibido sorteando peligros que sólo existían en la imaginación del hacedor de historias para niños temerosos. Me limité a darle a entender que no lo sabía, que fui trasladada a la vivienda sin enterarme y que todo se debía a un vigor interno que ella no poseía. A Bee aquella explicación no debió de gustarle. Siempre pretendía ser la primera en todo.
No sé por qué motivo recuerdo ahora aquel episodio de nuestra infancia. Acaso porque mientras iniciamos el vuelo rumbo a España experimento algo parecido a lo que percibí cuando, andando el tiempo, descubrí que Bee, mi entrañable Bee, era algo así como un expediente lleno de incógnitas nunca aclaradas y carentes de razón pero que apremiaban y causaban malestares inexplicables.
También ahora los apremios que me atosigan me angustian. No es fácil volver a un país donde fui reina, sin ostentar más título que el de una simple madrina de un niño que va a llamarse Felipe.
No obstante, las destrucciones que debimos soportar parecen achicarse cuando los acontecimientos cobran relieves inesperados y las congojas pasadas se van diluyendo en probabilidades venideras.
El aeropuerto de Niza es un estallido de luz. Es como si el sol que baña el recinto guiñando brillos sobre los metales y dando realce a los aviones estuviera empujándome a caminar decidida: «Adelante, Ena. No te achiques. Pese a todo lo ocurrido, tú sigues siendo la reina».
Entre las personas que me acompañan están el duque de Alba consorte, el doctor Nicod, Marino Gómez-Santos, mi dama de compañía señora viuda de Rich y mis doncellas personales Pilar y Petra.
Tras descansar unos instantes en el salón de honor, nos encaminamos hacia la pista donde el avión de Iberia nos espera. Antes de subir por la escalinata, una azafata me entrega un ramo de flores.
No cabe la marcha atrás. España está ya en ese avión que me trasladará a la tierra perdida. Aquella tierra que cuando yo era niña mi padre tanto admiraba: «Un día te llevaré a España, Ena. Te gustará», me dijo en cierta ocasión tras regresar de Sevilla, mientras me entregaba un abanico como recuerdo de aquel país todavía extranjero para mí.
Me gustó. Claro que me gustó. Fue mi patria adoptiva. La nación donde me hice mujer, donde nacieron mis hijos, donde conocí la verdad de muchas mentiras y las mentiras de algunas verdades.
También el dolor y la forma de camuflarlo para que mi tío Eduardo (el entonces rey de Inglaterra) no me echara en cara su advertencia cuando yo empezaba a estar enamorada de Alfonso: «Piénsalo bien, Ena. No sea que te arrepientas y vuelvas a tu tierra gimoteando».
Nunca gimoteé. Nunca traté de volcar mis dolores sobre los que se hubieran alegrado al observar mi desmoronamiento. Siempre oculté mis fracasos, mis desilusiones, mis desfalcos internos. «Los reyes deben saber encubrir el dolor que a veces acarrea el hecho de serlo». Fue mi madrina, Eugenia de Montijo, la que, siendo yo muy joven, me puso en guardia sobre la necesidad de mantenerse firme en los socavones de la vida. «Hay que caminar como si nuestras andaduras siempre se deslizaran sobre pistas esmeradamente alisadas.» Tenía razón. En ocasiones era muy difícil acertar. Nada se acopla a nuestra perspectiva sin la probabilidad de que lo inesperado la hiera de muerte.
Mis recuerdos se truncan cuando el capitán nos anuncia que vamos a emprender el vuelo.
Instalados ya en nuestros asientos, el runruneo del motor vence los suaves murmullos de los que me rodean. El arranque hacia el vacío siempre impone silencios. Es como trazar una ruta desafiando la inexorable y valiosa ley de la gravedad. Y eso requiere severidades y reflexiones.
Antes de subir al avión, mientras aguardábamos en la sala de espera, todo eran comentarios y dialécticas expuestas acaso por el afán de distraer los posibles sopores y desengaños que pueden producirse en nuestro futuro aterrizaje.
Salieron a relucir mil temas que no se correspondían con el viaje que estamos emprendiendo. Especialmente lo relacionado con el proyecto que debe tener lugar durante el año que estamos viviendo: la llegada del hombre a la Luna.
Pero al iniciarse el vuelo, los comentarios recién expuestos se desdibujan y se olvidan. Lo único que cuenta es la inexplicable realidad que supone avanzar por una ruta que carece de soportes, de indicaciones, de lados y direcciones señaladas.
Lo esencial es mantenerse estable en un pavimento inexistente y esperar que el tiempo no contradiga la hora prevista para la llegada.
Mientras tanto, las evocaciones de cosas perdidas se amontonan de nuevo en mi mente. Son como ráfagas que exigen atenciones inexplicables. Unos porqués sin relaciones razonables pero que se filtran en el cerebro como una cadena invisible que va unificando momentos y circunstancias sin comunicaciones específicas ni propias de una logística buscada y razonada.
De improviso mis recuerdos cobran fuerza: la infancia, la juventud, la madurez. Infinidad de situaciones ajenas unas de las otras se mezclan como un solo hecho: mis correrías por los castillos de Balmoral, de Windsor, de Buckingham, de todos los lugares donde la abuela Victoria se instalaba, porque siendo mi madre la menor de sus hijos, soltera o casada debía permanecer a su lado. Ésa fue la condición cuando mis padres contrajeron matrimonio.
Fue en Balmoral donde aprendí a montar. Primero cabalgaba sobre un pony. Pese a sufrir un accidente cuando cumplí seis años, mi afición por los cuadrúpedos no disminuyó. Luego fueron los caballos. Siempre me fascinaron. Tanto como los perros. En ocasiones tenía la impresión de que entre ellos y yo se producía una especie de compenetración que a medida que pasaban los años, lejos de debilitarse, se acrecentaba. Fue un entendimiento que entrañablemente me unía a sus reacciones al tiempo que las suyas se amoldaban a las mías.
Tal vez por eso, cuando, instalada ya en España, veía a los pobres jamelgos (en aquella época despojados de cualquier defensa) enfrentados contra las salvajes embestidas de los toros, inducidos por aguerridos picadores, se me encogía el alma. Especialmente si las astas se clavaban en los intestinos de los animales.
Nunca pude acostumbrarme a lo que los españoles denominan «fiesta nacional». Pero tampoco quería defraudar a quienes sentían pasión por las corridas. Si en alguna de ellas se esperaba mi presencia, asistía puntualmente sin mostrarme disconforme, pero siempre acompañada de unos prismáticos que utilizaba mirando a través de ellos por el lado contrario. Era mi forma de mostrarme impasible e incluso interesada, sin ver lo que en el ruedo ocurría.
Aquel sistema fue algo parecido a una amable claudicación. Fue también el inicio de una defensa. Algo que durante muchos años tuve que ejercitar, para difuminar corridas de toros sin más toro que la envidia, el engaño y el dolor.
Cuántas veces a lo largo de mi vida fue preciso utilizar prismáticos invisibles para mirar sin ver. Y tapar mis oídos con ceras inexistentes para fingir sorderas. Y morderme la lengua para no hablar.
Sólo una vez perdí el norte de mis disciplinadas composturas. Y, a decir verdad, el precio de mis desahogos fue muy alto.
Ocurrió un par de años antes de que se proclamara la república. Los ánimos iban cargados y mi vida particular soportaba ya un volumen desmesurado de oprobios y bajezas siempre adobadas con falsas sonrisas y amabilidades por parte del marqués de Viana y de sus incondicionales esbirros.
El autocontrol es siempre conveniente, pero cuando los agravios y oprobios se acumulan engrosando sufrimientos y creando día tras día y año tras año pequeños atentados anímicos, el estallido pronto o tardío se vuelve inevitable. Especialmente cuando el ambiente que soportamos, lejos de ser apacible, amenaza cambios drásticos y dolorosos.
Estoy viendo ahora a Pepe Viana mirándome sonriente, amable, dispuesto como siempre a disfrazar su diabólica mansedumbre por el rey, utilizando campechanías rastreras y amabilidades babosas para halagarme. Era su táctica. Aunque lo esencial para él consistía en satisfacer los lados oscuros de Alfonso y surtirle a mis espaldas de todo cuanto podía engrosar su ego, no dejaba de tratarme con la sumisión rastrera de un súbdito leal, mientras que, para conservar una amistad que le engrandecía, le proporcionaba películas pornográficas, mujeres de baja estirpe, relaciones adúlteras y sobre todo insinuaciones falsas y mezquinas contra mí, para, de ese modo, afianzar una amistad hecha siempre de adulaciones rentables. Especialmente cuando Bee entró a formar parte de las preferencias de mi marido.
De hecho, visto desde el momento actual, Viana era un simple lacayo de Alfonso. Pero él se consideraba una especie de segundo rey en la sombra. Algo como un consejero destinado a manejar en silencio las penumbras inconfesables del monarca.
Sin embargo, cuando yo le conocí caí también en las redes que su simpatía tendía. Me bastaba que formara parte del séquito amistoso de Alfonso para que automáticamente el apego que los unía fuera asimilado por mí sin temores ni repliegues.
Viana era simpático, alegre, vital. Tardé mucho en comprender que las simpatías excesivas son siempre prenuncios de posibles hecatombes. Nadie se esfuerza en ser simpático sin esperar algo a cambio. Y lo que Viana esperaba de mí era que yo lo aceptara sin el menor esfuerzo, como un amigo fiel e indispensable del hombre que pronto iba a ser mi esposo.
Recuerdo que mi tío Eduardo me puso en guardia: «No te fíes de ese incondicional compañero del rey», me dijo. «Es demasiado simpático».
Aquella frase fue la que, andando el tiempo, lentamente me iría situando en la verdad de aquel hombre.
En realidad, todo lo desmesurado suele acarrear peligros. No obstante, en los albores de aquel encuentro yo era excesivamente joven para dejarme llevar por las verdades ocultas que el transcurrir de la vida va dejando al descubierto.
Madurar es eso: comprender que muchos sentimientos son sólo sensaciones; que lo elemental de la vida no consiste en presagiar primaveras, sino en prepararse para los inviernos, que las apariencias suelen ser precarias y que lo precario puede dar un giro de ciento ochenta grados cuando menos se espera.
El mío aconteció cuando la España herida y bamboleante prenunciaba cambios demasiado evidentes para ser obviados. El ritmo de nuestro entorno político perdía el compás, la sociedad cerraba los ojos ante nuevas perspectivas cuando, para colmo de males, los manejos de Viana traspasaron los límites de mi aguante.
A mis oídos llegaban noticias que me dolían demasiado. Comentarios hirientes que Alfonso, inducido por su gran amigo, iba esparciendo a mis espaldas. Especialmente, destaca la frase que le contestó mi marido al profesor Castillejo cuando le comunicó que también él estaba casado con una inglesa. «Caramba. Buena te ha caído», le contestó el rey.
Pronto me enteré de aquella respuesta. Las noticias que duelen suelen volar hacia nosotros con alas de murciélago. Fue una época mala, muy mala. Existía una amenaza política, todo era precario. Pero todavía en la alta sociedad ser favorecido por la atención de un rey era parecido a conseguir un galardón.
Yo, como la mayoría de las mujeres engañadas, hacía la vista gorda. Al fin y al cabo se trataba de «engaños» esporádicos, medio elegantes y medio obligados por la frivolidad de un ambiente machista que todavía dominaba los quehaceres de los machos españoles.
El problema se inició cuando Alfonso, lejos de fijarse en una fémina de la nobleza, dio en enamorarse de Carmen Moragas, una actriz con talento y que según se decía era mi vivo retrato pero en moreno. No. Aquello no fue una aventura. Fue un montaje familiar. Una especie de planificación casi legal que nadie desconocía y todos aceptaban.
Me pregunto si lo que me sacó de quicio fueron los celos. Es posible, pero lo dudo. Lo que me dolió profundamente era saber que con ella mi marido había engendrado niños sanos. Incluso corría la voz de que el Santo Padre podía anular nuestro matrimonio para que Alfonso pudiese contraer otro con la famosa actriz, madre ya de dos hijos suyos. Todo muy bien apañado por el «simpático» e incondicional Pepe Viana.
Despojada por completo de lo que se entiende por flema inglesa, mandé recado al detestable marqués para que inmediatamente se presentara en mi cámara.
Llegó jadeante, sonriente, y como siempre echando fuera ráfagas de simpatía.
Se acabó. «Basta ya de comedias desaforadas», le dije.
Fue un recibimiento severo. Ni siquiera le permití que me besara la mano. Tampoco le oculté mi desprecio. Se lo demostré en forma de pregunta: «¿Has leído algo de Mirabeau?». Y antes de que me respondiera continué: «Lo siento, se me olvidaba tu falta de cultura. Tu ignorancia sólo es comparable a la gran sabiduría que despliegas para manipular los devaneos sucios de Su Majestad el Rey».
Hubo unos instantes de silencio. Pepe Viana me miraba como se contempla un cataclismo. Incapaz de reaccionar, trataba de entender cuál era la causa de mi conducta tan irascible.
Comprendí que mi actitud le asustaba. «Algo le pasa a la reina», sin duda pensaría. «Su forma de abordarme no es normal.» Al mirarme, todo en él se achicaba. Trataba de sonreír pero mi ceño desmontaba su sonrisa y la convertía en mueca.
Quiso hablar. Se lo impedí: «No he terminado, marqués. Mirabeau escribió una frase que se ciñe perfectamente a tu modo de ser. Dice así: "Si queréis triunfar en este mundo, matad vuestra conciencia". ¿Comprendes lo que pretendo explicarte? Eso es lo que tú has hecho con la tuya. La has matado para permanecer en las alturas y presumir de una amistad que ni es amistad ni es nada. Sólo es un globo que puede volar pero que al deshincharse emana efluvios pestilentes de aire podrido».
No recuerdo exactamente el resto del discurso que le lancé. Sé que terminé mi repulsa con una frase que nunca he olvidado: «No está en mi poder castigarte como mereces. Sólo Dios puede hacerlo. Tu castigo tendrá que esperar hasta que estés en el otro mundo».
Luego le abrí la puerta y le ordené que se fuera.
Durante unos instantes dio la impresión de que intentaba defenderse. Pero la voz se le iba en balbuceos que no acertaban a ser palabras. Su cuerpo, hasta entonces erguido, empezó a encogerse. Se llevó la mano a la frente y comenzó a bambolearse como si perdiese el equilibrio.
Imaginé que aquella actitud era otra de sus nauseabundas comedias. Manejos para llamar la atención y sacar ventaja de sus propósitos.
Asqueada, solicité la ayuda de los criados para que lo sacaran de mi cámara.
Se lo llevaron casi a rastras: la espalda vencida y su arrogancia hecha un guiñapo.
Pepe Viana murió aquella misma noche.
No pude alegrarme. Me sentí culpable.
Nunca imaginé que defender mis derechos contra un ser que durante años venía triturándolos fingiendo amabilidades y falsos aprecios podría originar un resultado tan grave. Mi única intención era poner los puntos sobre las íes, darle a entender que sus artimañas ya no eran para mí hechos desconocidos y que, en adelante, yo, la reina, dejaba de ser su amiga.
Eso era lo que yo había pretendido: acusar recibo de sus desafueros y darme por enterada de todo el daño que me había hecho. Nada más. Nunca pensé que podía herirlo de muerte al reprocharle mis propias heridas vitales.
De haber sabido que su corazón estaba enfermo, jamás hubiera adoptado con él una actitud tan drástica. Lo cierto es que aquella muerte fue sin duda alguna su mayor ataque a mi persona. A veces el destino se disfraza de ciertas actitudes que desvirtúan su condición de destino para convertirse en venganza. El hecho es que Viana continuó dañándome más allá de su vida.
En ocasiones los muertos pueden también vengarse de los vivos que se atrevieron a humillarlos por mucho que merecieran ser humillados.
A pesar de todo, lloré por él. Era como si su muerte me reprochase no haber sabido mantenerme a raya. Y dejar de ser reina, para ser únicamente una mujer dolorida y destrozada. No obstante, me escondí para llorar. Nadie supo que mi peor enemigo consiguió que mis ojos se llenaran de lágrimas al saberlo muerto. Fue un llanto parecido al de los sauces, cuando el relente nocturno les obliga a gotear. La oscuridad los protege de miradas insidiosas.
En ocasiones los motores del avión son como arrullos que invitan a cerrar los ojos y aislarnos de lo que nos rodea. Recuerdo ahora que en aquella época volar era una especie de heroicidad que sólo el primo de Alfonso, Ali de Orleáns, vaticinaba como un adelanto que andando el tiempo iba a servir para convertir el globo terráqueo en un mundo sin distancias.
No se equivocaba. Actualmente viajar en avión es vencer espacios, ganar horas y etapas rápidamente.
Pocos son los que ahora atraviesan el canal de la Mancha en barco. Volar suele ser una prioridad frecuente. Incluso se rumorea que pronto se construirá un túnel en el fondo del mar para que los coches puedan circular tranquilamente por tierra firme bajo el agua.
Madrid ya no tardará en ser la etapa de destino.
Solícita, la señora Rich me pregunta si deseo algo. Niego con la cabeza y le doy a entender que un cálido sueño me está invadiendo.
Pero lo que deseo realmente es que me dejen pensar, que no interrumpan esa retahíla deshilvanada que se empeña en destapar mi pasado y darle a todo lo que se impone en mis recuerdos ese latir pausado que en la juventud nunca alcancé.
Solamente en la vejez cabe analizar los hechos con la serenidad que requieren para que sean verídicos. Repentinamente, vuelvo a los ambientes que marcaron mi infancia y mi adolescencia.
Pese al carácter rígido de la abuela Victoria, todo era grato en torno a nosotros, salvo los frecuentes brotes de decaimientos enfermizos que padecían mis hermanos pequeños, Leopoldo y Maurice.
En aquella época nadie conocía las graves consecuencias de la maldita enfermedad que muchos descendientes de la abuela Victoria padecían.
Los médicos andaban desorientados, lo achacaban al clima, a los alimentos, a debilidades producidas por causas desconocidas, pero nadie imaginaba que semejante enferme dad podía ser hereditaria hasta pocos años después de mi boda.
Cuando estaba ya casada, tuve noticias de que la reina Cristina de España había sido advertida de la probable tendencia de la familia de mi abuela a caer en postraciones físicas algo preocupantes, pero cuando trasladó a su hijo aquella advertencia Alfonso se limitó a sonreír y a tranquilizar a su madre: «Siempre hay agoreros dispuestos a destruir la felicidad».
Alfonso no podía concebir que aquella muchacha de ojos claros y cabello rubio que rebosaba salud y que tanto le había impactado pudiera estar enferma.
Se enteró de la verdad cuatro años después del nacimiento de nuestro primer hijo. La enfermedad se denominaba hemofilia y afectaba a los varones. Por eso yo, aunque como mujer podía transmitir esa enfermedad, no la padecía.
También el zarevich, nacido dos años antes de nuestra boda, por ser nieto de la reina Victoria tuvo la desgracia de ser contagiado de esa horrible dolencia que nadie sabía explicar en qué consistía.
Se supone que la palabra «hemofilia» significa «amor a la sangre»; sin embargo, el sentimiento que Alfonso y yo experimentamos y que tan sólido parecía fue vencido muy pronto por aquel maldito amor que tanto sangraba.
Muchas veces me he preguntado qué hubiera sido de nosotros sin la terrible amenaza de aquella enfermedad. En ocasiones las cosas que se empeñan en imponer actitudes drásticas y que se nos antojan inviolables acaban por esfumarse como un sueño desoñado y perdido en olvidos.
Ver y sentirnos impactados por lo que vemos no supone caer en aciertos. La vida me ha enseñado que la realidad no suele verse ni intuirse, ni nos alerta sobre la «nada» de las cosas que «son». La realidad casi nunca se ciñe a lo que imaginamos incombustible y visual. Tampoco es tajante. Suele llegar a nosotros a pequeñas dosis subrepticiamente, a escondidas y envuelta en silencios, y, lo que es peor, está dotada de herramientas capacitadas para horadar lo que consideramos fortalezas y causar derrumbes jamás esperados.
Nunca nos paramos a pensar que las rutas trazadas, guiadas por nuestros instintos y que lógicamente consideramos acertadas, puedan ser reversibles.
Me estoy viendo ahora en la plácida (aunque un tanto rígida) vida que la abuela Victoria nos imponía a mis padres, a mis tres hermanos y a mí.
No se me escapaba que, entre sus innumerables nietos, yo fui siempre para ella la preferida; no obstante, sus preferencias jamás llegaron a vencer la solemnidad y el empaque que la sombra de la abuela se empeñaba en proyectar en nuestra familia.
Todo era calculado para que la educación que nos daban se apoyara no sólo en el afecto que nos unía, sino también en las exigencias que requería nuestra manera de expresarnos. Las normas protocolarias podían más que nuestras espontaneidades.
Insistentemente, se revisaba con minuciosidad la forma de movernos, de hablar, de reaccionar. Nada escapaba a nuestras conductas cotidianas, por muy privadas que fueran.
Además, en la impuesta sobriedad de nuestro entorno se añadía constantemente la penumbra que, a modo de recuerdo, planeaba siempre por los castillos donde nos alojábamos, causada por la tristeza que arrastraba la abuela desde que el abuelo había muerto.
Nunca lo mencionaba sin que sus ojos se abrillantaran y el pañuelo recogiera las lágrimas de sus encogidos párpados, antes de que sus mejillas se humedecieran.
De vez en cuando, un suspiro nos daba a entender que la vida sin su marido era una losa demasiado pesada. Mi madre siempre decía que el matrimonio de sus padres había sido perfecto: «Se querían. Eran muy felices».
También el de mis padres lo era. Jamás presencié una discusión o un gesto ceñudo entre ellos. Antes al contrario, su compenetración se nutría de suavidades, atenciones, apoyos y cariño.
Tal vez por aquellos dos ejemplos, nunca disocié la felicidad de un enlace matrimonial. Siempre imaginé que la unión entre un hombre y una mujer que se querían era la soldadura más perfecta para garantizar un proseguir dichoso.
No obstante, su felicidad les duró poco. Yo tenía ocho años cuando mi padre murió.
Fue una muerte lejana, producida por fiebres malignas adquiridas en uno de sus viajes a Ghana.
De pronto, en nuestro entorno irrumpió la tristeza y el desencanto. Nada tenía sentido. Todo se volvía luto; hasta el aire que respirábamos era oscuro.
Lo que me rodeaba se volvía siempre acongojante y neblinoso. Nada prometía alegrías. Daba lo mismo que el día amaneciera radiante; enseguida alcanzaba categorías dolientes y sombrías.
Algo dentro de mí se rebelaba: no me resignaba a imaginar que la vida tuviera que ser siempre un reguero de desgracias.
Mi rebeldía se fue acrecentando cuando me hice mujer.
A veces me refugiaba en los libros. Me gustaba leer. En ellos descubría que, más allá de las desgracias, podía existir alguna brizna de felicidad; pequeñas alegrías que permitieran desvelar a su vez sentimientos desconocidos y apasionados que la vida me negaba.
Aunque las enseñanzas de la abuela y sobre todo su ejemplo de mujer recta excitaban la admiración que yo sentía por ella, no me dejaba llevar por el conformismo. Yo quería vivir lo que los libros que leía me hacían intuir; sueños y realidades que en el coto cerrado de la reina Victoria era imposible desarrollar. Sólo cabían en la imaginación.
Tal vez por eso, cuando yo era una adolescente (creo que aún no había cumplido los quince años), estuve a punto de enamorarme de mi primo segundo Boris, cuando nos conocimos en la isla de Wight. Algo me decía que yo le gustaba, pero mi corta edad le impedía demostrarme sus probables sentimientos hacia mi persona.
Al parecer, su intención era dármelos a conocer cuando yo entrara en sociedad. Entonces ni él ni yo podíamos sospechar que nuestros sentimientos, nunca expresados, pudieran ser destruidos y olvidados antes de nacer, debido a la llegada de un rey que, al cumplir yo diecisiete años, convirtió mi entrada en sociedad en una salida inevitable hacia una lejanía jamás sospechada.
Ignoro si lo que yo llegué a sentir por Boris fue realmente un amor verdadero o solamente un simulacro de ilusiones que la vida junto a la abuela había ido anulando poco a poco. Cuando nos vimos en Niza, hacía aproximadamente un año que la abuela Victoria había fallecido. Su muerte fue un luto más en las cavernas de los protocolos.
Era mucha mujer para no echarla de menos. Con ella se fueron infinidad de ritos, costumbres y sensaciones que en cierto modo abrían fosas inmensas en nuestro convivir cotidiano.
Pese al vacío de su triste deambular en una sillita de ruedas, debido al reuma que tanto la aquejaba, la reina Victoria ya no encajaba en nuestra nueva forma de vivir. Su ausencia permitió que pronto surgieran probabilidades inesperadas que ya no podían verse avasalladas ni influidas por el recuerdo de sus rigores.
¿Por qué negarlo? Varias fueron las fantasías que gracias a aquel primo mío nutrieron mis horas vacías pero también liberadas de muchas rigideces enterradas con la abuela.
Era agradable imaginarme querida por un hombre como él. En la primera juventud nunca se analiza lo que nos impacta. La ilusión se impone al modo de un relámpago que nos abstrae y nos deslumbra. No importa la brevedad de su impacto. Lo esencial consiste en comprender que algo desconocido ha llenado nuestras entelequias plenamente. Su fugacidad no es dañina. Al contrario: es precisamente esa fugacidad lo que nos permite creer que nuestra integridad es inmune al extravío. Y que, gracias a ella, difícilmente nos equivocamos en los asuntos esenciales.
Pese a todo, cuando regresé a Londres, lo que yo denomino «la cultura de la ignorancia», es decir, ese «saber que únicamente admite desconocimientos», logró que el primo Boris se borrara pronto de mi mente. El hecho fue que la corte inglesa, al recibir al rey de España, abrió muchas puertas a mis olvidos. Boris se iba desvaneciendo en cada festejo que se organizaba en honor de Alfonso, en los nuevos ojos que me miraban y sobre todo en cada descubrimiento que la vida adulta me ofrecía.
Creo que mi desvío de Boris comenzó cuando después de la muerte de la abuela, y aproximadamente dos años antes de conocer a Alfonso, mi tío Eduardo organizó una gran fiesta para celebrar mi entrada en sociedad en Buckingham Palace.
Recuerdo que, por ser yo la homenajeada, quiso que mi asiento estuviera junto al suyo y al de la reina. Todo en aquel acontecimiento adquiría una nueva dimensión para mí. En cierto modo, aquel honor era como una especie de ensayo general para un porvenir que entonces no podía sospechar.
Debo admitir que aquel festejo fue una suerte de acumulaciones mágicas que durante algún tiempo me obligaron a imaginar que la vida era algo radiante, amable y desprovista de vacíos. No podía suponer que lo que viví aquella noche era sólo un soporte que amenazaba ruina.
Incluso ahora lo estoy viendo ya como un pequeño relámpago sin tormenta. Es decir, sin la parafernalia grandilocuente de un acontecimiento glorioso.
Por si fuera poco, mi entrada en sociedad se prolongó ampliamente cuando mi madre organizó un baile en la isla de Wight para reafirmar lo que su hermano, el rey, había iniciado en Londres.
Pienso ahora en la inutilidad de aquellos boatos, tan lejanos de lo que supone ahondar en las realidades de la vida. Nunca se experimenta de verdad lo que las costumbres grandilocuentes se empeñan en demostrarnos como algo sólido y detenido en un tiempo sin evolución. Pero la vida evoluciona y en ocasiones causa graves hecatombes, siempre sorpresivas.
No. El tiempo no perdona. El tiempo jamás detiene felicidades o placeres. En cualquier caso los encarcela. Es decir, los transforma en esperanzas que nunca se cumplen en su continuo vagar hacia lo venidero.
Ser joven es eso: desconocer que nada permanece igual en las imposiciones que nos ofrece el mañana. Ignorar que los riesgos futuros siempre andan al acecho. Y que desconocer esa realidad o cerrar los ojos para no verla es caer en trampas inesperadas.
Todo cambia. Nada es exactamente lo que en algún momento dado consideramos eterno.
Recuerdo ahora las clases que recibía durante mi adolescencia.
Por ejemplo: cuando se abordaba nuestra religión anglicana, nunca se especificaba con exactitud que sus orígenes habían sido católicos. Y, por supuesto, el breve reinado de María Tudor casi siempre se mencionaba como un hecho fortuito que nada bueno y constructivo podía aportar a nuestro país.
La reina importante era, en la historia que nos contaban, Isabel I, hija de Enrique VIII y de Ana Bolena, su segunda esposa. Pese a haber violado la decisión del papa de no anular su matrimonio con Catalina de Aragón, Enrique decidió que, si el pontífice no disolvía su matrimonio con la española, él, siendo rey, tenía la facultad de divorciarse para casarse con la mujer que amaba.
Lo que yo no entendía era por qué motivo, entre nosotros, el divorcio era una institución tan mal vista y desaprobada, siendo esa ley la raíz directa de nuestra religión inglesa tradicional.
Tampoco me cabía en la cabeza que repentinamente todos los papistas fueran reos abominables, acreedores de castigos y torturas y merecedores de ser desposeídos de todos sus bienes cuando Enrique VIII rompió con el papa y se nombró a sí mismo jefe de la Iglesia en su propio país.
¿Por qué? Las respuestas siempre eran ambiguas, desrazonadas y poco convincentes.
Para los historiadores de entonces Tomás Moro fue un traidor, y María Tudor (la superviviente de los cinco hijos de la reina española Catalina), una reina ilegítima porque su madre se había casado con el rey después de enviudar de su hermano. Condición suficiente para anular la boda. La dispensa del papa no contaba para Enrique VIII, la desobediencia tampoco. Lo legal era considerar a Enrique jefe absoluto de la Iglesia recién amoldada a sus propias conveniencias y, como consecuencia, el verdadero reinado pertenecía a la hija de Su Majestad y Ana Bolena, la extraña soberana Isabel I.
Nada importaba que su madre (la causante de tanto estropicio) hubiera acabado su vida decapitada y odiada por su marido. El partidismo era ya una institución. Y los católicos sólo merecían desprecio y lejanía. Por si fuera poco, surgió el escándalo del sacerdote John Henry Newman, que no sólo se convirtió al catolicismo, sino que llegó a cardenal. Hombre santo y muy influyente durante el siglo XIX.
Fueron tal vez esos amagos de dudas lo que, al cambiar yo de religión, contribuyeron a consolidar mi cristianismo, y, lejos de considerar que con mi boda traicionaba una fe tradicional en mi familia, tuve la impresión de reafirmarme en el acierto de aceptar una verdad que ignoraba. Fin de suspicacias y de recelos. Todo fue ampliamente especificado en la realidad de la historia.
Aquello fomentó en gran parte las largas charlas que había sostenido con mi madrina de bautismo, Eugenia de Montijo. Ella era católica convencida y, ya antes de conocer a Alfonso, en nuestras disquisiciones siempre quedaba pendiente un interrogante que, acaso para no lastimar mis sentimientos, jamás intentó aclarar. Nunca se mostró sectaria y opuesta a las propuestas anglicanas. Su única demostración de lejanía con nuestra religión consistió en no asistir a mi bautizo a pesar de ser mi madrina.
Lo cierto es que conocer las nuevas normas religiosas no avasalló mi fe. Al contrario, la reforzó. De ahí que cuando me propusieron casarme con un rey católico y me plantearon la condición sine qua non de convertirme al catolicismo no me sentí obligada, ya que aquella condición fue siempre para mí una verdadera «convicción».
Fue esa convicción la que me llevó a conocer la verdad sobre mis ascendientes Isabel I y María Estuardo de Escocia.
Ambas eran primas como Bee y yo. No obstante, la historia que tuve ocasión de conocer, cuando la recordaba, siempre me dejaba un regusto amargo.
Desde la distancia, ambas reinas se mostraban muy afectuosas, amables, deseosas de ayudarse mutuamente. Sus cartas rezumaban cariño, apoyo y un gran deseo de conocerse personalmente.
Nunca se vieron. Ni siquiera cuando María Estuardo tuvo que refugiarse en Inglaterra convencida de que su prima iba a ayudarla.
Pero la decapitó.
Lo hizo como si el hecho de matar a su «querida» prima fuera un acto legal, justiciero y doloroso para ella.
Por si fuera poco, Isabel lloró su muerte como si la sangre que las unía se encabritara en su propio cuerpo.
Tal vez en el fondo de sí misma, al verse al fin liberada de una mujer que podía hacerle sombra y reclamar posibles derechos, no supo frenar sus instintos, ni maliciar dobleces.
Quizá incluso llorara como yo lloré por Bee cuando murió. Y como todas las mujeres en las que (pese a haber sido traicionadas) ciertos repliegues que se niegan a desaparecer de la mente producen cosquilleos en los ojos prenunciando lagrimeos acaso reales, o tal vez ambiguos. Nunca se sabe la profunda veracidad que entrañan nuestras reacciones.
Los altavoces del avión Caravelle anuncian que acabamos de entrar en España y que estamos a punto de sobrevolar Barcelona.
Inmediatamente, el capitán sale de la cabina acompañado de varias azafatas. Se acerca a mí y con sonrisa algo compungida me comunica que en Madrid está lloviendo.
– Lo siento, Majestad, a veces el clima se niega a colaborar.
A lo mejor su frase es una forma de amortiguar las escasas esperanzas que mis treinta y siete años de ausencia escasamente podían alentar. Seguramente también él está temiendo que mi regreso a una España atrapada por una dictadura hecha de silencios constituya un lance proclive a la desilusión.
A pesar de todo, el jefe de relaciones públicas de la compañía aérea me tiende una copa de champán para brindar por España.
Me conmueve ese detalle. La acepto agradecida y brindo con los que me rodean.
La invitación nos anima a todos y la lluvia anunciada se olvida con las alegrías que produce el champán. Por unos instantes valoro mi retorno en esas copas que chocan contra la mía y en esas miradas amables que logran empañar mis ojos. Por la ventanilla voy observando como el vacío que nos rodea se va ensombreciendo. Febrero es muy corto. Un mes poco generoso. Pero, aunque mi viaje ofrece posibles desalientos, desaires y tristezas, merece la pena afrontarlos. Llevaba demasiado tiempo amando a ese país para conformarme con morir sin volver a pisar su tierra y empaparme de su entorno.
Cierto, tuve muchas amistades que acabaron siendo mis enemigos, pero también tuve enemigos políticos que hoy son elementos cruciales entre mis amistades.
El champán ingerido me anima. Ya no me importa que mi llegada a España pase inadvertida, que la nobleza me ignore y que el recuerdo de una mujer que estuvo a punto de perderlo todo el mismo día que fue nombrada reina se haya esfumado en la brevedad de un «siempre» doloroso e implacable.
La cuestión es regresar, percibir alientos españoles, aunque sean escasos; recuperar sus cualidades y sus defectos, sus fobias y sus filias, respirar el aire de la sierra para desintoxicarme de extranjerismos.
Eso es lo que me motiva: saborear el fruto del árbol de la vida después de haber probado la manzana del mal.
No pido más. De hecho, el sufrimiento como el goce son elementos hermanos. La vida consiste en acumularlos para extraviarlos. Todo en nuestra existencia es siempre un tener para perder: muertes, ilusiones, alegrías, modas, peinados, desengaños, objetos que fueron entrañables, fotografías, postales…
Entonces se estilaba coleccionar postales. Pocos eran los que se resistían a la tarea de acumularlas y clasificarlas como objetos valiosos en los gustos sociales de aquella época.
Cuando pienso que toda mi existencia tuvo sus principios en un vulgar afán coleccionista, comprendo hasta qué punto las pequeñas cosas sin importancia pueden acabar siendo razones esenciales.
¿Cómo imaginar que mi destino podía depender de unos cartones más o menos coloreados? ¿Qué me impulsó a convertirme en una coleccionista más entre las muchas personas que se vanaglorian de acumular aquellos cartones que reproducían lugares, edificios, bosques o gente importante? Todo ocurrió en el mismo marco donde mi tío el rey Eduardo había celebrado mi entrada en sociedad.
Se trataba de una cena de altos vuelos para agasajar al joven rey de España que iba a llegar a nuestro país con la indudable finalidad de encontrar esposa.
Se sabía que su madre, la reina regente, se decantaba por una princesa germana. Pero el rey consideraba importante estrechar lazos con Inglaterra.
Por entonces sonaba mucho el nombre de Patricia de Connaught. Era la princesa adecuada que todos juzgaban digna de reinar en un país que, aunque protagonista de varios acontecimientos desafortunados, iba alcanzando cotas que parecían seguras para recobrar su gran prestigio histórico y asentarse en Europa con la solidez de sus ancestros gloriosos.
Su llegada a Londres fue un acontecimiento importante. El embajador de España y el entonces ministro de Estado, Villarrutia, se esmeraron en que el viaje del monarca adquiriese un relieve grandilocuente, sobre todo por el desafortunado hecho que tuvo lugar en París cuando Alfonso, en su viaje a Inglaterra, tuvo que recalar en la capital francesa.
Al llegar a Francia todo fueron halagos para él; atenciones, esmeros, cortesías y deferencias que Alfonso, con su innata simpatía y su dominio del francés, supo agradecer con grandes alardes de cordialidad y satisfacción.
De hecho, aunque oficialmente aquel viaje a Londres desde París era una obligada cortesía a mi tío Eduardo VII por haber atracado su barco en España durante una excursión por el Mediterráneo y tenía un carácter meramente protocolario, oficiosamente todos barruntaban que se trataba de un montaje subrepticio para conocer a una princesa inglesa y convertirla en su mujer.
En aquella época, muchos hablaban de que la elegida podía ser mi prima Patricia, entre otros motivos (su padre, el duque de Connaught, la había llevado a Sevilla) porque se notaba muy atraída e interesada por el catolicismo.
Sin embargo, la que más anhelaba ser la elegida seguramente era Bee.
Aunque algo mayor que Alfonso, su estilizada figura y aquel modo jocoso que la caracterizaba le daban cierto aire de inocencia que la aniñaba. Luego estaba su seguridad. Y aquella constante necesidad de ser la primera en todo.
Pronto se supo que el rey de España, tras un recibimiento caluroso en Francia (no sólo por el presidente de la República, Loubet, sino por todo el pueblo francés, los estudiantes y las instituciones de mayor relieve), fue testigo del estallido de una bomba a su paso por la rue Rivoli, en plena noche, tras salir de la ópera, acompañado por el presidente de la República.
La reacción del viejo Loubet fue arrojarse al suelo: «Sir, nous sommes foutus», exclamó asustado.
Pero el rey, sin inmutarse y dando muestras de una admirable sangre fría, ayudó a levantar al anciano presidente como si de un percance inocuo se tratara, mientras le decía: «Son gajes del oficio, señor».
La frase no tardó en llegar a los oídos ingleses y, pese a la juventud del rey, aquel alarde de docta gallardía lo convirtió en un monarca adulto con méritos suficientes para gobernar con criterio sólido el complicado país español.
Por supuesto, aquel «incidente» no le impidió a Alfonso continuar con los planes previstos en Francia y cumplirlos estrictamente como si nada hubiera ocurrido, mientras estuvo en París.
Eso le valió que, al llegar a Londres, el rey de España fuera recibido por mi gente como un verdadero héroe digno de los mayores halagos, atenciones y respetos.
Aunque Patricia Connaught parecía ser la candidata más probable, pronto se supo que ella (enamorada del marqués de Anglesey) no sólo se negaba a ser la reina de España, sino que incluso se mostró algo seca y poco receptiva ante las atenciones del rey.
Aquellos desaires repentinos de mi prima Patricia le hicieron exclamar a Alfonso: «¿De veras soy tan feo?».
Lo era. No puedo negarlo. Las pocas veces que lo vi antes de la gran cena que mi tío el rey le ofreció en Buckingham Palace me dejaron fría y poco dispuesta a esperar que el monarca español se interesara por mí.
A simple vista, aquel invitado de honor carecía de atractivo. Aunque alto, era muy delgado y su rostro, a mi modo de ver, parecía una calavera envuelta en piel.
Sus modales y composturas eran los de un hombre hecho y derecho; sólo tenía dieciocho años, pero a esa edad el físico masculino jamás consigue estar a la altura de una mente que, en él, era ya sin duda alguna preclara, muy trabajada y preparada para afrontar responsabilidades de gran altura. No obstante, su fama de hombre inteligente y dueño de sí mismo destacaba más que su físico poco atractivo. Por eso, en cuanto se le conocía, su apariencia poco agraciada se esfumaba. Lo esencial trascendía desde su intelecto: sabía vencer, convencer, ser oportuno y sobre todo arrollador.
Tal vez por eso en el lujoso banquete que se había organizado aquella noche, salvo Patricia (que no quiso asistir), las probables candidatas utilizaron sus mejores resortes femeninos para conquistar a Alfonso. Y es que, pese a su apariencia, tenía un don especial que encandilaba a las mujeres.
Yo no contaba en aquel guiso de princesas candidatas. Aunque nieta de la reina Victoria y sobrina muy querida de mi tío el rey, carecía de los requisitos acostumbrados para ser la elegida. Mi padre no tenía una ascendencia tan rigurosamente importante como la de mi madre. Aunque muy digno y rebosante de amor, su matrimonio era morganático. Por eso (como me solía decir Bee) yo nunca podría aspirar a ser reina.
Me estoy viendo ahora sentada a la mesa de aquel fastuoso banquete, a gran distancia del lugar destinado al egregio invitado.
Era imposible mantener desde mi puesto una conversación con él. No me importaba. Desde que se anunció su visita a Londres, jamás se me ocurrió que la elegida pudiera ser yo.
Fue una velada larga, animada y sobrecargada de interrogantes. Las candidatas, nerviosas, trataban de conectar con el rey entre inquietas y esperanzadas, sin llegar a admitir que el agasajado podía mostrarse algo incómodo. Pero su mirada no se apartaba de la mía.
Comprendí que, desde la distancia que nos separaba, un hilo invisible estaba tirando de él hacia mí. Reconozco que su actitud me halagaba. Cuando se es tan joven, las sensaciones que nos satisfacen suelen confundirse con los sentimientos. Pero los míos no maduraron hasta pasado algún tiempo.
Pronto me di cuenta de que, pese a las ambiguas impresiones, siempre agradables, que aquel muchacho me producía, yo no estaba enamorada de él. A veces soñaba: me veía convertida en reina, pero se trataba de un reinado desteñido y carente de lo que yo más deseaba: sentirme enamorada de un hombre aunque se tratara de alguien muy lejano a mi ambiente. Tal vez por eso nuestros principios fueron algo fríos y como envueltos en nieblas.
Nos veíamos con frecuencia durante aquel viaje a Londres, pero el marco siempre era el mismo: bailes, excursiones a caballo, cacerías. Ambientes propicios al encuentro, pero muy alejados de intimidades verbales.
Admito que, aunque nuestras conversaciones aún eran algo insustanciales y un tanto forzadas, a medida que yo trataba a aquel hombre su físico poco agraciado se difuminaba en cuanto rompía a hablar. Era muy ingenioso, rápido en definir y certero en sus definiciones. Departir con él era como trasladarse a un mundo totalmente ajeno al mío: un mundo hecho de eclosiones que expresaban ideas ingeniosas para mí desconocidas. No era bromista, pero su sentido del humor causaba un continuo manar de lucideces jocosas. No voy a negarlo: Alfonso poseía el don de atrapar la atención en cuanto rompía a hablar. Su voz bien timbrada revestía de sutilezas todo cuanto exponía.
Ignoro si él se daba cuenta de la poderosa facultad que le caracterizaba. De lo que estoy segura es de que no intentaba ganar la atención y el interés de sus interlocutores por aquella indudable cualidad. Pero fuera cual fuese su intención, el hecho era que departir con él siempre constituía un hecho agradable. Nadie se aburría cuando briosamente se lanzaba a exponer sus puntos de vista. Generalmente acertaba. Y, si no acertaba, tampoco importaba demasiado porque su verbosidad bastaba para fascinar a cualquiera.
En efecto, hablar con Alfonso era divertido. Pero, en lo que a mí se refiere, aquella particularidad tampoco amplió mis sentimientos amorosos hacia él. Era un buen amigo. Alguien dotado de una excepcional capacidad para no aburrir, para manejar a la perfección sus dotes de hombre preparado mentalmente que sabía mostrarse cauto antes de adentrarse en terrenos resbaladizos.
De improviso, presto ya a abandonar Inglaterra, un día, mientras bailábamos, me preguntó si coleccionaba postales. Le dije que, efectivamente, yo era una aficionada a recopilarlas y clasificarlas por materias y categorías.
Mirándome fijamente, me dijo: «Te mandaré postales a condición de que tú me contestes». Se lo prometí.
Así empezó todo.
Alfonso no dominaba el inglés. Incluso se disculpó cuando tras la famosa cena de gala que mi tío había organizado en su honor comenzó a abordarme directamente en mi idioma: «No lo estudié a fondo porque ése era el lenguaje de nuestros enemigos cuando la guerra de Cuba», me confesó con aire compungido.
No hubo problemas. Yo hablaba y escribía correctamente el francés y ésa fue la lengua que utilizábamos tanto en nuestros encuentros como cuando, al abandonar él Inglaterra, empezó a enviarme las famosas postales prometidas.
Al despedirse Alfonso, parecía muy enamorado. Con voz cálida y penetrante me suplicó: «Espero que no me olvides». Mi respuesta no fue demasiado halagüeña para él, pero, lejos de cerrar puertas, las dejaba entreabiertas con un soplo de esperanza: «Es difícil olvidar la visita de un rey», le dije.
Cuando se fue lo eché de menos. En varias ocasiones me pregunté a mí misma si aquella sensación era amor.
No lo era. Pero no tardó en brotar en cuanto comencé a recibir las famosas postales prometidas. Todas ellas rebosaban chispazos inesperados de sutilezas hasta entonces jamás experimentadas por mí.
Fueron aquellos textos los que lentamente motivaron mi interés por los sentimientos de aquel hombre.
Nada de lo que en ellas escribía se perdía en vaguedades o en laberintos sin salida. Sus expresiones escritas superaban con creces las frases habladas. De improviso comprendí que los días sin aquellas postales eran días sin sentido. Días desiertos. Días perdidos.
Lo de menos era ya que el hombre que sabía expresarse con tanta profundidad fuera un rey: lo esencial era que sus exposiciones literarias tuvieran alcances emocionales, y que analizara las realidades de la vida con un criterio maduro. Por eso, pese a la distancia que nos separaba, cada frase suya plasmada en el papel no sólo barría lejanías, sino que estaba ganando terreno y cercanía en mis propios sentimientos afectivos.
Poco a poco, la tendencia amistosa que yo plasmaba en mis tarjetas postales fue transformándose en misivas de un mayor alcance intimista. Incluso me atrevía a incluir en ellas frases escritas en español y en inglés, acaso para que la unión de esos dos idiomas pregonara de algún modo una especie de contraseña futurista.
Sin embargo tardé algún tiempo en transformar «Mi querido amigo» por «Queridísimo Alfonso».
De improviso en las cartas de Alfonso surgieron las confidencias, breves insinuaciones que yo trataba de corresponder con las mías.
Durante aquel continuo fluir de pequeños secretos personales, todavía participaba de ellos mi prima Bee, especialmente cuando ambas hicimos juntas un viaje por Europa.
Indudablemente, aunque no me lo confesaba, Bee todavía tenía esperanzas de ser elegida por el rey.
Sabía que Alfonso me prefería a mí, pero, como siempre, no se resignaba a ser la segundona.
Insistía. Se empeñaba en atraer la atención del monarca esgrimiendo sus dotes de simpatía y de ingenio sin el menor reparo, uniendo sus postales a las mías.
Sin embargo, tuvo que claudicar cuando las famosas postales se convirtieron en folios de papel que testimoniaban sintonías cada vez más impregnadas de una indiscutible ternura hacia mí.
Me pregunto ahora si Bee tenía ya entonces la intención de casarse con el primo del rey, Ali de Orleáns. No podría jurarlo, pero cuando sus esfuerzos por conquistar la corona española fracasaron no tardó mucho en lanzar sus dardos hacia quien, por razones familiares, podía adherirse sin impedimentos al entorno del monarca español.
Cuántas veces en mis brotes de recuerdos vagos surge la duda de si el matrimonio de mi prima con el primo de Alfonso fue de verdad por amor, por interés o por vindicar de algún modo el fracaso que experimentó ella cuando se comprendió rechazada por quien claramente se proyectó hacia mí.
Nunca lo he sabido. Durante mucho tiempo creí que Bee era mi mejor amiga: mi hermana gemela, mi confidente más sólida. Muchos años tuvieron que pasar para que mi devoción por ella se desmoronara.
Resultaba inconcebible que aquella unidad tan consolidada y tan llena de comunicaciones confidenciales pudiera ser únicamente restos convencionales perdidos en la verdad de unos espacios vacíos de lealtad.
Durante lustros fui coleccionando material intimista y afectivo para volcarlo sobre ella. Todas las verdades más profundas de mi vida iban siendo suyas, convencida de que sólo Bee era merecedora de mis sinceridades.
Ni siquiera tuve en cuenta que la gente cambia, que la adolescencia se forja con verdades endebles y que el transcurrir diario, lejos de atar, desata, separa, inmuniza y destruye lo que en nuestras ignorancias, casi infantiles, consideramos eterno.
Entonces yo no podía adivinar que los desengaños fueran más poderosos que las amistades supuestamente sólidas, y que los valores que en la juventud juzgamos inviolables puedan extrapolar fijaciones consideradas inamovibles.
De hecho nada en este mundo puede ser inmune a la decadencia. Todo está expuesto a derivar, a caer, a trasladarse más allá de nuestras convicciones aparentemente indestructibles.
Pienso ahora que, en realidad, nada lo es. Todo es susceptible de variar, de transformarse en algo que «fue» y de convertirse en ruinas.
Sin embargo, cuando las cartas de Alfonso dejaron de ser postales para trocarse en instrumentos de amor sin marcha atrás, amor persistente y según él invulnerable, ni de lejos fui capaz de imaginar que la solidez de aquellos sentimientos podía destruirse.
En su favor tenía aquella indudable reticencia mía a sentirme desde el principio atraída sentimentalmente por él. No obstante, lentamente fui comprendiendo que sin aquellas misivas algo muy entrañable dentro de mí corría el riesgo de enfermar, de naufragar en dolencias incurables. Nada en el mundo podía ya tener una razón de ser sin aquella frase que encabezaba todas sus cartas: «Ena chérie». También las mías eran a su vez declaraciones sin barreras: la amistad era ya otra cosa. Y mis cartas iban dándole a entender lo que durante nuestros encuentros personales no existía.
Pienso ahora que acaso nuestras expresiones plasmadas en el papel, lejos de perderse en vaguedades o en posibles equívocos, tienen más vigor convincente que las que se manifiestan con la voz.
De improviso, tras varios meses de comunicarnos por correo, entre nosotros se acabó la amistad. Comenzó otro sentimiento. ¿Era amor? Hoy día llaman amor al enamoramiento. Sea lo que fuere, la atracción que Alfonso logró proyectarme fue apoderándose de mí tan profundamente, que ni un solo instante dejé de dudar sobre mis propias percepciones.
Lo quería. Lo necesitaba. Ni siquiera me importaba que fuera rey. Estoy convencida de que, aunque hubiera sido un simple plebeyo, si era capaz de escribir aquellas maravillosas cartas me hubiera enamorado igualmente.
Se acabaron los «Chére Ena» de los principios y los «Au revoir, ma belle amie» de los finales. El paso del tiempo había modificado incluso nuestras despedidas: «Je t'embrasse, Ena mon amour». Y yo finalizaba mis respuestas con un: «Please don't forget me. Goodbye my love».
Un «love» sincero. Un «love» que ya no arrastraba dudas, que precisaba alivios con encuentros, con ilusiones realizadas y con esperanzas cumplidas.
Nuestros proyectos admitieron enseguida mi necesario cambio de religión.
Una reina española debía ser católica. El tema no fue debatido hasta los finales de nuestra correspondencia.
Le dije entonces que desde que era niña venía cuestionándome la solidez anglicana y que las razones que nos daban al instruirnos carecían de un material convincente.
Por lo pronto Enrique VIII, por motivos poco claros, había decidido adjudicarse el derecho de ser jefe de la Iglesia del país donde reinaba porque el papa no era digno de serlo. Y los católicos de aquella época que no admitían aquella nueva ley automáticamente se convertían en traidores y merecedores de toda clase de castigos.
Pero ¿en qué consistía la maldad del papa? Las explicaciones que me daban resultaban vagas y poco convincentes. En vano intentaba ahondar en los libros que caían en mis manos. Todos ellos eran siempre revisados por la abuela Victoria y la verdad acababa escondida en los textos que me imponían leer.
Sólo en alguna ocasión mi madrina, Eugenia de Montijo, había dejado escapar registros luminosos en sus charlas conmigo cuando, durante mi adolescencia, nos visitaba en la isla de Wight.
La idiosincrasia de Eugenia de Montijo continuaba siendo española, y, aunque su amistad con mi abuela era muy sólida, también lo eran sus convicciones religiosas.
No obstante, nunca intentó devaluar nuestro anglicanismo. Se limitaba a perfilar los esplendores espirituales que habían sido plasmados artísticamente desde hacía muchos siglos, basados en fortalezas y vigores de unas creencias que, según aseguraba ella, constituían pilares sólidos desde la venida de Cristo a la tierra.
«Cuando viajes por Europa, procura enriquecer tu inclinación hacia la lectura con libros que en Inglaterra no suelen encontrarse», me dijo.
La obedecí.
Especialmente en Francia era fácil dar con volúmenes específicos que explicaban y describían vidas de santos, hechos sobrenaturales ocurridos a lo largo de los siglos y razonamientos clarividentes que en nuestra religión no figuraban. En ocasiones Bee se enfrentaba conmigo por rastrear curiosidades que en nuestro país eran un material subversivo: «No irás a decirme que estás preparándote para reinar en España».
No. En aquel viaje que hicimos juntas, Alfonso era todavía un grato recuerdo, una agradable voz lejana. En suma, una promesa de intercambiar postales. Todavía no había llegado mi hora sentimental. El cambio se produjo de improviso, de una forma vaga. Sus cartas iban monopolizando su recuerdo y mis inclinaciones religiosas sólo fueron elementos muy propicios a debatir entre nosotros sin violencias ni discusiones.
Recuerdo que en las últimas cartas yo le decía que las lecturas y mi empeño en analizar la verdad habían ensanchado mis horizontes; que, poco a poco, las dudas que en mi adolescencia habían dejado un reguero de inseguridades iban desapareciendo, y que llevaba algún tiempo considerando abrazar la fe católica (como asimismo pensaba hacerlo mi prima Patricia Connaught), para acallar mis ocultas y persistentes suspicacias e incertidumbres.
No se me escapa la repercusión negativa que tuvo en la nobleza española aquella decisión mía al reforzar nuestro compromiso matrimonial. Dudaban de mi sinceridad. Incluso los más cercanos al rey le dieron a entender que mi empeño en abrazar la fe católica era una simple añagaza para cazarlo. También la madre de Alfonso vacilaba y ponía en entredicho la veracidad de mis intenciones.
Afortunadamente una vez más, Eugenia de Montijo movió la pieza necesaria para desvirtuar aquella duda: «Debes aclarar tus deseos de cambiar de religión con la madre del rey. Es una mujer muy recta, pero también muy receptiva. Seguramente vuestra convivencia podrá ser positiva si sabes convencerla. En suma: vencido ese obstáculo, ya nada ni nadie tendría derecho a dudar de tu sinceridad».
De la reina Cristina tenía yo pocas noticias como mujer. Conocía su fortaleza y aciertos como regente, pero no vacilé en tratar de conquistarla y procurar que mis intenciones fueran asimiladas por ella sin causar dudas perniciosas.
Lo primero que hice, ya en vísperas de la Navidad, fue mandar una carta a Alfonso hablando de su madre muy positivamente, y, al despedirme, le rogaba que besara sus manos de mi parte.
En realidad, desde que supe con certeza cuáles eran mis verdaderos sentimientos relacionados con Alfonso automáticamente tuve la necesidad de querer a su madre.
A mi entender, era muy difícil dejar de manifestar demostraciones afectivas por los seres que el hombre de nuestra vida ama y Alfonso sentía un amor grande por su madre.
Tal vez por eso me urgía convencerla, darle a entender mi necesidad de unirme a ella en aquel amor profundo que las dos experimentábamos por él.
Comprendí también que, sin pérdida de tiempo, debía aprender el idioma español. Al principio pensé que podía valerme por mí misma, pero me equivoqué. Nuestro idioma y el suyo eran antagónicos. Mi madre me proporcionó un profesor: Eduardo Peña. A pesar de todo, aquel idioma se me antojaba muy difícil.
Sin embargo, no claudiqué. Recuerdo que en una de mis postales le decía a Alfonso que, para mí, estudiar el español era un martirio. La gramática se me resistía; ni siquiera los signos de puntuación se aplicaban igual que en los textos escritos en inglés.
Pero no me di por vencida. Mi madrina había preparado nuestro encuentro en la vivienda que su íntima amiga la princesa de Hannover poseía en Biarritz, donde debía tener lugar nuestra entrevista definitiva en el próximo mes de enero, y yo quería sorprenderlo con mi incipiente español, pronunciando alguna frase para demostrarle que mi supuesto martirio había sido superado.
Desgraciadamente, por entonces los periódicos ingleses apuntaron de nuevo mi inclinación hacia el catolicismo como una especie de traición. La noticia no fue bien comentada entre los míos. Los antiguos prejuicios (aunque sin la virulencia de antaño) brotaron medio escondidos en las opiniones de la nobleza inglesa con mal disimulado desprecio.
No voy a negarlo. Aquella circunstancia tuvo repercusiones negativas. Pero fueron superadas. Al menos en lo que se refería a mi familia.
Recuerdo que en mis cartas le mencioné a Alfonso los escritos descalificativos que me atacaban por mi probable cambio de religión: «Esos comentarios me han hecho sufrir, pero no van a modificar mi forma de pensar». Y le añadía que había que actuar con prudencia para no crear mal ambiente.
Afortunadamente, mis tres hermanos apoyaron en todo momento aquel noviazgo, todavía escondido en los huecos del secreto, pese a empezar ya su camino hacia una irreversible realidad.
Nuestro primer encuentro tras aquella vaga y algo desconcertante despedida en Londres, cuando yo todavía desconocía las profundidades psicológicas y mentales de aquel muchacho, tuvo lugar en Biarritz, tal como mi madrina había planeado.
La villa donde mi madre y yo debíamos hospedarnos tenía un nombre atractivo: Mouriscot. Enero estaba ya en sus postrimerías y el frío húmedo del mar se plasmaba en los cristales de los ventanales, en los vahos de los que circulaban por las calles y en los jadeos de los que arrastraban resfriados mal cuidados.
Pero en aquellos momentos para mí todo era radiante: Alfonso no iba a tardar en llegar y los caprichos climáticos carecían de importancia.
Era imposible que en mis avatares de entonces las minucias de la vida fueran capaces de influir en las certezas que desde que se concertó aquel encuentro estaban ya impresas en nuestros proyectos.
Todo se volvía afán de ver de nuevo a aquel muchacho que, lentamente, había ido conquistando para mí un mundo de realidades felices, de esperanzas a punto de cumplirse y de convicciones que, desde mis sentimientos ya irreversibles y rotundos, pronto iban a dar un vuelco importante en mi vida. Me cuesta ahora imaginar el cambio brusco que aquel lugar francés rayano con España ha experimentado.
Entonces en Biarritz ni siquiera la noche era oscura. Algo muy especial envolvía la pequeña ciudad en fulgores de realidades bellas y prometedoras. Todo allí era fascinante, tanto en sus edificios como en las playas, en las calles y en las tiendas.
Pese al roce de un febrero cada vez más cercano, el mar era de un azul intenso, y el cielo claro y el ambiente desvirtuaban las probables previsiones de tormentas.
Alfonso llegó de Madrid a San Sebastián en tren y desde allí condujo su coche en compañía del marqués de Villalobar y del conde de Grover hasta Biarritz.
Mi hermano mayor fue el primero en recibirlo cuando llegó a la villa Mouriscot. Como jefe de familia, era él quien debía atender al rey.
Al saludarlo se excusó, algo preocupado por la presencia del nutrido número de periodistas que rodeaba la entrada de la villa. En principio se trataba de un viaje de incógnito. Pero hubo rumores imposibles de acallar.
Alfonso, radiante, palmeó a su futuro cuñado con aquella sonrisa de medio lado que tanto fascinaba a los que lo trataban y, diligente, saludó a los periodistas y a los fotógrafos haciendo gala de su irresistible encanto como rey y como hombre.
Una vez dentro de la villa, mi madre y yo nos instalamos con él en el gran salón.
No hubo protocolos ni envaramientos innecesarios. Alfonso se limitó a pedirle a mi madre la mano de su hija haciendo hincapié en que la reina Cristina estaba totalmente de acuerdo con aquel enlace.
Enseguida me entregó la sortija: un rubí en forma de corazón rodeado de diamantes azules.
Públicamente, desde aquellos instantes, yo era ya la novia oficial del rey. El único requisito que faltaba era la autorización de las Cortes en España.
Tras el almuerzo, por primera vez desde que nos habíamos conocido, paseamos a solas por las alamedas de la villa Mouriscot.
No recuerdo lo que hablamos. Recuerdo únicamente su voz, su trato delicado y respetuoso, el halo de su cuerpo junto al mío y aquel decorado hecho de arbolados, plantas y flores. Todo en torno a nosotros rebosaba emoción. Nada era ya pasado o futuro. Sólo contaba un presente que, en aquellos momentos, se nos antojaba eterno.
Fiel a las costumbres algo sensibleras de entonces, Alfonso se empeñó en grabar nuestros nombres en la corteza de un álamo. Y yo, según una usanza escocesa, le propuse enterrar dos plantones de pino en un lugar de la finca.
Recuerdo también que la sortija recién colocada en mi dedo pesaba. Era una sensación extraña, como si la felicidad de aquel día se acumulara íntegramente en mi mano.
Debo reconocer que aquella alhaja me fascinaba. Siempre me gustaron las joyas. No era su valor lo que me atraía de ellas. Tampoco la vanidad contaba en mis apreciaciones. Lo que me fascinaba era la belleza de sus estructuras, la originalidad de su diseño y especialmente la respuesta emocional que se producía en mí al contemplar unas piezas montadas con tanto arte y esmero.
Fueron muchas las joyas que a lo largo de mi reinado acumulé en España. Las perdí casi todas durante el exilio. Sin embargo, pese a los desafueros que surgieron cuando se instauró la república, todas me fueron devueltas. No podía creerlo; estaban allí, en mis manos. A veces ocurren hechos que exceden toda previsión. Algo muy apreciado regresaba para amortiguar tanto dolor y tantos desmanes. Lo que nunca volvió fue el maravilloso paseo que Alfonso y yo dimos en la inmensa alameda de la villa Mouriscot aquella tarde de un enero que se volcaba ya sobre un febrero plagado de nieblas. Fue precisamente en un lejano febrero cuando Alfonso se fue hacia un adiós definitivo.
Me estoy viendo ahora caminando junto a él por los senderos de un paraje que rebosaba manojos inmensos de flores bellísimas. Nos detuvimos ante uno de ellos con intención de arrancar algún tallo para adornar mi habitación.
De pronto, Alfonso detuvo mi mano: «No lo hagas, Ena, esas flores son venenosas».
Lo miré extrañada. No concebía que una planta tan bella pudiera dañar. Alfonso se apresuró a aclararme que la savia de aquellas flores mataba. Y que en la India, cuando nacía una niña no deseada, le daban un biberón con la savia de aquella flor para que muriese.
«En la India suelen denominar esa costumbre "el beso de la muerte".»
Aquella aclaración me produjo escalofríos. ¿Cómo era posible matar a un recién nacido? Y ¿por qué elegían una flor tan bella para matar?
Le pregunté a Alfonso cuál era el nombre de esa flor: «En España la llamamos adelfa».
Acaban de anunciarme que estamos a punto de llegar al aeropuerto de Barajas. Algo en mí se está desestabilizando. No es un sobresalto. Es algo parecido a una especie de aguacero interno que sin llegar a mojarme me repite la frase desalentadora que hace unos momentos el capitán ha pronunciado: «En Madrid está lloviendo».
Me imagino ahora descendiendo por la escalinata del avión, sorteando cuerpos que me ofrecen paraguas; el frío acuoso golpeándolos para evitar que me moje. Un extraño terror parecido al que se apoderó de mí tras el horrible estallido que se produjo cuando, recién convertida en la reina de España, lanzaron sobre nuestro carruaje una bomba envuelta en flores se está infiltrando en mis inevitables desalientos.
Pero Pepita Rich me anuncia que en Madrid ha dejado de llover. De pronto un sol tímido pero fogoso se filtra por los cristales de la ventanilla.
No entiendo muy bien lo que está pasando. No obstante, a pesar de mi evidente sordera, se me llenan los oídos de un murmullo inmensamente grato, como hecho de un millón de cascadas musicales.
Miro el reloj. Son las cinco de la tarde. Una tarde plagada de imprevistos, de emociones que se atropellan entre ellas. «Otra vez el mes de febrero se empeña en ser protagonista», pienso. ¿Qué diantre tendrá ese mes que siempre se inmiscuye en los momentos más cruciales de mi vida? Cierro los ojos. Es una costumbre que practico cuando el avión aterriza.
Al tomar tierra el aparato se desliza hacia la pista central que conduce al salón de honor. El murmullo ya no es murmullo. Es un inmenso tsunami de voces, gritos y aplausos.
De pronto nada es ya desaliento ni desengaño. El recuerdo vuelve a ser mi «ahora» enriquecido a fuerza de presencias inesperadas. Ya no dudo. España está ahí, en ese recibimiento que nunca imaginé tan caluroso. El regreso merecía la pena. Alguien me comenta que, a pesar de la lluvia, gran número de autocares ha trasladado al aeropuerto a millares de madrileños para rendirme homenaje. Al parecer, cincuenta mil personas han querido celebrar mi retorno.
Es como un sueño. Abren la portezuela del avión. Y el sueño se amplía. Los aplausos se multiplican. Los «Viva la reina» son como besos y abrazos para mis oídos.
Desde lo alto contemplo el espectáculo casi paralizada por algo muy profundo que no sé explicar.
La vista se me enturbia. Comprendo que estoy llorando. Inevitablemente, mi sangre inglesa se va transformando en la que un día lejano cambió mi razón de ser: jamás me he sentido tan española como en estos momentos.
Bajo por la escalinata sin titubeos, sin miedo a que los años traicionen la estabilidad de mis piernas. Abajo me aguarda mi hijo Juan. Tras él, diviso a casi toda mi familia, mi nieto Juan Carlos, el general José Lacalle Larraga, en representación del jefe de Estado, y cuatro ministros acompañados de sus esposas.
En torno a todos ellos, un centenar de periodistas gráficos y literarios se disponen a inmortalizar estos inesperados pero entrañables hechos históricos.
Emocionada, sigo bajando por la escalinata, mientras contemplo, como si soñara, esa inmensa multitud que me da la bienvenida, agitando pañuelos y banderitas y lanzando vivas que no esperaba.
Mi hijo Juan se acerca unos pasos hacia mí. Me abraza. Enseguida le cojo la mano y lentamente, con el mejor estilo aprendido en mi juventud, le hago la reverencia para que todos los que nos contemplan sepan que el verdadero rey de España es él.
El aumento de aplausos rubrica aquel acto de respeto, como un oleaje de aquiescencias irreversibles.
España, aunque encarcelada en una dictadura militar, continúa latiendo, esperando y deseando recobrar una libertad perdida hacía ya muchos años en los pantanos de una república que no supo ser democrática.