38257.fb2
Domingo, 11 de febrero de 1968
Acabo de despertarme. Es muy temprano. Probablemente la cabezada que me venció ayer por la tarde al regresar al palacio de Liria ha restado sueño a la noche. Todo está en silencio.
Como al acostarme dejé el balcón mal cerrado para que el aire ventilara el cuarto, puedo aspirar un refrescante olor a campo que seguramente el profuso jardín del palacio me envía como un homenaje postrero.
No es el campo de Biarritz, ni el de la isla de Wight, ni el de Lausana, ni el de ningún lugar con grandes parcelas de vegetación. Es un olor a campo propio de una ciudad desierta por la hora temprana que la envuelve. Una ciudad que en tiempos lejanos siempre olía de ese modo porque el aire no estaba contaminado como el de ahora.
Sin embargo, en ocasiones las amanecidas, libres de circulaciones infectadas de tránsitos constantes y de poluciones diurnas malsanas, huelen a campo.
Y a silencio. También los silencios despiden aromas. Probablemente porque el sosiego transmite, sin obstáculos, recuerdos perfumados.
Me alegra el hecho de poder quedarme en la cama un buen rato, antes de que la señora Rich venga a despertarme para ponerme en condiciones de afrontar el día.
Mi viaje a Niza está programado para la una de la tarde. Miro el reloj: son las cinco de la madrugada. Me quedan todavía muchas horas para pensar y repasar tantos y tantos avatares perdidos que el retorno a España me ha permitido recobrar.
No es cierto que nuestros hechos mueren. Sólo fingen perderse. Incluso a veces juegan a simular que están muertos. Pero viven escondidos en lo más vital de nuestros involuntarios olvidos. Lo que antaño fue importante, es un puro señuelo que puede recobrar repentinamente vigencia. Basta un detalle, una frase o, en mi caso, un viaje hacia el pasado, para que de pronto todo se transforme en presente.
En estos momentos la «vigencia» es Jaime, el marido de Rosario. Desde aquella tarde en palacio donde por primera vez tuve un contacto directo con él, supe que algo más que una simple admiración mutua pugnaba por acercarnos el uno al otro.
Rosario nunca entorpeció nuestra afinidad. Al contrario: era ella la que en cuanto podía inventaba excusas y motivos válidos para que nuestra comunicación no se perdiera ni se deteriorara.
El encuentro de aquella tarde no fue el principio de una amistad efímera: fue a partir de aquel día cuando supe que algo nuevo iba a cambiar el rumbo de mi vida.
Hechos inesperados, a veces casuales y otros causales, dieron en reforzar la convicción de que entre Jaime y yo existía una extraña vinculación que, lejos de extorsionar nuestro afán de confraternizar y conocernos mejor, la reforzaba.
Resulta extraño que incluso ahora, cuando intento trepanar la niebla del pasado, nada de lo que entonces experimenté por él se haya borrado.
A veces escucho su voz, otras lo veo caminar, otras observo su sonrisa de labios apretados y percibo el clarear de sus ojos fijándose en los míos, suplantando palabras acogedoras y amables que hablando no se atrevía a decir.
De hecho las decían sus ojos, como si al hundirlos en los míos pretendieran inculcar ciertas ilusiones que, en lo que a mí se refiere, llevaban mucho tiempo adormecidas por traiciones y desaires cada vez más frecuentes.
Para entonces la dictadura empezaba ya a tambalearse. Las protestas cundían. Jaime se mostraba intranquilo: «España se está dividiendo», se lamentaba. «En muchas ocasiones los españoles precisamos llevar la contraria a la paz.» Y bromeando añadía: «Probablemente somos proclives al aburrimiento y nos auto divertimos con auto destrucciones».
Departir con él era una delicia. Aunque algunos años más joven que yo, a menudo tenía la impresión de que mi intelecto no estaba a su altura.
Nuestros encuentros eran frecuentes. A veces íbamos los tres montando a caballo por las afueras de Madrid. Nos gustaba aislarnos del bullicio que nuestra presencia podía causar.
Tanto Rosario como él se mostraban preocupados sobre lo que estaba ocurriendo en nuestro país. La sombra de una revolución se deslizaba siempre en nuestras conversaciones. «A veces pienso que la muerte de la reina Cristina ha sido muy oportuna», les decía. «De haber vivido no hubiera soportado ver a una España al borde de hacerse trizas.»
En efecto, las bases más sólidas de la monarquía se debilitaban. España entera se daba cuenta de que algo muy dañino crecía en las alcantarillas políticas de los que ostentaban el poder.
Entretanto el abatimiento de Alfonso iba en aumento. Inútiles resultaban mis esfuerzos por animarlo y arrancarle de aquella extraña misantropía que lo encerraba en sí mismo. Mis intentos eran siempre ineficaces. Todo cuanto le decía se convertía en motivo de enfados. Cualquier proposición o comentario planteados por mí eran para él algo parecido a una provocación. Reaccionaba como si le hubiera insultado. Se negaba a escucharme. Según él, «yo no sabía. Yo lo tamizaba todo a fuerza de sensiblerías».
La era de nuestras discusiones no tardó en subir de tono. Al margen de los problemas que los finales de la dictadura le estaban causando, seguramente le influía también la derrota sentimental protagonizada por un crítico teatral opuesto a la monarquía y empapado de ideales claramente republicanos. Se llamaba Juan Chabás y era ya un secreto a voces que Carmen Ruiz Moragas simpatizaba con él más allá de los ambientes teatrales.
Además de aquellos derrumbamientos morales, Alfonso se sentía abatido por el ambiente general contra Primo de Rivera, pero también por comprobar que la mujer a quien tanto quería lo estaba traicionando no sólo como amante, sino por decantarse hacia un ideal republicano.
Pocos eran ya los que se acordaban de lo mucho que habían ensalzado el golpe de audacia del dictador al implantar normas drásticas para desembarazar al país de tantos desafueros.
La rebelión de algunos contagiaba a otros. Los criterios adversos cundían cada vez más exigentes. A pesar de la censura, los medios de comunicación no se arredraban. Especialmente duro con Primo de Rivera fue el periódico La Nación. Basado en la picaresca, publicó un verso aparentemente lleno de alabanzas dedicadas a él. No obstante, si se leían las primeras letras de las estrofas, se tachaba a Primo de borracho.
Aquel acróstico fue leído por la mayor parte de los españoles. Sin embargo, lejos de causar indignación, motivó hilaridad y rotundos asentimientos generales.
Primo de Rivera comenzaba ya a saborear la amarga amenaza de su decadencia. En cierta ocasión recuerdo que me dijo: «La mayor parte de los españoles, Señora, son como niños. Precisan algo parecido a un torniquete para que España no se desangre y desnivele la balanza de su bienestar. Sin él, el país se hundirá siempre en desequilibrios».
Medio en broma le pregunté a qué torniquete aludía. Por unos instantes imaginé que se refería a la dictadura. Pero me equivoqué. Primo no tardó en contestar: «El torniquete es la monarquía». Tenía razón, fue precisamente la falta de aquel torniquete lo que, tras siete años de dictadura, desniveló la balanza.
Entretanto, la amistad que me unía a los Lécera, lejos de disminuir, aumentaba.
Muchas fueron las veces que mis horas libres se unificaron con las de aquel matrimonio.
En ocasiones y siempre de incógnito, me acercaba yo a su casa para departir con ellos. Conocí a sus hijos: un niño y una niña de corta edad que pronto se familiarizaron conmigo. Fueron precisamente aquellos pequeños los que conseguían, en nuestros frecuentes encuentros, anular ceremonias innecesarias.
Desde sus inocencias, jamás utilizaban términos protocolarios, ni me saludaban con la forma debida a una reina. Al contrario, en cuanto me veían corrían hacia mí para que los abrazara.
Nunca me llamaron Majestad, ni Señora, ni les arredraba gastarme bromas propias de alguien que, para ellos, era una simple amiga que los quería.
Al dirigirse a mí, lo hacían utilizando mi nombre: Ena. Eso era yo para ellos: un nuevo valor amistoso en el núcleo familiar, alguien que sus padres consideraban digno de ser aceptado en la intimidad casera.
También ellos (a veces unidos y a veces en solitario) solían entrar en el palacio a la hora del té. A mis espaldas aquella hora era considerada «la hora inglesa». Varias fueron las personas que solían acompañarme.
A los seis meses de la muerte de mi suegra, el luto continuaba pero ya entrado en alivios. En Miramar y en pleno verano, no faltaron momentos distendidos con reuniones alegres en distintos lugares próximos al palacio.
Desde los principios de mi llegada a España, fue Zarauz el lugar de veraneo elegido por los miembros de la nobleza. Pronto aquel lugar, tan cercano a San Sebastián, fue proliferando y creando ambientes atractivos que solían durar tres meses. Playas, golf, casinos. Todo se prestaba para organizar tertulias, verbenas y un sinfín de diversiones privadas que no afectaban a los duelos oficiales.
Los que no tenían casa propia, se instalaban en el lujoso Gran Hotel. Y allí se alojaban los Lécera con sus hijos. Pese a los malos tiempos que todo el mundo vaticinaba, aquel verano llegó a ser para mí un hito distendido que me permitió desviar preocupaciones.
Fueron muchos los desplazamientos que desde San Sebastián a Biarritz realizábamos juntos con otros miembros de la aristocracia.
Habían transcurrido veintitrés años desde que por primera vez mi familia y yo nos instalamos en la villa Mouriscot. Sin embargo el Biarritz que yo conocí cuando Alfonso se desplazó allí para pedir mi mano nada tenía que ver con la pequeña ciudad francesa que aquel verano visitábamos con frecuencia.
Todo era nuevo. Todo ofrecía un cariz distinto. Recordar aquellos días era como contemplar un castillo de naipes derrumbado.
Alfonso, todavía inmerso en depresiones y acosado por un constante reguero de noticias preocupantes, casi nunca nos acompañaba.
Con frecuencia debía trasladarse a Madrid. Los beneplácitos que al principio de la dictadura enarbolaron el ego del general dictador se estaban convirtiendo en críticas que auguraban un rotundo y próximo fracaso dictatorial.
En vano Alfonso intentaba remendar lo que a todas luces carecía de remiendo. Abatido y desalentado, pretendía recuperar el prestigio perdido. Le faltaban fuerzas, le faltaba ilusión y, sobre todo, le faltaba el gran rodrigón que durante toda su vida había sido su madre.
Procuré ayudarlo a salir del bache. Mis argumentos le resbalaban, no tenían consistencia.
Además también yo para él comenzaba a ser una presencia poco grata: no soportaba aquella inesperada amistad mía con los duques de Lécera.
De improviso rompía a despotricar contra ellos: «Se rumorea que», «Se critica tu modo familiar de tratarlos», decía.
Sin embargo, nunca especificaba el origen de los rumores, ni a qué clase de críticas se refería. Siempre hablaba como de segunda mano.
Era difícil saber lo que pasaba por su mente. También era imposible conocer las fuentes de las noticias que, sin venir a cuento, me echaba en cara.
Fue en los inicios de aquel año cuando sus ataques se volvieron más directos.
La súbita dimisión de Primo de Rivera tras el posible derrumbe de su dictadura y el miedo a ser desbancado por un nuevo pronunciamiento militar lo obligó a salir precipitadamente de España rumbo a París, dejando sobre las espaldas del rey la difícil carga de rehacer lo que, con la mejor intención, había destruido hacía siete años.
Con apremio y muchos fallos, se trató de sustituir al agotado y desengañado Primo, formando un nuevo Gobierno con el general Berenguer.
Pero aquel abandono inesperado de quien durante años dirigió el destino de los españoles dejó a mi marido completamente desmontado de sí mismo. Todo se estaba convirtiendo en un caos difícil de solucionar. El remiendo Berenguer no cuajaba y la vida en palacio se estaba volviendo una extraña vigilia de algo que no podía definirse. Todo era inhóspito y desconcertante.
Para colmo de males, nuestro primogénito, tras una excursión por Europa, llegó a Madrid en un estado verdaderamente lamentable.
A su enfermedad crónica se añadió una patología general muy crítica que le produjo fiebres altas y una debilidad muy acentuada.
Todo para nosotros se iba transformando en un amasijo de dolor, dudas, preocupaciones y desalientos.
Inútil era ya tratar de abordar a mi marido. O se negaba a admitir la gravedad de la situación que España estaba atravesando o, si se daba cuenta, pretendía engañarse a sí mismo para que los desastres que tanto amenazaban al país no avivaran aún más el dolor que lo estaba atenazando.
Otro duro golpe consistió en comprobar la traición de los monárquicos liberales: todo se les iba en culparlo de la proclamación de la dictadura, sin tener en cuenta que fueron ellos los que habían aplaudido y representado aquella autarquía que Alfonso para evitar mayores desmanes aceptó sin ser consultado y después de ser proclamada.
Infructuosa resultó la bienintencionada actitud de Berenguer por defender las calumnias que llovieron repentinamente contra el rey, acaso debido a la influencia que la revolución rusa y las ideas de Karl Marx estaban taladrando en las mentes consideradas inteligentes de los avanzados.
Aquel año acumuló un amasijo de despropósitos contra el rey. Todo se intoxicaba de mentiras urdidas y esparcidas por el país, gracias al odio de su gran enemigo Indalecio Prieto.
No obstante, lo que más le dolió a Alfonso fue el brusco cambio que algunos de los ministros monárquicos (impulsados por criterios plagados de resquemores y desconfianzas) experimentaron al inventar razones falsas, tal vez causadas por resentimientos mezquinos o quizá para seguir una corriente política que consideraban ventajosa para ellos.
Al desbarajuste general se añadió la avanzada y exaltada opinión de los intelectuales que, tras haber admitido y amparado al general Berenguer como un gran remedio, súbitamente le concedieron la categoría de «un grave error».
El caso es que «el grave error» duró poco. Tras finalizar el luto por la muerte de mi suegra, comenzó el luto por España. Los desmanes eran ya demenciales.
De nada servía que Alfonso tratara de recuperar su entereza. Yo sabía que su estado interior, aquel que siempre le predisponía a caer en depresiones, era lamentable. Se notaba solo, incomprendido, despojado de lo que siempre había considerado inmutable. Tenía la sensación de que el mundo entero se desmoronaba, que la vida se le estaba convirtiendo en una especie de muerte, que todo se volvía confuso y nada podía evitar que el río de la libertad, siempre amparada por él, comenzara a rebosar sus límites y anegar a España de un cúmulo de desastres.
La confusión era grande. En cierta ocasión, mientras yo, todavía deseosa de ayudarlo, intentaba darle ánimos, recuerdo que bajó la cabeza y como si pensara le oí decir: «En España no cabe la ecuanimidad social: o se nota acogotada, o se desboca».
Confieso que en aquellos momentos sentí un dolor profundo por él. Aunque entre nosotros se estaba abriendo una brecha de reproches cada vez más acentuada, algo muy entrañable se imponía para que la angustia de Alfonso fuera también mía. Sin darme cuenta se iba adentrando lentamente en mí como una espina envenenada de tristeza. Era como si su dolor me doliera en mi propia alma.
En ocasiones Alfonso se desfogaba conmigo, acaso para convencerse a sí mismo de lo que me estaba diciendo: «Debimos reformar la Constitución con la dictadura. Fue un error haber descuidado esa importante tarea».
A pesar de todo, nadie pensaba aún que una repentina oleada republicana pudiera instalarse en España bruscamente. Recuerdo que pocos días antes tuve que desplazarme a Londres porque mi madre estaba gravemente enferma. Por entonces Berenguer todavía conservaba su puesto pero ya con grandes probabilidades de perderlo. España era un continuo temblor de tierra, un despiste general y una desorientación política y social que precisaba urgentemente un remedio.
Romanones, siempre dispuesto a meter baza sin calibrar posibles consecuencias equivocadas, y el marqués de Alhucemas hicieron pública una nota reclamando Cortes Constituyentes para debatir, ante todo, el problema de un régimen que hacía aguas.
Ante semejante actitud, Berenguer dimitió inmediatamente.
En cuanto me enteré de la crisis que invadía España, le dije a mi madre que mi lugar era estar al lado de mi marido. No importaba lo que pudiese ocurrir. Aunque distanciados, yo era la reina. No debía defraudarlo. Regresé a España enseguida.
Mi llegada fue apoteósica. El tumulto me hizo temer por mi vida durante unos instantes. Tanto el andén poblado de gente como la sala de espera y las afueras de la estación del Norte se iban convirtiendo en la punta de lanza de un recibimiento clamoroso y encomiástico. Me tranquilicé cuando escuché aplausos y «vivas» a la reina.
Mis hijas sonreían. No son «rehenes», pensé. Eran todavía las infantas que acudían a la estación para recibir a su madre. Difícil fue para mí mantener la emoción que aquel estallido de entusiasmos me produjo.
Al entrar en el coche, la multitud que nos rodeaba continuaba dando muestras ostensibles de afecto vehemente y devoto.
Difícilmente pude mantenerme ecuánime.
Aunque acostumbrada a disimular mis sentimientos, aquel día rompí a llorar. Era un llanto de mujer agradecida, como si tanta prueba de fidelidad y de cariño confirmase una estabilidad inalterable.
En aquellos momentos no era posible imaginar que los brotes delirantes fueran tan precarios, como todo lo que emerge del ser humano. Somos cambiantes. Nada más incierto que la certidumbre.
Cuando Alfonso me vio llegar no disimuló su decaimiento. Con semblante desencajado me dijo: «Gracias por venir». Y, tras un breve silencio, añadió: «España está envuelta en un gran caos».
Sin embargo, la gente continuaba aclamándonos. Como al entrar en el palacio lo primero que hice fue dirigirme a la habitación de mi hijo, todavía debilitado por la enfermedad, Alfonso me propuso salir al balcón para agradecer las constantes muestras de afecto que nos prodigaban.
Fue aquella espontaneidad lo que redobló el entusiasmo del pueblo. Seguramente nadie ignoraba que en aquella habitación yacía enfermo el Príncipe de Asturias.
Lo demás se entremezcla en mi recuerdo sin concretar cuál fue el «antes» y el «después». Todo se instala en mi mente como un amasijo de desafueros, desorientaciones y despropósitos.
En medio de un desbarajuste repleto de propuestas disparatadas (como por ejemplo la proposición que me hicieron de convertirme en reina regente, si Alfonso dimitía, a lo que yo drásticamente me negué) era difícil que el breve Gobierno de Aznar, sustituyendo el de Berenguer, desequilibrado y exento de rumbos con criterios definidos, pudiera prosperar; se decidió de pronto convocar elecciones municipales y elegir concejales para todos los ayuntamientos de España.
Era primavera. Una primavera luminosa y suave, poco decantada hacia giros drásticos y dolorosos.
Las noches dormían sosegadas y los días amanecían calmos y libres de vértigos alarmantes.
La tranquilidad prevalecía. El sol alumbraba y la multitud continuaba inmersa en los ritmos cotidianos, sin imaginar que también los sosiegos pueden esconder inviernos imprevistos.
Eso fue aquel abril casi veraniego: un cambio brusco de climas internos y fríos inesperados.
El ambiente de palacio asumía una especie de recelo que no llegaba a concretarse. Se adivinaba algo que no podía definirse y que nadie se atrevía a plantear.
Todos, incluso los sirvientes, aunque actuaban rutinariamente, daban la impresión de notarse dominados por una extraña crispación.
Jaime y Rosario me llamaban constantemente por teléfono. Preguntaban. Se ofrecían para lo que hiciera falta. Temían por el rey, por el príncipe enfermo, por los desmadres que se masticaban en ciertos núcleos sociales, tanto en las alturas como en los entornos callejeros.
Había silencios, había ceños, había sonrisas entre sarcásticas y temerosas, pero, sobre todo, lo que más temían los Lécera era que mi posición de reina pudiera verse lesionada por algún inesperado exabrupto: «Majestad, cuente con nosotros para lo que sea».
Yo intentaba tranquilizarlos. No obstante, aquel interés tan desinteresado por nuestra integridad me conmovía. Sobre todo me enternecía escuchar la voz de Jaime, emotiva y totalmente despegada de falsas ofertas convencionales. En aquellos momentos Jaime no era un grande de España que estaba brindándose a una reina en apuros para lo que fuera necesario; su propuesta de ayuda traspasaba cualquier elemento que oliese a protocolo, a obligaciones impuestas y a halagos interesados.
Las opciones de Jaime eran ofertas a una mujer angustiada que estaba en la cuerda floja y que acaso corriera un grave peligro: «Majestad, nunca se sabe lo que puede ocurrir. No hago más que pensar en los horribles sucesos de Rusia».
Era un descanso grande percibir que un hombre de talante sosegado y mente lúcida pudiera preocuparse tanto por mí. Hasta aquel momento, todo lo que yo había recibido eran brotes de resentimientos, silencios implacables y un largo desfile de infidelidades.
Eso había sido el universo que Alfonso me había ofrecido desde que nació nuestro primogénito. Bastante había hecho casándose conmigo. ¿Qué más podía yo esperar? ¿No era mi condición de reina suficiente homenaje?
Día tras día, durante veintitrés años, el amor que mi marido me había profesado fue convirtiéndose en un constante mañana sin futuro, un elaborar sueños que nunca se cumplían, y un largo silencio cuajado de reproches que alguna vez se transformaba en pequeñas muestras de afectos rutinarios.
Ya no pedía grandes ofertas de amor. Sólo añoraba una pizca de sensibilidad que me permitiera considerarme una mujer un poco admirada, un poco querida y un poco respaldada por su marido.
Nunca lo conseguí.
Por eso, cuando en los momentos cruciales que la monarquía soportaba escuché la voz de Jaime, tuve la impresión de que desde mis sueños perdidos brotaba una esperanza nueva, un tenderme la mano más allá de lo imposible. Jaime era sólo un amigo, pero en aquellos momentos fue sobre todo una especie de salvavidas en pleno naufragio. También fue el desencadenante que convirtió mi posible naufragio en un ofrecimiento incondicional de tierra firme y segura.
El ventanal de mi habitación se ha entreabierto, y una ráfaga de aire frío interrumpe mi insomnio. Bajo de la cama y cierro las rendijas que el viento ha ensanchado. Febrero tiene noches largas y frías. Noches negras.
El cuadro de Vaccaro que pende sobre la cabecera de mi cama vuelve a llamar mi atención.
Ahí está de nuevo María Magdalena mirando ensimismada sus propios pasados, sus tristes desvíos y la insondable razón que le permitió encontrar la verdad de su vida.
El cuarto está en la penumbra y un escalofrío me induce a meterme de nuevo en el lecho. Pero la visión del cuadro continúa en mi retina.
Sin duda, cuando el pintor Vaccaro realizó ese lienzo debía de notarse inducido por el halo metafísico que adjudicaba al personaje.
Cuántas obras de arte que admiramos suelen ser reflejos descriptivos del artista que las produjo. ¿Qué son las metáforas escritas sino gritos que ocultan lo que el escritor precisa callar?
De nuevo un escalofrío. No debí dejar el ventanal entornado. La gelidez se ha adueñado de la habitación. Procuro arroparme. Nunca me ha gustado el frío. El efecto que me produce tiene connotaciones adversas para mí. Desde mi infancia procuraba arrimarme a las estufas o a las chispeantes chimeneas.
Me llamaban friolera. Decían que el frío era sano. Que lo peor del mundo era sudar. Que el frío mataba microbios y evitaba hinchazones. «Menos mal que vas a ser reina de un país cálido», añadían. «Allí todo es un puro reflejo de sol.»
Sin embargo, nunca me sentí tan esmorecida como en las grandes y lujosas naves del palacio de Oriente. Aunque lleno de riquezas y de opulencias pomposas, el verdadero rey del palacio era el frío.
Fueron muchas las veces que intenté poner remedio a la gelidez angustiosa que se adueñaba de techos y paredes. Tardé mucho en conseguir que se instalara la anhelada calefacción. Sin embargo, más tarde añoré aquel tiempo de ambiente helado. La calefacción no sabe calentar el alma. El cuerpo se notaba amparado por el frío, pero el frío se iba adentrando cada vez más insistente en los repliegues del sentimiento.
También aquel abril tan estallante de sol y de esperanzas introdujo en España la corriente helada de un cambio drástico a causa de unas elecciones municipales convocadas para elegir concejales de todos los ayuntamientos españoles. La fecha se fijó para el 12 de abril. Aunque el resultado fue claramente favorable para los monárquicos, cuyo triunfo en las urnas fue absoluto, se consideró que en las capitales de las provincias los concejales republicanos tenían mayoría.
Los desertores, los republicanos y bastantes liberales que habían fingido ser fieles a Alfonso interpretaron que los votos de los campesinos y de los pueblos carecían de valor ya que dependían de caciquismos caducos y serviles. Los votos que tenían derecho a ser considerados válidos eran únicamente los de las ciudades.
Aunque aquella interpretación humillaba e invalidaba la democracia que, al decir de algunos, Primo había desfasado, se planteó como una valoración positiva para España.
Las noticias que llegaban a palacio eran alarmantes. Aquellas elecciones no suponían un plebiscito sobre el régimen que debía adoptar el país. Sin embargo se impuso como si fueran válidas y unánimes.
De pronto Alfonso se vio desbordado ante el enfrentamiento que se estaba produciendo. Inútil fue tratar de hacerle ver que la institución legal no podía ser derrotada por convencionalismos puramente amañados entre traiciones de los monárquicos resentidos y el desánimo cobarde de los llamados liberales. El gran decaimiento de un rey que, poco a poco, se notaba presa de un cúmulo de acontecimientos adversos y un miedo casi patológico de promover una guerra civil entre monárquicos y republicanos exigió su exilio.
Pálido y decaído me propuso cenar a solas en la habitación donde antaño tomábamos el té. Fue una cena triste, silenciosa y llena de contradicciones que nunca intentamos aclarar. Me comunicó que se iba, pero no quiso decirme dónde. «Lo sabrás a su debido tiempo. Si hubiera problemas será mejor que ignores mi paradero. El pueblo ya no me quiere», me dijo. «Y los amores no pueden forzarse.»
Era el día 13. Trece era también el número que se añadía a su nombre. Si fuera supersticiosa hubiera achacado a ese número todo lo que en España ocurrió tras proclamarse aquella funesta república, mucho más dictatorial y cruel que la propia dictadura de Primo.
Pero España era así; impaciente, poco consecuente y convencida de que cada español era un rey. Un rey con derecho a contradecir, a mandar y decretar desde su conveniencia.
A pesar de todo, el gran amor de Alfonso fue siempre España. La quería como se quiere lo que desde que nacemos nos envuelve de certezas y se nos mete corazón adentro.
Nada importaba que el amor que España le tributó desde su nacimiento se hubiera convertido en un flagrante y cruel desamor.
En cambio el suyo existía, se reforzaba y hasta aumentaba a medida que los años y la tristeza iban disminuyendo su amor por la vida.
Saberse marginado por aquel amor que ni siquiera pudo recobrar cuando la guerra que quiso evitar estalló se convirtió para él en una realidad irreversible. Murió recordando a España, llorando a España y sufriendo por España.
Pero España nunca supo que aquel amor medio escondido en sus tratos campechanos, de puro firme, consiguió desmembrarlo. «No quiso luchar», decían algunos. «Le faltaban arrestos y abandonó al país.»
Otros se alegraban: «En fin de cuentas, ¿qué importa su abandono?». «La monarquía es cosa del pasado.» Consideraban que un rey parlamentario era una simple figura que se movía, que no precisaba pensar y que podía entorpecer progresos muy codiciados.
Cuántos olvidos fomentaban aquellas opiniones. Cuántos manejos diplomáticos fueron éxitos rotundos gracias al talento disfrazado de sencillez pueblerina que Alfonso, siempre atento a los baches de su país, manejaba a la perfección. Y cuántas noches en vela intercambiando opiniones en su despacho con los protagonistas de los desastres marroquíes. «Sobre todo velad por nuestros soldados. Son españoles.»
Nadie sabía hasta qué punto aquel rey, de aspecto abierto, espontáneo y jovial, pasaba sus horas palaciegas extraviado en sueños esperanzadores para su patria y rumiando mejoras que nunca pudo realizar.
Fue el propio Alcalá-Zamora quien le aconsejó que saliera de España inmediatamente: «No conviene que lo vean junto a la reina mañana. Podría convertirse en un riesgo grande para ella».
El mañana iba a amanecer republicano. Y en ocasiones las repúblicas podían ser violentas. Aunque aparentaban ser constructivas y sensatas, también solían confundir libertad con libertades ácratas y perturbadoras.
De nuevo surgía el recuerdo de Rusia, los asesinatos de mis primos y de mis tíos los zares, los crímenes de la Revolución francesa y tantos momentos históricos que se iban adentrando en nuestra charla a solas, antes de abandonar el país. Acompañado por su primo Ali y el almirante Miranda, Alfonso salió de palacio aquella misma noche, conduciendo su propio coche hacia Cartagena. Desde allí y embarcado en el crucero Príncipe de Asturias, navegó rumbo a Marsella.
Según las noticias que tuve en el exilio, Ali aquella noche se atrevió a recomendarle que se armara de paciencia, que sobre todo tuviese en cuenta lo mucho que yo había soportado y procurase tratarme con cariño: «Ena ha sufrido mucho», parece ser que le dijo.
También le aconsejó que no se hospedase en un hotel, sino en una vivienda particular por modesta que fuera. «La república tal como se ha apoderado de España no puede durar. Pon todos tus esfuerzos para organizar la restauración. Ser rey es un oficio arriesgado que pende de un hilo», le recordó Ali. «No lo pierdas. Procura dedicar tu tiempo a recibir personas capaces de ser ministros de tu próxima restauración.»
En aquellos momentos la restauración monárquica frente a una república prácticamente ilegal era la única meta que nos parecía importante. Por eso mantuvimos la calma. Era preciso evitar a toda costa desavenencias entre nosotros.
Nos despedimos convencidos de que España pronto iba a reclamar nuestro regreso.
A pesar de la mutua frialdad que demostrábamos, reconozco que cuando lo vi marchar noté como si parte de mi propia vida estuviera yéndose con él.
Qué difícil resulta sondear los verdaderos motivos de nuestros sentimientos. Las razones probablemente se ocultan en esos breves instantes en que las adversidades experimentadas pueden más que los desfogues atolondrados.
Ver marchar a Alfonso fue eso, una breve amnesia de sus indiferencias hacia mi persona, un recuperar serenidades perdidas en los últimos tiempos y una complicidad espontánea que todo lo que durante años habíamos compartido nos estaba exigiendo.
Aunque incapacitada para decírselo, me sentí vacía. Era un vacío insondable. Un vacío cuyo anhelo por ser rellenado era casi material. Un vacío que sólo podía colmarse cuando yo al día siguiente volviera a reunirme con él donde fuera.
Se había previsto que mis hijos y yo podíamos viajar a Francia en tren sin el menor peligro. Eso fue lo que el repentino y provisional Gobierno republicano nos había garantizado.
Tras la despedida, me reuní con mis hijos. Únicamente Juan faltaba. Se hallaba en Cádiz, en el Colegio Naval de San Fernando.
También nos prometieron que al día siguiente Juan viajaría sin peligro hacia París. No obstante, pese a los respaldos reiteradamente asegurados, de pronto surgió el miedo.
Comenzó a brotar cuando el silencio que envolvía la verja del jardín que rodeaba el palacio se llenó de voces, griteríos y entusiasmos republicanos sobrecargados de amenazas.
Mi hija pequeña, Cristina, lloraba. Su hermano Alfonso, postrado en la cama, me miraba sin decir palabra. Su extrema debilidad se le escapaba de las retinas como interrogándome por el porqué de aquel repentino odio tan implacable.
Los minutos se sucedían lentamente. El tiempo no pasaba. Sólo fingía pasar. Cuando lo inesperado brota amenazando, las horas se convierten en eternidades.
Mis ánimos eran tan desvaídos, que ni siquiera tuve fuerzas para ayudar a las sirvientas que se esmeraban en hacer nuestro equipaje. Sólo me ocupé de recoger lo que Alfonso suplicó que llevara conmigo: eran pequeñeces que para él constituían tesoros. Objetos conservados desde su infancia. Cosas anodinas que, en el exilio, podían reconstruir edificios sentimentales, y hechos puntuales que configuraron su vida.
Resulta curioso recordar que yo, en aquellos momentos, por primera vez noté una total desgana por todo. Incluso las joyas que tanto me habían impresionado a lo largo de mi existencia me dejaban indiferente. No me importaba perderlas. Sin embargo recogí todas las que pude porque la mayoría pertenecían a la madre de Alfonso y su hijo no quería que se extraviaran.
Aquella noche nada tenía verdadera importancia, salvo la enfermedad de mi hijo y las asustadas desorientaciones de sus hermanas.
Tres médicos se esmeraban en atender al enfermo: el doctor Elósegui, el doctor Pascual y el doctor Emilio Larru. Ellos se encargaron de comunicar a todos los sirvientes del palacio que el Príncipe de Asturias debía ser trasladado fuera de España, quizá para siempre.
Uno tras otro fueron desfilando para despedirse de él, con lágrimas y sollozos.
También el resto de mis hijos y yo nos despedimos de todos ellos sofocando llantos. Eran muchos años de fidelidades, de emociones compartidas y muestras de cariño lo que tanto ellos como nosotros íbamos a dejar atrás.
Lentamente los murmullos que rodeaban las afueras del palacio iban convirtiéndose en gritos desaforados. Los disturbios aumentaban y el terror de mis hijas también. «Mamá, ¿qué va a ocurrir?», preguntaba constantemente la pequeña. Resultaba inútil mi empeño en calmarlas. La multitud que rodeaba el palacio iba acrecentándose.
De improviso surgió un nuevo temor: alguien nos comunicó que tres sujetos estaban trepando por la pared principal del palacio. «Estamos perdidos, mamá», repetía Cristina asustada.
En vano procuré calmarla.
En efecto, los trepadores consiguieron llegar al balcón principal, pero no para cometer graves desafueros. Su intención era puramente teatral, gestera y bastante infantil: se limitaron a quitar la bandera española para sustituirla por la republicana.
Hubo aplausos, risas y también pitidos. Los héroes, tras su hazaña, volvieron a deslizarse por la pared del balcón y, con aires de haber realizado un deber importante, se introdujeron de nuevo entre la masa que se apiñaba tras la verja mientras los aplaudían fogosamente.
De pronto sucedió algo inaudito, algo que jamás desde que llegué a España había ocurrido. En plena oscuridad nocturna, los canarios que dormían en las jaulas del palacio rompieron a cantar. Ignoro a qué se debió aquel fenómeno. Nadie lo entendía. Tal vez creyeron que, aunque el sol no alumbraba, la noche se estaba convirtiendo en día, gracias a los estallidos que lanzaba el griterío exaltado de las gentes.
Las noches en aquella época nunca habían sido ruidosas. Cuando el tumulto callejero empezó a disminuir, los canarios callaron.
Cuántas veces he pensado que, de hecho, aquellos cánticos eran réplicas monárquicas para defender nuestros derechos y al mismo tiempo aminorar nuestros miedos.
Pero el nerviosismo de mi hija pequeña persistía. Para tranquilizarla, aquella noche mandé que instalaran un camastro en la salita contigua a su habitación, para dormir con ella.
Desde allí intenté escribir cartas de despedida a varias personas, pero no pude.
De improviso empezaron a llegar a palacio nuestros familiares, algunas damas de la corte y varias ilustres personalidades que no habían desertado de nosotros. La primera en presentarse fue Rosario. Llegó acompañada de su marido. Su presencia fue un gran alivio para mí: «Hemos organizado todo para viajar a Francia con Vuestra Majestad», me dijeron. «Nunca se sabe lo que puede ocurrir en los casos extremos.»
Venían los dos con las maletas hechas y dispuestos a quedarse en el palacio toda la noche.
Inmediatamente después llegaron la duquesa de la Victoria, la condesa del Puerto, lady Carisbrooke y algunas nobles más, acompañadas de sus maridos.
Todos se instalaron en el palacio, en espera de la hora indicada para partir hacia Francia.
Se decidió que las damas se quedaran conmigo y los hombres se reunieran en el piso donde mi hijo enfermo yacía en la cama en espera del momento indicado para emprender el viaje.
Mientras dormía yo junto a mi hija, una de las damas me despertó a las cinco de la madrugada porque, según me dijo, un amigo de Alfonso acababa de llegar a palacio para comunicarme algo muy urgente.
Rápidamente salté de la cama, me puse una bata y salí a su encuentro.
El recién llegado era Joaquín Santo Suárez. No perdió el tiempo en formalidades. Con evidente nerviosismo me comunicó: «La revolución ha empezado, Señora», y añadió que de ningún modo nos trasladáramos a la estación del Norte porque había un montón de fanáticos que esperaban en esa estación a los «héroes» republicanos que venían del exilio.
«Será preciso utilizar un tren en otra estación.» También supe por él que Alfonso estaba en París y que nos esperaba en el hotel Meurice. Añadió que debíamos salir de palacio, por la puerta secreta, meternos en distintos coches y dirigirnos a El Escorial para introducirnos en el tren sin ser reconocidos.
Con semblante entre compungido y severo me insistió: «Señora, tal como están los ánimos, sus vidas corren peligro. Las calles de Madrid están llenas de gentes drogadas de odio».
Rápidamente se organizó todo para que las turbas que todavía rodeaban el palacio para abuchearnos ignorasen el trazado de nuestros proyectos. Para ello fue preciso advertir a los chóferes que no vistieran uniforme, que se pusieran una gorra vulgar y que retirasen de los vehículos cualquier insignia o detalle que pudiera delatar su procedencia real.
A las siete de la mañana, el capellán de palacio, padre Urriza, celebró misa ayudado por mi hijo Gonzalo que hizo de monaguillo. Asistimos todos los que aquella noche habíamos dormido en palacio.
Recuerdo ahora aquellas escenas como una realidad que no parecía real. Los hechos se distorsionaban y se convertían en extrañas percepciones que no permitían pensar, que sencillamente sucedían sin razones lícitas para que sucedieran.
El futuro se desvanecía. Tampoco el pasado era concreto. Lo único cierto y tangible era el presente. Un presente desgajado y desprendido de cualquier lógica.
Aquella misma noche supe que Bee acompañó desde España a la infanta Isabel (la tan querida Chata) a París. Aunque la república le ofreció que se quedara en Madrid, la tía de Alfonso no aceptó la propuesta y a pesar de ser ya muy anciana denegó el ofrecimiento y emprendió el viaje hacia la tierra vecina donde le esperaba un destino inmediato tierra abajo.
Tras la misa que se celebró en palacio, desayunamos todos en el comedor particular. El silencio en aquellos momentos era la verdadera elocuencia de mis comensales. El silencio y las miradas; especialmente la de Jaime. Su modo de observarme parecía tener voz. Más que mirarme, decía, transmitía y, sobre todo, tranquilizaba.
Verlo allí en aquellos momentos era como una garantía de placidez, de sosiego, de comprender que nuestra amistad podía más que todas las revoluciones del mundo, que su verdadera necesidad consistía en que yo confiara en él; pasara lo que pasara, él nunca iba a fallarme a mí. Inmediatamente después del desayuno, volví a despedirme de todas las personas que habían estado a nuestro servicio. Con voz firme y procurando mostrarme serena, les di las gracias por tantos años de lealtad: «Que Dios os bendiga», les dije. Fue aquella bendición lo que entrecortó la firmeza de mi voz. Carraspeé para dominarme. El tiempo apremiaba. De nuevo el silencio que nos mantuvo algo serenos durante la madrugada volvió a recrudecerse.
La gente revoloteaba en torno al palacio con abejeos desaforados y vivas provocativos contra la monarquía.
Los vehículos estaban ya en el lugar indicado. Uno de los chóferes se ofreció para trasladar a mi hijo enfermo al coche. Su extrema debilidad le impedía andar. «Descuide, Majestad; tengo buenos músculos», dijo para tranquilizarme.
Ya instalados en el coche, comenzamos el éxodo hacia la carretera que conducía a El Escorial.
Fueron varios los que, tras pasar la noche en palacio, se empeñaron en acompañarnos. Me negué rotundamente. El riesgo era demasiado grande. No quería añadir remordimientos al vertiginoso malestar que nos invadía.
«Los españoles son muy vehementes y apasionados. Sería un cargo de conciencia para mí si algo grave ocurriese», les dije.
A pesar de todo, la caravana de coches que nos acompañó a la estación de El Escorial fue nutrida y en cierto modo contradictoria.
En ella destacaban seres que, poco o mucho, habían contribuido a la derrota de la monarquía. Pero en aquellos momentos se sentían parte de nuestra propia desgracia.
Evoco ahora al almirante Aznar, al conde de Romanones, al marqués de Alhucemas y a José Antonio Primo de Rivera.
José Antonio era joven y parecía dispuesto a desafiar al mundo, acaso para vindicar en cierto modo la solitaria y patética muerte de su padre. Fue una muerte sin boatos, en un hotel de segunda, cuando, al poco tiempo de abandonar España para instalarse en París, salió de este mundo solo, desengañado y perdido en constantes reproches de los que, siete años atrás, habían sido sus proclamadores de alabanzas.
Recuerdo que en un momento dado le dije: «Con tu padre vivo, nunca hubiéramos llegado a esto».
Me duele recordarlo ahora. Tampoco él sobrevivió a la catástrofe que, cinco años después, dejó a la tierra española herida de muerte por una guerra civil que Alfonso quiso evitar.
Al llegar a Galapagar nos detuvimos. Faltaba todavía más de una hora para que el tren que debía trasladarnos a la frontera despegara de la estación.
Descendí del coche y me senté en una roca. Alguien me fotografió fumando un cigarrillo. Lo necesitaba. El día despejaba su noche muy lentamente a causa de la bruma que nos envolvía y yo precisaba darme un descanso.
De hecho aquel descanso servía para decir adiós a todos los que nos habían acompañado hasta allí.
No quería que al verme entrar en el tren como si fuera una reclusa huida pudieran regodearse con mi derrota.
Me despedí de ellos con agradecimiento y alabanzas, a sabiendas de que algunos no habían vacilado en traicionarnos descaradamente.
Les dije adiós. Los llamé leales y les supliqué que regresaran a Madrid cuanto antes, para evitar problemas. «No me sigan, por Dios, no me sigan», les supliqué.
Me obedecieron. En el fondo les convenía obedecerme. España empezaba una experiencia nueva que no querían de ningún modo perderse ni malograr.
Pocos fueron los que se negaron a despedirse. Entre ellos destacaban los Lécera: ellos no me obedecieron. Se unieron a mí dispuestos a compartir el exilio con todas las consecuencias. Sabían que los necesitaba, que sus presencias eran la garantía de mi estabilidad. Dudo mucho que sin aquellos dos amigos mi ecuanimidad hubiera conseguido permanecer inalterable.
No puedo decir con exactitud cuál era mi estado de ánimo. Tal vez no fuera yo la que se estaba controlando. Acaso la presencia de ánimo de Jaime estaba contagiando de tranquilidad mi forma casi placentera de actuar.
Con los Lécera y algunos acompañantes verdaderamente leales, llegamos a la estación sin excesivos inconvenientes. Una vez allí nos introdujimos en la sala de espera. De improviso contemplé frente a mí la figura de un hombre muy alto que me miraba entre sumiso y preocupado. Me habló en inglés. Se llamaba George Graham y era el nuevo embajador de Gran Bretaña. Azorado y un poco avergonzado por haber descuidado su obligación de presentarse en palacio, me preguntó si podía ayudarme.
«Demasiado tarde», le dije. «Ya no es posible hacer nada.» No supo replicarme. La brevedad de su puesto en la Embajada y su falta de experiencia habían inutilizado los resortes esenciales de su cargo. No hubo excusas. Sólo silencio y una gran dosis de vergüenza por su parte.
Las gentes que aguardaban en la estación pronto se enteraron de nuestra presencia. Se notaba en la forma de cuchichear entre ellos. «¿Será la reina?», se preguntaban.
Cuando llegó el tren inmediatamente fue conectado con el vagón destinado a la familia real. Una vez más fue preciso la ayuda del chofer para trasladar en brazos a mi hijo enfermo.
No se quejaba. Tampoco yo, aunque, presa del dolor que me estaba destrozando mientras contemplaba aquella escena, perdí el dominio de mí misma. Los cinco hijos que me acompañaban se instalaron junto a mí sin quejas y sin causar problemas. Incluso Alfonso, pese a su enfermedad, trató de adaptarse lo mejor posible a la incómoda situación en la que nos encontrábamos.
El duque de Zaragoza vino a informarme de que, como conductor honorario de la familia real, tenía la facultad de conducir el tren. Fue él quien, seguro de sí mismo y de sus conocimientos, inició nuestro verdadero exilio camino de Francia.
El rodaje comenzó en cuanto todos estuvimos asentados y dispuestos a iniciar el éxodo hacia un porvenir hecho de interrogantes. Había posteridades que se negaban a ser diáfanas.
Dolía mucho escuchar el rodar sobre los raíles, ver las campiñas floreciendo, los árboles plagados de ramas nutridas de hojas, el verde intenso del césped que, fiel a la primavera, se mantenía espeso y resplandeciente y comprender que tal vez ya nunca volveríamos a recuperar lo que íbamos dejando atrás. En ocasiones aquellas llanuras me retraían a los años de mi infancia; la isla de Wight, la floresta de Balmoral, el carácter severo de la abuela Victoria, sus constantes recriminaciones por no saber comportarme con la rectitud propia de una princesa.
De pronto, los remordimientos: «¿Habré sido yo la causa de este desastre?», me preguntaba. En ocasiones era como si la abuela me estuviera culpando por el final de la monarquía española.
Recuerdo que interiormente me disculpaba ante ella: «Si la culpa es mía, no fue voluntaria, abuela. Siempre imaginé haber obrado oportunamente. Yo quería a España».
El tren continuaba avanzando. Lo peor era detenerse en algunas estaciones. El griterío de los exaltados dando vivas a la república iba en aumento. Luego estaban los cantos entonando aquel sonsonete con cadencias de pasodoble que los republicanos llamaban Himno de Riego. Recuerdo aún su triste y lamentable letra:
Si los curas y frailes supieran
La paliza que les vamos a dar
Subirían al coro cantando:
Libertad, libertad, libertad.
Aquellos estribillos podían oírse en todas las estaciones donde el tren debía detenerse. Nunca he podido comprender cuál fue la causa que propulsó a la incipiente república a comenzar su andadura destilando tanto odio.
¿Por qué?, me preguntaba. ¿Por qué? Pero las respuestas de aquella jornada parecían esconderse tras un absurdo racionalismo que solamente pretendía triturar estrategias razonables.
Procurando mantener la calma, me propuse dar la impresión de que lo que estaba ocurriendo carecía de importancia. Lo peor fue cuando, ya muy cerca de Ávila, nuestro tren se cruzó con los vagones que venían en dirección contraria, plagados de exiliados republicanos. Los gritos desaforados que lanzaban a punto estuvieron de herir mi supuesta flema inglesa. Fue la inesperada presencia de Jaime, frente a mi asiento, lo que logró dominarme. De repente lo vi bajo el dintel de la portezuela, mirándome con aquella cálida sonrisa que desde que lo conocí venía sosegando los arrebatos internos que pugnaban por desmontar mi ecuanimidad: «No hay que hacer caso, Señora. Los españoles somos así: precisamos hacernos notar. No nos resignamos a ser "nadies". Queremos siempre ser "algo", y el que no lo consigue por las buenas, se lanza a guerrear por las malas», dijo con aire chancero.
Añadió luego en el mismo tono que España necesitaba estar en los extremos. «Acaso por nuestra posición geográfica», continuó bromeando.
Aquella breve visita fue un incentivo grande no sólo para mí, sino también para mis hijos.
De repente hubo otro sobresalto. Al llegar a Ávila, el duque de Zaragoza entró con aire alarmado en nuestro departamento: «Señora, todos debemos bajar inmediatamente al andén. El vagón real corre peligro. Se está incendiando el motor del tren».
No podía creerlo. Parecía como si una maldición implacable se empeñara en destruir las escasas fuerzas que todavía nos mantenían en pie.
De nuevo un traslado. Las maletas, los baúles, los llantos silenciosos de Cristina, el cuerpo de mi hijo enfermo extrayendo fuerzas de flaqueza para ayudar a los que le estaban sacando del tren.
En la estación de Ávila nos reconocieron. Alguien lanzó un tímido «Viva la reina» que mis acompañantes trataron de sofocar. «Por favor, no digan nada. Es peligroso».
Nos introdujimos en un tren común. Estaba prácticamente lleno. Al entrar en el vagón que nos habían indicado, todos los asientos se veían ocupados. Iba a abandonarlo cuando un muchacho, que sin duda me reconoció, me cedió el asiento. Se lo agradecí. Él se acurrucó en el suelo, junto a la portezuela que se comunicaba con otro vagón. Era inglés. Mis hijos, incluyendo al enfermo, se instalaron en otro vagón más apropiado para ellos.
Le supliqué a Jaime que tratase de ayudar a mi hijo mayor: «Descuide, Señora, todo está resuelto. He conseguido que el jefe de la estación le permita ocupar un lugar reservado», me tranquilizó. «Rosario está con él.»
Durante unos instantes, Jaime se quedó en el pasillo de pie. Sonreía. Siempre sonreía. Era difícil entablar una conversación con él; entre su sonrisa y mi cansancio, había un cúmulo de cabezas que nos impedían comunicarnos con palabras. Una vez más fueron sus ojos los que me dieron a entender que a veces la distancia podía ser un factor muerto que no servía para desunir. Que nada enriquecía tanto la soledad como la cercanía de una mirada amable y que, por mucho que pretendiéramos disfrazar de indiferencia las actitudes rutinarias, cuando en medio de las desgracias brota un leve soplo de felicidad, es porque más allá de las trampas que nos ofrece la vida se puede alcanzar lo que consideramos inalcanzable.
Seguramente me habré quedado dormida. O tal vez no. Acaso mientras recordaba, el sueño se ha introducido en mis pensamientos, porque de pronto he recuperado con todo detalle nuestra llegada a la frontera francesa.
Otra vez un cambio de tren: los raíles españoles no coincidían con los franceses y había que bajar de nuevo al andén para acomodarnos en el vagón del país vecino. Afortunadamente las ayudas prestadas por el Gobierno francés facilitaron el traspaso con un despliegue grande de comodidades. No puedo recordar la hora. El día se mantenía radiante aunque ya algo envejecido. Al entrar en el nuevo vagón, algo parecido a un eclipse se apoderó de mi ánimo. El aire que allí se respiraba ya no era español. Tampoco lo era el modo de hablar, ni el trato amable y respetuoso que nos deparaban, ni el traslado de un tren al otro con mi hijo por fin instalado en una camilla.
Fue en aquellos momentos cuando repentinamente un soplo del futuro me dio a entender claramente que la España que acabábamos de dejar iba a ser en adelante un proyecto destruido, un sueño desoñado, una ilusión frustrada y un amor imposible.
Aquella sensación me turbaba. Me costaba asimilar lo que estaba ocurriendo. Nada tenía sentido. La vida que nos esperaba no podía ser verdadera sin recuperar lo que durante tantos años (buenos o malos) había constituido las razones primordiales de nuestra existencia.
No me resignaba a imaginar que en adelante todo lo que había configurado las causas esenciales de nuestro proseguir iba a quedarse en simples ecos de cosas muertas.
Aquella sensación se unía a un cansancio infinito y a una total desgana de todo. La falta de sueño, la tensión constante causada por los vaivenes improvisados y las incógnitas que desde hacía dos días venían agobiándonos de indecisiones, de dudas, de todo lo que de puro inesperado se volvía versátil e inexorable, cualquier razonamiento, por muy sensato que nos pareciera, carecía de estabilidad.
Aunque el traslado al tren francés constituía una garantía para nuestras vidas, el porvenir continuaba siendo un arcano.
Recuerdo que en cuanto el tren despegó, experimenté algo parecido a un desmayo. Era una sensación casi agradable. Las voces de cualquier sonido se iban volatilizando en mis percepciones sensoriales.
Al parecer me quedé dormida. Llevaba tantas horas en vela. El cuerpo humano, por mucho que confíe en su resistencia, cuando el mundo se desploma sobre él no es más que un amasijo de voluntades débiles y distorsionadas, cuyos intentos de fortaleza se nutren siempre de precariedades. Aquel sueño me valió para que, al llegar a París, las fuerzas recuperadas me devolvieran la capacidad de afrontar cualquier contingencia adversa que pudiera salirnos al paso. Alfonso había programado una estancia temporal en el hotel Meurice hasta instalarnos definitivamente en un lugar cercano a la capital, para evitar comunicaciones constantes con personajes que pudieran propiciar su regreso a España.
Eso era lo que el Gobierno republicano había acordado con el Ministerio de Asuntos Exteriores francés a cambio de facilitar el destierro.
Se pensó en asentarnos en alguna villa situada en Chantilly o en Compiégne, pero al final se decidió acomodar un ala grande y privada en el hotel Savoy, situado en Fontainebleau, donde nos instalamos definitivamente dos meses después de salir de España.
Sin embargo Alfonso mantuvo una habitación en el hotel Meurice para no perder contacto con las altas jerarquías que podían facilitarle datos importantes susceptibles de facilitar su regreso. Y, por supuesto, para recibir las visitas privadas de las que, ni siquiera en el exilio, fue capaz de prescindir.
Lo primero que hicimos al llegar aquella tarde a París fue ingresar a nuestro hijo en una clínica de Neuilly.
Su estado era lamentable. Lo estoy viendo ahora inmerso en un desfallecimiento extremo, casi desconectado de síntomas vitales. Los médicos trataban de tranquilizarme: «Confíe en nosotros, Majestad. No vamos a dejarlo solo ni un instante».
Mi intención era quedarme con él. No me resignaba a verlo desfallecer sin mis cuidados. Era mi hijo. Era aquel niño que, al nacer, fue presentado a la corte con todos los honores, envuelto en encajes sobre un colchón de seda cubriendo una bandeja de plata. También era una mirada de ángel cuando correteaba alegre por los jardines de La Granja y trataba de ayudar a su hermano sordo, como si la discapacidad de Jaime fuera una lacra mayor que la suya.
El alma se me encogía cuando me vi obligada a separarme de él. «Hijo mío.» No sabía qué decirle. En aquellos momentos nada tenía importancia frente a la obligación de abandonarlo en aquel lugar sin la posibilidad de cuidarlo. «Volveré en cuanto pueda.»
Lo besé como hacía siempre: procurando que mis labios no dañaran su piel.
También él me besó. «No sufras por mí, mamá; pronto mejoraré.» Era valiente, era sencillo, nunca causó problemas. Tenía veintitrés años. Veintitrés regalos que el paso del tiempo se permitía concederle. ¿Hasta cuándo? Dios lo sabía. Cada instante que pasaba era para él un soplo de vida prestada.
Al regresar a París confiaba en que Alfonso se uniera a la desolación que yo, tras mi viaje a Neuilly, estaba soportando.
En fin de cuentas él era el padre; el hombre orgulloso de un niño rubio y hermoso que había conseguido emocionarlo cuando, tras acondicionarlo debidamente y revestido con pañales dignos de su rango, lo pusieron en sus brazos.
Pero cuando me vio llegar apenas hizo preguntas. La salud de su hijo en aquellos momentos era un contratiempo más. Un incómodo suceso que bien endilgado no representaba contrariedades insolubles. En lo que a mí se refiere, yo para él era ese horizonte que nunca cambia; alguien a quien se debía aceptar por obligación.
En vano intenté despejar la densa masa de nubes que en los últimos años de nuestro matrimonio iban distanciándonos cada vez más.
Imposible. Las constantes discusiones y disputas que habían proliferado entre nosotros tras la muerte de su madre pugnaban por mantener nuestra convivencia en una barra de hielo de difícil descongelación.
Aquella misma noche, Jaime Lécera se presentó en nuestro hotel para interesarse por mi viaje a Neuilly. Me vio desencajada. No hizo preguntas. Propuso respuestas. Desplegó una serie de planteamientos que acaso podían satisfacerme. Para empezar me comunicó que Rosario había considerado necesario organizar el viaje de sus hijos a Francia para que se reunieran con ellos. Todo está previsto. «Viajarán con su institutriz», y enseguida añadió: «Me temo que el regreso de Vuestras Majestades a España puede convertirse en una opción lejana». Y tras un breve silencio continuó diciendo: «También nosotros hemos elegido el exilio. No queremos dejarla sola, Señora».
Añadió enseguida que pensaban instalarse en Francia con sus hijos hasta que la república feneciera. «España es un país esencialmente monárquico y, mientras tanto, Rosario y yo seguiremos estando al servicio de Vuestra Majestad, pase lo que pase.»
Su decisión me conmovió profundamente. Cuanto más trataba a aquel matrimonio, más percibía la gran distancia que mediaba entre ellos y los amigos de mi marido.
En las amistades de Alfonso siempre prevalecía el afán de «ser algo importante». Eran mitos que revoloteaban en torno al rey para beneficiarse de su compañerismo y conseguir prebendas que nada tenían que ver con lo que la verdadera amistad procura y ofrece.
No obstante, Alfonso no era capaz de percibir la realidad de aquellos «amigos». Convencido de sus propuestas y halagos, se notaba seguro entre ellos.
Varias fueron las veces que yo intenté abrirle los ojos: «Se valen de ti para explotarte». Pero mis advertencias sólo servían para sacarlo de quicio. No quería admitir mi forma de plantearle sus errores. Era susceptible y cualquier advertencia podía suponer para él algo parecido a un insulto.
En su descargo debo admitir que Alfonso aquellos días se debatía entre un manojo de cuestiones difíciles de resolver. A los enigmas de nuestro futuro, se añadieron infinidad de complicaciones que requerían urgencia.
Fueron días agotadores para él. Ni siquiera pudo ir a la estación para recibir a su tía la infanta Isabel por la necesidad de desplazarse a Londres y procurar que nuestro hijo Juan pudiera ingresar en una escuela naval inglesa.
No volvió a verla. Recuerdo que a los cinco días de su viaje a París, Bee, que con su hijo Ataulfo la había acompañado en el viaje a Francia, me llamó para decirme que la famosa «Chata» estaba muy grave.
Murió diez días después. Alfonso sólo pudo llegar a tiempo para asistir al entierro.
Día a día, la tensión que nos atenazaba iba en aumento; el mundo parecía desplomarse. Nada contribuía a suavizar la situación. Al contrario, todo era un gran amasijo de despropósitos.
Las fricciones entre mi marido y yo eran constantes, especialmente cuando nos instalamos en el hotel Savoy de Fontainebleau.
La belleza de aquel lugar y la paz que los paisajes y edificios palaciegos nos ofrecían no bastaban para estabilizarnos y mantenernos sosegados. Tanto mis cuatro hijos como yo teníamos la impresión de que estábamos viviendo de prestado. Las noticias que nos llegaban de España eran cada vez más desalentadoras. Todo parecía mantenerse en el aire. Nada conseguía la estabilidad que precisábamos. Alfonso apenas vivía con nosotros; apoyado en excusas a veces reales pero casi siempre falsas, no dudaba en desplazarse a París donde continuaba buscando olvidos de situaciones desagradables, procurando sutilizar satisfacciones nuevas en su habitación parisina del hotel Meurice.
Creo que nunca como entonces la tensión que venía atosigándonos desde la muerte de la reina Cristina, lejos de suavizar nuestro trato, lo iba crispando cada vez más.
De no haber mediado la presencia de mis hijos, aquella estancia en Fontainebleau hubiera sido un amago de infierno. Ellos fingían ignorar mis decaimientos, pero no desperdiciaban la ocasión de mostrarse unidos a mí y dispuestos a paliar mis derrotas internas con distracciones triviales de escasa eficacia. Sobre todo Gonzalo, aquel muchacho recién salido de la adolescencia. El cariño que me profesaba fue siempre una prioridad en su corta vida.
Gonzalo era inteligente, estudioso y alegre. Era aquella alegría llena de bondad lo que garantizaba una vida para él plena de augurios felices.
Aunque enfermo como su hermano mayor, no se mostraba vencido por aquella lacra. Al contrario, incluso bromeaba cuando, por diversas causas, salía a relucir el tema maldito que empañaba mi estirpe.
De hecho Gonzalo, aunque hemofílico, no alcanzaba el grado de gravedad que constantemente amenazaba a su hermano.
En Fontainebleau fue feliz. Le gustaba el arte. Le entusiasmaba contemplar la belleza de aquellos parajes; la armonía de su inmenso Palacio Real y la arquitectura de las villas que flanqueaban la ciudad. Luego estaba el cántico sedoso del arbolado profuso que la brisa proporcionaba en los silencios nocturnos. Todo allí despertaba en él sensaciones positivas.
A veces se adentraba en mis habitaciones particulares para departir conmigo. Le complacía analizar al alimón hechos claves del momento; calibrarlos y exponer sus opiniones.
También a él le atraía la lectura. Los libros eran sus verdaderos mentores. Creo que de haber superado las terribles consecuencias de su enfermedad, Gonzalo hubiera llegado a ser algo más que el hijo de unos reyes destronados. Tenía talento y una gran tenacidad bien encauzada.
En cierta ocasión, tras haber mantenido una violenta discusión con mi marido, siempre protagonizada por ambigüedades llenas de reproches vacíos, me encontró llorando. En vano procuré disimular aquel inoportuno brote de desaliento. Siempre intentaba que mis hijos ignorasen cuánto me dolía vivir marginada de su padre.
De pronto se echó en mis brazos: «No llores, mamá», me decía. Su voz vacilaba. Comprendí que mi sufrimiento era también el suyo. Lo abracé. «No te preocupes, hijo: a veces me cuesta dominarme. Pero ya ha pasado todo. No te alarmes.»
No obstante, Gonzalo sabía que yo sufría, que mis empeños en mantenerme serena ya no surtían efecto, que la soledad verdadera consistía en soportar, sin alicientes, soportes que no servían. «Mamá, no quiero que sufras.»
Quería verme feliz. Quería que mi fortaleza nunca se derrumbara. «Tal vez algún día, cuando todo este jaleo termine, tú y yo podamos conocer un futuro estable. Yo nunca te dejaré, mamá.»
Pero me dejó. Primeramente porque se decidió que debía estudiar en la Universidad de Lovaina. Luego por un torpe y aparentemente inofensivo accidente que segó su vida al borde de cumplir veinte años.
Por aquellas fechas su hermano enfermo, ya recuperado de su desfallecimiento, trataba de estabilizar su mejoría en una clínica de Suiza.
Para entonces Alfonso y yo llevábamos ya varios años separados. La constante presencia de los Lécera lo sacaba de quicio. Como buen español era celoso. Según su criterio él podía tener «amistades» femeninas a su antojo. Pero yo era mujer. Las mujeres existían para adornar, para cumplir con su función femenina, pero sin poner en peligro la integridad y el dominio del marido. Los maridos eran sagrados y las mujeres debían soportar sin chistar sus trayectorias rectas o desviadas.
A los dos meses de instalarnos en Fontainebleau, los Lécera hicieron lo mismo. Su villa era desahogada y se hallaba situada en la zona cercana al bosque que el pequeño afluente del Sena alimentaba.
Visitarlos era un descanso grande para mis cansancios conyugales. Recuerdo que sus hijos, recién llegados de una España inmersa en un caos total, cuando me vieron se echaron a mis brazos. Desorientados por lo que estaba ocurriendo, no eran capaces de comprender la precaria gravedad de lo que sucedía.
Mi presencia pareció animarlos. «¿Hasta cuándo viviremos aquí?», preguntaban.
Seguramente echaban de menos los entornos de siempre. Los niños son adictos a las rutinas, a los vaivenes cotidianos. Tal vez por eso mi presencia ayudaba a recobrar parte de sus costumbres y de algún modo lograba aminorar la sensación de estar pisando un suelo bamboleante.
Aquellas familiaridades desquiciaban a mi marido. No concebía que entre ellos y yo pudiera existir solamente una gran amistad, un cariño limpio.
El detonante surgió cuando dos meses después de instalarnos en Francia y ya asentados en el hotel Royal de Fontainebleau, lo vi llegar de París visiblemente enfadado y con ánimos de pelea. Comprendí enseguida que alguien (ese «alguien» que los anonimatos tan bien protegen, si lo que se pretende es desprestigiar para que el «alguien» en cuestión gane prestigio) le había hinchado la cabeza a mi marido sobre mi estrecha y adúltera amistad con Jaime Lécera.
Aquella tarde fue él quien furioso por no se sabía qué, me abordó echando mano de un despotismo inusual en sus usuales composturas.
Parece que lo estoy viendo: de improviso rompió a echarme en cara, con ambigüedad, el escándalo que causaba mi comportamiento. Despechado, fue lanzando improperios que no venían a cuento. Se comprendía que se desfogaba cargado de reproches ajenos; que aquellas lamentaciones airadas no eran suyas, sino contagiadas por odios acumulados en los ambientes que él frecuentaba. «Esto se va a acabar, Ena. Tu forma de actuar no es digna de una reina».
Mientras lo escuchaba tenía la impresión de que cuanto me reprochaba lo estaba adjudicando a su propia conducta. Nada tenía sentido. Únicamente prevalecía el desprecio, la frialdad, el rencor y, sobre todo, la flecha envenenada que rozaba la calumnia: «O dejas tu asunto con Jaime Lécera o nos separamos definitivamente», exclamó drásticamente.
Aquella alusión me dejó trastornada. No podía creer lo que estaba escuchando. Traté de aclarar con vehemencia la grave acusación que Alfonso me estaba echando en cara: «¿Cómo te atreves a imaginar semejante bajeza?», le pregunté. Y ya perdida en arbitrariedades comencé a recriminarle lo que tantas y tantas veces fingí ignorar relacionado con su comportamiento como marido.
Pero Alfonso no cedía. La ponzoña de sus múltiples confidentes le afloraba bruscamente sin que hubiera modo de atajar sus ataques verbales.
Lo peor era comprobar que mis defensas eran estériles, que no podía darle a entender hasta qué punto sus fuentes de información eran simples deducciones extraídas de gentes malintencionadas.
Él nunca se equivocaba. Él era el oráculo, la verdad, la rectitud hecha rey.
Recuerdo que mientras me atosigaba y reprendía mi mente era una noria de recuerdos dolorosos, de reproches despectivos esparcidos por sonrisas falsas, miradas duras y un sinfín de bajezas que siempre procuré superar.
Eran evocaciones totalmente opuestas a las que los Lécera siempre me habían prodigado. Con ellos todo era suave, nada chirriaba. Desde que los conocí hacía ya tres años, mi vida fue un dulce deslizarse hacia parajes ajenos a los constantes estallidos que rodearon el ambiente del palacio.
Por primera vez desde que Alfonso decidió mostrarse distante, comprendí hasta qué punto mi existencia había sido un continuo morir de soledad. Una soledad emponzoñada de desaires, de olvidos, de una total ausencia de afecto y de un apoyo que sólo se me prestaba en los actos oficiales o en las grandes mascaradas palaciegas.
Podría afirmar que aquella sensación de abandono únicamente pudo desvanecerse al conocer al matrimonio Lécera. Si los perdía, ¿qué iba a ser de mí?
La palabra «separación» me dolía, pero ¿qué había sido nuestro matrimonio sino un constante despegarnos el uno del otro, mal disfrazado de compenetración y armonía cuando las circunstancias lo exigían?
No obstante, mis argumentos se desvanecían en los reproches y posturas que Alfonso esgrimía y adoptaba. «Insisto, te doy a elegir: o los Lécera o yo», me lanzó bruscamente con semblante alterado.
Hubo unos instantes de silencio. Comprendí que su propuesta era irreversible. Admito que debí ser más cauta. Pero llevaba demasiado tiempo enjaulada en soledades y estancada en tensiones dolorosas para dominar mis nervios.
No levanté la voz. Asentí con la cabeza. «Elijo a los Lécera», le dije. Y sin esperar respuesta, salí de la habitación.
La calma nocturna se apaga. El día comienza. Aunque el ventanal de mi cuarto está cerrado, el ronroneo callejero inicia su andadura entremezclando sonidos propios de una gran ciudad. Seguramente falta ya poco para que la señora Rich venga a despertarme. En realidad llevo despierta desde la madrugada. Pero el hecho de pensar, revivir y comparar se come el tiempo: lo devora a fuerza de incitarnos a la meditación. Las horas que transcurren son inclementes. Parecen minutos, pero mienten, sobre todo cuando las reflexiones se empeñan en dominar la situación.
He dormido poco. No me importa. En ocasiones los insomnios nutren la mente de claridades que en tiempos pasados fueron oscuros nubarrones. Además el hecho de dormir constituye una muerte dulce que sólo se distingue de la muerte real porque siempre nos permite resucitar. No obstante, no por ello deja de ser una copia de la muerte.
En estos momentos me siento viva. Tengo la vitalidad propia de lo que mi desvelo me ha permitido evocar.
Ignoro si mi elección, cuando Alfonso me planteó su propuesta, fue correcta. Nunca lo he sabido. Quizá me dejé llevar por mis enormes deseos de ser un poco feliz, un poco comprendida y un poco amparada por todo lo que aquel matrimonio me ofrecía. Especialmente Jaime. Ella era una buena amiga, y en tiempos pasados también fue una gran colaboradora en las instituciones benéficas que yo proyectaba.
Jaime fue algo más. Lo comprendí cuando, tras ordenar a mi doncella que organizara un equipaje provisional para una noche, me dirigí sin dudarlo a la villa donde se habían instalado los Lécera.
Recuerdo muy bien aquellos momentos. Aunque todavía atrapada por el dolor que los reproches de mi marido me habían causado, todo se desvanecía ante la oportunidad de llegar hasta allí y descargar la tensión que me estaba ahogando.
Aquella tarde Rosario no estaba: había salido con sus hijos, llegados de España hacía pocos días.
Me salió al encuentro Jaime. Seguramente me vio demudada; mis ojos irritados por el llanto debieron de alarmarlo. No hizo preguntas. Quedamos frente a frente. La maleta entre ambos. Comprendió que algo grave estaba ocurriendo. Decidido, se acercó a mí y me llevó a una salita privada. Me estrechó entre sus brazos con delicadeza. En aquellos momentos supe que dejaba de ser reina para ser una mujer desvalida que precisaba calor humano. «No puedo soportar que sufras, Ena», me dijo. «Te quiero demasiado para verte sufrir.»
Su voz penetraba en mi oído suavemente. Resulta muy difícil reconstruir ahora todo lo que escuché; tampoco recuerdo lo que yo le respondí. Sé que las palabras carecían de valor. Lo esencial era la voz y el calor acariciante que la envolvía. Pienso ahora que a lo mejor no mediaron palabras. Sólo sentimientos. Algo que venía creciendo en las sombras de la prudencia como si lo que pugnaba por revelarse pudiera aminorar su fuerza callando y omitiendo verdades demasiado evidentes.
Cuando ahora recuerdo aquella escena, comprendo que mi condición de reina carecía de importancia. Lo que importaba era ser mujer. Alguien con derechos y esperanzas. Vivir era eso: sentirse amparada, comprendida y apreciada. Por eso no vacilé en destronarme a mí misma: sentir y notarse «sentida» era mucho más importante que ser reina.
Ena. Así me habían llamado desde la infancia mis seres queridos. Oírlo en los labios de Jaime no era solamente una novedad, era también una forma directa de desmontar los rígidos y sólidos contrafuertes y arbotantes de un sistema oficial que, en cierto modo, nos había mantenido separados. Fin de barreras protocolarias. Fin de Majestad y Señora. Solamente Ena. Tres letras. Tres simples signos que derribaban las barreras que durante tres años tanto él como yo habíamos considerado infranqueables.
Todavía sostenida por sus brazos, recuerdo que rompí a llorar. Sin embargo, mi llanto no era triste. Era un simple desahogo emocional. Un decir por fin voy a dejar de estar sola. Por fin voy a ser yo misma. Se acabó la constante tensión, las miradas frías, los reproches vagos y desconcertantes. Cuando me hube sosegado, nos acomodamos en dos sillones frente a frente junto a una chimenea sin llamas. Era primavera y el fuego sólo se admite en invierno. No obstante, el frío se obstinaba en reclamar el calor que la sequedad de los leños negaba. Le expliqué entonces a Jaime lo que había ocurrido hacía poco en el hotel Royal. No me interrumpió: «Si me admitís viviré con vosotros», le propuse. «No importa lo que la gente pueda decir. Necesito un respiro. Estoy agotada.»
Al terminar de hablar, Jaime comenzó diciendo que su casa era la mía, que podía disponer de lo que yo deseara, que su respeto por mí, aunque sin protocolos, iba a ser total. «No voy a negarte que desde que te conocí tú para mí fuiste mucho más que una amiga, Ena: tu tristeza me dolía cada vez que tú, siempre atenta a tus deberes de reina, procurabas ocultarla. Yo captaba tu sufrimiento como si fuera el mío. Mejor dicho: lo era. No podía remediarlo.» Supe entonces el motivo por el cual la presencia de Jaime era siempre tan gratificante, tan llena de paz y tan exenta de crispaciones. «Si esto es amor, yo estoy enamorado de ti», acabó confesando. «Pero te juro que nunca abusaré de lo que tu presencia pueda propiciarme. Me bastará tenerte a mi lado, oírte, verte, escuchar tu risa, hablar contigo y procurar que jamás vuelvas a sentirte sola.»
No podría explicar lo que yo sentía mientras me hablaba. Aquella sincera y extraña declaración de amor no me turbaba; al contrario, me estaba abriendo una puerta que siempre consideré cerrada.
Cuántas veces me habré preguntado en qué consistía el verdadero amor. En ocasiones creemos que el apego hacia algunas personas está en la apariencia, o en la ternura que intuimos en el ser que nos impacta y hasta en el deseo sexual que se disfraza de cariño.
Nos equivocamos. La apariencia dura poco: el tiempo la va transformando y la destruye; la ternura que intuimos en el ser que nos impacta puede ser una ráfaga esporádica de desfallecimientos producidos por la combinación de mil circunstancias, de anhelos furtivos causados por el alcohol o cualquier brote emotivo presto a evaporarse; en cuanto al deseo sexual, puede incluso matar el cariño.
No. Lo que Jaime me estaba ofreciendo era mucho más sólido: «No soy ningún beato, Ena, pero soy religioso. Tú también lo eres. No vamos a poner en la picota nuestras carencias mutuas. Lo que yo siento por ti no es un capricho, ni un arrebato momentáneo. Es mucho más que eso. Hace tres años que viene durando. No creo que el tiempo lo destruya», exclamó sonriendo.
Le pregunté si Rosario conocía lo que él decía sentir por mí. Jaime movió la cabeza de un lado a otro como si quisiera tomar a broma mi pregunta. Enseguida añadió: «No debes preocuparte por lo que piensa Rosario. Lo supo desde que nos vimos por primera vez».
Su respuesta me dejó perpleja; Rosario jamás había dado muestras de sentirse celosa. Al contrario, siempre se mostró dispuesta a colaborar con su marido en todo lo que pudiera complacerme y ayudarme.
«Rosario también siente por ti lo que siento yo», me dijo sin apartar su mirada de la mía. Y tras un breve silencio añadió: «En esta vida existen complejidades difíciles de entender». Y como viera que yo continuaba sin comprender lo que estaba intentando explicarme, continuó: «Rosario es una mujer muy inteligente. Fue hija única y sus padres la educaron entre algodones. Creció sin conocer ciertos aspectos de la vida que afloraron después, cuando, ya casada conmigo, descubrió que en ocasiones la naturaleza jugaba malas pasadas. Ella no sabía ni sospechaba, ni tan siquiera podía imaginar, que lo que le estaba ocurriendo no era un hecho exclusivo. Se casó joven. Creyó que sus tendencias las imaginaba ella. Incluso se culpaba a sí misma por experimentar deseos contrarios a su feminidad. Sufrió mucho. No podía admitir que a veces los seres humanos podemos nacer con el sexo equivocado. Teníamos dos hijos. Había que protegerlos, y decidimos adaptarnos a la situación del mejor modo posible. De hecho Rosario y yo somos dos buenos compañeros. Dos personas civilizadas que sólo deseamos el bien de nuestros hijos».
Mientras lo escuchaba, una luz nueva se estaba abriendo en la opacidad de nuestras vidas. Algo que, aunque velado, se había mantenido sombrío en aquellos tres años de contactos amistosos.
De improviso todo se aclaraba, todo perdía su inexplicable ambigüedad.
En honor a la verdad, preciso reconocer que Rosario jamás se dejó llevar por los repliegues secretos de sus preferencias sexuales. Siempre fue una buena y valiosa amiga que, en todo momento, colaboró conmigo en las instituciones benéficas que yo había proyectado. Nunca fue exigente ni se mostró reticente o malhumorada. Su devoción por mí, aunque manifiesta, jamás apuntó síntomas de alteraciones hormonales: éramos sólo dos buenas compañeras que coincidían en el gusto por las cosas que la vida nos iba presentando.
Lo único que en raras ocasiones nos separaba era su afición a la bebida. No era adicta al alcohol como al parecer ocurrió años después, ya separada de su marido. únicamente perdía ligeramente su ecuanimidad cuando bebía. De pronto su voz, siempre apagada, registraba tonalidades propias de cierta crispación, de pequeñas manifestaciones de angustia que en el estado de sobriedad jamás manifestaba.
Al comprobar Jaime el efecto que su confidencia me había causado, no vaciló en tranquilizarme. «Será mejor que lo que acabo de explicarte no lo comentes con ella», me rogó. «Nacer con la naturaleza equivocada es una lacra que duele.» Y añadió que si me había confiado la verdad era para que yo no me considerase una rival en su vida: «Te lo repito, Ena, si nos mantenemos al margen de su verdad, nuestro convivir no constituirá un problema».
En efecto, mi traslado no ocasionó para ninguno de los tres un contratiempo. De hecho, se redujo a salir de un hotel para asentarme en otro. Los inconvenientes vienen siempre precedidos de excesivas franquezas y sinceridades hirientes, por eso nunca hubo brotes desagradables entre nosotros.
Al día siguiente mandé que trasladasen todas mis pertenencias a la villa de los Lécera. Con el equipaje llegaron también mis dos doncellas particulares. También ellas se quedaron conmigo.
Mi nueva vivienda era un palacete grande. Disponía de habitaciones sobrantes, decoradas con gusto refinado. A mí me destinaron un ala algo distante de la que el matrimonio y sus hijos ocupaban. Los balcones del saloncito y de mi dormitorio daban al bosque. Cuando abrí uno de ellos respiré hondo: los aromas que despedía el inmenso arbolado se fundían con la frescura pausada del ambiente. Mil perfumes naturales llenaban mi olfato de augurios sedantes.
A pesar del paso difícil y controvertido que acababa de dar, me notaba segura. Era imposible volver atrás. Todo en aquel bosque tan lleno de historia latente, de vidas ya mudas pero existentes en la enorme profusión selvática, era una inmensa invitación al descanso.
Lo precisaba. Llevaba el lastre de la fatiga pegado en el alma desde hacía demasiado tiempo.
Aparentemente, la separación entre Alfonso y yo fue amistosa; no obstante, hubo trámites civiles que desmentían nuestra ecuanimidad. Sin embargo ni Alfonso ni yo dimos pábulo a los chismorreos pese a las inevitables discrepancias que nuestros abogados consiguieron zanjar.
Urgía precisar infinidad de facetas tanto económicas como civiles. Afortunadamente nuestros hijos eran ya mayores y para ellos nuestra separación no constituyó ningún trauma.
Alfonso conservó las habitaciones privadas del hotel Royal de Fontainebleau para que sus hijos tuvieran un lugar donde vivir, pero él casi siempre estaba ausente. Tras nuestra separación viajaba constantemente: era una forma de olvidar su desilusión por el reino perdido.
En cuanto a mis hijas y Jaime, acabaron instalándose en Roma.
Recuerdo que, poco después de la ruptura de nuestro matrimonio, yo me desplacé a Suiza para visitar a mi hijo enfermo. Me sorprendió verlo tan recuperado: ya no era aquel despojo de hombre que salió de España precipitadamente.
Su mejoría era notable. Incluso había ganado peso. Me aseguró que era muy feliz. Que el sanatorio era un lugar alegre donde los enfermos gozaban de una gran paz. También había distracciones: «Aquí nadie se aburre, mamá».
No lo decía para tranquilizarme. El modo de exponerme su notable mejoría era demasiado exultante para que escondiera aspectos adversos. «Este lugar me está salvando», me aseguraba.
Su forma de expresarse era serena. No mentía. Por primera vez en mucho tiempo, mi hijo parecía distendido, alegre y seguro de sí mismo.
Al regresar a Fontainebleau, transmití a los Lécera mi alegría: «El sanatorio ha inyectado vida a mi hijo», les dije. Todo parecía asentarse en un cálido bienestar que llevaba mucho tiempo extraviado en desconciertos.
Recuerdo que tras aquella visita me sentí totalmente despojada de un pasado demasiado doloroso. Era libre. Tenía la libertad que mi condición de reina destronada avalaba. Fue tras mi viaje a Suiza cuando al llegar a Francia decidí remachar aquella libertad realizando algo que Alfonso, a pesar de mis constantes requerimientos, nunca me permitió que hiciera. Me dirigí a una peluquería y me corté el pelo. Fue entonces cuando comprendí que verdaderamente yo era ya una mujer emancipada.
En cuanto a Fontainebleau, aunque también era un lugar pacífico, no carecía de entretenimiento. El centro de la pequeña ciudad ostentaba grandes vías callejeras repletas de tiendas lujosas, cines, teatros, restaurantes y toda clase de propuestas atractivas que, por primera vez desde que yo había llegado de España, tuvieron un sentido dinámico para mí.
Aquella noche recuerdo que los Lécera decidieron celebrar mi regreso participando del bullicio en el centro de la ciudad.
Allí la gente que nos rodeaba parecía carecer de problemas. Se escuchaban músicas escapadas de diferentes lugares. Nada era triste. Todo invitaba a olvidar brumas y tormentas.
Fue una velada llena de magia. Una magia como arrancada de aquel inmenso y profuso bosque que siempre aromaba a esperanza.
No obstante, debo reconocer que, a pesar de la euforia que me rodeaba, algo entre nostálgico y doloroso pugnaba por sofocar la placidez de mi nueva vida.
Me ocurría con frecuencia. No podía evitarlo. De pronto surgía Alfonso. Lo veía triste, decaído, inmerso en desconciertos. Recordarlo entonces era una especie de castigo por haberme separado de él.
De nuevo me atormentaba su constante decaimiento, su tristeza crónica y aquella forma desviada de exponer las vanas esperanzas de restaurar lo que a todas luces era sólo una entelequia.
Probablemente lo que más le dolía no era haber perdido el derecho de ser rey; su verdadero dolor era comprender que el pueblo ya no lo quería, y que los amores perdidos casi nunca se recuperan.
Muchas veces me he preguntado por qué extraña razón el recuerdo de Alfonso se volvía tan latente. ¿Era por culpa de un tormentoso remordimiento? No lo creo: jamás me arrepentí de haber convivido cinco años con aquella pareja y sus hijos.
El respeto que me profesaron nunca fue violado. Y aunque el trato cotidiano era familiar, jamás se transformó en un vulgar desfalco de promiscuidades.
Lo que hubo entre Jaime y yo era evidente. Sentirse querida por un hombre de su talla fue para mí un privilegio que hasta entonces jamás había conocido. A su lado yo era feliz. Bastaba escuchar su voz y contemplar su sonrisa para que los resortes más firmes de una dicha grande y apacible traspasaran mis posibles brotes de tristeza para inyectarlos de una placidez exultante de felicidad.
Si lo que yo sentía era amor, era un «amor-amistad». Un amor agradecido, firme y profundo. Un amor que jamás rozó el desencanto y la aspereza de los celos.
Tal vez hubo momentos un tanto peligrosos. La atracción mutua confesada constituye siempre un peligro. Pero supimos sortearlo. Seguramente, el miedo a destruir nuestra gozosa compenetración fue el detonante que nos permitió vivirla sin ensuciarla.
Lo que importaba era la placidez de nuestro día a día, siempre endilgado por trazados limpios. Amar de aquel modo no me parecía grave. Lo esencial consistía en estar juntos, departir con él, escuchar sus opiniones, compartirlas con las mías y grabarlas en la memoria para recordarlas cuando las exigencias del futuro nos separaran.
A decir verdad, el futuro entonces no constituía un motivo grande de preocupación. Cuando nos embriagamos de dicha, el futuro no cuenta. No existe. Se escapa de la realidad.
Lo único que contaba para nosotros era el presente. Un presente completamente distinto de los «presentes» pasados, llenos de grandezas, faustos, pompas y boatos, pero vacantes de comunicaciones sentidas, de ideales compartidos y, sobre todo, de esos pequeños detalles que no precisan palabras para que se nos adentren en lo más profundo de nuestras sensibilidades.
Todavía ahora, desde mi vejez, los recuerdos de aquellos cinco años afloran con la misma fuerza que afloraron cuando los viví.
A lo mejor vienen a mí en forma de frases: «¿Sabes, Ena? Digan lo que digan, la verdadera duquesa de Lécera eres tú» o «Si fuera posible escapar juntos a una isla del Pacífico». Y tantas otras más que, aunque inmersas en lejanías, de pronto rozan mis oídos como si acabara de escucharlas.
Generalmente Jaime se mostraba siempre algo distante conmigo cuando Rosario nos acompañaba. Sin embargo estoy convencida de que Rosario conocía la verdad de nuestros mutuos sentimientos. Incluso a veces fingía ocupaciones, probablemente carentes de importancia, para dejarnos a solas.
Jaime gustaba de acompañarme por la ciudad cuando yo precisaba algo. Todo en Fontainebleau era interesante. Cada esquina rezumaba historia. Bastaba el Gran Palacio Real, convertido ya en museo, frente a un lago privado rodeado de inmensos árboles y plantas floreadas impregnadas de raros matices, para considerar aquel lugar como una especie de paraíso.
Todo cuanto nos rodeaba era exultante. Más de una vez Jaime y yo nos habíamos adentrado en aquel inmenso paraje tan nutrido de belleza sólo para sentirnos arropados de aquella espesa vegetación irisada de coloridos y formas diversos siempre bien armonizados.
Recuerdo que, en cierta ocasión mientras paseábamos, surgió un bloque de matorrales verdes que sostenían flores blancas. Me detuve. Algo que jamás pude olvidar se estaba manifestando en aquellas ramas. «Cuidado, Ena. No las arranques: son venenosas.»
Otra vez el pasado violando la ecuanimidad del momento. Todo se deformaba ante la presencia de aquellos matorrales espesos.
– ¿Qué te ocurre, Ena?
Era difícil explicarle a Jaime que los recuerdos pueden tener forma de flor. También lo era saber que incluso las flores pueden convertirse en reinas destronadas y disminuidas.
– Se llaman adelfas -le expliqué-. Son venenosas. -Jaime no comprendía-. Eso me dijo Alfonso en Biarritz el día que pidió mi mano.
Debí comprender entonces que aquella advertencia era un aviso y que a pesar de la enorme felicidad que tanto él como yo en aquellos momentos experimentamos, las flores que contemplábamos nos estaban indicando algo que debía ponernos en guardia.
Jaime me miraba extrañado.
– No me hagas caso -acabé diciéndole para tranquilizarlo-. Estoy divagando.
Durante unos instantes continuamos caminando hacia el inmenso edificio del Palacio Real. Íbamos en silencio. También aquel edificio era ya un lugar vacío de vida. Resultaba difícil aceptar que el vértigo de todas las grandezas y bajezas manifestadas en aquel lugar: entusiasmos, músicas, voces, miedos, alegrías, esperanzas, desilusiones, rencores y odios, se hubiera apagado a través de los siglos.
¿Por qué? ¿Cuál era la razón de tanta algarabía si en fin de cuentas todo estaba destinado a desaparecer?
Era difícil saberlo. Todo se había acabado. Sólo las piedras permanecían.
– En este mundo cualquier hecho, por importante que nos parezca, siempre es precario -recuerdo que le dije mientras contemplábamos las maravillas de aquel edificio.
Jaime asintió.
– Seguramente tienes razón. Lo esencial es convertir esa precariedad en algo inolvidable. Si lo conseguimos, la precariedad disminuye.
– En efecto -le dije-. Lo fundamental consiste en mantener latente lo que de verdad nos gratifica mientras vivimos. El resto es pura historia.
No me equivoqué. Lo que nos impresiona favorablemente, si se nos adentra en el alma, aunque haya muerto se instala en el recuerdo para quedarse en él toda la vida.
El día ha amanecido limpio de nubes. El palacio de Liria comienza su andadura cotidiana con sonidos de aspiradoras y voces susurrantes que suavemente se van colando por las rendijas de las puertas.
Pepita Rich me comunica que el doctor Nicod requiere dar un repaso a mi estado de salud.
– En cuanto salgamos de la capilla estaré a su disposición.
El equipaje de regreso ha menguado: Petra y Pilar están finalizando la tarea de ordenarlo.
Mucho de lo que me acompañaba en mi retorno a España se va a quedar aquí. Viajar a mi antigua patria sin dejar en ella el rastro de mi presencia en forma de regalos hubiera sido impensable.
Mi familia es numerosa. Además he pernoctado cinco días en la vivienda de mi ahijada Cayetana.
Las atenciones de los Alba han sido muchas y muy gratificantes. Debo agradecer de algún modo sus muestras de cariño y amistad.
Cayetana viene a buscarme para acompañarme a la capilla. En ella se encuentran ya gran parte de los empleados del palacio, el doctor Nicod y la señora Rich. Las misas que se celebran ahora, aunque sustancialmente son idénticas a las de entonces, exteriormente son diferentes.
El sacerdote ya no se mantiene de espaldas, y las respuestas litúrgicas han dejado de ser propias del monaguillo: actualmente pertenecen a los fieles.
En vano he pretendido durante mi estancia en España recuperar la integridad de los tiempos que configuraban realidades durante nuestro reinado. Se acabaron las carrozas, los coches de caballos, los inmensos sombreros emplumados y floreados, las calles macadamizadas, las farolas de gas, los tranvías y tantas cosas que entonces nos parecían que jamás podían desaparecer.
Tras la misa, mis anfitriones me han conducido al comedor privado para desayunar.
Aunque con cierta nostalgia, no dejo de abandonar esta tierra con alegría. Las evocaciones que voy a llevarme conmigo están irisadas de cosas positivas.
De nuevo el doctor Nicod se empeña en revisar mi estado de salud. Le insisto en que me encuentro perfectamente. Pero en ocasiones el doctor Nicod es algo mandón.
Instalados ya en mi dormitorio, me toma el pulso, me obliga a que saque la lengua, me ausculta y me sube la manga para tomarme la presión.
– Todo está correcto. Sólo la tensión falla un poco. Las emociones no perdonan -me dice con aire tranquilizador-. Espero que su regreso a la Costa Azul le permita recuperarse de tantas agitaciones.
Enseguida me pregunta si he dormido bien.
– No. Pero he soñado -le respondo sonriente. Y como veo que el doctor me mira perplejo-: Mejor dicho, he vivido mi pasado.
– A veces recordar según qué pasado aumenta la tensión.
– Quizá.
Al marcharse he vuelto a echarme en la cama vestida. Le pido a Pepita Rich que entorne las contraventanas de los balcones.
– He dormido mal -le confío-. Cuando sea la hora de dirigirnos al aeropuerto, avísame, por favor.
De nuevo la semipenumbra. De nuevo el sonido amortiguado de una ciudad repleta de rastros perdidos y de nostalgias incapaces de ser recuperadas.
Vuelve Jaime.
Era él quien me informaba de lo que en la ciudad donde ahora me encuentro, y en todo el país, estaba sucediendo al instaurarse la república.
«Las noticias que me llegan son espeluznantes», solía decirme. «El desorden cívico prevalece por encima de cualquier intento de sofocarlo.»
Supe por él que se formó un gobierno provisional con Niceto Alcalá-Zamora como presidente y Maciá como presidente de la Generalidad de Cataluña.
«Pero me temo que esas presidencias no van a durar. Los comunistas, socialistas y anarquistas están imponiendo sus criterios. Todo dependerá del Gobierno que se instaure después de las elecciones.»
Por lo pronto, al mes de haberse proclamado la república comenzó la quema de los conventos. ¿Por qué? Las razones eran vagas. Se decía que el pueblo quería hacer desaparecer todo lo que la monarquía había custodiado.
El pueblo. ¿Qué pueblo? Era absurdo imaginar que el pueblo español fuera tan salvaje. De pronto las turbas, en la calle, incendiaban coches pertenecientes a los monárquicos, mientras otros grupos intentaban quemar el edificio del periódico ABC.
Además, tras una huelga general sin causa, comenzaron los incendios de las iglesias, no sólo en Madrid, sino en varios lugares de España.
«Lo peor es que el Gobierno se queda impasible», insistía Jaime. «En estos momentos se han devastado cuarenta y ocho edificios religiosos.»
No tardé en saber que infinidad de obras de arte, como la iglesia de Santiago en Málaga y el colegio de Santo Tomás de Villanueva, eran ya puras cenizas.
Al parecer se hablaba mucho de un magnífico escritor llamado Manuel Azaña, que había sido secretario del Ateneo y cuya cultura era muy respetable.
De secretario pasó a ser presidente de aquella institución. Su labor fue notable: pagó deudas, renovó la decoración y el mobiliario, modernizó criterios y dio al Ateneo una vida y una orientación más acorde con los tiempos. Pero, según decían, no valía para político.
Era dubitativo, poco social, algo tosco y escasamente dado a reaccionar cuando los hechos y situaciones exigían urgencia. Durante aquel lapso y en espera de un gobierno definitivo, Azaña asumió el Ministerio de la Guerra. No obstante, pese a su fama de misántropo y su reconocida apatía y desgana, su altura literaria y sus grandes dotes de orador lo llevaron al poder político.
A los seis meses fue nombrado presidente del Gobierno.
Por aquellas fechas y ya definitivamente instalados en Fontainebleau, los Lécera y yo hicimos varios viajes. Cambiar de ambiente era gratificante. Pero nos dolían las constantes noticias que de un modo oculto nos enviaban desde España.
El propio Alcalá-Zamora, propicio a instaurar una república civilizada y respetuosa, se vio desbordado por un fanatismo desmesurado contra todo lo que oliera a religión, a nobleza y a personas adineradas.
Los desmanes fueron en aumento con Azaña. Por las calles se escuchaban estribillos soeces cantados a viva voz. Las cárceles abrieron sus puertas no sólo a los presos políticos, sino a los mayores delincuentes. Pero Azaña no reaccionaba.
Tras el acuerdo de la cámara de separar la Iglesia del Estado, lo primero que se decretó fue la expulsión de los jesuitas.
El odio a la monarquía brotaba cada vez más brioso no sólo destruyendo y atacando todo lo que se consideraba religioso, sino derrumbando estatuas, signos reales y monárquicos, rompiendo vidrieras, saltando los rótulos de los proveedores de la Real Casa y citando a todos los nobles con el «ex» propio de lo que ya ha muerto.
Jaime, ante tanto desvarío, bromeaba: «Tú ya no eres reina: eres una ex reina, como yo soy un ex duque».
También el sentido patriótico era un legendario y decrépito sentimiento que debía apartarse de los buenos tiempos que la república propiciara: «No se dan cuenta de lo que se está cociendo en España. Fin de la paz. Dios quiera que el país no acabe hecho trizas».
Cuando le oía hablar de aquel modo, no podía evitar el gran dolor que Alfonso seguramente experimentaba. Comprendí en ese momento que España estaba perdiendo la brújula que hasta entonces había marcado los puntos cardinales de nuestro proseguir. Sin ella, aquella tierra podía convertirse en un desierto social y político donde los caminos eran torpes desvíos hacia los mayores desmanes.
Ya no se trataba de un cambio normal y corriente o de gobernantes dispuestos a mejorar el país. Lo que estaba ocurriendo era un desaforado modo de endilgarlo hacia un caos total.
Seguramente se pensó que el Gobierno recién instaurado, al ser provisional, carecía de las riendas que podían evitar las disparatadas formas de destruir las columnas más valiosas de España.
Pero incluso los periódicos se notaron aupados y fortalecidos con las declaraciones de un antiguo monárquico que jugaba a ser republicano, Miguel Maura, con frases tan poco sustanciales como las que exclamó cuando lo nombraron ministro: «El espectáculo que ofrece Madrid es algo prodigioso».
Semejantes declaraciones favorecieron que todos los periódicos de España se decantaran hacia las izquierdas. «En España no cabe un centro moderado, la palabra "república" podría convertirse en el detonante más grave de una dictadura revolucionaria», comentó Jaime.
Sólo el Debate se atrevió a dedicar un caluroso homenaje al rey. La apología terminaba con una frase elogiosa: «Un rey que sigue manteniendo las simpatías de la parte más numerosa de la nación». Añadía luego que Alfonso se había ido porque el Gobierno no había sabido defenderlo.
No obstante, en el editorial del mismo número se afirmaba que era preciso acatar a la república, puesto que era la forma de gobierno recién establecida en nuestro país.
Sólo el periódico ABC permaneció firme en sus lealtades a la monarquía. Al margen de sus convicciones, nunca desviadas, había sufrido un grave intento de incendio, por ser un periódico monárquico.
«Lo grave de España», me dijo Jaime, «es que no se admite la república como una institución normal y democrática, al contrario: "ser republicano" en nuestra nación siempre supone ser socialista, anarquista o comunista, lo cual bordea la dictadura de izquierdas».
Al parecer, de nada servía que el Estatuto jurídico del Gobierno hubiera hecho pública su decisión de respetar de manera plena la conciencia individual mediante la libertad de creencias y culturas, sin que el Estado pudiera en momento alguno pedir al ciudadano revelación de sus convicciones religiosas. La religión continuaba siendo un obstáculo grave para cualquier opción oficial.
También se decretó la concesión de amnistías por los delitos políticos, pero indistintamente se añadieron también los reclusos con delitos criminales.
El desajuste comenzó en Bilbao: los presos comunes fueron liberados por unas turbas revolucionarias que asaltaron las cárceles gritando: «Viva el comunismo» y «Vivan los sóviets».
Al parecer, aquel desafuero no sólo ocurrió en Bilbao, también sucedió en las cárceles de Madrid, Sevilla, Valencia y Barcelona.
Pero el Gobierno no reaccionaba. Jaime lo veía todo muy claro: «No se pretende implantar una república normal, Ena. Tal como están sucediendo las cosas, es evidente que el comunismo pretende instalarse en España para cercar a Europa: en el norte, Rusia, y en el sur, España, puede ser el perímetro que vaya invadiendo a todo el continente europeo poco a poco para encarcelarlo».
En cuanto a Cataluña, al parecer todo era similar a lo que ocurría en Madrid. Con el rehilete del independentismo, rechazaron al moderado Cambó para gritar por las calles: «Visca Maciá», «Morí Cambó». Porque al parecer el «Avi», como le llamaban, pensaba instalar bajo mano su república particular en Cataluña.
Las noticias que me daba Jaime eran espeluznantes. No podía imaginar que todo lo que me decía pudiera ser verídico. La indignación se sumaba a sus criterios: «Las repúblicas carecen de la fuerza monárquica», decía. «Por sólidas que parezcan, carecen de la fuerza que emana de la columna vertebral. Es precisamente esa columna lo que evita que el país se doblegue y se destruya».
Y añadía que los presidentes pueden ser apoyos de esa columna, pero nunca columnas vertebradas como lo son los reyes por derechos propios y dinásticos. Es decir, por herencias. ¿Quién se empeñaría en destruir un bien propio? Por eso sus responsabilidades por ser breves también serán siempre precarias, interesadas y también egoístas. «Cuando un país se desmanda y el caos se impone, sólo un rey puede mediar y reconstruir el orden que se precisa.»
Recuerdo que mientras me hablaba me parecía escuchar la voz de Primo repitiéndome aquella frase poco antes de que emprendiera el destierro: «La mayor parte de los españoles, Señora, son como niños: precisan siempre algo parecido a un torniquete para que España no se desangre y desnivele la balanza de su bienestar».
Al escucharle creí que se refería a la dictadura: «No, me refiero a la monarquía», continuó diciendo. «Los españoles somos bastante proclives al desequilibrio.» Y como me viera dubitativa, añadió: «Nos gusta estar arriba aunque corramos el riesgo de caer en lo más bajo. Los presidentes no son estables. No han nacido pegados a la patria. Los reyes sí. Los reyes tendrán sus defectos, pero aman a su tierra. No buscan prepotencias. Sólo aspiran a que su país no se malogre».
Al principio de aquel desbarajuste Azaña todavía no era presidente. Asumió el Ministerio de la Guerra. Al dimitir Alcalá-Zamora, se hizo cargo del Gobierno, y cuando Alcalá-Zamora fue nombrado presidente de la República, Azaña continuó en su puesto hasta finales del año 1933.
Fue un año prolífero en acontecimientos en nuestra familia.
Inesperadamente nuestro hijo primogénito nos anunció que tenía intención de casarse con una mujer joven que con él compartía reposo en el sanatorio donde vivía.
Comprendí entonces su alegría cuando yo iba a visitarlo. Indudablemente la mejoría que yo había atribuido a los cuidados médicos evidenciaba también el estado de felicidad que su novia le proporcionaba. Era cubana y por descontado ajena a cualquier nobleza europea.
Hacía muchos años que Cuba había dejado de pertenecer a España.
En cierto modo creo que mi marido, cuando su hijo le comunicó el deseo de casarse con Edelmira, vio el cielo abierto. Por eso permitió su boda con la condición de que renunciara al título de Príncipe de Asturias.
Mi hijo aceptó la propuesta. Diez días después se casaban en Lausana, primero por lo civil y luego por la Iglesia en el Sagrado Corazón de Ouchy.
Como Alfonso se negó a asistir a la boda, no vacilé en estar yo a su lado junto con mis hijas. Nuestra comunicación todavía era precaria; mi elección cuando salimos de España fue explosiva: dos años habían transcurrido desde aquel fatídico día. No quería verlo. Me negaba a compartir con él algo que pudiera obligarnos a recordar nuestro mutuo descalabro. Todo en aquel pasado era ya letra muerta, desvíos irrecuperables. Mi certidumbre sólo eran Jaime y Rosario. En ellos la palabra «paz» tenía un sentido. Por eso no deseaba volver a encontrarme con quien para mí suponía una continua guerra. Ya nada podía destruir las barreras que nos separaban. Era necesario olvidar y convertir en fábula lo que pudo ser historia.
Inútil resulta recuperar el sueño. En ocasiones el hecho de estar echados seguramente aumenta el morbo del recuerdo. Las evocaciones se vuelven tan vivas probablemente por la postura que adoptamos: el riego del cerebro es más fluido y la mente aviva el transcurrir del pasado.
A medida que el tiempo se difumina, surgen los relieves de los momentos cruciales que parecían dormidos. Recuerdo ahora hasta qué punto las noticias que nos llegaban de España eran dolorosas: las izquierdas desenfrenadas pretendían identificar sus desmanes con el deseo de los españoles. Azaña, desde el Gobierno, admitió una Constitución que, siendo laica, y por supuesto totalmente hostil a las creencias y sentimientos del pueblo, desvirtuaba la realidad. No fue una Constitución elaborada por consenso, sino por el rodillo aplastante de la izquierda; método que Azaña alabó y rubricó.
La boda de mi hijo Alfonso no fue un acto relevante. Al contrario, se celebró como de puntillas y en la más rigurosa intimidad.
En cierto modo, la negativa de Alfonso a formar parte de aquel acontecimiento era una manera de desligarse de lo que durante tantos años se había negado a realizar. El Príncipe de Asturias de ninguna forma podía haber servido a la corona si en el futuro la monarquía llegara a restaurarse. Débil, poco preparado y ansioso de vivir desinhibido de problemas políticos y aferrado a quien lo quisiera de verdad, mi hijo buscaba consuelo en alguien que pudiera hacerle un poco feliz.
Su amor por la cubana no era una entelequia. Estaba verdaderamente enamorado de ella. «Te lo aseguro, mamá. Al lado de Edelmira yo seré feliz.»
Al salir de la iglesia, mis hijas y yo lo acompañamos a la estación. Pensé que Alfonso había asumido totalmente los gastos de nuestro hijo; sin embargo, la realidad o quizá la falta de una madurez que mi hijo jamás pudo alcanzar convirtieron su viaje de novios en un verdadero descalabro.
Afianzados en la postura de «hijos de un rey», fueron introduciéndose en el laberinto de los desconciertos hasta verse forzados a caer en pequeñas bajezas, que, cuando lo supe, me causaron una auténtica descarga de dolor.
Se lo dije a Jaime: «Acaban de asegurarme que mi hijo y Edelmira se ven obligados a pagar los hoteles exhibiéndose en el comedor para atraer a los huéspedes».
Jaime asintió: «Lo sabía, pero no me atrevía a decírtelo».
Tres años duró aquella pantomima.
El amor de Edelmira probablemente fue sólo una fascinación causada por el hecho deslumbrante de casarse con el heredero de una corona que, aunque perdida, seguramente podía recuperarse.
El hecho fue que tres años después, cuando en España estalló la Guerra Civil, Edelmira, harta ya de esperar lo que jamás conseguiría (ser «alguien» en la alta sociedad), telefoneó a la infanta Eulalia para comunicarle que dejaba a su marido y que se iba a América.
Otra guerra. Otra incertidumbre. Otro dolor quebrando la vida de mi hijo y la mía.
Alfonso continuaba enamorado de aquella mujer. Desesperado, al verse abandonado corrió en su búsqueda con la esperanza de reconquistarla. No podía admitir que tanta efusión compartida pudiera repentinamente esfumarse.
Al parecer, cuando se vieron en Nueva York era tal su necesidad de ella, que no vaciló en mentirle: le aseguró que su renuncia al trono no era válida. Pero Edelmira no quiso escucharlo. La falta de salud de su marido podía soportarse en un sanatorio, pero en la vida corriente no era posible encajarla. El amor-pasión siempre es precario. Es como el hielo: guarda y conserva, pero cuando se despedaza, se deshiela y se convierte en agua.
Desmoralizado, mi hijo no se conformaba con afrontar la vida a solas. La quería. La necesitaba. Sobre todo, precisaba sentirse apoyado, protegido y también querido.
Su padre, desde la distancia, le adjudicó un secretario que administraba sus gastos a costa de mi marido. Pero aunque con la vida resuelta, mi hijo se notaba desarraigado, triste, desesperado.
Durante su estancia en América sufrió percances que, como siempre, exigieron varias transfusiones de sangre. Un año después obtuvo el divorcio en La Habana.
De nuevo la soledad, el vacío y la maldición de la adelfa empañando cualquier vestigio de esperanza.
Por aquel entonces España continuaba también enferma de hemofilia política. En el frente de Teruel, España se desangraba. Nada en el entorno de mi vida, salvo el aliento que me habían prestado los Lécera, era positivo. Pero en aquella época los Lécera ya no estaban conmigo.
Iba a correr a su lado cuando me dijeron que Alfonso se había casado por lo civil con otra mujer. Era hija de un dentista y ejercía de modelo. Viajaron a Miami. Recuerdo su nombre: María Rocafort. Aquel amor duró poco. Menos que el anterior.
Desmoralizado, mi hijo vivía muriendo entre hospitales y cabarets. Quería sentirse sano, normal y capacitado para llevar una existencia sin problemas crónicos. Se negaba a ser un andrajo de hombre con sensibilidad de coloso. Se obstinaba en ser una persona corriente, sin lacras ni desalientos, y deambulando por Miami topó con otra mujer.
Fue en septiembre. Un septiembre fatídico que jamás pude olvidar. Ella era prostituta. En ocasiones son esas mujeres las que mejor comprenden las miserias de los hombres desesperados. Mi hijo era uno de ellos. Tenía ya treinta y un años, era guapo, era sensible y sobre todo estaba destruido. Al acercarse a ella se identificó: «Sólo pido un poco de cariño: estoy enfermo y seguramente pronto moriré. Por favor, sé buena conmigo», le dijo. «Soy muy desgraciado.»
Se llamaba Mildred Gaydon y tenía cuatro años más que mi hijo. Al principio Mildred, algo reticente, le respondió que ella no era una ramera fácil. «No importa. Sólo pido que me escuches. No voy a exigirte más. Necesito comunicarme, estoy solo y mi vida pende de un hilo. Por favor, ayúdame.» Lo suplicaba porque sabía que las prostitutas saben ayudar. Comprenden. Y sobre todo asumen los hundimientos ajenos como si fueran propios. También ellas en cierto modo arrastran en la precaria faceta de su condición el deseo angustioso de ser comprendidas.
Tal vez por eso aquella mujer no tuvo reparo en ser para Alfonso la madre que en aquellos momentos se hallaba en otro continente ajena al dolor de su hijo.
Nuestra comunicación no podía ser fluida. Y entonces las distancias ante situaciones que requerían urgencias eran implacables. Llegar a tiempo era un proceso difícil. Las horas fluían lentas y los días eran eternos.
Tras el accidente que lo condujo a la muerte, nos avisaron a Alfonso y a mí.
Alfonso se abstuvo de viajar a América. Probablemente creyó que se trataba de un accidente más en la desgraciada vida de su hijo.
Yo me encontraba entonces en la isla de Wight e inmediatamente me trasladé a Southampton para embarcarme en el Queen Mary, por ser el medio más rápido de llegar a América.
Confiaba aún en que mi hijo sanara. Muchas habían sido las urgencias que parecían irreparables y sin embargo siempre las había vencido. La travesía abarcaba cuatro días.
Cuatro días navegando. Cuatro noches de insomnio. Cuatro dolores latentes: el miedo, los autorreproches, la inmensa tristeza y también el deseo grande de que mi hijo, por fin, descansara; que su vida, tan valiosa para mí, dejara de ser una constante búsqueda de felicidades imposibles. Todas se cumplieron.
Ésa fue mi travesía: una especie de purgatorio que, lejos de prometerme un cielo, me introducía hora tras hora en el infierno de las inquietudes más dolorosas.
Cuando ya de madrugada llegamos al puerto de Nueva York, supe la verdad; mi hijo llevaba muerto dos días. De allí me trasladé a Miami, donde me dijeron que al conocer mi próxima llegada Alfonso no hacía más que repetir: «Mother, mother».
Aquel mismo día mandé decir misas por su alma. También quise conocer a la persona que había estado con él hasta su muerte. Precisaba verla, oír el relato de lo ocurrido de sus propios labios.
Me advirtieron que se trataba de una prostituta. ¿Qué importaba? «Es un ser humano. Necesito verla. Ella estuvo con mi hijo hasta que murió.»
Cuando la vi entrar en la salita del hotel donde me hospedaba, me sorprendió su belleza. Era morena, alta y sus facciones parecían armonizar con las de una persona profundamente buena.
Le pedí que se sentara.
«Conocí a su hijo en un cabaret», empezó diciendo.
Al parecer, lo había visto muy decaído y triste. Le confió que conocía todos los hospitales de España, de Francia, de Inglaterra, de Nueva York, de Cuba y que aquella misma noche acababa de salir de un hospital de Miami. Al escucharlo comprendió que precisaba ayuda. «Me contó que su madre era inglesa y que en aquellos momentos se hallaba en la isla de Wight. Yo ni siquiera sabía dónde estaba esa isla, pero le dejé hablar», continuó diciendo Mildred.
Su relato al parecer fue patético: «No he visto a mi madre desde que me hicieron una transfusión de sangre en Nueva York», empezó diciendo. A continuación le confió también que se encontraba muy solo. «No tengo a nadie. Por favor, ayúdame. Necesito hablar con alguien que me escuche.»
Y habló. «Me explicó su vida», añadió Mildred con ojos llorosos. «Comprendí que su hijo deseaba desesperadamente que lo atendieran, que lo único que pretendía era sentirse acompañado», continuó diciéndome. «Lo acepté. Lo escuché y hasta lloré con él.»
Al salir del local donde se habían encontrado, Mildred, emocionada y llena de piedad por aquel cliente tan desolado, le propuso dar una vuelta en coche y detenerse en algún drive-in de Cayo Largo cercano a la carretera. «No debí hacerlo», me explicó compungida. «Pero yo sólo pretendía que olvidara, que su tristeza crónica menguara un poco.»
Al parecer, mi hijo aceptó complacido, pero al entrar en el coche Mildred consiguió impedir que se pusiera al volante: «Temí que el alcohol que había ingerido pudiera afectarlo».
Casualmente, mientras entraban en el vehículo, se cruzaron con el doctor que lo había atendido en el hospital de Cuba. «Fue providencial», me confió de nuevo Mildred. «Sin embargo, tengo la impresión de que, al verlo, su hijo estaba convencido de que iba a morir: para él debió de ser algo parecido a una premonición».
Era duro escuchar su relato. Fuera cual fuere la calidad de vida de aquella mujer, lo que destacaba en ella por encima de todo era un acentuado afán de ayudar a mi hijo y el dolor que su muerte le estaba ocasionando.
«Confiada en que el alcohol podía inhibirlo de tanta desgracia, le propuse entrar en la casa de Mac. Allí bebimos mucho más. Teníamos el contento propio de los que fían en los efectos etílicos. La vida era bonita en aquellos momentos. Todo iba a cambiar para él», continuó explicando. «Pero al salir a la carretera su hijo quiso ponerse al volante. No pude disuadirlo. Se notaba seguro, prepotente. "No debes temer", me dijo. "Conduzco bien, me enseñó mi padre".»
Mildred tragó saliva porque su voz perdía nitidez. Sufría. Le agobiaba reconstruir la escena que había llevado a mi hijo a la muerte. Sosegada, continuó su relato. Me dijo que él se acomodó al volante con aire seguro. Quitó el freno, puso la primera y arrancó con fuerza como quien considera que el mundo es suyo.
Mildred intentó suplicarle que no corriera tanto, pero ya era tarde: el vehículo se empotró contra un poste de teléfono del bulevar Biscayne.
Desde entonces han pasado treinta y siete años, pero cada vez que recuerdo a mi hijo la voz de Mildred continúa sonando en mis oídos como si la tuviera a mi lado.
No he vuelto a verla. Ignoro qué ha sido de su vida. Pero sigo experimentando por aquella muchacha un cariño inmenso. Creo sinceramente que fue ella la única persona que, de un modo desinteresado, amó de verdad a mi hijo.
Ninguna de sus otras mujeres vertió tantas lágrimas por él como las vertió Mildred: «Yo quería ayudarlo, Señora. Yo pretendía que fuera un poco feliz», repetía constantemente.
Dios quiso que el doctor cubano que conocía a mi hijo sintiera la necesidad al cruzarse con él de correr a su encuentro. Algo presentía. Pero llegó tarde. Mi hijo una vez más chocó contra el parabrisas y se hizo una herida profunda en la frente que sangraba sin parar. «Intenté incorporarlo, pero no tuve fuerzas», siguió explicándome Mildred.
Fue el doctor cubano quien lo trasladó como pudo al hospital Garland de Miami, pero cuando yo llegué allí mi hijo ya no existía. Existía el remordimiento y una inmensa tristeza: no estuve a su lado mientras moría. Ya no podía llamarme, pero desde donde ahora se encuentra tengo la seguridad de que probablemente sabrá que fue su muerte lo que me facilitó el hecho de renunciar definitivamente a aquel otro amor-amistad que sólo duró siete años.
Escucho los pasos de Pepita Rich aproximándose a mi alcoba. Antes de que llegue, me levanto de la cama para abrirle la puerta.
– Señora, se acerca la hora. Su Majestad don Juan ha salido ya de la Zarzuela con los príncipes para llevarla al aeropuerto. Petra y Pilar están dispuestas, y los señores duques de Alba han organizado un pequeño almuerzo por si Vuestra Majestad desea tomar algo antes de emprender el viaje.
Agradezco la atención de los duques, pero el desayuno ha sido abundante. A decir verdad, no tengo apetito. El hecho de abandonar España convencida de que ya no podré regresar se me antoja una especie de descalabro algo parecido a lo que experimenté aquella madrugada del 15 de abril.
Cuánto ha muerto desde entonces. Sin embargo, cuánto queda aún por morir.
Los pasados siempre regresan. Las vidas actuales ¿tendrán mañana un valor positivo? Es difícil saber lo que el porvenir depara al hombre. La tierra es un constante retroceder hacia el ayer, pretendiendo avanzar hacia el mañana.
Afortunadamente, cuando se llega a mi edad resulta evidente comprobar que la vida, por muy completa que nos parezca, cuando va menguando aumenta. Jaime siempre lo decía: «Lo que llamamos vida es demasiado importante para que lo que la muerte pueda ofrecernos no lo sea mucho más». Tenía razón. ¿En qué consiste vivir? Cuántas veces me he hecho esta pregunta. Lo sé ahora que soy vieja: vivir es únicamente un desquiciado y maravilloso ensayo general para la representación que nos espera más allá de lo que llamamos vida.
Asimismo me he preguntado qué hubiera ocurrido si, tras la Guerra Civil ganada por Franco, Alfonso hubiera vuelto a reinar. La reticencia del General por restaurar la monarquía tuvo sus aliados primeramente en la inmediata Segunda Guerra Mundial y después en la muerte de mi marido. De haber vivido al final de la Guerra Civil, Franco nunca se hubiera opuesto a que Alfonso recobrara el trono. No hubiera podido. Siempre había actuado de un modo fiel a la monarquía. Pero Alfonso murió poco después de la contienda española y Franco decidió esperar. ¿Hasta cuándo? ¿Será mi hijo Juan el próximo rey de España? Resulta difícil saberlo. Tarda demasiado tiempo en manifestarse.
A mi entender se equivoca: las gentes que soportaron la horrible guerra de España hubieran aceptado el regreso de un rey con los brazos abiertos.
En estos momentos España es una nación desconcertada, alejada del mundo y bañada en estrecheces. ¿Qué espera ese hombre para convertir esta tierra en un pedazo de Europa? ¿No comprende que cuanto más tarde en restaurar la monarquía más se irán debilitando las fuerzas básicas de la nación? Si su existencia se prolonga demasiado, cuando se corone tanto a mi hijo Juan como a mi nieto Juanito el pedazo de médula infectada de anarquismo, socialismo y comunismo que todavía late a escondidas en los silencios impuestos por el dictador se expandirá y dominará a una gran parte de los españoles (como ocurrió tras la dictadura de Primo) desbocadamente y exigiendo lo mismo que proclamaba la Segunda República: separatismo, ataques a la religión, terrorismos indiscriminados y leyes que puedan ser delictivas.
De nada habrá valido una guerra para que los desmanes se extiendan por la Península.
«Los pasados siempre vuelven», me decía Jaime. «Y a veces con mayores ímpetus.»
Espero que Jaime no tenga razón, porque lo que ocurrió en España durante los ocho años que fue republicana se convirtieron en ocho inmensos suicidios sociales y políticos.
Lo grave era que todo se tamizaba por el cedazo de la libertad. Pero la libertad republicana se alimentaba de una infinidad de libertades que permitían matar sin castigo, dictar órdenes y leyes propicias al amor libre, atacar a los nobles y pudientes, nacionalizar los bienes de la Iglesia, atenazarla, convertirla en un reo y despojarla del respeto requerido. Por supuesto también se expropiaron los bienes particulares para cederlos al pueblo, y convertirlos en lujosos lugares de recreo. Asimismo hubo degradaciones como las que sufrió el cardenal Segura por haber defendido los derechos de Dios antes que los del pueblo; enseguida se decretó la disolución de las órdenes religiosas que, además de acatar los tres votos canónigos, no se avinieran a colaborar y obedecer a las distintas autoridades del Estado. Por consiguiente el Estado tenía todos los derechos legales para nacionalizar sus bienes y cederlos a fines benéficos y docentes según sus criterios laicistas.
De hecho, aquella república (que en un principio se pretendía establecer de un modo civilizado y sin grandes gestos revolucionarios) era ya un desafío claro hacia todo lo que oliera a serenidad, placidez, sensatez, honestidad y paz.
Las noticias que llegaban de España resultaban angustiosas. Generalmente venían a nosotros a través de Pepe Mamblas, duque de Baena, que se había exiliado voluntariamente y vivía en Biarritz.
Su calidad de diplomático fue muy valiosa para los desterrados de la zona roja. Durante la Guerra Civil, cuando ni los Lécera ni yo estábamos ya en Fontainebleau, era a través de él de quien recibía cartas de los amigos de España. Las de Jaime las guardé mucho tiempo. En ellas siempre reiteraba todo cuanto había experimentado por mí desde que nos habíamos conocido; no obstante, cuando mi hijo Alfonso murió, sentí la necesidad imperiosa de romperlas y suspender por algún tiempo nuestra comunicación. Habían transcurrido dos años desde que la guerra había empezado en España y en cierto modo yo me notaba culpable por la muerte de aquel ser tan querido.
Con todo, la comunicación con Jaime recobró fluidez a medida que la Guerra Civil avanzaba. Pepe Mamblas continuaba siendo receptor y transmisor de nuestras mutuas comunicaciones.
Al poco tiempo de estallar aquel horrible conflicto bélico, Guipúzcoa fue conquistada por los llamados nacionales y San Sebastián se convirtió en la ciudad remanso que, por rozar la frontera francesa, permitía a través de Biarritz una comunicación fluida entre Francia y la España blanca. Para entonces Pepe Mamblas era en cierto modo el gran cartero de España. Incluso cuando tras la guerra española estalló la Segunda Guerra Mundial, Pepe nunca dejó de ayudar a los amigos que precisaban comunicarse con el extranjero.
No obstante, su exilio duró muchos años, ya que jamás quiso volver a su tierra por discrepar de las actitudes de Franco.
Sin embargo, cuando la Guerra Civil todavía era sólo una probabilidad futura debido a los desmanes que la república había producido, yo todavía vivía en Fontainebleau con los Lécera. Corría el año 1934 y mi hijo Alfonso aún trataba de rehacer su desgraciada vida, dando tumbos desesperados para que el escaso tiempo que le quedaba de vida le permitiera encontrar a alguien que le hiciera feliz. No lo conseguía. Era imposible. Tampoco quería reunirse con sus hermanos en Europa.
Roma era una ciudad abierta a la belleza y a una paz que tampoco podía durar. Pero mi marido conservaba buenos recuerdos de aquella ciudad y decidió instalarse en ella con el resto de nuestros hijos.
En varias ocasiones los había yo visitado mientras viajaba con los Lécera, pero siempre durante las ausencias de Alfonso.
Un año antes, en España se habían celebrado elecciones generales: ganaron las derechas. Esa circunstancia se debió principalmente a que la mujer tenía ya derecho al voto. Pero el resultado, lejos de favorecer las tendencias izquierdistas como se pretendía, se decantó hacia las derechas porque, al margen de los desmanes que venían arruinando la vida cotidiana española, todas las monjas salieron de sus conventos para prestar apoyo al remedio derechista. Y en aquella época todavía fluían con entusiasmo y generosidad vocaciones religiosas en todo el país.
Vencieron Gil-Robles y Lerroux; no obstante, aquel triunfo duró poco. El Estatuto catalán (aprobado ya hacía dos años) dio en convertirse para Companys en una afirmación de los derechos independentistas y en octubre de aquel mismo año, ante una muchedumbre congregada en aquel entonces en la plaza de la República, el gobierno de la Generalidad proclamó desde el balcón principal el Estado catalán dentro de la República Federal Española.
La reacción fue instantánea. El ejército bombardeó el edificio y Companys tuvo que entregarse.
También en Asturias hubo levantamientos revolucionarios.
Cuando ahora pienso en las noticias que entonces nos llegaban, todavía no acabo de comprender cuál era la causa que convertía a los españoles que yo había conocido en verdaderos depredadores de su propia tierra.
De hecho, el río de sensatez que siempre había yo conocido mientras fui reina, por carecer de cauces sólidos, se estaba desbocando sin que los remedios políticos pudieran acallar tanto desmán.
Todo en España parecía anegado en una charca de despropósitos. Era como si la guerra que asoló aquella tierra dos años después hubiera ya comenzado.
Nadie entendía aquella horrible y desaforada existencia en un país que hasta la llegada de la república había sido un remanso de sencillez civil.
De nada valía que el ejército tratase de encalmar aquel inexplicable desvarío. ¿Por qué? ¿Por qué tanto odio flotando en el ambiente? ¿Por qué tanta locura desatada?
De pronto lo inesperado: me llegó desde Austria donde Alfonso veraneaba. Beatriz y Gonzalo habían acudido a visitarlo. Todo era normal, todo parecía inofensivo. Nada despedía tufos de alarmas dolorosas, hasta que estalló la noticia: «Gonzalo ha tenido un accidente».
En aquellos momentos fue como si el desfalco que España sufría se hubiera adueñado de nuestra familia.
Corrí a su encuentro. Allí estaba también mi marido. Casi no hablamos. Lo esencial era Gonzalo, aquel hijo pequeño que en cierta ocasión me vio llorar. Todavía vivía pero ya con el desvarío de la muerte en la mirada.
Me explicaron que mientras su hermana Beatriz conducía el automóvil con él al lado tuvieron un pequeño choque que carecía de importancia. «Fue sólo un frenazo», repetía mi hija acongojada. «Frené para no chocar contra la bicicleta que montaba el barón de Neimann.»
Gonzalo no tuvo heridas graves, ni lesiones profundas. Tuvo muerte. Una muerte absurda que no paraba de sangrar cuerpo adentro.
Otra prueba. Otro dolor que reconstruía de nuevo los dolores constantes que Alfonso nunca me perdonaba. Recuerdo ahora su mirada, cuando tras ver el rostro cetrino de nuestro hijo se dirigió a mí casi despectivamente: «Tenía veinte años», dijo. Y salió de la estancia como si aquella frase resumiera el total desencanto que le producía verme convertida en un reguero de lágrimas.
Yo era la culpable. Yo había transmitido la savia envenenada a aquel ser que tanto queríamos los dos.
Fue aquella muerte lo que más contribuyó a que mi separación de Alfonso se dilatara. «No volveré a verlo», me dije. Resultaba duro comprender que aquel muchacho tan lleno de vida, inteligente, estudioso, con un porvenir brillante, había muerto desangrado por sortear el choque contra la bicicleta de alguien que ni siquiera conocía.
Todo era absurdo. Todo se aliaba para desmontar de nuevo aquellos brotes de felicidad que mi estancia en Fontainebleau me había proporcionado.
Cuando tras el funeral regresé a Francia, sólo el apoyo de Jaime y de Rosario pudieron conseguir que mis lágrimas se paralizaran un poco tras aquel dolor imprevisto. Cuántas veces he pensado que si no hubiera sido por ellos tal vez me hubiera resultado imposible superar aquel nuevo eclipse de mi vida.
Dicen que el tiempo nos permite convertir los recuerdos dolorosos en dulces brotes de añoranzas sin dolor. Pero no es cierto. El dolor siempre apunta sus flechas envenenadas hacia el duro blanco de la resignación. Y la resignación nunca es dulce. Sólo nos permite vivir sin desesperarnos. Entretanto, las noticias de España parecían ser menos desastrosas. La agitación social capitaneada por el general Sanjurjo motivó el cese de Azaña. Lerroux llevaba ya un año siendo presidente de la República y aquel breve período más o menos derechista alentó a no pocos españoles.
Azaña tuvo que retirarse por un tiempo breve; no obstante, sus ansias de poder no disminuían. Desde su retirada, creó el partido Izquierda Republicana, pero fundiéndose con socialistas radicales y con la Organización Republicana Gallega Autónoma.
Era imposible entender aquel desbarajuste.
¿Por qué tanta autonomía? ¿Qué se pretendía? ¿Desmembrar el país? ¿Qué podían ser los separatismos sino lamentables suicidios territoriales?
La prioridad de las derechas fue sólo un soplo de aire en pleno ahogo político.
Durante aquel período hubo una mayor sensatez civil, las órdenes religiosas fueron menos zarandeadas y desprestigiadas y los obispos pudieron expresar sus opiniones sin que se intentara censurarlas y ridiculizarlas.
Pero fue un respiro breve. El movimiento comunista no cesaba de trabajar soterradamente. La gente, desorientada, temía sondeos ocultos que de pronto brotaban en forma de atracos solapados pidiendo donativos para el Socorro Rojo mientras esgrimían, medio ocultas, pistolas y armas blancas. Los ambientes volvían a caldearse: «La amenaza militar siempre es mejor que las propuestas soviéticas», se decía. Pero todo se comentaba en sordina para no caer en desgracia y ser malinterpretado. Las izquierdas se habían identificado con las tendencias soviéticas y no estar de acuerdo con ellas podía consistir en algo parecido a una peligrosa y caduca forma de pensar.
Por aquel tiempo me comunicaron que nuestra hija Beatriz iba a casarse con el príncipe de Torlonia. La boda iba a celebrarse en Roma. Pero yo no asistí. No podía. Llevaba todavía incrustado el dolor de la muerte de Gonzalo y la desoladora reacción de Alfonso cuando nos encontramos frente a frente con el cuerpo inerte de nuestro hijo entre ambos.
Aquel mismo año se casó Jaime con Emanuela de Dampierre, lo cual reforzó el hecho de que el título de Príncipe de Asturias perteneciese a nuestro hijo Juan. Para evitar problemas, Alfonso no asistió a la boda. Asistí yo. Era evidente que todo había sido un montaje entre la familia Dampierre y mi marido para garantizar definitivamente su incapacitación como heredero de la corona.
Quedaba Juan. El futuro Juan III. Entretanto los disturbios y graves problemas cívicos continuaban en España. Aunque nadie podía imaginar lo que se estaba cociendo; aquel año fue desde su principio un constante cúmulo de incertidumbres.
Por las noticias que nos llegaban supe que las derechas habían comenzado su declive y que las elecciones municipales daban prioridad a las izquierdas republicanas. De nuevo el pavimento político del país parecía estallar de bríos comunistas. Era notorio que lo que se pretendía consistía en dominar a los ayuntamientos para proclamar la dictadura soviética, es decir, vinculando la voluntad del pueblo a unas elecciones parecidas a las que ilegalmente habían caracterizado la llegada de la república.
El estado de terror que se vivía en España era insoportable. Especialmente después del último Consejo de Ministros, que tuvo lugar el 2 de abril del año 1935.
Al parecer, debido a la peligrosa inestabilidad que sufría España, Alcalá-Zamora aconsejó suspender las Cortes. Pero Azaña, de nuevo jefe de Gobierno, se opuso.
Según me contaron, los dos presidentes se enfrentaron duramente.
Era mayo. Un mayo extraviado en contradicciones, temores y en la convicción de que algo muy tenebroso podría llevar a España al peor de los destinos.
Todo era transitorio y precario. Todo se sumía en probables pesadillas que astutamente iban ganando terreno en la vida cotidiana.
Se dice ahora que la guerra que un año después estalló en España fue un levantamiento contra la república legalmente constituida. Pero no es cierto. El levantamiento militar no fue contra la república, sino contra lo que aquella república ilegal y sus dirigentes permitían y apoyaban. Entretanto mi hijo Juan a finales de aquel año contrajo matrimonio con su prima María de las Mercedes de Orleáns. Tampoco asistí a la ceremonia. Lo sentí por él. Pero el ánimo aniquilador que me envolvía desvanecía cualquier intento de enfrentarme de nuevo con mi marido.
En vano Jaime trataba de borrar las nubes borrascosas que constantemente se adentraban en mis desánimos. Todo pesaba, todo era noche. Nada, salvo las constantes atenciones de Jaime y de su mujer, podía minimizar aquel principio depresivo que convertía los días en desvaríos que atufaban a muerte y que siempre apuntaban hacia lo que más podía dolerme.
¿Por qué me sentía culpable? ¿Por qué, cuanto más pretendía estabilizar mi vida, más se iba desmoronando? Nada era ya lo mismo en el fluir de los días y de los años. Sin embargo, cuando en mis insomnios meditaba sobre los desfalcos de mi vida, tenía la impresión de que la culpa de todo lo que ocurría se debía a mis hipotéticos errores. El tiempo pasaba arrastrando lentamente sueños vencidos y esperanzas que día a día se iban desvaneciendo en miedos y en autorreproches. Los años transcurrían como transcurren los tornados: dejando tras ellos lastres de cosas muertas y troceadas. Ignoraba las causas concretas. Pero nunca podía dejar de imaginar que tantos descalabros sucedían por no haber sabido ser una reina tal como los españoles querían que fuera.
Mas mis temores se disipaban cuando recordaba que el amor que Alfonso sentía por Carmen continuaba latente en su propio descalabro como rey.
«Varias veces ha intentado que Carmen y los niños se trasladen a Francia. Pero ella se niega», me dijeron.
Me dolía que, siendo un hombre siempre asediado por «mujeres pasatiempos», Carmen Ruiz Moragas, tan madre de sus hijos como lo fui yo, se negara a volver a verlo. ¿Por qué?
Jaime siempre encontraba una respuesta a mis constantes incomprensiones: «Desengáñate, Ena. El ser humano es por naturaleza extremista: cuanto más amamos, más expuestos estamos a odiar». Pero ¿sentía Carmen verdadero odio por el padre de sus hijos? ¿En qué se basaba para despreciarlo?
«Las grandes pasiones siempre son las últimas», me dijo. Y, como viera mi extrañeza, añadió: «Las primeras mueren por inanición anímica, en ellas sólo predomina el sexo. En cambio, a medida que se envejece la solidez se reafirma». Y, ante mi asombro, añadió: «La verdadera juventud no consiste en tener la piel tersa. Consiste en que los sentimientos maduren».
Comprendo ahora qué duro debió de ser para Alfonso verse menospreciado por quien por primera vez en la vida le había abierto las puertas de un amor duradero.
Recuerdo que Jaime, siempre atento a mis consideraciones, aquella vez añadió: «Desengáñate, Ena, todos somos enemigos de nosotros mismos. También el masoquismo puede disfrazarse de amor».
Cuántas veces la voz de Jaime suena en mis oídos desde que la Guerra Civil partió en dos nuestra convivencia. También aquel año fatídico debió de ser para Alfonso muy doloroso: Carmen Ruiz Moragas murió un mes antes de que la Guerra Civil estallara en España.
Pero de hecho todo cuanto afectaba a los españoles era ya un aviso de muerte.
Corría mayo. Cuántas veces a lo largo de mi vida he llegado a creer que mayo es un mes peligroso. La naturaleza se desquicia, se vuelve belicosa, y los trastornos humanos se multiplican. Será, como dicen, el mes de las flores, pero también las flores pueden ser venenosas.
Nada en mayo es estable. Cualquier imprevisto convierte el clima en tormentas, pedruscos, lluvias o fragores de ardores inesperados.
Aunque con indudables síntomas de inestabilidad, aquel mayo auguraba algo muy grave. Algo que, si no se tomaban medidas drásticas, podía convertir al país en un barrizal fangoso.
Incluso el dirigente socialista Indalecio Prieto, siempre tan antidictatorial, el día primero de aquel mes hizo una clarísima condena del clima de violencia general que se vivía en España. Inesperadamente, se mostró partidario de formar un gobierno nacional moderado para zanjar tantas y tantas tropelías que se derramaban constantemente en la vida ciudadana.
Fue aquella proposición tan insólita lo que impulsó a José Antonio Primo de Rivera a proclamar que Prieto, al fin, se acercaba al falangismo que él lideraba.
También entonces, según me informaron, empezó a cocerse, en el anonimato, un alzamiento nacional para defender a España de tantos desastres internos.
En medio de aquel desbarajuste, el día 10 de aquel mes, fue nombrado Azaña presidente de la República. Eso sí, con la abstención de la CEDA.
Estoy viendo a Jaime llevándose las manos a la cabeza: «Ese hombre va a acabar con España», recuerdo que me dijo. Estábamos ambos en el jardín de su villa, junto a Rosario y los niños. Ya no eran pequeños. Eran adolescentes. En ellos no cabía aún el temor que entre los mayores constituía una constante pesadilla llena de interrogantes. Ni siquiera entendían lo que significaba una guerra. Ni sabían de intervenciones militares, ni de los vacíos brumosos que su país experimentaba. Lo único que comprendían era que su amiga Ena ya no era reina. Y que, gracias a ello, yo podía tratarlos como había tratado a mis hijos cuando eran pequeños. Por aquella época el azañista Santiago Casares Quiroga fue nombrado jefe de Gobierno sin perder su cartera de Guerra.
Todo se arremolinaba en extrañas maniobras letales. Nada parecía normal. Los días transcurrían insertos en desánimos. Lentamente, aquello que Alfonso había querido evitar iba aflorando sin que cupiera la probabilidad de frenar el alud de insensateces que España estaba padeciendo.
De pronto nos enteramos de que José Antonio Primo había ingresado en la cárcel. ¿Por qué? Nadie lo sabía. Probablemente por ser hijo de su padre.
Cuando me comunicaron aquella noticia, experimenté una especie de escalofrío. No podía olvidar el rostro amable de aquel hombre que tuvo la gentileza de acompañarnos, hacía ya cinco años, durante la noche del día 14 al 15 de abril, camino de un exilio que nunca fue un retorno oficial. El de ahora sólo ha durado cinco días. El General se ha dignado facilitar mi regreso a modo de un permiso particular, pero a condición de que fuera breve.
Y recuerdo a su padre, perdido ya en los reproches que poco después contribuyeron a derrumbar el trono de mi marido. Y me noto arrastrada por sensaciones autónomas que lentamente me iban introduciendo a la rebeldía.
Nada en aquellos momentos me parecía justo: de nuevo los disturbios, de nuevo los enfrentamientos contra la Guardia Civil y los campesinos revolucionarios. De improviso, la ley de desahucios rústicos: los ricos al infierno; los proletarios al saqueo.
Asustado por todo lo que ocurría, Largo Caballero propuso una dictadura del proletariado y, ya en los límites de los desafueros, Miguel Maura inició una campaña de prensa pidiendo desesperadamente una dictadura republicana. Así era España: un enfermo crónico que sólo podía curarse decantándose hacia los extremos.
De nuevo las huelgas, los terrorismos, las amenazas. De nuevo el horror de salir a la calle y de nuevo la Generalidad conspirando y reorganizando el separatismo con un Companys recuperado, reforzado con bríos nuevos y llevando una corona de flores a la tumba de Maciá.
Y la gente ociosa amparando aquellos estropicios.
«Las multitudes precisan carnaza para sentirse "algo"», recuerdo que Jaime me dijo. «Es muy triste pensar que en España el centro se convierte siempre en una entelequia.»
El ambiente se iba llenando de presagios que, por lo solapados, mantenían a los españoles en constantes vigilias henchidas de probabilidades adversas. Los bancos se iban despojando de cuentas corrientes, de alhajas en las cajas fuertes y de peticiones de créditos. En cambio la solicitud de pasaportes aumentaba.
Algo que no llegaba a definirse vaciaba las mentes de seguridades. Todo en cualquier momento podía constituir una hecatombe. La gente hablaba de salir del país. La densidad propia de unas hostilidades desaforadas lo estaba exigiendo. No obstante, el desbarajuste que flotaba en el ambiente todavía no se denominaba guerra. Lo que se temía era una revolución: algo que podía resultar brumoso y molesto, pero no definitivamente agresivo; y por supuesto fácilmente atajable.
En cuanto a mi estado de ánimo, debo confesar que no sólo me abrumaba y me dolía lo que estaba ocurriendo en aquella tierra ya perdida para mí (aunque eso sí: clavada en el dolor de lo que se ha perdido), sino que se abría una brecha grande en algo que podía afectar la suave cotidianidad en Fontainebleau.
También allí comenzaba a formarse una nube que mermaba mi plácida convivencia con los Lécera.
Era difícil definir la causa. Aparentemente todo seguía igual. Era como si los sentidos se fueran paralizando sin saber exactamente cuál era el motivo de aquel tullimiento, todavía inserto en extraños presentimientos que dolían sin saber por qué. Me notaba confusa. ¿En qué consistía aquella nueva desazón?
Lo supe dos meses después, cuando julio se hallaba ya asentado en los calores veraniegos y la patria perdida decidió suicidarse partiendo en dos las causas de su inmolación.
Instalada junto a mi hijo Juan y mi nuera María, emprendemos el recorrido hacia el aeropuerto de Barajas. Los duques de Alba nos siguen en otro coche.
El día ha amanecido sin nubes. Dicen que mi vuelo a Niza será arropado por un sol que el retorno a España me negó. A veces los soles fingen ser cicateros, pero no engañan. Pese a todo, mi llegada a España, aunque llovía, fue el día más soleado de mi existencia.
Recuerdo hasta qué punto las multitudes cercaban el aeropuerto con gritos alentadores que desde las terrazas del edificio llegaban a modo de oleadas a mis oídos, alterando las cuerdas más sensibles de las emociones que no se esperan.
«Está lloviendo en España, Señora», me dijeron antes de que el avión aterrizara. Pero cuando llegué sólo fue un lagrimeo muy emotivo que el cielo me dedicaba. Las emociones de las multitudes también pueden ser reflejos estallantes de una gran luz. Y Madrid fue, desde mi llegada, un constante rebrote de iluminaciones añejas que se empeñaban en recobrar el esplendor perdido.
Cinco días. Sólo cinco días han bastado para comprender que las noches únicamente oscurecen totalmente cuando el recuerdo adverso las empaña. Y el mío ha sido un constante clarear oscuridades que ya duelen sin herir. Los años son los grandes sedantes que aplacan y adormecen las inesperadas hecatombes de la vida.
Dentro de poco saldré de España seguramente para no volver. No obstante, comprendo claramente que, pese a todo lo que pueda ocurrir más allá de mi adiós definitivo, el país que voy a dejar será siempre mi patria.
Aquí me casé enamorada, aquí nacieron mis hijos, aquí sufrí desengaños, experimenté alegrías y me abrí a nuevas esperanzas. Aquí traté de conseguir mejoras para los más necesitados; organicé infinidad de instituciones para atender a los que sufrieron la guerra de Marruecos; aquí le pedí a Alfonso que aboliera la pena de muerte (desgraciadamente sin resultado); aquí supe de traiciones y mentiras, pero también conocí goces y placeres que me permitieron seguir adelante.
De hecho vivir es eso: convertir las noches en días soleados y los días en amaneceres. Ignoro lo que me espera después de mi adiós a esta tierra.
Tal vez me introduzca en la tarde. Dicen que «En el atardecer de nuestras vidas seremos examinados en el amor». Seguramente ese amor que el ser humano se desvive por conocer cuando en realidad sólo podremos conocerlo en su totalidad cuando lleguemos al declive, es decir, al «atardecer».
Cinco días. Sólo cinco días es un lapso suficiente para reconstruir lo esencial de la vida. ¿Cuántos se necesitarán para reconstruir la muerte?
Dios sabe lo que se escribirá sobre mí cuando los años devoren verdades que siempre pugnaron por permanecer ocultas. Nunca la realidad total encajará en las etapas de mi tiempo. Se hablará de hechos puntuales, de frases con relieves destacados, pero la verdad que causa esas reacciones jamás podrá salir a la luz en su exacta dimensión.
Ni siquiera yo podría describir con fidelidad los desbordamientos cívicos y políticos que de pronto fueron sucediendo a modo de aludes inesperados.
Las noticias que nos llegaban eran cada vez más aterradoras. No obstante, lo que colmó el vaso de todas las probabilidades de paz fue el asesinato de Calvo Sotelo.
Ya en una sesión del Congreso había sido anunciado en forma de amenaza.
De nuevo el día 13. Un 13 de julio que destruía irremediablemente toda esperanza de paz.
No fue sólo un asesinato oficial. Fue también un aviso muy parecido a una provocación porque los que lo habían matado sin razón alguna y vergonzosamente lo hicieron al amparo de una república que pretendía ser democrática, liberal y constructiva.
De hecho fue un grupo de guardias de asalto los que de madrugada se presentaron en la vivienda del diputado para trasladarlo al cementerio y descerrajarle los tiros que lo mataron.
Se alegó que el teniente de asalto José Castillo había muerto el día anterior por elementos derechistas. Pero la verdad de aquella muerte nunca se supo. Lo que era imposible olvidar fueron las amenazas de muerte que Calvo Sotelo había soportado por una diputada del Congreso.
«Se acabó», dijo Jaime cuando tuvo noticia del horrible suceso. «Eso supone la guerra.»
No se equivocó. Aquella horrible provocación fue el detonante que la hizo estallar.
Duró tres años. Tres angustiosas eternidades que sirvieron para confundir y agrupar partidos comunistas con el Partido Socialista Unificado de Cataluña.
Las noticias que llegaban hasta nosotros eran terroríficas. El día 18 de julio fue para la fracción republicana una inmensa hoguera destructiva. Las ciudades amanecieron inmersas en fuego. Conventos, iglesias y colegios religiosos fueron las primicias de un largo recorrido incandescente que parecía no tener fin.
De improviso la muerte acechando: muertes inesperadas de gentes honradas que, por el hecho de serlo, ni siquiera merecían tener derecho a ser juzgadas.
Cinco meses después, la palabra «Paracuellos» era ya un constante sonido que confundía juicios con asesinatos. Se fingía llevar a los presos ante un juez que no existía. Sólo existía la muerte, el odio y los rencores indiscriminados.
Cuántos amigos perdidos en aquel lugar. Cuántas ansiedades desbordadas en horrores. Cuántos sacerdotes inmolados. Y religiosas. Y personas de bien tratando de ocultarse por el simple hecho de ser empresarios, nobles o creyentes; cualquier desliz podía delatar su condición de seres humanos honorables.
La guerra para los «republicanos» era eso: matar selectivamente, burlar leyes y, sobre todo, dejarse arrastrar por un poder abiertamente comunista.
Los testigos de semejantes desmanes me aseguraron que, ya en la mañana del día 14, causaba horror ver cómo desde las casas de los ciudadanos huidos se lanzaban a la calle muebles, cuadros y toda clase de objetos íntimos y privados para comprender que la guerra había comenzado. Aquel día en vano se luchaba por estabilizar la vida. El caos era total. Las calles amanecieron ahumadas y repletas de caballos muertos. Los automóviles que habían sido requisados recorrían las avenidas con milicianos armados enarbolando banderas rojas y gritando desaforados: «Viva Stalin, viva Rusia, viva la libertad». Comenzaron los saqueos de los bienes privados. Las horribles «checas». El horror del SIM.
Lo grave consistía en que los que no pudieron escapar de aquellos horrores carecían de comida y de un techo donde refugiarse. Pero sobre todo carecían de seguridad. Afortunadamente en Cataluña había algo muy apreciado para huir: el mar. Un mar que ofrecía barcos de la Cruz Roja, cruceros salvavidas y canoas rápidas. Cualquier embarcación servía para escapar de aquel infierno.
También existía un jefe de Gobernación llamado José María España que, amparado por una Generalidad todavía presta a remediar males futuros, expedía pasaportes y toda clase de visados para los que precisaban huir del país por amenazas de muerte. Me dijeron que las colas eran interminables; que la gente pagaba sumas fabulosas para adelantar puestos y llegar cuanto antes al despacho del gobernador. Entretanto la tensión que se cocía entre los españoles ya exiliados auguraba lo peor. Pronto supimos que José Antonio, ya preso en la cárcel de Alicante, había sido incomunicado, y que las columnas de los requetés avanzaban hacia Guipúzcoa, la región más idónea para conectar con Francia.
De nuevo la ciudad de Biarritz comenzó a llenarse de españoles que anhelaban regresar a su patria cuando las tropas nacionales conquistaran Irún.
En cuanto a los catalanes, aunque las noticias no eran claras, se apresuraron a abandonar el país. El mar fue su gran salvavidas.
Desde Fontainebleau se recibían noticias de nuestros amigos exiliados. Al parecer Génova era el puerto más poblado de españoles huidos. Entre ellos, muchos amigos de la realeza. Aunque angustiados, todavía confiaban en que aquellos desastres podían ser atajados. Alentados, confundían días con años: «En España esas cosas son frecuentes pero duran poco», nos decían.
Jaime, en cambio, no era optimista.
– Desengáñate, Ena: la guerra que tu marido quiso evitar ha comenzado. Y las guerras, por cortas que sean, siempre son largas.
Había un deje de tristeza en su voz. Durante unos instantes nos miramos fijamente sin decir palabra. A veces los silencios transmiten mejor que las palabras lo que nos cuesta decir.
Recuerdo que estábamos los dos sentados junto a un arroyuelo del jardín y que las hojas de los árboles amarilleaban presagiando la sequedad de un otoño cercano.
También recuerdo que un pájaro negro se arrimó a la orilla contraria para sorber agua del arroyuelo.
– Los pájaros negros no me gustan -le respondí. Jaime trató de bromear.
– No serás supersticiosa.
Le respondí que no lo era, pero que en ocasiones ciertas circunstancias que parecían inofensivas podían avivar nuestros temores.
Me preguntó cuáles eran. No se lo dije.
– Lo sabes de sobra -añadí.
Continuó mirándome. Asentía. Era un asentir indeciso. Tanto como ver al pájaro negro remontando su vuelo hacia no se sabía dónde.
Intenté cambiar de conversación. A decir verdad temía que Jaime, atosigado por lo que su silencio auguraba, decidiera sincerarse.
No lo hizo entonces. Lo hizo al comienzo de un septiembre oscuro que en vano pretendía emular un agosto radiante. La noticia no tardó en llegar: «Han asesinado al obispo de Barcelona, monseñor Irurita».
De nuevo la incomprensión. El no admitir que la gente inofensiva pudiera ser pasto de tanto odio: «Dios es un estorbo para ellos, Ena».
Recuerdo que acabábamos de salir de la iglesia. Era domingo. Un domingo vibrante de fieles, muchos de ellos españoles refugiados.
Era difícil comprender que un país que había sido eminentemente católico pudiera desbaratar tan drásticamente las creencias religiosas. «Odian a Dios», se decía. «Pío XII así lo afirma.» Nadie entendía aquel odio.
En realidad nadie entendía nada. «Pronto estaremos como en Rusia. Nos quieren hacer creer que Dios está en crisis, que ya no sirve, que la Biblia miente y que la Iglesia es una estafa.»
¿Por qué? Recuerdo que aquel día supimos también que el oro de España había sido enviado a Rusia desde Cartagena, por orden del Gobierno. Costaba admitir que el tesoro español era el precio de una ayuda soviética.
Las noticias eran cada vez más alarmantes. Todo parecía naufragar en desvaríos. Resultaba difícil asimilar que aquel pueblo tan entrañable bruscamente hubiera ingresado en desafueros que parecían satánicos.
En el norte también se habían enfrentado bajo el peso de la república vasquistas y anarquistas. Todo era un puro caos. Por fin, tras varios enfrentamientos, las tropas del general Mola lograron conquistar Irún, lo cual imposibilitaba que las fuerzas rojas vizcaínas pudiesen comunicar con la frontera. El frente del norte era prácticamente nacional.
Fue entonces cuando Jaime se decidió a hablarme claramente.
Septiembre comenzaba a envejecer. Ya no era un mes joven. Se notaba su decadencia en la sequedad de las hojas, en las ventiscas nocturnas y en la cortedad del día.
El calor ya no era ardiente; sencillamente caldeaba tibiamente cuerpos y almas.
Las noches eran mucho más noches. Y los días eran noches prenunciadas. Recuerdo que Rosario estaba con nosotros y que repentinamente lanzó una excusa para dejarnos a solas.
Comprendí por su forma de actuar que algo todavía no aclarado entre Jaime y yo se estaba imponiendo cada vez más. Llevaba ya varios días notando que aquella nueva imposición iba a regir nuestras vidas y transformarlas definitivamente. De hecho, aunque de un modo difuso, venía presintiéndolo desde que la guerra había comenzado. Era como la amenaza de una sombra dura que, a medida que pasaba el tiempo, se agrandaba.
Comprendí también que Rosario conocía ya lo que Jaime iba a plantearme cuando nos dejase a solas.
Estábamos sentados en la sala de estar frente al ventanal donde el atardecer iba adquiriendo matices nocturnos.
Súbitamente, se levantó para acercarse al carrito de las bebidas.
– ¿Te sirvo un whisky, Ena? -preguntó.
– No, gracias -dije. Presentía que lo que íbamos a abordar precisaba una gran entereza.
Aunque su oferta parecía normal, arrastraba presagios que sin duda alguna iban a destruir algo importante entre nosotros. Lo venia intuyendo desde que Rosario, pretextando excusas, nos había dejado solos.
Recuerdo ahora la expresión de Jaime mientras avanzaba hacia un sillón con el vaso en la mano. Respiró hondo, sorbió un trago y dejó el vaso en la mesita contigua. Luego apoyó sus codos en los muslos y medio incorporado me miró fijamente.
– Escucha, Ena. -Asentí en silencio. Sabía ya lo que iba a decirme-. La vida no es cómoda -empezó a explicarme-. Todos debemos purgar de algún modo los errores que cometemos. -Y como viera que yo continuaba expectante, añadió-: Con frecuencia lo que llamamos felicidad, si llegamos a alcanzarla, se escapa de nuestras manos. Es como si la felicidad fuera siempre un elemento resbaladizo que en vano tratamos de retener. -No le interrumpí, pero tras un breve silencio Jaime continuó hablando-: Desde que nos conocimos hace ya siete años, tú para mí fuiste mucho más que una reina bellísima: comprendí enseguida que tras aquella belleza radiante había una mujer extraordinaria que sufría, que sabía dominar sus desfalcos a golpes de resignación. -Jaime tragó saliva. Su voz perdía fuerza, pero pronto recuperó la suavidad que caracterizaba nuestras habituales charlas-: Tú sabes hasta qué punto me enamoré de mi reina -bromeó-. Tardé en confesarlo para no perderte. La idea de separarme de ti o de que pudiera ocurrirte algo grave fue lo que me impulsó a acompañarte cuando saliste de España. Por nada del mundo ni Rosario ni yo hubiéramos optado por lo que muchos otros eligieron. Dejarte en aquellos momentos hubiera sido para nosotros un verdadero expolio retrospectivo, un haber abusado de tu amistad siempre entrañable y, sobre todo, la pérdida más dolorosa de un valor humano irrepetible.
De nuevo el silencio. Evoco ahora las manos de Jaime mostrando sus palmas como si pretendiese abarcar un pasado muy apreciable que jamás volvería a ser presente.
– Sin embargo todo lo que entonces parecía inmutable ha dado un vuelco -continuó diciendo-. La república no sólo está cultivando la tierra española de ideales destructivos y fanatismos comunistas, sino que está introduciendo en ella la cultura del odio, de la falta de fe, de todo lo que puede ridiculizar y lastrar a las personas que siempre fueron religiosas. Se las degrada, se las humilla y por si fuera poco se las asesina. A los niños se les enseña a cantar por las calles: «No queremos catecismo. Queremos comunismo». -Y tras un silencio continuó explicando que en las vías principales de las ciudades se exhibían retratos gigantes de Stalin y de Largo Caballero, como los nuevos dioses que podían salvar al país-. España ha enloquecido, Ena: la Internacional es ya el himno nacional. La bandera republicana se coloca al lado de la bandera roja. Para colmo se han hecho fotografías de un grupo de milicianos en actitud de fusilar la imagen del Sagrado Corazón que tu marido instaló en el Cerro de los Ángeles.
Le contesté que ya lo sabía. Aquella misma mañana uno de los exiliados me lo había explicado al salir de la iglesia.
– También me han contado que han acuchillado centenares de crucifijos, que las imágenes de la Virgen han sido profanadas y que para colmo se han atrevido a desparramar por tierra las sagradas formas a fin de pisotearlas.
Jaime respiró hondo y añadió:
– Ésta no es nuestra España. Esto es una burda sucursal de Rusia.
Intentaba bromear pero no podía. La sonrisa se le iba apagando en la tristeza de los ojos. Se levantó de nuevo para servirse otro whisky. Con el vaso en la mano y mirándome fijamente, exclamó de repente:
– ¿Sabes ya hasta qué punto me noto angustiado?
Asentí. Pensé: «Lo que temía ha llegado». Estaba allí entre nosotros. Camuflado de normalidad pero desgarrando todas las normalidades del mundo.
Hubo un silencio profundo que sólo violaba la respiración de Jaime. Dejó el vaso sobre la mesa y cruzó las manos. Enseguida añadió:
– Mira, Ena, lo que voy a decirte va a dolerte. También a mí me duele decírtelo. Pero lo que hurga nuestra conciencia duele todavía más si no ponemos remedio. La estancia en Fontainebleau ha sido lo más hermoso de mi vida. Ojalá pudiera prolongar nuestro convivir para siempre. Pero cada día que pasa noto que estoy pisando en falso. Soy español y España está en guerra. Una guerra que si la ganan los nacionales seguramente permitirá tu regreso al trono. -Y tras un lapso breve añadió-: Todavía soy joven y mi deber es presentarme a la junta de Burgos para lo que pueda ser útil.
Lo sabía. Tenía la convicción de que Jaime no podía reaccionar de otro modo. Tal vez por eso su personalidad me había atraído siempre tanto.
– Estaba convencida de que no ibas a tardar en confiarme lo que me has dicho -le contesté-. Creo que de no haber reaccionado como lo has hecho, el Jaime que yo admiraba se hubiera desmoronado.
Jaime dejó de nuevo su vaso en la mesa. Se levantó del asiento, cogió mi mano y la besó con gran respeto.
– Ignoro lo que nos depara el destino -me dijo-. Pero, pase lo que pase, tú para mí seguirás siendo la mejor reina del mundo durante el resto de mi vida.
Instalados en el coche, emprendemos el camino hacia el aeropuerto, mientras se desliza sobre una autopista recién estrenada que facilita premuras y evita pérdidas de aviones.
Recuerdo que cuando nos exiliamos los aeropuertos españoles se denominaban aeródromos, y su acceso a ellos, por la escasez de tránsito vial, sólo merecía una carretera vulgar.
Qué lejos queda ya todo lo que cuando salí de España dejé atrás. Hoy Madrid es una ciudad que, aunque todavía despegada del resto de los países, no deja de ser una capital importante.
Los años han reducido su necesaria carrera hacia lo que llamamos progreso, pero es indudable que han estabilizado a un país que se estaba muriendo de retroceso, especialmente tras finalizar la guerra. Según me dijeron, la ciudad era una escalofriante metrópoli convertida mayoritariamente en un núcleo de ruinas.
Comprendo que, aunque todavía la nostalgia de vivir aislada de la que fue mi verdadera patria me atosiga y entristece, el viaje de regreso a Niza pondrá punto final a mis sueños ya archivados en la caja fuerte de lo imposible.
En vano mi hijo Juan se empeña en darme conversación con alientos que se quedan en simples recursos. No debo engañarme. Los años que llevo a cuestas pesan mucho y la esperanza de regresar a esta tierra se ha ido diluyendo en unos entusiasmos que, aunque de alto voltaje popular, y pretendiendo ser ráfagas de una bienvenida, estaban confirmando mi adiós definitivo.
Reconozco que, de haber sido joven, me hubiera disgustado mucho salir de España sin haberme encontrado con el único hombre que supo fundir un poco los constantes glaciares que tuve que afrontar a lo largo de mi vida.
Pero llevábamos demasiados años nutriendo nuestra comunicación con el sonido que presta el teléfono a la voz. Por eso no me pesa abandonar esta ciudad sin haber visto a Jaime. Los encuentros tardíos pueden ser funestos.
En cuanto a Rosario (que tras acabar la guerra se instaló en Granada), dejó de existir hace ya cinco años.
Su muerte continúa doliéndome. También me duele su recuerdo siempre alegre y benévolo, luchando contra aquel estigma que tanto debió de hacerle sufrir. Pero sobre todo me duele el desgarro que durante los diez últimos años supuso para ella vivir.
En lo que a mí se refiere, la recordaré siempre como una amiga irrepetible. Jamás traspasó la raya que desde el principio de nuestro encuentro se trazó entre nosotras para convertir nuestra comunicación en una sólida amistad.
En cuanto a Jaime, tal como quedamos cuando me llamó por teléfono a Montecarlo pocos días antes del bautizo de mi bisnieto, no se presentó en Zarzuela, ni intentó visitarme mientras yo permanecía en el palacio de Liria. Tampoco insistió para que volviéramos a vernos: ha respetado mi decisión y yo me alegro de que así fuera.
Si cuando nos despedimos al empezar la guerra yo, como mujer, ofrecía un aspecto aceptable, actualmente soy tan sólo una vieja bien conservada. Él, en cambio, todavía puede presumir de ser un hombre atractivo: las deficiencias físicas que los años nos imponen se portan mejor con los hombres que con las mujeres.
Me pregunto ahora qué hubiera ocurrido si la Guerra Civil no nos hubiera separado. Quizá aquella afinidad entre amistosa y sentimental que nos unía hubiera continuado su curso sin interrupciones graves. No obstante, tal vez nuestra diferencia de edad y la implacable rutina que siempre se instala entre las parejas hubiera acabado por vencer y destruir el grato recuerdo que todavía hoy conservo de él. A veces conviene adelantarse al posible futuro, antes de que el futuro nos devore las ilusiones.
Ante nosotros nunca hubo desencanto: hubo un constante deseo de recuperarnos el uno al otro, un deseo imposible no sólo porque yo no podía regresar a España, sino por que Jaime, una vez metido en los destinos de Burgos, tampoco podía entrar en Francia.
Lo peor para mí fue la despedida. Duró tres días. Tres días de preparaciones, de infinidad de proyectos que nunca pudieron cumplirse.
«España está en guerra. Comprendo que vayáis los dos a prestar vuestros servicios a la junta de Burgos, pero dejadme al menos los niños. Estoy dispuesta a cuidarlos como si fueran mis hijos», les propuse.
Se negaron. Decían que ciertos familiares podrían ocuparse de ellos en San Sebastián. Allí la guerra era menos peligrosa.
En cuanto a Rosario, estaba dispuesta a prestar sus servicios como enfermera, tanto en la retaguardia como en el frente.
Pero ¿qué iba a ser de mí? Continuar en Fontainebleau era imposible. «Regresaré a Inglaterra», les dije.
No obstante, allí la vida se me convirtió en una verdadera pesadilla. De nuevo surgieron las insidias y las flechas envenenadas de reproches por haber abjurado de la religión inglesa, mi separación de Alfonso y mi apego a los Lécera. En aquellos momentos todo era adverso para mí.
Cansada de tanto asedio despreciativo, salí de mi propia tierra natal para pasar una temporada en Lausana con mi hijo Juan y su familia.
Únicamente regresé a Inglaterra tres años después de la muerte de Alfonso y en plena guerra mundial.
Mi madre, que se había instalado en Sussex, contrajo una enfermedad grave que la llevó a la tumba.
En aquellos momentos la guerra estaba en lo más alto de sus horrores y cruzar el canal de la Mancha era peligroso, pero yo no me resignaba a que mi madre muriese sin tenerme al lado.
Apelé al Gobierno británico y enseguida me proporcionaron un bombardero camuflado a mi disposición que me trasladó a Londres. Pero desgraciadamente llegué junto a mi madre cuando agonizaba.
De nuevo los recuerdos, los autorreproches, los lastres vencidos que se empeñaban en cobrar vigencia: mi petición de mano en Biarritz, la alegría truncada al enterarse de que su primer nieto era un enfermo, enseguida las sonrisas convertidas en ceños cuando mi marido departía con ella. Nunca se llevaron bien. Si Alfonso no le perdonaba el hecho de haber contaminado a su hija de una enfermedad terrible, ella no le perdonaba las constantes infidelidades que estaban destruyendo como mujer mi confianza en él.
Todo parecía repetirse en cada estertor y en cada síntoma mortal que afilaba sus pasiones y amarilleaba su rostro. De pronto comprendí que con ella moría también mi último soporte, nada tras aquella muerte podía ya servirme de apoyo. Se acabaron sus consejos y consuelos; todo quedaba en una triste anécdota y en un punto final. Se acabó la isla de Wight. Se acabó la última columna donde podía apoyarme. Comprendí que a partir de su muerte el soporte de toda la familia debía ser yo. Pero qué duro era sentirse soporte. Qué duro era comprender que en adelante yo debía ser ya la roca firme de una dinastía sin contar con alguien capaz de sostenerme.
Cuando Jaime se enteró de aquella nueva desgracia, me mandó a través del duque de Baena (nuestro ya conocido cartero Pepe Mamblas) un cariñoso mensaje ofreciendo de nuevo su ayuda para lo que fuera preciso.
Se lo agradecí. Hacía aproximadamente ocho años que, salvo por correo más o menos seguro, y a través de una inesperada comunicación telefónica, nuestra relación amistosa iba entrando poco a poco en esa dimensión ambigua que se nutre de lejanías.
Por eso aquel nuevo intento de aproximación fue para mí una ayuda, pero también algo parecido a un barrido de despojos.
Imposible era ya realizar cualquier acto, o programar cualquier futuro con su presencia y su voz. Se acabaron los proyectos de viajes compartiendo con él pareceres y costumbres; se acabó aquel continuo departir desinteresado y siempre respetuoso; se acabó el constante aleteo alegre de los niños que continuaban profesándome tanto cariño. Nada en adelante iba a ser igual a lo que durante cinco años había ido alimentando la parte más debilitada de mi existencia. Sin embargo, la raíz de aquel sueño persistía. Era como si aquellos cinco años que compartí con Rosario y con él se negaran a morir.
Cierto que el transcurso del tiempo suele ser implacable. Pero yo me resistía a que aquel recuerdo pudiera esfumarse. O tal vez no: quizá era el recuerdo lo que se empeñaba en mantenerse intacto, más allá del tiempo perdido. Muchos son los sentimientos que en el transcurso de los años se refuerzan. Especialmente si, cuando fueron realidades, nunca cayeron en deslices equivocados o en comportamientos prestos a defraudar. Jamás entre nosotros hubo tiranteces, ni desidias, ni el menor rastro de cansancios vivenciales.
Por eso los recuerdos se empeñan, de vez en cuando, en horadar mi mente e instalarse en ella para despertar y revivir momentos cruciales.
En ocasiones me despierto angustiada; seguramente habré soñado que aquella mañana en Fontainebleau todos los relojes se habían parado y que, al llegar a la estación, el tren había emprendido su ruta hacia París.
Ese sueño se repite muchas veces a lo largo de mi vida. Tal vez porque cuando los Lécera y yo salimos de Fontainebleau para separarnos definitivamente yo ansiaba con todas mis fuerzas perder el tren.
No lo perdimos. Era otoño: España continuaba en el horror de la guerra y yo en la guerra particular de mi propia sangre. Aunque sin gravedad extrema (como ocurrió dos años después), mi hijo Alfonso me rogó desde Nueva York que fuera a verlo. Al parecer había caído enfermo y precisaba tenerme al lado.
El tren arrancó a las ocho y media para llegar cuarenta minutos después a la estación de Lyon. Fue en aquella estación donde nos despedimos. Ellos debían trasladarse al tren que conducía a Biarritz y yo debía dirigirme a El Havre, para embarcar en el Queen Mary rumbo a Nueva York. Recuerdo que la Gare Lyon olía a humo, a humedad y a multitudes.
La servidumbre de los Lécera se encargó de su voluminoso equipaje y mis doncellas del mío.
Los trenes de entonces circulaban con carbón y los avisos de llegada y partida pitaban desde el vagón del maquinista, echando soplos grises con sonidos agudos.
Al descender del tren, nadie reparó en nosotros. Había grupos de recién llegados que se unían nerviosos a los que se apeaban del tren. Había franceses, había españoles y había infinidad de maleteros que llevaban sobre sus espaldas maletas y bultos. Había también cargadores que transportaban baúles a precios ruinosos en carretas conducidas por ellos. Y había sonrisas, exclamaciones, entusiasmos y algún llanto; todo ello envuelto en una atmósfera plagada de instantáneas tristes y alegres.
De pronto vi que los niños correteaban entre la gente que invadía el andén y que Rosario corría tras ellos para evitar algún desaguisado. La institutriz se hallaba ocupada en agrupar y cuidar de que no faltase ningún bulto. Durante unos instantes Jaime y yo quedamos frente a frente, rodeados de una inmensa multitud.
– No sé qué decirte, Ena -murmuró-. De ahora en adelante todo va a ser un arcano. No sé ni siquiera si podré comunicarme contigo. A lo mejor me destinan al frente. A lo mejor… -Le tapé la boca con mi mano. La llevaba enguantada y él, lentamente, la fue despojando para besarme la palma-. ¿Puedo quedarme este recuerdo? -me preguntó enseñando el guante-. Huele a ti. Huele a la mujer más valiente y honesta que he conocido en toda mi vida.
No me abrazó. En aquel tiempo el abrazo público entre un hombre y una mujer sin lazos familiares podía suponer un acto de mal gusto. Además cabía la probabilidad de que entre el remolino de gentes que nos rodeaba pudiese haber alguien capaz de reconocerme.
– De cualquier forma lo que he sentido por ti y continúo sintiendo va a durarme toda la vida -prosiguió diciendo Jaime. Aunque sus frases, pronunciadas con voz muy baja, trascendían por encima de aquel ambiente cada vez más ruidoso, de pronto se dejaban vencer por el bullicio que nos rodeaba. Era difícil saber lo que me decía; pero bastaba oírlo para que lo que decía venciese cualquier rumor bullicioso.
Mis pensamientos se estancaban en aquella voz. Aunque sufría por la despedida, un goce extraño estaba presidiendo la tristeza de nuestra despedida.
Oír su voz era mucho más que ver su mirada abrillantada y la sonrisa de siempre truncada en desaliento.
– También yo te recordaré -le dije con voz entrecortada. Me llevé la mano desenguantada a la boca y le mandé un beso disimulado con algunos centímetros de distancia. Era consciente de que en adelante, con todo lo que la vida pudiese depararme, el recuerdo de Jaime jamás iba a disolverse.
– Intentaré volver a verte cuando termine la guerra. Mientras tanto haré lo posible para conectar contigo -continuó diciendo él.
Pero mientras me hablaba yo sabía que las guerras no admiten propósitos ni ofrecen promesas, y, sobre todo, que cualquier proyecto pende siempre de un hilo colgado de una imposición impensable.
– Adiós, Jaime. No quiero ver cómo subes al tren para marcharte, prefiero irme yo -le respondí, y enseguida añadí-: Cuídate, por favor. Sigue viviendo. -Y me volví de espaldas para iniciar mi camino hacia el adiós definitivo.
Mientras me alejaba vi a Rosario que llegaba seguida de los niños. Nos despedimos con un abrazo; besé a sus hijos y salí de la estación donde un coche me esperaba para trasladarme al puerto de El Havre.
Caminaba despacio. Era un andar difícil, como si algo ralentizara mis pies.
Luego.
A partir de entonces, todos los «luegos» de mi vida empezaron a convertirse en pasado.
En el salón de honor del aeropuerto me esperan mi familia entera con infinidad de personalidades madrileñas y autoridades enviadas por Franco para despedirse de mí.
El jefe de Estado no comparece ni comparecerá. Empeñado en no permitir que mi viaje a España sea un evento oficial, sino un hecho puramente familiar, ha convertido mi estancia en España y mi regreso a Francia en una simple visita oficiosa al enviar al ministro del Aire para representarlo.
Pero a veces los empeños más trabajados y meditados no sólo fracasan, sino que se transforman en sus propios enemigos.
Lo percibo a medida que la autopista va quedando atrás y el área del aeropuerto se convierte en la boca de un hormiguero gigante de gentes que aguardan mi llegada.
De nuevo banderitas españolas agitándose a mi paso, y los estallantes «Viva la reina» y los aplausos de desagravios que yo, cuando salí de Niza, ni siquiera pude imaginar.
Pero ahí están ahora todas las vilezas de antaño vencidas; todos los miedos de aquella madrugada de abril, esfumados, y todas las repulsiones contra la realeza transformadas en augurios y esperanzas que, por lo irreversibles, duelen más.
No debo engañarme: de nada valdrá que el pueblo me aclame. El General está convirtiendo estos clamores en un amor imposible. Su rechazo a restaurar la monarquía parece evidente.
Al bajar del coche los gritos de entusiasmo aumentan. Me vuelvo hacia la multitud y agito el brazo para saludar a la masa de gentes que continúa vitoreándome.
Mis nietos Juanito y Sofía, junto con mi hijo Juan, me desembarazan de los ramos de flores que me ofrecen.
Tras la salida del salón de honor para dirigirme al avión, de nuevo escucho el inmenso trueno de elogios que el pueblo me brinda.
Allá en lo alto de las terrazas, miles de personas apostadas siguen aclamándome.
En el avión se encuentran ya el doctor Nicod, Petra, Pilar y la señora Rich.
Antes de subir por la escalerilla le doy un abrazo a mi hijo Juan.
Los aplausos persisten. Me aclaman. Me piden que regrese para quedarme.
Ya en lo alto y desde la pequeña plataforma junto a la puerta, me vuelvo hacia la multitud y agito de nuevo el brazo entre sonrisas y lágrimas.
Trato de gritar: «Adiós, España», pero la voz se me trunca, las cuerdas vocales me fallan y el lagrimeo se desliza descaradamente por mis mejillas.
Adiós, España; adiós, juventud desgranada en tu tierra; adiós, garantías malogradas en falsas promesas de felicidad, pero también en muchos sueños realizados, en proyectos constructivos cumplidos y sobre todo en el amor precintado que yo he experimentado por ti, jamás desprecintado por tus devaneos políticos.
Aturdida, avanzo por el pasillo del avión y me instalo en la butaca. Mis compañeros de viaje me preguntan cosas que de puro emocionada no entiendo, me animan, me dicen que a lo mejor los matices actuales pueden cambiar. Pero algo muy sensato me confirma que España sólo podrá ser para mí un gran recuerdo sin futuro, un clamor lejano y una especie de enfermedad incurable.
Tan incurable como la enfermedad que constantemente apuntó sus armas contra la sangre de mis dos hijos Alfonso y Gonzalo.
Me estoy viendo ahora embarcando aquel otoño maldito en el Queen Mary rumbo a Nueva York. Alfonso se hallaba en un hospital de aquella ciudad porque precisaba una transfusión de sangre.
Me quedé con él una temporada. La guerra de España hacía escasamente tres meses que había empezado y yo acababa de despedirme de los Lécera en la estación de Lyon, en París, porque se dirigían a Biarritz para cruzar la frontera española.
Estar al lado de mi hijo en aquellas circunstancias fue para mí una especie de terapia. Si él me necesitaba, yo en aquellos momentos lo necesitaba a él.
En cierto modo, Alfonso se unificaba como ninguno de mis hijos a mis propios desfallecimientos. Él por sufrir las constantes amenazas que su enfermedad le causaba y yo por unificar mis propios desencantos a su constante sufrimiento. Cuando nos encontramos en el hospital, me miró fijamente tras un gran abrazo y me dijo: «Mamá, te veo distinta. Estás muy delgada».
Procuré disuadirlo.
Si el dolor de un hijo debe ser consolado por una madre, los dolores de las madres deben callarse y convertirse en cualquier pretexto para no aumentar el dolor del hijo.
¿Cómo cansar a mi pobre enfermo, tan cargado de agobios, sólo para desahogarme?
Traté de desviar mis decaimientos hacia los horrores de nuestra guerra: las muertes indiscriminadas, los sacrilegios, los expolios ilegales, las matanzas sin más pretexto que el odio.
Aquella vez Alfonso, aunque de nuevo enfermo, no estaba grave. La transfusión de sangre y su aislamiento de la cubana conseguían que mi presencia fuera un incentivo grato para él.
Comentamos el asedio del Alcázar de Toledo y la valentía del general Moscardó cuando le propusieron canjear a su hijo a cambio de entregar el Alcázar, plagado de mujeres, niños, hombres, viejos y gentes totalmente indefensas.
«Según tengo entendido, el general Valera los ha liberado pero la muerte del hijo de Moscardó ha sido inevitable. Al parecer era un reo de los rojos y Moscardó se negó a entregar el Alcázar, aun a costa de perderlo.»
Alfonso se complacía con mis relatos. Le gustaba verme tan enterada de lo que ocurría en España. Decía que en Estados Unidos todo se trastocaba. «Azaña para los americanos es un presidente legal y los militares sublevados están on the wrong side.»
En efecto, nadie allí sabía que la república que lideraba Azaña era un sangriento amasijo comunista. «Tal vez algún día lleguen a saberlo», le dije. De momento tanto los escritores como los políticos continúan considerando que los que admitían aquella república eran los leales.
Recuerdo que mientras yo estaba en Nueva York, la junta de Burgos eligió a Franco «Generalísimo de los Ejércitos y jefe del Gobierno del Estado Nacional».
Aquella noticia fue un soplo de esperanza para la monarquía. Nadie ignoraba que aquel joven general era monárquico. Y que, sin duda, la finalidad de su rebelión consistía en devolver el trono a mi marido.
En aquellos momentos todo parecía diáfano. Nadie sospechaba las intenciones de Franco.
Pero si Azaña cometió el error de instalarse en el Palacio Real pavoneándose de su triunfo contra la monarquía, Franco empezó a desprestigiarse cuando comenzó a circular bajo palio por las calles de la España conquistada mientras nos obligaba a creer que el Estado español era una monarquía sin rey. No obstante, han pasado ya treinta y dos años desde el inicio de la guerra, Alfonso ha muerto y mi hijo Juan ya no sabe qué ocurrirá en España cuando Franco muera.
¿Qué tendrá el poder que tanto limita la mentalidad humana? Nadie más obcecado que los que obstruyen parcelas alentadoras para desalentar. Pero el poder es fruto de una altura vertiginosa que no admite criterios sensatos. Lo esencial es mantenerse en él a costa de lo que sea. Y si ese «a costa» consiste en permanecer firme en su puesto de mando, aunque caigan rayos de fuego y lluvias de plomo, la cuestión es no moverse del puesto aunque el mundo se derrumbe en su entorno.
«Algo así como la intervención de Goliat», le dije bromeando a Alfonso. «No le importó morir derrumbado si los filisteos se derrumbaban con él. Con Franco ocurre lo mismo. Morirá pero ¿será España un país estable, sensato y dueño de una libertad serena, o volverá a las andadas y caerá en los extremos para acabar muriendo entre las libertades vergonzosas que Franco atajó?»
Era difícil saberlo. El tiempo pasa deprisa y, con él, se lleva recuerdos prestos a frenar derrumbes que, por haber sido ignorados, causan repeticiones y desfalcos parecidos a los que van quedando rezagados en el olvido.
Permanecí en Nueva York con mi hijo ya recuperado bastantes días. Si él me necesitaba, también yo lo necesitaba a él. Mi vida entonces era un continuo interrogante. Sabía que en adelante mi existencia iba a dar un cambio radical. Se acabó mi supuesta estabilización, se acabó aquel dejarme balancear sobre una hamaca de comprensiones y ayudas. La soledad se me iba introduciendo minuciosamente en un futuro demasiado cercano.
La guerra en España en aquellos momentos era casi un dolor secundario para mí. Lo que entonces primaba era aquel extraño vacío que me auguraba una nueva soledad.
En ocasiones la soledad no precisa compañía: precisa comprensión, sabernos apoyados, derramar sobre el hombro de alguien cualificado nuestros momentos oscuros envenenados de tristezas.
Estar junto a mi hijo me ayudaba a mostrarme fuerte, pero en realidad era su extrema debilidad lo que me obligaba a serlo.
Por eso, mientras estuve con él me mostré siempre equilibrada, serena y casi olvidada de que en España había guerra. Fue al despedirme de Alfonso, ya muy repuesto, cuando comencé a flaquear. No era culpa de un mal presentimiento. Llevo ya mucho tiempo sin creer en ellos.
Casi siempre «presentir» es una forma de prepararse a soportar lo que seguramente no va a ocurrir.
A decir verdad, en aquellos momentos no «presentía». Únicamente me notaba disgregada en un futuro que no sabía cómo podría encauzarlo.
Recuerdo que al llegar al puerto de Nueva York para regresar a Southampton, Alfonso me daba ánimos: «Todo acabará bien, mamá». «Todo se arreglará», me dijo. «Si la guerra la ganan los nacionales, volveremos a España», añadió sonriendo.
Parece que lo estoy viendo: se había recuperado y nadie hubiese podido imaginar que aquella vida suya, tan necesaria para mí, pendía de un hilo.
Lo abracé como siempre, procurando no dañar la fragilidad de su cuerpo.
Murió dos años después, sin más compañía que la de una persona desconocida, que siendo una prostituta era también una mujer buena: lloró por él desconsoladamente. Se llamaba Mildred y yo la quise como se quiere el halo que nos dejan los seres queridos al marcharse.
En cambio yo ni siquiera pude verlo muerto. Llegué a su lado demasiado tarde.
Escucho el sonido de la portezuela del avión cuando se cierra. Dentro de poco emprenderemos el regreso a Niza. El capitán nos anuncia, por el altavoz, minucias propias del viaje que vamos a emprender.
De nuevo las atenciones de los que me rodean aumentan mi necesidad de quedarme sola, de hablar conmigo misma y tratar de comprender los múltiples enigmas que fuerzan al ser humano a comportarse en una constante contradicción vivencial.
Todo en nosotros es puro humo, pura veleidad, nada es totalmente sólido y rotundo. Ni siquiera esa gran despedida de gentes anónimas lo es.
Seguramente la multitud que acaba de despedirme, al disgregarse, no será más que pequeñas parcelas de un voceo enorme sin la menor solidez.
Más de una vez he pensado que la excitación que se produce en las aglomeraciones que acabo de presenciar es porque las gentes sencillas precisan aunar su sencillez con grandes masas anónimas para decirse a sí mismas: «Yo estaba allí», «Yo era alguien». Pero ¿qué significa ser alguien? Ni siquiera los que como yo fueron considerados importantes somos seres «distintos» de los demás. El doctor Nicod conoce a fondo mis pobrezas físicas, mis tristes miserias internas y mis debilidades humanas.
La vida en la tierra, por larga que sea, siempre es corta, siempre se queda a medio realizar.
Lo único que nos llena consiste en recordar: sacar a flote pasados perdidos que fueron engullidos por futuros que también acabarán siendo pasados.
No obstante, no cabe duda de que, mientras les recordamos con detalle, les estamos dando vida. Los recuperamos. Es una forma de arrancarlos del sepulcro donde la fatalidad humana los encerró para, en cierta medida, resucitarlos.
Pensar es unificar presente con pasado. Y también tratar de extraer consecuencias para programar el futuro, aunque a veces el futuro nos entierre antes de lo que suponemos.
El motor de los aviones ruge ya mientras se desliza por la pista a punto de arrancar el vuelo. Me pregunto cómo hubiera reaccionado la abuela Victoria si en su época las grandes distancias se hubieran acortado hasta el punto de trasladarse de un continente a otro durante un escaso puñado de horas. Lo hubiera considerado diabólico.
Recuerdo que aquel año, tras despedirme de mi hijo en el puerto marítimo de Nueva York para regresar a Europa, ni por asomo pude imaginar que ya no volvería a verlo.
Las noticias de España continuaban siendo desastrosas, pero no por ello evité con desánimo mi empeño en continuar siendo útil a España.
Aunque Alfonso todavía me esquivaba y me demostraba abiertamente su desgana de toparse conmigo, yo no me olvidaba de los españoles que, ante los horrores que invadían al país, se veían obligados a refugiarse en embajadas o consulados de otros países para salvar la vida.
Muchas fueron las gestiones que durante mi estancia en Roma realicé para tratar de canjear a través de la Cruz Roja infinidad de compatriotas españoles que se habían refugiado en diversas embajadas.
Por mi condición de inglesa, estaba en continuo contacto con el ministro plenipotenciario John Hurleston Leche, a la sazón un alto representante de la Embajada inglesa en Valencia.
Fueron muchos los españoles que se salvaron gracias a las acogidas de consulados y embajadas de mi país natal.
Pero Alfonso continuaba encerrado en su distanciamiento hacia mí. Bastaba que coincidiéramos en alguna reunión social para que él inmediatamente buscara una excusa y decidiera marcharse. En aquella época yo continuaba siendo un ente poco grato, que no merecía su atención.
Aunque comprendía su modo de proceder, me dolía que su rechazo se estuviera convirtiendo en algo crónico. Especialmente me noté desalentada cuando coincidimos, dos años después, en el bautizo de nuestro nieto Juanito, del que yo fui madrina.
Era el año 1938. El mismo año en que mi hijo Alfonso perdió la vida.
Cuántas veces he pensado que aquel niño rubio de ojos azules fue, en cierto modo, una compensación por el vacío que mi hijo mayor me produjo cuando, siete meses después de nacer mi nieto, él dejó de existir.
En efecto, se parecían. También Alfonso al nacer era rubio y sus ojos eran claros como los de mi nieto.
Habían transcurrido casi dos años de guerra en España. En aquella época, yo vivía en Roma, prácticamente con mi familia. Desde allí era fácil obtener noticias de la contienda. Italia no era hostil al alzamiento militar y el ambiente que nos rodeaba nos parecía grato, especialmente desde que en el mes de noviembre del año 1936, tras la anulación de la Junta de Burgos, Italia y Alemania reconocieron oficialmente a Franco como jefe de Estado en España.
La triste noticia de aquel año fue el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera en la cárcel de Alicante.
De nuevo el recuerdo de aquel muchacho acompañándonos todavía esperanzado y en cierto modo optimista aquella noche funesta que determinó nuestro exilio.
Y me veo a mí misma agotada, descentrada y desengañada, pero serena: «Será una revolución breve», decían. Entonces era imposible imaginar que aquel desbarajuste sangriento iba a durar tanto tiempo.
Corría el mes de enero del año 1937 cuando nos enteramos de que la España republicana había abierto las puertas al aborto. El caos en la zona roja aumentaba. Azaña, asustado y atado de pies y manos por las fuerzas anarquistas y comunistas, trasladó su puesto de mando a Valencia para evitar los bombardeos constantes en Madrid.
La guerra pintaba mal para los republicanos y Azaña se notaba totalmente desprotegido por su gente. Todo era un puro caos. Francia, consciente del peligro que corría España de caer vencida por el comunismo, comenzó a poner obstáculos a los voluntarios interbrigadistas para cruzar la frontera española.
Pero la guerra continuaba. De nada valía que Pío XII, en su encíclica Divinis Redemptoris, condenara taxativamente la república de España. Azaña se hacía el sordo y, convencido del triunfo que le esperaba, seguía aferrado a su presidencia cada vez más débil y disparatada.
Por aquellos días se inició la batalla de Brunete para descongestionar la ofensiva nacional del norte.
Casi un año después de estallar la guerra, las tropas nacionales conquistaron Bilbao. El norte de España era ya prácticamente franquista. Pocos meses después Gijón y Avilés confirmaron la total conquista norteña.
Pero la guerra continuaba aunque los auspicios favorables para los rojos fueran cada vez más débiles.
Por otro lado, la remodelación del gobierno de Companys duró prácticamente hasta el final de la guerra.
De improviso nos enteramos de que el marqués de Quintanar había propuesto a Franco como regente hasta que mi marido pudiera regresar a España.
En ocasiones la imaginación más prestigiosa puede ser pasto de extrañas proposiciones. Era evidente que los republicanos perdían, pero ¿ganaba la España triunfante? Todo dependía de la actitud de Franco cuando la guerra finalizara.
Aunque los auspicios parecían favorables, las dudas no faltaban: nada era susceptible de una total seguridad futura. De nuevo, hacia finales de octubre del año 1937 Azaña (acaso por estar más cercano a la frontera francesa) decidió trasladarse a Barcelona.
La gran batalla de aquel final de año se produjo en las frías y desoladoras montañas de Teruel. Las condiciones para los dos bandos fueron aterradoras: faltaba comida, faltaban mantas, faltaban medicinas.
Y sobraba agotamiento, fríos implacables y nidos de piojos en los uniformes de los jefes y de los soldados. Las tropas disminuían, no tanto por los impactos o los bombardeos, como por enfermedades, por deshidratación y por falta de alimentos.
Fue en aquella época cuando nació Juanito.
Dolía ver aquel recién nacido sonriendo y llorando con gemidos pequeños que exigían vida tan rodeado de muertes desoladoras en su lejano país.
Nacer en Roma no excluía su condición de español. Condición de la que tan fiero se sentía su abuelo.
Todavía recuerdo, no sin cierta prevención, el discurso que mi marido pronunció aproximadamente un año después delante del papa. En él, proclamaba que Mussolini (todavía desligado de los métodos e ideologías nazis) era digno de una gran admiración.
En cuanto a él, no dudó en definirse como un rey católico, reiterando su empeño de defender la Iglesia en España y estar dispuesto a realizar una nueva cruzada en el caso de que fuera necesario.
Aquel discurso no me pareció oportuno. Todo el mundo conocía las veleidades adúlteras de mi marido y sus proclamaciones (sin duda muy sentidas) resultaban incoherentes.
Fue a partir de entonces cuando los liberales comenzaron a divulgar falsedades contra él. Todo contribuía a desacreditarlo: el vulgo no vaciló en echar leña a la hoguera de los descréditos. Surgieron calumnias, corrupciones personales y participaciones en ciertos negocios sucios de los que jamás tuvo él noticia, ni tan siquiera conoció. Comprendo que las desavenencias familiares y el entorno de calamidades internas contribuyeron a echar por tierra su buen nombre. Pero incluso entonces, cuando todavía entre nosotros vencía la distancia, aquellos golpes bajos me dolían.
Ignoro si Alfonso fue un buen rey: tal vez le faltó un antecesor directo que supiera encarrilar y atajar sus brotes de ímpetus repentinos que hubieran precisado correcciones y consejos acertados. Pero incluso desde mis ya lejanos sufrimientos causados por aquella extraña forma que tuvo Alfonso de endilgar nuestro matrimonio, debo reconocer que a pesar de todo fue un «rey bueno». Y la bondad podrá ser causa de desacertados desvíos, pero también garantiza honestidades inamovibles y rectas.
Soy consciente de que muchos actos míos tampoco fueron favorables para mí. Por ejemplo, mi ausencia en las bodas de mis hijos Beatriz, Jaime y Juan, pero no me parecía oportuno, dada la situación que se había creado entre Alfonso y yo cuando nos separamos y yo me fui a vivir con los Lécera, enfrentarme con mi marido, a la sazón todavía reticente. Hubiera resultado incoherente y casi ofensivo para él.
No obstante, en cuanto Jaime Lécera se fue a la guerra, no vacilé en reanudar mis contactos con Alfonso. No era cómodo, pero sí lícito y obligado.
Sin embargo mi estancia en Roma era itinerante. Tanto Alfonso como yo vivíamos allí aunque en distintos lugares. Era evidente que su empeño en mantenerse distanciado de mí no cedía. Pero mis viajes a Italia para visitar a mis hijas eran frecuentes.
Lo grave ocurrió cuando, al estallar la guerra mundial mientras yo continuaba en Roma, Italia recién convertida en aliada de Hitler consideró que yo, como inglesa, estaba siendo una espía de los aliados.
El resultado fue desastroso: aunque oficialmente yo continuaba siendo una reina española, el Gobierno italiano consideró que podía ser una especie de Mata Hari y decidió expulsarme.
Para entonces mi marido y yo habíamos recuperado con cierta asiduidad nuestras relaciones más o menos amistosas. Sabía que Alfonso estaba muy enfermo y aquello facilitaba la comunicación entre nosotros sin que mediaran quiebros gélidos y ensombrecidos.
La guerra de España había finalizado y aunque el país por entonces era un convaleciente extremadamente debilitado, cabía la esperanza de que Franco diera un golpe de timón y, tras aligerar las lóbregas ruinas y deficiencias causadas por las bombas, el hambre y sobre todo por las constantes pesadumbres y desfalcos que el pueblo había sufrido, decidiese restaurar la monarquía y Alfonso pudiese recobrar su trono.
Mi expulsión de Italia indignó drásticamente a mi hijo Juan, quien inmediatamente transmitió una queja oficial al Gobierno italiano, por entonces ya decididamente favorable al nazismo alemán.
En aquella época lo que predominaba era una gran confusión. Cabía el peligro de que España, arrastrada por las ayudas que Italia y Alemania habían prestado a Franco durante la contienda, se viera obligada (ya finalizada la Guerra Civil), a introducirse de lleno en la conflagración mundial. De hecho aquella guerra era la continuación de unos conflictos que la Primera Guerra Mundial había dejado sin resolver.
Todavía hoy me pregunto cómo fue posible que España no hubiese formado parte de aquel amasijo de muertes y desolaciones. Lo cierto es que fuera por Franco o fuera por la ensombrecida y lastimosa sangría que el pueblo español había padecido, se evitó que el derrumbamiento español que entonces sufrimos participara de aquel otro desmadre mortal.
Tras mi expulsión de Italia, me refugié en Lausana. Recuerdo que poco antes Anthony Eden me visitó en mi casa en Londres, Porchester Terrace (que después del trastorno internacional acabó convertida en un manojo ruinoso por los bombardeos alemanes), para advertirme que en caso de que la guerra mundial estallara el Gobierno inglés no podía garantizar mi seguridad.
Por eso, tras la muerte de mi madre, me trasladé a Lausana, para vivir en la villa Ouchy, muy próxima al lago Leman, con mi amiga Mary, marquesa de Creymayel.
Así fue mi vida desde que los Lécera y yo nos separamos. Un continuo deambular de un lado a otro, sin más estabilidad que la que propicia el aire.
Llevaba casi tres años alejada de la persona que, durante los albores del exilio, fue mi interlocutor más idóneo en los años anteriores a nuestra guerra. Lo echaba de menos. Me dolía no poder comentar con él tantos y tantos barruntos que surgieron más allá de nuestra despedida.
Las noticias, cuando me llegaban a mí, se estancaban. ¿Con quién comentarlas? Alfonso por aquel tiempo todavía me ninguneaba, y aunque no hubiera adoptado la actitud que adoptó hasta finalizar la guerra de España, su forma de analizar lo que yo le exponía era muy distinta de la que Jaime utilizaba.
Mil veces intenté intercambiar ideas y hechos que a mi entender eran cruciales. No se negaba a escucharme; los recogía, pero no los desmenuzaba; los aislaba; los desasistía de una probabilidad analítica. A su modo, sentenciaba y los dejaba desfallecer en vaguedades que se resistía a afrontar. Aunque desde que se notara enfermo ya no utilizaba aquellos «prontos desapacibles» que durante los últimos años habían configurado su carácter, una extraña gelidez desviaba mis propuestas hacia el silencio.
Lo único que todavía le interesaba era lo que estaba ocurriendo en la España perdida en desconciertos incomprensibles.
Día a día iba colocando banderitas en un mapa coloreado que pendía de la habitación del hotel Royal donde residía. Le complacía saber que los lugares que ocupaban las tropas de Franco eran ya verdaderamente españoles y no rusos. También estaba al corriente de los actos que la zona blanca realizaba a medida que la tierra conquistada se desembarazaba del poder comunista. Por ejemplo, la disolución del divorcio o la reinstalación de los jesuitas en los lugares insertos en los territorios conquistados por los nacionales.
Tenía la convicción de que una vez la Guerra Civil terminara, Franco no iba a tardar en llamarlo. Para él, aquella esperanza era el punto neurálgico de sus ilusiones. Nada podía dolerle más que haber perdido el amor de su pueblo. Todavía confiaba en recuperarlo. Se agarraba a aquella posibilidad como un náufrago al salvavidas: ansiosamente, desesperadamente, desoyendo los clamores de sus achaques cardíacos que, a medida que el tiempo fluía, lejos de mejorar, empeoraban.
En ocasiones, cuando yo iba a verlo, incluso se mostraba locuaz y amistoso conmigo. «¿Te has enterado, Ena? Lisboa acaba de reconocer oficialmente el Gobierno de Burgos.»
Para él, aquella noticia era casi como si la guerra hubiera finalizado. Pero el tiempo pasaba inmisericorde y la guerra no finalizaba.
Recuerdo que hacia mediados del mes de julio de 1938, Franco volvió a restaurar la pena de muerte que la república había descartado.
Fue en aquella época cuando Azaña, viendo que su montaje republicano estaba en trance de desmoronarse, en sus discursos hablaba ya de paz, piedad y perdón.
Pero Franco no cedía. Su meta era llegar a una total victoria militar.
Ya entrados en el mes de agosto, Holanda también reconoció a Franco. Aquello suponía un refuerzo moral para las fuerzas franquistas. Al menos cuatro fracciones de Europa eran ya suyas.
Dos meses después Alfonso dejó de poner banderitas en su mapa. Por aquellos días yo regresaba de Nueva York donde me había trasladado por la gravedad de nuestro hijo mayor. Cuando nos encontramos en Roma, descubrí en mi marido un hombre destrozado. No preguntó. Por primera vez me miró como si mi dolor se estuviera uniendo al suyo. En cierto modo parecía que una extraña compenetración metafísica nos estuviera uniendo. Creo que nunca estuvimos tan cerca el uno del otro como en aquellos instantes.
– Estarás cansada -me dijo.
– Ahora ya no sufre -le respondí.
Asintió con la cabeza.
– Su vida era lastimosa. Estaba muy solo. -Quería convencerse de que su hijo hubiera preferido morir antes de continuar soportando aquel horrible estigma que, por mi causa, adquirió-. La vida es muy dura -le oí decir bajito-. Hagamos lo que hagamos, siempre corremos el riesgo de equivocarnos.
Ignoro a qué se estaba refiriendo. Tal vez a nuestra boda. O quizá a la vida aislada de nuestro hijo.
– Quería llevar una existencia normal. No se conformaba con ser un enfermo crónico -le dije.
Alfonso se volvió de espaldas y se acercó al ventanal de la salita contigua a su dormitorio. Tal vez mirase el inmenso jardín del hotel o quizá estuviera enjugando con el pañuelo sus ojos.
En aquella época un hombre llorando era un hombre débil. Sin embargo fue aquella probable debilidad lo que estaba aniquilando en mí todos los reproches que al separarnos nos dedicamos el uno al otro.
Hubiera querido abrazarlo, pero no me atreví. Los instantes fluían deprisa y nuestra comunicación era cada vez más difícil.
Salí de la estancia en silencio. Comprendí que mi presencia le estaba dañando y que tenerme a su lado restringía todos los «lados» más dolorosos de su vida.
Ni siquiera me atreví a decirle que, según las últimas noticias, en España se había decretado que el año en curso debía ser calificado de «Tercer Año Triunfal». La guerra iba decayendo lentamente hacia un otoño precoz con perspectivas optimistas para los nacionales.
Por aquel tiempo comenzó la ofensiva masiva contra Cataluña. También por entonces recuerdo que, según las noticias que nos llegaban, las relaciones del PCE con las restantes fuerzas republicanas empezaban a deteriorarse. ¿Llevaba ya Azaña considerando todo lo que le impulsó, dos años después, a abominar de lo que bajo su mandato como presidente de la República había tolerado?
¿Qué clase de tormentas internas lo obligaban a mantenerse en su puesto de presidente, mientras España iba siendo cada vez más un pobre y desesperado instrumento marxista, propio de una sucursal de la terrible dictadura soviética?
Agobiado por sus propios errores y su temor a ser pillado por las tropas franquistas, se refugió en Francia.
Al verse vencido, no dudó en abandonar su presidencia en cuanto las tropas franquistas entraron en Cataluña, después de presentar su dimisión.
Pero ¿dimisión de qué? La presidencia venía siendo una circunstancia ya dimitida desde su extraña reacción cuando, tras su locuaz discurso, había finalizado pidiendo «paz, piedad y perdón».
El desconcierto de aquella frase fue disminuyendo cada vez más su autoprestigio. ¿Comenzaba ya a darse cuenta de todas las barbaridades que había tolerado durante su mandato? No deja de ser curioso que actualmente los que continúan alabando al que fue presidente de los mayores horrores ocurridos en un país azotado por fuerzas hostiles a la paz sigan obstinándose en ocultar el gran arrepentimiento de un hombre que desde su talento literario se había evadido de sus verdaderas raíces, para sentirse encumbrado más allá de sus auténticas creencias.
Incluso su calidad de masón era para él un contrapunto doloroso que tal vez retrasó de algún modo el deseo de recobrar la verdadera personalidad de un cerebro pensante y borrar de su vida los esplendores políticos a los que durante tanto tiempo se había aferrado. Seguramente aquella frase que sin duda aprendió de niño y que figura en su obra El jardín de los frailes sin dedicarle demasiada atención, al verse cercado por tanto derrumbamiento, debió de sacudir su conciencia: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?».
El hecho fue que su trato en Francia con el obispo de Montauban, monseñor Theas, certifica su gran arrepentimiento y su vergüenza por haber tolerado tantas y tantas monstruosidades que asolaron al país.
Pero su conversación desmonta demasiado a los que se aferran a las ideas republicanas y el silencio se impone. También Miguel Maura, impresionado por aquella noticia que los masones intentaban ocultar, repartió copias a los correligionarios de lo que el propio monseñor Theas le había contado. «Ha recibido, muy arrepentido, los Sacramentos sin que nadie le forzara», decía Maura en sus escritos antes de que el ex presidente cayera enfermo.
Asimismo, cuando se encontraba ya muy disminuido, pero todavía capacitado para visitar a monseñor Theas, el obispo le dio a besar el crucifijo, lo que hizo varias veces repitiendo angustiado: «Jesús, piedad, misericordia».
Al parecer, ya en el trance de morir pidió insistentemente que le administrasen el viático. Pero las personas que lo acompañaban (masones como lo había sido él), apoyándose en que el viático podía impresionar y por consiguiente empeorar al enfermo, prohibieron al obispo (que había sido reiteradamente reclamado por Azaña) que entrase en la habitación donde el pobre hombre moría.
Los que se obstinan en desmentir los indudables y probados arrepentimientos de Azaña se basan en que su entierro no fue religioso. Pero la verdad fue que como el consulado mexicano pagaba sus gastos en el hotel Montauban, el país mexicano, a la sazón todavía influido por Calles, se negó a costear un entierro propio de un cuerpo católico.
A los republicanos no les convenía que se divulgara la conversión de su «ídolo», por primera vez honesto, por primera vez clarividente y por primera vez asustado por lo que su falta de responsabilidad le había exigido a costa de traicionarse a sí mismo.
Seguramente también los republicanos de ahora consideran que analizar y plantear la verdad de aquel hombre podría contribuir a desprestigiar la república hecha a fuerza de ambiciones, desconocimientos y panoramas verdaderamente apocalípticos. Nada de lo prometido pudo cumplirse. Todo se reducía a atontar al pueblo con proclamas, imposibles promesas de bienestar y oratorias antirreligiosas, como si la Iglesia, pese a cubrir y sustentar las mayores organizaciones humanitarias, fuera el peor enemigo del hombre.
Tal vez al verse en trance de muerte, Azaña pudo recordar la violencia de su primer mitin al pedir desaforadamente trescientos hombres decididos a acabar con los culpables de supuestas tiranías, tales como los clérigos, las monjas, los monárquicos y los ricos. Especialmente cuando, ya al borde de su final definitivo, le negaron la entrada al hombre que podía borrar su propia tiranía.
El avión, ya en postura horizontal, se mete de lleno en alguna nube despistada que finge volar en solitario por el inmenso vacío.
De nuevo las voces de los que me rodean impregnan el recinto de extraños comentarios que, aunque pretenden ser halagadores, no dejan de resultar un poco molestos. En realidad, lo que en estos momentos preciso es recopilar serenamente todo lo que en los cinco días que he vivido en la España de hoy me ha hecho reflexionar. El tiempo fluye arrastrando fragmentos casi siempre adversos de tiempos pasados.
Por eso, cuanto más se dilata la decisión del General respecto de mi hijo Juan, más puede acrecentarse el peligro de recuperar los desmadres de un ayer cada vez más inmerso en olvidos cruciales.
La nube se disuelve cuando el avión la traspasa y el cielo vuelve a convertirse en esa masa etérea despojada de cualquier obstáculo nuboso que casi nunca envuelve el espacio español.
Mi estado de ánimo es acaso la única nube que empaña la alegría de haber recuperado durante cinco días una generosa fracción de lo que aquel doloroso 15 de abril nos hurtó.
Regresar al lugar donde comenzamos a vivir supone siempre un amargo retroceder hacia los recuerdos.
Y los recuerdos, por mucho que nos gratifiquen, cuando se llega a la edad de la impotencia, como la que ahora me domina, tienden a evocar lo que más puede doler.
A pesar de todo, mi retorno a España supera todos los desvíos dolorosos que tuvimos que afrontar. En ocasiones lo que nos duele también alivia los aniquilamientos que se experimentan en la lejanía.
Soy consciente de que mi nueva aproximación hacia Alfonso, aunque todavía muy agraz, supuso una magnífica noticia para los monárquicos.
Fue una aproximación lenta, iniciada en cuanto estalló la Guerra Civil y Jaime, junto con su familia, abandonaron Fontainebleau para integrarse en el Gobierno de Burgos. Pero a medida que la guerra avanzaba, la comunicación entre Alfonso y yo, aunque algo anacrónica, era ya más fluida. Por entonces empezaban los primeros rumores de una guerra mundial debido a las extrañas e incomprensibles agresividades del Tercer Reich.
En aquella época, yo frecuentaba la ciudad de Roma para visitar a mis hijas y a Jaime. Allí Alfonso y yo solíamos encontrarnos con frecuencia. Ya no me esquivaba, incluso me confesó que, en el caso de que él falleciese, había redactado un testamento para que mi situación económica fuera desahogada. Su forma de tratarme distaba ya mucho de la que había adoptado cuando nos separamos. Además, convencido de que, una vez terminada la guerra de España, Franco iba a restaurar la monarquía, no descartaba que tuviéramos la probabilidad de recuperar definitivamente nuestros derechos como reyes.
Era su sueño. Nadie concebía entonces que, una vez finalizada la terrible ráfaga de odios que había auspiciado tantas y tantas desgracias, Franco prolongase la lógica restauración monárquica.
Al principio, cuando Madrid fue conquistada, Alfonso todavía confiaba en que su regreso pudiera cimentarse en bases sólidas que la destrucción de la guerra había imposibilitado: «Habrá que regular las relaciones del proletariado con la patronal, asentar bien firme la educación de los colegios, fomentar y potenciar la sanidad pública».
Soñaba. Se aferraba a los proyectos de su regreso, como un niño se aferra a su juguete preferido.
Le parecía que imaginar futuros inmediatos era una forma de adelantarse a la reconstrucción de unas ruinas que antaño fueron gloriosos edificios de paz.
No acababa de admitir que precisamente aquel desmoronamiento se debía en parte a la desidia de unos gobernantes que, antes de pensar en España, habían ido adentrándose en las fortalezas del egoísmo, de los partidismos y, sobre todo, del afán de imponer sus criterios personales para trepar ambición arriba, a fin de alcanzar el poder. «Lo esencial», me decía, «consiste en restaurar una monarquía parlamentaria para devolver al pueblo la soberanía que le corresponde y que tenga el valor suficiente de establecer una justicia profunda, sólida y lejana de partidismos egoístas y discriminatorios».
Y añadía que lo principal consistía en reconstruir una España donde tuviera cabida todo lo que careciera de una probable corrupción: «Lo fundamental es que los españoles cumplan sin desviaciones las reglas constitucionales y no las desvirtúen».
Insisto: Alfonso soñaba. Cuando el amor se impone, no lo vivimos, lo soñamos. Y Alfonso todavía imaginaba que, después de los desastres que habían asolado a su querido país, la gente reaccionaría. Pero supongo que tal como Franco está enfocando el futuro, los aniquilamientos pasados volverán a estar vigentes en cuanto el General muera.
De nuevo surgirán las mudanzas y debilidades en los ideales más firmes, las inteligencias volverán a ser víctimas de venenos cainitas, las verdades se verán arrastradas por las libertades salidas de cauce, y las mentes, como se indica en el Apocalipsis, darán un quiebro rotundo y disparatado hacia lo que el Estado decida y sancione para no sentirse relegados.
Cuando ahora expongo mis puntos de vista a las personas que se esfuerzan por soportar esa tregua absurda que Franco implanta en España, me llaman agorera.
Inútil me resulta darles a entender que España es una tierra extremista en todos los sentidos. Que no sabe convivir; sólo tiende a malvivir entre prioridades que, si son mayoritarias, apabullan y marginan a las minoritarias; que la impuesta libertad podría llegar a ser un desafuero de libertades disparatadas, y que sólo una mano firme, aunque siempre tendida a quien quiera estrecharla, puede mantener al país en paz. Es decir: la mano de un rey.
Esa mano tendida es la de mi hijo Juan, pero Franco desconfía de él. Es precisamente esa desconfianza lo que puede convertirse en un lastre peligroso para el país cuando Franco se despoje del poder.
Cuanto más tiempo pase, más se acrecentará el riesgo de instalarnos en los graves pantanos que España soportaba el año en que la Guerra Civil estalló. Seguramente los afanes comunistas volverán a disfrazarse de república, como antaño la república se disfrazó de comunismo.
Nada peor que unas dictaduras largas como la que el General está imponiendo. Aunque aparentemente el país parezca vivir en paz, los cimientos de esa paz se van descomponiendo desde las profundidades del odio, y el día que se instale la democracia se recuperarán las funestas ataduras que, fingiendo liberar, impondrán libertades con grilletes, esposas y cepos.
Afortunadamente, Alfonso no tuvo tiempo de comprender lo que yo, desde mi vejez, estoy barruntando. Pese a sus ansias de regresar a su país, confiaba en que una vez la Guerra Civil finalizase Franco restauraría la monarquía parlamentaria con directrices sanas y sin ataduras contraproducentes.
Se equivocó. Seguramente, yo nunca podré formar parte de su error: los años pesan y fluyen deprisa. Pero después de mi muerte ¿qué ocurrirá?
A veces me enfado con el tiempo; lo increpo, le ruego que alcance el ritmo que utilizaba en mi infancia y en mi juventud, pero no me escucha. El tiempo es sordo y un poco cruel. Y, a medida que avanza, se reviste de prisas.
En efecto: el tiempo es cruel. Tiene la crueldad de hacer que lo que se anhela tarde en llegar, mientras precipita lo que siempre tememos que llegue.
Recuerdo que Polonia había sido ya invadida por el pacto entre las fuerzas de Hitler y de Molotov cuando nuestra hija Cristina decidió casarse.
De nuevo era junio: un junio lleno de tristes auspicios bélicos que la luz del sol se empeñaba en desmentir. Y la alegría de nuestra hija pequeña se dejaba traslucir en aquel sol.
Mi futuro yerno era viudo y tenía tres hijos. Aunque pertenecía a una de las familias más ricas de Italia, no era noble. Circunstancia que el rey de Italia se apresuró a remediar en atención a la sangre real de Cristina ennobleciéndolo con el título de conde.
Aunque los ánimos de aquellos tiempos eran bastante descorazonadores, debido a los inevitables temores de una guerra mundial, aquella boda fue un acontecimiento acertado.
También el matrimonio de mi hija ha sido un acierto. No se equivocó cuando dio el sí.
En efecto, Cristina era feliz. Y hasta el momento actual, continúa siéndolo.
Parece que la estoy viendo entrando en la iglesia del brazo de su padre, radiante y bella, avanzando sonriente hacia el altar al son de la Marcha nupcial que engrandecía el templo. Fue una boda alegre que armonizó con la luz estallante de aquel mes de junio.
Aquella boda propició que los lazos todavía algo deslavazados entre mi marido y yo comenzaran a reforzarse. Por entonces yo me había instalado en una villa situada en las afueras de Roma. Y Alfonso llevaba bastante tiempo alojado en el Gran Hotel.
En aquel encuentro me contó que, dado su estado de salud, había decidido traspasar sus derechos reales a nuestro hijo Juan.
«Juan es un hombre fuerte, inteligente y muy bien preparado para reinar», me dijo.
Parecía contento. Incluso trató de bromear conmigo: «Así que ya lo sabes, Ena. En cuanto se haga pública mi decisión, tú deberás considerarte "reina madre"».
Y para que yo estuviera totalmente informada de aquella oportuna decisión, extrajo de su bolsillo una copia del documento que iba a oficializar. Decía así: «No por mi voluntad, sino por ley inexorable de las circunstancias históricas, podría tal vez ser mi persona un obstáculo. Por ello transmito mis derechos a mi hijo Juan, que será el día de mañana, cuando España lo juzgue oportuno, el rey de todos los españoles».
Aquella forma de bromear conmigo y hacerme partícipe de su proyecto privadamente fue para mí como un punto y aparte que nos permitía reanudar, ya sin lastres ni torpezas aplastantes, una nueva y grata comunicación.
Yo ignoraba que Alfonso estuviese tan grave. ¿Fue su gravedad lo que le obligó a decantarse nuevamente hacia mí? No lo sé. Tampoco preciso saberlo. El hecho es que desde entonces nuestro trato fue ya constante.
El lejano pasado volvía. Era como si aquellas horas sagradas de nuestros principios, cuando nos reuníamos los dos para intercambiar opiniones en el saloncito del Palacio Real, volvieran a unificar nuestras vidas.
Ni él ni yo cometimos la torpeza de mencionar los errores y discrepancias perdidas en el pasado.
Únicamente el presente prevalecía. Un presente nuevo, despojado de lastres agresivos y limpio de sueños torpes o desengaños peligrosos. Todo en torno a nosotros era pacífico, grato y alejado de vanos idealismos que pudieran desbaratar esa paz que a veces las rutas humanas nos regalan. Adiós resentimientos. Adiós hechos consumados. Adiós alborotos de enfados por tantos y tantos desprecios y engaños. Lo esencial entonces era unirnos en los bocetos de lo venidero, inventar posteridades juntos y callar problemas propios para atender las vicisitudes de nuestro destino común.
Cuántas veces he pensado que buscar amor sin apoyos generosos conduce a engaños, y que la forma de encontrar el verdadero amor consiste en el hecho de entregar sin exigir.
Por eso creo que en la última etapa de su vida Alfonso y yo fuimos felices.
Teníamos la felicidad que desconoce las exigencias, la misma felicidad que se niega a aceptar lo imprevisible: siempre hay algo perverso en lo que de improviso irrumpe en nuestras vidas. Se acabaron las susceptibilidades, los reproches, los precarios valores humanos de los que, en el fondo, viven hundidos en los lastrados sentimientos de los «sin valor». Teníamos la felicidad de la placidez, esa placidez que descarta rencores y olvida miserias metafísicas.
Me pregunto ahora si el ser humano es siempre igual. No. Nadie es igual siempre. Nacemos insatisfechos. Queremos lo imposible. Luchamos para conseguirlo y nos defraudamos si lo conseguimos.
Sólo cabe una igualdad cuando las pasiones se aplacan y las luchas se debilitan.
Recuerdo que durante nuestros coloquios a veces Alfonso se quedaba absorto mirándome, como si estuviera descubriendo algo muy importante para él: «¿Sabes, Ena? Continúas tan bella como entonces».
Seguramente mentía. Pero qué bella puede ser la mentira cuando remienda verdades agujereadas de dolor.
Eran precisamente aquellos pequeños brotes de mentiras, siempre gratas, lo que borraba prácticamente añejos despropósitos y destemplanzas dañinas.
Fin de los marqueses de Viana. Fin de doñas Soles y duquesas de Durcal. Ninguna estaba ya capacitada para separarme de él: ni siquiera la malograda Bee, ni la última adquisición llamada Carmen Ruiz, con ideas republicanas, desgraciadamente perdida en los arcanos de la muerte.
Quedábamos él y yo. De nuevo unidos por algo mucho más fuerte que lo que denominamos pasión.
Aunque renovada, yo volvía a ser para él la muchacha rubia que intercambiaba con el rey postales inocentes. Y él de nuevo era aquel hombre que supo despertar en mí un cariño que, de puro profundo, no pudo salir a flote.
¿Por qué será que en ocasiones la cercanía de la muerte nos inyecta tantas bonanzas de vida?
El jefe de Relaciones Públicas de la compañía Iberia me indica que estamos volando sobre Cataluña.
– Dentro de poco sobrevolaremos el mar.
A través de la ventanilla contemplo, todavía algo lejana, la inmensa masa azul apenas encrestada de motitas blancas. El cielo continúa despejado, y el avión avanza sobre una pista hecha de aire limpio y tranquilo.
La tierra que percibo aún muy lejana ya no es española. Es un fragmento todavía vago de tierra francesa. Algo que no consigo evitar me está hurgando por dentro. Quisiera llorar pero me contengo. El llanto de los ancianos suele ser siempre ridículo. No convence y en cierto modo produce vergüenza ajena. Se presupone que los viejos tienen la sensibilidad embotada y que sus lagrimeos son únicamente lastres de motivos algo ridículos.
No, no voy a llorar. Pero nadie de los que me rodean en mi viaje de regreso a Niza puede imaginar lo que para mí ha supuesto verme impulsada aire arriba, para alejarme de una tierra que durante tantos años fue parte esencial en todas mis prioridades. Cuántas razones desvirtuadas y cuántos extravíos pugnan ahora por convertir mi retorno a España en un vulgar hecho establecido, algo vago y circunstancial, que nunca tendrá una resonancia oficial y constructiva. Sin embargo, para mí el viaje a una España nueva inmersa en unas directrices entre oprimidas y huérfanas de libertad ha sido como ahondar en un país algo entristecido, que ha tenido la oportunidad de extender sus brazos hacia el único pasado que todavía podría estar a tiempo de proporcionarle paz.
La línea que separa el avión de la tierra se va acortando. Pero ¿sabrá encontrar España el camino adecuado para alcanzar su verdadera meta? ¿Continuará navegando hasta que de nuevo naufrague?
El capitán nos anuncia que estamos llegando a Niza. A pesar de las ristras blancas que el mar ofrece, desde lo alto son únicamente pequeños oleajes balanceando alguna embarcación que desde la lejanía parece un juguete.
También de juguete se me antojan ahora los entramados que yo realizaba para aproximarme más a mi marido, desde que Cristina decidió comunicarnos su próximo matrimonio.
Sabía que hacía pocos días Alfonso había sufrido un colapso en cierta tienda de la via Veneto.
Estuve a punto de llamarlo por teléfono para comentar con él lo ocurrido. Pero no me atreví. Aunque nuestra comunicación era ya fluida, todavía quedaban pequeños rescoldos que nos impedían compartir totalmente franquezas y preocupaciones.
No obstante, pudo más mi deseo de conectar con él y saber la verdad de lo ocurrido que aquellos residuos de amor propio que todavía a veces se obstinaban en empañar mis recuerdos.
La excusa que le di para que mi llamada no resultara anodina fue que recordase el cumpleaños de nuestra nieta Sandra, hija de Beatriz: «Si quieres puedo ocuparme yo de comprar algo y llevártelo al hotel».
Alfonso aceptó mi propuesta pero me rogó que no acudiese más tarde de las once y media, ya que tenía un almuerzo pendiente.
Aquella llamada mía fue providencial. Cuando llegué a su hotel y subí a sus aposentos privados, lo vi recostado en un sillón, el rostro demudado y como crispado por un dolor insoportable: «Perdona que no me levante, Ena, pero estoy sufriendo terriblemente».
Asustada, me acerqué a él. A su lado los médicos le proporcionaban píldoras.
Petrificada, intenté ayudarlos como pude.
«El corazón me falla», murmuró sin mirarme.
Todo en aquellos momentos era un puro fallo: mi estabilidad, el rostro demudado de los médicos, los sueños de una aproximación pendiente y, sobre todo, el dolor insoportable que Alfonso trataba de soportar.
No estaba asustado. A veces, cuando el dolor se impone a cualquier eventualidad, hasta el miedo es vencido por él. Alfonso no temía. Sólo sufría. En vano intentaba yo ayudarlo. El sudor recorría su demacrado rostro, se le estancaba en el bigote y en las patillas. Pero el dolor no menguaba. Traté de paliar aquel desastre mojando su frente con un paño empapado en agua fría. Al reponerse un poco, me pidió con voz entrecortada que conectara con el padre Ulpiano López. «Quiero confesarme.»
No tardó en llegar.
Los médicos y yo salimos de la habitación para que se confesara.
Cuando hubo terminado su departir con el sacerdote, volvimos a entrar.
Rehusó comulgar porque temía que las náuseas recién vencidas volvieran a empezar. «No creo que me muera esta noche», musitó. Pero aunque no quería reconocerlo, su estado general era muy grave.
Aquel mismo día mis hijos y yo nos trasladamos al Gran Hotel donde Alfonso se había instalado.
Aunque yo insistí en quedarme junto a él toda la noche, mis hijos no lo permitieron: «Tendrá unas monjitas constantemente pendientes de papá, durante el día y la noche».
Qué bien las recuerdo. La monja nocturna se llamaba sor Teresa y la de día sor Inés.
Según me contó la hermana Teresa la mañana siguiente, Alfonso había pasado la noche en vela hablándole de España. «En vano intenté que se calmara», me dijo. «España es su gran pesadilla y su gran obsesión.»
Pocos fueron los días que, gracias a los cuidados de los doctores, Alfonso sobrevivió. Se moría. Se moría pensando en España, en aquel amor perdido que nunca se resignó a perder.
También yo intentaba aliviar sus dolores; incluso, al acentuarse su gravedad, instalé mis objetos personales en su cuarto para dormir con él.
La monjita lo velaba, pero yo no podía atrapar el sueño. Me resultaba imposible aceptar que un hombre de cincuenta y cinco años, tan lleno de empeños, afanes y esperanzas, pudiera agostarse sin remedio.
Sobre todo no podía asumir que nuestra nueva comunicación, que empezaba tibiamente, tuviese aquel cariz tan desabrido de algo transitorio, cuando su vida se estaba apagando.
Yo esperaba algo más. No sabía qué. Tal vez una palabra amable, una semisonrisa reparadora o una simple mirada un poco cariñosa.
Nada de todo eso me fue concedido.
En ocasiones pienso que tal vez aquella lejanía suya era propia de lo mucho que sufría. Su dolor físico solía intensificarse a menudo. Yo procuraba aliviarlo como podía. Le cogía la mano, acariciaba su frente y refrescaba su rostro con agua fría.
Al experimentar alivio, me daba las gracias. Aquella palabra en sus labios era para mí casi una declaración de amor. Durante aquel tiempo su confesor, monseñor Ulpiano López, lo visitaba todos los días. Alfonso se lo agradecía. Decía que la idea de la muerte se le «reblandecía» cuando hablaba con él.
«En cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, me propusieron ser masón, ¿sabes, Ena? Insistieron mucho. Pero yo, aún consciente del riesgo que corría de perder el trono, me negué en redondo a serlo.» Y, esbozando su característica sonrisa medio ladeada, añadió: «De haber aceptado, tú y yo continuaríamos siendo los reyes de España».
Y tras un breve silencio continuó: «Pero ¿qué vale un trono si descartamos a Dios?».
Poco antes de morir, mientras yo sostenía su mano, le oí decir: «Me estoy acercando al límite». Y al hablar dirigía su mirada hacia el manto de la Virgen del Pilar, de la que siempre fue muy devoto. Junto a ella había un montón de saquitos que encerraban fragmentos de tierra de todas las provincias españolas.
Quizá fueran aquellos detalles los que de verdad anularon en mí los posibles restos de rencores que de vez en cuando asomaban aún en mis momentos de desaliento.
Además, entonces yo no era ya la mujer despechada que al llegar el exilio se empeñó en separarse de él. Antes al contrario, el dolor que tanto martirizaba a Alfonso se me estaba metiendo alma adentro. Hubiera dado parte de mi vida para que él no sufriera. Era imposible dejar de sufrir con él. ¿Por qué? ¿Por qué me estaba doliendo tanto su propio dolor? ¿Por qué en cada sonrisa forzada del enfermo me estaba yo notando culpable por no morir con él? Nada entre nosotros era ya ruina: lo que, en ciertos momentos, fue un desmoronamiento volvía a reconstruirse.
Lo quería. No podía remediarlo, lo quería como se quiere lo que se recupera sin la posibilidad de afianzar y alargar su recuperación.
Tal vez nunca lo quise tanto como entonces. Se estaba acabando pero en cierto modo para mí fue como empezar algo que se revitalizaba. No alcanzaba a explicarme a mí misma lo que me estaba devorando por dentro. Quería decírselo: necesitaba explicarle hasta qué punto su muerte era también la mía. Pero el llanto me impedía hablar. Dominar el dolor del alma llorando es muy difícil.
De improviso un mundo de cosas perdidas y olvidadas reclamaban ser protagonistas. Ahí estaban de nuevo las postales apasionadas que nos escribíamos, y nuestro encuentro en Biarritz para formalizar la boda, y su voz algo susurrante evitando que yo arrancase una flor blanca de un inmenso matorral: «Cuidado, Ena, no la toques, es una flor venenosa». Y como viera mi estupor añadió: «Se llama adelfa». Y enseguida me explicó que en la India la denominaban la flor de la muerte.
En vano quería pedirle perdón por no haber descubierto a tiempo que yo también era una adelfa.
Recuerdo que mis hijos y parte del resto de la familia intentaban consolarme. Pero los consuelos no cauterizan el dolor. Antes al contrario, lo reafirman.
Me costó mucho recuperarme de aquella enorme flaqueza humana.
Pronto lo olearon * con la cabeza muy clara y recibió la comunión con verdadero fervor. «Esto se acaba, Ena», me dijo mientras yo sostenía su mano.
Lejos quedaba ya mi temor de que Alfonso (que se cansaba de todo) se cansara de mí. En aquellos momentos yo era su verdadera necesidad, su realidad física y también la única mujer ansiosa de ayudarlo en un trance tan angustioso para ambos. En aquellos momentos eso era yo para él: una princesa que coleccionaba postales para más tarde coleccionar desengaños.
Y él para mí era otra vez el hombre que en cierta ocasión describí como «un ser alegre por su condición de latino, celoso como los Habsburgo, deportivo y poético como buen español».
También como hombre fue egoísta. Pero lo esencial en aquellos momentos era tener la certeza de que sin él ni sus breves brotes de egoísmo mi vida no hubiera sido completa.
Cierto que en ocasiones hubiera deseado echarlo todo a rodar. Renunciar a ser reina y tener derechos de mujer libre; convertirme en una profesional de mí misma y dejar de lado profesionalidades impuestas, tal como inaugurar exposiciones de crisantemos, o repartir ropa en los roperos de Santa Victoria y comida en los asilos, o visitar gentes consideradas importantes o admirar encajes antiguos, fingir aquiescencias en actos aburridos o contemplar bendiciones de banderas, soportar reuniones casmódicas o tolerar amabilidades artificiales sobrecargadas de mimetismos insoportables.
Pero cuando Alfonso moría sin soltar mi mano y dijo: «Ena, esto se acaba», tuve la impresión de que lo que se acababa era mi propia vida y que sin él, sin ese hombre que tanto trastocó mi albedrío, yo hubiera sido únicamente presa de un vivir sin destino. Algo así como un pez fuera del agua. Todavía ahora, al evocar aquella muerte, el extraño dolor que experimenté entonces se empeña en actualizarse.
Se acabaron los reproches, las discusiones hirientes de última hora, cuando la república empezaba a ser ya una inevitable amenaza. Se acabó nuestro departir violento al borde del exilio.
La muerte es el gran borrador en la pizarra de nuestra vida. Por eso duele tanto comprender que los errores cometidos ya nunca podrán convertirse en aciertos.
El adiós a este mundo lo engulle todo.
El capitán nos anuncia que dentro de unos instantes vamos a aterrizar en el aeropuerto de Niza.
La atmósfera continúa clara y la temperatura no excede los dieciocho grados.
En la Costa Azul los febreros suelen ser benévolos y el frío invernal sólo se detecta en sus playas vacías.
Por eso yo elijo siempre pasar gran parte del invierno en Montecarlo. Allí no sólo me resarzo de las nevadas de Suiza, donde seis años después de la muerte de Alfonso me instalé, sino que puedo gozar del trato de los Grimaldi con la misma soltura que si de mi familia se tratara.
Tanto Rainiero como Grace son para mí puntales amistosos en esta nueva faceta de mi vida tan llena de lastres dolorosos y de molestos achaques físicos que la ancianidad nos regala.
Con ellos me siento acogida, cómoda y sobre todo libre. Además el clima de la Costa Azul es reacio a fomentar memorias adversas. Es evidente que el frío se presta más que el calor a memorizar hechos ingratos. Por eso en mi casa de Lausana he procurado instalar aquella calefacción que en el gran palacio de Oriente tanto eché de menos en mis primeros años de casada.
Se acabaron los fríos, se acabaron las tiritonas propicias a contraer resfriados, reumas y otitis. Mi casa, según dicen, es un horno algo desquiciado.
A pesar de todo Lausana me gusta. En esa ciudad todo se rige por el orden, la tranquilidad y la paz. Aunque las temperaturas bajas suelen ser las grandes protagonistas del país, todas las viviendas son pequeños braseros bien equilibrados.
Compré mi casa en plena guerra mundial y la adquirí a buen precio. La titularon Vieille Fontaine. En esa villa me siento a gusto. Allí los recuerdos y reflexiones se difuminan. Se vuelven leyendas.
Rodeada de árboles frondosos y pinazos olorosos, puedo soñar que ya no preciso soñar ni recordar ni esperar.
La espera es ya una «llegada» firme; un tope final en mi vida.
Luego está la inmensa masa de agua tranquila que generalmente no admite grandes oleajes ni suele desbordar sus cauces.
Y mis largos paseos junto al malecón que bordea el Leman escasamente cortado por alguna canoa dispersa. Y mis visitas frecuentes a la iglesia del Sagrado Corazón de Ouchy, donde asisto a misa todos los domingos.
En estos momentos las ruedas del avión rozan ya el aeropuerto Côte d'Azur de Niza.
Fin de mi viaje al pasado. Fin de mis soledades perdidas en la nostalgia. Fin de aquel papel de reina aislada en sus quimeras de penumbras y claridades.
Seguramente, ya nunca volveré a la patria que me abrió a la vida. De momento mi verdadera patria está más allá de todo lo que limita la tierra.
A mi edad ya no caben más proyectos que los que se forjan para el otro mundo. Pero me alegro de haber podido reincorporarme durante cinco días a lo que durante veintitrés años fue mi verdadera cuna.
Nacer donde vimos la luz por primera vez es menos importante que nacer donde la luz viene a ser tan esencial como las sombras que esa luz proporciona.
Vivir es eso: sortear las sombras, soportarlas con donaire y esperar que algún día la luz futura prescinda eternamente de ellas.
La señora Rich, siempre atenta, me pregunta si preciso algo. Seguramente le ha extrañado mi forma de aislarme durante el vuelo.
– Estoy perfectamente, Pepita. Gracias.
Cuando el avión se aproxima al aeropuerto, inmediatamente distingo la esbelta silueta de Grace.
Desde la barrera, espera a que el avión se detenga para acercarse a la escalinata que acaban de instalar.
Me sonríe. Agita el brazo y aguarda a que yo descienda a la pista para abrazarme.
– Bienvenida, Ena.
Alguien nos fotografía juntas. Seguramente saldremos en las próximas revistas de chismes sociales. A veces las frivolidades también pueden ocultar grandes momentos estelares de nuestras vidas.
Ya en el coche me explica que me ha visto por televisión.
– Me ha impresionado la cantidad de personas que acudieron a recibirte.
– Tienes razón; ha sido impresionante -le digo-. Nunca imaginé que España me recordara después de tantos años de ausencia.
– ¿Cómo van a olvidarte, Ena? Las mujeres como tú dejan siempre huellas imborrables.
– Tal vez no se borren, pero se olvidan.
– En tu caso no ha habido olvido.
– Tampoco recuerdos. Más bien nostalgias. La gente se está hartando del General.
– ¿Le has planteado el asunto pendiente de la posible sucesión?
– En cierto modo sí. Pero ya sabes lo que ocurre con los gallegos: cuando están en una escalera, nunca se sabe si están bajando o si están subiendo.
Grace asiente sonriendo. Enseguida pregunta:
– ¿Cómo has visto a España?
– Mejor será que me preguntes cómo España me habrá visto a mí -le respondo riendo-. Salí de allí siendo joven y he vuelto hecha un vejestorio. En cuanto a tu pregunta, te diré que España ha cambiado. Aunque todavía sigue en la cola de Europa, se va adentrando en ciertos progresismos. No obstante, es indudable que también los progresismos ocultan graves retrocesos. Cuántas veces he recordado la famosa frase de Pedro Guartango: «En España el vicio gana, si se disfraza de virtud». Bien, pues el progresismo retrocede si se empeña en absorber progresismos caducos. Y eso es lo que España (aunque de un modo solapado) está comenzando a experimentar: un peligroso retroceso disfrazado de progreso.
Hoy, 14 de abril de 1969, un año y dos meses después de mi viaje a España, echada en mi cama de Lausana y rodeada de toda la familia, se me está olvidando respirar. A veces el Señor gasta bromas un tanto irónicas con sus amigos. ¿Por qué me está llamando precisamente el mismo día que se proclamó la república hace ya treinta y ocho años?
Me estoy aislando de este mundo rodeada de toda mi familia.
Algunos lloran. Otros disertan sobre los probables empeños del General en descartar a mi hijo Juan como el verdadero rey. Discuten. Se acaloran. Exigen. Luis Alba toma las riendas y se empeña en organizar la ceremonia completa de mi entierro y funeral.
Al parecer van a sepultarme en la iglesia del Sagrado Corazón de Ouchy. Y mi hijo Jaime, a instancias de su segunda mujer, se empeña en imponer lo que no merece imponerse. Todo se vuelve barullo y algunos desconciertos.
No comprenden que, más allá de las grandezas terrenas, las exigencias humanas son simples juegos de niños.
Todo, desde donde yo me hallo ahora, se desliza por comprensiones totalmente ajenas a las que rigen entre los que todavía respiran. Lo demás son sombras de algo que cruza una escena teatral inconsistente.
Nada es verdaderamente real en las realidades humanas. Todo tiende a ser ficción. Todo se reviste de una importancia que no tiene y que, en cuanto se descuida, se convierte en aire.
Adiós mundo, adiós tierra, adiós intenciones gratas o ingratas, dolorosas o amables, goodbye, España. Por fin voy a entrar plenamente en ese estado lleno de una luz radiante propia de la Verdad que nunca se acaba ni se transforma en mentira.
Noviembre de 2007
Octubre de 2008
<a l:href="#_ftnref1">*</a> Olear: dar a un enfermo el sacramento de la extremaunción (Nota de digitalización)