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DÍA TERCERO

Viernes, 9 de febrero de 1968

No es orgullo lo que estoy experimentando. Es una extraña sensación que me vindica, que permite recuperar aquellos oscuros años en que la reina Victoria Eugenia era, al decir de las altas esferas, un simple tentetieso que no tenía voz ni voto en los problemas que amenazaban a España.

Dentro de poco vendrán a buscarme para llevarme al gran hospital de la Cruz Roja situado en la avenida que lleva mi nombre.

Mientras me arreglo para que mi aspecto no defraude demasiado a los supervivientes de mi generación, no puedo evitar recordar los desprecios y la falta de atenciones que provocaron mis propuestas para mejorar los malos momentos (no sólo por la pérdida de las colonias de Cuba y Filipinas, sino por la interminable guerra de Marruecos) de los humildes y los heridos que no cesaban de regresar a España con evidentes muestras de desencanto y abulias mal encauzadas.

En vano intentaba yo proponer alivios para los más pobres y en general para todos los españoles que exponían sus vidas por el bien del país. Por razones políticas y machistas, mis propuestas quedaban siempre en agua de cerrajas.

Además los celos y las intrigas de la nobleza se anteponían siempre a los problemas de los más necesitados. Ellos sabían hasta qué punto llegué a enfrentarme con los que presumían de liberales sin serlo: Maura, Romanones y algunos más que, lentamente y acaso sin tener conciencia plena de sus actitudes, estaban ya abriendo el camino hacia una desmantelada y devastadora república.

Ignoro cómo llegaron a filtrarse en el pueblo mis esfuerzos por mejorar la lamentable situación de los llamados a participar en la guerra. Lo cierto era que poco a poco la verdad fue aflorando pese a las insidias que, bajo mano, iban propagando los liberales.

Para desprestigiarme, se hartaban de infiltrar (especialmente entre la nobleza) que mi conversión al catolicismo había sido una pantomima y que sólo había cambiado de religión para convertirme en reina.

Afortunadamente la verdad fue saliendo a flote cuando, ya inmersa en mis funciones benéficas, todos podían comprobar mis buenas relaciones no sólo con la Iglesia, sino también con los que la representaban.

Por aquel tiempo muchas órdenes que pretendían servir al papa eran sólo sociedades o asociaciones ilegales. El propio Alfonso así lo reconoció con evidentes muestras de desagrado: «Hay que anular esos abusos. Existen en España demasiadas asociaciones anticlericales disfrazadas».

A pesar de todo, la fama de mis ideas antirreligiosas no perdía vigencia. Las frases sobre mi probable influencia contra el catolicismo corrían de boca en boca entre los componentes de la alta nobleza. «La reina está haciendo mucho daño. No cesa en su manía de introducir ideas inglesas entre nosotros. Ideas por supuesto peligrosas», repetían constantemente las encopetadas amigas de mi marido.

Al principio aquellas noticias sobre un comportamiento totalmente falso me dolieron. Pero fingí que no me afectaban. Lo esencial para mí era contribuir con todas mis fuerzas a que el país que había adoptado saliera de sus pozos, de sus miserias y de sus desalientos.

El resultado positivo, aunque lentamente, fue asentándose con firmeza a fuerza de tenacidad. Especialmente cuando los soldados que venían de la guerra de Marruecos se hartaban de elogiar las enormes atenciones recibidas de su reina: regalos, ropa interior para amortiguar el frío, mantas y toda clase de objetos destinados a resguardarse de las lluvias torrenciales que asolaban aquellas tierras lejanas.

Incluso mi suegra, comprendiendo mis empeños en mejorar los decadentes sistemas hospitalarios, se unió a mí en varias ocasiones cuando se inauguraba alguna entidad benéfica. Yo se lo agradecía. Dentro de sus rígidas composturas o de su aparente empeño en no inmiscuirse en los altibajos del país que había regentado hasta traspasar sus poderes al hijo ya preparado para ser rey, María Cristina iba apoyando sutilmente mis proyectos en silencio y casi como si conspirase conmigo.

En ocasiones Alfonso me reprochaba aquellos empeños míos por amortiguar las deficiencias que asolaban ciertos ambientes del país: «No entiendo esa insistencia tuya en meterte en camisa de once varas», me decía. «En fin de cuentas, lo que intentas hacer no es cosa de mujeres.»

Mis respuestas no debían de gustarle: «Si los hombres no ponéis remedio a lo que amenaza ruina, las mujeres tenemos derecho a inmiscuirnos donde no nos llaman».

Nuestras discusiones no eran todavía violentas. Sólo afloraban adoptando ligeras asperezas. «Cuando la conciencia acucia, los razonamientos pierden vigor», le insinuaba.

A veces Alfonso me miraba como si lo que le estaba diciendo fueran simples fantasías de una mujer deseosa de conseguir un protagonismo más allá de su condición de reina. «Lees demasiado, Ena», me reprochaba. «¿Por qué no te limitas a tus funciones puramente profesionales?» Para él lo profesional era inaugurar establecimientos, bautizar barcos, presenciar corridas de toros y todo cuanto fuera meramente superficial.

Le soltaba yo parrafadas que seguramente no entendía. Alfonso no leía. Alfonso se limitaba a escuchar conceptos de los que, según él, estaban capacitados para manejar los destinos de la nación.

En cierta ocasión llegó a decirme que las mujeres demasiado pensantes eran varones travestidos.

Ignoro si cuando se expresó de aquel modo se refería a Rosario de Lécera. Las murmuraciones, aunque todavía escondidas en vaivenes de sonrisas aparentemente inofensivas y sin auténtico fundamento, corrían ya por los sótanos psicológicos sin que aflorasen decididamente a la intemperie.

Mi respuesta sobre las «lecturas» que según Alfonso trastocaban mis puntos de vista era casi siempre la misma: «Los hombres que no leen corren el riesgo de ser medio hombres», le decía yo bromeando. «Les falta una dimensión: no están preparados para analizar la vida», y añadía: «Pensar sin un motivo concreto que nos invite a reflexionar es desperdiciar elementos importantes del cerebro, dejar que las ideas se esfumen. Son pensamientos fatuos que pasan por la mente, como podría pasar una sombra».

***

Pepita Rich y yo hemos madrugado. Mi visita a España está programada para ser breve y mis ansias de volver nuevamente a locales y paisajes lejanos requieren tiempo. Quiero recuperar lo que en mi primera juventud adopté y viví como inmersa en un sueño demasiado bello para que fuera cierto.

Como mi estancia actual va a ser corta, y mis desplazamientos o encuentros oficiales están concertados y minuciosamente cronometrados para las doce del mediodía, le rogué a mi dama de compañía que se ocupara de organizar una escapada tempranera para recorrer, de incógnito, lo que conocí, asimilé y viví durante veinticinco años. Era esencial mantener el anonimato. No deseaba ser vista en mis correrías privadas. En primer lugar había que conseguir un automóvil de aspecto caduco. Un Seat viejo conducido por un chofer sin uniforme. Pepita cumplió su objetivo.

El Seat nos ha conducido primeramente al espectacular palacio de Oriente. Allí pasé mi primera noche de intimidad amorosa. Duele ahora contemplar el inmenso edificio que durante aquellos años fue nuestra vivienda particular convertido en una especie de museo donde cualquier ciudadano puede curiosear lo que para mí fueron estancias esencialmente privadas.

Nada es igual a lo que yo conocí. Incluso la circulación de las calles es una clara muestra de que todo ha cambiado. Se acabó aquella paz sedentaria que convertía a la capital de España en una ciudad pueblerina, flanqueada por un río poco frecuentado y casi ignorado, avenidas con palacetes transformados en oficinas y un Ayuntamiento situado en la calle Mayor de los Austrias, totalmente arrinconado en un ya envejecido barrio de la ciudad.

Mientras nuestro coche circula por los lugares que antaño fueron relevantes, algo demasiado íntimo y confuso me impide hablar. Es como si los recuerdos se me fueran amontonando en el buche y más que revivirlos los estuviera machacando para que al comentarlos no me hieran demasiado. La señora Rich es discreta. Calla. No intenta darme conversación ni distraerme de lo que para mí es un conjunto de sentimientos, dolores y alegrías que a duras penas intento convertir en restos erráticos de ficción. Imposible. Lo que voy contemplando es la verdad desnuda de toda una vida. Una ficción desbaratada que sólo en mi primera juventud fue completa y feliz.

El coche avanza mientras el recuerdo retrocede. En estos momentos llegamos a El Pardo: aquel palacio donde mi madre y yo nos alojamos al llegar a España para convertirme en reina, escoltadas por la Guardia Real.

Cuesta volver la vista atrás mientras contemplo desde la intimidad oculta del coche la guardia mora de Franco, escoltando ahora al General y a su familia.

En esa custodia, evoco yo la mía cuando me instalaron allí en espera del día señalado para celebrar mi boda. La noche anterior y en la cámara contigua a mis aposentos, se habían acomodado para velar mi sueño un grupo de grandes de España. Entre ellos el padre de Jaime, duque de Lécera.

Mucho tiempo después le mencioné a su hijo aquella custodia como una anécdota ya trasnochada. «Tú debías de tener entonces doce años.» Me miró como si aquellos doce años se hubieran ampliado en un presente que borraba distancias. «La edad no tiene fronteras cuando los sentimientos mandan», me dijo.

Jaime era más joven que yo. Mucho más joven. No obstante, aunque la madurez no tiene años ni experiencia, puede rebosar serenidad y un sinfín de propuestas sedantes y armoniosas que la acumulación de las edades juveniles, por mucho que se consideren sólidas y experimentadas, casi siempre desconocen. Jaime reflexionaba y no vacilaba en admitir los pequeños errores de su vida. Incluso en ocasiones se mofaba de sus propias frustraciones y equivocaciones. Además desconocía los arrebatos de soberbia que suelen caracterizar a los que se sienten acomplejados. Nunca fue un hombre acomplejado; su agudeza intelectual le impedía serlo. Todo en él era armonioso. Más aún, tenía lo que yo siempre he denominado «la armonía de las inteligencias». Por eso Jaime nunca tuvo la juventud de su edad. A veces incluso parecía mayor que yo.

***

El coche circula ahora por los alfoces que rodean El Pardo. El palacio va quedando atrás con sus años lejanos amenazando ruinas. Allí se ha perdido la fecha de mi boda sumida en olvidos. Lo que para mí fue un vuelco de ilusiones hoy es ya un despliegue triste de silencios dictatoriales.

Recuerdo que el despertar de aquel amanecer que presidió el día de mi boda fue radiante. Brillaba el sol como hecho de mil estrellas. Eran las seis de la mañana cuando Alfonso llegó a El Pardo para oír misa conmigo y poder comulgar. En aquella época ésa era la costumbre.

Apenas hablamos. Nos despedimos con sonrisas entre indecisas y emocionadas. Todo en aquellos momentos era un simple y definitivo «hasta luego». Un «luego» que debía durar toda la vida.

Era imposible imaginar que los «hasta luego» tan rutilantes y seguros fueron sólo minucias de unos «hasta nunca» irrevocables.

Tras el desayuno, me trasladaron junto con mi madre y las personas que debían vestirme y acicalarme al Ministerio de Marina, donde al parecer era tradición que las novias de los reyes se vistieran y arreglaran para casarse.

En los coches que nos escoltaban a mi madre y a mí iban miss Minnie Cochrane, lady William Cecil y las dos camareras de honor de mi madre.

Entonces aún circulaban los tranvías de vapor por las distintas travesías y arterias de la ciudad casi siempre vacías, pero las calles de aquel día eran ríos de personas que desde horas muy tempranas se habían apostado en las aceras a modo de vallas humanas para presenciar y en cierto modo proteger nuestro cortejo.

Recuerdo ahora que en el mes de abril del mismo año que Alfonso y yo contrajimos matrimonio había ocurrido el terrible desplome de la ciudad de San Francisco en California.

Ignoro por qué mientras recorro las calles de Madrid me viene a la mente semejante horror. Durante unos instantes evoco los grabados de aquel desastre que se reprodujeron en varias revistas. La ciudad entera era un inmenso vertedero de valores destruidos, de esperanzas muertas y de futuros convertidos en cadáveres.

Nada era ya utilizable después de aquel terremoto. Todo era muerte, despojos y desvaríos sin más meta que la que ofrece imposibles. Y es que en ocasiones el pasado asocia ciertos desastres a los terremotos internos de nuestras vidas.

Lo que augura seguridades miente. Nada en este mundo es verdaderamente preclaro y definitivo.

También el recorrido que estoy haciendo ahora es un puro engaño. Lo que caracterizó aquel día es ya un señuelo. Ni las calles se ven vacías de coches (casi todos Seat) ni en las aceras se apiñan multitudes para ver pasar al rey junto a una reina extranjera.

Los terremotos políticos también causan estragos. Todo en el Madrid actual es un puro nubarrón que oculta el mundo lejano y extraviado de mi juventud.

A instancias mías, el chofer nos conduce ahora hacia el antiguo Ministerio de Marina donde me vistieron y acicalaron para entrar en la iglesia. No nos detenemos. Le digo al conductor que siga el extraño itinerario de nuestra escapada particular.

Atravesamos el lugar donde, al día siguiente de nuestra boda, Alfonso y yo inauguramos un barrio obrero con asistencia del obispo para bendecir la primera vivienda, que fue adjudicada a uno de los guardias herido por la bomba que el anarquista Morral nos lanzó desde el balcón tras salir de los Jerónimos.

Algo que no sé explicar está mezclando en mis recuerdos ráfagas de sensaciones que en vano intentan ajustarse entre sí.

Un conjunto de situaciones y acontecimientos tan diversos se me están atascando en la mente como un puzzle de realización imposible.

El vehículo circula ahora por la carretera que nos conduce al club Puerta de Hierro.

También ese lugar ha cambiado. En aquella época era una propuesta rudimentaria y prometedora de un club destinado a desarrollar entre la gente de la alta sociedad el gusto por los deportes: equitación, golf, tenis, polo…

Allí desperté yo en Alfonso su afición al golf. Y allí iniciamos también nuestras constantes escapadas hípicas a las que al poco tiempo se añadió Bee.

La estoy viendo ahora con su aire de mujer adherida a sus propias reglas y apegada a nosotros no sólo por nuestro parentesco inglés, sino también por el parentesco español que Ali de Orleáns había aportado al casarse con ella.

Dos primos casados con dos primas. Era una hermosa circunstancia que venía a reforzar todavía más los lazos entre mi propio país y el país que acababa de adoptar.

En estos momentos el coche circula ya de regreso a la ciudad. Pero la mente se extravía hacia un lugar ajeno a Madrid.

Jaime, nuestro segundo hijo, acababa de nacer en La Granja. Y los ambientes políticos comenzaban a desbaratar la solidez de una España en la que se desencadenaba una serie de conflictos gravemente protagonizados de forma especial en Cataluña.

En Marruecos el problema que parecía amortiguado se agravaba. Las bajas eran espectaculares, y Solidaridad Obrera decidió actuar por sorpresa e imponer un paro de veinticuatro horas que motivó la angustiosa y lamentable Semana Trágica.

De nuevo Bee. La estoy viendo ahora empeñada en casarse con el primo de Alfonso, pero sin cambiar su religión. En vano intentaba yo convencerla de que los componentes de la realeza española no podían contraer matrimonio sin el visto bueno de las Cortes. Pero Bee se negaba a ser católica.

Alegaba que muchos nobles practicaban la religión papal para demostrar que eran adictos a la monarquía. Pero no porque la monarquía se apoyara en la religión para ser venerada por ellos. «En suma, en España ser católico es ser elegante: una cuestión de prestigio», decía.

Algo de razón tenía. En aquella época «ser católico» era «tener buen gusto», aunque sus formas de vida distaran mucho de ajustarse a la realidad de la religión que tradicionalmente adoptaban.

Por ejemplo, ir a misa los domingos o fiestas de guardar era una obligación. Nunca pensaban que aquella obligación impuesta por la Iglesia era, ante todo, un acto de reciprocidad amorosa, una reproducción fidedigna de la mayor demostración de amor que Dios ofreció a los humanos antes de morir. En suma, una devoción. La devoción más importante que Jesucristo proporcionó a los hombres.

«En ella el Señor repite lo que instituyó en la última cena de su vida, antes de la resurrección», solía yo explicarle.

Pero Bee no comprendía lo que le decía. Lo comprendió muchos años después cuando la incertidumbre de sus turbiedades sentimentales y egoístas se disiparon y ella, ya convencida, abrazó la fe que años atrás había rechazado.

Aquel verano, mi suegra los había invitado a veranear con todos nosotros en el palacio de Miramar para que pudieran conocerse mejor antes de contraer matrimonio.

Todo parecía normal y sin problemas. No obstante, Maura, que entonces era presidente de los ministros, le advirtió al rey que no podía autorizar aquella boda sin la aprobación del Gobierno, tal como constaba en la Constitución del año 1876.

Bee, como siempre, no aceptó negativas. Una vez más su criterio debía prevalecer por encima de cualquier circunstancia adversa y contraria a sus propias pautas.

Viajó a Coburgo (Alemania) y allí aguardó pacientemente a que la formación militar de Ali terminara.

Enamorado y obsesionado por unirse a mi prima antes de incorporarse al ejército español que operaba en Marruecos, Ali fue al encuentro de su novia. Sin anunciar la boda, sin autorización de su primo Alfonso y saltándose toda clase de protocolos, se casaron en Coburgo obviando el escándalo que aquel matrimonio pudo causar en España.

Nuestro estupor fue grande cuando al día siguiente de la boda Alfonso recibió un telegrama que decía textualmente: «Tengo el enorme placer de comunicarte que Bee y yo nos hemos casado civilmente y católicamente. El martes saldré para París. Espero que me permitas servir a la patria y al rey en campaña».

Tras el consabido disgusto, Alfonso decidió privar al recién casado de todos sus títulos y honores. Y para evitar equívocos, comunicó su decisión a toda la familia real.

En el comunicado se constataba que, habiendo Alfonso de Orleáns contraído matrimonio sin su consentimiento, lo exoneraba de la dignidad de infante de España y de todos los honores y prerrogativas anejos a ella.

Asimismo, mandó a su primo recién casado una carta en la que ponía de relieve la gravedad de lo que había hecho y los despojos que debía asumir tras su desobediencia y falta de disciplina: «Al tomar tu determinación sabías muy bien las obligaciones que resultan quebrantadas dentro de mi familia y del ejército. Siendo ellas ineludibles, acabo de firmar duelo revocatorio de dignidades y honores, causándome pena proporcionada al gusto con que fueron otorgadas en su día. También has hecho imposible tu incorporación a las fuerzas que operan en África».

Imagino hasta qué punto el anuncio de aquellos despojos debieron de afectar a Bee.

También yo en aquellos momentos me sentí afectada. Tras el nacimiento de mi primer hijo Alfonso, tan dañado por aquella horrible enfermedad que nadie conocía, mi fortaleza psíquica había dado un vuelco. Bee, para mí, continuaba siendo la amiga más querida de la infancia. Y saberla tan hundida en desprecios y castigos infligidos por mi propio marido era un motivo más para sentirme como atada a una columna que, aunque aparentemente segura y firme, amenazaba con desmoronarse.

Todavía arropada por el aparente amor de mi marido, intenté abogar por aquel matrimonio tan castigado por él: «Tú le dijiste a Ali que no ibas a prohibir su boda. Sin duda él actuó confiando en tu apoyo».

Pero Alfonso no daba su brazo a torcer: «Mi apoyo siempre lo tuvo, pero también le advertí que, por encima de mi permiso, debía acatar la decisión de las Cortes».

Alfonso tenía razón. Faltaba un requisito esencial. Un requisito que exigía aceptar una tregua. Pero Bee no era mujer de treguas ni de sumisiones reales, ni aceptaba que la endeblez de unos trámites fuera capaz de vencer su fortaleza impositiva.

En Bee «esperar», «someterse» o «admitir» que otros decidieran por ella eran circunstancias impensables.

Ni por un momento debió de afectarle el descalabro que hubiera supuesto para la institución monárquica que el rey hubiera cerrado los ojos y pasado por alto los irrevocables mandatos de la Constitución. La cuestión era lograr lo que en cierto modo podía nivelar el derrumbamiento moral que para ella supuso verse rechazada por el monarca al elegirme a mí como futura reina. Su boda con un infante debía realizarse a costa de lo que fuera y además sin perder el tiempo.

Asimismo el rey, ante los problemas que aquel matrimonio clandestino podían suponer respecto a la rígida Constitución española, decidió prohibir a Bee y a su marido que regresaran a España.

Creo que fue entonces cuando comenzó el desajuste que, poco a poco, fue agrandando el inmenso vacío que se produjo entre Alfonso y yo.

En aquella época fue mi cuñada María Teresa mi mejor amiga. No obstante, aquella amistad duró únicamente seis años. María Teresa murió cuando yo más la necesitaba. Otra vez los huecos que habían fomentado tantas sensaciones de soledad volvieron a surgir tras aquella muerte. Anteriormente, al cumplirse un año tras nuestro matrimonio, yo le había pedido a Alfonso que me presentara a los principales representantes políticos. No lo hice para destacarme y ser coprotagonista con él; no obstante, aquellos contactos me permitieron navegar sobre las aguas políticas y ayudarle, bajo mano, a encontrar orientaciones ventajosas para el país. Cánovas fue mi gran aliado. Desde la sombra, trabajó intensamente para que la corona de España fuera similar a la de Inglaterra.

Pero aunque mis pequeñas colaboraciones no fueron desaprobadas ni despreciadas por mi marido, nuestras formas de vida iban distanciándose cada vez más.

Se acabaron nuestros encuentros a solas a la hora de tomar el té. Se acabaron aquellas pequeñas confidencias todavía impregnadas de los ardores primeros. Se acabaron los rostros sonrientes y las miradas encandiladas.

Nuestro primogénito, el deseado Príncipe de Asturias, iba siendo para nuestra intimidad un dolor constante que de un modo solapado iba ya iniciando el camino hacia nuestra marcha atrás.

Tardamos cuatro años en conocer la realidad de aquella enfermedad que no sólo destruía fuerzas corporales, sino que también debilitaba parcelas importantes de lo que llamamos ilusiones. De improviso todo se volvió prosaico, duro, inquietante.

Desde su nacimiento ya nunca pude dormir sin sentirme amenazada por terribles imprevistos, miedos inesperados y realidades cada vez más despiadadas.

Durante aquel lapso comenzaron a surgir distancias entre mi marido y yo que, aunque se apoyaban en hechos propios de su condición de rey y en mis constantes embarazos, no dejaban de propiciar escapadas de Alfonso hacia el olvido de su mujer. Era horrible contemplar a aquel hijo tan querido y deseado presto a romper el ritmo de su existencia al menor roce involuntario. Su enfermedad (mil veces analizada por doctores eminentes) no sólo era incurable, sino que también era agresiva y amenazante.

Cualquier objeto duro podía descalabrar el curso de su vida y cualquier roce, por leve que fuera, podía dañarlo sin esperanza de cura.

Recuerdo ahora cuántas veces lo sacaba de su cuna sólo para notar la fragilidad de su cuerpo entre mis brazos.

Él me miraba sonriendo. Tal vez intuyera que yo era su madre, y que el amor que experimentaba por él podía de alguna forma aminorar el triste destino que lo aguardaba.

A veces, al besarlo, humedecía su pequeña sonrisa con mis inevitables lágrimas. No podía hacerme a la idea de que la culpa de aquella extraña enfermedad estuviera señalándome a mí.

Reconozco que al nacer mi segundo hijo, Jaime, y saber que había llegado al mundo sin lacras ni defectos, acaso desatendí el cuidado materno que como todo niño precisaba. Seguramente tenía razón. Lo estoy viendo ahora mirándome con cierto recelo al tiempo que estrechaba a Alfonso entre mis brazos procurando que la presión al sostenerlo en mi regazo fuera suave para no dañarlo.

Comprendo ahora que no fui justa con mi hijo Jaime. Parecía tan sano, tan adherido a la vida.

En vano se esforzaba él para llamar mi atención. Mis reacciones no eran propias de una madre feliz. Era imposible. Aunque lo quería, la extrema debilidad de su hermano me estaba distanciando de él.

Lo esencial era que la cruel enfermedad que vencía inmisericorde a su hermano mayor a él no lo afectaba. Y aquella realidad parecía descartarlo de cualquier otra amenaza. Pero las amenazas nunca deben descartarse. Son dueñas de mil disfraces. Incluso juegan al escondite, y fingen veleidades para ocultar peligros acaso tan graves como los que no se ocultan.

«El niño se ha resfriado», me decía mi suegra. Tosía, tenía fiebre. Algo normal.

No obstante, aquel resfriado duraba demasiado. Mi hijo Jaime no mejoraba.

Los médicos vacilaban. Influidos por los constantes brotes de tuberculosis que asolaban a tanta gente, consideraron que la dolencia del infante Jaime podía deberse a los estragos que producía esa enfermedad.

«Sería conveniente llevarlo a Suiza», decían. Y tras deliberar con especialistas y meditar los pros y los contras de esa medida, Jaime fue ingresado en un sanatorio suizo durante siete meses.

Tenía cuatro años cuando regresó a España. Recuerdo que mi suegra y yo, junto con los infantes de Baviera, fuimos a esperarlo a la estación.

Todavía ahora, cuando evoco la escena de su llegada, el alma se me electriza de pena.

Me comunicaron que, mientras viajaba, el pequeño Jaime había experimentado un fuerte y agudo dolor de oídos. «Está muy enfermo», me repetían.

Lo peor era comprobar que no cesaba de sangrar por las orejas y la nariz.

El mundo se me desplomó cuando el famoso doctor Compaire diagnosticó una mastoiditis doble y nos advirtió que si no se practicaba inmediatamente una trepanación en los dos oídos con ruptura de los huesos auditivos nuestro hijo podía morir.

Recuerdo que mientras lo operaban yo aguardaba en la sala de espera, junto a los dos jefes de los partidos dinásticos: Antonio Maura y José Canalejas. Isabel y mi suegra acompañaron al pequeño durante la operación.

Yo no hubiera podido soportar contemplar cómo desposeían a mi segundo hijo de la riqueza de las palabras, de las modulaciones de la voz, del derecho a conocer sonidos musicales y de gozar hablando o manteniendo una conversación fluida.

Era difícil conservarme serena junto a aquellos dos hombres. El vértigo del dolor me exigía llorar, desesperarme, preguntarle a Dios la razón de aquellas minusvalías físicas que destruían a mis dos hijos.

No había respuestas. El dolor es siempre superior a las reflexiones. Y las hipótesis no son propicias a vencer la endeblez de un razonamiento demasiado primigenio para ser explicado.

Además las razones de lo que ocurre, por mucho que se justifiquen, jamás pueden nivelar el dolor que producen. Son algo así como ecos de cosas enterradas y destruidas.

Recuerdo ahora las continuas atenciones de Canalejas. Parecía tan vital, tan firmemente apegado a la vida. ¿Cómo era posible imaginar que cuatro años después iba a morir asesinado por el anarquista Manuel Pardiñas?

Todo en esta tierra es precario. Todo pende de un hilo. Aquella noche en el palacio, tras la operación de nuestro hijo, sólo hubo susurros, pasos deslizantes y miradas asustadas. Alfonso fue el único que se dejó llevar por la desesperación. Lo vi derrumbado, destruido: «De modo que nuestro hijo va a ser sordomudo». No podía aceptarlo. Era como si aquella nueva desgracia estuviera flagelándolo. «¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?»

No admitía que preguntar a Dios desde los prismas terrenos es lo mismo que considerarnos dioses.

Los «¿por qué?» humanos jamás pueden tener respuestas fidedignas. La Verdad se escapa. Se esconde en lo que denominamos destino, pero nunca se presta a aclarar y justificar la realidad de su auténtica raíz. Las raíces no pertenecen a la lógica de nuestras percepciones mentales. Pertenecen a la fuerza superior que siempre va condicionada a la Verdad oculta. Esa Verdad que nosotros con cinco sentidos no podemos ni siquiera intuir.

Mi tercer parto fue una niña. En honor a mi madre fue bautizada con el nombre de Beatriz. Mi primera hija nació sana, pero la confusión sobre nuestra precariedad saludable persistía.

Transcurrido un año del nacimiento de mi primera hija, se conocieron las veleidades de aquella enfermedad que nuestro primogénito padecía. Sólo los hombres estaban expuestos a contraerla. Las mujeres, en cambio, únicamente podían transmitirla.

Para entonces Alfonso era ya un hombre hundido en depresiones, cuyos desgarros no sólo modificaban su carácter, sino que también frustraban sus intentos de regenerar la ya tambaleante política del país.

En ocasiones le oía lamentarse de que todo en España era una nave que hacía aguas. También nuestro matrimonio se tambaleaba. Algo parecido al iceberg que hundió al Titanic comenzaba ya a hundir nuestra convivencia. Me dolía comprobar que nuestras separaciones eran cada vez más frecuentes y que un velo tupido se interponía entre nosotros para mermar y velar nuestras habituales espontaneidades y confidencias.

Pese a las dudas y certezas que iban empañando nuestra precaria fusión amorosa, tuvimos cuatro hijos más. Tras la primera niña, nació otro varón. Pero nació muerto.

Ver aquel cuerpecito extraviado en silencio y en ausencia de latidos fue como si mis propias palpitaciones fueran abandonándome para traspasar su corazón y obligarlo a vivir. El dolor que me producía contemplar al recién nacido, convertido en una imitación de niño sin más señal de existencia que una irremediable inmovilidad, estaba partiendo mi vida en dos. Creo que jamás me sentí tan sola ni tan culpable como en aquellos momentos. Todo en mi entorno era gris, vacío. Infinidad de ideas tenebrosas se apiñaban en mi mente. Incluso llegué a imaginar que aquellas continuas desgracias se debían a un castigo divino por haber renegado de mi antigua religión.

Precisaba desahogarme, explicar aquellas terribles vibraciones mentales que me estaban atormentando cada vez que contemplaba aquella cuna vacía. También toda yo era un vacío. Ser madre sin sostener en los brazos al recién nacido es como trastocar y romper los esquemas de un destino que, habiendo sido tan valioso, se empeñara en ser implacablemente cruel.

Sobre todo necesitaba hablar con Alfonso, tenerlo al lado, contagiarle mi dolor. Los dolores compartidos siempre disminuyen los flagelos de las tristezas. Pero Alfonso no estaba en Madrid. Mi tío Eduardo había muerto y el rey de España se había desplazado a Londres para asistir al funeral. Pienso ahora que la amabilidad que había desplegado Alfonso durante mi enfermedad era debida a cierto amago de remordimiento que podía experimentar cuando una de las niñeras de nuestros hijos, Beatriz Noon, dio a luz una niña que, según todos los indicios, era también hija de mi marido. A pesar de todo, yo me resistía a dar como verídico lo que me empeñaba en considerar rumores malintencionados. No podía admitir que aquel bello romance, gestado en Biarritz y realizado luego en Madrid, se hubiera convertido en un vertedero de desilusiones. Todavía esperaba. Todavía cedía a la esperanza de recobrar lo que a todas luces era ya una guerra perdida.

Nació nuestra hija Cristina, nació Juan y nació aquel niño que, siendo un punto final en mi difícil oficio de madre, fue también un nuevo principio de aquel terrible maleficio que estigmatizaba a nuestro primogénito.

Lo supimos enseguida. Gonzalo era de nuevo el vértigo de lo que no puede remediarse, de lo que no admite quejas ni soluciones.

Por aquella época Bee y su marido Ali se habían instalado en España tras obtener los indultos requeridos y recuperar las prebendas retiradas.

El regreso de mi prima fue para mí como recobrar un apoyo que, siendo vitalicio, los torpes manejos políticos me lo habían escamoteado.

Bee, desde la infancia, había sido como un segundo yo que jamás podía fallarme.

Tenerla de nuevo en Madrid suponía notarme apoyada y custodiada. Con ella era fácil abrir mis cajas de caudales internas y volcar (sin miedo a ser traicionada) todo lo que desde que me había casado iba sucediendo.

Aunque dominante, Bee sabía escuchar. Opinaba y me facilitaba desfogarme a gusto. La devoción que decía experimentar por su marido era la mejor garantía de que jamás iba a traicionarme.

Alguna vez Alfonso, cuando le hablaba de ella con entusiasmo, se retraía como si mis alabanzas y puntos de vista positivos lo molestaran. Era difícil para mí comprender aquella extraña actitud. No admitía que mi marido se hiciera el remolón cuando yo le exponía mis incondicionales opiniones relacionadas con Bee.

«Es buena, es inteligente, sus dibujos y pinturas la definen», le insistía yo a Alfonso. «Además, su sentido del humor puede con todo lo que amenaza descargar malas intenciones.»

Pero Alfonso no reaccionaba. Permanecía impasible. Incluso producía la impresión de que mis constantes halagos dedicados a mi prima lo molestaban.

Consternada por la terrible noticia relacionada con mi recién nacido hijo, Gonzalo, le pedí a Bee que no me dejara sola, que su presencia era para mí mucho más que un apoyo. Era también mi confidente, mi fuerza moral.

Especialmente, cuando tuve noticia de la muerte de mi hermano Mauricio, al poco tiempo de empezar la guerra de 1914. Ni un solo día Bee se separó de mi lado. Incluso su forma de tratarme era distinta. Ya no pretendía ser la primera en todo. Antes al contrario, sumisa y desplegando amabilidad, no dejaba de ofrecerse para ayudarme a salir a flote y restaurar con sus demostraciones de afecto los frecuentes batacazos que, a medida que mi familia aumentaba, no cesaban de perforar cada vez más el hueco que nos iba separando a mi marido y a mí.

Bee me tranquilizaba: «No te preocupes, Ena. Alfonso te sigue queriendo. No debes hacer caso a los rumores de la nobleza. Son envidias. Puras envidias».

Era imposible aceptar lo que ella aseguraba. Pero también era imposible imaginar que, tras aquellas afirmaciones, pudieran esconderse intenciones con trayectorias erróneas. Por entonces Bee y su marido se alojaban en El Pardo. Y nuestros contactos eran prácticamente diarios.

El Pardo constituía nuestro lugar de encuentro por aquellas fechas. En cuanto podía me dirigía allí para montar a caballo con ella, disertar sobre el pasado y confiarle, sin el menor reparo, mis interioridades de aquel presente que, a mi entender, iba siendo cada vez más oscuro y preocupante. No obstante, Bee parecía feliz. Por fin su marido, Ali, cumplía ya el sueño de llevar a su hijo Álvaro sentado sobre sus rodillas para pilotar con él el avión desde el aeródromo de Cuatro Vientos.

La mayor ilusión de Ali era volar, realizar proezas más allá de lo normal. Era su forma de sentirse importante ante su propia mujer.

No podría asegurar cuándo surgió aquel leve brote de sospecha relacionado con Bee. A veces el tiempo transforma los recuerdos y los hechos se deforman en imágenes falseadas.

Las minucias se agrandan y los horizontes se achican. Saber la verdad en esas condiciones es como balancearse en columpios: se sube y se baja en sensaciones constantes pero distintas.

También resulta difícil saber cuáles fueron los hechos primeros que las dudas nos señalan.

En este mundo «querer saber con exactitud» lo que a todas luces son realidades supone siempre entrar en el terreno de las especulaciones. La realidad de todo es siempre un fragmento de algo. Pero se trata de un «algo» sin exactitudes.

Por eso cuando yo, tras el aborto que tuve y que me dejó postrada durante algún tiempo en la cama, me vi obligada a restringir nuestros constantes encuentros con los primos Orleáns, ni por asomo quise dejarme llevar por aquellos extraños y delimitados brotes de dudas.

Al contrario. Más de una vez le supliqué a Bee que tratara de acompañar a mi marido en los habituales paseos a caballo que en aquella época solíamos practicar los tres. Estaba convencida de que la única mujer que jamás podía traicionarme era ella.

Ni en sueños podía suponer que algún día tendría que enfrentarme con una Bee transformada en enemiga. Hubiera sido lo mismo que enfrentarme conmigo misma: cerrar todas mis salidas hacia mi propia fidelidad y, sobre todo, convertirme en una criatura despreciable.

Sin embargo, poco a poco, las continuas muestras afectuosas de Bee con los aliados incondicionales de Alfonso: Pepe Viana, Someruelos y Almodóvar, eran para mí pinchazos casi dolorosos que abrían zanjas difíciles de rellenar en mis seguridades afectivas y leales.

Viana y Bee eran ya grandes amigos. Mejor dicho: aliados. Juntos visitaban a menudo lugares destacados, como el estudio del pintor Pous, para admirar el retrato recién pintado de mi marido. O trataban de que las hijas de Viana se esmerasen en hacerme compañía o montar conmigo a caballo, como si el hecho de aceptarlas como compañeras asiduas garantizara oscuros manejos entre ambos.

También visitaban juntos el estudio del pintor Benedito, que a la sazón estaba realizando otro retrato de mi marido. Fue entonces cuando mi prima comenzó a parecerme de nuevo la mujer dominante de siempre, la que desde la infancia pretendía en todo momento ser la primera.

Lo comprendí cuando, al reponerme lentamente de mi aborto, comenzó a buscar excusas para alejarse de mí. Siempre surgía un motivo que le impedía acompañarme.

En cierta medida fue mi suegra la que de un modo indirecto, pero abogando en mi defensa, se encaró con mi prima para reprocharle valientemente ciertas formas de actuar que no encajaban en un comportamiento propio de una lealtad que yo consideraba sincera. Pero de ello tuve noticia más tarde.

Por aquellas fechas los primos Orleáns veraneaban con nosotros en el palacio de Miramar y, aunque con cierta tirantez, nuestro convivir era normal.

No obstante, mi suegra, aunque parecía impasible, no dejaba de darme a entender lo que según sus puntos de vista era totalmente perjudicial para nuestro matrimonio.

Comprendió pronto lo que yo únicamente intuía: Bee no sólo pretendía atraer al hombre que años atrás la había descartado como esposa, sino que no vacilaba en unirse a la larga lista de damas a mi servicio para conseguir del rey lo que yo estaba ya perdiendo como reina.

A su modo y con una apariencia bastante más atractiva de la que poseía la siempre ignorada doña Sol de Santoña, hermana del duque de Alba, trataba de granjearse la intimidad de Alfonso intrigando a su favor y proporcionándole todo lo que podía satisfacerlo.

Fue una época de aguante que algunos debieron de imaginar ceguera por mi parte. Pero no tardé mucho en encajar cada una de las hipocresías que iban surgiendo a modo de halagos, incluso recubiertas de atenciones hacia mí, por supuesto disfrazadas de requerimientos que, aunque parecían verídicos y reales, no lo eran.

No. Jamás me inmuté por aquellas insidias que pretendían desacreditarme ante mi marido y en cierto modo justificar sus frecuentes depresiones que seguramente crecían no sólo porque su conducta era cada vez más lamentable, y él se debía de notar avergonzado de sí mismo, sino porque el país iba desangrándose más allá de una apariencia que parecía próspera pero que en las retaguardias de la verdad exhalaba cierto aire pestilente propicio a empapar la sequedad de la tierra española con chorros de lágrimas.

Lo esencial entonces era taponar agujeros que de pronto se abrían a modo de avisos. Luego estaba la necesidad de olvidarlos, de imaginar que sólo eran ráfagas sin importancia, las cuales Alfonso pretendía minimizar con sus desfogues clandestinos, dejándose arrastrar por adulterios esporádicos que nunca alcanzaban suficiente solidez y permanencia para que yo llegase a alarmarme.

Aunque las noticias que me alcanzaban se acoplaban perfectamente con la conducta de mi marido, todavía me resistía a creer que Bee, mi querida y sólida amiga de la infancia, podía llegar a convertir en basura todos los recuerdos más sobresalientes de nuestra bella historia en común.

De pronto lo dudoso e incierto tuvo su estallido particular cuando mi suegra, inmersa siempre en sombras y cerrada a cualquier intromisión, tuvo la valentía de encararse con su hijo y le forzó tajantemente a que firmase un decreto de expulsión de España para los infantes Orleáns.

A fin de evitar escándalos que hubieran podido afectar gravemente al país y las buenas relaciones políticas con Inglaterra, se encubrió la expulsión con una cobertura oficial: se nombró al infante (ya capitán) agregado a la Embajada española en Berna. Y desde entonces nuestros queridos primos Orleáns Sajonia-Coburgo organizaron su vida entre Suiza y Gran Bretaña.

Mucho tardaron los infantes en regresar a España y, por supuesto, lejos de instalarse en Madrid fijaron su residencia en Sanlúcar de Barrameda.

Desde entonces nuestros encuentros fueron siempre breves y escasos. Tanto Bee como su marido se mostraron conmigo como si entre nosotros no hubiera existido un sonoro y definitivo punto y aparte.

Me pregunto ahora si aquella actitud tuvo algo que ver con la decisión de Bee de cambiar su religión por la fe católica.

Lo ignoro.

De vez en cuando nos escribíamos. Y en nuestras cartas continuaba el trato iniciado cuando entre ella y yo prevalecía un cariño especial que jamás pudimos suponer que acabaría convertido en algo muy parecido al odio.

***

Pepita Rich me advierte de que nuestro recorrido por la ciudad debería abreviarse:

– Recuerde Vuestra Majestad que a las doce está prevista su visita a la Cruz Roja.

Mi escapada hacia el pasado debe acabarse. En cierto modo no me noto excesivamente defraudada. El Madrid que abandoné hace treinta y siete años nada tiene que ver con la ciudad que acabo de recorrer.

La muerte de casi todo ha engendrado una vida que, aunque encorsetada por un dictador, está condenando al olvido pedazos de historia que sólo yo puedo evocar. Ni siquiera quedan trazos de aquella Guerra Civil que Alfonso quiso evitar cuando renunció al trono. Madrid es ahora una metrópoli que, pese al aislamiento de una Europa que prácticamente la ignora, juega a ser una capital fortalecida y civilizada. Las casas han borrado los rastros de aquellos tres años de luchas que tanto dañaron la incipiente majestuosidad madrileña que ya empezaba a brotar cuando comenzó nuestro exilio.

Los árboles, aunque despojados de brotes por un febrero frío, se mantienen erguidos y vitales. En ocasiones el tiempo se alía en destruir lo destruido con la generosidad que el pasado exige. Nada importa que lo que se perdió nunca regrese. Lo que verdaderamente cuenta es el futuro. Es precisamente ese futuro lo que promueve en estos momentos un presente inesperado.

La señora Rich me señala esos ríos de gentes que se aproximan al palacio de Liria para ver cómo su anciana reina va a trasladarse al lugar donde se alza la Cruz Roja. Nadie de los que nos rodean sabe que yo, de incógnito, los estoy observando.

Para evitar barullos y desconciertos, le pido al conductor del automóvil que se detenga en la puerta trasera del palacio de los Alba.

También ayer, cuando me dirigía a Zarzuela para amadrinar junto con mi hijo Juan a mi bisnieto Felipe, las vías urbanas por donde mi coche debía pasar se hallaban atestadas de multitudes que se hartaban de aplaudir y lanzar vítores entusiastas a una mujer que durante veinticinco años fue considerada su reina.

Especialmente en la Castellana, las multitudes se apiñaban desde hacía varias horas a fin de poder echar sobre aquellos temores de olvido (que al salir de Montecarlo tanto me inquietaban) pruebas rotundas de que a veces el tiempo no sólo no destruye recuerdos, sino que los aviva.

Creo que nunca como entonces mi amor por España fue tan grande. Ya no se trataba de que los españoles fueran o dejaran de ser monárquicos. Lo esencial en aquellos momentos era que los españoles, pese a todas las insidias y equívocos que se habían gestado en torno a mi persona, continuaban queriéndome como yo siempre los quise a ellos.

No sabría explicar cuál era la auténtica razón de nuestros sentimientos compartidos. Lo importante era que los hechos estaban poniendo de manifiesto nuestras mutuas compenetraciones.

En los principios, el amor por mi futura patria tal vez se debiera al amor que yo experimentaba por Alfonso. No obstante, los sentimientos no suelen ser estáticos. Evolucionan. Adquieren matices distintos.

Matices que también las reinas pueden experimentar. Y poco a poco fui amando a España por mil causas diversas que se fueron metiendo alma adentro, sin darme cuenta de que me estaban atrapando para siempre.

En cierta ocasión Grace me dijo que, si no tuviese que vivir en Montecarlo, viviría en España. No le pregunté por qué. No precisaba respuesta. Si para Grace España era un país que se ajustaba a sus conveniencias sensitivas, para mí era un amor. Un simple amor sobrecargado de cualidades y defectos, aciertos y desaciertos, verdades y mentiras, y muchas cosas más que se contradecían y hasta se asediaban. Pero que también se adentraban en lo más profundo de la vida y allí se quedaban sin que las heridas que podían causar dañaran de muerte al sentimiento. Fue más tarde cuando supe que Grace y Rainiero habían pasado su luna de miel en España.

El conductor trata de sortear inteligentemente los muros humanos que acorralan la verja principal del jardín del palacio, y a pocos metros de la puerta trasera se detiene para que la señora Rich y yo podamos entrar a escondidas en el edificio.

Instalada en mis aposentos, trato de arreglarme. Petra y Pilar me ayudan a vestirme.

Sentada ante el tocador, contemplo a una mujer de cabello blanco que, aunque algo fatigada y todavía emocionada, procura borrar aquellos ligeros brillos que ciertos lagrimeos disimulados han dejado en sus mejillas.

Elijo un vestido negro y un sombrero del mismo color. Luego difumino la austera oscuridad de mi aspecto con tres ristras de perlas gruesas, para sujetar de algún modo la piel un tanto desvencijada de mi cuello.

– Por favor, los pendientes.

Son también dos perlas blancas como mi collar y como mi cabello.

Una vez arreglada, los Alba y la señora Rich me acompañan hasta la puerta. El coche nos espera con el chofer debidamente uniformado, y la multitud que se apiña en torno al palacio de Liria rompe a gritar vivas a una reina que se dispone a recuperar una parte importante de su vida, cuando inauguró el gran edificio de la Cruz Roja.

Fue esa institución la que abrió el camino hacia una serie de organismos destinados a beneficiar a los marginados sociales. Era doloroso comprobar cuántas sorderas permitían que la vida fuese, para una gran mayoría, continuos motivos de pequeñas muertes y grandes desánimos.

Los principios no fueron fáciles. Las novedades que nos eximen y retraen de las comodidades gratuitas nunca lo son. Comprendí que, ante todo, había que ser consciente y comprender que «ayudar» también exige «prepararse» a prestar ayudas.

No basta acercarse a los desposeídos y marginados desde las esferas propias de las que se consideran «damas generosas». La generosidad cuando se reviste de prestancias altivas es más un insulto que una eficaz tarea de sencilla colaboración.

De ahí mi empeño en crear escuelas para aprender a nivelar contactos, despojarse de alturas ofensivas y tratar de frenar (de los que ayudan a los que reciben esa ayuda) las acostumbradas humillaciones que suelen exigir los agradecimientos.

Lo esencial era, ante todo, vencer la insolencia adobada con sonrisas benévolas y dejar de agraviar al que recibe ayuda con altiveces.

Por eso, al tiempo que se alzaban los edificios destinados a socorrer enfermos, heridos o cualquiera que precisara atenciones, consideré necesario crear escuelas capacitadas para enseñar que la elegancia ostentosa y agresiva no es la mejor amiga de la caridad. Y que la caridad que se envanece de serlo se convierte en la más lamentable demostración de orgullo.

Para reforzar esos puntos de vista no dudé en enviar a mis propias hijas a dichas escuelas.

Estoy viendo ahora a Beatriz, la mayor de ellas, inaugurando en el hospital de San José y Santa Adela el curso de enfermeras que debían prestar servicio en la Cruz Roja.

Para ella no fue un acto de servicio. Fue un aprendizaje no sólo de atención al enfermo, sino una forma de saber cómo despojarse de su categoría de infanta para transmitirla de un modo natural a la persona que necesitaba recibir sus cuidados.

Fue precisamente en uno de aquellos cursos, siempre asistidos por religiosas y un nutrido personal médico, cuando conocí a Rosario Agrela, ya casada con Jaime Lécera y madre de dos hijos todavía pequeños.

Hacía poco que mi marido, por tratarse de una mujer joven con grandeza de España, la había nombrado dama de honor a mi servicio. Especialmente porque su suegro fue gentilhombre de Alfonso y veló con otros grandes de España mi último sueño de soltera.

Debo admitir que desde el primer momento Rosario se me antojó un elemento muy valioso para las tareas que debía emprender. Conocedora de los esfuerzos que estaba yo realizando para despertar las conciencias de las damas que me rodeaban y de que al exponerles mis proyectos parecían escuchar cantos de sirenas sin sentirse atraídas por ellos, Rosario, mujer avispada, se esforzó en asumir en gran medida los esfuerzos que en la mayoría de las damas que debían colaborar en mis propuestas se quedaban en simples apatías y cooperaciones de poca monta.

Rosario no. Rosario desde el primer momento aceptó la misión de ser útil en las tareas que yo planeaba y asumió ella sola lo que las demás ni siquiera eran capaces de asimilar.

Parece que la estoy viendo: menuda, ágil, echando a broma seriedades ridículas, adivinando problemas antes de que surgieran y todo ello envuelto en una gran sencillez y naturalidad.

No en vano, cuando al estallar la Guerra Civil en España se trasladó al frente de los nacionales, aquel empuje de mujer inteligente y generosa, prestando sus servicios de enfermera bien aprendidos en tiempos de paz, vio reconocidos sus méritos al otorgársele condecoraciones que, en aquel tiempo, solían reservarse a los hombres.

Rosario fue condecorada con la Cruz del Mérito Militar, la Medalla de Campaña, la Medalla de Oro de la Cruz Roja, la Gran Cruz de Mehdauia y además fue oficial de la Legión de Honor francesa.

Nunca su recuerdo dejó lastres adversos cuando ella y su marido compartieron mi exilio. Desde el primer encuentro hubo entre Rosario y yo una especie de chispa positiva que aceleró nuestra comunicación amistosa sin barreras confusas ni obstáculos abyectos. Nada en ella atufaba a lisonjas superfluas, halagos fatuos y torpes cobas que desgraciadamente abundaban en la mayoría de las damas que solían rodearme.

Rosario era natural. Poco dada a los elogios vanos y muy dispuesta a mostrarse tal como era: amable pero no rastrera, bromista pero también severa si las circunstancias lo exigían.

Jamás tuve una amiga tan sincera y leal como ella. Sobre todo cuando las circunstancias adversas lo pedían.

Fue una amistad que se mantuvo incólume y perfecta durante siete años.

Luego todo lo que nos había unido se perdió como se pierden las joyas más valiosas en un naufragio. Resulta difícil mantener en el mismo nivel de perfección lo que en ciertas circunstancias parece sólido, cuando la vida se va deshaciendo en trastoques inesperados.

Todo cambia a lo largo de los años. Nada puede mantenerse exacto cuando las veleidades del tiempo transforman los acontecimientos. Las amistades se diluyen como se diluye el ser humano según acepta o desdeña las propuestas que la vida le va presentando.

Lo que no cambia es el recuerdo de ciertos instantes especiales: las frases que nos llegaron al alma y también las ilusiones que insensatamente consideramos eternas.

Eso fue lo que en cierto modo me ocurrió cuando conocí a Jaime Lécera, el marido de Rosario.

Aunque los años se presten a caer en el olvido, a medida que modifican rutas y cambian fronteras internas, los matices de lo que se incrusta en el alma jamás pueden olvidarse.

Lo evoco ahora en uno de aquellos saraos que solían celebrarse en palacio a partir de 1914.

Eran reuniones inofensivas que me permitían escapar de las rigideces que mis composturas como reina me exigían. Al principio sólo se trataba de invitados conocidos: Jimmy Alba, los Montellano y muchos otros que venían integrándose desde siempre a los eventos más o menos íntimos de palacio.

Fue muchos años más tarde cuando el joven matrimonio Lécera se unió a nuestras reuniones y veladas, sobre todo gracias a las acertadas actuaciones de Rosario en los trazados que yo venía proyectando tras practicar varias veces y en distintos asilos aquellas «obras de caridad» que a mí se me antojaban «obras de soberbia».

Me veo ahora repartiendo panes a los indigentes que llegaban al asilo de Santa Cristina o al hospicio de Santa María y al de San Bernardino, y vuelvo a notarme avergonzada de visitar la inclusa o el lamentable sanatorio antituberculoso situado en el barrio de Loyola de San Sebastián, únicamente para demostrar que su reina estaba con ellos.

Recuerdo que en los asilos y hospicios que visitaba las monjas me ofrecían un enorme delantal para cubrir mi vestido, como si con él me estuvieran protegiendo de alguna vergonzosa suciedad.

A mi juicio, la vergüenza consistía en el montaje que suponía mostrar al sector más pobre del país la triste grandeza de una reina al «rebajarse» a dar limosnas que caducaban el mismo día de su entrega.

Más de una vez le había confiado yo a Rosario que tener derechos implica asumir deberes. Ella opinaba como yo.

Le gustaba analizar la vida a mi modo. Nunca se dejó llevar por «grandezas» huecas de contenidos sin sentido. Recuerdo que en cierta ocasión, cuando, dos años después de conocernos, se apoderó de España la república, Rosario me dijo una frase que nunca he olvidado: «Los planetas fueron astros. Los astros actuales serán planetas».

Se refería a que el astro republicano, tal como había irrumpido en la vida española, era imposible que pudiese durar. «Todo es un constante desvío en la incierta capa de la tierra», añadió Rosario.

Resultaba difícil asimilar que una mujer tan joven como entonces era ella pudiera acumular en su cerebro tal cantidad de soluciones profundas.

Algo había en aquella mente que no se correspondía con la educación ñoña y excesivamente idealista que había recibido de sus padres.

Cuando conocí a su marido Jaime se lo dije: «Tienes una mujer excepcional». «Estoy de acuerdo», contestó él. «La mente de Rosario es superior a su edad.»

Supe entonces que mi dama de honor favorita tenía veintiocho años. Por entonces yo iba a cumplir cuarenta y uno. Pero nuestra diferencia de edad no fue obstáculo para que entre nosotras surgiera una comunicación abierta, afable y profundamente amistosa.

El año en que su marido y ella entraron en mi vida fue rico en acontecimientos novedosos. Brillaba estrepitosamente la negra claridad de Joséphine Baker y la cantante española Raquel Meller enamoraba a medio mundo con su voz de niña pequeña. El cine mudo abrió las puertas a las «películas parlantes»: así las llamaban entonces. Maurice Chevalier dejó de ser un cantante francés para convertirse en un actor internacional arropado por Hollywood. La intérprete Lillian Gish arrasaba, y las tiendas se llenaron de cartones coloreados con las efigies de los actores y actrices más sobresalientes de aquellos momentos.

Recuerdo que mis hijos mayores coleccionaban aquellos rostros con la misma fruición que, en mi adolescencia, se coleccionaban postales.

Era un ritornelo que me obligaba a meditar: en cierto modo aquella afición removía mis entrañas. También yo coleccionaba postales. ¿Para qué? En el fondo aquella moda fue un pretexto del destino para convertirme en una reina desposeída del único reinado que precisaba: saberme querida por el hombre que elegí como marido.

En ocasiones aquellas películas sin subtítulos causaban comentarios poco favorables: «Los sonidos van a estropear la magia del cine», decían algunos aficionados. Para ellos no era previsible que la industria cinematográfica pudiese avanzar más allá del silencio, sólo interrumpido por el sonido de un piano que el pianista tecleaba según las exigencias del guión.

Jaime no opinaba así. Jaime no poseía una mente estancada. Desde que comencé a tratarlo, comprendí que aquel hombre alto, de mirada clara, cuya frente parecía copiada de una estatua romana, con un rictus propio de los seres pacíficos que no vacilan en reírse de sí mismos cuando se equivocan, era la antítesis de Alfonso. Él jamás se hubiera enamorado de una mujer por intercambiar postales con ella.

Nunca he olvidado su voz. Ni su forma de hablar pausada y de tonos bajos. Tampoco he olvidado su sonrisa como extraída de un proyecto de serenidades y comprensiones. Me resulta difícil recobrar ahora todo lo que aquel hombre acumulaba en su modo de ser. Únicamente puedo asegurar que en él coincidían todas las armonías de las inteligencias que yo siempre había considerado necesarias para completar un modo de ser atractivo.

En cierta ocasión se lo dije: «Tú agrupas todo lo que se precisa para que tus inteligencias armonicen».

No entendió lo que pretendía explicarle.

Procuré ser concisa. Le expuse que a mi entender el ser humano no poseía una sola inteligencia. «Se puede ser muy inteligente en lo meramente intelectual y muy torpe en las cosas esenciales de la vida», le dije. «A mi modo de ver, existe la inteligencia del estudioso, pero si lo que aprende no se nivela con lo que la vida enseña su inteligencia no sirve para armonizar otras inteligencias propias.»

A continuación le añadí un sinfín de factores inteligentes que la gente no solía detectar. Por ejemplo: el trato con los demás, la serenidad, el modo de exponer los puntos de vista, la forma de soportar lo que nos desagrada, el rechazo de mostrarnos prepotentes, memorizar lo que molesta para no esgrimirlo, callar cuando el hecho de hablar puede ser impertinente, moverse sin utilizar ademanes torpes, evitar los tics, reír sin estridencias, toser con recato, estornudar silenciosamente y muchos factores más que si se armonizan entre sí podían convertirse en un auténtico elemento de seducción.

A medida que yo hablaba, Jaime me miraba con cierto aire de guasa. Pero su cabeza asentía; me daba la razón. En los siete años que tuvimos ocasión de tratarnos, ni un solo instante detecté en él un ligero fallo que fomentara en mí la terrible amenaza que caracteriza los desencantos. Durante dos años antes de que se proclamara la república, él y Rosario fueron mis verdaderos apoyos en los trances graves que no sólo amenazaban mi vida, sino también la estabilidad del país.

Las crispaciones eran constantes; se desbordaban en las universidades, en las reuniones callejeras, en las noticias de los periódicos.

Más tarde, cuando fue preciso desvirtuar trazados intocables para estabilizar el desequilibrio de España, incluso la nobleza parecía dividirse: estaban los que alababan a Primo de Rivera por haber decretado como un mal menor la dictadura y, por el contrario, estaban los que acumulaban enojos causados en gran medida por la indudable falta de libertad que aquella dictadura causaba a los ultraliberales.

Las dudas de Alfonso eran grandes. No obstante, Primo de Rivera acabó convenciéndolo: «Si Vuestra Majestad viera que un hijo suyo iba a precipitarse al vacío, ¿no lo salva ría aunque tuviera que agarrarlo por los pelos o por un miembro cualquiera, presto a ser quebrado? ¿Qué es mejor, dejar que España se desangre lentamente por manejos anarquistas o imponer ciertas rigideces a costa de evitar constantes desafueros?».

Fue más o menos en aquella época cuando, al margen de las preocupaciones que se amontonaban en la vida política de mi marido, una nueva caída en picado vino a confirmarme que Alfonso se hallaba preso en una trampa que llevaba años atenazándolo. No era un capricho aislado, se trataba de un amor imposible pero verdadero. Era una mujer que, por la edad, podía ser su hija.

Aquella nueva infidelidad de Alfonso no era como las otras. La elegida triunfaba en el teatro y toda España la admiraba por su belleza y su talento.

Antes de la dictadura, España fue asimilando poco a poco aquel nuevo comportamiento del rey. Pero los celos de las damas desairadas no cayeron en saco roto. Se acabaron los pequeños coqueteos con la nobleza femenina y por ende monárquicos. Hubo algún enfado, muchas críticas y grandes rencores que agravaban día a día la inestabilidad de la corona.

En medio de aquel enorme desaguisado, el presidente de Ministros, Eduardo Dato, cayó asesinado por tres anarquistas.

Lo que al principio fue sólo un suceso doloroso pero no excesivamente preocupante se convirtió enseguida en un reguero de críticas malintencionadas. Se multiplicaron los conflictos hasta convertirse en verdaderas guerras internas causantes de suspicacias y comentarios destructivos. Aumentaron los crímenes, los atentados, los desacatos y las amenazas. Era imposible frenar tantos desafueros sin utilizar mano dura.

Entonces yo todavía navegaba por las aguas turbias de la soledad que se estrellaban contra muros precarios y poco amistosos. Los Lécera no entraron en mi vida hasta el año 1929.

Las noticias que me llegaban eran todo menos alentadoras. La vida española se bamboleaba. Perdía su derecho a la estabilidad. Alfonso ya no era sólo un hombre vencido por los acontecimientos políticos. También un impacto de intensa catadura moral y sentimental lo estaba derrotando día tras día.

Carmen Ruiz Moragas era ya su principal obsesión. Todo giraba en torno a ella, especialmente apoyado por Pepe Viana. Tras una época de tanteos aparentemente inofensivos, Alfonso se destapó abiertamente instalándola en una vivienda de cierto lujo, con un jardín donde más tarde sus dos hijos (María Teresa y Leandro) eran observados a distancia desde un misterioso carruaje por su abuela la reina María Cristina, acaso para convencerse de que aquellos nietos, pese a tener sangre real, eran totalmente sanos.

La casa se hallaba en la avenida del Valle, tenía dieciocho habitaciones, sótano, dos plantas y un torreón. Poseía dos jardines. El frontal se cubría de grandes setos de flores y algún árbol frutal. En el trasero se extendía un pequeño huerto con gallinero y un gran almacén para que la actriz pudiera guardar el vestuario que utilizaba en sus representaciones.

Todo eso lo supe a través de los chismorreos que circulaban por los pasillos del palacio. Nada más endeble que un secreto robusto y bien nutrido guardado por varios sectores de distintos grupos sociales.

Aunque la mayoría se perdían en el camino, los esenciales nunca dejaban de introducirse en mi vida. Y allí se quedaban como se quedan las cicatrices de una herida mal cura da. Las reinas no podemos permitirnos el lujo de airear nuestras llagas más dolorosas. Debemos admitirlas y administrarlas con la serenidad de los enfermos sedados, mientras se les está comunicando que van a morir.

Eso fue lo que en cierto modo experimenté cuando llegaron a mis oídos las noticias relacionadas con el gran amor que mi marido experimentaba por Carmen Ruiz Moragas. Muertes pequeñas que la conformidad sedaba. Un amor que con sus altibajos duró aproximadamente quince años. Supongo que, una vez en el exilio, Alfonso intentó convencer a la mujer que le había dado dos hijos para que se reuniera con él. Pero nunca lo logró. Carmen estaba ya enamorada del crítico literario Juan Chabás y mi marido ya no era el rey que enaltecía su calidad de preferida.

Al margen de todo ello, debo reconocer que el año 1929 enriqueció notablemente mi vida. Pese a las protestas y malestares que la dictadura causaba, España brillaba en el mundo entero gracias a las importantes Exposiciones Internacionales que tuvieron lugar en Sevilla y Barcelona.

Lo más avanzado se podía contemplar en los inmensos pabellones que se alzaban en Montjuïc o en la plaza de España de Sevilla. Recuerdo ahora la entrada de nuestro carruaje tirado por cuatro caballos bajo un sol tórrido que en mayo sólo es verdaderamente sol en una ciudad andaluza. Nuestro hijo Alfonso acababa de cumplir veintidós años. Pero su delicada salud le impidió presenciar lo que, a todas luces, constituyó un gran espectáculo.

Tampoco en la exposición de Barcelona pudo mi pobre enfermo formar parte del cortejo. Sólo nos acompañaron nuestro hijo Jaime y las infantas.

El acto solemne tuvo lugar en un majestuoso salón del Palacio Nacional, engalanado con tapices soberbios que representaban los principios de la conquista americana por los españoles. Aquel día se celebró un gran banquete en el palacio de las Bellas Artes.

Fue un año de grandes cambios en el mundo. Especialmente por el desplome que se avecinaba en la Bolsa de Nueva York.

No obstante, para mí el cambio más importante consistió en tratar por primera vez al hombre que supo salvar con apoyos y consuelos la nave que amenazaba naufragar en el océano siempre desierto de mi propia vida.

***

Esta vez el vehículo que aguarda mi salida del palacio de Liria para trasladarme al hospital de la Cruz Roja es un coche de lujo con un conductor uniformado y un policía vestido de lacayo.

Tras el jardín se amontonan infinidad de curiosos o amigos de la monarquía que en cuanto me ven salir por la puerta principal rompen a aplaudir y a vitorearme de nuevo.

Yo no ceso de saludar sonriendo a todos los que me aclaman. Pero la emoción continúa jugándome malas pasadas. Algo que se me agolpa en el pecho convierte mi sonrisa en un delator lagrimeo.

Me pregunto ahora qué hubiera ocurrido si en vez del desabrido retorno a España que el general Franco me impuso se me hubiera recibido con los protocolos y los homenajes propios de una reina. Creo que el entusiasmo que me rodea en este momento no hubiera sido superado.

Entrar en el recinto ha sido como adentrarme en un sueño tergiversado. Nada es igual a lo que yo dejé. Todo se me antoja distinto, pero también yo he cambiado. Los caminos de la vida nunca son rectos. Las circunstancias van sembrándolos de sinuosidades ineludibles.

Ni siquiera los hábitos de las monjas son como los que vestían cuando inauguré el local que estoy visitando. Alguna religiosa vieja se acuerda de mí, pero la mayoría son jóvenes.

Tampoco conocen la odisea de nuestro destierro, ni las vicisitudes del exilio, ni los horrores de la guerra. No obstante, la obra que yo había iniciado no sólo persistía sino que se había multiplicado.

Los militares me saludan firmes, los médicos me custodian, las enfermeras me sonríen como si contemplaran un pedazo de historia recuperada.

Pero de hecho nadie conoce a esa mujer de cabello cano que, a medida que se adentra en el hospital, tiene la impresión de que los que la aplauden y jalean únicamente la ad miran porque fue alguien importante hace ya muchos años. Estoy convencida de que nadie de los que en estos momentos me rodea sabe hasta qué punto la importancia que admiran me convirtió en un ser vulnerable y sumido en el desconcierto de tantos y tantos interrogantes que me acosaban.

¿Por qué me aplauden? ¿Por haber sido reina? ¿Por mantenerme viva? ¿Pueden ni siquiera sospechar la cadena de dolores que fue jalonando mi existencia? ¿Qué saben de esta pobre anciana que agradece con sonrisas una acogida calurosa?

Las miradas que me rodean sólo captan lo que capta una máquina fotográfica. Ninguna de ellas se adentra en lo que se oculta en el retrato articulado que están contemplando.

De mis caídas y mis flaquezas únicamente Dios es testigo. Sólo Él conoce a fondo mis «lejanías». Y aquel ayer intimista con todo lo que quedó atrás. También desconocen mis limitaciones, mis errores, mis ríos desbordados y mis imperdonables debilidades cuando en los últimos años de nuestro reinado decidí cambiar los propios esquemas para tratar de conquistar esa gran mentira que aquí en la tierra denominamos felicidad.