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Ígur se tumbó de nuevo junto a Sadó, profundamente trastornado por el mensaje, procurando que ella no lo notara. Le pareció que de todas formas ya se lo había notado, porque no preguntó nada; en cualquier caso, a él le daba igual. Fingió estar cansado, y disfrutó la tranquilidad a partir del momento en que ella se durmió plácidamente con una mano sobre el sexo y la otra abrazándolo. Ígur oyó más movimiento en el piso de abajo; le pareció que alguien se iba, y continuó inmóvil para no despertar a Sadó. Imposible dormirse, toda su furia estaba dedicada al mensaje de la Equemitía, y cuanto más lo pensaba menos lo comprendía, más abominable le parecía el aspecto que el paso de las horas confería a las cosas. Intentó inútilmente ayudarse contemplando el sueño de su bellísima compañera, pero las tan dulcemente inertes perfecciones conquistadas aún le vaciaban más fuerza de razonamiento.
El sol ya daba en todas partes cuando se oyeron pasos, y Guipria subió al salón. Sadó no se despertó, Ígur tampoco se movió. Guipria se les acercó con una sonrisa bondadosa y quizá burlona que le conmovió.
– Buenos días -dijo muy bajito, pero Sadó se despertó y se incorporó; Ígur se levantó y se vistió, incapaz de mirar a nadie a los ojos; Sadó se arregló el pelo y se levantó.
– Kim y Silamo… -empezó Ígur.
– Han salido -dijo Guipria.
Sadó se puso los pantalones con parsimonia, y se quedó frente a Guipria, que parecía más intrigada que sorprendida por la situación; ¿o tal vez, pensó Ígur, no fuera la situación de los amantes lo que la intrigaba?; ¿qué, entonces? Le sorprendió la falta de prisa de Sadó por vestirse, cómo Guipria la miraba sin disimulo de pies a cabeza, con especial detenimiento en los lugares que el hábito del vestir oculta a los ojos, y a los que el requerimiento sexual dedica especial atención. La joven hermana, que en ese momento iba a calzarse, se detuvo y se irguió con un toque de ostentación casi desafiante, la cabeza alta y una firmeza en la mirada que le hirió sin saber por qué, y Guipria se apartó con placidez.
– Tengo que irme -dijo Ígur.
– ¿No quieres desayunar? -dijo Guipria, y Sadó acabó de vestirse.
– Gracias, pero ya es muy tarde.
En ese momento, una señal del sello le sobresaltó; igual querían saber si la orden había sido ejecutada.
– El Cuantificador está aquí -dijo Guipria, y Sadó la interrumpió.
– Ígur ya lo sabe.
La hermana mayor le clavó una mirada fría, e Ígur operó con el sello en la máquina. Cuando salió el mensaje, Ígur respiró aliviado. Lamborga lo convocaba a la ceremonia de presentación de su acceso a la Capilla; Ígur debía estar presente como Caballero dispensador, y le ofrecían tres fechas para que escogiera; eligió la más próxima, esa misma tarde.
– Nada grave, espero -dijo Guipria.
– Si tienes que irte, no te queremos entretener -dijo Sadó: Ígur intentó decir adiós expeditivamente, pero Sadó lo abrazó por la cintura-, te acompañaré a la puerta.
– Adiós, Guipria -dijo Ígur; sin moverse, ella le sonrió.
Bajando la escalera, Sadó iba jugando y riendo como una niña, y metiéndole mano entre las piernas, pero Ígur no se quitaba de la cabeza la orden recibida; esto no es como con Galatrai, pensó, que siempre se está a tiempo de decir «si no los mato yo ya los matará otro», no es posible ninguna operación autoexculpadora, es inútil evadirse.
– ¿Qué pasa, ya no te gusto? -dijo Sadó.
– Me gustas más que nunca -dijo Ígur, completamente sincero.
En la puerta de la calle, ella se le echó al cuello y lo besó apasionadamente con los ojos cerrados. He aquí lo que vale un hombre para la Ley hegemónica antisecuestro, he aquí lo que vale un hombre para la Apotropía de Juegos; ahora veremos qué está dispuesto a pagar el serenísimo Equemitor Noldera por un hombre y una mujer.
Por la tarde, turbulentamente torturado no tan sólo por la obligación de cumplir la orden si no quería arruinar su carrera en Gorhgró, y probablemente su vida, sino también por el movimiento de defensa instintivo que intenta podar y reducir toda aparición que devora terreno sentimental sin control, Ígur se presentó en los locales de la Capilla y, conforme a su rango, fue recibido por el Secretario de la Apotropía en persona.
– Sed bienvenido, Caballero Neblí, a ésta vuestra casa -sonrió-. Sé que estáis aquí en representación del Caballero de Preludio Kuvinur Lamborga, pero el adversario que le ha correspondido es un antiguo conocido y amigo vuestro, y me ha rogado tener un encuentro a solas con vos un momento antes de la ceremonia.
– Claro que sí -dijo Ígur, desconcertado-; ¿puedo saber de quién se trata?
– Naturalmente, si me lo exigís os lo diré, pero -el Secretario sonrió-, el Caballero en cuestión me ha dicho que quería sorprenderos.
Ígur se encogió de hombros.
– No tengo inconveniente.
Sin que Ígur tuviera tiempo de pensar quién podía ser, el Secretario lo guió a una salita donde aguardaba de pie un Caballero.
– ¡Sari Milana! -exclamó Ígur, y el otro sonrió satisfecho.
– Os dejo -anunció el dignatario con una media sonrisa, y cerró la puerta tras de sí.
– No me esperabas, ¿verdad? -dijo el adversario de Ígur en Cruiaña.
– ¡Claro que no! -se admiró Ígur, y después reaccionó-: ¡Cómo puede ser que estés aquí! El Código de los Caballeros exige que pase un año antes de una nueva opción al Combate de Acceso.
– Sí -dijo Milana-, pero hay dispensas especiales; tú lo debes saber muy bien, dentro de pocos minutos otorgarás una.
– ¿Cómo lo has conseguido? -insistió Ígur.
– Lo pacté. -La expresión de Ígur se endureció-. Da lo mismo, si tanto te interesa te lo explicaré más tarde. -Cambió el tono por otro aún más malicioso-. ¿Y a ti cómo te va? -Esbozó una sonrisa capciosa-. En Cruiaña todos están muy orgullosos de ti.
– ¿Cómo está el Magisterpraedi?
– ¿Omolpus? -Milana ladeó la cabeza con un gesto de tristeza más bien indiferente-. El pobre, murió el mes pasado.
– ¡El Magisterpraedi, muerto! -exclamó en un susurro Ígur, bajando la mirada; de repente reaccionó-. Un momento, ¿qué relación tiene eso con el hecho de que ahora tú…?
– Despacio, amigo mío -rió Milana-, no está nada bien que un Caballero de Capilla ofenda a un Caballero de rango inferior -lo miró con una sonrisa feroz-, aunque te aseguro que no me importa, incluso estoy dispuesto a no decírselo a nadie.
Ígur pensó en una réplica adecuada, pero estaba demasiado ofuscado; entonces regresó el Secretario.
– Caballeros, si queréis tener la bondad.
Acompañó a Ígur a otra salita donde le esperaba Lamborga, y desde allí el Jefe de Protocolo los condujo al salón ceremonial que Ígur ya conocía; por el camino, Lamborga se dirigió a él en voz baja.
– Me han dicho que conoces a mi adversario.
– No te preocupes -dijo Ígur con furia-, no tienes ni para empezar. En Cruiaña lo vencí con una mano en el bolsillo.
Lamborga lo miró entre incrédulo y agradecido, y poco después entraron al salón Milana y su padrino de inscripción. La inquietud de Ígur aumentó cuando vio que se trataba de Per Allenair.
La ceremonia de sorteo de orientaciones y defensas transcurrió sin más particular, salvo que Ígur, otorgada la dispensa con su presencia y padrinazgo, se la pasó toda con la mirada en el suelo, levantándola tan sólo de vez en cuando para mirar la provocativa figura de Milana, y la imponente de Allenair.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó Lamborga en voz muy baja.
– Perdóname.
Una vez determinadas las posiciones, el Juez concluyó la ceremonia.
– Fijo el Combate para el día diecinueve de Abril.
En el momento de salir, Ígur se creyó obligado a animar a Lamborga.
– ¿Seguro que estás totalmente restablecido? -El otro asintió-. Por cierto, no te ha acompañado ninguno de los Meditadores.
Lamborga lo miró sorprendido y entristecido.
– ¿No lo sabes? Cuando cayó el Agon Malduin, se acabó mi adscripción a la Orden. El futuro campeón del nuevo Agon Oibuleus es tu amigo Milana.
– ¿Mi amigo, has dicho? -dijo Ígur, a purnto de explotar de rabia-. Ahora verás.
En ese instante coincidían en la puerta Allenair, Milana, el Secretario de la Capilla, el Jefe de Protocolo y tres funcionarios más. Ígur les abordó imperiosamente.
– Permítanme -dijo, y todos se volvieron en silencio-. Creo que el Caballero Milana tiene que explicarnos la rapidez con la que ha llegado hasta aquí.
– Ahora está fijada la fecha para el Combate, y si no hay una razón criminal, no puede impugnarse -dijo el Jefe de Protocolo.
– Es que creo que puede haber una razón criminal -dijo Ígur levantando la voz.
– ¿Cómo os atrevéis? -dijo Allenair, con la mirada encendida, y avanzó un paso.
– No importa -lo detuvo Milana con calma-, no tengo ningún inconveniente en explicarme. Hace unos meses, se nos planteó desde Gorhgró la necesidad de que Neblí acudiese como Caballero de Pórtico, y se me pidió como favor especial, confío en el honor de los presentes para que esto no salga de aquí, que, dentro de la legalidad del Código de los Caballeros, en virtud de la bula veintitrés sacrificase mi historial para permitirle que venciera el primer Combate de Acceso. A cambio, se me prometió un Combate legal de Acceso a la Capilla.
– Mientes, hijo de puta -dijo Ígur, decidido a no callarse nada ni a descontrolarse; hubo diversos movimientos de impulso de unos y contención de otros, e Ígur se sintió imparable-. Te vencí netamente y puedo volver a hacerlo cuando quieras -Milana sonreía desafiante-; en cambio tú, ¿sabes cómo has conseguido llegar al Acceso? ¿Quieres que te lo diga, eh?
– Ígur, salgamos de aquí -Lamborga tiraba de él-, te estás perjudicando.
– Esto es intolerable -dijo Allenair con la voz oscurecida por la ira-. Exijo una explicación inmediatamente.
Pero Ígur se había cegado y, desasiéndose de Lamborga, se acercó a medio metro de Milana.
– ¿Quieres que te diga cómo lo has conseguido? Has envenenado al Magisterpraedi Omolpus y le has mamado la polla al nuevo Agon de los Meditadores.
– No quiero oír ni una palabra más -dijo Allenair-, vamonos ahora mismo.
Un minuto más tarde, sin Milana ni Allenair, el Secretario de la Capilla se dirigió a Ígur con expresión compungida.
– Qué incidente más desgraciado, Caballero Neblí. Comprended que, aunque estamos dispuestos a defenderos hasta donde el Caballero Milana os ha ofendido poniendo en duda la rectitud de vuestro Combate en Cruiaña, no podemos apoyaros en el punto donde habéis introducido en la conversación a la persona del Agon de los Meditadores.
Todo había sido tan precipitado que Ígur sintió de repente como si cayera de un sueño. Miró a Lamborga, y sonrieron.
– Eminente Secretario -dijo Lamborga-, no os procupéis, la Capilla no resultará perjudicada.
– Hay que buscar una solución enseguida -dijo el Jefe de Protocolo.
– Estamos seguros de que el Caballero Neblí encontrará la mejor -dijo el Secretario, y los acompañó a él y a Lamborga hasta la puerta.
Una vez solos, Ígur y Lamborga no tardaron en reírse de la escena, y cuanto más hablaban y más variantes y posibles desenlaces imaginaban, más gracia les hacía. Lamborga tuvo el delicado detalle de no especular con las represalias que esperaban a Ígur, y, sentados en la terraza de un salón público, se dio cuenta del afecto que le profesaba.
– Te encuentro cambiado -le dijo-. No te ofendas, pero no me pareces el Caballero implacable y controlado que me venció en la Capilla.
Ígur no se quitaba de la cabeza al Magisterpraedi Omolpus, ni a Debrel y a Guipria, ni, presidiendo la confusión, entre unos y otros, más agridulce en el pensamiento que en la vivencia, el despuntar radiante de Sadó. Estuvo a punto de sincerarse con Lamborga, de contárselo todo y pedirle consejo, pero no se atrevió, presa del abatimiento más agudo al percatarse de que las únicas personas con las que tenía verdadera confianza, y a las que podría haber consultado el caso, eran justamente a las que le ordenaban matar.
– Verdaderamente -dijo con vehemencia-, soy impresentable; tú con un Combate de Acceso a la vista, y yo obligándote a contemplar mis desórdenes mentales.
Lamborga protestó desmintiendo, y acabaron hablando de Allenair, probablemente el miembro más poderoso de la Capilla después del Decano, y de las posibilidades de la candidatura de Ígur a la Entrada del Laberinto frente a él. Lamborga creía que la indignación de Allenair ante las palabras de Ígur provenía sobre todo de la posibilidad de verse involucrado con la Orden de los Meditadores.
– En cualquier caso -le quitó importancia-, yo no me preocuparía por Allenair más de lo razonable -rió-. Considero que ha estado contenido, tiene fama de ser hombre que no está para bromas.
A medida que el golpe se enfriaba, Ígur se dio cuenta de la distorsión que las palabras de Milana había filtrado entre él y Lamborga; nunca se habría atrevido a preguntarle si se había dejado ganar en el combate de Acceso a la Capilla, pero la más remota posibilidad de que lo que había dicho Milana fuera cierto, y hasta la afirmación más salvaje dicha con aplomo suscita una duda, por pequeña que sea, introducía, por regla de tres, una grave incertidumbre en las expectativas de Lamborga de vencer a Milana ante la Capilla. Cuando iban a pedir más bebida, el sello de Ígur avisó de que se pusiera en contacto con el Cuantificador.
– Permíteme -se excusó, y se retiró deseando que no se tratase del asunto de Debrel y Guipria.
Esa vez el mensaje era doble: el Secretario de la Equemitía lo reclamaba con urgencia, y el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma lo citaba para la mañana siguiente; se despidió de Lamborga hasta el día del Combate, y se separaron de buen humor.
– El mundo cada día es más pequeño, y no hay que preocuparse por la porción que no tenemos delante -dijo Lamborga cuando ya se alejaban.
En la Equemitía, cuando Ígur se encontró en el despacho de Ifact y resultó que el Secretario le obsequiaba con una indignada y larguísima perorata sobre las imprevisibles consecuencias de insultar en público al Agon de los Meditadores, respiró poco a poco y sin atreverse a cantar victoria viendo que la orden sobre Debrel y Guipria no se nombraba. Ifact derivó al hecho, según él aún más grave, de que no se trataba tan sólo del resultado objetivo de tal actuación, sin duda nefasto en el asunto del Laberinto, que también dependía de otros, sino que, intrínsecamente, comprometía de manera funesta su prestigio como Caballero, y hasta ponía en peligro tal condición. Pasaban los minutos, Ígur se preguntaba por qué Ifact no le hablaba de Debrel y Guipria, qué estrategia seguía. ¿O es que la orden provenía de otro sitio? ¿Era posible que una decisión de ese tipo escapase al control del Secretario? Ifact cargó las tintas, citando antecedentes poco alentadores, sobre la situación y las perspectivas inmediatas, incluidas posibles represalias de la propia Equemitía. Por fin acabó y se quedó mirando a Ígur fijamente; se hizo un silencio que se podía cortar con un cuchillo.
– Veo que no tienes nada que decir -exclamó Ifact con los ojos muy abiertos.
– Milana me ha dicho que Omolpus está muerto.
– ¡A mí qué me importa Omolpus! -explotó el Secretario, y rodeando la mesa señaló a Ígur con el dedo-. No sé si eres un inconsciente o un loco.
– ¿Está muerto, entonces? -le interrumpió Ígur, pensando que ya daba igual.
Ifact dejó caer los brazos con abatimiento, y movió la cabeza negando tres veces.
– Caballero Neblí, y no sé si voy a poder dirigirme a ti mucho tiempo de esta manera, eres superior a mis fuerzas. -Recuperó el tono normal de voz-. No sé nada de Omolpus, y a fe que me sorprende lo que dices. Como sabes, un Magisterpaedi no tiene terminal de Cuantificador en su casa, y hay que ponerse en contacto con él a través de la Mayoría. Lo intentaré y ya te diré lo que averigüe.
– Os estaré por siempre agradecido.
El Secretario se sentó irritado y se puso a revolver papeles.
– Te he dicho lo que te tenía que decir, y no añadiré ni una palabra más -protestó sin levantar la vista-. Si tú no solucionas el problema que has creado, lo solucionaremos nosotros.
Y lo despachó sin más.
Por la calle, Ígur se sintió incapaz de averiguar qué pasaba con Debrel y Guipria. Afrontó cómo desobedecer una orden prioritaria, y pensó que tenía que hacer de tripas corazón y tirar adelante cuanto antes mejor. Camino del transporte que lo conducía a casa de Debrel, las piernas se negaban a llevarle, y resolvió que si Ifact no le había dicho nada, quizá valía más dejar la ejecución para el día siguiente, así es que se fue a su casa aliviado por la decisión, como si mañana fuera el día más lejano de su vida.
Cuando llegó a su casa había oscurecido, y soplaba un viento helado que conservaba aún las últimas nieves. En la plazuela de delante vio a los dos mimos encogidos resguardados el uno contra el otro, envueltos en trozos de tela y papeles, con un minúsculo fuego encendido y una botella de vino malo por la mitad. Los miró sin esperar que la contemplación lo iluminase para nada, como no podía haber sido de otra forma, y se entristeció profundamente. Aunque la noche anterior no había pegado ojo, le costó un par de horas poder conciliar el sueño.
Ígur salió temprano a ver al Secretario de Bruijma, y nada más salir del edificio se dio cuenta de que eludía la contemplación de los mimos que yacían a pocos metros, el uno completamente encogido casi sobre el fuego, el augusto intentando desentumecerse.
En la antesala del Secretario Pauli Francis esperó dos horas y media y, por lo tanto, tuvo tiempo de todo, de indignarse, de relajarse, de evocar los coitos con Sadó, de compararla con Fei y resolver que no quería dejar de ver a ninguna de las dos y, sobre todo, de darle doscientas vueltas más a la cuestión principalmente terrible, la de Debrel y Guipria. Cuanto más pensaba, menos entendía ya no el silencio de Ifact, sino la pasividad de la institución ante el flagrante incumplimiento de sus designios. ¿De dónde provenía la orden? Decidió esperar a ver qué pasaba, consciente de hasta qué punto, tratándose de lo que se trataba, podía ser fuente de sorpresas desagradables. Por primera vez pensó seriamente en la posibilidad de desacatar la orden, y eso lo enardeció hasta tal punto que tuvo que controlarse para no empezar a argumentar y a gesticular solo.
Finalmente el ujier lo condujo al despacho del Secretario Francis.
– Caballero -le dijo sin preámbulos-, os hago saber que el Príncipe Bruijma os concede el honor de hacerse cargo de la Eponimia de la Expedición al Laberinto, que a partir de este momento pasa a llamarse Entrada Bruijma; el resto de las condiciones están en la hoja que os será entregada cuando salgáis. Sólo me queda deciros dos cosas: Primera, que a partir de ahora quedáis relevado de la dependencia prioritaria de la Equemitía de Recursos Primordiales, y que, por lo tanto, cualquier decisión importante que tengáis que tomar, no tan sólo referente al Laberinto, se nos consultará previamente sin excusa. Y segunda, tengo entendido que habéis protagonizado un incidente desde cualquier punto de vista indigno y lamentable, al término del cual habéis ofendido gravemente a Su Excelencia el Agon de los Meditadores. Puesto que el Principado no puede involucrarse, ni tan siquiera de nombre, en cuestiones tabernarias, concertaremos de inmediato un desagravio público con Su Excelencia el Agon, en presencia de todos los asistentes a la ofensa.
– Señor, si me permitís… -empezó Ígur, pero el otro le cortó.
– No repliquéis, Caballero. Es condición indispensable si queréis la Eponimia del Príncipe. Si os negáis, no tan sólo no la obtendréis, sino que dudo mucho que consigáis alguna otra. -Hizo una pausa para comprobar que Ígur se tragaba el silencio-. Para que sea explícito y manifiesto que el Príncipe Bruijma no tiene parte en el asunto, se tramitará el desagravio a través de la Equemitía, y será el último protocolo que cursaréis a través de dicha institución. -Esperó a que Ígur asintiese, y prosiguió-: Pasad al despacho de mi asistente, que introducirá las claves necesarias en vuestro sello y os hará entrega de las condiciones; todo, naturalmente, sujeto al cumplimiento del desagravio, que vigilaremos de cerca.
Lo despidió con un gesto, y el ujier abrió la puerta. En el momento de cruzarla, Ígur se dio media vuelta de repente; Francis, perfectamente inmóvil, lo miraba con una levísima sonrisa irónica.
Listas las diligencias en el despacho del asistente de Francis, Ígur se dirigió directamente a la Equemitía de Recursos Primordiales. Ifact estaba reunido, pero, cosa que sorprendió a Ígur, abandonó la sala para encontrarse con él en el pasillo. Viniendo de escuchar los ecos de la implacable oscuridad anímica de Francis, tratar con Ifact le pareció una maravilla de placidez familiar. En pocas palabras lo puso al corriente, y no le sorprendió ver cómo la cara del Secretario se iluminaba a medida que avanzaba la explicación.
– Lamento que hayas necesitado una razón material para avenirte a hacer lo que tenía que haber nacido de tu conciencia -se debía de encontrar obligado a decir Ifact-, sin embargo, por los caminos que sea, bienvenido al advenimiento del sentido común. Ahora mismo tramitaré el desagravio. -Y, cuando ya se iba, se detuvo-. Por cierto, permíteme que te felicite de todo corazón. ¡Ahora sí que te debes sentir casi dentro del Laberinto!
Volvió un cuarto de hora más tarde, anunciando en un tono que no conseguía disimular su entusiasmo que nadie había puesto ningún reparo y que todos estarían presentes; se habían puesto de acuerdo para el día siguiente a las seis de la tarde en la Apotropía de Ordenes Militares. Vaya, pensó Ígur, que deprisa va la burocracia cuando les conviene.
– Allí estaré -dijo Ígur-. Debo deciros que el Secretario del Príncipe me ha impuesto como condición que a partir de ahora, protocolariamente, dependa de ellos. Me imagino que eso me desvincula de la Equemitía, por lo menos temporalmente.
– No tiene por qué -dijo Ifact-, siempre podemos arreglarnos. -Se echó a reír viendo la cara de Ígur-. No te preocupes, de cara al Secretario del Príncipe todo se hará de acuerdo con sus condiciones.
– Por cierto, aquí tenéis el pliego que me ha obligado a llevarme -dijo Ígur, jurándose que por nada del mundo perdería un solo minuto leyéndolo; como Ifact lo miraba con expresión interrogante tendente a la desaprobación, Ígur optó por una explicación, si no impecablemente verosímil, sí al menos que no insultase la inteligencia del interlocutor-: Como mi residencia no es segura, creo que vale más que vos mismo lo guardéis.
Ifact se encogió de hombros y lo cogió.
– ¿Puedo hacer algo más por ti? -dijo con ademán de volver a la reunión.
– Querría saber qué habéis descubierto en referencia al Magisterpraedi Omolpus. -La cara del Secretario cambió-. ¿Se ha confirmado su muerte?
– No exactamente -vaciló Ifact.
– ¿No exactamente? ¿Qué significa eso?
– Parece ser que el Magisterpraedi ha desaparecido.
Hubo un silencio tenso.
– ¿Qué significa que ha desaparecido?
– Lo siento, no se me ha facilitado más información -dijo Ifact. Ígur tomó aire, con la boca tan apretada que le dolían las mandíbulas; el Secretario le leyó el pensamiento-. Comprendo tus sentimientos, pero te advierto que, con más razón antes o después de un acto de desagravio, estás obligado por honor a mantenerte a distancia del Caballero Milana, y cualquier cosa que le pase comportará una investigación exhaustiva de tus actividades y relaciones con terceros.
Ígur respiró hondo.
– Tenéis mi palabra -dijo, maldiciendo interiormente a la humanidad en peso- de que ningún motivo más de preocupación sobre el honor de la Equemitía, ni del Imperio entero, ha de provenir nunca más de mí.
Ifact lo escrutó, sopesando los síntomas de sinceridad de esa mirada sutilmente desafiante.
– Más te vale -dijo, y volvió a la reunión.
Camino de casa, el sello advirtió a Ígur que tenía que ponerse en contacto con el Cuantificador para recibir un mensaje. Bajó del transporte y lo hizo, y resultó ser Debrel que lo citaba en la torre para ultimar la estrategia del Laberinto. Su primer impulso fue el de ir para allá, pero de una duda pasó a otra, y el dilema que no le dejaba vivir los últimos días se precipitó hundiéndolo en un desasosiego que no hacía más que repetirse que no se podía permitir. Pero la razón es un mal jinete de tantos sentimientos contrapuestos cuando ella misma es uno, y, sintiéndose incapaz de soportar la presencia de Debrel y Guipria combinada con Sadó, Ígur decidió hacer oídos sordos a la convocatoria del geómetra. Sabiendo que no lo podía aplazar demasiadas horas más si no quería que los acontecimientos lo pisoteasen, decidió pasar una noche tranquilo; puesto que no podía ir a su casa, porque allí podrían localizarlo tanto los de la Equemitía como el propio Debrel, desconectó el sello y se fue al Palacio Conti.
Ya casi había oscurecido cuando llegó, esa vez por el Puente de los Cocineros y por la puerta de servicio habitual. En las dependencias auxiliares había un agitación especial, técnicos dando indicaciones y empleados trajinando muebles y restos de comida.
– Llegáis en el mejor momento, Caballero Neblí -le dijo la camarera de siempre-, la Reina de los Dos Corazones estará encantada.
– ¿Y cómo es eso? -dijo él, viendo que el ajetreo no era de organización sino de desmontaje.
– Hemos tenido un día un poco duro.
Isabel Conti hacía los honores, según dijo la camarera, a los invitados que quedaban, pero Fei ya estaba en su habitación. Allí la encontró Ígur, aún con las botas de cuero negro hasta la rodilla, pero ya desabrochadas, y poniéndose ropa cómoda.
– ¿Cómo estás, querido? -dijo ella con la voz rota, pasándole el brazo por el cuello; pero tenía cara de haber llorado. ¿O era el reciente desmaquillaje?
– ¿Qué te pasa?
Fei se apartó. No debía de ser tan sólo el desmaquillaje, pensó Ígur, y se le ocurrió que quizá no se hubiera refugiado en el sitio más idóneo para estar tranquilo.
– ¿Qué quieres que mande traer para cenar?
Ígur la imaginó de vuelta de una orgía, que debía de haber sido terrible, porque se necesitaba mucho para dejar a Fei en ese estado, cuando de la historia de Kiretres y Gandiulunas había emergido tan fresca. Evocó mentalmente a Sadó, y se sobresaltó recordándose la desaparición de Omolpus y que tenía orden de matar a Debrel y Guipria, pero ni una cosa ni otra acabó de aliviarle la inquietud que le producía Fei en un estado en que no la había visto nunca, y como no quería aumentar la adrenalina con revelaciones trastornadoras, decidió no preguntar nada.
– Lo mismo me da -dijo-, no tengo mucha hambre.
Ella le señaló el comunicador.
– Tú mismo, pide lo que quieras. Yo voy a darme un baño.
Ígur encargó ensaladas y fruta, zumos vegetales y un vino ligero, y cuando ya se lo habían llevado le pareció que ella tardaba mucho en salir del baño; se oía movimiento y ruidos de cajones y tijeras, finalmente apareció completamente ataviada para dormir.
– ¿Qué vino has elegido? -dijo con la mirada baja.
Cenaron charlando de años atrás, con comentarios de situaciones curiosas y actitudes observadas, sin entrar en cuestiones terribles ni hacerse preguntas duramente personales. Sin habérselo propuesto, Ígur se encontró atendiendo a Fei como si él no tuviera el menor conflicto y pudiera cargar con los de los demás, y aunque por un momento maldijo la facilidad de las mujeres, ellas que no hacen más que profesiones de sensibilidad, para convertirse en el centro del mundo sin pararse a considerar si los demás también reclaman audiencia, y al final tuvo que reconocer que tener que confortar era mejor que abandonarse a ser confortado, pero no dejaba de inquietarlo el pensar hasta qué punto, de encontrarse ella en otra circunstancia, se hubiera atrevido a fiarse y confiarle su drama particular. La cama es mal terreno para la confianza: aunque hoy no haya peligro, quién sabe mañana.
– ¿No te acabas la macedonia? -preguntó Ígur, y Fei le puso el plato delante.
Se la acabó él, y ella encogió las piernas, se quitó las zapatillas y se sentó sobre los pies. Cuando Ígur terminó, mandaron retirar los platos y se tumbaron en la cama. El se desvistió.
– No te molestes si esta noche… -dijo Fei antes de que la abrazase.
Lo que sea debe de haber sido muy fuerte, pensó Ígur, optando por una renuncia oblicua, que no diera a entender que tanto le daba una cosa como otra, pero que tampoco llevara a suponer que sólo estaba allí para abrevar a la fiera. Miró el perfil de Fei, y lo encontró de una elegancia incomparable; el pecho se elevaba levemente con la respiración pausada, tapado hasta las clavículas por el camisón azul turquesa de mangas largas. La dignidad de la figura conmovió a Ígur, y la abrazó con suavidad, sin avanzar con la mano más allá del hombro. Ella cerró los ojos.
– Buenas noches -le dijo con un beso en la mejilla.
Fei se levantó antes del alba, se vistió sin ruido y se fue sin decirle nada a Ígur, quien, después de que horas antes le hubiera costado conciliar el sueño, la oyó sin desvelarse y protegió su refugio para continuar en la cama hasta las ocho de la mañana. Entonces se vistió y se fue a la Apotropía de la Capilla.
Allí lo recibió el Jefe de Protocolo y lo acompañó hasta la salita en la que se preparaba el Caballero de Preludio. Por el camino, discretamente, el funcionario no le quitaba ojo; ambos tenían presente la escena de hacía dos días. También la tenía Mongrius, y, una vez solos, fue lo primero que le dijo.
– Si lo que querías era propaganda, te felicito -rieron-; no se habla de otra cosa en Gorhgró.
– ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar? -dijo Ígur.
– ¿Y ahora qué piensas hacer?
– No tengo más remedio que excusarme; una vez me he avenido, me lo han puesto en bandeja, los tengo convocados a todos para esta tarde. Por cierto, ¿tienes alguna idea de cómo tengo que enfocar el discurso?
Mongrius se rió.
– No pierdas ni un minuto pensándolo. El discurso te lo darán hecho.
Ígur se rebeló.
– ¡Ah no, de ninguna manera! Pase que me tenga que bajar los pantalones, pero encima al son que me toquen, ni hablar.
Mongrius se encogió de hombros riendo.
– Ya lo verás, antes del encuentro te enviarán al chico de los recados con el texto preparado. Para cambiar sólo una coma, tendrás que negociar, pero no te lo recomiendo; si no os ponéis de acuerdo, la cosa puede ir para largo.
Ígur consideró oportuno cambiar de tema.
– No hace mucho estábamos aquí en la misma circunstancia.
– Sí, pero al revés. Ahora soy yo el que se juega el pellejo.
– Cierto -dijo riendo Ígur-, y aquí me tienes dispuesto a alentarte mejor de lo que tú lo hiciste conmigo.
Comentaron, en tono distendido, la situación del Imperio, la Eponimia de Bruijma al Laberinto, que Mongrius desconocía (en realidad no se había hecho público, y era de suponer que sólo lo supieran aquellos a quienes el Príncipe otorgaba confianza; Ígur se arrepintió de habérselo comentado, y aún más después de que la risita de Mongrius lo pusiera en evidencia), y acabaron especulando sobre las características técnicas y psicológicas del adversario del Combate, con profusión de advertencias y recomendaciones de Ígur, que el interlocutor escuchó con una atención devotísima y, entonces sí, totalmente desprovista de la más leve reticencia humorística.
Un Ayudante de Protocolo les anunció que todo estaba a punto, y se encaminaron los tres a la Sala de Juicios. Allí Ígur contempló la arquitectura sin el aturdimiento previo a la lucha ni la obnubilación propia del triunfo, y ocupó el banco Sur, reservado a Mongrius, en espera del inicio del Combate. Observó que en los bancos del público había menos Caballeros de Capilla que el día de su combate, y con un cierto espíritu de revancha atribuyó el éxito de público del otro Combate a la presencia de Lamborga en lugar de a la de un oscuro recién llegado de provincias. El Juez les hizo una señal a los candidatos, y cuando Mongrius y su rival subieron al estrado, inició el discurso.
– Caballeros, Dignatarios, Funcionarios y Aspirantes, henos aquí de nuevo en el goce de la expectativa de engrandecer la gloria de la Capilla con un nuevo Caballero -Ígur pensó que ese Juez era más florido que el que lo había arbitrado a él-, en la contemplación de nuestros deseos traspuestos a una materia, ésta, regida por el valor, la compasión y la justicia. -Hizo una pausa-. Que corazón alguno se ensombrezca si se siente rechazado por cualquiera de tales virtudes. -Señaló a los contrincantes-: Desde el Poniente que he tomado veo el Este en mi final, y a mi escudo el Caballero rojo Mista Mongrius, a mi lanza el Caballero verde Andi Ridamant; tomad posiciones. -Una vez realizado, prosiguió-: la vida tendrá hoy tres determinios, con la ofensiva para el Caballero rojo. El vencedor dispondrá de las prerrogativas habituales del Combate, y en la derrota del contrincante se someterá al honor tradicional. -Ígur se sorprendió de la suavización de las normas: quedaba claro que en su Combate le habían concedido todas las prerrogativas al vencedor para que Lamborga lo pudiera enviar al otro barrio sin problemas; eso lo llenó de despecho y de orgullo a la vez; los rivales se colocaron las máscaras y se saludaron-. ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!
El Combate comenzó; Ígur no sabía gran cosa de las aptitudes de Mongrius en esgrima, y la verdad, después de la prueba en el despacho de la Equemitía, no lo tenía demasiado bien conceptuado; cuando vio que los contrarios se dedicaban a estudiarse con tantas precauciones que bordeaban ya el ridículo, se hartó y se desentendió, y observó a la concurrencia. Presidía el Secretario de la Capilla (una vez más, el Apótropo estaba ausente), a su derecha había un dignatario que Ígur no conocía, y que supuso próximo al tal Ridamant, y a su izquierda el Secretario Ifact, superior de Mongrius. De vez en cuando echaba un vistazo a la palestra para comprobar que todo continuaba dentro de la tónica del más estricto aburrimiento. Volvió a la presidencia y los encontró tan distraídos que se arrepintió de no haberse fijado en si el día de él y de Lamborga tenían la misma actitud. Cuando se oyó la voz del Juez, Ígur se maravilló de cómo tres minutos resultan diferentes dependiendo de desde dónde haya que soportarlos.
– Fin del primer determinio. Vencedor, el Caballero rojo, que conserva la ofensiva. Dos minutos de descanso.
Mongrius bajó al banco que ocupaba Ígur, se quitó la máscara y se sentó a su lado.
– ¿Qué opinas? -le preguntó.
– Lo tienes en el bote. Atácale de revés, es por donde tiene peor defensa. Por poco que arriesgues, no necesitarás llegar al tercer determinio.
– ¿Lo dices en serio?
– Claro que sí. Sólo tienes que soltarte, y el Combate es tuyo. Ese individuo está completamente desconcertado, no entiendo cómo ha llegado a Caballero si no es combatiendo con inútiles -dijo Ígur pensando que lo mismo se podría decir de su pusilánime interlocutor.
– Retomad posiciones -indicó el Juez-. Segundo determinio de la vida, ofensiva para el Caballero rojo. Que continúe siendo lo que tiene que ser.
Prosiguieron el Combate, y entonces Ígur se dedicó a contemplar a la concurrencia. Maraís Vega estaba en primera fila, vestido de negro de pies a cabeza como siempre, y a su lado Per Allenair, con quien intercambió una mirada entre indiferente y amenazadora. Retirando la vista tuvo que reconocer que su derrotado adversario en la Eponimia tenía una figura francamente atractiva y, por lo que había podido saber, una habilidad y un talento en absoluto despreciables, y sintió haber sido el instrumento de su fracaso. En otras circunstancias habría sido instructivo y agradable tenerlo por amigo.
– Detened el Combate -indicó el Juez; los rivales se habían entrelazado, y les obligó a separarse-. Retomad el segundo determinio.
Ígur se dio cuenta con una cierta inquietud de que algunos asistentes lo miraban más a él que al Combate. ¿Se habría filtrado algo sobre la Eponimia de Bruijma? ¿O era el recuerdo de Lamborga? ¿Y si fuera cualquier cosa referente a la orden que esquivaba? Resolvió estar más atento al enfrentamiento, pero aun así cualquier asociación de ideas lo llevaba o por un camino o por otro a la cuestión que ya no podía posponer más: Debrel y Guipria. Empezó a impacientarse; el rival de Mongrius había cometido dos errores de principiante que el otro no había sabido aprovechar, y a cada momento veía ocasiones que él habría resuelto en un segundo. Pensó en Omolpus, en la posibilidad de presentarse en Cruiaña para saber qué había pasado, aunque dejar Gorhgró en la presente contingencia podía resultar suicida.
– Fin del segundo determinio -anunció el Juez-. El Caballero rojo conserva la iniciativa. Dos minutos de descanso.
Mongrius fue junto a Ígur y se mantuvo silencioso. Él, en cambio, no pudo aguantarse y lo recriminó.
– No sé por qué lo alargas. Ese individuo es un regalo de la fortuna.
Ya me explicarás la razón que tienes para no despacharlo en un momento.
– Tiene un contraataque muy bueno -se excusó Mongrius-, y lo quiero estudiar.
Ígur resopló.
– No me hagas reír.
Mongrius lo miró fijamente.
– Ya sé que para ti sería muy fácil -dijo, e Ígur se preguntó si no estaría humillando a su amigo-, pero no todos tenemos tus facultades.
– Retomad posiciones -reclamó el Juez-. Ultimo determinio, ofensiva para el Caballero rojo. Me permito recordar a los Caballeros Aspirantes que ninguno de los dos accederá a la Capilla si no se produce un resultado que rebase la mera realización de ofensivas. Que acabe de ser lo que tiene que ser.
Mongrius se lanzó con más fuerza contra el antagonista, pero Ígur ya había decidido que allí no aprendería nada, y que si Mongrius perdía se lo tendría merecido por indeciso. De repente se le ocurrió que, cualquiera que fuera el sector que había dictado la orden de matar a Debrel, a esas alturas, viendo que no la cumplía, ya debía de haber tomado otra decisión, y quizá Debrel y Guipria habían sido asaltados ya por otro Caballero, o por los Fonóctonos, o estaban a punto de ser asaltados. Se angustió terriblemente imaginando las funestas consecuencias que haber desobedecido podía tener para él, justamente ahora que parecía tan bien encaminada la empresa del Laberinto, y pensó que quizá aún estaba a tiempo.
– El Combate de Juicio se ha acabado -dijo el Juez-, la vida ha resuelto su determinio.
Ígur se sobresaltó, y se levantó como toda la concurrencia. El Caballero verde yacía herido en el suelo, y Mongrius se alzaba ante él con la espada en la mano. En ese caso la prerrogativa de honor contemplaba no rematar al vencido incapaz de levantarse, y, aunque la herida no parecía grave, se lo llevaron dos empleados. Mongrius bajó para abrazarse a Ígur, que lo notó emocionado en exceso, y, encabezados por Vega, los Caballeros de Capilla se acercaron a felicitarlo.
– ¿Lo ves? -dijo Ígur, sin haber visto la estocada de la victoria-; si lo hubieras hecho antes, antes habrías dejado de sufrir.
Después del habitual despliegue de cortesías, Ígur se marchó a comer algo antes de la cita en la Apotropía de Órdenes Militares. Estrechó la mano del nuevo Caballero de Capilla en el vestíbulo.
– El ritual de Acceso será mañana por la mañana -dijo Mongrius-, pero no hace falta que vayas, ya sé que estás muy ocupado -rieron-. Quiero que sepas lo mucho que aprecio y agradezco tus consejos y tu compañía. ¿Nos veremos esta noche en casa de Madame Conti? Ya sabes cuáles son las tradiciones.
Aquella noche a Ígur le esperaban emociones más severas.
– Procuraré no faltar -mintió.
Emocionalmente desinteresado por completo de la ceremonia, y con la cabeza en otro sitio, Ígur se presentó en la Apotropía de Órdenes Militares dispuesto a cumplir el trámite de la forma en que dispusieran mientras fuera rápido. Tal y como, buen conocedor de la burocracia, Mongrius había predicho, un funcionario de mediana edad que se presentó como Supervisor de Relaciones Administrativas lo recibió en una antesala, y empezó por hacerle saber que todos los convocados habían llegado ya y que el acto tendría lugar al cabo de media hora.
– Aquí tenéis el texto que os aprenderéis de memoria para declamar a una indicación mía.
Le presentó una hoja con unas quince líneas impresas, que Ígur devoró en un momento. Era una humillación en toda regla, sólo faltaba que el declamador se declarase idiota de nacimiento.
– No pienso decir ni media palabra de todo esto. -Y se la devolvió; el otro esbozó un gesto de no resultarle imprevista la reacción.
– Naturalmente vos haced lo que queráis, pero debéis haceros cargo de que el Excelentísimo Agon no se dará por satisfecho con cualquier cosa. -Ígur escuchaba impertérrito, y al Supervisor le pareció que había posibilidades de negociar-. Veamos, ¿qué es lo que os parece que no podéis decir de ninguna manera?
Compartieron de medio lado la contemplación del papel que el funcionario sostenía como si se tratase de un objeto precioso.
– ¿Este documento es de oficio? Porque no veo por ningún lado nada de lo que dije. ¿Cómo sabrán a quién me refiero?
– Lo único que importa es la frase relativa al Agon -explicó pacientemente el Supervisor; Ígur empezó a señalar párrafos.
– De entrada no puedo cuestionar el hecho de haber dicho lo que he dicho, porque estaré no tan sólo mintiendo, sino afirmando que los presentes son irreales, porque oyeron algo que no he dicho; y si no lo he dicho, ¿qué hacemos aquí? -siguió el texto con un dedo-; tampoco puedo decir que hablé sin querer decir lo que dije, porque a fe mía que no tan sólo quería, sino que aun me quedé muy corto.
El Supervisor movió la cabeza con consternación.
– Así no llegaremos a ningún sitio.
– No puedo decir que me consta la alta nobleza y competencia del Agon, porque no me consta nada de eso -prosiguió Ígur impasible.
– ¿Os consta acaso lo contrario? -esbozó una sonrisa irónica-, porque, naturalmente, a no ser que pretendáis instituir el maleficio de la duda, si tenéis pruebas de una afirmación tan peregrina como la que hicisteis, no necesitáis ningún desagravio.
Ígur prosiguió impertérrito.
– Tampoco puedo decir que hablo por propia iniciativa, porque hablo obligado hasta por la última rata de Gorhgró.
– ¡No pretenderéis cumplir un desagravio afirmando que habláis obligado! -se impacientó el funcionario-. Oídme, Caballero, sé perfectamente que no os entusiasma la situación, pero quiero que sepáis que ni a mí ni a ninguno de los que esperan en la sala de al lado nos hace ninguna gracia, así es que permitidme sugeriros que lo saldemos de la forma más rápida y sencilla posible.
– Perfecto -dijo Ígur interrumpiendo, porque ya veía venir que le volvería a proponer que leyera el papel-. ¿Tenéis confianza en mi honor de Caballero?
– Claro que sí -protestó el Supervisor con vehemencia, ya que decir lo contrario equivalía a aceptar un duelo a muerte.
– Pues entonces dejadme hacer, y guardad esta delicada composición retórica en vuestros archivos de cortesía.
El funcionario se resignó, y a la hora fijada lo acompañó a una sala en cuyo centro, de pie en perfecto semicírculo, estaban el Secretario Ifact (lo que no sorprendió a Ígur), Milana, Allenair, el Agon de los Meditadores, un Asistente suyo, el Secretario y el Jefe de Protocolo de la Capilla, Lamborga, los tres funcionarios de la Capilla presentes en el incidente y tres individuos más que Ígur imaginó enviados del Secretario del Príncipe Bruijma y de otras instituciones ignotamente implicadas. Al fondo, custodiando las entradas, cuatro Guardias. El Supervisor indicó a Ígur el centro del semicírculo que los auditores formaban, y él ocupó el extremo al lado de Ifact.
– Excelentísimo Agon, Ilustres Secretarios, Caballeros y funcionarios -dijo-, el Caballero de Capilla Ígur Neblí de Cruiaña os dirigirá la palabra.
Ígur dejó que el silencio se mascase un cuarto de minuto.
– Excelencia, Ilustrísimos, Caballeros y demás presentes -dijo, firme y ayudado de una gesticulación pomposa-, estamos aquí reunidos porque anteayer afirmé que el Caballero Milana había mamado la polla del Excelentísimo Agon de los Meditadores, y no puedo decir que no lo dije porque todos pudisteis oírlo, y hacer tal cosa equivaldría a sostener que este acto es una farsa absurda, lo que, al margen de quien con todos mis respetos lo pueda creer, no tengo intención alguna de intentar, y si la tuviera, no me serviría de nada. -Algunos de los presentes palidecieron; otros, Allenair a la cabeza, tenían la mirada más encendida que una antorcha-. Por tanto, asumido el hecho, que sería ridículo negar, de que tal afirmación salió de mi boca, me veo impelido a declarar que el Caballero Milana no ha obtenido el Combate de Acceso a la Capilla gracias a haber mamado la polla de Su Excelencia el Agon de los Meditadores, y digo que lo digo porque lo digo, porque si digo que lo digo porque me han dicho que lo diga, me obligarán a volver a decirlo añadiendo que no lo digo porque me han dicho que lo dijera, y que cuando he dicho que lo decía porque me obligaban a decirlo (igual que si ahora hay alguna sospecha de que saduceamente declaro que digo que el Caballero Milana no ha mamado la polla del Excelentísimo Agon de los Meditadores porque lo digo, lo hago bajo alguna coacción, o desde la necesidad de ser creído, al margen de la verdad o la mentira), mentía tan miserablemente como cuando dije que el Caballero Milana ha mamado la polla del Excelentísimo Agon de los Meditadores. Y, sin embargo, hay que distinguir la naturaleza de las dos hipotéticas mentiras, porque así como no me asiste, es cierto, constancia alguna de que el Caballero Milana le haya mamado la polla a Su Excelencia el Agon de los Meditadores, ¿y cómo podría haberla obtenido? -Ifact, el Supervisor y el Jefe de Protocolo de la Capilla parecían al borde de un ataque de apoplejía-, tampoco dispongo, ni, tal y como van las cosas, existen elementos para creer que pueda disponer en un plazo razonablemente próximo, de indicio alguno de que no lo haya hecho, y que cuanto más se la mamase, más le ennobleciese, y aunque no le ennobleciese, más se la mamase, por lo que no me queda más remedio que deducir que también tengo que excusarme de una posible mentira en el otro sentido, ésta sí, con toda la inocencia del desconocimiento, y, en la medida en que hablar de hipotético como mentira, como decir si el vaso está medio vacío o medio lleno, es tan impropio como hablar de hipotético como verdad, en modo alguno se me puede hacer responsable; y tampoco querría que ahora se me imputase que contrapongo inocencia del desconocimiento a certeza de cognición, que lo contrapongo a esta mi natural y, a la vista está, reprobable pasión por la hipótesis; por tanto, hechas las salvedades anteriores, no vaya a ser que saturnalmente ahora se me acuse de coacción moral, y no tan sólo reconociendo el derecho que el Caballero Milana tiene de mamarle la polla al Excelentísimo Agon de los Meditadores, y que gloriosamente lo haya hecho, si a ambos, que son libres, les conviene, y a la naturaleza, que es soberana, le place, sino de una vez y para siempre confesando que no tendría inconveniente, ¿por qué debería tenerlo?, de aplaudir, de loar, con absoluta, con esmeraldina transparencia de corazón, una práctica del goce de la vida tan extendida, tan noble y bien documentada en las artes, en la poesía y en la historia, tengo que afirmar, puedo afirmar y, en verdad, afirmo, despojado por completo tanto de reservas y reticencias como de vestimenta y de argumentos me trajeron al mundo, que no lo ha hecho, y lo rubrico con mi más humilde, mi más rotunda, transparente y sincera imploración de misericordiosa benevolencia y ofrecimiento de la más sumisa disposición a cualquier otra clase de satisfacción que pueda hacérseme el obsequio y el honor de exigírseme. Es más, si en cualquier momento…
– Es suficiente. Caballero Neblí -dijo el Supervisor después de un intercambio de miradas con el Asistente del Agon-. Tened la bondad de acompañarme.
Después de una inclinación marcial de cabeza, volvieron a la salita del principio.
– ¿Ya está? -dijo Ígur-. ¿Lo he hecho bien? ¿No hace falta nada más? Porque ya puestos, si quieren se la mamo yo a ellos. ¿O quizá preferirían darme por culo?
– Caballero, sois incorregible; vuestro carácter os conducirá a situaciones muy desagradables.
– ¿Me puedo ir?
– El Caballero Milana ha solicitado una entrevista con vos.
Ígur sintió el latigazo de la ira.
– Naturalmente, hacedlo pasar -dijo, y sonó como una orden.
Cinco minutos más tarde, el Supervisor los dejó solos en la salita. Ígur clavó sus ojos en los del otro.
– No tengo el poder de un Agon -dijo Milana- para obligarte a rectificar el resto de afirmaciones del otro día, pero quiero que sepas que no lo olvidaré.
– ¿Dónde está el Magisterpraedi Omolpus? -dijo Ígur mirándolo fijamente; se aguantaron la mirada hasta que Milana la apartó.
– Nunca has sido demasiado listo, no me costará nada cazarte el día que quiera.
– No creo que ese día puedas elegirlo entre muchos. A la Capilla se accede con espadas, no con cañas, y de ti Lamborga hará picadillo.
– Ya lo veremos. -Y salió.
Después, Ígur se fue a buscar al Supervisor.
– Espero que nos volvamos a ver en circunstancias más distendidas, Caballero Neblí; en cualquier caso, os deseo mucha suerte en el Laberinto -dijo el funcionario, y lo despidió al final de la escalera-. El aspirante Lamborga os espera en el vestíbulo principal.
Los dos Caballeros salieron juntos de la Apotropía de Ordenes Militares, y por la calle se abandonaron a la carcajada. Lamborga le contó que una vez el Supervisor hubo cerrado la puerta, todos estaban pendientes del Agon, y él se había interesado por la vida y cuitas de Ígur, qué hacía y de dónde había salido, y esa reacción había desconcertado a los demás, en especial a Ifact, que había tenido que responder, y a Milana, que no esperaba que un desagravio tan inconveniente fuera aceptado.
– Creí que te iban a matar -reconoció Lamborga-, pero me parece que has salido muy bien librado. -Se detuvieron al pie del transporte antes de separarse-. Quizá demasiado bien, Ígur, ve con mucho cuidado.
– Y tú entrénate a fondo para el Juicio de Acceso. Quiero ver cómo dejas a Milana convertido en una mancha de grasa en el suelo.
– Pero nos veremos antes.
– Claro -dijo Ígur, sin querer saber por qué en el fondo lo dudaba tanto.
Ígur hizo de tripas corazón y se fue a la torre de Debrel. Incluso la calma de las afueras y la placidez del barrio, al que llegaba como siempre alrededor del atardecer, eran amenazas que lo acongojaban. Aminoró el paso al llegar, indeciso como el criminal desapasionado. Le abrió Guipria, y lo hizo pasar con una sonrisa que acabó de debilitarlo.
– Mirad a quién tenemos aquí. ¡Si es nuestro Caballero de Capilla preferido!
Se encontraron en el salón de arriba Debrel, Guipria, Sadó y él. El geómetra lo increpó afectuosamente.
– Cuánto te ha costado venir… ¡justo ahora que todos imaginábamos que te veríamos más a menudo que antes!
La agradable distensión del ambiente a Ígur le pareció montada a propósito.
– Tiene obligaciones muy importantes que le ocupan todo el tiempo, y las disciplinas secundarias quedan en último término -dijo Sadó con desenvoltura. Ígur la encontró más bella que nunca.
– ¿Es que -dijo Debrel- no tienes curiosidad por las novedades?
Lástima que Silamo no esté, él que ha trabajado tanto en esto. Ten -abrió un cajón y sacó un disco metálico, muy ligero y totalmente rígido, con seis perforaciones prácticamente imperceptibles-, el código de interposición que tienes que situar en la tercera ranura del Rotor comenzando por abajo. La flecha -le indicó una línea grabada- ha de señalar al Norte, es decir a la Puerta; de todas formas, supongo que el Rotor tendrá una hendidura para que puedas precisar la orientación, porque para evitar interferencias hemos afinado tanto que cualquier desviación podría mandarlo todo al traste.
A Debrel se le veía ilusionado, e Ígur se imaginó con horror sacando la espada y desatando una carnicería. ¿Y con Sadó, qué haría? Un Fonóctono no dudaría, pero él no se atrevería nunca a hacerle daño. Retrasó el momento, buscó excusas y se puso plazos arbitrarios, y cada vez se veía más incapaz de hacerlo. Guipria se fue a por bebidas.
– ¿Alguna precaución para conservar el disco? -preguntó Ígur.
– Ninguna en especial. Si no vas con el propósito deliberado de romperlo, es lo bastante resistente como para ser transportado dentro de una cartera o bien envuelto. -Ígur pensó en la posibilidad de envenenarlos, pero la descartó enseguida-. Un detalle importante es cuándo introducir el disco por la ranura -en ese momento llegó Guipria con las copas y las botellas-, aquí tienes -le dio una pequeña carpeta- un listado con la hora exacta en que debes colocarlo, dependiendo del día en que entres; atención, la fecha límite es el veintiuno de Abril, que será la puesta helíaca de Canopus, y ahí entramos en la otra parte de la cuestión, porque nos quedan exactamente veintisiete días, y falta lo esencial.
– No te preocupes, la Eponimia de Bruijma es una realidad -dijo Ígur, mecánicamente.
– ¿Ah sí? ¡Espléndido! Pero yo me refería a Arktofilax. Ahora es urgente, ya no porque si tardamos más de la cuenta tendremos que esperar meses para volver a disponer del cielo adecuado -Ígur casi no lo escuchaba, y los dos se dieron cuenta-, sino porque tenemos competencia. Silamo ha sabido que el Caballero de la Expedición Simbri ya ha salido a buscarlo, y si lo encuentra antes que nosotros, la Entrada será para él.
Ígur sufrió un descalabro emocional. Pensó en Omolpus, que había desaparecido por la codicia de Milana, imaginó cómo podía haber pasado, quizá una escena como aquélla. Debrel continuaba exponiendo problemas inmediatos y cómo abordarlos, y Guipria y Sadó no perdían a Ígur de vista. Se le ocurrió si realmente no le habrían ordenado que los matase para ponerlo a prueba. ¿Y si fuera cosa de la Apotropía de Juegos? Se lo tenía que haber preguntado a Ifact, pero ¿y si eso precipitaba las cosas?
– ¿Qué te pasa, querido amigo? -le dijo Guipria, acercándosele.
Los ojos de Ígur se clavaron en la cola de Sadó, bastante baja y floja, con tensiones desiguales de los cabellos que sujetaba, y con algunos sueltos a los lados, aparente resultado de una deliciosa negligencia, miró las manos de Debrel, delgadas y arrugadas pero tersas a la vez, ágiles y cambiantes y a la vez cansadas, como de bronce viejo, miró las comisuras de los labios de Guipria, la arruga enérgica que marcaban en los momentos en que ella se sabía la más inteligente, y supo que era precisamente eso, lo que le tenía que ser arrebatado, lo que más quería, lo que él no necesitaba guardar silencio para que no se le notase el nudo que le producía en la garganta, cuando, finalmente, no pudo evitar que le viesen los ojos humedecidos, y supo que nunca había ido allí a matar a nadie, se desconoció con furia del que poco antes dudaba, y, liberado, se abandonó triunfalmente al impulso más fuerte.
– Tenéis que huir ahora mismo -suplicó; los otros se quedaron mirándolo con los ojos como platos-, ¡tenéis que huir y esconderos! Me han ordenado que os mate a los dos, y de eso hace ya tres días, así que el peligro es inminente.
Ígur estaba dispuesto a cualquier reacción. Todos miraban a Debrel, y el geómetra bajó la cabeza con una sonrisa benevolente.
– Así que se trataba de eso, por eso te has escondido estos días… -Lo miró límpidamente, y se volvió hacia Guipria, que le sonreía expectante-. Aún nos han concedido bastante tiempo.
– ¿Qué queréis decir? -preguntó Ígur, el cuerpo indeciso de aligerarse de la carga-. ¿Ya contabas con ello?
– Los viejos fantasmas nunca mueren -dijo Guipria.
– Y eso sin movernos de casa -dijo Debrel-; pero esta vez se ha acabado.
– ¿Qué queréis decir? -se sobresaltó Ígur-. ¿Qué pensáis hacer?
Debrel se levantó; no había perdido la sonrisa en ningún momento.
– Ahora, escúchame. Es más urgente que nunca que encuentres a Arktofilax, él es tu último obstáculo antes del Laberinto. Quien lo encuentre será el Entrador.
– Un momento -dijo Guipria-, ¿que le pasará a Ígur cuando vean que ha desobedecido la orden?
– No te preocupes -dijo Debrel, confortador como si se dirigiera a adolescentes-, ya cuentan con eso. Ahora está a punto de entrar en el Laberinto, y ellos sólo se preocupan por el Laberinto. El que nos hayan dejado tranquilos hasta ahora significa que tienen mucho interés en allanarle el camino. Ígur -lo miró fijamente-, ándate con mucho cuidado al salir. La orden de matarnos no es tan sólo nuestra condena, porque estamos perdidos de todas formas; también les interesa saber hasta qué punto estás dispuesto a actuar para ellos a ojos cerrados.
– Nunca más -resolvió Ígur, sintiendo que se volvía a conmover.
– La Equemitía te ha favorecido porque tiene un pacto con Bruijma para limitar el poder de las Órdenes Militares sin exasperarlas, y así mantener a Ixtehatzi hasta que acabe la Reforma, pero cuando Ixtehatzi se debilite y ya no haya ningún Laberinto para canalizar influencias y recursos, si no juegas bien con el poder que tengas en las manos, puedes acabar muy mal.
– Pero ¿y ahora? ¿Qué haréis? -dijo Ígur.
– Veamos -dijo Debrel tranquilamente-, a ti te concederán veinticuatro horas más como mínimo, y a partir de entonces nos enviarán a otro -acarició a Guipria con una mirada cálida y extensa-. Creo que es urgente que nos tomemos unas buenas vacaciones… Pero antes -cambió a un tono práctico- tenemos que resolver algunas cuestiones. Lo que se refiere al Laberinto ya está listo. Tienes el disco, y respecto a Arktofilax, el único contacto que hemos podido establecer es un tal Beremolkas, que vive en Ankmar, en la costa oybiria -Ígur lo anotó mentalmente-; ya sé que no es gran cosa, pero no hemos llegado más lejos. Acerca del Caballero de la Expedición Simbri, Silamo ha sabido que se trata de un tal Meneci, un individuo de unos veinticinco años, y con una habilidad especial para los disfraces. Ve con cuidado, parece ser que es un luchador terrible y sin escrúpulos, y se hizo Caballero de Capilla muy joven y directamente desde el Pórtico, igual que tú. Conviene que salgas mañana mismo, pase lo que pase; servirá, de paso, para que olviden que les has desobedecido, o al menos, si vuelves con Arktofilax, como espero que ocurra, para que en principio no te lo reprochen. Además -rió-, siempre puedes decirles que ahora sólo recibes órdenes del Príncipe Bruijma. Ahora -miró a Guipria- tenemos que pensar en Sadó y Silamo.
– Yo iré con vosotros -dijo Sadó, y el corazón de Ígur se llenó de resonancias contradictorias.
Guipria sonrió con tristeza, y Debrel soltó una carcajada.
– De ninguna manera, querida. Allí adonde vamos no hay cabida para un sol naciente como tú.
– Pues viviré sola. Y entonces no me pienso mover de Gorhgró.
– En Gorhgró, es imposible vivir sola -sentenció Guipria-. No durarías ni una semana.
– Habría que buscar una suite en un Palacio privado de expansión -dijo Debrel-, pero se necesita influencia.
– Yo tengo entrada al Palacio Conti -dijo Ígur sin pensárselo dos veces.
– No sé si es el lugar más adecuado -dijo Guipria, y Debrel se encogió de hombros.
– Por lo que estás pensando, lo es. Es uno de los pocos sitios de todo el Imperio donde la ética y las decisiones dependen de uno mismo, y no hay ningún resquemor ni ninguna necesidad remota, porque todo está al alcance de la mano.
– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó Guipria a Sadó, y la hermana menor asintió.
– Perfecto, entonces. Ígur te acompañará ahora mismo.
Hubo un momento de desconcierto y contemplaciones.
– ¡Ahora mismo!
Debrel sonrió.
– No hay que dar más oportunidades de las imprescindibles. A Ígur ya le han enviado Fonóctonos una vez. No sé de dónde procede la orden de matarnos, es decir, sí lo sé, pero no a través de quién, en fin, el caso es que ahora nos tienen a todos juntos, y más vale que no nos quedemos aquí muchas horas más. -Rió viendo la cara de Sadó-. Tampoco es preciso que salgamos corriendo ahora mismo, pero hay que desaparecer esta noche -se dirigió a las mujeres-, tan pronto como tengáis lo imprescindible, comemos algo y nos vamos. Atención -rió-, que ya os conozco. Sadó que coja lo que quiera, pero tú una bolsa y nada más.
– ¿Y tú, no te vas a llevar nada? -le dijo Ígur cuando Guipria y Sadó hubieron salido; Debrel abrió los brazos.
– Yo llevo encima todo lo que voy a necesitar.
– ¿Y Silamo?
– De Silamo me ocuparé ahora mismo -tecleó el Cuantificador-, aún tengo amigos en la Administración que lo colocarán discretamente algún tiempo, hasta que pase todo esto.
Ígur quería preguntar qué pensaban hacer él y Guipria, pero no se atrevió. Notificó a la Secretaría del Príncipe Bruijma vía Cuantificador que salía de viaje por asuntos del Laberinto, y después se abandonó a la contemplación de la espléndida sala del torreón, el último resplandor del crepúsculo en torno a la Falera que contenía el Laberinto, causa directa de la desgracia de Debrel. Se preguntó qué sería de la casa, y se volvió al macizo lejano fascinado por su atractivo maligno.
– ¡Maldito Laberinto! -exclamó-. He sido la causa de tu desgracia.
– En absoluto -dijo Debrel, completamente pausado-. Hace tiempo que no nos quitan ojo, y si no hubiese sido el Laberinto habría sido otra cosa. Además -rió-, ¿quién dice que nos quieran matar en relación con el Laberinto? ¿Por qué tendrían que hacerlo? ¿Por haberte ayudado? En ese caso, ¿no les resultaría más sencillo matarte a ti?
Ígur pensó que él era más difícil de eliminar que un hombre de sesenta años y su mujer.
– ¿Qué puedo hacer por vosotros? -dijo con la solicitud más sincera de su vida.
Debrel se tocó la frente.
– ¡Y qué más quieres hacer, querido amigo! Perdonar nuestra insensibilidad y nuestro desagradecimiento. Acabas de salvarnos la vida poniéndote tú en peligro, y ni siquiera te hemos dado las gracias.
Guipria y Sadó se reincorporaron y, puesto que nadie tenía hambre, tomaron fruta y bebida fresca. Se produjeron una serie de silencios, se tejió entre ellos un cruce de miradas que suplicaban y perdonaban todo lo que las palabras no pueden, y las lágrimas y las risas no sofocan. Guipria se levantaba a menudo, a caballo entre la prisa que el momento imponía y la nostalgia de retrasar el abandono definitivo de un dominio de felicidad. Porque, pensó Ígur, si yo que he estado media docena de veces soy presa de un anhelo desasosegado por retener la imagen y las sensaciones de un lugar maravilloso al que nunca podré volver, ¿qué debe estar pasando por la cabeza de los demás? Una mirada fugaz hacia afuera, otra hacia adentro; era ese momento del atardecer en el que ya no hay residuo de sol pero todavía no es de noche, ya no entra luz por las ventanas, pero ni los objetos del exterior han dejado de ser visibles, ni es lo bastante oscuro como para que los cristales se hayan vuelto espejos, sino que, recién encendidas las luces, parecen cuadros en penumbra.
– ¿Queréis algo más? -dijo Guipria; nadie dijo nada, y ya no convenía aplazar más el momento; Debrel se levantó.
– Ahora -anunció-, saldremos de aquí separados; Ígur y Sadó primero, y después nosotros.
Cuando los cuatro se pusieron de pie, se desató la tensión.
– ¿Cómo podremos vernos? -preguntó Ígur a Debrel, excitado por la risa de dolor de Sadó.
– Por supuesto que a partir de ahora dejaremos de vernos -fluctuó entre el humor y la tristeza-. Ya lo ves, ahora tendrás que espabilarte sin mí; venga, no pongas esa cara, que el mundo aún es pequeño para ti.
– ¿Pero volveremos a vernos? -insistió Ígur, bordeando la desesperación, pero también con cierto temor al ridículo.
Guipria no le dijo una sola palabra a Ígur, pero le dio un abrazo tan largo y fuerte que alejó toda frase posible. Debrel y Sadó se miraron inacabablemente, y ella estalló en llanto y se lanzó a los brazos de Guipria.
– ¡Te echaré tanto de menos! -dijo Guipria bajito y con los ojos medio cerrados.
– ¿Cómo podría congraciarte? -gemió Sadó sin contenerse-. ¡Querría decirte tantas cosas!
– No tengo ninguna desconfianza en cuanto a tus buenos sentimientos -le sujetó con las manos la cara llena de lágrimas y se las besó con ternura-, y quiero que tú tampoco sientas ningún resquemor, ¿me entiendes? Te quiero mucho y no quiero que sufras por nada.
Se miraron los cuatro, y Debrel atajó la imprevisible escalada emocional.
– Ahora marchaos. Y tú -miró a Ígur-, que nada te distraiga de lo que tienes que hacer.
Ígur y Sadó salieron abrazados, él con la bolsa en la otra mano, deteniéndose a menudo para contemplar la torre de Debrel. La última vez vieron cómo, empezando por los pisos altos, las luces de las ventanas se apagaban, de una en una.
Cuando Ígur entró en el Palacio Conti por la puerta de atrás, en compañía de Sadó, pidió a la camarera que los llevase directamente a ver en privado a Madame Isabel. Una vez los tres solos, después de las presentaciones, Ígur explicó el caso a la dueña del Palacio, y donde esperaba una bienvenida desenfadada y sin reservas le sorprendió una reticencia observadora y reflexiva.
– ¿Así que cuñada del geómetra Debrel? -La miró con una aprensión que la sonrisa no conseguía disfrazar-. Claro que puede quedarse de momento, pero más adelante, en fin, ya lo veremos, vamos muy justos de habitaciones -una empleada entró a reclamarla-. ¿Me perdonáis un momento?
Salió. Ígur se excusó con Sadó y alcanzó a Madame Conti en el pasillo.
– Isabel, ¿qué pasa? Tienes uno de los Palacios más grandes de Gorhgró. ¿Desde cuándo no tienes sitio para un favor a un amigo?
– Mi querido inocente Caballero -lo miró con ternura burlona-. Cuanto más te observo más me pregunto si sabes a qué juegas.
Ígur no estaba de humor para reticencias.
– Si no me puedes dar un motivo consistente para negarte, tendré que interpretarlo como una cuestión personal.
– Está bien -rió-, que se quede. Y ahora, si me permites… Esta noche tenemos celebración, pero no sabíamos seguro si podíamos contar contigo.
– ¿Ah sí?
Madame Conti ordenó las disposiciones de la estancia de Sadó, y una criada la llevó a la habitación pertinente, menos remota que la de Fei y también menos bonita y confortable y, por supuesto, mucho más pequeña. Ígur quiso estrenarla, y ella no se resistió; ansiosos desahogaron la melancolía en que la separación de Debrel y Guipria les había sumido, y al acabar, dudosamente ganada la serenidad pero no perdida la tristeza, en realidad quizá también más asentada, bajaron al salón central, que Ígur no había vuelto a ver desde el día del trapecio, a la anunciada celebración.
Se trataba, claro está, de la victoria de Mongrius en el Combate de Acceso. Mongrius, con más relaciones que Ígur en Gorhgró, había tenido tiempo y recursos para organizar una fiesta completa, con invitados y sin improvisaciones. Los asientos para los espectadores se había retirado, y todo eran mesas y sillas para cenar, algún sofá, y en el centro un entarimado para una orquesta con predominio de vientos y percusión. Cuando Ígur y Sadó entraban, un coro de adolescentes entonaba entre la sensualidad y la languidez:
Placido é amor, andiamo,
Tutto ci rassicura.
Felice avrem ventura,
Su su, partiamo or or.
En el centro, oficiaban la fiesta Fei, completamente recuperada a juzgar por su aspecto y actividad radiantes, y Mongrius, que recibía el homenaje de los presentes. Junto a Madame Conti estaba el Duque Constanz y el Barón Boris Uranissor, y más apartados, el gestor Dilmau y el dermatógrafo Serránila. Ígur les presentó a Sadó, que para la ocasión se había puesto un vestido amarillo bastante extremado, que contrastaba con el blanco plateado de Fei.
– Querido Caballero Neblí -dijo Constanz-, permitid que sea el primero en daros la enhorabuena.
– ¿Por qué, Excelencia? -preguntó Ígur.
– ¿Cómo, amigo mío, no habéis visto el Cuantificador? -dijo el Duque-. Se acaba de hacer pública la Eponimia del Príncipe Bruijma a la Entrada al Laberinto, y todos, aquí, sabemos quién está destinado a ser el héroe.
– Como no podría ser de otra forma -dijo Boris riendo-, tratándose de un vigilante tan estricto del tráfico de mamadas de polla.
A esas alturas, a Ígur le daba igual una cosa que otra.
– Barón, si tenéis la boca seca y queréis poneros a la cola, no tengo ningún inconveniente.
Hubo una carcajada general.
– No hay nada como un buen aprendizaje de la casuística del Laberinto -dijo Constanz, y recitó:
Cosí s'allenta la castigatezza
quiví ben ratta dall'altro girone,
ma quinci e quindi rade apotropezza!
– ¡Vaya, qué bella reunión para comerse el mundo de un bocado! -dijo Madame Conti rodeada de risas-, la nobleza, la hermosura, la juventud y la caballería.
– ¿En dónde estoy yo, Sultana? -preguntó Dilmau.
– Tú eres la montura de la caballería -dijo Fei, a su lado.
– Es otra montura la que quiero cabalgar -dijo él, mirándola de pies a cabeza sin ambajes-. Reina de las Yeguas ¿te gustaría suicidarte conmigo?
– Sólo con mirarte no hago otra cosa.
Ígur la observó con pesar. Toda ella resplandecía como una jova, y se preguntó cómo era posible que una mujer tan bella, una diosa, se dignase relacionarse con un animal cuya sola presencia la deslucía. Ígur sabía cuántos mecanismos del comportamiento están destinados a apagar las pasiones, y prefería sufrir que matar una pasión. Miró a Sadó, intentando inútilmente recordar cómo la veía y qué pensaba de ella tan sólo una semana antes, y en cambio sí fue capaz de reproducir hasta qué punto, con Fei, lo que al principio de conocer a una mujer te aparta del arquetipo de la belleza es visto como un defecto, cuando esa mujer te gusta cada vez más te gusta precisamente por esa distancia del arquetipo, hasta que llega un momento en que tal separación se ha fundido completamente, y esos cuerpos que antes le habían correspondido parecen ahora fría materia de contemplación indiferente.
– Deja a este puerco y ven conmigo -le dijo Serránila a Fei-. Tengo tres días preparados hasta la Isla del Lago.
– No tengáis tanta prisa en contraer enfermedades contagiosas -dijo ella, e Ígur quería creer que igualmente y con el mismo tono podía haber dicho lo contrario.
– ¿Qué otra aspiración puede tener un obseso sexual de buena familia? -dijo Boris.
La orquesta trinaba un trémolo de pífanos y tamboril, y el coro, con suavidad de alejamiento:
Oggi molto, doman poco,
Ora in térra ed or sul mar.
Ígur y Sadó se apartaron del grupo y se sentaron junto a un espejo. Ella lo miraba fijamente a los ojos embelesada, y él la miró por el espejo; Sadó no apartó los ojos, y, en el espejo, a Ígur le pareció como si ella mirase a otro, y su sonrisa se le antojó tierna y enamorada de veras, mucho más que la de la mirada directa, mucho más excitante y temblorosa.
– Así, se trata de construir un buen engaño -dijo con suavidad.
– ¿Qué dices?
Mongrius escanciaba personalmente vinos excepcionales en las copas de cristal, Madame Conti y Fei llevaban la voz cantante, e Ígur pensó que en los brazos de las butacas quedarían marcas de las garras de las aves de rapiña. ¿Un pensamiento para Debrel y Guipria? ¿Dónde debían estar en ese momento?
– Te pasas la vida en esta sala, amigo mío -le decía el Duque Constanz a Dilmau-. ¿Nunca estás con tu mujer?
– ¡Qué dices! ¿No sabes que le tengo horror al incesto? -dijo el otro.
– Quien te oyera pensaría que no has tenido madre ni hermanas -dijo Madame Conti.
– Mientras no se le marchen las hijas, no tiene que preocuparse.
Ígur miró a Sadó de reojo, un poco preocupado por el ambiente inaugural de su nueva residencia, pero ella parecía muy entretenida, y se mantenía en un segundo plano discreto sin retraerse de la conversación. Madame Conti la tomó del brazo.
– ¿Te parece todo bien? ¿La habitación está a tu gusto?
– Oh sí, señora, todo está perfecto.
– Así me gusta -dijo, complacida-, creo que nos entenderemos. Si te hace falta cualquier cosa, no dejes de decírmelo.
– Entonces, Caballero Neblí, nos veremos a menudo si vais a ser el Campeón del Laberinto -dijo Constanz.
– Así lo espero -dijo él.
El Duque y Boris sonrieron.
– La espera del Caballero… -dijo el Barón, y el otro le hizo una señal.
Fei y Sadó iniciaron una conversación, y cuando Ígur se quiso sumar a ellas, los dos nobles lo entretuvieron con tecnicismos burocráticos, y puesto que ambos eran personajes influyentes, no se atrevió a desairarlos para enterarse de qué podían estar diciéndose ellas. Poco a poco desistió de aumentar el vértigo, decidió no hacer preguntas con posibles respuestas torturadoras. Se repetía una y otra vez que cuando se renuncia a algo en favor de otra cosa, lo único seguro es que se perderá aquello en que se ha cedido, pero nunca que se obtendrá lo que en compensación se pretende, y, aunque muerto de curiosidad y ganas de quedarse, pensó en irse como quien planea un crimen contra sí mismo. En el momento en que la música era más evocadora y Fei y Sadó le parecían más bellas, se levantó consumido de pesar, con la fuerza de un siglo de premeditación a sus espaldas.
– Adiós, queridas amigas y amigos.
– ¿Cómo es eso, ahora nos dejas? -protestó Madame Conti.
Sadó intentó retenerlo, y cuando se convenció de que era inútil se levantó y lo acompañó hasta la puerta. De lejos, sentada entre las fieras y sin dejar de sonreír, Fei no le quitó ojo hasta el último instante.