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DÍA CUARTO

Sábado, 10 de febrero de 1968

Sentada en un cómodo sillón y flanqueada por el duque de Alba y la señora Rich, en la tarde de ayer recibí en el palacio de Liria a varios centenares de personas que deseaban verme y reiterar su fidelidad a la monarquía. Tres generaciones habían pasado desde mi obligada ausencia. Pero el homenaje que se me tributó parecía arrancado de los años en que llegué a España como prometida del rey.

De nuevo la sonrisa se balanceaba en mis labios por culpa de la guerra que la emoción declaraba a mi inmensa alegría. Pero me esforcé para no llorar.

La gente que me rodeaba no pertenecía sólo a la nobleza. También estaban los que ya viven olvidados en la retaguardia pero continúan queriendo y admirando a su reina.

Entre aquella emotiva colectividad de personas fieles a la monarquía descubrí a la genial mujer y artista que fue Pastora Imperio.

Cuando se acercó a mí le di un abrazo. También ella ha envejecido, pero en mi recuerdo su arte continúa vigente, joven y lozano.

Ella rompió a llorar descaradamente. La emoción de los artistas no tiene dique.

Le dije que no la había olvidado, que su arte siempre me pareció importante y que, aunque el tiempo pasa, el arte nunca muere, ni se borra, ni se arrincona en el desván de los trastos viejos.

Consciente de que nuestro encuentro estaba entorpeciendo la cola de la gente que deseaba saludarme, Pastora se retiró pronto tratando de sofocar sus sollozos.

Creo que, de todas las personas que ayer por la tarde vinieron a visitarme, fue Pastora Imperio la que produjo en mi alma la huella más profunda de mi retorno a España.

Al retirarme a mis aposentos, se lo dije a la señora Rich: «¿Sabes, Pepita? Me ha emocionado mucho ver a esa mujer. En mi juventud, Pastora era una institución muy destacada en el ambiente artístico».

De hecho, lo que de verdad me dolía era comprobar que, pese a haber sido alguien excepcional en su tiempo, en la actualidad, al igual que yo, Pastora es una vieja exiliada.

Su exilio no es como el mío, pero también existen destierros sin moverse de la tierra. El tiempo no sabe cooperar con lo que destaca. El tiempo es el gran aliado del olvido.

Tras aquella larga comunicación con los fieles que se adentraron en el palacio de los Alba para testimoniar su nostalgia de la corona, el doctor Nicod me abrumaba con sus constantes recomendaciones:

– Vuestra Majestad está abusando de sus fuerzas.

En vano le dije que las fuerzas morales suelen reforzar las endebleces físicas.

– En efecto, estoy cansada, pero a veces ciertas fatigas alegres son mucho más favorables para la salud que los descansos tristes -le dije al doctor.

Pero no conseguí convencerlo.

– Vuestra Majestad está muy delicada. No debe tentar al destino.

– Si el destino existe, nada puede ya torcerlo -le respondí.

Sin embargo, a instancias de los Alba, también anoche cené a solas en la salita contigua a mi dormitorio.

– Ahora ya no me importa morir -le dije al doctor-. He conseguido volver a España.

Al despertar esta mañana, me comunican que la mujer de Juanito me ha llamado por teléfono desde Zarzuela. Inmediatamente me he puesto en contacto con ella: me dice que está ya en condiciones de acompañarme con mi nieto a donde yo quiera.

Juanito está deseándolo. Le expongo mi proyecto:

– Me gustaría visitar la iglesia de los Jerónimos, volver a pasar por la calle Mayor y recorrer con vosotros todo lo que viví el día de mi boda.

Sofía comprende. Sofía es una mujer excepcional. Aunque los designios del General son siempre arcanos que se disfrazan de indecisiones, la lógica me da a entender que mi nieto Juanito algún día será Príncipe de Asturias. Lo merece. Es inteligente, tenaz y sobre todo ama su tierra como la amó su abuelo y, actualmente, la ama su padre.

No obstante, resulta precario penetrar en los insondables propósitos del dictador. Ni siquiera mi hijo, señalado por su padre como legítimo sucesor de la corona cuando él muera, ha podido tener de Franco respuestas fidedignas y bien argumentadas.

Tras la renuncia del hasta entonces heredero, por su enfermedad y su triste boda con la cubana Edelmira Sampedro, de origen mulato, mi marido consiguió que nuestro hijo Jaime, por haber estado casado por segunda vez también morganáticamente y verse afectado por una sordera incurable, renunciase lógicamente a ser rey. Renuncia que afectaba asimismo a sus dos hijos: Alfonso y Gonzalo, habidos en su primer matrimonio con Emanuela de Dampierre.

Quedaba Juan. Según todo lo previsto, es Juan quien por decreto real deberá ser considerado rey cuando llegue el momento de restaurar la monarquía.

Pero el General da largas. No acaba de decidirse. La falta de un trono no le afecta demasiado. De algún modo ha conseguido que su dictadura tenga matices de un reinado totalitario cuyo rey sin corona es él.

Habrá que esperar a que Franco muera para que Juan pueda asumir sus derechos bien asentados por mi marido. De momento mi hijo Juan continúa en Estoril, donde se instaló con su familia para estar cerca de España.

También la vida de ese hijo mío ha sido muy dura. Los «ingratos día a día» de nuestro proseguir por el exilio siempre son susceptibles de sorprendernos con algo horrible por lo inesperado: ese tipo de contratiempos que, de puro crueles, se nos antojan ficciones destinadas a desmontar los principales contrafuertes de nuestras vidas.

Como todo lo que destruye sin derecho a un remedio, llegó de improviso como llegan los huracanes que lo arrasan todo.

Olvidar aquel dolor nunca ha sido posible. Las heridas del alma difícilmente cicatrizan. Siempre duelen. Sobre todo cuando los que las causan son dos seres queridos. Aquella vez los protagonistas fueron Juanito y Alfonso. Aquel niño inteligente y bondadoso que, rebosando vida, cayó fulminado por un disparo torpe de una bala que jugaba al escondite en manos de su hermano mayor.

Ambos creían que el arma, por lo antigua, estaba descargada. No podían sospechar que jugar con ella podía suponer jugar con la muerte.

La pérdida de aquel nieto mío me estaba arañando el alma con un dolor que negaba cualquier sosiego. Pero tal vez me dolió todavía más observar la desesperación de Juanito, sin consuelo posible, mientras aquella culpa que nunca tuvo se empeñaba en instalarse en su desconcertada inocencia: «He sido yo», me dijo cuando al llegar a Estoril lo abracé con fuerza. «No merezco consuelos. No merezco nada.» Se notaba culpable con el terrible peso de la inocencia destruida en mil pedazos.

¿Cuántos años de vejez prematura se instalaron en la todavía corta vida de mi pobre nieto? ¿Cómo convencerlo de que su enorme sufrimiento por aquel horrible suceso carecía de culpa?

Únicamente los años podían ir borrando lentamente la gigantesca impresión de culpabilidad que lo estaba trastornando. Pero lo que no puede olvidarse es el vacío que surge tras una impresión tan dolorosa: no admitía aceptar que aquel hermano querido, que soñaba alegrías, proyectos y esperanzas, ya no era, ya no estaba, y en cambio él continuaba viviendo como si la muerte de su hermano fuera sólo un incidente sin importancia.

Creo que nunca quise tanto a mi nieto Juanito como entonces. En él se iban acumulando todos mis amores perdidos en los socavones más destructivos de mi propia vida. Ver sufrir a un adolescente, con dolor de anciano, es algo incongruente, algo que no puede razonarse ni justificarse.

Y eso era lo que yo advertía en la inmensa desolación de mi nieto: una suerte de vejez prematura, una rampa por la que se iba deslizando hacia la equidad del abismo, sus sueños e ilusiones destruidos y sobrecargados de un remordimiento totalmente vacío de culpa.

Mucho debió de costarle a mi nieto Juanito recuperar su derecho al equilibrio.

Sólo el amor de la familia y la inteligencia serena con que fue tratado pudieron salvar las vaguedades envenenadas de dudas y certezas que, a medida que la vida transcurría, se le iban acumulando en los terribles insomnios nocturnos y en los sueños diurnos de un futuro que siempre para él se convertía en pasado.

Afortunadamente, la mujer que eligió como esposa es a mi modo de ver, y no creo equivocarme, un bello cielo sin nubes, un alma limpia capacitada para aceptar un futuro todavía disperso en vaguedades, y una placidez que no precisa estimulantes para sobrellevar los inesperados desasosiegos que ofrece el inestable fluir del futuro.

Pase lo que pase, tengo la convicción de que esa nueva nieta mía sabrá sortear con talento y una gran dosis de sencillez lo que el destino le depare.

Recuerdo ahora que a su boda en Grecia, todavía engrandecida por una monarquía que parecía estable, Bee no asistió. Sólo Ali, su marido, ya muy desgastado y con la mirada algo ida, estuvo presente en las dos ceremonias religiosas y en los banquetes que se celebraron aquellos días.

En cierto modo, su ausencia en la boda de Juanito me alegró. Aunque siempre fingí ignorancia de lo que hubo entre ella y mi marido, tras la expulsión disimulada que su actitud impuso, la desconfianza disfrazada de amistad fue la mejor manera de afianzar nuestro distanciamiento.

Cuando el matrimonio regresó a España se instaló en el sur, lejos de Madrid. Sin duda aquella lejanía propició que mis cartas fueran amables. De hecho la distancia que mediaba entre nosotros no obstruía una amabilidad que la cercanía hubiera mermado.

Por eso aquella misma noche, para cumplir una promesa que le hice cuando desde Lausana me fui a Grecia, le mandé un largo pliego explicándole con gran lujo de detalles la boda de mi nieto Juanito con Sofía de Grecia.

Ignoro si aquella carta la escribí para convencerme a mí misma de que su proceder con mi marido fue un falso rumor de gente con malas intenciones o si sencillamente lo hice para darle un poco de envidia. No lo sé. Bee ya no era la jovencita mandona y deseosa de ser la primera en todo. Tal vez mi carta, lejos de causarle envidia, le produjera un sano y sincero arrepentimiento. Llevaba ya mucho tiempo convertida al catolicismo.

Además, su salud andaba muy resentida. Cuatro años después murió en Sanlúcar y fue enterrada como católica en el convento de los Capuchinos.

Tampoco Jaime Lécera estuvo en la boda de Grecia. Nuestra comunicación, cada vez más escasa, era siempre telefónica.

Jaime llevaba ya mucho tiempo separado de Rosario. Instalado en Madrid con su hijo, ignoro dónde abocaba sus sueños ya desgastados por el horror de la Guerra Civil. Rosario, su mujer (aquella encantadora jovencita que tanto me ayudó en mis proyectos benéficos), se había instalado en Granada. Desalentada y moralmente destruida, se introdujo de lleno en la más lamentable y desarticulada bohemia. Consciente de su verdadera tendencia que durante años luchó para negarse a sí misma, se dejó llevar por la necesidad de olvidar dándose a la bebida y adentrándose en las cavernas por donde circulan los seres que sólo en el alcohol pueden paliar sus angustias.

Desprovista ya de los pilares que la engrandecían y atrapada por algo parecido a la confusión de sus propios impulsos, se unió a otra mujer de inclinaciones afines a las suyas. Aquellas afinidades que durante años trató siempre de ignorar y que yo inconscientemente desperté en ella, totalmente ajena al daño que podía causarle, no fueron obstáculo para que, durante mi exilio, la amistad y admiración que sentíamos la una por la otra se resquebrajara.

Ella no quería aceptar lo que la naturaleza la obligaba a ser. Pero sus tendencias contradictorias, años después, llegaron a difuminar sus deseos.

No obstante, Jaime nunca renegó de ella. Fueron amigos. Dos buenos amigos que cuando se unieron en matrimonio creyeron que los afectos amistosos podían ser también brotes de un amor sincero.

Soy consciente de que muchas malas lenguas, cuando tras proclamarse la república me separé definitivamente de Alfonso, trataron de adjudicarme una intimidad entre Rosario y yo que excedía la realidad y nos convertía en dos piezas de idéntica textura instintiva.

La falsedad de aquella afirmación no me alarmó demasiado. Ni siquiera trastocó el fluir de nuestra familiaridad. Con ella yo me notaba cómoda. Nunca me planteé el daño que podía causarme la indudable simpatía que yo experimentaba por aquel ser inteligente y sobrado de cualidades innatas.

Con Rosario era posible hablar, exponer situaciones y hasta extraviarnos las dos en conversaciones sinceras que en una mujer cualquiera hubieran podido ser adversamente resbaladizas.

Rosario sabía. Rosario comprendía la fascinación que, desde que nos conocimos, se produjo entre su marido y yo. Pero la gente precisaba más. La gente tiende casi siempre a deformar razonamientos que excedan ciertos extravíos de lo que puede convertirse en una realidad monótona.

Calumniar viene a ser para la mayoría de la gente que se alimenta de chismes una forma de sentirse interesante, de fingir que saben lo que los otros ignoran. Y eso fue lo que los seres de mentes empobrecidas y de escaso sentido moral fueron transmitiendo entre los que, siempre ansiosos de novedades picantes, se afanaban en creer y repetir para llenar los aburridos comentarios de las sobremesas elegantes.

Cuántos son los que, por hacerse notar, no vacilan en exagerar realidades hasta deformarlas, y cuántos ignoran mientras rastrean mentiras basadas en verdades a medias el dolor que puede producir a los afectados.

Afortunadamente, aquel episodio fue cayendo en picado en la posguerra civil. Rosario eligió el «adiós» definitivo de nuestra amistad cuando decidió adentrarse en la noche de una vida que estalló en desafueros y la marginó para siempre del mundo social que había conocido desde la infancia.

En cuanto a Jaime, pese a la separación que tanto él como yo consideramos necesaria, nunca llegó a perderse plenamente en mi vida.

Día tras día lo tengo en la mente como un rayo que supo inyectar ilusión, apoyo y comprensiones al largo camino de soledades internas que venía yo arrastrando desde que nació mi primer hijo.

Fue entonces cuando surgieron las mentiras casi oficiales y los sentimientos heridos y enfrentados contra tantas adversidades que jamás cesaban de acosarme.

Oír su voz por teléfono es, hoy día, saber que las ausencias que antaño fueron presencias sin trampas ni engaños continúan manteniendo limpio y pleno el sentimiento que nos unió durante siete años.

Nada importa que nunca volvamos a vernos. Las cerraduras de la amistad amorosa jamás se cierran.

En ocasiones el recuerdo puede ser tan vigoroso como lo fue el momento que recordamos, las miradas que nos alentaron y la felicidad que ciertas actitudes afectuosas nos produjeron.

***

Sofía y Juanito llegan al palacio de Liria para recogerme. Una vez más me empeño en recorrer sin que nadie repare en mí los lugares que conocí cuando yo era una joven candidata a convertirme en reina de España.

Ellos no han vacilado en adaptarse a mis deseos. Saben que mi estancia en Madrid es mucho más que cumplir con mi tarea de amadrinar al pequeño Felipe.

También pretendo revivir de algún modo lo que en aquel entonces consideraba que iba a ser el inicio de una felicidad indestructible.

Qué lejos estuve de conocer la falsedad de aquel presentimiento. Entonces los escollos o malos presagios no figuraban en mis florecientes dieciocho años de vida.

Juanito conduce su coche sin séquito ni guardaespaldas. La meta principal que le indico es los Jerónimos. Con su habitual simpatía me comenta que el protagonismo del poderío franquista se ha ido al traste con mi presencia en España:

– Cualquiera diría que vuelves a casarte con el abuelo. Menudo jaleo has armado con tu llegada.

Sofía ratifica lo que expone su marido:

– Si tu retorno hubiera sido oficial, la ciudad entera se habría colapsado.

Y continúa explicando lo que, desde su posición de princesa sin un nombre definido, va captando lentamente del misterioso proyecto del General para el futuro.

– Por la ciudad circula un chiste sobre Franco. Ante su empeño en permanecer en el poder, surge una pregunta que a todos intriga -explica Sofía graciosamente-. La pregunta es: «Y si resulta que Franco no es inmortal, ¿cuál será el porvenir de España?».

En su modo de expresarse, no hay asomo de burla o descontento. Sofía se ha limitado a repetir lo que ya viene siendo una preocupación para todos los españoles. ¿Cuál será el precario futuro de España? ¿Qué ocurrirá cuando Franco muera? ¿Continuará el país bailoteando solo a su aire y convertido en una tierra alejada del resto de Europa?

Pero Juanito me tranquiliza:

– Si algún día España vuelve a ser monárquica, recuperará su prestigio; te lo aseguro, abuela. Actualmente se debate entre mil dudas que no tienen una respuesta definitiva. Pero nadie en este mundo es eterno. Tampoco lo son las ideas, ni los puntos de vista, ni los proyectos.

Juanito sabe expresarse. Y sobre todo tiene una gran seguridad en sí mismo.

Desde que su padre lo mandó a España para que su carrera militar fuera adentrándolo en los puntales más necesarios en la difícil tarea de ser algún día su sucesor, él no ha vacilado en ganarse a pulso el cariño de todos los españoles.

Nunca se permitió dar un mal paso que pudiera poner en entredicho su actitud ante el General. Tampoco dio muestras de descontento ni alardeó de un talento que Sofía potenciaba con el suyo. Pero tengo la convicción de que si algún día lo nombran rey sabrá manejar con pulso firme, y también suave, los destinos tantas veces malogrados por imposiciones fuera de las órbitas racionales.

Yo no sé si llegaré a ver a mi hijo Juan en el trono. Tampoco sé si Juanito llegará a ser rey de España. Pero estoy convencida de que si algún día mi nieto fuera entronizado, España entera lo aceptará con los brazos abiertos.

Su modo de ser, aunque campechano como lo fue su abuelo, también es analítico, precavido y firme. Nada se le escapa aunque lo silencie. Sabe esperar. No es aturdido. Y, por supuesto, tampoco es ambicioso.

Durante años vive medio ofuscado por políticos que se afanan en someterse por encima de todo al enigmático General.

Su rango es un interrogante. Tiene trato de alteza, pero su calidad de príncipe todavía no se ajusta al título propio del sucesor de la corona.

Todo en los manejos del General constituye un arcano.

Cuando se lo expongo a mi nieto, se limita a sonreír. Claramente compruebo que su sonrisa es una forma de abstenerse de decir lo que piensa.

En estos momentos el vehículo pasa por la ligera rampa que conduce a la parte alta del templo de San Jerónimo. A la izquierda queda la fachada trasera del lujoso hotel Ritz.

En aquella época el hotel Ritz no existía. Y la posibilidad de llegar en coche al portal del templo, tampoco.

Los carruajes debían detenerse ante la gran escalinata que conducía a la entrada de la iglesia.

Me veo ahora subiendo por los alfombrados peldaños de piedra junto a mi suegra, ambas vestidas de blanco. Avanzamos hacia el altar bajo un palio adornado con el escudo real y flanqueadas por guardias con uniforme de gala.

Alfonso nos esperaba junto al ábside, donde se habían instalado reclinatorios cubiertos con lienzos de seda jalonados en lo alto por almohadones bordados y acordonados por trenzados dorados de cuyas esquinas pendían borlas del mismo color.

No sé por qué en estos momentos me vienen a la mente esos detalles. Todo aquel día estaba repleto de grandezas que jamás volví a contemplar.

Recuerdo que el carruaje real era de caoba y se hallaba cubierto con colgantes de terciopelo entorchado de oro; en su traspontín se asentaban el conductor y dos lacayos.

También evoco que el carruaje iba tirado por seis alazanes enjaezados; desgraciadamente no todos pudieron regresar a su destino.

Aquella misma mañana, tras oír misa y comulgar en la capilla de El Pardo en compañía de Alfonso para luego desayunar con él, recuerdo que al despedirse me dijo sonriendo: «Hasta luego, Ena», mientras besaba mi mano.

La mañana amaneció resplandeciente. Mayo nos ofreció su último día con verdadera generosidad. Jamás un 31 de mayo había sido tan luminoso y tan lleno de claridad prometedora como aquel día.

«Hasta luego, Ena». Nunca he podido olvidar aquel «hasta luego». Cuando menos lo espero, su voz ya perdida en el más allá lo repite como un ritornelo envuelto en vapores que todavía me emocionan. Sus ojos chispeaban drogados de alegría. Pero qué poco duró aquel «luego». Y qué largo fue aquel silencioso «hasta nunca» que se introdujo en nuestro destino.

Cierro los párpados y vuelvo a escuchar el murmullo sordo pero estimulante que se esparcía frente a la escalinata donde se detuvo el carruaje que nos transportaba a mi suegra y a mí. También contemplo otra vez la masa compacta y tranquilizadora de los alabarderos que custodiaban la plaza de la calle Bailén.

En aquellos momentos subir por la escalera que conducía al portal de la iglesia era algo así como subir, sin pisar la tierra, por un camino que conducía al cielo.

Al entrar en el templo sonaron los acordes fuertes y briosos entonando el himno inglés. Los invitados, de pie, se aliaban en silencio a las solemnes armonías mientras mi suegra y yo, cogidas de la mano, avanzábamos lentamente por el pasillo. Cientos de cuerpos erguidos pertenecientes a las realezas nos flanqueaban respetuosos.

En el ábside me esperaban Alfonso, mi madre y mis tres hermanos.

Recuerdo que mi futuro marido besó la mano de su madre en señal de respeto.

El templo rebosaba luz. Una luz intensa que la blancura de ramos y guirnaldas blancas junto al altar robustecía abanicada por altas ramas verdes que adornaban las esquinas.

En aquel tiempo la misa se celebraba en latín y de espaldas al público. Los micrófonos no existían, pero en cuanto empezó la ceremonia el silencio invadió la nave y nuestros «síes» fueron escuchados por todos.

Evoco ahora la voz del cardenal primado Sancha preguntando a la numerosa concurrencia si alguien conocía algún impedimento para realizar el enlace previsto.

Aunque se habían adoptado infinidad de precauciones para evitar que nuestra boda se malograse, nadie en aquellos momentos podía barruntar que no sólo los impedimentos trastocan los matrimonios; también suelen sucumbir por lo que nadie sospecha. Ni siquiera yo misma podía imaginar que el verdadero impedimento era yo; que mi aspecto saludable mentía, y que existen ritmos secretos capacitados para circular por nuestras venas desafiando las armonías más rotundas y sinceras de nuestra apariencia.

Por eso aquellos «síes» confirmaban tan sólidamente que nada podía amenazar la autenticidad de nuestras aquiescencias. Tras la celebración de la boda comenzó la misa solemne. Desde el coro surgieron los cantos del Orfeón de Pamplona interpretando Tota pulchra de Guilleman y el O salutaris de Laurent de Rilli.

Las misas entonces se celebraban en silencio y los feligreses leían las oraciones pertinentes en devocionarios, sin embargo la música y los cantos adornaban copiosamente las celebraciones solemnes.

Evoco ahora El Mesías de Haendel, el Aleluya de Purcell, pero lo que más me emocionó fue cuando al iniciarse el ofertorio una bellísima voz de mujer entonó el Ave María de Schubert.

Al llegar al Sanctus, sonó la briosa melodía de Gounod. Y acto seguido el Dona Nobis Pacem de Mozart.

La paz que se pedía fue rubricada y fortalecida por unas voces infantiles entonando el Panis Angelicus de César Franck. Al alzarse la Sagrada Forma, y en tonos muy suaves, se escucharon los sonidos tintineantes del campanilleo de los monaguillos.

Finalizada la misa nos dirigimos al claustro para firmar el acta matrimonial mientras ciento cincuenta ejecutantes entre cantantes y músicos interpretaban el gran Tedeum del maestro Mateos.

Después regresamos al templo para que los príncipes e infantes de todas las realezas presentes desfilaran ante el trono donde nos instalamos de pie para recibir sus saludos.

Enseguida comenzó la vuelta del cortejo hacia el palacio.

***

De improviso la voz de mi nieto:

– Llevas mucho rato en silencio, abuela.

– Soñaba. Mejor dicho, recordaba.

Juanito detiene el coche junto al muro lateral de la iglesia. El párroco y algunos sacerdotes salen a nuestro encuentro. La consigna vigente se apoya en la discreción.

– Lo único que pretendemos es entrar en el templo sin que nadie nos sorprenda -le digo.

– Así se ha procurado, Señora -me reafirma.

También confirma que, a esa hora, la iglesia suele estar prácticamente vacía.

Al traspasar el umbral, todo se vuelve silencio. Un silencio como de pozo sin agua o como extraído de un pantano que fingía ser tierra firme.

Lentamente avanzo sola por el pasillo donde hace ya sesenta y dos años entré vestida de novia junto a mi suegra, camino de mi futuro.

Nada de lo que estoy contemplando se parece a lo que contemplé aquel día. La claridad de aquel mayo ha sido engullida por un febrero húmedo y lluvioso.

En efecto, la nave por donde transito huele a moho, a brumas anticuadas, a grandezas perdidas y a erosiones que el tiempo ha ido dejando en los rincones de las paredes.

Aunque todo está en su sitio y los destrozos que la guerra causó se han restaurado a lo largo del tiempo, lo que destacó el día de mi boda se esfumó para siempre.

La escasa luz que ahora domina la nave no se compagina con los estallidos de luminosidad que el día de la boda al entrar en el recinto nos acosaban.

Sin embargo es en la oscuridad donde resucitan los detalles que solemos sepultar en los cementerios del olvido. Instintivamente, mis nietos y yo nos dirigimos a la capilla del Sagrario. Una lamparilla constante vela el Santísimo. A pesar de mi artrosis y de los años que llevo a cuestas, me arrodillo junto con mis nietos en el primer reclinatorio que ofrecen los bancos.

La nave continúa en silencio. No obstante, también los silencios emiten ondas sonoras. Son sonidos como hechos de vientos contrapuestos que turban la mente y la obligan a mezclar conceptos, épocas y personas.

La principal razón que nos ha llevado hasta donde estamos consiste en orar por Alfonso. Hace ya veintisiete años que se fue de este mundo. También era febrero. Un febrero lluvioso como el de ahora.

Ignoro el tiempo que mis nietos y yo hemos estado rezando por Alfonso ante el Santísimo.

De hecho mi forma de rezar ha sido como hablar con él. Ahora Alfonso ya lo sabe todo. En la dimensión donde se encuentra los obstáculos y equívocos pierden escondites que en la vida inducen a errar.

Sabe incluso mejor que yo por qué motivo su muerte me produjo tanto dolor.

Yo nunca lo he sabido. ¿Fue por no haber conseguido enderezar nuestra convivencia? ¿Por habernos dejado llevar por nuestra mutua atracción sin programar los ingratos imprevistos? ¿Por considerar que nuestro oficio de reyes nos ponía a salvo de cualquier tropiezo? ¿O tal vez por no admitir que ciertas personas aparentemente sanas tienen sangre dañina como las adelfas?

Dios lo sabe. Dotados únicamente de cinco sentidos, los seres humanos corremos el riesgo de caer en los mayores errores cuando nos empeñamos en analizar verdades o mentiras que condicionaron nuestros destinos.

Quizá nuestro fallo consista precisamente en confiar demasiado en nosotros mismos por considerarnos infalibles. Nadie lo es. Todos dependemos de un sinfín de ignorancias. Por eso las modulaciones atractivas que la vida nos ofrece defraudan y merman nuestros entusiasmos. Olvidamos que la existencia no es sólo poesía. También está llena de prosas ensombrecidas, que nuestro tiempo se acaba tarde o temprano y que al perder un ser querido nos está doliendo también el tiempo que desperdiciamos en actitudes y reacciones sin verdadero valor.

Al salir de la iglesia nos despedimos del párroco que aguarda junto al portal.

Una vez en el coche, le pido a mi nieto que circule despacio por la calle Mayor:

– Quiero recorrer el lugar donde por primera vez comprendí que ser reina no es un gran privilegio -les digo bromeando.

Juanito sonríe. Me pregunta si la bomba que el anarquista Morral lanzó desde un piso alto influyó en mi nueva condición de reina.

– Era demasiado joven para calibrar la importancia de aquel desastre. Todavía suponía que, lejos de ser el principio de una larga e incipiente cadena de odios, era una extraña locura aislada. Lo que más me impresionó fue ver mi traje de novia empapado en sangre. También evoco con emoción los brazos de tu abuelo protegiendo mi cabeza.

De hecho no puedo recordar con exactitud todos los detalles de aquel terrible atentado. Lo primero que me viene a la mente es la voz de Alfonso señalándome la fachada de la iglesia de Santa María. Fue al volverme hacia la izquierda cuando estalló la bomba. De haberme quedado quieta en mi sitio, hubiera muerto.

De pronto el gran estruendo lo ofuscó todo. Era difícil pensar. El estallido y el humo se aliaron a los gritos de la gente, a los lamentos de los heridos y a los relinchos angustiosos de los caballos.

Nada era lógico. Nada tenía una razón de ser. Horrorizada, descubrí que la sangre que empapaba mi vestido pertenecía a la cabeza decapitada del lacayo que iba en el pescante de la derecha.

El pánico era ya puro caos, confusión y desgobierno. Los caballos heridos y aterrorizados se agitaban angustiados sin poder arrancar hacia delante debido al alazán abatido que yacía muerto en la tierra.

Alfonso, desencajado, se hartaba de preguntarme si estaba herida.

Intenté calmarlo. Tanto él como yo comprendimos que el terrible suceso se debía a una bomba. Recuerdo que me armé de valor y le dije que no se preocupara por mí. Quería demostrarle que, aunque presa de una angustia terrible, mi intención era comportarme como una verdadera reina. Salí del carruaje. Me quedé horrorizada al ver que la calle era un río de sangre. Infinidad de cuerpos yacían en el pavimento. Cuerpos mutilados; algunos sin piernas, otros sin brazos, otros sin vida sobre el asfalto.

A gritos suplicaba ayuda para aquellas pobres gentes que, al llegar allí, habían esperado el paso de nuestro carruaje para homenajearnos. Pero mis gritos se diluían entre los gemidos desesperados de los que sólo podían emitir quejas y aullidos de dolor.

Pronto supimos que cien personas habían sido heridas y veinticuatro habían fallecido. Ése fue el precio que tuvieron que pagar por vitorear y aplaudir nuestra boda.

Cuando ahora pienso en aquel horror, tengo la impresión de que fue un aviso de lo que el futuro me deparaba. No sabría explicar por qué, pero aquellos momentos se me antojaban como un decir adiós a lo que todavía no había empezado.

Inmediatamente nos trasladaron a otro carruaje y, sin recorrer el trazado convenido, fuimos directamente a palacio.

Al parecer, la noticia de lo que había ocurrido se propagó al instante por todo Madrid.

Confusos, muchos creían que Alfonso y yo habíamos fallecido.

De hecho algo de razón tenían. En aquellos momentos tras el estallido, percibí como si una parte esencial de mí misma hubiera muerto.

Resulta difícil analizar qué clase de agonías se producen cuando el proseguir dichoso se ve truncado y despedazado por acontecimientos tan graves e inesperados como el que vivimos tras la ceremonia de nuestra boda.

Los trastoques son imprevisibles y la vida exige cambios en los programas futuros.

De hecho, algo más que una bomba envuelta en un ramo de flores, lanzada desde el tercer piso de una casa anodina, cayó sobre nuestras vidas: también cayó el dolor de los que por nuestra causa vieron la suya truncada y por supuesto noté el terrible despertar de mi conciencia al percatarme de que la sangre que manchó mi vestido tenía el mismo color que la que corría por nuestras venas.

***

La calle Mayor por la que ahora circulamos nada tiene que ver con la que aquel día protagonizó el espectáculo más espeluznante de nuestra historia en común.

No puedo discernir si el edificio número 88 desde donde se lanzó la bomba es el mismo. Lo que veo cambiado es el aspecto de la calle; la gente que circula por ella nada se parece a la de entonces; el macadamizado ha dado paso a una lisura pavimentada y los bajos se han llenado de tiendas lujosas. El cuadro que contemplamos aquel día se quedó para siempre rezagado como tantas cosas que fueron importantes.

El hecho de empezar una vida supone que debe ser un motivo de alegría. Pero cuando ya repuestos de la horrible desazón que selló nuestros inicios en común surgieron tantos y tantos principios dolorosos, tuve la impresión de que mi verdadera felicidad nunca iba a llegar. Era imposible. La felicidad siempre ofrece y niega. Y cuando no niega, se extingue como una farola sin gas.

El día fue largo y agotador. Las inevitables obligaciones protocolarias exigían, tras la ceremonia de nuestra boda, un almuerzo en honor a las realezas que se habían instalado en Madrid.

Veo ahora a mi marido cortando el famoso pastel que se servía por primera vez en España, en los banquetes matrimoniales, la cena sin baile para no desentonar con la luctuosidad de lo ocurrido y el paseo del día siguiente de la boda en un coche descubierto por la ciudad, conducido por Alfonso y escasamente custodiados por una pareja de la Guardia Civil montada.

Por la tarde me estrené en la corrida de toros que soporté estoicamente y también en una serie de festejos que ya no recuerdo.

Tras las recepciones y las funciones de teatro y tantas actividades incómodas, iniciamos varios días después nuestra verdadera ‹duna de miel».

El lugar elegido fue el Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. Allí todo era paz. Nada interfería ni impedía nuestro libre albedrío; ni amenazaba nuestra intimidad.

Me gustó aquel lugar. Recuerdo que unos árboles gigantescos custodiaban el palacio, y que la luz del día se llenaba de un verdor deslumbrante.

Llegamos allí en un coche acompañados por mi hermano Mauricio. En otro vehículo iban mi madre, Leopoldo, el marqués de Mina y el duque de Santo Mauro.

Al poco tiempo el padre de Jaime Silva (duque de Lécera) y los ayudantes de Alfonso se instalaron también en La Granja.

Una inmensa muchedumbre aguardaba nuestra llegada. La soledad era imposible. Los reyes son como atrapamoscas que raramente penden vacíos desde sus privacidades.

Siempre existen gentes consideradas importantes dispuestas a presentar sus respetos y transgredir las inviolables normas propias de los recién casados.

Al día siguiente los huéspedes se fueron y nosotros los acompañamos a la estación. La despedida fue emocionante y también feliz. Por fin Alfonso y yo íbamos a estar solos.

No obstante, nuestra luna de miel siempre estuvo aureolada por infinidad de quehaceres que Alfonso controlaba. De improviso surgían políticos inquietos; relevos de palacio; amigos incondicionales como el marqués de Viana, en aquel tiempo tan atento y simpático conmigo; concursos de tiro de pichón; meriendas organizadas en nuestro honor; recepciones de autoridades; almuerzos oficiales; funciones de teatro, y mil eventos más.

Fueron días activos pero agotadores. Comprendí entonces que Alfonso era un hombre inquieto, un ser que precisaba novedades, compañías; hechos que lo mantuvieran en constante agitación.

Temía aburrirse y, aunque sus demostraciones hacia mí eran afectivas, también era evidente que no le bastaban. Quería más. Precisaba notarse eje de sí mismo. Para él, los días vacíos de eventos y perdidos en soledades eran sus peores enemigos. La mente para ciertas personas puede ser un contrincante mortal. La dinámica era su principal medicina para no caer en depresiones.

Los años fueron constatando aquella impresión mía. El rey necesitaba serlo incluso en su luna de miel.

Yo era el motivo de aquel retiro en La Granja, pero él era una inmensa granja donde el retiro dañaba su calidad de hombre desasosegado y bullicioso.

Ni un solo día lo vi con un libro en las manos, ni observé en él un mirar lejano como si pensara. No. Alfonso detestaba pensar. Su inteligencia sólo le permitía planear, decidir, dejarse llevar por intuiciones y sensaciones.

Ni siquiera comprendía que yo, agotada de tanta agitación, me permitiera descansar en mis habitaciones a solas. A menudo se empeñaba en que yo saliera al balcón para ser aplaudida. También quería que admirase su destreza para domar caballos, sus saltos en los concursos de equitación, su forma de amaestrar a las jacas y obligarlas a dar piruetas especiales y difíciles; sobre todo le entusiasmaba competir y mostrar su pericia en el tiro de pichón.

Casi nunca nos sentamos solos a la mesa. Tener invitados era la norma establecida.

Al cabo de unas semanas me notaba cansada, muy cansada. Tenía el cansancio de los que esperan reposos que nunca llegan.

Yo soñé una luna de miel sosegada y un poco romántica. Pero sólo saboreé una porción de miel muy pequeña, sin luna ni sosiego.

A pesar de todo, yo seguía enamorada de mi marido. No concebía que un sentimiento tan asentado, valorado y probado con largos períodos de ausencia pudiera esfumarse como un sentimiento cualquiera.

Ni por asomo podía yo sospechar que, en ocasiones, es precisamente la lejanía lo que más refuerza los lazos con el ausente querido. La cercanía es peligrosa si no se sabe endilgar con destreza.

Existen tantos enemigos ocultos en los roces diarios. ¿Cómo evitar la crisis de un sentimiento cuando ese sentimiento se encuentra en el trance de ser juzgado?

Pocos son los que conocen el peligro que supone destrenzar día a día y minuto a minuto lo que se denomina convivencia, si el convivir no se sabe administrar.

Basarse en la fuerza del sentimiento es como circular por un puente con soportes quebradizos. Todo lo que se comparte puede partirse. Y todo lo que nos alumbra puede acabar siendo sombra si no convertimos ese «compartir» en un constante dar sin exigir, pero eso sí: por partida doble.

Recuerdo que en cierta ocasión, cuando tras un mes y medio de nuestra estancia en La Granja y dispuestos a irnos al palacio de Miramar donde nos esperaba la reina Cristina me introduje en la capilla de San Ildefonso para rezar a solas ante el altar, le pedí al Señor que no permitiese que mi amor por Alfonso se eclipsara, que la admiración que yo sentía por él nunca acabara.

De pronto mis rezos se detuvieron. Me parecía una especie de infidelidad pedir algo que, en cierto modo, me estaba acusando de ser infiel. ¿Por qué pedía lo que yo consideraba tan sólido? ¿Era verdaderamente consecuente amar a Alfonso y dudar de la solidez que suponía mi sentimiento hacia él?

Me tranquilicé pensando que también yo le pedía a Dios que no perdiera mi fe en Él.

Pero ¿era lo mismo tener fe en Dios que sentir amor por un hombre?

¿Por qué aquellas vibraciones sentimentales que durante nuestra separación obligada me dejaban casi sin aliento estaban desapareciendo?

Semejantes lucubraciones comenzaron a hacer mella en mí cuando veía la euforia de Alfonso desligada totalmente de la mía. Aunque él no se daba cuenta, yo no era ya el trofeo conquistable, sino el trofeo «adorno», la copa ganada para presumir de ella y completar un trono que hasta entonces era sólo un lugar a medio ocupar.

A pesar de todo, yo continuaba convencida de que mi enamoramiento era indestructible. Y que la culpa de aquella extraña sensación que me convertía en una mujer defraudada era mía, sólo mía.

Por eso me esforzaba en complacerlo en todo. Nunca le di a entender que el verdadero amor no consiste en dejarse llevar por el instinto, sino en compartir cada minucia interna de nuestras vidas.

Tenía miedo de que no me entendiera. Alfonso consideraba que su amor por mí se manifestaba sin tropiezos sólo porque admiraba mi cacareada belleza y porque tenerme a su lado en la cama suponía hacer el amor sin pecar.

Lo demás, esas pequeñas circunstancias que se traducen en gestos, miradas, sonrisas, roces inocentes, confidencias y un sinfín de menudencias que demuestran atenciones, confianzas y apoyos, no entraba en los recintos de lo que él consideraba amor.

Le bastaba saberse dueño de mi cuerpo para suponer que me quería. Alfonso era una de esas personas que vivían consagradas a sí mismas.

No era culpable de aquellos brotes de frialdad que poco a poco iban minando mi entusiasmo por él. Había nacido rey y, como tal, nadie le habló nunca de los desvíos que un machismo entronizado podía ocasionar.

Durante algunos días Bee, todavía soltera, permaneció en La Granja con nosotros. Al menos con ella yo podía hablar. Pero consciente de que estorbaba, pronto nos dejó.

Tal vez las inquietas maneras de Alfonso no fueron entonces únicamente propias de su constante desasosiego y su empeño en no dejarse llevar por lo que para él suponía la desalentadora serenidad: durante nuestra luna de miel fueron varios los problemas políticos que mantuvieron en vilo a mi marido. Surgieron desajustes internos. En Bilbao, mientras nosotros estábamos en el palacio de Miramar, se produjo una huelga general en la zona minera.

El calor arreciaba y, en el norte, el calor se soporta mal. Acostumbrados a los nublados, a los chirimiris y a los días templados, los nervios de los vascos se encabritan y las reacciones afloran crispadas si la fogosidad ambiental dura demasiado.

La huelga fue el detonante de una bomba sin muertos, pero el estallido silencioso del proseguir cotidiano mató la placidez de nuestro entorno familiar.

También por entonces el conde de Romanones decretó desde su Ministerio de Gracia y Justicia la real orden sobre el matrimonio civil. La reacción del obispo de Tuy no se hizo esperar y la pastoral que lanzó fue todo menos plácida. El rey no estaba de acuerdo con aquella ley, pero entonces el verdadero rey era Romanones.

Cuando después del ajetreado verano y parte del otoño nos instalamos en Madrid, conseguí desarticular una cantidad de las comidas solemnes y le pedí a Alfonso que, debido a mi estado, limitáramos los constantes trajines sociales y protocolarios que amenazaban con mermar nuestra intimidad. «¿Te das cuenta, Alfonso, de que nuestra luna de miel no se ha parecido a la que disfrutan las demás parejas?»

Su respuesta no dejaba de ser consecuente: «Es que las demás parejas no son reyes», me dijo sin dejar de sonreír. No obstante, reconozco que puso gran empeño en complacerme. Al margen de los almuerzos íntimos y de la notable disminución de solemnidades, se estableció que todas las tardes tomásemos el té a solas en el Palacio Real.

Fueron aquellas veladas las que de nuevo promovieron una intimidad parecida a la que, desde la distancia, tanto Alfonso como yo procurábamos mantener al escribirnos postales.

De nuevo el amor era eso: explicar, comentar, abrir nuestras interioridades y conversar más allá de cualquier obligación protocolaria.

Nada entorpecía nuestra hora del té. Alfonso era un gran conversador y en aquel tiempo también era un hombre feliz. Nunca nada ni nadie profanó la armonía de aquella hora hecha de té y de intercambios confidenciales.

Aquella costumbre se interrumpió cuando nació nuestro primer hijo. El principito heredero, aunque parecía rebosar salud, estaba enfermo. Lo estuvo durante toda su corta y desgraciada vida.

Cuando pienso en él y en todo lo que tuvo que soportar desde su infancia, todavía tengo la impresión de que, si yo parí su cuerpo infectado, él parió mi alma a medio infectar. Fue a partir de aquel nacimiento cuando tomé conciencia de que la vida no consistía en dejarse llevar por las apariencias excesivamente gratas. La vida es un hecho que «va siendo». Nunca es. Nadie permanece estable y nadie ofrece garantías. Todo puede implicar un posible cambio de decoración.

Al principio aquella enfermedad de mi hijo todavía parecía ser una adversidad reparable. Cabía la esperanza. El desconocimiento de lo que no se espera arrastra siempre un brote de confianza. Pero la incertidumbre murió cuando, cuatro años después, aquella enfermedad tuvo nombre.

Creo que fue al poco de nacer nuestro primer hijo cuando Alfonso, desengañado, dio en convencerse de que la hermosura no basta para construir, con estabilidad, un amor sólido. Había mil cosas más que se precisaban para que lo fuera.

El erotismo induce a soñar, pero el sueño se esfuma cuando la realidad presenta factura.

Debo confesar que, en mí, aquel dolor cambió por completo los puntos cruciales de mi existencia.

Desesperada, asumí la endeble salud de mi hijo como una prioridad excesivamente rígida y personalizada.

Mi gran pecado fue ése: abocarlo todo hacia él. Cada instante podía ser peligroso. Cada descuido, un arma mortal. Cuando por mi condición de reina debía abandonar el palacio y dedicarme a los deberes impuestos, todo en mí se trastocaba. Precisaba regresar al palacio, ver a mi hijo Alfonso y cerciorarme de que nada le había sucedido.

Mi angustia era tan grande que, a veces, yo misma me asustaba. ¿Hasta cuándo iba a durar aquel oculto martirio? En ocasiones los recuerdos se me acumulaban en los insomnios; tal era mi inquietud por el primogénito. Aquella angustia mermó injustamente las atenciones que merecía y precisaba nuestro segundo hijo Jaime.

Tardé en darme cuenta de que, aunque sano, Jaime ha sido y es el más desgraciado de nuestros hijos.

Su sordera fue, efectivamente, un dolor grande para Alfonso y para mí. Pero no era una constante amenaza de muerte como lo era su hermano.

Me duele mucho no haberle prestado la atención que merecía. Ciertamente no le faltaron cuidados; Jaime es inteligente. Su disminución física no le impide llevar una vida corriente. Su forma de hablar llama la atención, pero no disminuye su atractivo físico. Además durante su adolescencia se mostraba incluso alegre. Nada en él apuntaba lastres propios de una neurastenia con tendencias depresivas.

Recuerdo que siendo pequeño y ya sin poder expresarse con palabras, me daba a entender con los ojos el amor que como hijo me profesaba. Constantemente me abrazaba, se sentaba en mi regazo y sonreía como implorando algo que entonces yo tal vez descuidaba, especialmente cuando su hermano mayor reclamaba mis atenciones y caricias.

Yo ignoraba que a veces la sensación de abandono logra causar tanta destrucción como las heridas del cuerpo. Y que los niños desengañados, con el transcurrir del tiempo, pueden convertirse en hombres «desafinados», incapacitados para reconstruir y afinar adecuadamente desfalcos anímicos y esperanzas perdidas.

Algo parecido le ocurrió a Jaime. Especialmente cuando tras recibir una educación religiosa y llevar una vida muy apoyada en la fe católica, siempre endilgada por un sacerdote inteligente, benévolo y erudito, tuvo que afrontar un Jueves Santo que destruyó las fibras más sensibles de su razón de ser.

Ocurrió cuando acababa de estrenar sus catorce años. Era un adolescente. Un muchacho jovial que combinaba valientemente su discapacidad con serena naturalidad.

Aquel sacerdote era mucho más que su confesor. También era su maestro, su confidente y su verdadero amparo cuando su condición de hijo secundario descolocaba las ansias de ser querido, que siempre reclamaba.

Nada se mantuvo en pie al conocerse la noticia. Nunca un Jueves Santo fue para mi hijo Jaime tan doloroso y desconcertante como aquél.

Corría el año 1922.

Pero el sacerdote no esperó a que el año finalizara. Se quitó la vida repentinamente y, con ella, se llevó los fundamentos esenciales que durante años fueron los soportes más sólidos de mi hijo.

***

De nuevo el silencio. Mis nietos no preguntan. Y el coche circula lento por la calle Mayor, camino de no se sabe dónde. Me noto cansada. Tengo el cansancio de los recuerdos que duelen, de los esfuerzos que se debe hacer para encubrir y disimular la emoción que se apila en los ojos en forma de lágrimas.

Todavía presa de ese manojo de sombras que se empeñan en ser realidades actualizadas y convertirse en hechos presentes, le digo a Juanito que estoy fatigada:

– Será mejor regresar a Liria -le propongo.

– Lo comprendo, abuela. Desde que has llegado a España todo han sido emociones.

Mi nieto intuye que, más que cansancio, lo que ahora experimento es algo parecido a una convulsión interna. Una desagradable sensación de que todo en mi vida ha sido un constante fracaso, un no haber sabido aprehender el ritmo elegido y encontrar los medios adecuados para evitar descalabros tangibles que acaso pudieron evitarse.

El recuerdo de mi hijo Jaime (siempre vencido por la desgracia) de nuevo cobra en mis percepciones certezas excesivamente dolorosas.

¿Cómo habría sido posible desde sus cortos años entender que su gran maestro y confidente fuera incapaz de convencerse a sí mismo de lo que le predicaba a él? ¿Qué verdad puede mantenerse erguida cuando quien la predica la hiere de muerte?

A la edad que tenía Jaime no caben equivocaciones. No existen maldades y virtudes a medias. Todo se nos antoja exacto, decisivo e inviolable.

Para él su confesor era la verdad, la rectitud y todo lo que supone realizar construcciones indestructibles.

Por si fuera poco, alguien le dijo que por haberse suicidado no merecía oraciones ni el derecho de ser enterrado en un cementerio cristiano.

Todavía escucho su voz mal timbrada y distorsionada, preguntándome desesperado si su confesor no podía salvarse. Intenté calmarlo. Pero mis argumentos se perdían en lucubraciones que ni siquiera lograban convencerme a mí misma. En aquella época el suicidio constituía un delito grave que no merecía redención alguna. La condenación eterna era la única meta segura. Dios era sólo Juez, Dios no admitía aplicar perdones a los desesperados que se quitaban la vida. Y si los desesperados eran sacerdotes, el castigo debía ser mayor.

Afortunadamente mi suegra, profundamente religiosa, pudo sosegar algo la angustia de mi hijo. Le habló de la inmensa misericordia de Dios, del Sagrado Corazón de María, de la posibilidad de que la muerte de aquel sacerdote se hubiera debido a un instante de ofuscación mental y de que los cuerpos enterrados fuera de los cementerios católicos acaso podían ser más dignos que muchos otros cuerpos sepultados en lugares religiosos.

Pero Jaime, desde aquel terrible suceso, ya nunca fue el mismo. Algo vital en su vida comenzó a flaquear. El pilar más sólido de su existencia se había desmoronado y con él, las razones esenciales que daban un sentido a lo que lo rodeaba. Todo para él cambió drásticamente. De alegre y distendido, se convirtió en un ser introverso, poco comunicativo y despegado de sus habituales propuestas siempre alegres e incluso jocosas.

A ello contribuyó sin duda alguna la falta de ayuda que Alfonso, por causas de extrema preocupación política, no pudo concederle. Pocos meses después Eduardo Dato, a la sazón jefe de Gobierno, fue asesinado acribillado por unos sindicalistas en plena calle. Su muerte caló muy hondo en los ambientes políticos. De improviso brotaban resentimientos, envidias y mucho descontento, incluso entre los que habían servido con franca dedicación a la corona.

La reacción social iba introduciéndose cada vez más en las aulas enrarecidas de los altos cargos. En Cataluña el separatismo iba incrementándose. Lejos de sentirse beneficiada por los Fueros Catalanes que la independizaban y le concedían atributos inexistentes en el resto de España, echaba mano de un victimismo que no sólo no enaltecía su tierra, sino que la estaba convirtiendo en una región acomplejada.

«Nada más peligroso que los complejos», me dijo en cierta ocasión Jaime Lécera. «Lo primero que generan es soberbia. Y la soberbia es la madre de todos los fallos humanos.»

Pero donde más se percibía el afán separatista era en el País Vasco. Ser parte de España constituía para ellos «una opresión impuesta» que incitaba a la rebelión y al despecho.

Por otro lado, las bajas de Marruecos causaban indignación y disturbios. Además los ataques a la Iglesia, las huelgas y las interferencias anarquistas eran cada vez más frecuentes.

Alfonso se notaba desbordado, sus rápidas reacciones se quedaban a medio camino y lo que se remendaba por un lado se rasgaba por otro.

De nada servían sus esfuerzos para aplacar un país que empezaba a ser un confuso caos de despropósitos. Cualquier remedio se iba al garete.

¿Cómo podía yo atosigarlo con los terribles problemas que intuía en nuestro hijo Jaime, si su padre apenas podía remendar y endilgar los problemas de España?

Recuerdo que al cabo de un tiempo no muy lejano a la desgracia que supuso el suicidio de aquel sacerdote, Alfonso, siempre dispuesto a vencer los traumas más duros del país y seguramente bien informado por el doctor Marañón, organizó una visita con él a Las Hurdes, el lugar más desolado y arrinconado de España, situado en una Extremadura cada vez más apagada y desligada del auge que experimentaba el resto de España.

Creo que nunca Alfonso sintió el dolor de ser rey de su querido país como entonces.

Las Hurdes era un mundo vacío dentro de un mundo que rebosaba historia, riquezas y cultura. Sus gentes vivían aisladas de todo lo que pudiera remediar su salvajismo arraigado. Desconocían la electricidad, el teléfono, el agua corriente. Carentes de rutas o pequeños caminos, vivían en su territorio totalmente aislados del resto del mundo.

Por las causas que fuera, la civilización era un vocablo desconocido por los hurdanos. No tenían escuelas y aunque la ignorancia de todo acrecentaba la intuición de la gente, disminuía ambiciones y deseos de mejoras. Los habitantes vivían en tugurios, sin más médicos ni medicinas que los remedios caseros. El raquitismo, el paludismo y el bocio en las mujeres eran circunstancias normales para ellos. La higiene brillaba por su ausencia y la ignorancia era la gran maestra de los instintos.

La visita de Alfonso acompañado por el doctor Marañón cambió el panorama de aquella fracción salvaje de una España que rebosaba prosperidad.

Cuando conoció la verdad de aquel lugar, Alfonso se quedó anonadado. No podía concebir que, en su querida patria, algo tan inmerso en desolaciones, pobrezas y abandonos pudiera subsistir sin que, hasta entonces, nadie hubiera propuesto remedios inmediatos.

Los propuso él. Le faltó tiempo para organizar comisiones y facilitar ayudas, no sólo económicas, sino también culturales, religiosas y hospitalarias.

Asimismo facilitó medios de comunicación a la sazón inexistentes. De hecho, Las Hurdes era como un grano de pus en España. Algo que de vez en cuando supuraba pero sin quejas, ni reclamaciones ni exigencias. La queja fue Alfonso. Nadie hasta entonces había dado la voz de alarma sobre un lugar que podía hermanarse con una selva salvaje.

En semejantes circunstancias hubiera sido totalmente demencial que yo lo atosigara con preocupaciones familiares.

Pero es evidente que la ocultación de nuestras prioridades fundamentales asfixian y pudren los cimientos de una comunicación interna importante. Callar puede evitar que se distorsionen problemas generales, pero aumenta la impotencia frente a los problemas esenciales de nuestras vidas privadas.

Alfonso se notaba tan desbordado por exigencias sociales, políticas, militares y judiciales, que le faltaba tiempo para introducirse en los asuntos cruciales de la familia.

La muerte de Dato causó un verdadero desfalco en la estabilidad de España. Conservador moderado, tenía ideas modernas principalmente abocadas a enriquecer el bienestar obrero. Pretendía establecer sistemas de seguros contra accidentes, enfermedades y paros. Y además propuso infinidad de mejoras para los agricultores, proyectó construcciones de viviendas dignas para inquilinos de escasos medios económicos y ayudas indispensables para que los más necesitados pudieran mejorar sus vidas.

En efecto, la muerte de Dato supuso para el país un alarmante desequilibrio. Su sucesor, Allendesalazar, no tuvo un auge definitivo. Las desorientaciones cundían y su presidencia fue breve. Le sucedió Maura, por quinta vez al frente del Gobierno. Sus decisiones resultaron definitivas y también eficientes. Sin embargo, no concordaban con las del ejército. Los desacuerdos fueron presentados a mi marido con cierta urgencia. Alfonso pidió que le concedieran tiempo para meditar las condiciones.

Pero los ministros de Maura se impacientaban y el presidente interpretó que su rey no confiaba en él.

Le costó mucho a mi marido aplacar los ánimos y conseguir que el Gobierno permaneciese en su puesto.

Por otro lado, las flaquezas y vacilaciones estatales fueron carnaza para los republicanos, los socialistas y los comunistas.

Pero los desconciertos influían en el ambiente general. Nadie se notaba seguro. Los atracos proliferaban y la delincuencia aumentaba día tras día.

Semejante inestabilidad favorecía una clara enemistad entre el Gobierno y el ejército y, por ende, también facilitaba desconcierto en el proseguir pacífico de España.

La tensión era tan grande que incluso se llegó a rumorear que Alfonso iba a dimitir.

No era cierto. Pero el rumor contribuyó a aumentar la confusión.

El caos era cada vez más intenso y tanto en las distintas clases sociales como en los ambientes políticos las teorías se enfrentaban sin que el acuerdo llegase a una conciliación general.

La gente anhelaba una estabilidad que nunca llegaba. La mayoría pugnaba para que las Cortes asumieran responsabilidades drásticas para normalizar el desajuste civil, pero una asamblea política no estaba facultada para asumir y determinar semejantes competencias.

La palabra «dictadura» estaba ya en todas las conversaciones. El país se bamboleaba demasiado desde el desastre marroquí y precisaba un hombre fuerte que acabara de una vez con tanto desafuero. La fe en un gobierno parlamentario se estaba desangrando en aquel caos que acumulaba huelgas constantes, asesinatos, violencias y terrorismos inexplicables.

Todo en España se estaba trastocando, cundían las escenas violentas, las industrias se desmoronaban y el barco político naufragaba arrastrando con él la descoyuntada armonía española.

Recuerdo que, como todos los veranos, aquel mes de septiembre nos encontrábamos en San Sebastián.

Allí Alfonso tuvo noticia de que Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, se había apoderado (con el apoyo de otros capitanes generales y del ejército entero) de las comunicaciones más importantes del país. Asimismo, dicho general había proclamado el estado de sitio en Barcelona y además había publicado un manifiesto apelando al rey para que despidiese al Gobierno y la monarquía se rigiera con la ayuda de los militares.

Así empezó la dictadura que, a lo largo de los años, fue considerada la causa directa de los desastres posteriores pero que, en aquellos momentos, consiguió el beneplácito de la mayoría de los españoles.

Recuerdo que Alfonso, preocupado tras el telegrama que recibió del Consejo dándole cuenta de lo ocurrido con vaguedades optimistas, comunicó al Gobierno que inmediatamente iba a salir hacia Madrid.

Sin embargo el propio Gobierno le aconsejó que no se moviera de San Sebastián: los ministros de algún modo engañaron a mi marido. Seguramente, de haber viajado a la capital los hechos se hubieran desarrollado de un modo muy diferente.

Soy testigo de que lo ocurrido a sus espaldas lo impacientaba. Comprendió enseguida que, si no conseguía poner de acuerdo al Gobierno con los militares, podía producirse una guerra civil.

Consciente de que toda la nación anhelaba poner fin a tanto caos, Alfonso se decantó por lo que más pesaba en el ánimo general. El país precisaba desesperadamente un drástico «golpe de paz»; unas garantías armadas, un decir «basta» a tanto desorden y una posibilidad de vivir sin sobresaltos.

Los militares tenían en sus manos la forma de endilgar el país hacia un convivir sin conmociones constantes. No había disyuntiva ni cabía una elección dubitativa. Además la fuerza del ejército sobrepasaba toda vacilación: o se aprisionaba al rey con la aprobación de unos españoles hartos de tanto desmadre, o se le aplaudía por devolver a la nación la seguridad con el beneplácito de una dictadura.

Entre las opciones, mi marido no vaciló en inmolarse dando paso a una protección militar que fue recibida con alborozo y síntomas de agradecimiento por la mayor parte de los españoles.

Incluso los que consideraban ilegal la decisión del rey no dejaron de admitir que aquella opción constituía un hecho muy eficaz.

El diagnóstico político fue unánime: «Por fin la normalidad», «Por fin se puede respirar sin sobresaltos». Además, era un hecho sabido y aceptado por altos cargos judiciales de aquel tiempo que, en casos graves como el que atravesaba España, el soberano o jefe de Estado tenía el perfecto derecho a suspender la Constitución si la seguridad de la nación lo requería.

De hecho, la dictadura de Primo de Rivera causó un aplauso general en toda España y Alfonso creyó que su decisión era la que su pueblo no sólo precisaba, sino que también deseaba. Las medidas de limpieza comenzaron pronto a desvelar corrupciones, sobornos y maniobras poco claras en las altas esferas gubernamentales.

Mucho se debatió años después sobre la paz que el país experimentó tras el golpe de timón que Alfonso permitió para normalizar situaciones verdaderamente alarmantes.

Los españoles, lejos de sentirse «dominados», se notaban liberados de aquella otra dictadura hecha de miedos e inseguridades. El miedo es siempre un elemento dictatorial.

A decir verdad, los españoles no se sentían atados. Antes al contrario, se notaban amparados y protegidos. Para el pueblo, la intervención de Primo de Rivera no fue una dictadura como pudo serlo en Italia, en Alemania o especialmente en la acogotada y desmantelada Rusia y también años después en un franquismo que mantuvo a España prácticamente aislada del resto del mundo.

Lo que predominaba en la mayoría de las percepciones españolas de aquel tiempo era que se vivía en libertad gracias a una monarquía militar. Una libertad encauzada, distendida y resguardada de anarquías que pudiesen impedir el auge que España empezaba a experimentar. No obstante, hubo discrepancias que, dos años después, sufrieron destierros. Entre ellos Unamuno, el marqués de Cortina y el señor Soriano.

Eso no fue obstáculo para que durante la república el hijo de un disidente fuera asesinado en Paracuellos por el delito de pertenecer a la nobleza.

A veces en España ocurrían despropósitos que en el terreno de lo inexplicable adquirían relieves inauditos.

A pesar de todo, durante los dictados militares se inauguraron ferrocarriles, carreteras, escuelas, instituciones culturales. Se ampliaron las comunicaciones telefónicas y radiotelegráficas entre el Viejo Mundo y el Nuevo. El error consistió en fulminar la libertad de prensa y mantener una censura que, aunque débil, propició ser criticada y boicoteada por los sectores contestatarios y radicales. No obstante, los adelantos que experimentaba España en sus contactos con los restantes países fueron ensalzados por todos. Incluso en Cataluña las decisiones adoptadas se recibieron con agrado. Especialmente cuando se concedió el voto a las mujeres y se reformó, para mejorarlas, las leyes municipales.

Sin apenas sobresaltos importantes, aquella «dictablanda» duró seis años. Mi hijo Jaime tenía ya veinte y el resto de mis hijos fueron apagando, poco a poco, el dolor que me produjo la transformación que sufrió Jaime al morir su confesor. Además, la pesadilla que, día a día, ponía a nuestro hijo mayor en trance de debilidad extrema también hizo mella en nuestro hijo menor: Gonzalo. Aquella duplicidad, aunque fue otro golpe duro, no dejaba de diluir tristezas y penalidades enquistadas en el fluir de la vida. Pero es indudable que los dolores y los embates que hipotecan nuestra existencia en un momento especial se van diluyendo en lo que el túnel del tiempo nos va proporcionando.

Fue muy doloroso descubrir que también nuestro hijo pequeño, Gonzalo, había nacido con el estigma que tanto atenazaba a nuestro primogénito. Sin embargo, las gravedades se versatilizan y se desvanecen mientras la vida nos va sorprendiendo con la apertura o cierre de otros horizontes buenos o malos. La costumbre en ocasiones puede vencer heridas que, aunque enquistadas, duelen menos por ser crónicas. Había que admitir la realidad: sólo Juan era sano. Sólo él podía convertirse algún día en el monarca que España merecía.

No puedo negar que fue mucho lo que mi marido, al margen de sus problemas sentimentales, tuvo que afrontar durante los años previos a nuestro exilio. Entre otras cosas, la muerte de su madre. Alfonso siempre vio en ella no sólo a una madre que trató de convertirlo en el rey de un país difícil, sino también a un padre que lo defendió de las insidias y ambiciones de quienes podían rodearlo.

Pero de nuevo el mes de febrero aguardaba con su guadaña para herir a mi marido en lo que más podía dolerle. Veníamos de asistir con mi suegra a un concierto benéfico de la Cruz Roja, cuando al llegar al palacio se sintió mal. En la madrugada llamó a su sirvienta porque padecía un dolor muy fuerte en el pecho y en la espalda.

Fue imposible evitar aquel ataque al corazón. La sufrida y austera reina regente perdió el conocimiento y murió mientras el capellán de damas le administraba los Santos óleos rodeada de todos los que vivíamos con ella y de un hijo desolado que no pudo dominar el dolor que aquella muerte le produjo.

Desde entonces Alfonso ya no fue el mismo. Le faltaba su mejor consejera, su apoyo y, en cierto modo, la parte esencial de su vida.

Inútil fue mi empeño en consolarlo. Alfonso rehuía mis consuelos. Precisaba asimilar su dolor a solas. La hostilidad entre nosotros empezaba ya a ser un obstáculo para que mi empeño en aminorar su dolor fuera eficaz. Aunque quizá no se daba cuenta, en aquellos momentos nada nos unía. También yo sufría. Mi suegra había acabado por ser un gran alivio para mí. La quería. Pero Alfonso sólo pensaba en él. En el desmoronamiento que lo estaba hundiendo en tristezas inconsolables.

Fue un año lleno de grandezas y también de presagios. A veces la muerte avisa. Especialmente cuando surgen cambios inesperados que nos obligan a perder la estabilidad propia de las rutinas.

Alfonso la perdió sumido en una depresión que en vano trataba de disimular. Se acabaron para él sus aficiones deportivas, sus actividades siempre inquietantes y su modo de tratar a las mujeres que todavía se acercaban a él con esperanzas de llamar la atención.

Tal vez la única que podía consolarlo era Carmen Ruiz Moragas, pero me temo que, para entonces, ella ya empezaba a serle infiel con Chabás.

Lo único que Alfonso nunca descuidaba era la visita a la tumba de su madre, en el Pudridero del Panteón de los Reyes en el monasterio de El Escorial.

Allí pasaba mucho tiempo rezando por ella: pidiéndole ayuda y rogándole que le siguiera aconsejando como había hecho durante toda su vida, aunque a veces las advertencias de mi suegra fueran vencidas por desidias o frivolidades de su hijo, poco consecuentes con los consejos que ella le daba. Siempre sobrecargados de eventos importantes -Exposiciones Internacionales, desfiles de personalidades deseosas de mostrarse solidarias con el dolor del monarca, presencias continuas de los grandes de España, comidas lúgubres con gentes de la realeza extranjera y problemas cada vez más acuciantes que la dictadura iba propiciando entre opiniones diversas pero alarmantes-, la desolación de Alfonso no disminuía. Era como si, tras la muerte de su madre, las tácticas que ella había estado sosteniendo para que la vida del país no se resquebrajara repentinamente empezaran a cambiar de rumbo.

Fueron varios los factores que contribuyeron al desmoronamiento de la monarquía: el desastre económico en la Bolsa de Nueva York, contagiando los puntos débiles de Europa, especialmente los de España; el pronunciamiento militar, protagonizado por el Cuerpo de Artillería dirigido por José Sánchez Guerra; las rebeliones universitarias; la ausencia de algunas personalidades, incluso pertenecientes a la nobleza, que tras la dictadura tuvieron que salir de España por discrepar de ella. Y sobre todo los constantes alborotos marxistas enhebrados en lugares estratégicos que minaban criterios poco sólidos y amparados por anonimatos que ocultaban nombres de relieve.

Sin embargo, debo admitir que fue precisamente aquel año cuando, a pesar de la tristeza que nos produjo a todos el fallecimiento de la reina Cristina, dentro del palacio se experimentó un cambio drástico que sin duda influyó en revitalizar y airear los ambientes caducos y algo enrarecidos que seguían arraigados entre sus paredes.

En lo que a mí se refiere, aunque en silencio y esbozando siempre sonrisas amables, algo en ella me obligaba a sentirme constantemente culpable de no sabia qué. Nunca me reprochó conductas que tal vez por mi parte fueron desacertadas, tampoco esgrimió intolerancias que pudieran enfrentarme con ella, ni esbozó indirectas para demostrar repulsas; sin embargo, algo que no podría definir me exigía mantenerme siempre en guardia cuando estaba a su lado.

A veces era su mirada, o su sonrisa, o su carraspeo, o incluso su silencio. No puedo discernir lo que era, pero si algo en mí le molestaba yo podía percibirlo enseguida.

Nunca me lo dijo, pero estoy convencida de que no le gustaba que yo fumara, ni que me vistiera según la moda inglesa, ni que para desfogarme montara a caballo a solas, sobre todo cuando entre mi marido y yo surgían discrepancias que ella siempre fingía ignorar.

Jamás se puso del lado de Alfonso cuando nuestras discusiones subían de tono, antes al contrario, en cuanto podía se inclinaba a darme la razón. Pensaba. Se entremezclaba sin testimoniar ni exigir, ni extraer consecuencias. Pero estaba allí. Era un cuerpo, un testigo, un ente material que observaba y razonaba.

No desconocía que la raíz de nuestras discusiones se debía a la conducta de su hijo; sin embargo callaba. Tal vez fue la ausencia de aquella mudez y aquel estar allí en silencio, o aquella forma de mirar como si atravesara el pensamiento, lo que, pese al inmenso vacío que para mí dejó mi suegra al abandonar este mundo, también me permitía sentirme dueña de mí misma.

No obstante, la echaba de menos. No podía evitarlo. Echaba de menos el bulto alto y esbelto de su cuerpo, aquel modo que tenía de enmascarar con serenidades los prontos inesperados de su hijo, sus oportunos cambios de conversación y sus preguntas que instantáneamente desmontaban tiranteces. Sobre todo echaba de menos a la mujer que Alfonso tanto admiraba.

Cuánto me hubiera gustado parecerme a ella. No lo conseguí. Éramos opuestas. Incluso en el terreno de nuestros sentimientos.

Cristina siempre supo que su marido, aunque la admiraba, nunca estuvo enamorado de ella. En cambio, yo no conseguía admitir que el amor de mi marido se hubiera esfumado sin haberme demostrado jamás un brote de admiración. Tal vez tuviera razones poderosas para no admirarme. Entre ellas la desgracia de mi sangre infectada. O mis escasos contactos con sus amigos. O acaso: la enorme ausencia de una afición intelectual que mediaba entre él y yo.

El hecho es que, aunque nacidos en un estrato ambiental idéntico y endilgados por educaciones similares, entre Alfonso y yo se abría un inmenso abismo de discrepancias. Nuestras formas de pensar no llegaban a ajustarse. Él concebía la vida desde fuera y yo desde dentro. Él daba importancia a los gestos, a las situaciones, a los movimientos, a todo lo que pudiera suponer una tormenta o una bonanza temporal y meramente material.

Yo, en cambio, me apoyaba en la esperanza, en los probables remiendos futuros, en las riquezas emocionales que el entendimiento mutuo podía ofrecer. Y, sobre todo, en las reacciones que precisaban demostraciones sentimentales y psicológicas.

En suma, sus inteligencias discrepaban de las mías. Lo que él consideraba importante nunca lo fue para mí. Mil veces intenté ponerme a su altura. Pero sólo conseguí quedarme a medio camino.

Al margen de todo ello, la muerte de mi suegra supuso algo que hasta entonces nunca pude imaginar que lograra transformar por completo el cerrado horizonte de mi vida.

Fue a raíz de aquel continuo ajetreo de visitas luctuosas y de constantes demostraciones de pésame cuando, inesperadamente, cambió el lugar opaco donde la vida me había situado, para ofrecerme un radiante e insospechado vuelco en mis constantes desalientos propios de una mujer marginada.

***

De nuevo al palacio de Liria. Mis nietos se despiden de mí.

– Hasta mañana, abuela.

Me abrazan, me besan, me insisten en que descanse.

El viaje a Niza está programado para despegar hacia la una de la tarde. Como será domingo, los Alba han organizado una misa en la capilla del palacio para que yo pueda cumplir con el precepto dominical antes de emprender mi retorno a Montecarlo.

Al llegar, la señora Rich junto con los Alba y el doctor Nicod me salen al encuentro. Preguntan, comentan, proponen; pero sus voces resuenan en mis oídos como ecos de minucias que no logran acallar el cúmulo de recuerdos todavía en carne viva.

La visita a los Jerónimos ha sido mucho más que un simple recuperar hechos pasados. En realidad para mí ha supuesto también prologar una historia que todavía exige ser recobrada.

Pepita Rich me adelanta que, para ganar tiempo, Petra y Pilar han comenzado ya a preparar mi equipaje.

– Sería conveniente que Vuestra Majestad echara un vistazo por si desea realizar algún cambio.

Acepto su propuesta y, tras disculparme ante los que han salido a recibirme, avanzo por los pasillos con ella hacia las habitaciones que me han cedido los Alba.

La señora Rich, siempre discreta, ha buscado una excusa para evitarme cansancios. Atenta a mis estados de ánimo, seguramente percibe que lo que estoy deseando es darme un baño de soledad. A mi edad los agotamientos se multiplican, cualquier detalle se agranda; escuchar y contestar puede ser un esfuerzo grande.

Por eso, mientras nos dirigimos a mis aposentos, Pepita no interrumpe mi silencio, ni pregunta. Probablemente intuye que en estos momentos cualquier intromisión podría convertirse en una violación de mis acostumbrados soliloquios internos.

No ignora que, tras lo que en los últimos cuatro días he vivido, todo en mí se ha trastocado. Recordar cansa, abruma y remueve las fibras más sensibles de nuestra existencia.

No me lo dice. Pero ella sabe que me noto extenuada. La vejez es eso: vivir derrumbes, fatigas y sobre todo renuncias. Sin ellas, sin esos decir «Ya no me interesa», «Ya no preciso precisar», los años acumulados se convertirían en una especie de mito «sisífico».

Al llegar a mi dormitorio, le ruego que retire el edredón y la cobertura de mi cama.

– Quisiera descansar -le digo-. Me noto rendida.

Aunque algo sorda, puedo escuchar el vaivén de las doncellas en la habitación lindante con la mía, ordenando el equipaje. También escucho los balanceos que el viento causa en las ramas de los árboles cercanos a los balcones del dormitorio. Asimismo oigo las voces difusas que se acumulan junto a la verja del palacio.

Probablemente, todavía hay gente esperando que yo dé señales de vida para demostrarme nuevamente afectos y lealtades.

Lo siento: mis fuerzas se debilitan. Todo en mi entorno me agobia. Para los viejos, el presente demasiado ajetreado y trémulo de emociones constituye una especie de punto final, un anhelar sigilos, quietudes y despegues.

Mientras me tumbo en la cama, la señora Rich insiste en que, si necesito algo, no dude en llamarla:

– Estaré en la estancia contigua con Petra y Pilar.

Tras descalzarme, me tumbo en la cama, vestida. Quisiera dormir. Pero también el sueño se alía con el enemigo cuando más lo precisamos. De improviso el hilo de la memoria se refuerza y los fantasmas mentales pugnan por infectarnos de insomnio.

Resulta curioso comprobar hasta qué punto los hechos consumados se suman a nuestro cansancio para recobrar vigencia. La vejez casi nunca se compadece con el presente. Todo en ella se convierte en un ayer que impone recuerdos y no admite olvidos ni transformaciones.

De pronto vuelven a mí aquellos siete años totalmente ajenos a mi condición de reina.

Comenzó tras la muerte de mi suegra.

Las demostraciones de afecto hacia la regente eran constantes. Durante seis meses, el luto en España fue completo. Luego se decretaron seis meses más de luto aliviado. Pero la costumbre de recibir en palacio gentes allegadas a nuestro entorno se alargaba y crecía a medida que el tiempo pasaba. Alfonso apenas se dejaba ver en aquellas reuniones. Su derrumbamiento psíquico se lo impedía. Generalmente era yo la que, ayudada por mis hijas, atendía a los que nos visitaban. Entonces todavía era joven, y, consciente de que el aguante social formaba parte de mis obligaciones como reina, me reafirmé intensamente en mi papel, volcándome en agradecimientos y amabilidades. También mis hijas Beatriz y Cristina colaboraron conmigo a mantener conversaciones que siempre se decantaban a lamentar la pérdida de una mujer recta y valiosa que, durante tantos años, había sostenido las riendas del país con pulso firme y certero.

A decir verdad, aquellas reuniones no me desagradaban. Eran como propuestas para que los miembros de la nobleza y las grandezas de España pudieran, al departir conmigo, convencerse de que muchas insidias ocultas que habían perjudicado mi reputación de reina antiespañola eran infundadas. Cuántas de aquellas damas encopetadas y en cierto modo desengañadas al comprobar que el rey ya no era el hombre que, por haberlas convertido en sus aliadas sexuales, merecía aplausos se acercaron a mí para no perder su categoría de allegadas a la corona.

De hecho todas las antiguas amigas de mi marido, siempre dispuestas a desacreditarme y a jugar a ser las «preferidas», se volvieron repentinamente adictas a la reina inglesa.

En ocasiones, cuando las veía departir entre ellas, me preguntaba a mí misma cuál podía, en caso de que la muerte me atrapara, ocupar mi puesto en tantas y tantas organizaciones benéficas que, con el apoyo de la reina muerta, había conseguido fundar y dirigir en España.

Casi ninguna podía servir para semejante menester. Por ejemplo, vestir el uniforme de la Cruz Roja era para casi todas ellas una frívola manifestación de privilegios, pero no una garantía de apoyos a los desamparados y necesitados de ayuda.

Pocas eran las que, a pesar de instruirse en la escuela de enfermeras, cumplían su misión correctamente.

Entre la mayoría, la única que había aportado abundantes muestras de merecer mi beneplácito era Rosario de Lécera. En ella siempre había encontrado una aliada eficaz para decidir y encarrilar proyectos que, en principio, se consideraban arriesgados. Aunque mucho más joven que yo, Rosario poseía intuiciones propias de una mujer madura. Llevaba ya dos o tres meses colaborando conmigo. Sabía que estaba casada y que tenía dos hijos. Lo demás no contaba en nuestro departir casi siempre relacionado con el afán de mejorar instituciones sociales.

No obstante, existía un «además». Lo conocí en el salón del palacio donde nos reuníamos por las tardes tras la muerte de la reina regente.

Era alto, y Rosario a su lado parecía una niña. Avanzaban lentamente hacia donde yo me hallaba departiendo con otras personas.

Al cuadrarse ante mí y besar mi mano, una media sonrisa entre amable y luctuosa trataba de profanar la severidad impuesta en el ambiente que nos rodeaba.

– Mi marido -exclamó Rosario-. Se llama Jaime.

De pronto recordé:

– Cuando llegué a España para casarme, tu padre fue uno de los que velaron mi sueño en El Pardo la noche anterior a mi boda.

Jaime Lécera acentuó su sonrisa:

– Conozco la historia -me dijo-. Entonces yo era un adolescente. -Y tras una breve pausa añadió-: Fue un honor grande para él. Jamás olvidó la impresión que Vuestra Majestad le produjo.

La voz de Jaime, aunque varonil, era apacible. Nunca desentonaba al expresarse. Tenía la suavidad propia de la gente discreta que, al hablar, perforan la palabra con sosiegos mansos y expresiones concisas.

– También yo era muy joven -le interrumpí-. Tenía esa edad en que lo único que se valora es la emoción de los momentos. Y aquellos momentos fueron muy parecidos a la Sinfonía Patética de Chaikovski -bromeé-. Algo bello y terrorífico. -Y enseguida añadí-: Me refiero a la boda y a la bomba.

La sonrisa de Jaime se acrecentó. Recuerdo que sus cejas profusas, al arquearse, clarearon aún más el azul de sus ojos.

– Debió de ser algo terrible -me dijo-. Una prueba dura que, según mi padre, Vuestra Majestad superó admirablemente.

– La juventud suele ser valiente. Y yo precisaba dar un ejemplo de ecuanimidad. El rey merecía una esposa digna de su rango -contesté.

Estoy viendo a Jaime asintiendo con la cabeza. Se parecía a su padre. También él tenía un porte elegante y aquella manera de apretar los labios en forma de uve, cuando sonreía.

Recuerdo que mientras departíamos Rosario nos contemplaba complacida. Sobre todo cuando su marido me explicó que también ella me admiraba:

– En la intimidad, no se cansa de alabar a Vuestra Majestad -declaró.

Por entonces Jaime ya no tenía padre. Había muerto siendo gentilhombre de Alfonso, hacía ya cuatro años.

La noche en que me veló junto con otros grandes de España, recuerdo que al dirigirse a mí mencionó a su hijo: «Espero que cuando sea mayor sepa honrar a Vuestra Alteza como yo estoy honrando a nuestra futura reina».

En ocasiones las frases perdidas brotan espontáneamente sin una razón específica.

El hijo de aquel hombre, hasta entonces en el anonimato de mi vida, veintitrés años después se había convertido en el mentor de un recuerdo trasnochado que, perdido en la vigencia, pugnaba por recobrarla.

– Sentí mucho la muerte de tu padre. Fue una gran persona -le confirmé-. La última vez que lo vi fue en la inauguración del club de golf de Zarauz, hace ya trece años.

Jaime asintió sin dejar de esbozar aquella sonrisa de labios apretados.

– Me lo dijo. También comentó cuánto le había impresionado la hermosura de Vuestra Majestad. «Los años han reafirmado el esplendor de la reina», me comentó.

Era agradable escuchar a Jaime. No importaba lo que me dijera. Lo esencial era oírle. No recuerdo lo que aquella tarde se debatió. La cuestión era hablar por hablar. Comunicar residuos de «nadas» por el simple hecho de evitar que el tiempo dijera «basta», y que aquel extraño bienestar que experimentaba fuera engullido por él.

Había momentos así: plenos de extrañas necesidades que no tenían explicación, pero que apagaban tristezas y encendían extrañas satisfacciones sin motivo alguno.

Durante un buen rato, tanto el matrimonio como yo estuvimos disertando sobre mil cosas perdidas en la desmemoria de un pasado lejano. Algunas de ellas dolían.

– Qué malo es a veces tener buena memoria, ¿verdad, Señora?

Tenía razón.

– Es como pretender reavivar un cadáver -asentí.

No podría asegurar cuáles fueron los principales motivos que aquella tarde protagonizaron nuestro departir. Pero tuvieron el vigor de un «principio». Un empezar algo que se prolongó sin fisuras durante siete años.

Cuando al anochecer me refugié en la soledad de mi cuarto, tuve la impresión de que, aunque seguía siendo una reina frustrada, era también una mujer que podía superar todas las frustraciones de este mundo gracias a una mirada nueva, menos propia de un cuerpo alto y atractivo, que de un conjunto de inteligencias armonizadas. Eso fue lo que yo aquel día pensé al conocer a Jaime.