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Ankmar, a poco más de media hora de vuelo de Gorhgró, era en tiempos de Ígur Neblí una turbulenta población portuaria, con la fachada de mar triturada por la infraestructura de transportes y abastecimientos y la industria pesada, toda ella gris y atronadora, y las calles manchadas a perpetuidad por petroleosas acuosidades que parecían emerger de una profundidad inevitable y maligna.

Ígur llegó a mediodía, con un calor asfixiante que contrastaba violentamente con el aire aún fresco de Gorhgró, y sin perder tiempo se ocupó de localizar al tal Beremolkas, lo que no le resultó difícil, porque la dirección estaba en el índice del Cuantificador. Llegó a las cuatro de la tarde, y encontró la casa rodeada por la Guardia de la Mayoría de la ciudad.

– No se puede pasar -le dijo un Suboficial; Ígur le mostró el sello, y cuando el otro se cuadró le ordenó que fuera a buscar al oficial en jefe; un minuto más tarde tenía delante a un hombre de unos treinta años y aspecto preocupado.

– ¿Caballero Neblí? -se presentó-. Teniente Leonid. ¿En qué puedo serviros?

– Vengo a ver a una persona de este edificio.

– Por supuesto me tenéis a vuestra disposición. Pero, lo lamento, ha habido un homicidio y tengo que acompañaros. ¿Puedo saber a quién venís a ver?

El Teniente se comportaba con amabilidad, e Ígur prefirió no discutir.

– Al señor Beremolkas.

Leonid lo miró con atención.

– Tened la bondad de seguirme.

Lo llevó por un pasillo lleno de Guardias y gente de prensa hasta una habitación interior. Allí, colgado del techo por el cuello, pendía un hombre desnudo con la mitad derecha del cuerpo perfectamente desollada, cráneo y sexo incluidos, y un charco de sangre y excrementos aún fresco en el suelo. Ígur levantó la vista hasta lo que quedaba de las facciones, impresionado por el insoportable hedor y el bochorno y el enrarecimiento del aire.

– ¿Beremolkas? -preguntó; el oficial asintió.

– Hace dos horas que ha muerto. Las manchas de semen en la pared -se las señaló-, que el laboratorio me acaba de confirmar como suyas, y la altura, que corresponde perfectamente a la trayectoria parabólica, indican que lo desollaron nada más colgarlo, cuando aún tenía convulsiones, observad las manchas de sangre en el techo y las paredes. Es un ritual de los traficantes de la Séptima Demeterina de La Muta.

Ígur procuró que la sonrisa naciente no le aflorase a los labios. No tenía duda de que era cosa de Meneci.

– ¿Tenéis algún indicio?

Había moscas en abundancia. Ígur se puso de espaldas al ahorcado.

– Lo único mínimamente significativo que nos han dicho los vecinos es que la última visita que ha recibido ha sido la de un viejo jorobado que ha salido a una hora muy aproximada a la del homicidio.

He aquí cómo se ha disfrazado la Expedición Simbri, pensó Ígur.

– Debía ser la primera vez que lo veían, me imagino.

El Oficial lo miró con atención; le propuso salir, e Ígur aceptó inmediatamente.

– Caballero Neblí -dijo, ya al aire libre y alejados de los demás-, las razones de vuestra presencia aquí no son de mi incumbencia, pero tengo la obligación de preguntaros el motivo de vuestra visita a la víctima. Espero que lo comprenderéis.

– Os comprendo perfectamente, y lamento no poder comprenderos ni una palabra más. Las competencias son las competencias.

– Si al menos me pudieseis proporcionar algún indicio. De alguna forma debéis situar lo que ha pasado.

Para Ígur, el problema era saber si el hecho de asesinar a Beremolkas siguiendo el ritual de un sector de La Muta obedecía al simple deseo de hacer recaer las sospechas en otro para, por lo menos, quitarse de encima a la Guardia de la Mayoría, o bien si, verdaderamente y al margen del asunto del Laberinto, o incluso formando parte de él, había alguna cuestión con La Muta y las Demeterinas. Como última posibilidad pensó que acaso el hecho no guardara relación con la Expedición Simbri, lo que tampoco era inaudito, pero añadía el problema de convertir al azar en protagonista de la función. Aun así, la solución le gustó.

– Teniente, éste es un asunto entre la Agonía de los Meditadores y la facción financiero-militar de La Muta. Ese hombre era un enlace que jugaba a tres bandas con otra institución cuyo nombre no estoy autorizado a revelaros. -El otro lo miraba con toda la desconfianza del mundo-. Ahora, a cambio, quisiera que me informaseis acerca de sus actividades públicas.

– Poca cosa. Jefe del Departamento Comercial del Monopolio de Transportes con las Jéiales.

– ¿No dependen del Príncipe Simbri?

– Efectivamente, Caballero.

Ígur maldijo el retraso de las gestiones. Meneci le llevaba ventaja, y tal y como Debrel había dicho, no tenía escrúpulos a la hora de jugar sucio; Ígur sabía que después de arrancarle a Beremolkas la información deseada, lo había matado para que la competencia no la obtuviese, y sonrió pensando si Leonid acabaría por descubrirlo. Le agradeció las atenciones y, como a partir de las cinco cerraban las oficinas, buscó un hotel, finalmente un mal menor porque en Ankmar hasta el mejor barrio estaba negro de humo y apestaba a basuras y a verdura podrida, cenó y se fue a dormir.

Al día siguiente, Ígur recordó que tan sólo le quedaban veinticinco días para el límite de la Entrada al Laberinto, y se fue a la Delegación General de Transportes de las Jéiales. El escudo del Príncipe Simbri le advertía desde el frontispicio del espléndido palacio que ocupaba. En el interior topó con toda clase de impedimentos burocráticos, desde empleados reunidos hasta empleados ausentes, documentos no disponibles y terminales fuera de servicio. Pronto se dio cuenta de la ingenuidad que había cometido al imaginar que en una empresa dependiente de la expedición rival le facilitarían las cosas. Acabó estrellado en la mirada hostil de una Secretaria de enormes gafas; no había duda de que allí todos sabían quién era el Caballero Neblí, y de las instrucciones que habían recibido. Inició la retirada y, en mitad del vestíbulo de salida, un hombrecillo cargado con un gran bulto se le echó encima. Ígur se quedó quieto esperando una excusa.

– En diez minutos en la terraza del paseo -dijo el otro en voz baja, y desapareció muy atropellado.

Ígur salió y, a unos cien metros bajando el paseo, encontró una terraza protegida por cuatro parras raquíticas. Se fue hacia allí pensando en si había sufrido una alucinación auditiva. Esperó más de media hora, totalmente desesperanzado: Debrel invisible, Beremolkas muerto…, tan sólo le quedaba volver a Gorhgró a buscar a Silamo, y averiguar alguna otra conexión para dar con Arktofilax. Ya se iba cuando apareció el hombrecillo.

– Caballero, sólo dispongo de un minuto. Decidme qué necesitáis -dijo, mirando a su alrededor con nerviosismo.

– ¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis?

– Mi nombre no tiene importancia; como vos, trabajo para el Príncipe Bruijma.

– Necesito el extracto completo de este último año del sello de Beremolkas.

El hombre lo miró con incredulidad.

– Os traeré el de los últimos dos meses, y aun así no sé dónde lo esconderé. ¿Qué más?

– Necesito las causas de su muerte.

– Vos las sabéis mejor que yo. Oficialmente es La Muta, pero ¿quién se lo traga? Lo siento, no puedo concretar más.

– Muy bien; os espero dentro de una hora.

– Mañana a las doce de la mañana en vuestra residencia. Dadme la dirección.

– Dónde duermo no tiene importancia -dijo Ígur-; quedemos en otro sitio.

– A las doce en el Faro Groila.

El hombrecillo desapareció, e Ígur, después de una espera prudencial, se levantó y se pasó el resto de la tarde dando vueltas por el puerto. Hacia el atardecer le pareció que lo seguían, y cambió de hotel.

Al día siguiente vagó hasta la hora convenida, tiempo suficiente para controlar urbanísticamente una población de menos de dos millones de habitantes y descubrir dónde era la cita, y llegado el momento fue hacia allí; se trataba de un mirador sobre un promontorio que se alargaba mar adentro en farallón, medianamente concurrido por parejas más o menos fogosas, y del faro no quedaba más que ruinas ajardinadas. Buscó con la mirada al hombrecillo y, aunque el sitio era intemperie pura y se dominaba desde muy lejos, no vio de él ni la más remota señal. Pasaban tres minutos de la hora cuando se le acercó muy sonriente una mujer joven y, después de saludarlo de lejos con la mano, sin darle tiempo a preguntar nada se le echó en brazos.

– Ya estoy aquí, querido -dijo en voz alta, y después bajito al oído-: Caballero Neblí, seguidme el juego, nos vigilan.

Lo besó en la boca a tornillo, lo arrastró hasta un trozo de césped y lo hizo tumbarse encima de ella.

– ¿Quién sois? ¿Dónde está el hombre de ayer?

Ella se desabrochó el vestido por completo; no llevaba nada debajo.

– Está muerto -dijo-; por suerte las medidas de precaución funcionan, y tuvo tiempo de pasarme el contacto -desabrochó frenéticamente todas las cremalleras que encontró en la ropa de Ígur-. Adelante, folladme.

En frío, Ígur tenía dificultades de erección.

– ¿Traéis lo que pedí? -dijo, bregando contra la naturaleza; ella bajó la mirada.

– Creía que un Caballero de Capilla hacía lo que quería con su cuerpo -sonrió-. Lo siento, pero tenemos que ser convincentes, procuraré colaborar -y se prodigó-; los papeles que habéis pedido están cosidos en el interior del vestido; los hemos reducido para que quepan todos, y aún así hemos tenido que hacer una selección.

– ¿No se podía hacer una copia magnética? -dijo Ígur.

– ¿En qué Cuantificador, Caballero? -Lo miró dando la cuestión por respuesta-. En la hombrera izquierda están las operaciones últimas, y en la derecha las del mes pasado -dijo ella sincopadamente, porque Ígur había comenzado el coito-, y en la parte de abajo están los vencimientos de plazos y las retenciones de Hacienda.

A Ígur se le nubló la vista entre un listado de nombres y números en letra minúscula.

– ¿No me podríais indicar algún dato significativo? -dijo copulando con la preocupación de no acabar antes de tener el asunto resuelto.

– Hay dos constantes a las que no hemos sabido encontrar explicación -dijo ella entre gemidos, e Ígur se sorprendió a sí mismo intrigado por si serían auténticos o formarían parte de la farsa-. Una es anónima, localizada en Sirinaraya.

– Vaya -gruñó él, que ya se veía en el otro extremo del Imperio.

– La otra es una mujer de Luiri; se llama Kirka.

– ¿Luiri? ¿Dónde está eso? -dijo sin dejar de moverse ni perder de vista las miniaturas listadas.

– Está al lado de Polcarm, a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí, hacia el Sur.

– ¿Nada con La Muta? ¿Nada con los Príncipes?

Negó con la cabeza. Ígur la encontraba cada vez más atractiva, y el procedimiento ya no le resultaba tan desagradable.

– Esperad un poco más -dijo ella con mirada lánguida.

– Ya que estoy aquí, empezaré por la tal Kirka de Luiri.

– Buena idea -dijo ella con los ojos en blanco, ya tocada por la inequívoca sonrisa fúnebre del placer, y después, enronquecida la voz-: más, más, no paréis.

Ígur había conseguido desconectar de las ideas la tan imprescindible excitación sexual, y mantenía la mente tan clara que se sentía capaz de todo.

– Yo estoy como pez en el agua, pero si tanto nos vigilan no sé si hacemos bien en concederles una ocasión tan larga. Claro está que entiendo que no os queráis quedar a medias.

Ella abrió los ojos de par en par.

– Caballero, sois un bárbaro. No sé qué os habéis creído, pero en esta historia yo me juego la vida. Hacedme el favor de correros ahora mismo.

Pero después se volvió a relajar, e Ígur aprovechó una subida del ritmo respiratorio y de los movimientos de ella que le parecía preorgásmica para rematarlo, y se quedó encima. Cuando recuperaron la respiración, ella abrió los ojos e hizo un movimiento para quitárselo de encima.

– No es que me quiera aprovechar -dijo él-, pero si tenemos que ser convincentes no sé si queda muy bien que ahora salgamos corriendo.

– Como queráis, Caballero.

Se quedaron aún unos minutos, y después ella se vistió, lo besó como al principio y se fue. Ígur la detuvo.

– ¿Cómo os llamáis? -preguntó.

– Cómo me llamo no tiene importancia. -Y quiso soltarse.

– Al último que me dijo lo mismo ya tanto le da la importancia que pueda tener.

– Me llamo Albaria Darimi. -Y, con una carcajada, se fue ligera.

Realmente, pensó Ígur, como no hay manera de saber si se llama así de verdad, es cierto que no tiene ninguna importancia.

Ígur no encontró transporte para ir a Polcarm hasta el día siguiente por la mañana, y llegó allí en helicóptero en pleno mediodía. Aún hacía más calor que en Ankmar, aunque, por el hecho de ser interior, el ambiente seco lo hacía más soportable; la contrapartida era el polvo que, no se sabía salido de dónde, porque todo era asfalto y cemento, infestaba en vendaval toda la ciudad, de una extensión como la cuarta parte de Ankmar, con casas bajas y casi sin aberturas, y donde todo parecía ser del mismo color blanquecino, calcinado y deslumbrante.

Como para ir a Luiri no había más que un viaje a la semana, y faltaban aún cuatro días, recomendaron a Ígur que si tenía prisa alquilase un transporte privado personal, lo que hizo una vez el sol más fuerte había disminuido. Luiri era una localidad de cien habitantes, en dirección al interior, con el aspecto inequívoco de un inexorable y prolongado descenso de población; por toda la franja de horizonte de poniente era visible la amenaza del peral espinoso, y toda la desidia y el abandono que parecía soportar cada cosa daba al conjunto un aire terminal que, en sus circunstancias, a Ígur se le antojó impregnado de un cierto vértigo sensual.

Fue a la Mayoría a pedir información y topó con un funcionario de Guardia mal afeitado que cuando oyó el nombre de Kirka esbozó una media sonrisa irónica.

– Caballero -dijo con desdén-, no me parecéis tan desesperado. O es que trabajáis para Información.

– No es asunto vuestro -cortó con severidad-, ni necesito comentarios.

– Como queráis. -Y le anotó una dirección.

En las afueras, en una colina suave entre juncos, se encontraba la casa de la señora Kirka; constaba de un ala principal, una de servicio ocupada por los criados, los almacenes y las cuadras de los caballos. Ígur fue recibido por un sirviente de su misma edad, casi un palmo más alto y de una complexión tortísima.

– ¿A quién tengo que anunciar? -preguntó.

– Fidai Neblí, Caballero de la Capilla del Emperador -dijo Ígur con toda gravedad.

El otro se retiró con una levísima sonrisita que molestó a Ígur en la misma pequeña, pero suficiente, medida en que el gesto se había manifestado; dos minutos más tarde reapareció exhibiendo una risa franca y encantadora, y lo introdujo en una sala de amplios ventanales rodeados a capricho por dentro y por fuera de vegetación de todo tipo donde, en el entrepaño de pared central, en una chaise longue, yacía medio apoyada entre almohadones una mujer de edad indefinida bordeando los treinta y cinco, cargada de joyas extremadas, rubia y con los ojos espectacularmente maquillados.

– ¿Fidai Neblí? -dijo la dama, y viendo el gesto de Ígur levantó una mano-. No os inquietéis, no habéis caído en una guarida de comadrejas, conozco bien los usos y las licencias del Imperio. Sea cual sea la ventura que os trae a mi casa, sed bienvenido. Sentaos aquí, a mi lado. -Le dejó sitio y le dio un repaso de arriba abajo con una mirada que, al parecer de Ígur, por insolente se debía pretender experta-. Vos diréis en qué puedo serviros.

– Señora -dijo él-, el asunto que me trae hasta aquí es importante y confidencial.

Ella miró riendo al sirviente.

– Él, como los demás, forma parte de mí; no es un criado, sino un socio. Pero si eso va a tranquilizar a nuestro visitante, Oxuneumus, ¿verdad que no te importa?

El tal Oxuneumus, que no había perdido la sonrisa y que tampoco dejó de conservarla después del requerimiento, se inclinó y desapareció de un par de saltos dignos de una estrella de ballet. Ígur contempló a la interlocutora: las facciones, bastante grandes, sobre todo nariz, ojos y boca, acusaban los honores de una vida intensa, pero en el cuerpo, también grande (parecía bastante más alta que él), se apreciaban los beneficios de una vida al aire libre y nada sedentaria. Llevaba el pelo caprichosamente teñido de diferentes colores y rapado en ciertas regiones de la cabeza, en unas corto y de punta, en otras muy largo, trenzado con exuberancia y lleno de joyas y cintas chillonas.

– Señora, puesto que lo ignoro todo de vos y, por lo tanto, es inútil tomar precauciones, ya que no tengo idea de hacia dónde tendría que dirigirlas, os seré franco.

Kirka soltó una carcajada echando la cabeza hacia atrás, y le puso la mano en el brazo.

– Sois divertidísimo. Caballero, creo que me gustaréis.

– Estoy buscando a cierto personaje, y las investigaciones me conducen a vos.

– ¡Oh, qué interesante! -dijo ella histriónicamente-. ¿A quién buscáis?

– Al Magisterpraedi Teke Hydene.

Ella se quedó inmóvil tras la amplia sonrisa, de repente convertido en máscara.

– Dejadme adivinar para quién trabajáis -dijo con una entonación como si pronunciara procacidades-: Para la Mayoría de Polcarm. ¿No? Para la de Ankmar. ¿Tampoco? Vaya, entonces el asunto es grave. ¿Para la de Perighart? ¡Tampoco! Veamos si por otro lado… ¡Os envía Matsuikas! -Ígur esbozó un gesto de completa ignorancia-. Tampoco… ¿Habéis hablado con Nostituris? No, imposible. ¿Quizá con Beremolkas?

– Señora, cuando conocí a Beremolkas colgaba de una cuerda, y además de la ropa le habían robado la mitad de la piel.

A ningún observador mínimamente sensible se le podía escapar que la noticia había afectado a Kirka, pero se esforzó por encajarla.

– No sois un vigilante del tráfico de Demeterinas, ¿verdad? -dijo con calma y mesura-. No, además, ésos ya han pasado por aquí. No, dejadme pensar, vos sois un Caballero de Capilla y buscáis al Magisterpraedi por otra razón -se le iluminó la risa con los acentos brillantes de la ferocidad-, ¡lo buscáis para entrar en el Laberinto!

Ígur reflexionó deprisa. Probablemente, Meneci había obtenido de Beremolkas una información lo suficientemente valiosa como para pasar de encontrarse con Kirka; el Caballero de Simbri le debía llevar mucha ventaja. Por otra parte, la información que le podía proporcionar Kirka no debía de ser definitiva, porque si lo fuera, Meneci o cualquier otro a las órdenes de Simbri la habría liquidado. Quizá ella supiera desde el principio quién era él y qué quería; por lo tanto, se trataba de jugar, pero Ígur se sentía desarmado.

– ¿Me podéis ayudar? -preguntó.

Ella lo miró como un niño que mira un caramelo.

– Podría, Caballero, pero no lo haré.

– ¿Puedo saber por qué?

– ¿Qué haréis una vez hayáis obtenido lo que queréis de mí? Salir de aquí corriendo, ¿no es así? -suspiró y se metió una mano por el escote-. Pues no pienso deciros nada de nada… por lo menos, de momento.

– Señora… -se impacientó Ígur, y ella abrió los ojos.

– ¿Pensáis amenazarme. Caballero? ¿Cómo, con tortura? No tendréis tiempo de torturarme demasiado; ya habéis visto a Oxuneumus, ¿no? Pues es el menos fuerte de mis socios. ¿Me queréis amenazar de muerte?

– Sacó un puñal ensamblado en perlas de un estante y se lo ofreció por el mango-. Adelante, matadme, será divertido -rió-. No, Caballero, seréis mi huésped hasta que yo decida.

– ¿Y cómo sé que tenéis alguna información?

– ¡Oh! No lo sabéis, y yo no os he prometido nada. Si después no sé nada, no quiero que me hagáis ningún reproche. Podéis iros ahora mismo.

Ígur ya se veía volviendo a Gorhgró, sin saber qué había sido de Silamo, y probó a inventar una intuición.

– Vos ganáis. Señora -abrió los brazos sonriente-, estoy a vuestra disposición.

Kirka hizo sonar una campanita, y llegó otro criado, aún más alto y corpulento que el primero, y de la misma edad, éste rubio como el oro y con unas facciones bastante duras, nariz ancha, cráneo rapado y cejas en forma de uve, pero con unos labios carnosos que por su misma expresión brutal conferían al conjunto una sensualidad agresiva.

– Caballero Neblí, os presento a mi socio Kiaik. -El rubio le dirigió una sonrisa que contenía toda la petulancia de la seducción, y la Señora prosiguió-: Kiaik, acompaña a nuestro invitado a la habitación amarilla -miró el sello-, ya que es vuestro color.

Así se hizo, y Kiaik le dijo a Ígur que disponía de media hora para descansar y arreglarse, y que a partir de entonces lo esperaban para cenar.

La mesa estaba magníficamente dispuesta en el centro del salón. Kirka se había vestido, o más bien desnudado, para la ocasión. Prácticamente lo único que llevaba encima eran joyas, y tan sólo medallones sujetos con cadenitas de oro le ocultaban los pezones y el sexo. Ígur se sintió extraño a su lado, pero la curiosidad y la impaciencia eran más fuertes que nada, y se sentó en el sitio asignado dispuesto a todo lo que le echaran. Oxuneumus y Kiaik aparecieron con indumentarias de cuero ceñidas y breves, dejando a la vista brazos y piernas, y acompañados de un tercer individuo, quizá aún más joven y más fuerte que los otros dos, de raza negra y delicadísimas facciones de adolescente, que le fue presentado a Ígur con el nombre de Mistifal. El conjunto tenía tal aire de morbosidad premeditada y de calma contemplativa que Ígur estuvo a punto de echarse a reír. Se sentaron los cinco a la mesa, y la cena transcurrió entre frases con doble sentido y evocaciones de recuerdos procaces. A la hora del postre, todos más bien borrachos, Ígur mantenía intacta la esperanza de encontrar la rendija de la coraza de Kirka.

La sobremesa, preparada en un momento por Kiaik y Mistifal, ofrecía tantas posibilidades que parecía poco recomendable probarlas todas; pero oyendo a Kiaik, Ígur pensó que lo intentaría.

– Licores de peral espinoso de Polcarm -anunció el joven-; cuidado con el blanco, que me corresponde a mí, tiene más de noventa y dos grados. Para fumar, aquí tenéis extracto de la famosa adormidera dorada de Sunabani. Y aquí -señaló una cajita esmaltada azul, de forma troncopiramidal- os presento a la estrella de la cena: ¡Las tres variantes de la Séptima Demeterina! -Abrió la caja y extrajo tres cápsulas de colores y medidas diferentes-. El invitado apreciará la novedad del ofrecimiento…

– ¿No tienen denominación de origen? -preguntó Ígur con el vasito helado de licor de peral espinoso en la mano.

Kirka soltó una carcajada.

– ¡Encended la pipa! -ordenó, Kiaik la encendió y cada uno le ofreció una de las terminaciones del narguile sostenido por un trípode de oro ricamente trabajado.

– Y ahora -dijo Kirka- es el momento de la elección -y ella misma le ofreció a Ígur la cajita de las Demeterinas-. ¿La Jacintina, la Milénica o la Rúbea?

– La Rúbea -dijo Ígur, y se tragó la más pequeña, de un rojo vivo.

Los demás se miraron sonrientes. Ígur esperó el efecto, pero pasaba el rato y no notaba nada; cada cual se había tomado una, y nadie parecía afectado más que por el alcohol y la adormidera. Ni media hora después de haberse tomado la droga, Ígur se sorprendió al ver clarear y salir el sol a una velocidad terrible; después, la luz se quedó fija. Miró a los demás, todos estaban pendientes de él y se rieron.

– Ahora es el momento -dijo Kirka-. Aquí es costumbre acabar la velada con una pequeña justa entre el invitado y quien él elija.

Ígur se sentía en plena digestión.

– ¿Ahora, después de cenar?

– ¿Qué pasa, es que acaso no hacéis otros ejercicios después de cenar? Decid un nombre, Caballero.

– Kirka -dijo él.

– Eso será más tarde, no os preocupéis -dijo ella con desprecio-, y además quiero advertiros que aquí no me llamo Kirka, sino Selima -los demás asintieron sonriendo-, así es que no lo olvidéis.

– Yo os llamaré Kirka -dijo Ígur.

– Venga, escoged.

– Escojo al más grande, al más rápido, al más fuerte -dijo él.

– Eso no es una respuesta, pero en fin… -dijo ella, y miró al negro-. Mistifal, es tu turno.

– ¿Puedo saber por qué tengo que luchar? ¿Por vos? -dijo Ígur.

– En absoluto, amigo mío, lucharéis por vos. ¿Os parece suficiente motivo?

– ¿Puedo escoger las armas? -dijo él sonriendo, mientras el negro se desnudaba de cintura para arriba y se descalzaba.

– Ni hablar. Caballero. Escogeríais la espada, y yo de ninguna manera permitiría que un socio se suicidase contra un Fidai. No quiero sangre en mi casa, de forma que lucharéis sin armas.

Ígur se encogió de hombros, y se quitó las piezas de ropa pertinentes hasta quedarse solo con los pantalones. Mistifal y él se colocaron en el centro de la estancia, en cuyo pavimento había un círculo de una madera más oscura de unos cuatro metros de diámetro.

– El vencedor será el que expulse al otro del círculo -dijo Oxuneumus-; si caen los dos, será jugada nula.

– Iniciativa al negro -dijo Kirka, señalando el color de los pantalones, en este caso los de Ígur-, primera defensa al rojo.

Se saludaron, con el cuerpo inclinado, los brazos separados, las manos abiertas y las piernas ligeramente flexionadas. Ígur se sentía entumecido de tanto comer, beber y fumar, y lanzó un ataque de puño con intención de acabar pronto; Mistifal le cogió un brazo y una pierna con la otra mano y, aprovechando su propio impulso, le dio una vuelta por los aires y lo tiró por encima de su cabeza al suelo, fuera del círculo, con una furia tal que Ígur tuvo la sensación de que no le había dejado ni una costilla entera; pero aún le quedaron fuerzas, desde el suelo, para no soltar el brazo de Mistifal, y del mismo impulso tirar y, con una zancadilla, arrastrarlo de cabeza por encima de él, fuera del círculo.

Los espectadores aplaudieron.

– ¡Bien, buen Combate! -dijo Kiaik.

– El negro mantiene la iniciativa -dijo Kirka.

A Ígur le dolía terriblemente la espalda. Había imaginado que Mistifal condescendería, pero el negro lo había sorprendido empleándose a fondo; ¿o tal vez no? En ese caso, existían motivos para preocuparse; Ígur dedicó la ofensiva a esconder movimientos para estudiar los reflejos y la técnica del contrario, que resultaron inquietantemente vivos y depurada. Mistifal lo miraba a los ojos con una -media sonrisa sensual que en tal ocasión resultaba especialmente agridulce. Ígur lanzó un ataque de pie que el otro esquivó y al que respondió con un formidable puñetazo en la cara que lo tumbó de espaldas en el suelo; nada más abrir los ojos vio a Mistifal saltando un metro por encima suyo, y en una décima de segundo botó de lado para evitar los pies del adversario sobre su estómago; de una torsión se puso en pie, viendo puntos de luces de colores en los extremos de su campo de visión, y se aprestó a un nuevo ataque. Mistifal se movía como si bailase, sin perder la sonrisa, Ígur se vio destrozado.

– El agua de la fuente danzará ante la fuerza del sol, tan intáctiles como poderosos los dos -dijo Oxuneumus, sentado en un lado de la mesa, y cogió un guitarrín.

Ígur le echó un vistazo a Kirka, quien, sentada en un ancho banco apartado de la mesa, acogía a Kiaik arrodillado ante sus piernas abiertas al máximo, y le acariciaba la cabeza que se movía de arriba abajo ocultando a los ojos de Ígur el sexo de ella, que echaba la cabeza hacia atrás sin perder de vista el Combate. Mistifal aprovechó la distracción del contrario para triturarle el torso de un formidable trompazo que lo derribó una vez más; Ígur se puso en pie de un salto, esquivando el remate, y consiguió hacer tropezar al rival; pero esta vez fue el negro quien lo arrastró por el suelo, y lo ahogó con los brazos. En el Combate cuerpo a cuerpo Ígur tenía las de perder, y con Mistifal encima empezó a verlo todo de color púrpura. La lengua de Kiaik hacía maravillas, y Kirka emitía 'un gemido con modulaciones roncas y con los brazos en alto se colgaba de la cortina de detrás. Ígur tenía una mano libre, intentó emplearla contra el antagonista, pero Mistifal se revolvió una vez más y le aplastó el antebrazo contra el suelo con el pie. En tesitura de tenor, Oxuneumus cantó acompañado del guitarrín:

La ci darem la mano

La mi dirai di si

Ígur se encontraba al límite de sus fuerzas, por la saciedad y el mareo de la cena, y estudió con frialdad de Caballero las posibilidades que ofrecía el brutal reparto de pesos a que estaba sometido; además, el sudor de los cuerpos dificultaba el sujetar bien al contrincante para quitárselo de encima. Realizó un esfuerzo titánico, se vovió y echó a Mistifal hacia atrás; ambos rodaron fuera del círculo otra vez.

– ¡Ofensiva libre! -bramó Kirka, con la cabeza completamente hacia atrás, tan crispadas las piernas que tan sólo rozaba el suelo de puntillas, las manos de Kiaik pellizcándole los pezones sin abandonar la lamida, las de ella una extendida y la otra arañando la espalda del socio, y todo el cuerpo desatado en una convulsión sin freno. Oxuneumus cantaba:

Moriré creder

De gioia e dolore;

Or, barbari Dei!

M'uccide Famor.

Ígur sintió por primera vez en la vida la posibilidad de estar ante un adversario que no se empleaba a fondo. Le resonaron en la cabeza las ofensivas palabras de Milana, y pensar si era víctima de la condescendencia, de estar en manos de los demás, le renovó las fuerzas; recordó el desenlace de los últimos combates, y se vio capaz de vencer a la sonriente y perfecta máquina de hacer daño. De la izquierda le llegaban respiraciones agitadas entre acordes de guitarrín, en algún momento incluso le parecía oír chasquidos de lengua y sorbetones.

– Se ha detenido el sol para admiraros, oh la Bella y la Bestia -dijo Oxuneumus, la mirada entre los luchadores y, en blanco, en las alturas.

Ígur adelantó los pies con todas sus fuerzas, y le acertó a Mistifal de lleno en el cuello, volteó en el aire y lo pinzó en torsión con los tobillos; el rival cayó hacia atrás con Ígur encima, intentando atraparlo con las manos. Ígur se volvió esquivando y le oprimió las vértebras con los pies. Kirka soltó un chillido escalofriante de rabia y de placer.

– El Combate se ha acabado -dijo Oxuneumus-, y no hay vencedor.

Ígur y Mistifal estaban fuera del círculo, y se soltaron y se pusieron en pie. Ígur nunca se habría permitido la inelegancia de reclamar una decisión de ese tipo, y menos aún cuando no había nada en juego (o por lo menos eso es lo que creía), pero su mirada lo decía todo.

– Cuando ambos rivales salen por tercera vez del círculo -dijo Kiaik alejándose de su ama-, el Combate se declara nulo. -Y se relamió los labios.

Kirka continuaba sentada, con un pie en el suelo y el otro encima del banco, con una sonrisa de soberbia carnicera difícilmente superable.

– Sin embargo -dijo, con la respiración aún entrecortada-, si es que tenéis que demostrar algo más en Combate, aquí me tenéis a mí.

Los dos estaban sudados de pies a cabeza, y la diferencia de motivos los hizo reír. Ígur miró el sexo abierto de la Señora con una mezcla de repulsión y deseo.

– Adelante -dijo Oxuneumus-, si os consideráis con derecho, aquí tenéis la copa del vencedor.

Ígur se acabó de desnudar y se acercó a la anfitriona; ella le clavó la uñas en el culo.

– Oléis a Mistifal, Caballero -murmuró-; me entusiasman los cócteles. -Y se le abrazó.

– ¿Y pues, Señora -dijo él-, acaso no estáis servida, con tan buena compañía?

– Mis socios se gustan más entre ellos de lo que les gusto yo -dijo Kirka-, no valen para más de lo que habéis visto en Kirik.

Ígur se dio media vuelta, y los tres criados estaban de perfil a gatas sobre el círculo del Combate, en disciplina espintriana, Kiaik el primero, Oxuneumus en medio y detrás Mistifal. Ígur puso la mano en el sexo de ella.

– Por lo menos, Señora, os han dejado a punto.

– Sois vos quien me ha dejado a punto. Caballero -dijo ella, y se tumbó en el banco arrastrándolo a él encima de ella; Ígur se excitó y la penetró, sin perder de vista a los otros tres, no del todo tranquilo al ofrecer la retaguardia tan desprotegida a tres animales que de un ataque combinado a buen seguro sabrían cumplir un propósito resoluto.

– No os preocupéis, Caballero, aquí todos somos muy bien educados, y antes de entrar llamamos a la puerta.

Ígur se encontró copulando con una frialdad mental privilegiada, y pensando en si sería por la Demeterina, se le ocurrió que Kirka, o Selima, tenía que tener un punto débil en los abandonos del alba, y tanteó el asunto sin dejar de moverse.

– Creo que he demostrado la bastante buena voluntad como para ser correspondido -dijo; ella abrió un ojo sí y el otro no.

– Claro, Caballero, y creo que sois correspondido. -Se detuvo-. ¿Creéis que es el momento adecuado para serlo de otra manera?

– Acabáis de decir que os entusiasman los cócteles.

– Sí, pero no entre sabores irreconciliables, no soporto el mal gusto. -Ígur se detuvo, y ella le clavó una mirada furiosa-. ¿Tienes prisa por entrar en el Laberinto, idiota? ¿No ves que ya hace tiempo que estás, dentro del Laberinto?

Ígur retomó el movimiento de caderas, un poco inquieto por quién tenía debajo, por qué podía saber que no demostraba, por quién podía ser en realidad, por las órdenes que obedecía. Ella volvió a cerrar los ojos, y parecía perdida en el delirio del placer cuando Ígur descubrió que por más que se esforzara no podía eyacular, y maldijo el alcohol, el insomnio, el cansancio y la Demeterina, por más que acelerase el ritmo, tan sólo conseguía aumentar el impaciente descontrol de Kirka. Se volvió a mirar a los tres socios, y los encontró con la posición cambiada: Mistifal estaba delante y Kiaik cerraba la fila, y los tres los miraban con atención. Ígur intentó abandonar, pero la erección tampoco retrocedía, y de repente se imaginó cayendo extenuado sin poder concluir lo que había comenzado ni por culminación ni por retirada y, viendo el sol ya bastante alto y a Kirka dispuesta a continuar cabalgando, se horrorizó hasta casi la náusea.

– ¡Pentimento! ¡Pentimento! ¡Pentimento! -gritó de repente Mistifal, y él y los otros dos orgasmaron a la vez, él masturbado por Oxuneumus.

En aquel instante, Ígur sintió todo el cuerpo aflojándosele, y también Kirka ralentizaba y profundizaba la respiración talmente como si de parar se tratara, de parar el mundo con fuerza y a la vez con desmayo. Al final abrió los ojos liberado.

– Ahora sabéis qué es hacer el amor con Selima, Caballero -dijo, y lo acompañó hasta la habitación que le había sido asignada.

Nueve días después, Ígur continuaba en casa de Kirka, contando cada mañana y cada tarde cómo se acortaba el plazo anual de Entrada al Laberinto, y cómo ya sólo le quedaban catorce; cada noche tenía que luchar con Kiaik, o con Oxuneumus, o con Mistifal, por turno después de la Demeterina, sin vencer nunca ni ser vencido, y presa después de una extraña y contradictoria pasión acababa haciendo el amor a Kirka en vecindad del amor de los otros tres; se sabía de memoria todas las entonaciones que, sobre pífano o mandolina, y siempre con campanillas y tamborín, las voces de bajo de Mistifal, de tenor de Oxuneumus y de contralto de Kiaik ofrecían a la desorientación de los sentidos; había aprendido todos los secretos del maquillaje, no tan sólo de los ojos o la boca, no tan sólo de la cara y del cuerpo, sino sobre todo del sexo: ninguna sombra resaltante, ningún enaltecimiento del glande en morado o en negro, en oro, en miel o en púrpura, en azul-verde o en brillantez, tenía secretos para él; poca cosa desconocía sobre pelajes de resonancia, fundas de vibración, sabores de superposición, tisanas de retraso, pesas de compensación, agujas de reflejo, colirios de aumento, collares de rugosidad, prótesis prepuciales ultrasensibles, espolones clitoriales y anillos subglandares de barba o de cilicio. Pero no apreciaba progresión en el negocio que le había llevado a ese pozo sin fondo, sino al contrario, cada día veía más lejos no acabar con las manos vacías.

– Ahora que nos has traído a todos la vida, no te dejaremos marchar -le dijo Mistifal aquel día, después de su cuarto Combate nulo.

Ígur se echó junto a Selima lleno de desidia, admirado de que ella estuviera cada día más viciada a su presencia; iba maquillado y lleno de joyas como un pavo real, y hacía tanto tiempo que no se vestía que la sola idea le parecía un atavismo remoto. No habiendo perdido su objetivo de vista, los días en Luiri habían sido bastante instructivos, a pesar de la práctica diaria de la Demeterina, verdaderamente un arma terrible, y no de dos filos, sino de doscientos, pero que por lo menos le habían servido para conocerla. Y quizá, pensó, en la raíz del desastre latente residía la única esperanza; esa mujer estaba dispuesta a destrozarlo, si antes no lo conseguían sus acólitos, y sin un motivo para salvarse no diría nada; ¿pero la defensa de qué podría motivarla? ¿La vida? Ígur había estudiado a fondo la Séptima Demeterina y su control del tiempo, y algo le parecía que podía volverse a su favor.

– Esta es la fuerza de la Milénica -le dijo a la anfitriona, y se puso a hacerle el amor-, y tú eres Selima.

Los tres socios yacían en el suelo en triángulo, el negro ofreciéndole el miembro al rubio en la boca y tomando con la suya el del castaño, que se lo mamaba a Kiaik.

– No te detengas -suplicó Kirka a Ígur, y él vio por fin la salida: recordó uno por uno los nueve coitos y, concentrado con toda su energía en el movimiento de entrada y salida acompasó la respiración al revés de como resulta natural, inspiración con salida y expiración con entrada. Confirmado que la expulsión de aire confería a la retirada del sexo una devastación especial, Kirka lo miró con ojos feroces terriblemente abiertos-. ¿Qué haces? ¿Qué quieres?

– ¡Ah, Señora mía, por fin te he pillado!

– ¡Detente! -gritó crispada, y quiso soltarse, inútilmente porque Ígur la tenía bien falcada-. ¿Qué pretendes? -Se volvió hacia el centro de la habitación-: ¡Detente, los Tres Reyes empiezan a morírseme!

Y efectivamente los ralentizados movimientos de los socios ya no servían sino al languidecimiento de la fuerza, y los sexos morían entre labios exangües.

– ¡Ahora harás lo que yo te diga, bruja! -gritó Ígur sin detener el procedimiento.

– ¡Haré lo que quieras, pero por piedad retoma la dirección correcta!

– Quiero saber ahora mismo cómo encontrar al Magisterpraedi Hydene.

– El contacto es el transportista de Reibes.

– ¿Cómo se llama?

– Vendramín.

– Muchas gracias, Señora -dijo Ígur, y se levantó de un salto; ella le miró el sexo con horror: estaba completamente flaccido.

– ¡No puedes irte así! -gritó, medio incorporada; los tres socios yacían inánimes boca arriba.

– ¿Que no? -gritó Ígur con una carcajada, y se arrancó anillos, collares y pendientes y se los tiró sobre el regazo-. ¡Intenta detenerme! ¡Adiós, Señora, aquí te quedas para siempre a las puertas del palacio! Y se marchó, dejándola medio tirada por el suelo, arrastrándose hacia los cuerpos de los criados.

– ¡Maldito seas, Ígur Neblí! -chilló cuando el Caballero, desmaquillado y vestido, salía por la puerta-, ¡el dominio de la Séptima Demeterina no ha dicho aún la última palabra!

– ¡Que los pies te sirvan de cabeza! -fue lo último que dijo él, y así abandonó Luiri finalmente.

No se puede decir que Reibes tuviera propiamente entidad como población, era más bien una desordenada acumulación parasitaria de locales en la franja costera unos doscientos kilómetros al Este de Polcarm; el paraje era descorazonadoramente plano, y lo único que rompía el horizonte era la Isla de Lauriayan, que a unos veinte kilómetros de distancia se apreciaba lo bastante bien como para no parecer un espejismo y lo bastante mal como para ocultar como un secreto su naturaleza. Ígur alcanzó la costa de madrugada, sin haber dormido y con toda la náusea de los días anteriores encima, pero feliz de haberlos dejado atrás; vagó por la inmensa playa, ancha como no había visto otra y tan larga que se perdía a la vista, esperando a que abriesen algún establecimiento.

Hasta media mañana no encontró ningún sitio donde preguntar por el transportista Vendramín y, tras un par de horas de tentativas infructuosas, un repartidor le informó de que tenía una terminal en el bar de un tal Horapolus, y que allí sabrían darle razón. Ya con una temperatura insoportable, Ígur tuvo que tomar el transporte para ir al bar, un antro en primera línea de mar de madera y bambú, de planta baja y piso en forma de U con la base frente a la playa, desprovisto de cualquier comodidad y lleno de moscas, de arena fina y de calor; había seis mesas ocupadas, cuatro por individuos solitarios y dos con tres hombres cada una; Ígur se sintió agresivamente observado, y se fue a la barra.

– ¿Horapolus? -preguntó al joven que se había acercado con inapetente solicitud.

– El dueño sólo viene los jueves, yo soy el encargado; si os puedo ayudar…

– Busco al transportista Vendramín.

El otro lo miró con detenimiento. Había un silencio absoluto; Ígur se volvió hacia los clientes, y notó que ninguno de ellos le quitaba ojo de encima. Se dio cuenta de que acababa de cometer una indiscreción de una torpeza y una ingenuidad imperdonables, porque podía muy bien resultar que uno de los allí presentes fuera Meneci disfrazado, ante quien se habría puesto en evidencia.

– Caballero, no sé deciros dónde lo podéis encontrar. Tenemos un convenio de trabajo y pasa a repartir por aquí mismo.

– ¿Cada cuánto pasa?

– Depende de la temporada, depende del trabajo. Cada tres días, cada dos semanas…

– ¿Cuando pasó por última vez?

– Hace más de una semana. No creo que tarde mucho, a menos que… -sonrió.

– ¿A menos que qué? -se impacientó Ígur.

– Vendramín tiene debilidad por las Demeterinas y el whisky, y de vez en cuando se permite una, digamos, desaparición especial, que puede ser una intoxicación que lo retira del mundo unos cuantos días, o puede ser una cura de reposo.

– ¿Os importa que me instale aquí a esperarlo?

– En absoluto, Caballero. ¿Queréis una habitación? -Ígur asintió-. ¿Qué queréis tomar? -le preguntó una vez Ígur se hubo acomodado en una mesa.

– Un té cada tres cuartos de hora.

Ígur se dedicó a observar con detenimiento a los ocupantes de las demás mesas. Todos, como él, llevaban gafas oscuras, y la brutalidad de la mutua contemplación quedaba así ligeramente apagada, sin perder esa latencia de jugada de póquer que a Ígur le resultaba más desagradable que estimulante. El hombre que tenía más cerca, de unos cincuenta años, parecía el típico borracho en la última copa de la jornada anterior más que en la primera de la presente, aunque lo más probable es que se tratase de las dos a la vez; tenía las manos muy curtidas y con signos de reuma, e Ígur pensó que si era Meneci habría que felicitarle por la labor de maquillaje.

La siguiente mesa la ocupaba un joven de bastante buena apariencia que bebía zumos de fruta, y que podía ser Meneci perfectamente, pero como no se apreciaba en él ningún indicio de disfraz o de especial ocultación de ninguna parte del cuerpo, Ígur optó por descartarlo en principio porque, aunque Meneci había sido uno de los pocos Caballeros ausentes en su Acceso a la Capilla, no se podía arriesgar a que Ígur hubiera visto filmaciones o fotografías suyas, lo que, en ese momento, maldijo no haber hecho. Y puestos a cuestionar, pensó Ígur, ¿quién dice que Meneci tuviera que disfrazarse? Volvió a mirar al joven rasurado con preocupación.

En la tercera mesa había tres individuos de mediana edad, que tanto podían ser trabajadores cualificados como funcionarios de escala media o baja; hablaban sin levantar la voz y parecían preocupados por algún asunto en concreto. Tenían la clásica complexión viciada por posturas y actividades sedentarias, con encorvamientos por falta de ejercicio. Claro, pensó Ígur, que también podía tratarse de una caracterización; ¿de los tres? No, si acaso de uno solo, y los otros dos estarían con él para desorientar. Ígur se vio incapaz de distinguir uno más sospechoso que los demás: uno era más alto, otro más fornido, otro más flaco.

La mesa siguiente la ocupaba un paralítico, e Ígur consideró francamente imposible fingir aquellos pies arrugados, las piernas cortas y las rodillas torcidas hacia adentro; además, una pierna podía engordarse artificialmente, pero nunca adelgazarse hasta aquel extremo.

En la quinta mesa se sentaba un personaje tan extraño, vestido de manera tan estrafalaria, que Ígur se resistía a imaginar que alguien pudiera elegir esa ropa de payaso tratándose de pasar desapercibido; y, sin embargo, ofrecer una razón evidente para ser descartado era una buena táctica. El hombre de la quinta vestía de todos los colorines del mundo, y sudaba copiosamente; quizá la tendencia a la obesidad era lo que a ojos de Ígur lo convertía en menos sospechoso como posible Caballero de Capilla camuflado.

En la última mesa, la del rincón, estaban los tres típicos jóvenes bárbaros, indolentes y sin decirse nada, no muy limpios y sentados con negligencia en el borde de las sillas; parecían los típicos hijos de casa bien a quienes no les empieza a circular la sangre hasta las ocho de la tarde; pero ojo, pensó Ígur, también podrían ser Fonóctonos.

Ígur no se movió del bar en todo el día, resignado al que prometía ser un extenso ejercicio de paciencia y autocontrol, materias de estudio y de culto para un Caballero, como tan bien le había enseñado el Magisterpraedi Omolpus, presente tan a menudo en sus pensamientos. El tiempo transcurría más lento que nunca contra los horizontes calcinados y reverberantes del tedio y el calor, e Ígur lo tuvo para evocar su aprendizaje en Cruiaña, y los meses en Gorhgró, en especial a Debrel y Guipria, y también, de otra forma, a Fei y Sadó y el maldito Laberinto. Vio cómo los clientes del bar se levantaban y se iban, y después volvían y llegaban otros, pero sin estancias largas, y se imaginó cómo sería Arktofilax, si sería un hombre amargado, o un falso cínico como Debrel, si quizá no querría saber nada de la Falera, y después de todo tendría que regresar a Gorhgró con las manos vacías; pensó finalmente si, después de tanto tiempo sin encontrar a nadie con quien hubiera tenido trato directo, se podría fiar de aquel que dijera «éste es Arktofilax» o, aún más comprometido, «yo soy Arktofilax», y procuró apartar la idea de encontrarse con un impostor y que el verdadero Teke Hydene hubiera muerto o fuera un cuerpo irrecuperable en un asilo terminal.

Por la tarde pidió una cena frugal, y al acabar se retiró a su habitación, situada en el piso de arriba. La vista al mar era espléndida, incluso excesivamente dilatada. Las luces de los pescadores se confundían con los faros de la Isla de Lauriayan, talmente un monstruoso cetáceo vigilante en el centro del horizonte.

Al día siguiente Ígur se levantó al alba, porque no quería dejarse sorprender por una aparición temprana de Vendramín, y se instaló en el bar; allí pasaron las horas y vio entrar y salir a los clientes del día anterior, el borracho; de sol a sol, el joven rasurado sólo un rato, los tres de mediana edad al mediodía, los jóvenes bárbaros, tan sólo dos esa vez, por la tarde; el paralítico y el payaso no aparecieron, y a cambio se añadió al grupo un viejo jorobado que hizo las delicias del furor susceptible de Ígur, y acabó discutiendo con el borracho.

En esa parte de Reibes había muy poco movimiento, las calles estaban desiertas, y la afluencia de clientes al bar se producía como un gota a gota enfermizo; y a pesar de que todo llevaba a la indolencia, o quizá precisamente por eso, Ígur no dejaba de repetirse que uno de esos cuerpos arrastrados por la desidia y la inactividad era una bomba de relojería que estallaría en el momento oportuno, convertido en una perfecta máquina de matar.

Por la tarde, aburrido de una incertidumbre que no se sabía cuándo acabaría, y habiéndose repetido doscientas veces que no quedaban más que doce días para la puesta helíaca de Canopus, había intercambiado algunas palabras con el joven rasurado, que parecía tan cargado de precauciones como él mismo. Se fue a dormir profundamente harto y preguntándose si todo ese asunto valía la pena.

El día siguiente y el otro fueron calcados del anterior, con escasos movimientos de los once únicos clientes que aquel local parecía tener, y de los cuáles enervaba más a Ígur su pasividad que la fatal certidumbre, de la que comenzaba a dudar, de que uno de ellos se manifestaría como su enemigo mortal. Entre tanta hora vacía había tenido tiempo de entablar una cierta amistad con el encargado del bar, y de escuchar sus historias de cuitas de un pasado reciente en el que la costa de la Oybiria era próspera y activa, y las aventuras de los héroes locales.

El quinto día en el bar de Horapolus, y ancorado desde primera hora de la mañana en su mesa habitual, la concurrencia falló a primera hora, pero a lo largo de la jornada aumentó poco a poco hasta quedar al completo a media tarde.

– Si continúa sin aparecer -le dijo a Ígur el camarero-, por lo menos esta tarde podréis hablar con el dueño -miró el reloj-; acostumbra a llegar hacia las ocho. Quizá él os pueda dar más razón de Vendramín.

Ígur repasó una vez más al payaso, al viejo y al borracho, que se habían hecho íntimos, a los tres individuos de mediana edad y a los tres salvajes, ese día escandalosos como nunca; a las nueve de la tarde aún no había aparecido el dueño, e Ígur ya no podía más.

Por fin, a las nueve y media, entró un hombre de unos treinta años y se fue directamente detrás de la barra; el camarero le hizo una seña a Ígur, que se acercó al instante.

– ¿El señor Horapolus? -preguntó.

– Yo mismo -dijo, mirando con respeto receloso las insignias de Caballero de Capilla.

– Estoy aquí para ver al transportista Vendramín, y me han dicho que tiene este local como terminal.

– Así es. Caballero. Acabo de verle y viene hacia aquí -hizo un gesto de desdén-, pero dudo que os resulte de mucha utilidad hablar con él tal como va -justo al acabar de decirlo, se abrió la puerta y apareció un hombre alto y corpulento como un oso, andando a trompicones y exhibiendo un equilibrio más que precario; Horapolus se volvió de espaldas-. Ahí lo tenéis -dijo indiferente.

En aquel instante, los tres jóvenes bárbaros y los tres supuestos pequeños funcionarios se pusieron en pie de un salto, y los más cercanos avanzaron rápidamente hacia el recién llegado. Ígur sacó la pistola láser en una décima de segundo y le apuntó.

– ¡Quietos! ¡Al que se mueva lo dejo seco! -Todos se quedaron clavados; Ígur dio un repaso a la concurrencia con la mirada y con el arma-. ¡Eso va por todos! -Horapolus se había quedado petrificado con una cara de pánico definitiva, y Vendramín se desplomó sobre el mobiliario-. ¡Tú, ayúdame! -ordenó Ígur al camarero, y entre los dos recogieron al transportista-. Lo llevaremos arriba -dijo Ígur en voz baja, y mientras iban hacia la escalera con la pesada carga se dirigió a los demás sin dejar de apuntarles-. ¡Vosotros, seguid así hasta que os pierda de vista! -Echaron a Vendramín en la cama de la primera habitación libre-; de acuerdo -le dijo al encargado-, ya te puedes ir.

– Si me permitís, señor, creo que este hombre no está en condiciones de nada, y lo mejor que podéis hacer es meterlo en la cama hasta mañana. -Ígur miró a aquel animal de boca abierta y ojos en blanco, todo él grasa y sudor apestando a alcohol-. Si queréis, ya me ocupo yo -se ofreció el camarero, e Ígur dio su visto bueno, y bajó al bar.

– Muy bien -dijo a la concurrencia-, podéis continuar con lo que hacíais. -Miró con dureza a los que se habían levantado; como ninguno de ellos hizo ningún gesto especial, Ígur creyó que tampoco existía un motivo concluyente para creer que uno u otro fuera Meneci o formara parte de una conjura; se dirigió a Horapolus, que no se había movido del sitio-: ¿Tenéis un despacho donde hablar con tranquilidad?

– Claro, Caballero -dijo el propietario con un hilo de voz, y lo condujo por detrás de la barra hasta una habitación posterior; allí se puso a su disposición-: vos diréis.

– Necesito saber todo lo que me podáis decir de los clientes que ahora mismo hay en el bar; vuestro hombre de confianza ya me ha contado algunas cosas, pero no puedo pasar por alto ningún detalle.

Horapolus esbozó un gesto de escepticismo.

– No creo que Nonus os haya podido decir gran cosa, es tan sólo un suplente temporal.

Ígur tuvo un sobresalto.

– ¿Un suplente? ¿Desde hace cuánto?

– No sé, el socio encargado se puso enfermo de repente hace cosa de quince días, y nada más poner el anuncio vino éste…

– ¡Meneci! -exclamó Ígur, y salió de la habitación como un poseso.

Saltó la barra del bar y subió las escaleras de cuatro en cuatro, abrió la puerta de la habitación de una patada y se encontró con que el falso encargado tenía a Vendramín contra la pared, con una mano retorciéndole el brazo y con la otra estrujándole la congestionada cara como la garra de un halcón; el transportista farfullaba tembloroso, y al aparecer Ígur, el otro lo dejó caer como un saco de patatas y sacó de no se sabe dónde una espada de Caballero.

– Ni un paso más -dijo en un tono que no guardaba la menor similitud con el servilismo del camarero, apuntando a Vendramín.

Ígur sacó su espada.

– Fidai Meneci, imagino -dijo.

– Fidai Neblí, os felicito por vuestra diligencia. No os esperaba tan pronto. Ahora excusadme, pero este trozo de carne o será mío o no será de nadie.

Puso la punta de la espada en la sien de Vendramín, que respiraba con dificultad.

– Caballero Meneci -dijo Ígur lentamente-, si desollar ahorcados, hacer camas y servir infusiones no os ha hecho olvidar las leyes de la Capilla, podríamos arreglar este asunto como lo que se supone que somos.

– ¿Y perder una ventaja? De ninguna manera, Caballero, ¿me tomáis por imbécil?

Ígur dio un paso adelante y puso la punta de la espada entre los ojos de Vendramín.

– ¿A qué ventaja os referís, Caballero? -Se miraron con ferocidad-. ¿Queréis que juguemos a contar hasta diez?

Meneci se rió y apartó el arma.

– Vos ganáis, Caballero. -Lo miró con ironía-. Como supongo que no querréis ofrecer otro vodevil a la clientela, si os parece subiremos al terrado, allí hay bastante espacio para que os haga pedazos.

– ¿Y dejar solo aquí a este hombre? De ninguna manera, Caballero, ¡yo qué sé los cómplices que tenéis abajo! -El otro no hizo ningún gesto-. A Vendramín nos lo llevaremos y lo dejaremos donde no se pueda despeñar -sonrió-; ya tenemos práctica en esa clase de colaboraciones.

Meneci envainó y se inclinó con condescendencia burlona, volvieron a agarrar a Vendramín medio inconsciente por el pescuezo y se lo llevaron escaleras arriba hasta el terrado; allí lo sentaron contra unos depósitos, en un ángulo para que no rodara.

– Cuando queráis. Caballero -dijo Meneci, y se saludaron.

La noche estaba recién cerrada, y la luna, acabada su plenitud, emergía de la Isla de Lauriayan camino del menguante, poniendo un color de aliento putrefacto en las miradas de los adversarios. Los cinco días pasados en el bar de Horapolus habían cargado a Ígur de un ansia irreprimible, pero Meneci había esperado tres veces más tiempo, así es que ninguno de los dos creía en la posibilidad de perder, y se lanzaron el uno contra el otro perfilados en primera tan sólo después de dos o tres fintas de estudio preliminar, especialmente rabiosos, además, uno porque el otro le había tomado el pelo, otro porque tenía que redimir que le pudieran reprochar el haber hecho de criado de otro Caballero. La primera estocada de punta de Ígur la redujo Meneci en tercera, y respondió con un revés potentísimo que Ígur atajó con un doble retroceso. De retorno a la postura inicial, en cuerpo bajado se miraron un instante a los ojos en quietud; Meneci ofrecía el arma recta, e Ígur ocupando la línea del diámetro, puso encima la suya, sujetándola con seis grados sobre tres en atajo real, y saliendo así de dentro y sin desunirse pasó al medio proporcional y, consintiéndoselo Meneci por no esperarlo sin otra transición y ofreciéndole punto suficiente para introducir el arma, lo sometió con el movimiento mixto de natural y accidental, corriendo el arma por la contraria hasta clavarse en la colateral derecha; la espada atravesó el cuerpo de parte a parte, y el mismo impulso que le permitió retirarla como un latigazo impulsó al malherido Meneci dos pasos hacia atrás, hasta tropezar con el borde del canalón de cubierta, y desplomarse de espaldas hacia abajo, a la fachada del bar.

– Adiós, Caballero -dijo Ígur, asomado; Meneci yacía en la terraza de la playa boca arriba lleno de sangre, y la clientela del bar, atraída por la sacudida, había salido en tropel; algunos se inclinaban sobre el herido, dos o tres miraron hacia arriba asustados; Ígur se retiró y recogió a Vendramín-. Y ahora, tonel, nos ocuparemos de ti.

Intentó hacerlo caminar, pero era inútil, y acabó por echárselo a la espalda, lo que no era nada sencillo ya no por el peso, porque Ígur estaba lo bastante en forma como para cargar con eso y más, sino por la envergadura y las pocas facilidades que daba aquella masa de carne sudada y convulsa. Topando atropelladamente con puertas y barandillas bajaron la escalera y cruzaron el bar; allí, los brazos y las piernas del transportista se trababan con todos los muebles, hasta que Ígur se hartó y de un arrebato, sin más contemplaciones, le golpeó la cabeza contra un dintel, y así, del todo inconsciente, resultó más fácil de transportar. Horapolus entró con dos de los jóvenes bárbaros, el joven rasurado y el hombre vestido de mil colores, e Ígur sacó la pistola y les apuntó sin desprenderse de Vendramín. Horapolus levantó las manos.

– Caballero, sabed que nosotros…

– Está bien -dijo Ígur-, no tengo tiempo para explicaciones; no sé si hay aquí alguien más implicado en el asunto, ni me importa. Ahora, que todo el mundo se quede donde está, y no le pasará nada a nadie; pero al que se le ocurra seguirme, ya sabe lo que le espera.

Ígur retrocedió de espaldas a la puerta, cargó a Vendramín en el transporte y, sin más tropiezos, recorrió cinco o seis kilómetros hacia el sur hasta encontrar un núcleo en el que se apreciaba una cierta actividad.

Cuando lo apeó del transporte, Vendramín respiraba con dificultad, y a Ígur se le ocurrió si entre la intoxicación, la embestida de Meneci y para rematarlo su noqueada, se iba a quedar sin pista. Lo sujetó con mil miramientos por debajo de los brazos, y entraron en un establecimiento hotelero más importante y frecuentado que el antro de Horapolus.

– Quiero una habitación.

– No hay problema. Caballero -dijo el empleado, con una sonrisita siniestra-. A ver… ¿os parece bien la Suite Imperial Ganimedes? No dispongo de nada más -lo miró con turbiedad-, pero creo que os complacerá.

– Me parece bien; si sois tan amable de indicármela…

– Con mucho gusto. -Tomó la llave y se abrió camino por una rampa-. Parece que esta noche vuestro amigo se ha excedido un poco, ¿no? -Rió, indiferente a la gélida expresión de Ígur-. Si necesitáis cualquier cosa, no tenéis más que decírmelo: calmantes, estimulantes… Demeterinas. ¿No? Una botella, en fin, lo que queráis, como si necesitáis aumentar la plantilla… -Abrió la puerta de una habitación con vistas al mar, que se pretendía suntuosa y a Ígur le pareció un monumento vomitivo al mal gusto, apoteosis de la pastelería de los espejos, los colorines y la iconografía pertinente.

– Podéis retiraros -dijo, sin soltar a Vendramín-. Que no nos molesten.

El empleado lo miró con una pizca de inquietud.

– Me perdonaréis si soy indiscreto, pero estoy obligado a recordaros que los únicos límites de la casa son los que establece el código de honor de la Apotropía General de Juegos del Imperio, y que una transgresión criminal nos obligaría a denunciarla.

Ígur dejó caer a Vendramín sobre la cama y, con cara de no estar para bromas, lentamente, avanzó hacia el empleado, que retrocedía manteniendo un metro de distancia, hasta el umbral de la puerta.

– Lo tendré presente -dijo, y cerró.

Vendramín roncaba como un cerdo en la cama, con las piernas colgando hasta el suelo. Ígur se descalzó lentamente, se aligeró de ropa y subió el aire acondicionado; la noche era abrasadora a más no poder, y se permitió un rato de relax. Después se dirigió al transportista; empezó por echarle una jarra de agua encima.

– Agua no, por piedad -murmuró.

Ígur lo metió bajo la ducha; después lo devolvió a la cama, y le apretó fuerte el pescuezo.

– Y ahora me dirás dónde está Arktofilax.

Vendramín sonrió como un imbécil.

– Todo el mundo quiere saberlo. -Y cantó:

¡Arktofilax,

Cuencos bebidos,

Romana Pax,

Llenos los nidos

En el relax,

De los mullidos

Tenía un fax

Entre soplidos

Tan profilax

De Apollinax!

Se dejó caer. Ígur se preguntaba si estaba tan trompa como parecía, hasta qué punto exageraba para quitárselo de encima; recordó cómo Meneci lo tenía acogotado, y pensó que si entonces no había dicho nada, poca cosa se podía hacer para soltarle la lengua. Y seguro que a Meneci no le había dicho nada, porque si lo hubiera hecho habría corrido sin duda la suerte de Beremolkas. Ígur optó por esperar al día siguiente, y pasó la noche entre la butaca y la terraza, soportando las excrecencias de Vendramín, que vomitó en la cama y se orinó encima.

Al alba, incluso la rosada palidez que perfilaba la Isla de Lauriayan, desde allí más próxima aún que desde el local de Horapolus, parecía formar parte de una putrefacción insuperable, e Ígur, habiendo dormido poco y mal, despertó al fétido transportista poco dispuesto a dilaciones.

– ¿Dónde está Arktofilax? -preguntó, zarandeándolo; el otro se incorporó a medias y lo miró con ojos embarrados de desastre.

– No lo sé. Dejadme en paz.

Ígur le puso la pistola bajo la nariz.

– Si no me decís ahora mismo dónde está, os juro por el Imperio en peso que vuestra cabeza quedará para los perros -le apretó el cuello con la otra mano-; y más os vale decirme la verdad, porque si no, os juro que os buscaré hasta el último rincón para cortaros la lengua.

Vendramín bajó la mirada y soltó un eructo hiposo; miró a Ígur como si esperase el mínimo indicio de que no sería capaz de hacer lo que decía. No lo encontró, y se cubrió la cara con las manos.

– Es huésped del Conde Gudemann, en la Isla de Lauriayan -dijo casi sin voz.

Ya el sol se había desprendido del horizonte, pero todavía no era completamente blanco y poderoso, cuando Ígur navegaba en la barca más rápida que había encontrado, que aun así le parecía lentísima, hacia la Isla de Lauriayan, que poco a poco perdía la azulada indefinición de la lejanía y se revelaba como una formación rocosa abrupta y sin indicios de civilización, por lo menos en toda la franja Oeste, la que se ofrecía a la vista del visitante que llegaba del continente. El sol ya estaba alto e Ígur aún no había superado la gran tristeza de la aurora, cuando la barca bordeó el Cabo Sur, a partir de donde la Isla se abría en una extensa bahía al Sudeste, en cuyo extremo se distinguía la población de casas blancas dispuestas en concha presidida por el Palacio de la Mayoría, un edificio sorprendentemente noble, y cinco o seis palacios más medio ocultos por los únicos árboles que se podían apreciar desde el mar. Una vez frente al puerto, el punto más alto de la Isla, en apariencia desprovisto de edificaciones, quedaba a la izquierda, en la parte Oeste del centro, y en el extremo Este, con las laderas unidas, había una segunda elevación más importante, que dominaba la población y culminaba con un edificio medio camuflado, posiblemente otro palacio, todo él de un rojo terroso.

Cuando la barca llegó a puerto, la calma de la localidad era absoluta. No se veía ni una nube, el cielo era tan azul que dañaba la vista, y no corría ni una brizna de aire; asfixiado de calor, Ígur preguntó por el Palacio Gudemann, y le indicaron el edificio rojizo en lo alto de la elevación. Tuvo que esperar media hora el transporte regular, y finalmente se montó junto a media docena de individuos que supuso criados y proveedores; el trayecto se le hizo larguísimo, zarandeado por un camino escarpado y polvoriento en el que se combinaban la incomodidad, el calor y el vértigo de las curvas. Poco antes del mediodía se encontró en la puerta del palacio, mucho más rico de lo que parecía desde el mar, con el estucado rojo Durero ribeteado y esquinado con mármol blanco. Preguntó por el Conde Gudemann al criado que le abrió, y le hicieron esperar en una salita de paredes desnudas y luz cálida, pero deliciosamente fresca, sobre todo en contraste con las ardentías solares recién sufridas.

Unos minutos más tarde se presentó un hombre de más de sesenta años, vestido de color claro y con un físico tan agradable y una mirada tan franca y atractiva que parecía situado fuera del alcance de las miserias humanas y las carencias de la edad.

– Caballero Neblí, sed bienvenido. ¿Habéis tenido buen viaje?

– Excelente, aunque un poco demasiado largo. -Sonrió; Gudemann lo miraba expectante-. El motivo de mi visita es ver al Magisterpraedi Hydene, me han dicho que se aloja aquí, en vuestra casa.

El Conde acentuó la sonrisa y movió afirmativamente la cabeza.

– Está aquí. Si queréis acompañarme…

– Nada me complacería más -dijo Ígur.

Cruzaron maravillosos patios interiores porticados, con fuentes y estanques centrales y árboles olorosos, y alas abiertas a galerías con vistas a mar abierto, o a la población, talmente una miniatura desde esa altura, hasta llegar a una terraza orientada al Norte desde donde se apreciaba hasta el continente; allí había tres hombres y cuatro mujeres, unos sentados, otros de pie o apoyados en la barandilla. Gudemann hizo las presentaciones.

– Mi Esposa Idania -Ígur saludó a una mujer de unos treinta años, alta y morena-, la Señora Fulvia -de facciones muy angulosas y peculiares, había sobrepasado los cuarenta-, el Magisterpraedi Ikan Triddies -un anciano imponente-, su Señora Melissenda -de su misma edad, y aspecto plácido-, el Señor Valerio Marterni, Secretario de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía -un hombre de unos treinta y cinco años de muy buena planta-, mi hija, vizcondesa Brosmana -una pelirroja de poco más de veinte años, y con el aire de todos los vicios a sus espaldas-, y -a propósito o no, había quedado para el finalel Magisterpraedi Teke Hydene.

Ígur se vio frente a un hombre difícil de reconocer de las filmaciones y fotografías de veinte años atrás, cuando el vencedor del Laberinto de Bracaberbría tenía treinta recién cumplidos, ahora entrecano, con una barba corta y los ojos hundidos tras espesas cejas triangulares; la nariz era fuerte y angulosa, y el perfil, pronunciado como el de un ave de presa. Se miraron largamente, e Ígur se olvidó de los demás.

– Magisterpraedi -dijo Ígur-, soy el Caballero de Capilla Ígur Neblí, y he venido…

– Sé muy bien a qué has venido, Ígur Neblí -lo interrumpió, con una voz de bajo tenebrosa y evocadora-, y si permites que te lo diga, hace tanto tiempo que Debrel me avisó que llegarías, y tanto más que me lo dijo Omolpus, que ya creía que te habías perdido.

– No lo entiendo -dijo Ígur-, si Debrel estaba en contacto con vos, ¿por qué me ha obligado a toda esta peregrinación?

– Debrel y yo rompimos deliberadamente el contacto directo a partir de un incidente que ahora no viene al caso y que, naturalmente, no tiene nada que ver con la armonía de nuestras relaciones, que se ha visto aún más reforzada a partir de una decisión que llegó, digamos, de un dictado de la prudencia. Lamentablemente -abrió los brazos-, yo no podía salir a tu encuentro, porque el Príncipe Simbri nos habría acusado de violar la Ley del Laberinto -maldita Ley del Laberinto, pensó Ígur, muerto de ganas de preguntar qué hubiera pasado si en el terrado del bar de Horapolus llega a vencer Meneci-, y has tardado más de lo previsto -miró el mar abierto-, pero estás aquí, y eso es lo que cuenta.

– ¿Cómo sabéis que soy quien digo ser? -dijo Ígur, pensado que él tampoco tenía ninguna certeza de estar ante Arktofilax.

El Magisterpraedi lo interpretó al instante.

– ¿Quieres que nos mostremos las téseras? ¿Quieres que las pasemos por el Cuantificador con los códigos personales? -Sacó su sello, una espléndida pieza circular con fondo en rojo puro, en el centro una calavera frontal de plata, igual que el marco, y se miraron a los ojos una vez más. Arktofilax era un poco más alto que Ígur, y vestía de gris oscuro de pies a cabeza, con ropa holgada y sandalias; sin saber cómo ni por qué, Ígur sintió una abrumante certeza acerca de la identidad del interlocutor; los demás, que no habían perdido detalle, se alejaron discretamente.

– No sabía que conocieseis al Magisterpraedi Omolpus -dijo Ígur.

– ¿Te sorprende? No debería extrañarte saber que era uno de los grandes; al fin y al cabo, a ti te ha enseñado muy bien. -Lo miró suavizando la severidad de la expresión-. Omolpus y yo teníamos las mismas oportunidades y, por lo que decía todo el mundo, el mismo talento para competir por el Laberinto de Bracaberbría, pero en la Capilla nos teníamos que enfrentar, y eso significaba la destrucción de uno de los dos. Tal y como tú tendrías que haber hecho con Lamborga si no hubierais sido tan atolondrados, lo dilucidamos entre él y yo: uno atacaría los Pantanos, otro se retiraría a las montañas dedicado a la enseñanza hasta que encontrase a alguien con las condiciones necesarias para ser entrenado para el Último Laberinto -Ígur iba de sorpresa en sorpresa; en poco tiempo le parecía que hacía años que se conocían-. Ya lo ves, ahora tú eres a la vez el joven Omolpus y el joven Hydene -miró el horizonte, y casi sonrió-, así es que no nos falles.

– ¿Sabéis dónde está el Magisterpraedi Omolpus?

Arktofilax no dijo nada, e Ígur le explicó lo que había pasado con Milana, y de una cosa pasó a la otra hasta que acabó por hablarle de la orden sobre Debrel y Guipria. El Magisterpraedi escuchaba con tristeza.

– Malos tiempos -dijo al final-. No sabía nada, pero podía imaginarlo. Le agradezco a Paulus que me lo haya ahorrado.

Almorzaron los nueve en la media luz de un patio interior bajo la parra y la madreselva, y la delicia reposada estuvo a punto de ablandar el espíritu de Ígur y hacerle bajar la guardia. Arktofilax y él hablaron durante toda la comida y la sobremesa de la situación política, de la reforma del Hegémono, de los Príncipes, de la Sexta y la Séptima Demeterinas, y sobre todo del Laberinto y del punto donde la desaparición de Debrel había dejado las investigaciones. Arktofilax no puso objeciones a cómo se había resuelto la cuestión de la Puerta, y con detenimiento Ígur se extendió acerca de todo el proceso de reducción de estrellas. Nunca fue cuestionada la urgencia de viajar a Gorhgró para resolver la Entrada, para la que ya no quedaba margen más que de ocho días, y la proximidad del final de la estancia en el oasis llenó a Ígur de una melancolía morbosamente cercana al nudo en la garganta.

Por la tarde, la inminencia de las lágrimas estaba presente en todo. Entre Arktofilax y el resto del grupo parecía haber ataduras afectivas muy poderosas, en especial con el anfitrión.

– Este es el momento que has esperado tantos años -dijo el Conde al Magisterpraedi-. Siempre he detestado las despedidas, así es que me retiro con la luz, tal y como ordenan las tradiciones; aquí siempre tendrás tu casa, coge lo que necesites para Gorhgró. -Ambos se fundieron en un largo abrazo, y Arktofilax se despidió de los demás de uno en uno; Gudemann esquivó el temporal de las emociones y se llevó a Ígur aparte-. A ti, joven Caballero, te espera una gran prueba, y sé que la pasarás noblemente, haciendo uso de la generosidad, la misericordia y el sentido común que dignifica todas las pasiones. ¡Me recuerdas tanto otros tiempos! Si algún día… -vaciló- si algún día necesitas alejarte del Imperio, yo qué sé, o hay alguna carga que se te hace demasiado pesada… no dudes ni un instante en venir a esta casa. Serás acogido el tiempo que quieras. -Y, tal y como había anunciado, se retiró con su mujer a las habitaciones.

Ígur miró desaparecer a Arktofilax haciendo volear el amplio lino y, mientras se despedía del resto de los presentes, se preguntaba por la forma física del Magisterpraedi, si aún guardaría las armas, si conservaría la técnica, cómo resistiría los previsibles rigores del Laberinto. En el centro de la sala, una columna, y a su lado un reloj de arena de cristal dorado. El Secretario Marterni fue el más prolijo y explícito a la hora de la despedida.

– Caballero, como debéis haber deducido, trabajo y vivo en Gorhgró y soy un seguidor entusiasta de vuestros progresos. Ahora que nos conocemos, espero grandes cosas de nuestra amistad.

– Será para mí una satisfacción y un honor -dijo Ígur.

Arktofilax reapareció con la barba afeitada, vestido de Caballero de pies a cabeza, con las insignias y la espada, Ígur se quedó sorprendido de hasta qué punto la primera apariencia había sido engañosa. Tenía delante al guerrero durísimo, el que nunca había sido vencido, curtido y férreo como nunca había visto a ninguno: el mito entero, tan terrible como antes.

– Y ahora, queridísimos, adiós -dijo el Magisterpraedi.

Un transporte de lujo, que tuvo la virtud de hacer desaparecer las piedras que tanto habían martirizado a Ígur a la ida, los condujo al heliopuerto de Lauriayan, situado en el centro de la bahía; las luces de la población brillaban más densas en unos puntos cerca de la interrupción del agua, más dispersas en las demás direcciones. A Ígur le estaba resultando difícil digerir la repentina brillantez del desenlace. Arktofilax no dijo palabra, Ígur respetó el silencio que imaginaba poblado de recapitulaciones y, tal vez, de nostalgias.

En la pista los esperaba un helicóptero privado que los condujo directamente a Gorhgró.