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XI

Sobrevolando primero el Mar de Hierro, las nubes que rodeaban los altiplanos de la Oybiria Superior, y después las luces de las poblaciones del Lago de Beomia, entre las que la Isla era la joya destacada, y de Taidra y los núcleos de los afluentes del Sarca, el helicóptero aterrizó en el heliopuerto principal de Gorhgró. Allí tomaron un transporte.

– Marterni me ha ofrecido su residencia -dijo Arktofilax-, pero tendremos más independencia en tu casa.

– Naturalmente, será un honor. -Ígur mandó arreglar una habitación.

No había tiempo para la introspección anímica, pero Ígur no pudo evitar la presencia poderosa de los últimos acontecimientos vividos en Gorhgró: Debrel, Guipria, Sadó, Milana, Constanz, el Agon de los Meditadores…

Reposaron unas horas, y a media mañana el sello de Ígur lo puso en contacto con la Secretaría de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma. Pauli Francis lo reclamaba de inmediato, y cuando lo comentó, Arktofilax creyó conveniente acompañarle.

En esa ocasión, como la antesala se redujo a diez minutos, Ígur sintió un inconfesable anhelo de venganza al ver así confirmadas sus sospechas: a Arktofilax no se le hacía esperar. Y, sin embargo, la posibilidad de que la diligencia del dignatario fuera casual y no producto de la alta consideración que el Magisterpraedi le merecía en detrimento de la que le inspiraba él, un simple Caballero de Capilla, aún le encendía más.

El ujier los introdujo en el despacho, y Francis se dirigió a Arktofilax sin tan siquiera mirar a Ígur.

– Magisterpraedi, sed bienvenido a la Eponimia del Príncipe Bruijma -hicieron una leve inclinación-. Su Excelencia se ha interesado personalmente por la marcha de la Entrada -Arktofilax se inclinó aún más tenuemente-, y me ha ordenado que concierte una audiencia con los Entradores. ¿Habéis decidido quiénes serán?

Ígur iba a responder pero el Magisterprasdi se le adelantó.

– Seremos el Caballero Neblí y yo, con el permiso de su Excelencia el Príncipe.

Ígur quedó desconcertado.

– Muy bien -dijo el Secretario, y tecleó el Cuantificador-; ¿os va bien mañana por la mañana?

– Estamos a vuestra disposición -dijo Arktofilax, y Francis asintió.

– Según los informes, el límite de la Entrada es el veintiuno, es decir, dentro de una semana. ¿Habéis escogido día?

– No será antes del diecinueve -dijo Ígur, precipitadamente para impedir que Arktofilax apalabrase una fecha prematura-; he comprometido un padrinazgo de Juicio de Acceso a la Capilla.

Hubo un silencio de duda, y las miradas fueron del uno al otro como una chispa.

– Llegaremos al límite -dijo Arktofilax con la misma entonación calmosa-; con la benevolente Eponimia de su Excelencia entraremos en el Atrio el veintiuno a primera hora de la mañana o, si puede ser, incluso unas horas antes, y tendremos todo el día para preparar la Entrada a la Última Puerta a la hora de la tarde señalada.

– Perfectamente -dijo Francis, y después de concretar los detalles referentes a la burocracia, la dotación y las subvenciones, les hizo acompañar por el ujier.

En la calle, Ígur tuvo que tragarse el resentimiento por no haber oído ni media palabra sobre su brillante eliminación del Caballero de la Entrada Simbri, y por lo tanto el decantamiento de la Entrada a favor de la Expedición Bruijma, pero no estaba dispuesto a dejar pasar por alto decisiones que se tomaban sin su concurso, y quiso saber por qué la Entrada se limitaría a ellos dos.

– No es que yo tuviera otra idea -se excusó-, pero si os mostráis tan firme me imagino que debe haber alguna razón.

– La hay -dijo Arktofilax-. La Entrada a Bracaberbría la formábamos unos cuantos, y fue un desastre; en realidad -sonrió-, se puede decir que fui el único superviviente, y ya entonces decidí que en la Falera solo seríamos dos.

Ígur se moría de ganas de saber qué había pasado en el interior del Laberinto de los Pantanos, para resolver tan decisivamente a Hydene a no querer ser más de dos en la siguiente ocasión, y, por tanto, qué esperaba, o temía, que pasase, pero no se atrevió a preguntar. El Magisterpraedi le hizo saber que tenía que resolver unas diligencias que lo mantendrían ocupado hasta media tarde, y le pidió que encargase todo lo necesario para la Entrada, desde ropa y víveres hasta instrumentos de todo tipo, la naturaleza de alguno de los cuales sorprendió a Ígur: armas, linternas, detectores de todo tipo de ondas, cuantificadores de bolsillo, cuerdas y piolets.

A la hora convenida, Ígur y Arktofilax se encontraron en sus habitaciones, y el Magisterpraedi propuso un repaso a fondo de los elementos descifrados de que disponían. Con la ayuda de dibujos y esquemas Ígur le repitió lo que ya le había contado por encima en Lauriayan. También le mostró el disco de aleación que Debrel le había dado, que se suponía que abriría la Puerta, o serviría para que ambos fueran borrados de la faz de la tierra por el rayo de los dioses; pero Arktofilax sorprendió a Ígur mostrando una ilimitada confianza en las hipótesis y las conclusiones de Debrel, y sin que ninguna parte del proceso deductivo fuera puesta en duda, se pusieron a discutir acerca del reducto intelectual que la utilización de estrellas en la clave comportaba visitar, y la mezcla de leyes que exigía la deducción de un mecanismo simbólico. Ígur recordó las palabras de Guipria sobre Vega y la Polar, y por vez primera Arktofilax parecía motivado por la conversación.

– Recuerdo una discusión que tuvimos sobre eso, ya antes de Bracaberbría (porque allí Vega era una de las claves en juego, como también Phakt, Cor Caroli y Alpharad, la solitaria de Hydra); el conjunto más bonito de interpretaciones dinámicas no es el que considera a Vega y Altair como dos águilas, dentro del cual hay muchas versiones, desde la búsqueda del centro del mundo que tiene a Delfos tanto por origen como por resultado, hasta una que sitúa un aguilucho en el nido representado por la Corona Boreal, sino el que las considera amantes, separadas por la Vía Láctea igual que Suhel y las dos Sirras, como tú has señalado; en la antigua leyenda oriental son la Tejedora, hija menor del Soberano del Cielo, y El Boyero habitante de la tierra que la consigue como esposa con una estratagema, hasta que la madre de la Tejedora la hace volver al Cielo, y cuando El Boyero, que no tiene ninguna relación con el Bootes, la constelación de Arcturus, quiere perseguirla, la Gran Suegra interpone la Vía Láctea como último obstáculo, aunque después, conmovida por las súplicas y la tristeza de su hija, consiente que los enamorados se vean una vez al año, o dos, si consideramos los dos crepúsculos helíacos del conjunto. Más bella es aún la lectura uraniana de la historia de Hero y Leandro, que es básicamente la misma, pero a una escala más lúdica y, si se puede decir así, más sensorialista; es curioso que, si bien la interpretación clásica, por otra parte totalmente correcta, asocia el apagamiento del fuego de Hero a la desaparición invernal del triángulo del verano, hay quien interpreta la desaparición de los cielos sobre el aire sucio, no tan sólo por la suciedad de los humos, sino por la nefasta profusión lumínica de las noches de las ciudades; lo cierto es que ya tan sólo desde el Gran Arturo se puede ver un cielo medianamente presentable. Atención también al hecho de que la mayoría de lecturas asocian la separación de los amantes y la naturaleza de la Vía Láctea al agua.

– Y también que Vega, la más brillante de la pareja y la más alta sobre el horizonte, es siempre la mujer.

– Sí, pero eso está más ligado al dinamismo; no olvides que la feminidad es siempre más lenta en la Gran Obra, y aquí rige la distancia polar. Las estrellas más veloces, hablando siempre en términos de movimiento aparente, es decir, iconológicos, son las zodiacales, y las tradiciones astreas las ven como carros solares.

A Ígur le resultaba gracioso cómo Arktofilax había eludido admitir la atribución más brillante de la feminidad, y le pareció entrever en él una misoginia soterrada; aprovechando la última observación, recordó la observación de Guipria sobre la referencia polar del Uno, y sobre la identificación en la persona de Arktofilax.

– Debrel -desfiguró deliberadamente- remarcó la naturaleza dionisíaca de Arcturus, por encima incluso de la de Vindemiatrix, como vigilante crónico del ancla con centro en la cual gira el mundo.

– ¿Debrel dijo eso? -dijo Arktofilax y sobresaltó a Ígur con una mirada inquisitiva difícilmente esquivable; el pensamiento del joven Caballero dio vueltas velozmente. ¿Tanto se conocen Debrel y Hydene como para que el uno prevea de esa manera las opiniones del otro? ¿O es que algo en la entonación de la frase le había traicionado? No, más bien Debrel y Arktofilax han hablado con posterioridad a la conversación… Pero entonces, ¿es que la han comentado palabra por palabra? Y, aún peor, si estaban en contacto, ¿por qué le habían obligado a una búsqueda tan problemática de Arktofilax? De repente se le cuestionó completamente la imagen de Debrel-. ¿Quieres decir -miró los poemas proféticos- que el destino como guardián del centro, por tanto de la quietud, es el que lleva a ser vencido por Canopus, el piloto de la movilidad, que cabalga el leopardo? Porque el leopardo no lo pueden cabalgar los dos a la vez.

Ígur se decidió a hablar abiertamente.

– ¿Crees que Arcturus eres tú?

El Magisterpraedi se quedó pensativo mirando los papeles tanto rato que Ígur pensó que la cabeza se le había ido a otra cosa.

– ¿Crees que el jinete del leopardo eres tú?

La transposición de arquetipos en nombres propios nunca había sido la debilidad de Ígur y, en cualquier caso, y dado que Arktofilax no parecía proclive a hablar de Bracaberbría, sin entrar en el Laberinto cualquier cosa que se dijera serviría más para la satisfacción del intelecto que para la tranquilidad del expedicionario, y ambos socios, decididos a no alimentar las propias inquietudes a base de compartirlas, derivaron a problemas prácticos, centrados en la coordinación de gestiones con el gabinete del Príncipe; los permisos de Entrada estaban sujetos a un protocolo riguroso, y cualquier traspié podía herir susceptibilidades, no tan sólo entre ellos y el Epónimo, sino incluso entre ellos mismos. El compromiso de Entrada exigía la firma de todos aquellos que habían intervenido en gestiones directas, en especial en presencia física, ya que en el reparto posterior de los beneficios de los derechos del Laberinto, en caso de que la Entrada fuera coronada por el éxito, cada cual recibiera su parte. El problema era que Silamo, como enviado de la parte técnica, tenía derecho al reparto, pero sus credenciales habían quedado en poder de Ígur, que, en caso de que no apareciera, sería el beneficiario. Ígur consideró una complicación innecesaria tener que buscar a Silamo de un día para otro para hacerle firmar los contratos, y decidió que ya lo buscaría después del Laberinto para darle su parte. En un rincón de su pensamiento, no tan recóndito como hubiera querido, le rondaba la idea de que si después Silamo no aparecía, mejor para él, que percibiría más emolumentos. Arktofilax parecía más preocupado por otras cosas, y no insistió en dilucidar a quién más, desaparecido Debrel, se debía convocar para el acto protocolario del día siguiente.

Hacia la noche, Ígur estaba ansioso por ver a Sadó y temblaba por ver a Fei, y en pleno agridulce de pulsaciones decidió que ya no podía alargar más el momento de hacerles una visita.

– Con vuestro permiso, ahora me debo a mis amistades -dijo una vez recogidos los papeles; Arktofilax lo miraba con curiosidad, y se sintió obligado a explicárselo-. Se trata de la cuñada de Debrel, a la que he conseguido alojamiento en el Palacio Conti.

– ¿El Palacio Conti?

– Sí, es un Palacio privado de expansión. Si queréis venir… -añadió por puro compromiso, pero el Magisterpraedi le sorprendió.

– Me parece que sí, me gustaría -sonrió-, es decir, si no te importa.

– Al contrario -dijo Ígur con sinceridad, pensando que sería bastante curioso ver en casa de Isabel a un hombre de maneras tan ascéticas que ya en el Palacio Gudemann parecía fuera de lugar.

En pocos días, las nieves se habían fundido en Gorhgró, y los alrededores abruptos del Palacio Conti ya no se presentaban, como poco antes, entre nieblas y hielos, sino con una nueva exuberancia de aguas exaltadas; el paso del Puente de los Cocineros le pareció a Ígur más corto que nunca, a pesar de que Arktofilax lo impacientaba entreteniéndose a cada paso a contemplar las vistas. Abrió la puerta de servicio, y una camarera nueva, que no desmerecía de las demás, salió a recibirlos; Ígur no necesitó presentarse.

– ¿Queréis pasar directamente al salón? ¿O preferís encontraros con Madame o con alguien en privado?

Antes de decidirse, encontraron a Fei en un saloncito de paso.

– Por fin ha vuelto nuestro campeón -sonrió sin sombra de reticencia; Ígur no sabía en qué forma la llegada de Sadó habría trastocado las cosas con Fei, y todas las posibilidades lo inquietaban-. Qué bien estás -continuó ella; Ígur se la presentó a Arktofílax, y contempló con detenimiento su estudiado vestido negro; sin duda, aquel día había una fiesta.

– ¿Cómo se ha portado el mundo por estas latitudes? -le preguntó, con mucha más frialdad de la que sentía.

– Mein Schatz! Was frag ich nach der Welt! -dijo ella, con una carcajada que fue correspondida por Arktofilax mucho antes que por Ígur-. Si me permitís, os acompaño.

Fueron los tres hasta la gran sala, y justo en la puerta les salió al paso Sadó. A Ígur la situación le resultó especialmente incómoda, porque no quería exhibir debilidades ante el Vencedor del Laberinto, y en presencia de las dos no sabía por dónde tensar o aflojar para no perder nada. Presentó de nuevo, y sintió a flor de piel el vértigo del enfrentamiento. La dama de negro y la dama de rojo sonrieron con todas sus armas e Ígur recordó cómo al principio de conocerla Fei le había parecido demasiado violentamente sexuada, con una evidencia de reclamos tan rotunda que bordeaba la ordinariez, y cómo en su trato había él refinado la imagen hasta volverla exquisita; y Sadó, en cierta manera al contrario, en principio la había encontrado falta de fuerza y de volumen, demasiado discreta y delicada, y ahora, también a causa del trato, y quizá por la separación, tomaba para él una brutalidad de atributos atractiva con una inmediatez mucho más penetrante y descarada. Fueron los cuatro hacia el centro del salón lleno de bote en bote, con fragmentaciones momentáneas cuando tenían que pasar de uno en uno o de dos en dos entre mesas demasiado juntas, y retomando después la intrascendencia de la conversación interrumpida. Al verlos, Isabel Conti dejó a sus interlocutores y fue a su encuentro. Fei y Sadó se quedaron en segundo término.

– Madame Conti, os presento al Magisterpraedi Hydene -dijo Ígur, con curiosidad; ninguno de los dos movió ni un dedo, y tuvieron que pasar los segundos para que Ígur se diera cuenta de que no se decían ni una palabra y, sin que nada pasara, o precisamente por eso, la escena se transformó de repente; Arktofilax parecía contener un ensueño ignoto, y ella, con una media sonrisa, tenía los ojos tan brillantes que cuando tomó aire para hablar se le empañaron.

– ¡Cuántos años, Señor Magisterpraedi!

Ella se abandonó finalmente a la sonrisa.

– ¡Evaporados en un tris en el Palacio Conti!

– Era el Palacio Králakai cuando tú y yo…

– Ya entonces eras la reina, aunque la piedra no llevara tu nombre.

– Era demasiado joven…

– Tú eras demasiado joven y yo tenía demasiada prisa.

Magníficamente indiferentes al hecho de ser el centro de las miradas, se cogieron las manos y se retiraron a una mesa reservada. Ígur interrogó a Fei con la mirada.

– ¿No lo sabías? -Soltó una carcajada-. Arktofilax fue el gran amor de juventud de Isabel.

Sadó no se esforzaba en fingir distracción. Se espejearon recíprocamente las expectativas de los tres.

– Y bien, ¿que ha pasado en la piedra estos días que he estado fuera?

Sadó se echó a reír.

– ¡Aquí han pasado muchas cosas! -Y miró a Fei.

De repente Ankmar, Polcarm, Luiri, Reibes y Lauriayan desaparecían, horrores, peligros y excesos vividos se convertían para Ígur en miniaturas incluibles en un solo desprecio ante tan sólo la posibilidad de un arañazo a las fibras sensibles de sus amores, y más aún de la una contra la otra. Miró a las dos, que reían igual y el efecto le resultaba tan diferente, y la diferencia a la vez tan excitante y dolorosa.

– Perdonadme -dijo Fei, y los dejó.

Mientras Ígur pensaba si se había ido porque la requería otra compañía o porque ésa se le antojaba extraña, Sadó lo miró inquisitiva y risueña; Ígur presintió revelaciones agridulces, sin manera de evitarlas.

Nada tenía importancia salvo lo que pasaba en aquella sala.

– ¿Has pensado en mí? -dijo ella.

Ígur se veía en la cima estrecha de una peña azotada por un tifón. ¿Qué va a pasar?, pensaba; va a pasar de todo, es la quietud luminosa que precede a las grandes resoluciones.

– Sentémonos aquí -propuso.

Camino del tresillo los abordó un hombre de unos treinta años.

– Caballero Neblí, hace tiempo que os busco porque creo que hay unas cuantas cosas que debéis saber. -Y puesto que Ígur no lo reconocía, cambió de tono-. ¿No os acordáis? Soy Cuimógino, nos encontramos por primera vez en circunstancias poco agradables.

– Claro que sí -dijo Ígur-; lamento mucho no haber podido hacer más por vuestro hermano.

– Por mi hermano ya no se puede hacer nada; dije que os compensaría como pudiera: tengo una información que os puede resultar muy útil.

– Muy bien, pero ahora no podemos hablar. ¿Os importa que nos veamos otro día? Si me queréis decir dónde puedo localizaros…

– Cuando queráis, pero no os conviene tardar mucho; me podéis encontrar en la Hegemonía, en el Departamento de Coordinación Interior de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes.

Ígur quedó desconcertado.

– ¿Trabajáis para Marterni?

– Es el Secretario. ¿Lo conocéis? -preguntó Cuimógino sin sorpresa; Sadó se acercó a Ígur y discretamente le pasó la mano por la cintura.

– Sí. Es decir -intentó ajustarse a la prudencia-, no mucho. -Tuvo un momento de inspiración-. ¿Trabaja en vuestro Departamento un tal Silamo Admui?

Cuimógino sonrió.

– En mi Departamento no, en la Secretaría de Relaciones con los Príncipes. Es uno de vuestros colaboradores en las investigaciones del Laberinto, ¿no?

Los dedos de Sadó tecleaban por el espinazo de Ígur, y de repente se le despertó el interés por charlar con aquel hombre.

– Ahora excusadme, tengo que dejaros. Me pondré en contacto con vos.

Ígur y Sadó se sentaron no demasiado lejos de donde imaginaban a Madame Conti y al Magisterpraedi en las alturas estáticas de la evocación. Ígur no se atrevía a hacer preguntas concretas, y de vez en cuando le asaltaban dudas de fondo. ¿Por qué Isabel no le había hablado nunca de Arktofilax? La verdad es que tampoco tenía por qué haberlo hecho. ¿Dónde habían ido Debrel y Guipria? ¿Qué hacía Marterni en el Palacio Gudemann, en compañía de Hydene? ¿Era casual que Debrel hubiera empleado a Silamo con el Secretario de Relaciones con los Príncipes? Si pudiera saber cuántos días hacía que Marterni estaba con Gudemann, o cuándo convino la visita, las relaciones de causa y efecto cobrarían un poco de luz.

– ¿Estás triste? -preguntó Sadó.

Los ojos le brillaban con la picardía alimento de las suposiciones que laceraban a Ígur, disparado cada vez con más fuerza a la sensación brutal de sentirse muy alto, pero en falso. Cuimógino se alejó, Fei entraba y salía con uno y con otro, y Madame Conti y Arktofilax continuaban fuera del tiempo.

– ¿Has sabido algo de Kim y Guipria? -preguntó Ígur.

– No. ¿Y tú?

Como la claridad blanquecina que en la culminación del temporal toca de repente el centro del encapotamiento más tenebroso, llevada por el cruce de los más inciertos propósitos, Fei se acercó a la mesa de al lado. Los tres interlocutores, de edades comprendidas entre veinticinco y cuarenta años, la trataban con la distancia y la fachenda del que no quiere mostrar sentimientos en lugar público, y a la vez con la cortesía tendente a la brutalidad en la que se sobreentienden intimidades pasadas; ella navegaba triunfal las aguas que Ígur no podía evitar que tan secretamente lo atormentaran, sonreía aquí y allá con una mesuradísima mezcla de inteligencia serena y sensualidad desenvuelta, con tal dominio de sus gestos que no hubiera tenido que modificarlos ni para el esplendor de un trono ni para la presidencia de una orgía.

– ¿Estás bien aquí? -preguntó Ígur a Sadó.

– Sí, muy bien.

Ígur creía que ella era aún demasiado niña para apreciar el mundo; quizá sí fuera inconsciencia encontrar divertido el instante, pero ¿cuál era la verdadera dimensión de las cosas? Sadó estaba a su lado, más bella que nunca, y a cada momento los ojos se le iban hacia los demás, y Fei, que estaba en medio de una conversación a tres bandas, no le quitaba ojo de encima. Sadó le cogió la mano, e Ígur se dio cuenta de que el Palacio Conti había dejado de ser su refugio delicioso, el único reducto de paz y silencio de las amenazas; cuando Isabel y Arktofilax se levantaron, Ígur aprovechó para despedirse de Sadó y tocarle el codo a Hydene.

– Magister, yo me voy.

– ¿Cómo que te vas? -saltó Madame Conti, y se volvió hacia Arktofilax-. ¿Tú crees que es momento de que se vaya? De ninguna manera, joven campeón, no vale abandonar los fuegos que has encendido.

– Esta noche tengo que estar solo -insistió Ígur sin moverse, retenido más por el silencio del Magisterpraedi que por la intervención de ella.

– Al menos, si tienes que irte -miró en derredor-, ¿dónde está Sadó? -Sadó se había desplazado y charlaba muy animada con una pareja-; ¿de verdad tienes que marcharte? ¿Sí? ¿Y si…? En fin, es una lástima. ¿Y Fei? -Fei había desaparecido-. Daremos una fiesta uno de estos días, para los héroes del Laberinto -miró a Arktofilax embelesada-, y allí no se admitirán deserciones.

– No desertaré -dijo Ígur, y el Magisterprasdi y él se lanzaron una mirada divertida.

En su casa, en el portal estaba el augusto de siempre, tosiendo como un perro y más abrigado que nunca. Sus miradas se encontraron, Ígur sintió una conmoción. ¿Dónde estaba su compañero? Al día siguiente le esperaba una difícil gestión y le convenía estar despejado.

Al día siguiente a primera hora Ígur y Arktofilax se encontraron en la Recepción del Palacio Bruijma, un magnífico edificio al poniente de la Falera, totalmente autónomo de las dependencias que ocupaban Francis y los demás responsables políticos, un poco recargado de dorados y colores claros primarios para el gusto de Ígur -quizá, pensó, me he acostumbrado tanto a las negruras astreas, que me cuesta digerir las pastelitos irgúlidas-, pero perfectamente austero y sereno en la decoración y uso de los materiales. Allí, entre un pequeño ejército de Guardias, el Camarlengo de Recepción los hizo pasar a una sala y les hizo dejar las armas, después los guió por cámaras especiales de registro, con seis tipos diferentes de radiación, y finalmente los invitó a sentarse en un locutorio.

– Empezaremos por el Magisterpraedi Hydene -dijo, completamente neutro en su actitud-. Por favor, vuestro sello.

Arktofilax lo introdujo en el Cuantificador, y la pantalla se llenó de datos.

– Preparado -dijo, y tecleó su código.

– Sentimientos suicidas -leyó el Camarlengo de Recepción-; contrastar -ordenó por micro-; concretar y ampliar -en silencio, las luces teñían las caras de intermitencias de colores-; indiferencia al paso del tiempo; principal objeto de escepticismo: la felicidad; intolerancia reducida por la pasividad; suicida por inhibición de pasiones no especulativas. Peligro principal: relativismo del instinto de conservación. Pretendida noticia y aceptación de su próximo final. Postración patológica sobre diversas cuestiones, algunas en fase avanzada. Voluntad exacerbada por la pretensión a ultranza de ser racional -Arktofilax escuchaba impasible, sin la menor señal de tensión o sorpresa, ni de aceptación o rechazo-; olvido de la infancia; odio al convencionalismo de los buenos sentimientos. Odio a los Príncipes. Desprecio a la muerte. Odio al amor.

La pantalla aceleró el paso de datos, y el Camarlengo de Recepción asintió.

– ¿Hemos terminado?

– Con vos hemos terminado -dijo el funcionario-, ahora el Caballero Neblí. Si tenéis la bondad… -Repitieron la operación con el otro sello-. Empecemos. -Se hizo el silencio-. Fuerza, equilibrio y coordinación motriz insuperables; así como elasticidad, velocidad, reflejos y capacidad de resistencia y recuperación. Pánicos diversos: a envejecer, sobre todo. Dudas en proceso de cicatrización; principalmente sobre la entidad individual. En general, y en primer lugar la propia. Tendencia al solipsismo, más en forma de asalto empalico compulsivo que como radiación de fondo. Un momento -se acercó a la pantalla-. Residuos de la Séptima Demeterina. -Se volvió-. Lo siento mucho, el Caballero Neblí no puede entrar.

– Tiene que entrar -dijo Arktofilax con correctísima firmeza.

– Lo siento, es el protocolo de Su Excelencia -dijo el otro en el mismo tono.

El Magisterpraedi le sorprendió levantando la voz con una ferocidad que incluso sobresaltó a Ígur.

– El protocolo de Su Excelencia no me interesa. Si no tenéis autoridad para resolver una contingencia de excepción, llamad ahora mismo a alguien que la tenga.

El Camarlengo de Recepción reapareció diez minutos más tarde con el Clavario de Circulación Interior del Palacio, y la discusión se reprodujo con parecidos argumentos.

– Lo único que puedo hacer -dijo el segundo funcionario, intimidado por la contundencia del Magisterpraedi- es transferir la decisión al convocante de la recepción, el Secretario de Relaciones Exteriores.

– Tecleó el Cuantificador.

Transcurrió un largo cuarto de hora en tensión y silencio, entre inmovilidades calculadas y procurando no cruzarse las miradas, hasta que compareció Francis vestido de gala.

– ¿Cuál es el problema? -preguntó con mal humor autoritario.

– El Caballero presenta residuos de la Séptima Demeterina -dijo el Clavario tan mansamente como si la culpa fuera suya.

A Ígur se le encendió la sangre imaginando cómo reaccionaría si el Secretario lo increpaba a saber bajo qué concepto, pero Francis ni lo miró.

– Uno coma sesenta y uno ochenta del tres por cuatro -le dijo al micro del Cuantificador, apretando fijamente tres teclas; la pantalla se mantenía negra-, superación del comitente. Afrodita más novecientos cincuenta y dos, partido por cien -esperó la señal-, confirmación en decimotercera. -Ígur miró a Arktofilax, que mantenía una expresión altiva-. Confirmar. Entrar. Expedir y archivar.

El Cuantificador expulsó lentamente el sello de Ígur, que cuando lo vio aparecer le pareció de regreso del más allá.

– Ya está -dijo el Camarlengo, aliviado-; podemos continuar la lectura del espectro.

Francis se dirigió a Arktofilax como si no hubiera nadie más presente.

– Magisterpraedi, excusad esta pequeña complicación técnica. Cada día aparecen incompatibilidades imprevistas entre las condiciones.

– Dicen que la eficacia de un mecanismo se mide por el volumen de dificultades que genera -dijo Arktofilax, imperturbable; quedaba claro que de la lectura del espectro de Ígur ya no se iba a hablar más.

– ¿Os han explicado el protocolo? -dijo Francis, y rápidamente precisó-: No lo digo por vos, ya sé que tenéis el hábito del trato, me refería al Caballero.

– ¿El Príncipe está dispuesto a recibirnos? -dijo el Magisterpraedi, con las cejas levantadas y mirando hacia adelante.

El Secretario se volvió hacia Ígur.

– Nunca os dirigiréis al Príncipe sin que él os haya preguntado previamente. No os acercaréis a su persona a menos de tres metros, ni os alejaréis más de ocho; en realidad, es preferible que no os mováis ni un palmo del lugar que os será asignado. Nunca le daréis la espalda ni le perderéis la cara en un ángulo superior a los treinta grados de la perpendicular de vuestras miradas, sesenta de margen, por lo tanto, en total. Nunca le miraréis directamente a la cara, sino que, con vuestra cabeza en inclinación directa natural, dirigiréis los ojos al punto del suelo situado un metro delante de los pies del Príncipe. No responderéis con monosílabos, pero tampoco daréis respuestas exageradamente largas ni arbitrariamente convencionales o pomposas. Trataréis al Príncipe de «Vuestra Excelencia», y cuando os refiráis a vos mismo no diréis «Yo», sino «Éste vuestro humilde servidor». Haréis tres inclinaciones al entrar, tres al salir y una cada vez que habléis. No os dirigiréis a nadie más de los presentes bajo ningún concepto, ni en voz alta, ni mucho menos en voz baja, si no es que lo comporta la mecánica de la conversación directamente impelida por Su Excelencia.

Ígur se volvió a Arktofilax, y el Magisterpraedi, sin devolverle la mirada, esbozó una sonrisa irónica; Ígur sintió que Francis lo utilizaba de cabeza de turco porque no podía plantarle cara a Arktofilax, pero también se extrañó de que no hubiera indicaciones sobre el guión de la conversación; porque en una audiencia, la única manera posible de que un Príncipe pueda dialogar con ciudadanos no afectados de nobleza es que a unos y a otros les sean transferidos roles de personajes diferentes, para que a través de ellos hablen los individuos reales. Y aun tal observancia resulta insuficiente en algunos casos especialmente delicados, y hay que buscar posiciones metapersonales de excepción, que no traduzcan la situación ficticia y, al resolverla, la vuelvan inútil (el problema se produce entonces para los oficiales de protocolo de una y otra parte, que tienen que dedicar horas, y a menudo días, y hasta semanas, a descifrar la conversación, y es habitual que se necesiten nuevas reuniones subsidiarias para establecer el resultado, sobre el que se abate irresolublemente el peso de las interpretaciones). No era el caso, y seguidos por centenares de cámaras y sensores, Ígur y Arktofilax transitaron salones y galerías de tal altura que se podían construir edificios de pisos en ellos, y finalmente atravesaron una nueva habitación de protección con pantallas de registro, custodiada por un grupo selecto de especialistas que los hicieron pasar de nuevo por todas las incomodidades.

– ¿Era necesario todo eso? -dijo el Caballero al Magisterprasdi en un momento aparte-. Me refiero a tener que bailarle el agua al Príncipe.

– Por no querer bailarle el agua a nadie me he pasado veinte años sin ver a más de veinte personas, exactamente una por año, eres tú el que me fue a buscar -dijo Arktofilax con suavidad.

Los hicieron pasar al salón contiguo, una impresionante pieza porticada con una cúpula de tres lóbulos con sus correspondientes lucernarios, y el Jefe de Protocolo indicó la posición de cada uno: en fila ligeramente curvada Francis, Arktofilax y después Ígur. Cerraron todas las puertas y rogaron silencio. Solución de compromiso, pensó Ígur, leyes irgúlidas y pelaje astreo: el mármol oscuro, los terciopelos negros y lilas y las cenefas doradas conferían al ambiente una lóbrega suntuosidad, oscurecimiento y palidez a la vez. Se abrió otra puerta y entraron dos ujieres de gran estatura, que se quedaron uno a cada lado del linde; un tercero, de más edad y quizá aún más alto que los demás, entró con la cabeza exageradamente erguida y anunció:

– ¡Su Excelencia Imperial el Príncipe Bruijma!

Entre las inclinaciones de rigor, más acentuadas en unos que en otros, entró el personaje, alto y corpulento, talmente una fiera, con pinta de oso, mezcla de toro y tigre, con colores de lobo, inyecto y brillante de labios y ojos, despechugado, piloso, exuberante en humores, sanguinario, enciudo, dientes y mandíbulas, barba corta y entrecana, caliente y carnicero, fornido y poderoso. A Ígur, a quien le costaba ver en todo aquello el inicio de un Juego con posible resultado de muerte, miró a Arktofilax de reojo, y, tal como imaginaba, el Magisterpraedi miraba a Bruijma a la cara. Ígur había supuesto que un Príncipe considerado joven sería un joven, pero se encontró con un hombre de más de cincuenta años.

El Príncipe se situó ante los visitantes, y el Jefe de Protocolo los presentó, incluido a Francis, lo que a Ígur le pareció una payasada, porque era de suponer que Francis despachaba regularmente con él. Bruijma se dirigió a Arktofilax, con una voz de trueno cascada de acuerdo con la prestancia de bestialidad del conjunto.

– Volveros a ver nos agrada, Magisterpraedi, nos satisface que forméis parte de nuestra Entrada.

– Siempre a vuestro servicio. Excelencia -dijo Arktofilax sin ninguna afectación.

A Ígur se le ocurrió que quizá se consideraba que Bruijma, Hydene y Neblí eran los personajes de ficción a través de los cuales hablaban el Príncipe, el Magisterpraedi y el Caballero. Quizá el objeto de la transposición era absorber cualquier apreciación, por más velada que fuera, que pudiera aparecer sobre las prerrogativas que la población supone en un Príncipe: aprovecharse de todo sin pagar, etcétera.

– ¿Lo conseguiréis? -preguntó Bruijma.

– Así lo espero. Excelencia.

– Tenemos el mayor interés en que lo logréis, y confiamos plenamente en vos. -Ígur pensó en Debrel, no tan sólo porque le parecía justo hacer mención, sino sobre todo por la posibilidad de interceder por él; pero quién sabe los turbios designios que lo habían condenado, y además ¡qué podía hacer un oscuro Caballero al que un noble no tenía que recatarse en atribuir, si le venía en gana, el negro cometido de la exaltación de los instintos primarios de la ciudadanía, como tantas veces así había sido! Bruijma se dirigió a él-: ¿Y vos, joven Caballero, tenéis buen espíritu? ¿Creéis que lo conseguiréis?

Ígur no pudo contenerse de mirarle los ojos, que tenía grises y envenenados de un aire hipnotizador, e intentó tranquilizarse: la situación tenía cualquier significado, o no tenía ninguno.

– No tengo la menor duda. Excelencia -dijo.

Apreció cómo, sin duda, Ígur Neblí era el rol de Ígur, personaje ficticio de un joven de Cruiaña; ciertamente, el director de escena lo tenía todo previsto, no era necesario inventar ninguna realidad, porque la conversación era la invención que ocultaba al verdadero sujeto, quién sabe en qué medida distante la letra de las palabras, quién sabe si un mundo que él nunca habría ni sospechado, o bien tan sólo una sutileza, una coma; de repente se dio cuenta de que los demás lo miraban con preocupación perentoria. ¿En dónde había fallado? ¿Qué iba mal? Se fijó en lo que había dicho Bruijma. ¿Cuántas palabras había pronunciado? ¿Cuál era la sexta letra de la sexta palabra? Algo se le escapaba, y no sabía ni dónde buscar.

– Eso nos complace -dijo el Príncipe, sin ninguna inflexión de voz significativa-. Esperaremos con impaciencia vuestra salida del Laberinto. -Ígur pensó que quizá el Príncipe era un idiota, y lo que decía no contenía ninguna información de utilidad, o era un actor, y entonces las palabras que había que analizar eran las del Secretario, antes en la audiencia, que él había escuchado mirando a las musarañas-. En vosotros confío, no falléis.

Dio media vuelta y se fue.

– Su Excelencia -anunció el Jefe de Protocolo una vez que Bruijma hubo salido con los tres ujieres- os invita a una copa para conmemorar la visita.

– Aceptamos con mucho gusto -dijo Arktofilax adelantándose a la previsible tentación de Ígur de cuestionar la rectitud de un convite que el anfitrión no comparte.

– Antes, si no tenéis inconveniente -dijo Pauli Francis-, firmaremos los Protocolos de Entrada.

Los hizo pasar a un amplio despacho donde esperaban de pie tres funcionarios que fueron presentados como el Secretario Administrativo de la Agonía del Laberinto y sus ayudantes. Se sentaron todos a la mesa central, Francis con un asistente, Ígur y Arktofilax a un lado, y los representantes del Laberinto en el otro, y se intercambiaron diversos documentos que, a medida que leían, se devolvían firmados; hubo diversas interpelaciones y aclaraciones por los dos bandos, pero las discrepancias fueron insignificantes y rápidamente solventadas, hasta que se llegó a las cédulas de participación.

– En nuestros informes consta el geómetra Debrel -dijo el Secretario de la Agonía- como Asesor Técnico, y su ayudante Silamo Aumdi, aunque éste se introdujo en el Atrio con un subterfugio ilegal. -Francis se altivo para iniciar una protesta, pero el otro lo detuvo con un gesto cortés-. No importa, lo habríamos autorizado igualmente -sonrió-, y puesto que ya sé que no es ésa la cuestión, no es necesario que hablemos más; en cualquier caso, necesitamos las firmas de ambos en los documentos de los derechos.

– La del geómetra Debrel no es posible -dijo Ígur con vacilación-, se ha visto obligado a ausentarse, y desde hace tres semanas se encuentra ilocalizable.

Hubo una tensión incómoda; nadie parecía dispuesto a exacerbar los ánimos, pero el Secretario de la Agonía, aunque tuviera que excusarse hasta donde hiciera falta, parecía resignado a ser inflexible.

– El caso de Debrel lo teníamos previsto -dijo Francis (¿ah sí?, pensó Ígur, eso sí que es interesante)-, y hemos preparado un documento de cesión provisional de depósitos, naturalmente con sanción acumulativa de intereses; si os parece correcto… -Alargó un pliego al Secretario de la Agonía.

– Muy bien -dijo el otro después de una ojeada-, por este lado no hay problema. Pero en el caso de Silamo Aumdi -consultó otra hoja-, nos consta que trabaja en un Subdepartamento de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía, por lo tanto es perfectamente asequible. ¿Puedo saber por qué no está aquí?

Francis dirigió una mirada furiosa a Ígur, quien se vio perdido.

– Tal vez el Caballero ignoraba los requisitos legales de la Entrada… -apuntó uno de los ayudantes del Secretario de la Agonía.

– Tal negligencia es inconcebible -protestó el Secretario-. No quiero ni pensar que exista una deliberada distracción de beneficiarios -Francis se revolvía en la silla-, porque en ese caso…

– Supongo que sois consciente de la gravedad de la insinuación -interrumpió Arktofilax-. Acabáis de endilgar la más mezquina de las acciones a un Caballero de la Capilla del Emperador, y si no tenéis pruebas -hizo una pausa para dar tiempo al otro a abrir los brazos con incertidumbre-, exijo una inmediata rectificación -el Secretario asintió-, y que encontréis remedio al callejón sin salida a que vuestra miopía ante el sentido de los contratos nos ha llevado.

– Quizá el ilustre Secretario del Príncipe Epónimo podría extender un documento parecido al que afecta al geómetra Debrel -dijo el ayudante del Secretario de la Agonía-, porque si la Entrada es el día veintiuno, el calendario del Laberinto no permite volvernos a reunir para firmar con el señor Aumdi.

– No veo inconveniente -dijo Francis, aliviado pero aún contrariado, y se volvió a su asistente-: Haced el favor de redactarlo con las condiciones que os indicará el señor Secretario.

Ígur se maldecía por una torpeza tan estúpida, y miró a Arktofilax con respeto, sin saber si admirar la energía y la contundencia o conmoverse por la nobleza y la confianza, que atribuía a la ingenuidad acumulada en forma de olvido tras tantos años alejado de la gente y, sobre todo, de la Administración, donde, de todas formas, aunque fuera, como los cretinos y los poderosos, a hachazo limpio, salía espléndidamente bien librado. Mientras tanto, el funcionario preparó el documento, y el Secretario de la Agonía exigió el aval de Francis y Arktofilax y que venciera a los quince días como cédula provisional, al término de los cuales Francis y Silamo Aumdi transferirían los poderes a la definitiva.

Un cuarto de hora después, disipadas susceptibilidades por lo menos aparentemente, se reencontraron los signatarios con el Jefe de Protocolo y el Jefe de Recepción en el vernissage anunciado. Ígur podía respirar la rareza del esfuerzo por ser amables de personas enfrentadas a la más absoluta desmotivación afectiva, por lo que intentó acelerar la partida, pero Arktofilax se lo tomaba con la mayor calma, y Francis parecía que se complaciera en prolongar la exhibición de su Caballero transgresor y excusado, sin que Ígur supiera si pretendía acabar de humillarlo o hacer ostentación de poder delante de los funcionarios del Laberinto.

Finalmente, ya al mediodía, y con una informalidad nada alejada de los rigores protocolarios, se despidieron, y Arktofilax e Ígur se fueron a comer.

Hacia los postres, Ígur estaba conmovido por el desprendimiento que Arktofilax mostraba respecto a ciertas cosas de la vida, que a él le parecía más propio de un adolescente que de un hombre más que maduro, y empezó a preocuparle si su compañero de Entrada al Laberinto se encontraría en posesión de toda su experiencia y en condiciones de afrontar imprevistos; y, sin embargo, cuando convenía sabía manifestar un carácter extraordinariamente eficaz y expeditivo. Resolvió salir de dudas, en parte también, aunque le hubiera costado reconocerlo, empujado por un sentimiento de afecto que, de tan rápido como había nacido, cada vez que lo descubría le sorprendía.

– Debo confesaros una cosa -dijo, armándose de valor-: yo sabía que necesitábamos la firma de Silamo en las cédulas de los derechos, y lo pasé deliberadamente por alto pensando que, como la entrada al Atrio no fue oficial, no aparecería consignada.

Al principio de la explicación, Arktofilax ya lo miraba con ironía.

– Puedes estar tranquilo, no me chupo el dedo; antes de que aquella banda de buitres abriese la boca, ya sabía por dónde iban a salir. Pero tampoco te engañes tú, comprende que era la única manera de mantener una postura de fuerza para no caer en sus manos. -Soltó un suspiro humorístico-. ¡Es duro tener que tratar con pigmeos habiendo conocido los tiempos de los gigantes!

Ígur se sintió en ridículo.

– ¿No ha sido contraproducente reprocharles un exceso de fijación ante la letra de los contratos?

– Al contrario, les ha permitido autoafirmarse y creer que nos perdonan la vida. Esta noche dormirán tan felices como nosotros; no hay nada peor que un asno que cree que tiene ideas propias.

Ígur evocó la respuesta del Secretario del Laberinto ante la actitud de Arktofilax, y la de Francis, y le recordaron una de las sentencias de Omolpus: se puede medir el resplandor propio de alguien por el miedo que da a los imbéciles.

– Me llama la atención -dijo, después de una digresión- la relevancia de la Apotropía General de Juegos en la letra que hemos firmado.

– Es un residuo burocrático, y a la vez una cuestión de método. Al margen del hecho de que, por razones que ya debes conocer, la Apotropía de Juegos es propietaria de más de medio Imperio, en origen la Agonía de los Laberintos dependía del Apótropo de Juegos, hasta que hubo un conflicto de competencias durante los trámites previos de la Entrada a Eraji. Después de arduas negociaciones, se llegó a una solución de compromiso: el Agon de Laberintos (ahora es el Agon del Laberinto, y francamente me gustaría saber qué será si lo conseguimos) se independizaba administrativamente, pero sin adquirir rango de Apótropo, condición impuesta por los de Juegos para no verse disminuidos en el Consejo General de la Hegemonía. Pero la dependencia continúa de hecho en el aspecto técnico, porque el espíritu y los mecanismos, tanto iconográficos como tecnológicos, de los Laberintos son los mismos que los de los Juegos Imperiales.

– De ahí la insistencia de Debrel en que me familiarizara con ello. Pero no acabo de ver qué reglas de Juego podemos encontrar dentro del Laberinto.

Arktofilax esperaba la pregunta.

– Ahora es imposible saberlo. Pero de lo que sí te puedo hablar es de la base formal que los inspira a todos; la disciplina concreta es la que hoy conocemos como topografía de la cooperación, cuyos parámetros cualitativos son, como muy bien sabes, la conjetura, el ataque, la bondad y la penalización, todos ellos bajo la mesura de la transregla, que es el mapa epistemológico que rige todas las situaciones posibles provinentes de alteraciones de las reglas, con las correspondientes interacciones. De ahí deriva la matriz de estrategias y el metajuego, regido por el metadelito y el control secundario, a partir del que se edifica la pirámide de controles, o enesemitud de metacontroles. Cuantitativamente, todo ello se rige por la escala de seguimiento de reglas, que durante un tiempo, hasta que cayó en desgracia, como debes saber, se llamaba Escala de Debrel en honor a su inventor, ¿no te lo contó? No me extraña, no debe gustarle demasiado evocar aquella época. Debrel era el más grande de los topólogos de cooperación de la Apotropía de Juegos, a la vez que se ganaba la vida como Consultor del Anamnesor, y fue él quien estableció, entre muchas otras cosas, las leyes de acuerdo con las reglas, que van en escala del cero al doce, desde la cooperación total o vinculación de sustancia, correspondiente al doce, al triunfo con destrucción del enemigo, al que dio el factor cero coma uno después de demostrar que la figura cero no es posible. A partir, sin embargo, de cero coma uno, se asciende a la incompatibilidad, el enfrentamiento terciario, correspondiente al uno coma cinco, o triunfo sujeto a reglas con un cierto grado de transgresividad que lo llevan hasta el factor tres, a partir del cual se entra en el enfrentamiento con reglas para la conservación del adversario, a los factores del cuatro al cinco correspondientes a los diversos grados de recuperación de las partes derrotadas, mediatizados por las correspondientes posibles transgresiones de las reglas, hasta el factor seis, fluctuando entre la indiferencia y la evitación, a partir del cual los factores rigen la asociación más que el enfrentamiento, siempre con una consideración aparte por el interesantísimo fenómeno de la traición, metamediatizado a la vez por una segunda escala de factores correspondiente a la conciencia (otros prefieren llamarlo azar, otros voluntad; con una ligera corrección de escala, el resultado es el mismo). Hasta el factor ocho se llega a través de diversos grados de tolerancia, y a partir del ocho y medio encontramos la cooperación, de la que forman parte la participación en las ganancias y los reaseguros, tanto positivos como negativos (me han dicho que últimamente los negativos están en alza). Para acabar la escala, entramos en el diez, donde se trata de convertir al adversario en cliente, por ejemplo, y del once al doce navegamos por complicados problemas de identidad, de identificación y, finalmente, de desdoblamiento de personalidad; como ves, no todo se acaba en la vinculación total, y por eso Debrel, un humanista cínico que no quiso dar a los burócratas el gusto del factor cero, sí estableció en cambio el doce para burlarse de los que creen que pueden jugar ellos solos, por no decir contra ellos mismos. Eso generó una discusión conceptual sin fondo: ¿qué factor hay que atribuir a quien practica en solitario un Juego con posibilidades de autodestrucción? Hubo quien inventó una segunda escala negativa, otros una metaescala de N dimensiones, pero al final la más práctica, la que ha terminado por imponerse, ha sido la de Debrel.

– ¿Todo eso qué relación tiene con el Laberinto?

– La factorialidad es la base del Laberinto, el espíritu de su Ley. Por cierto, ¿la has leído?

– Claro que sí -dijo Ígur, deseando que no quisiera comprobarlo-. Me parece entender que la factorialidad exige un sistema cerrado. En el Laberinto parece posible, hasta cierto punto; pero ¿y en la realidad?

– La factorialidad es, justamente, una herramienta para entender el mundo. Los casos extremos, no de la Escala de Debrel, sino de su aplicación, pertenecen a la metafísica, o, si lo prefieres, a la conceptualización del lenguaje. Si el hecho de que nuestra visión de la realidad esté tamizada por el lenguaje y por lo tanto sea, en cierta manera, una forma de trascendencia, quiere decir que el lenguaje es, por contra, inmanente a la realidad, puede conciliar las escuelas, o por lo menos darles tema de discusión, pero no nos hace más asequibles los casos límite. ¿Cuáles son los extremos del Juego? Por abajo, aquel en el que la ley global, o la regla básica, sea una autorreferencia negativa: ése es el Juego imposible.

Por arriba, el Juego en el que no exista manera de hacer trampas, así como no hay quien pueda hacerle a la naturaleza nada que no sea natural. Los geómetras han construido diversos conjuntos de reglas que hacen posible esa condición, pero resultan Juegos excesivamente complejos, y tan desprovistos de alicientes emocionales vulgares que los vuelve inasequibles para la mayoría, y tan sólo interesantes para los teóricos y los fanáticos. Lo único que, formalmente, se puede factorializar en la escala de Debrel es lo que se llama el Juego Total, que, como puedes imaginar, es la ausencia de Juego, que incluye cualquier Juego parcial y coincide, por lo tanto, con el mundo perceptible.

Ígur creyó más conveniente no insistir con el Laberinto.

– La factorialidad es también la base de la justicia, si no me equivoco -dijo.

– Ésa es una vieja historia -dijo Arktofilax-. Hubo un momento en que no tan sólo la materia punible tipificada no se correspondía de forma biunívoca a la moralmente considerada indeseable con criterios, si se quiere, dudosamente objetivos, en cualquier caso lo más objetivos posibles, sino que la amplitud de los dos bloques de elementos y la sinuosidad y naturaleza maleable de la franja que queda en medio obligó a una reestructuración del sistema, y es ahí donde entran los Juegos, en concreto el concepto de factorialidad de colaboración. Por ejemplo, pongamos por caso que eres el encargado de resolver un determinado problema delictivo y has descubierto algunos culpables. Podrías detenerlos, pero tienes indicios de que no se trata de los principales responsables, y los dejas seguir sin perderlos de vista hasta que te conducen a los peces gordos. Hasta ahí, el procedimiento clásico. Imagina que llegas hasta arriba del todo, suponiendo que eso sea posible, que no lo es, por lo menos en un grado de exigencia moralmente aceptable. ¿Qué haces, los detienes? Imagina que tienes poder para hacerlo, que puedes darles un escarmiento público y convertirte en un héroe; ¿lo harás?

– Si eso se traduce en un bien público apreciable.

– Y, sin embargo, es muy posible que eso te llevara a uno de los errores más comunes. No sé si has pensado en la diferencia de modelos de cooperación que existe entre el de un sistema en el que, cuando preguntas, presupones que te dirán la verdad, y, por lo tanto, si te mienten lo aprecias como una peculiaridad, y el de otro en que estás obligado a suponer que no te la dirán, y, por lo tanto, que lo hagan o no lo aprecias en el marco de la mera factorialización de la certeza. Una vez más, la norma de comportamiento te la proporciona el Juego, que es una de las pocas disciplinas que te permite tratar un fenómeno como un conjunto verdaderamente cuantificable sin categorías de valor. Lo importante es la estrategia, no pensar en la obtención del factor puntualmente favorable, eso es lo que hace el burro que corre detrás de la zanahoria, sino en lo que tiene que conducirte al éxito final, prescindiendo de las bondades aparentes inmediatas, y con los sacrificios parciales que sean precisos. En algunos casos es fácil de distinguir, hasta es elemental, por ejemplo, apostar a la carta más alta, o en el póquer mismo, donde todo el mundo sabe que no gana quien tiene mejores cartas, sino quien mejor las juega, pero en otros, sobre todo cuando tú mismo eres una pieza del Juego, puede ser más complicado.

– Cuando tú mismo eres una pieza del Juego, pocas metaestrategias te harán ir contra ti -dijo Ígur.

– No lo creas. Es cierto que, por más que la naturaleza humana sea proclive a la multiplicidad del Juego, el movimiento que va en contra del sujeto no lo hace nadie, salvo el suicida, pero muchas veces lo que a pequeña escala parece un perjuicio no es más que un peldaño para obtener un mayor beneficio futuro. Por ejemplo, ante una confrontación cerrada, la única manera segura de ganar es apostar contra ti, porque nunca sabrás con seguridad si en la confrontación vencerás, pero tienes en cambio la certeza de que, si quieres, puedes ser derrotado y, por tanto, ganar la apuesta. Todos vivimos apoyándonos en lo que nos es favorable.

– ¿Y en el caso a que nos referíamos antes?

– Ahí es donde aparece por primera vez la factorialidad, a cuantificar los siguientes elementos: primero, el coste de la operación, estratificado temporalmente paso a paso, y la evaluación de costes en el futuro, incluidos los judiciales, por lo tanto los lúdicos; segundo, las posibilidades de estrategias a favor o en contra tuya de terceras fuerzas, dicho de otra forma, la posibilidad de aparición de factores externos que desequilibren el primer cálculo.

– ¿Cómo se puede evaluar? Es imposible prever todos los factores que intervienen en una operación tan compleja.

– No es una cuestión tan metafísica como llegar arriba de todo de una jerarquía, siempre puedes jugar con aproximaciones hasta un porcentaje de imprevisión aceptable; te lo proporciona la propia mecánica factorial. Prosigamos: el tercer grupo de elementos por cuantificar, suponiendo que consigas desarticular a los individuos objeto del problema, son las condiciones en que tal problema se reproducirá gestionado por otros individuos que tú no conoces, porque la estadística demuestra que todo fenómeno ilegal de generación espontánea es producto de una malformación social o histórica profunda y, por tanto, muy difícilmente cuantificable y, en cualquier caso, absolutamente fuera de tu alcance, y, aunque elimines a los individuos, el problema se reproducirá enquistado en otro lugar en condiciones equivalentes. Por lo tanto, volverás a estar en el punto de partida, con el inconveniente de que habrás creado un precedente en tu persona y te habrás convertido en la bestia a batir, al margen de que el nuevo grupo tendrá la experiencia de lo que haya pasado con el anterior. ¿Cuál es la solución? La factorialidad te la da: actuar, si las condiciones de reproducción son lo bastante lentas y difíciles como para tener un tiempo aceptable de tranquilidad, o dejarlo correr, en caso contrario; ésos son los casos extremos, y realmente los más interesantes; normalmente, la cuantificación factorial conduce de nuevo a soluciones clásicas: una vez en lo alto de la organización, pactar con la plana mayor, operación que por lo menos te asegura dos cosas: que no habrá expansiones que tú no conozcas, y que, con esas reglas encima de la mesa, no se hará ningún movimiento contra ti, lo que introduce, por cierto, el concepto de Juego Continuo. Fíjate que todo lo que te digo es válido tanto para influir en una organización desde la Administración (observa que digo Administración, no Imperio), como al revés: las altas instancias del Imperio no tan sólo son abordables también a través de las normas del Juego, sino que son las más especialmente sensibles, y no hay regla de protección que un especialista invente que otro no sepa contrarrestar. Si no puedes evitar el mal, contrólalo, y si te repugna participar, dedica al bien de la humanidad el beneficio material que obtengas, no serás el primero: el noventa por ciento de la caridad del Imperio proviene de las cloacas, eso lo sabe todo el mundo. Si eres un payaso moral tan duro de pelar que a pesar de todo lo que has tenido que presenciar para llegar tan lejos no te place la solución, aún te quedan dos alternativas: primera, el metacontrol; pero para ejercerlo con eficacia hay que tener mucho poder, de hecho, al margen de los Príncipes en su terreno, sólo metacontrolan el Hegémono, el Apótropo de la Capilla y los Equémitores; el problema del metacontrol es la facilidad con que se pierde de vista el campo. La solución a que ha llevado la práctica es que el metacontrol forme parte del campo, y entonces se genera automáticamente un meta-metacontrol, una dimensión más de Juego Continuo. -Respiró hondo-. Al final, si no eres un maestro consumado resulta difícil no confundir los términos.

– Llega un momento -dijo Ígur- en que la confusión es total.

– Es decir, el control es total -rieron.

– ¿Y la segunda alternativa?

– Introducir ineficacia y desorden dentro de la organización -dijo Arktofilax- y, si estás dispuesto a jugarte el tipo, con muchas posibilidades de dejártelo en el intento, fomentar la insidia y el enfrentamiento entre los sectores inmediatamente inferiores al jefe supremo, principalmente entre los aspirantes a sucederlo. Te dejarás el cuello seguro, y quizá sea lo mejor para ti, pero si lo haces bien arrastrarás contigo a unos cuantos de los gordos.

– Enfrentar sectores puede conducir a una guerra abierta, y no sé si eso es más controlable que las situaciones latentes.

– Controlable quizá no, pero sí metacontrolable. En cualquier caso, es perfecto para eliminar al sector que te convenga, siempre que tengas acceso a sus recursos, y la medida también te la da la factorialidad. Desarmar grupos beligerantes es, por principio, equívoco y susceptible de maquinación y, por bien que un único mando controle la operación para asegurar la sincronía, siempre puede haber un agente intermedio sobornado o amenazado, o jugador, o infiltrado de otra causa, o simplemente, y eso es lo más probable, incompetente, que retrase la última acta de bloqueo de la concesión, con lo que uno de los bandos dedicará el último envío a liquidar a un enemigo desarmado.

Ígur tuvo una idea repentina.

– A pesar de lo que habéis dicho, veo que, por una cuestión de recursos, la sistematización se plantea a favor del sistema.

Arktofilax esbozó un gesto despectivo.

– ¿Cuándo, en toda la historia, has oído hablar de una sistematización de estructuras administrativas en contra de un Imperio?

– Me refiero -insistió Ígur, un poco incómodo-, a que en realidad nosotros jugamos abiertamente a favor del sistema.

– Si lo crees así… -la expresión de Arktofilax se suavizó-. Hace doscientos años, por sus ideas perseguían a filósofos y científicos, hace cien ya sólo perseguían a los políticos disidentes, y hoy únicamente a los beligerantes activos que representan un factor de desorden público muy pernicioso y concreto. ¿Los ideólogos? Tanto da, que digan lo que quieran, quedarán ahogados dentro de un océano de falsa información, de material de historia y pensamiento que nadie sabrá si es falso o no, y a nadie le importará, quedarán confundidos entre los histriones del gesto tópico como un tópico más, como una caricatura de la discrepancia, ineficaces, hasta que no se sepa qué va a favor y qué contra el sistema, porque se habrán desdibujado del todo los límites entre dentro y fuera del sistema, si desde tu punto de vista te ves capaz de distinguirlo claramente del Imperio.

– Me extraña -dijo Ígur- que con vuestra visión de la vida no hayáis intentado hacer algo para ayudar a los demás.

Arktofilax lo miró con detenimiento, e Ígur se dio cuenta de la futileza de la observación. ¿Qué había hecho el Magisterpraedi en todos esos años en que la opinión pública lo tomaba por desaparecido?

– No me aparté de odiar a los poderosos para dejar de despreciar a los mediocres.

Ígur consideró más seriamente que nunca la posibilidad, que se le había ocurrido desde el primer momento, de que Arktofilax le estuviera poniendo a prueba, y quizá tomándole el pelo. Siempre había creído que el radicalismo era producto del estrato central de la sociedad, del más conservador, bienpensante y en apariencia contemporizador, como los padres que, sin abandonar las formas, de hecho promueven el atolondramiento que ya de pequeños han inspirado en los hijos, aunque de puertas para fuera lo censuren, y oír a ese hombre, que lo había tenido todo en la vida, hablar como un adolescente que tiene que gritar para que se le oiga, abría inciertas posibilidades de motivaciones y actitudes. ¡Qué lejos Arktofilax del clásico raquítico mental, idealista ayer, prostituido hoy, que tiene que inventar a cada paso mecanismos de defensa para no odiarse en la abdicación, para concordar su vida de hoy con los propósitos de antes y presentar el cambio como la lógica evolución de la inteligencia?

Tres horas después habían repasado gran parte de los estamentos y las mecánicas del Imperio bajo el prisma de los Juegos y, por tanto, del Laberinto, e Ígur tenía más curiosidad que nunca por saber qué problemas concretos les esperaban en su interior.

Después de tres días de intensa preparación de la Entrada al Laberinto, el jueves diecinueve de Abril a primera hora de la mañana Ígur fue a la Apotropía de la Capilla, donde iba a celebrarse el Combate de Acceso entre Lamborga y Milana. Nada más llegar le esperaba una sorpresa, porque cuando le pidió al Jefe de Protocolo que le había recibido que le acompañase a la Cámara donde se preparaba Lamborga, el funcionario le dijo que el procedimiento del Acceso había sido detenido, y que el Caballero Decano de la Capilla lo esperaba en el despacho. Ígur se encogió de hombros y se dejó acompañar. Allí Maraís Vega lo recibió acompañado por Per Allenair y por otro Caballero de unos treinta años y la cara llena de cicatrices, y una figura tan imponente como la de los otros, que le fue presentado con el nombre de Gudolf Berkin.

– Querido Caballero Neblí -dijo Vega con una fría suavidad nada untuosa-, siento mucho tener que interrumpir el procedimiento, pero ha aparecido una cuestión sobre la que necesitamos imprescindiblemente tu aclaración, que no dudo será del todo satisfactoria.

– Estoy a vuestra disposición -dijo Ígur, completamente desorientado; Allenair lo miraba con una altivez tan distante y severa como si estuviera ante el enemigo más execrable.

– Se trata -prosiguió Vega- de la forma en que fue eliminado el Caballero Meneci en la Playa de Reibes -Ígur mudó la expresión, y Vega abrió una mano-. Parece ser que no hay testigos directos.

– Si no lo entendí mal -dijo Ígur intentando sofocar la indignación-, el Código de la Capilla incluye el beneficio del honor en un Combate entre Caballeros, precisamente por encima de cualquier testigo presencial; ¿o es que tengo que demostrar la inocencia antes de ver una prueba de que soy culpable?

– No se trata solamente de eso -intervino Berkin, a quien Ígur supuso de alguna forma vinculado a Meneci-; abandonar a un adversario herido no son precisamente laureles para el honor de un Fidai.

Ígur miró a Allenair, que no le quitaba de encima unos ojos impasibles.

– ¿El Caballero Meneci ha sobrevivido? -dijo-. Entonces, ya que su honor no debe estar en entredicho, le podéis preguntar a él por la rectitud del Combate.

– Eso no viene al caso -insistió Berkin-. Comprenderéis que, dados vuestros antecedentes… insultos en público a un alto dignatario del Imperio, uso fraudulento de la Séptima Demeterina, intento de estafa en la distribución de beneficios de la Entrada al Laberinto…

Hizo un silencio que reclamaba respuesta; Ígur se maravilló de cómo había trascendido enseguida el incidente sobre la participación de Silamo, y se preguntó quién lo habría filtrado.

– ¿Así pues qué queréis? -preguntó, mirando a Allenair, cuyo mutismo le inquietaba más que todas las sacudidas verbales de los demás.

– Vuestra palabra de que de ahora en adelante actuaréis con la integridad modélica de un Fidai -dijo Vega con una mansedumbre que contrastaba con la dureza de fondo de sus palabras.

– La tenéis ahora mismo y hasta sus últimas consecuencias -dijo Ígur.

– Sé que es así -dijo Vega sonriente-, y sé, además, que aunque quisierais no podría ser de otra forma, ahora que tenéis la compañía y el magisterio del Magisterpraedi Arktofilax. Por cierto, los componentes de la Capilla del Emperador me han encargado que os pida le transmitáis la invitación formal para visitar esta casa que nunca ha dejado de ser la suya.

– Lo haré con mucho gusto -dijo, aliviado-. ¿Por qué no lo invitáis formalmente por la vía del sello?

– Sabéis muy bien -se adelantó Vega al exabrupto de Berkin- que el sello de un Magisterpraedi tiene el acceso barrado, y con él sólo se pueden comunicar directamente el Apótropo y el Emperador. -Fue hacia la puerta, y los demás lo siguieron-. Celebro que todo se haya arreglado -la cara de Berkin y Allenair era de no haber tenido suficiente, pero no se atrevieron a contradecir al Decano-; ahora podéis asistir al Caballero Lamborga hasta el momento de la ceremonia.

Y sin más explicaciones, el Jefe de Protocolo lo llevó a la salita de siempre, donde Lamborga se preparaba para el Combate.

– ¿Qué ha pasado? ¿Cuál es el problema? -le dijo nada más llegar.

– No te preocupes, todo está en orden -dijo Ígur.

Lamborga lo miró levantando la vista desde la silla, con una sonrisa confiada; ¿o tal vez fuera desconfiada?

– Pero ¿qué pasaba?

Ígur revisó las armas como si fuera él quien iba a combatir; dejó la espada en equilibrio con el centro de gravedad en su mano abierta.

– ¿Estás en buenas condiciones? -Lamborga esbozó un gesto de evidencia-. Ya veo que te has recuperado, pero ¿estás en plena forma? Quiero decir si te has entrenado. ¿Seguro que has trabajado los reflejos y la fuerza?

Lamborga se echó a reír.

– Claro que sí. Me gusta que te preocupes tanto por mí. Ya sé que tienes un doble interés por que gane.

Ígur se vio obligado a justificarse.

– No tengo ningún doble interés, sino uno bien sencillo: quiero que mi amigo, que eres tú, entre en la Capilla; que Milana desaparezca es cuestión de tiempo; en todo caso, es pura urgencia. Suponiendo que tú -habló más lentamente y recalcando-, que es mucho suponer, y yo estoy convencido de que no será así, pero en fin, suponiendo que tú no te lo cargues ahora, puedes poner la mano en el fuego que antes de dos días me lo cargo yo.

Rieron.

– Esperemos que te ahorres la molestia.

El Ayudante de Protocolo lo fue a buscar, y con el ritual que Ígur ya se sabía de memoria fueron a la Sala de Juicios; parecía que el Combate de Mongrius hubiera tenido lugar hacía dos días, pero que del suyo propio hiciese tres años. Ocupó su puesto, y esa vez la Capilla estaba a rebosar, por lo que Ígur dedujo, con una sombra de celos, que el objeto del interés del público continuaba siendo Lamborga.

– ¿De verdad te encuentras bien del todo? -insistió.

– Sí, ya te lo he dicho. Y si no, ya es tarde para echarse atrás.

Ígur siguió a Milana con la mirada. Sus propias dudas participaban de una angustia indefinida. El Juez esperó a que los contrincantes se situaran, y empezó el discurso.

– La vida presenta al mismo sol hojas diferentes de idéntica apariencia, cada cual es en su sitio y ese instante la antonomasia y el paradigma de la hoja. Pero la hoja cae y aparece otra, que también debe caer, y que la única dimensión trágica que le quepa sea no saberlo no es un pleonasmo sino una bendición. ¡Ay, Caballeros, buenos Caballeros, de la hoja arrancada verde del árbol! -Levantó los brazos-. Desde mi Poniente me dirijo al Este, y a mi escudo el Caballero azul Sari Milana, a mi lanza el Caballero lila Kuvinur Lamborga. Excepcionalmente, la vida dispondrá hoy de un solo determinio, y el vencedor, de todas las prerrogativas. -Ígur sufrió un sobresalto; la alteración de las normas habituales acostumbra responder a una razón concreta, y la de ésa se le escapaba-. Corresponde la ofensiva al Caballero azul. -Y cuando ambos estuvieron en sus puestos, levantó la voz-, ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!

Los contrincantes se saludaron y se situaron en la segunda planta; Ígur quería encontrar más elegante y bien plantada la figura de Lamborga, y siguió los movimientos de Milana como si su mirada pudiera entorpecerlos. Después de tres toques de espada por el exterior, Lamborga ofrecía punto por la postura del arma, y cuando Milana lo acometió en estocada simple, se defendió desviando y, en el tiempo de equilibrar el cuerpo hacia atrás, cargando sobre la pierna izquierda, la mano uñas arriba, el cuerpo y los pies triangulados; retomaron la posición de defensa e Ígur respiró tranquilo, porque le pareció que Lamborga respondía bien, y además ahora la ofensiva era libre. Pero pocos segundos después de situada la postura, Milana la mejoró pasando a su medio proporcional sin desunir el arma, y por la parte de fuera y con toda la fuerza operante tiró una estocada de cuarta parte del círculo, con un movimiento accidental, corriendo el atajo hasta ejecutar la herida en la diametral del pecho; la sacudida estremeció a Lamborga y lo lanzó hacia atrás a la vez que Milana retiraba el arma. Ígur dio un salto y se precipitó a la plataforma; Milana se apartó, pero su Padrino se dirigió al Juez.

– El determinio de la vida no se ha acabado -protestó.

Ígur se inclinó sobre el cuerpo encogido de Lamborga, que respiraba con dificultad.

– ¿Cómo estás, amigo mío? -Le puso la mano en la herida; la sangre le brotó entre los dedos, y levantó la vista hacia el Juez-. Señor, el Caballero necesita ayuda urgente.

– El vencedor dispone de todas las prerrogativas -insistió el Padrino de Milana.

El Juez subió al estrado y puso la mano en la cabeza de Lamborga, que cargó inánime; Ígur lo sostuvo, y el Juez se levantó.

– El vencedor -anunció- ha ejecutado su prerrogativa, y la vida ha acabado el determinio.

Dos enfermeros fueron hasta donde Ígur intentaba desesperadamente hacer reaccionar a Lamborga, y lo apartaron con cortesía. Tumbaron al herido en una camilla y se lo llevaron, e Ígur, pasando de la tradición de bienvenida al vencedor, los siguió hasta la enfermería de la Capilla.

– Me temo que se pueda hacer poco por el Caballero -dijo uno de ellos.

– ¿Qué queréis decir? -se resistió Ígur.

En la enfermería colocaron sensores en la cabeza y el pecho del herido.

– El Caballero está muerto.

Ígur sintió unas tenazas heladas por todo el cuerpo.

– ¡Tenéis que hacer algo! -dijo, ofuscado de dolor.

– Lo siento. El arma le ha atravesado el corazón.

Ígur se sentó en una silla junto a la puerta, un poco apartado, y completamente aturdido contempló cómo los empleados preparaban el cuerpo de su amigo para el traslado. Se dio cuenta de que, por más que hubiera considerado la posibilidad, el desenlace del Juicio de Acceso le pillaba desprevenido, y se lanzó a un vertiginoso precipicio de autorreproches: por qué no se había ocupado personalmente de la preparación de Lamborga para el Combate, por qué, por lo menos, no se había asegurado de que se encontraba bien antes de permitir que se presentara, por qué había descuidado tan brutalmente sus deberes de Padrino de Acceso, qué Laberinto valía la muerte de una de las pocas personas que le había fiado verdad y nobleza.

Lo sacó de tan desesperadas cavilaciones la llegada de Maraís Vega, del Secretario de la Capilla, del Juez, de Milana y su Padrino. Vega, que llevaba la voz cantante, interrogó a los empleados, que le proporcionaron en voz baja una breve explicación. Ígur lanzó a Milana una mirada de odio; ¿para que acabara en sus manos le había perdonado la vida a Lamborga?

– Caballero, lo siento mucho -dijo Vega a Ígur con gravedad, y él miró a los ojos al resto de la comitiva; todos tenían un aire circunspecto, salvo Milana, en quien sorprendió el esbozo de una sonrisa de desprecio y complacencia.

Ígur se le enfrentó.

– ¿Estás satisfecho? Supongo que ya lo sabías. ¿Qué tanto por cien te daba el Cuantificador?

– ¿Crees que lo he matado yo solo? -espetó Milana, violento como un descargador.

– Por favor. Caballeros, no volvamos a empezar -dijo el Secretario de la Capilla.

– En primer lugar -continuó Milana-, lo he matado legalmente; y, si tanto te gusta buscar causas remotas, puedes pensar que lo he matado con tu colaboración; fuiste tú el primero que lo hirió. ¿Es eso lo que querías que te dijera?

– Caballero Milana, os exijo que respetéis la presencia de un muerto -dijo el Secretario.

Ígur era consciente de que estaban todos pendientes de él, y procuró evitar la transposición de la tristeza por Lamborga hacia el odio a Milana, pero se le entremezcló el recuerdo de sus palabras del otro día.

– Quiero que sepas que seré yo quien no te perderá de vista, y a la primera ocasión te enseñaré lo que es un Combate entre Caballeros.

– Caballero Neblí, doy eso por no oído -protestó el Secretario.

– ¡Si al menos supiéramos qué te enfurece tanto! ¡Como si tú hubieras llegado hasta aquí con las manos limpias! ¿Dónde está Galatrai? ¿Dónde está Meneci? ¿Dónde está Debrel? -Ígur notó que todos estaban más pendientes de él que nunca. ¿Qué podía decir de Debrel? ¿Confesar una desobediencia? Calló, maldiciendo la indecisión y la cobardía que acababan de poner un arma más en manos de Milana, quien prosiguió, envalentonado-. ¿Quieres creer que tú perdonaste a Lamborga y hoy lo he matado yo? Engáñate si quieres, nunca aprenderás. Tú no perdonaste a Lamborga, el Imperio te lo exigió, y hoy me ha exigido a mí que lo matara.

Ígur estalló.

– Te juro que el día que nos encontremos a solas cara a cara, con Imperio o sin Imperio, te mandaré al otro barrio con un placer de dioses.

– ¡Con Imperio o sin Imperio! -lo escarneció-. ¡Caballero, sois un sacrilego! ¿Qué dirán los próceres de la Capilla?

– ¡Basta, Caballeros! -dijo Vega, pero Ígur tenía que acabar de soltar lo que le reconcomía por dentro.

– Y entérate de que será en honor de Omolpus, y en honor de Lamborga. Sólo me duele no poder matarte dos veces.

– Caballeros -dijo Vega en un tono cortante que Ígur no le había oído nunca-, acabáis de pasar por encima de las normas más elementales de la dignidad, la cortesía y el buen gusto. El dolor y la excitación del momento no son excusa para vosotros, porque precisamente un Caballero de Capilla se distingue por saber dominar las pasiones. Me reservo la prerrogativa de abriros expediente, y sabed que, en el caso improbable de que decida no hacerlo, no será porque no lo considere justo o conveniente, sino por intentar olvidar la vergüenza que me han producido estos minutos en vuestra compañía.

Durante unos instantes contempló en silencio la faz de Lamborga, que empezaba a verse tocada por la severidad de la muerte, y salió sin mirar a nadie.

Ígur quiso acompañar el cuerpo del amigo, y esperó a que se lo llevaran. Ya en la salida, Milana aun estaba allí, y desde el transporte se dirigió a Ígur.

– ¡Esta noche, siguiendo las tradiciones -dijo, gritando para hacerse oír a distancia-, tenemos celebración en el Palacio Lodeia! ¡Te espero!

– Y soltó una carcajada salvaje.

Ígur olvidó la presencia del ataúd, y por encima del mismo lanzó con todas sus fuerzas el gesto más obsceno de la tradición.

Después de participar en la preparación del funeral de Lamborga, Ígur se puso en contacto con Arktofilax para transmitirle la petición del Decano de la Capilla. El Magisterpraedi quiso saber cómo había ido el Combate y qué había pasado después, e Ígur se lo explicó sin omitir detalle, ni tan siquiera los que no le dejaban en muy buen lugar. Arktofilax parecía estar por encima del bien y del mal, porque no hizo ningún aspaviento.

– Visitar la Capilla no me apetece demasiado -dijo al final-. Creo que la proximidad de la Entrada al Laberinto es una buena excusa para darles largas.

– ¿Vendréis al funeral por Lamborga? -preguntó Ígur.

– Como Magisterpraedi estoy dispensado -miró a lo lejos-; el Áurea Milénica me sabrá perdonar. ¡He visto tantos entierros!

– Lo comprendo -dijo Ígur por cortesía, pensando hasta qué punto le habría gustado librarse él también.

– Por cierto, mañana por la noche nos han preparado una fiesta de despedida en el Palacio Conti.

– Creo que el luto por un padrinazgo me dispensa de ir -dijo Ígur, y Arktofilax sonrió.

– Tienes un excelente sentido del humor. En combinación con unos buenos nervios te convertirá en un adversario temible. -Cambió de tono-. La fiesta empieza a las nueve. Creo que hay un apartado especialmente dedicado a ti.

– Muy bien.

Pasaron revista a las últimas cuestiones prácticas; las más difíciles, los presupuestos, estaban listos.

– ¿Crees que podrás resistir hasta pasado mañana sin tiraros de los pelos tú y Milana? -le preguntó finalmente. Ígur comprendió que vista desde fuera su ira resultaba más bien ridícula.

– Lo procuraré -dijo, fingiendo susceptibilidad herida.

El funeral por los Caballeros muertos en el Acceso a la Capilla seguía una ceremonia prácticamente idéntica a la de los Caballeros de Capilla con todos los derechos, con las únicas diferencias en alguna fórmula ritual de las actas y en el archivo del sello. El Cementerio de la Capilla estaba a poniente de la Falera, en el interior de un edificio no especialmente significativo. A través de un pasillo iluminado por una línea de antorchas próxima al techo, de tres metros de ancho, nueve de alto y veintisiete de largo, un marco sin puerta daba paso a un espacio cuadrado de tres por tres, flanqueado por dos escaleras idénticas enfrentadas a cada lado de la entrada, que de forma perfectamente simétrica ocupaban todo el ancho de los tres metros del recinto y llevaban, a veinticuatro metros de altura, a sendos rellanos de medio metro de ancho, por cuyos lados se accedía a un triforio que transitaba el entrepaño de muro correspondiente a la entrada, en toda la extensión del cual se alojaban los nichos y las cavidades con las urnas de los Caballeros. El otro entrepaño de muro, el de delante, era completamente liso hasta la altura correspondiente al triforio, donde había una hilera horizontal de pequeños ventanales, única, y escasísima, iluminación horizontal del recinto. En el punto central de ese muro, a dieciocho metros de altura de la entrada, en una repisa volada semihexagonal, se encontraba la urna destinada a las cenizas en tránsito, y más arriba de los ventanales, el sistema de brazos mecánicos y los antiguos aparatos de poleas para transportarlas. La distancia máxima transversal era de sesenta metros, correspondientes a tres de la plataforma baja, veintiocho de las escaleras, y medio de cada rellano. El techo eran dos planos inclinados simétricos, a partir de un voladizo a seis metros de altura sobre los dos rellanos laterales, correspondientes a la parte superior de la línea del triforio y los ventanales, justo hasta la vertical de la plataforma de la entrada. La altura máxima era de cincuenta y cuatro metros, de manera que la composición era también simétrica en sección, a partir del punto medio del triforio y los ventanales; de la altura máxima, correspondiente por tanto a una plataforma de tres por tres, colgaba un incensario en forma de prisma hexagonal, de dos metros diez de alto por cero setenta de diámetro de la base, y de altura y posición regulables. El conjunto, todo en mármol oscuro de tonos ocres grisáceos, resultaba de una severidad opresora y áspera, siniestra y vertiginosa hasta extremos inusuales.

Allí se reunieron unos cincuenta individuos de sexo masculino exclusivamente, la mayoría Caballeros de Capilla, de Preludio y de Cámara, jerárquicamente distribuidos por las escalinatas. Presidía el Decano Vega, y el lugar de honor, en la abertura central del triforio, lo ocupaban el Secretario, el Agon de los Meditadores, el Parapótropo de la Hegemonía y los representantes de los Príncipes, entre los que ocupaba un lugar destacado el Barón Uranisor como delegado de Bruijma.

Vega ofreció a Ígur el sitio del comitente, que él aceptó con orgullo. El oficiante se situó a la cabeza del ataúd, en el centro de la plataforma de abajo, Ígur a su derecha. Desde allí pudo comprobar que Milana no se encontraba entre los asistentes, y eso lo tranquilizó; después se olvidó del público.

El oficiante cubrió el féretro con una red y encima colocó unas tijeras abiertas, un puñado de arena y la semimáscara que había utilizado Lamborga; entonces le llevaron una balanza, y en un plato el oficiante puso un vaso de jade verde, y en el otro plato una pluma, y en medio la efigie vigilante de Amit, medio cocodrilo medio león, hasta que la balanza se inclinó hacia el plato de la pluma; después, con una antorcha de metro y medio de larga, encendió la pira de ramas negras y resina olorosa especial y con las poleas abrió los ventanales para que la corriente de aire del pasillo de entrada avivase el fuego; mientras, Ígur se cortó el pelo y lo echó a la hoguera, y se juró a sí mismo la muerte de Milana, proyectando la crueldad de su diálogo interior hacia un interlocutor que, por encima del escepticismo, la melancolía quería identificar con Lamborga. Tres largos minutos habían golpeado las llamas el reflejo encendido de su agitación feroz en las caras severas cuando, bastante avanzada la combustión y habiendo ordenado cerrar el oficiante la puerta anterior al pasillo para que la ceniza no se aventase, la plenitud reposada del fuego dejó la serenidad definitiva de luz constante primero, después constantemente menguante hasta las brasas, y entonces el oficiante las apagó con vino rojo, y todo se tornó gris y negro con agónicas explosiones de ceniza; finalmente, recogió los restos en un cofre de oro, al que después de estamparle el sello de Lamborga cubrió con un velo púrpura, y dos asistentes, con la ayuda de los mecanismos, situaron en el lugar correspondiente. La ceremonia no contemplaba discursos ni invocaciones, muy en la línea astrea de la Capilla, pensó Ígur, y acabada la incineración todos salieron en silencio.

En la puerta, aunque hizo lo imposible para evitarlo, Ígur se topó con Per Allenair, y lo saludó deprisa esperando que no hubiera más dilación, pero el otro lo detuvo.

– Caballero Neblí, me han explicado la penosa escena que protagonizasteis en la enfermería -Ígur vio detrás de él a Berkin y al Padrino de Milana, por lo que era inútil intentar eludir responsabilidades-. No sé las iniciativas que se reserva el Fidai Decano, pero quiero que sepáis que en la primera conferencia de la Capilla tengo intención de solicitar formalmente vuestra expulsión irrevocable.

Y se fue sin darle ocasión de réplica. Ígur saludó a Mongrius y evitó al Agon de los Meditadores y al Decano Vega, y cuando ya se iba, lo sorprendió Cuimógino, a quien no ubicaba de día y en sitio abierto.

– Caballero, hace dos días que os busco y no consigo contactar con vos. Suponía que estaríais aquí, y por suerte os he encontrado, porque es imprescindible que hable con vos antes de que intentéis entrar en el Laberinto.

– ¿Os parece bien que vayamos a mi casa? -dijo Ígur, y tomaron un transporte.

En la salita, Ígur ofreció una copa al visitante.

– En primer lugar -dijo Cuimógino-, permitid que me excuse por la manera tan poco ortodoxa y hasta ordinaria en que me he presentado delante vuestro -Ígur insinuó una inclinación-; como os he dicho, tengo una deuda de agradecimiento con vos, y aunque nunca os la podré pagar en su totalidad, qué poco imaginaba que tan pronto tendría ocasión de hacerlo en una parte pequeña pero, creo yo, bastante sustanciosa.

– Vos diréis.

– El caso es que estoy encargado de realizar una investigación de la que, lamentablemente, no me está permitido comentaros en extensión ni concretar los detalles principales, pero sí os puedo participar lo que os afecta personalmente, que no es poco ni fútil. Se trata, en primer lugar, de vuestras amigas.

– ¿De mis amigas? -Ígur frunció las cejas, y el otro le indicó con un gesto que tuviera paciencia.

– Feiania Morani es una astrea negra militante, y todo el que tiene con ella una relación personal continuada es objeto de investigación.

– Lo sé perfectamente, señor -dijo Ígur, pensando que si todo era como eso, estaba perdiendo el tiempo; Cuimógino sonrió.

– No lo dudo, pero no sé si conocéis las dimensiones del problema. Si vuestra Reina de los Dos Corazones llegara a ser detenida, lo que parece más que probable, y no a largo plazo, tendréis problemas graves.

– Os agradezco la advertencia. ¿Qué más?

– El caso de Sadomin Golring es más complicado, y creo que vale la pena que os lo explique desde el principio. Sadó es hija del Secretario personal del Duque Virbelgurd, y la orden que a través de la Equemitía de Recursos Primordiales os fue encomendada de matar al geómetra Debrel y a su mujer procede del padre de Sadó, con la intención, que él mismo se ocupa de propagar, de proteger a su hija de la influencia de Debrel, de quien, como ya sabéis, se dice que está complicado con La Muta.

– Sólo por proteger a su hija de una influencia política no creo que se intrigue para mandar asesinar a alguien.

Cuimógino esbozó una sonrisa amarga.

– Yo pensé lo mismo, y las respuestas que obtuve no son agradables.

– Adelante, lo resistiré -dijo Ígur, cobijado en la ironía.

– Como sabéis, Sadó y la mujer de Debrel son hermanas por parte de madre; el padre de Guipria, por cierto, uno de los maestros y más tarde mentor y colaborador de Debrel, se enredó con La Muta y hace más de veinte años que está en la cárcel. Un buen día, Guipria descubrió que el padre de Sadó, cuando ésta tenía unos diez años, mantenía relaciones sexuales con ella, y se la llevó a vivir a su casa con su marido -Cuimógino torció el gesto-. El Secretario del Duque no pudo hacer nada para recuperarla, hasta que por una indiscreción, de no he podido averiguar quién, hace poco tiempo descubrió que Debrel y Guipria habían tenido discusiones graves a causa de Sadó, y eso lo decidió a actuar.

Ígur tardó unos segundos en entender lo que se le estaba diciendo.

– ¡Sadó con Debrel! No puede ser.

Cuimógino lo miró con tristeza.

– Esa chica contiene todos los venenos, no hay duda -dejó que se hiciera un silencio-. Ahora el peligro se cierne sobre vos, porque nadie que disfrute de una fuerte influencia sobre Sadó tendrá la vida segura bajo la bota del Secretario del Duque.

– ¿Y por qué no la protege directamente? ¿O aún mejor, por qué no la reclama legalmente?

– Porque Sadó es hija ilegítima, y la fortuna del Secretario proviene del cargo obtenido gracias al matrimonio con la sobrina del Duque.

– ¿Debo entender que Madame Conti también está en peligro?

– Que Sadó esté allí me imagino que su padre debe de considerarlo un mal menor, y, en el fondo, una forma de distracción. Sin embargo estará en peligro extremo quien adquiera influencia sobre ella.

Ígur no se atrevía a preguntar por Debrel y Guipria. ¿Cuimógino sabía que él había desobedecido la orden? Si se lo hacía saber, ¿qué consecuencias le reportaría? ¿Cuáles podría tener para Debrel y Guipria? De repente se dio cuenta de que no sabía nada. ¿Quién le podría decir qué había pasado con el geómetra y su mujer? Se imaginó a Sadó copulando con su padre, todavía una niña pero ya con el mismo aspecto de ahora, y con el más hiriente de los resquemores se la imaginó con Debrel, radiante y solícita, insultada por la hermanastra, que ¡cómo lamentaría no haberla dejado con su padre y que hiciera de ella lo que quisiese!

– ¿Qué pruebas tenéis de todo esto? -dijo Ígur, procurando que no le temblara la voz.

Cuimógino lo miró con ternura.

– ¡Caballero!…

Ígur recordaba la despedida de las dos hermanas.

– Así -dijo-, los motivos de la orden sobre Debrel y Guipria no son políticos…

– Caballero -lo riñó Cuimógino-, ¡todo lo que ocurre a vuestro alrededor, hasta lo que os parezca más físico, es político!

Ígur intentó desesperadamente reproducir los sentimientos que le habían conducido a salvarle la vida a Debrel y a ayudarlo a huir; ¡cómo se debía de reír! Como ante un mapa mudo, se encontró deseando con delirio volver a verlo, sintiendo por él más cariño que nunca, y a la vez una turbación aguda por querer saber, por tenerlo delante para preguntar, para estrecharlo entre sus brazos, para zarandearlo… ¡para admirarlo más que nunca! ¿Para protegerlo? ¿Para asesinarlo? Sintió horror de sí mismo preguntándose por qué lo había dejado vivir, qué habría hecho o con qué sentimiento si llega a saber lo que ahora sabía.

– ¿Queréis tomar algo más? -dijo maquinalmente.

– La cuestión -prosiguió Cuimógino- es importante que la consideréis, porque es un flanco al descubierto. -Ígur continuaba pensando en toda su relación con el geómetra y su familia, y la revisaba del derecho y del revés reinterpretando escenas, inventando magnificencias y esplendores en los puntos donde la memoria encontraba cavidades-. Pero sobre todo os quería hablar del Laberinto.

Ígur comprendía tantas cosas de Debrel y, sobre todo, de Guipria, que pensó si no empezaba a ver fantasmas. La gran pregunta continuaba: ¿estaban vivos, Debrel y Guipria? Muertos serían una amenaza para su sueño, pero vivos eran una amenaza para su vida.

– ¿Qué pasa con el Laberinto? -preguntó, completamente distraído.

– ¿No os dais cuenta con qué facilidad se os allanan los obstáculos? ¿No encontráis sospechosa esa especie de conjura administrativa para impulsaros al Laberinto? -A Ígur no se le había ocurrido tal cosa, y si en algún caso se había felicitado por su suerte, lo había atribuido a la influencia de Omolpus o de Ifact; pensó en la peregrinación hasta Lauriayan y negó con un gesto-. Pues yo he visto por dentro los mecanismos que os han permitido llegar hasta aquí, y os puedo asegurar que en ocasiones se han producido tales temporales secretos que a mí, que he visto de todo, me han dado escalofríos. Creedme, desde que entrasteis en la Capilla habéis pasado por media docena de situaciones que con una hubiera bastado para resultar tan destruido como el Caballero que hemos incinerado hoy.

– Es posible -dijo Ígur, sin atreverse a reconocer que a pesar de todo pensaba que si lo había conseguido era por méritos propios-. ¿Qué creéis que debo hacer?

Cuimógino lo miró con gravedad.

– No entréis en el Laberinto. -Ígur receló de repente; ¿y si tenía delante a un enviado de Simbri?-. Estoy convencido de que os espera una sorpresa horrible. -Se movió nerviosamente-. ¿Habéis reflexionado? ¿Qué pasó en el interior del de Bracaberbría? ¿Qué monstruosidades se cometieron, que nunca se han sabido y que convirtieron al único superviviente en un misántropo? Y eso puede ser todavía peor esta vez, porque éste es el Ultimo Laberinto; hasta ahora los anteriores se referían a los restantes y explicaban el camino a seguir, pero éste no tiene ninguno detrás, ¡su protocolo no se proyecta en ninguna parte! La clave, en caso de que lo abráis, contiene una profecía monstruosa que quién sabe hasta dónde destruirá, pero a buen seguro a vos. Cada Laberinto ha resultado más sangriento que el anterior, ¡y éste es el definitivo!

– Los Laberintos están construidos desde hace muchos años.

– Pero sus cuantificaciones, como sabéis mejor que yo, se reordenan de acuerdo con el paso del tiempo y las Entradas fallidas. -Cuimógino miró a Ígur con afabilidad-. Caballero, no me conocéis y supongo que ahora mismo soy objeto de todas las sospechas, lo que, por otra parte, no podría ser de ninguna otra forma, ya que, a pesar de lo que os he dicho, si habéis llegado hasta aquí es porque sois prudente y reflexivo, aunque -sonrió- hay pequeñas anécdotas que no dicen a vuestro favor. En fin, no os pido respuestas, no os pido nada; he expuesto lo que sé y creía conveniente, y a vos os corresponde reflexionar sobre ello, aunque no disponéis de mucho tiempo. -Abrió los brazos-. Supongo que no dejaréis de entrar en el Laberinto, y probablemente yo haría lo mismo en vuestro lugar; espero que mis palabras, por lo menos, os sirvan para después.

A Ígur le pareció oportuno aprovechar la buena voluntad del interlocutor.

– Si os puedo pedir algo -el otro le hizo un gesto de total disposición-, quisiera que me hablaseis de Arktofílax y Madame Conti.

– Se separaron poco después del Laberinto de Bracaberbría, pero se dice que han quedado ligados por pactos secretos muy fuertes.

– ¿Hasta dónde secretos?

Cuimógino lo miró con curiosidad.

– Ya veo que no lo sabéis -sonrió-; Hydene y la Conti son marido y mujer.

Quedaba poco por decir. Cuimógino había puesto el énfasis en los peligros que amenazaban a Ígur, pero lo que había impresionado al Caballero eran los detalles laterales; los antecedentes de Sadó trabajaban ineludibles en su pensamiento como una enfermedad placentera y consumidora.

– Señor, os estoy muy sinceramente reconocido por tan gentiles observaciones, y os prometo tenerlas en la más alta consideración.

Cuimógino rió afablemente.

– Dejaos de cortesías, Caballero; los designios oscuros raramente salen de una mente o de dos, sino de los residuos de lo peor de muchas mentes. He visto cómo actuáis entre tanta insidia y, guiado por un elemental sentido de la gratitud, me ha parecido que era lo mínimo que podía hacer por vos.

Fue hacia la puerta.

– Permitidme, pues, que os lo agradezca sin más.

– Caballero, estoy a vuestra disposición para todo lo que queráis. Os deseo todo el buen tino y la fortuna del mundo.

Y se despidieron.

Ígur sentía terreno pantanoso por todos lados. En las veladas alusiones de unos y de otros a Debrel y Guipria imaginaba de todo: temor y discreción cuando se quería tranquilizar, o aun ignorancia; en otros momentos, reproches, amenazas, burlas. ¿Cuántos creían que los había matado? ¿Cuántos sabían la verdad, hasta donde ni él mismo la sabía? ¿Había obrado bien dejándolos con vida, o, por lo menos, había hecho lo que ahora desearía haber hecho? Llegó la hora de ir al Palacio Conti, e Ígur se enfangaba más y más en fantasías sobre Sadó y su padre, Sadó y su cuñado, Sadó y Silamo, Sadó en toda partes desnuda y abierta, Sadó y su indiferente y delicado furor universal, y a todo eso se mezclaban los recuerdos de Lamborga, la suposición de Milana y Omolpus, el ejemplo inalcanzable de Arktofílax.

Cuando salió, el payaso de cada día revolvía en los cubos de basura, y la mirada de Ígur se cruzó con la suya, sorprendidos ambos en una inesperada inmovilidad común; Ígur se dio cuenta de que era un hombre más viejo de lo que parecía. Mientras lo miraba sorber la grasa de un papel sucio, se le antojó víctima y espía a la vez, ¡y a la vez espejo de tantas cosas! El payaso temblaba de inanición y cansancio, baba y costra aquí y allá, y de tanta lástima como le hacía a Ígur, de tanto como le despertaba el instinto de protección, de tan fuerte como era el pesar de no poder dejar pasar por alto nada, de no poderle dar todo lo que tenía y llevárselo a vivir a su casa, quería y no acababa de querer: ¿y por qué éste y no otro?; y sin embargo, pensaba, si todos lo hiciéramos, ¡vaya principio de remedio para los males del mundo!, ¡cuánto dolor ahorrado, aunque el origen y el porvenir del mal quedasen intactos! Y pensando en eso, y pensando que no lo haría, le entraban unas ganas terribles de abofetearlo hasta la sangre, de estrangularlo y descuartizarlo con la más amorosa furia con su espada de Caballero.

El payaso se atragantó y desvió la mirada, y la emoción de Ígur cambió violentamente de rumbo. He aquí la renovación de un malentendido, carne mortificada hacia la completación de la sangre. ¡Que los ojos que no quieran apagarse en el desastre rehusado no se aparten del espejo que sobrevive a todos los apedreamientos! El payaso retrocedió tambaleándose, ¡tienen que verlo los niños! El payaso volvió al rincón, finalmente objeto informe en posición de reposo, e Ígur se fue al Palacio Conti.

Cruzado sin la complacencia habitual el Puente de los Cocineros, Ígur abrió la puerta de servicio y fue recibido por la camarera de los grandes días.

– ¡Caballero Neblí, qué bien os sienta este peinado!

Ígur la miró torvamente, pero ella ni lo debió notar; por el camino de siempre fueron a la sala privada donde ya estaban Madame Conti, Fei y el Barón Boris Uranisor. Todos se fijaron en el pelo severamente cortado de Ígur.

– Querido Caballero -dijo Isabel-, ¿qué te ha pasado? ¿Tienes piojos?

Boris tomó cartas en el asunto.

– Los motivos del Caballero exceden las posibilidades de esta conversación.

– No hay nada que exceda las posibilidades de una conversación en mi casa, Barón -dijo Madame-, y no creo que nuestro amigo sea ningún alma indefensa que reclame tu protección.

En ese momento entró Sadó, e Ígur sintió la sacudida de la sangre. Estaba más bella que nunca, de negro y rojo y con el esplendor de todos los astros en la cara. Una vez hubo saludado a todos, hizo un aparte con Ígur.

– Hace tiempo que no vienes a verme -le dijo con una sonrisa inquietante y que tranquilizaba a la vez.

Ígur quería preguntar, pero temía revelaciones destructivas, y miró de reojo a Fei, que parecía estar muy animada charlando con Boris.

– Me han hablado de tu padre, de cuando eras pequeña y te fuiste a vivir con Debrel y Guipria.

– ¿Ah sí? -dijo ella sonriente, e Ígur perdió el control de su propia expresión. Cuando Sadó soltó una carcajada, Ígur se dio cuenta de que le había puesto en las manos un arma para aniquilarlo cuando quisiera. Ella continuaba riendo-. ¡Fue una época divertida! Los que más me querían eran el Duque y su hijo.

Puso una cara evocadora. Ígur apuntó.

– ¿El Duque y su hijo?

– Pero yo con ellos no estaba demasiado por la labor -le tocó la mejilla riendo-; la verdad es que nada de esa época tiene demasiada importancia -se reía mirándole a los ojos-, porque no llegué a querer a nadie de verdad. -Ígur se complació imaginando a su padre, al Duque, al hijo del Duque… ¿uno por uno, en épocas sucesivas?, ¿con alternancias caprichosas?, ¿todos a la vez, en orgías? Ella suavizó la sonrisa y detuvo el mariposeo de sus ojos de oro-. Con Kim fue diferente -levantó la vista y volvió a reír-. ¡Te sienta muy bien el pelo corto!

Entró Arktofilax, y Madame Conti anunció que se había dispuesto una cena con un pequeño espectáculo en la sala central, y todos fueron hacia allá; las mesas estaban espléndidamente preparadas, con la palestra en el centro y unas cuarenta personas, que recibieron a Ígur y al Magisterpraedi con aplausos. Entre los invitados, Ismena y Rilunda, y Mongrius al frente. Se sentaron, Ígur entre Sadó y Madame Conti, que tenía a Arktofilax al otro lado, y Fei y Boris junto a él; Ismena y Mongrius cerraban el círculo, el Caballero al lado de Sadó. Ígur no se quitaba de la cabeza la conversación, y la razón le decía que todo estaba muy claro, pero un furor morboso le exigía una confirmación que no sabía cómo pedir sin que Sadó se molestase o, aún peor, que se riese. Y lo peor llegaría luego: si ella se ratificaba y lo ampliaba con detalles, el desastre del ánimo sería imparable, y si lo negaba, para que la pasión no muriera en la desilusión, se desviaría hacia la desconfianza.

– Ein Mädchen oder Weibchen wünscht Ígur Neblí sich -dijo Fei riendo.

Ígur miró sin recelo la magnificencia de la mujer vestida de negro brillante. Las palabras de Cuimógino eran una cuenta pendiente. ¿Qué podía hacer, advertirla? Buscó en su interior las razones que lo guiaban a no hacerlo. ¿Cobardía? ¿Indiferencia? ¿Miedo a las responsabilidades sentimentales? Llenaron la mesa de espléndidas bandejas de viandas. Ígur miró de nuevo a Sadó; ¿era ella, en verdad, el motivo de su retraimiento?

– Los placeres más intensos del mundo -decía enfático el Barón- son los relacionados con la naturaleza y los viajes, y tienen en cada cual la encarnación que la infancia ha sembrado: caza, montaña, navegación, astronomía, fotografía, etcétera; a continuación están los placeres intelectuales, que los animales más evolucionados sustituyen con la contemplación de los deportes o espectáculos diversos; y, en el último escalafón, los Juegos del Cuantificador. Y, finalmente, se encuentran las rosas más espinosas, que cualquier hombre inteligente debe gobernar, si el animal no le permite eliminarlas: los vicios, entre los que las mujeres ocupan un lugar destacado por la riqueza, variación y malignidad de las molestias y pérdidas de tiempo que proporcionan, tanto en el terreno higiénico como en el social.

Las palabras del Barón hicieron mucha gracia a todos, pero a Ígur le hirieron sin que se parase a pensar por qué.

– Barón -dijo-, por la forma en que habláis parece que de mujeres no sabéis demasiado.

Hubo una carcajada general, con la única excepción de un abstraído Arktofilax.

– Amigo mío -dijo Boris-, las mujeres son animaluchos de mente corta pero complicada, y se trata de facilitarles las cosas para evitar confusiones que tan sólo te harán perder tiempo. -Ígur miró a Fei y a Sadó, y vio que ninguna de las dos parecía dispuesta a contradecir-. Son capaces de estar a tu lado por la razón más insólita, pero necesitan conocerla, o creer que la conocen, y tenerla bien situada dentro de sus intenciones y pensamientos monocordes. Las vías principales de acceso a las mujeres son la sensual y la racional, y sólo en casos excepcionales pueden combinarse, pero, sobre todo al principio, no es aconsejable hacerlo. -Madame Conti parecía la más divertida de la mesa-. No debe haber duda acerca del terreno de la pasión en el que se produce el asalto. En principio, el sensual es el más recomendable si se quiere una relación corta, es rápido y efectivo, y si se quiere larga y estable, conviene decantarse por el racional, opción poco recomendable si no se tiene una personalidad muy fuerte o, en su defecto, un espíritu de sacrificio y abnegación a prueba de bomba, porque las mujeres tienen la fijación de creerse el centro del mundo, y que el problema más apasionante y el único que vale la pena esforzarse por resolver es su propia confusión mental, lo que las lleva a la más absoluta ignorancia y desprecio de los demás, si no es para hacer una rápida reducción denigradora, con la única excepción de lo que tenga relación directa con su propia persona.

– ¿Creéis que con el egoísmo se puede llegar a tal indigencia mental? -dijo Fei con suavidad.

– Sería egoísmo si fuera inteligente, pero es simple cortedad, simple incapacidad de imaginar otra cosa que lo que pasa dentro de la miserable causalidad de su mente enana.

– Parece ser que hay quien no deja de dedicar mucho tiempo y esfuerzos a desentrañar la miserable causalidad de mentes tan enanas -prosiguió Fei.

– Y ésa es su imbecilidad -dijo Boris-. El mal de las mujeres es que confunden su mezquindad insidiosa, estéril, y feroz con inteligencia, capacidad de penetración psicológica y conocimiento de la vida, y el desinterés y el hastío de los hombres por tan ridícula actitud con ingenuidad y embobamiento.

Arktofilax soltó una carcajada.

– Barón, debéis ser un entusiasta de Afrodita, si es tan cierto como dicen que la misoginia es distintivo de los heterosexuales más furiosos.

– Magisterpraedi, creo que es la única consecuencia inteligente.

– Habláis mucho de inteligencia, Barón -dijo Fei sin perder la sonrisa-. ¿Tan seguro estáis de poder aguantar el tipo ante cualquier mujer?

Boris rió.

– Me da completamente igual. Enamorarse de mujeres inteligentes es signo de virilidad depauperada.

– Curiosa cuestión -dijo Madame Conti-. ¿Y qué me decís de las mujeres que se enamoran de un hombre porque lo encuentran bello?

– Es lo mismo, pero al revés -dijo Boris con inseguridad.

– ¿En qué sentido lo mismo? -insistió Madame-. ¿En qué sentido al revés?

Ismena y Mongrius se levantaron.

– Con vuestro permiso, nos retiramos un momento -dijo él.

Madame Conti asintió con la cabeza.

– Por supuesto -dijo Boris dirigiéndose a Fei-, hablaba genéricamente. Vos estáis por encima de tales consideraciones.

– Por supuesto, Barón -dijo ella sin mirarlo, sonriendo con una tristeza displicente.

– Las palabras genéricas casi nunca tienen aplicación en la realidad presente -dijo Ígur a Sadó-. ¿No crees?

– Y cuando la tienen se esfuma su fuerza genérica -dijo ella.

– Ahí tienes el dominio de la juventud -dijo Arktofilax a Madame Conti.

– Un arte que se pierde, el de la seducción -evocó ella riendo-, saber convertir en atractivo el propio deseo.

– Barón -dijo Fei-, tengo curiosidad por veros cruzando del mundo genérico a la realidad presente.

– Para mí no hay fuerza genérica que valga la pena conservar en ningún embate de la vida -le dijo Ígur a Sadó.

– Con vos me inquieta lo que tiene de fácil y me atenazaría lo que tiene de imposible -le dijo Boris a Fei.

– Es un lujo que puedes permitirte -dijo Sadó.

– No hace falta que nada os inquiete ni os atenace, Barón -dijo Fei-; estáis en el lado bueno de la bola de nieve. -Y rieron.

Sadó tomó a Ígur de la mano, y él se preguntó si no sería tan inconsciente como las generalizaciones del Barón pretendían. Fei los miró con una sonrisa indefinible.

– No nos engañemos, querido -dijo Madame Conti a Arktofilax-. El retorno es la verdadera despedida.

– ¡Tan exagerada como siempre! -dijo él.

– Míralos -señaló ella al resto de la mesa, en voz baja-. ¿No te recuerdan a nosotros?

– Sí, pero no les envidio.

Un aire de detenimiento se extendió en la reunión. Boris, quizá más borracho de lo que les parecía a los demás, le hablaba a Fei al oído; ella se reía con frialdad.

– La bola de nieve no rueda para todos, pero sí para vos, Barón.

– Parece que no te desagrada volverte mental -le dijo Isabel al Magisterpraedi.

– Yo me puedo permitir todos los lujos, por lo menos hoy. Ya veremos mañana -le dijo Ígur a Sadó, y ella se echó a reír.

– Hoy estás en el Atrio, mañana serás el rey. ¿A qué temes?

– Me desagradaría si me desagradase el paso del tiempo -respondió Arktofílax.

– Así pues, señora -dijo Boris-, confío en que vuestro astro también salga para mí de la bola de nieve, y me permitáis ser el pagador en su totalidad.

Las sonrisas de plumaje cortés y distante evocaron en Ígur pasados y expectativas inmediatas, y, sabiendo lo que estaba por llegar, las llenó de resonancias sexuales; imaginó su impaciencia compartida por tanta discreción, y eso lo excitó aún más.

– Qué queréis, Barón -dijo Fei-. No necesitáis crédito en esta barra, ni puedo daros más de lo que hay en mí: de lo que me pedís no dispongo.

– Te lo doy todo -le dijo Sadó a Ígur-. ¿Te acuerdas? ¿Qué más quieres?

– ¿Qué nos queda por querer, entonces? -le dijo Isabel al Magisterpraedi.

– ¿Qué se puede querer, cuando ves que a las mujeres inigualables morirás sin haberlas hecho tuyas? -dijo Boris.

– ¿Qué se puede querer, cuando ves que a las mujeres inigualables ya las has hecho tuyas? -le dijo Ígur a Sadó.

– Nos hemos tenido -dijo Arktofilax-, y nunca nadie nos podrá quitar ni aquello que puede verse de nosotros. ¿Qué más quieres querer?

Silencios y anhelos de respuesta se cruzaban como las copas y las miradas.

– Te queda el tiempo, amor mío, la extensión de tu triunfo; has vencido a todo aquel que se ha topado contigo, y aunque no fuera así siempre me tendrás a mí -dijo Sadó sonriendo a Ígur.

– Y sin embargo, señora, más vale eso que nada -dijo Boris-, si es que en caso contrario tenemos que topar con el mundo genérico.

– Justamente eso, queridísimo. Quiero querer -dijo Madame-. Lo añoro con toda el alma.

– ¡Me haces tan feliz! -dijo Ígur-. Y sin embargo, después de todo… ¡Qué más me da toparme con una cosa que con otra!

– En absoluto, Barón. Toparíamos con la realidad presente -dijo Fei.

– El deseo es la única fuente de topetazos, querida -dijo el Magisterpraedi-, aunque sólo fuera por eso ya no deberías añorarlo; aquel al que han hecho inmune a su veneno, debe saber reírse de eso.

– ¿Me querrás siempre? -dijo Sadó, y se reía como si fuera una broma.

– Añoras la nostalgia anticipada de la juventud, querida -le dijo Arktofilax a Isabel-. ¿Creías que tendrías más?

– No pongáis esa cara, querido Barón -dijo Fei riendo-; he sido vuestra cuando lo habéis querido, y no haré excepciones la próxima vez.

– No sé si más o menos -respondió la Maestra-, pero sí que sería diferente. -Miró uno por uno a los de la mesa-. Fíjate, el tiempo se les acaba y lo saben, pero no saben hasta qué punto. -Levantó la voz, porque Mongrius se acercaba-. Así pues, amigos, si os apetece, hay un pequeño espectáculo especial para vosotros.

– Esta noche mismo, señora -dijo Boris a Fei lentamente, y le tomó una mano; Ígur lo miró de reojo un poco sobresaltado, y se volvió hacia Sadó.

– Te querré para siempre, amor mío -le dijo.

Mongrius se acercó a la mesa.

– El espectáculo está preparado.

– Vamos, pues -dijo Madame, y todos se sentaron cerca del estrado, tras el cual había instalada una pequeña orquesta, versión reducida de la del día del trapecio volante, y un coro de ocho voces. Una vez todos aposentados, arrancó la música.

Se nel seno vi bulica il core

Il rimedio vedetelo qua.

Entraron en procesión dos parejas con túnicas blancas y capas rojas, precedidas por un adolescente vestido con colores metálicos y con un peinado caprichoso enlazado por una corona de laurel dorado, todo él tocado de una deliciosa ambigüedad sexual (en realidad, Ígur creyó en principio que era una chica, y no de las menos delicadas), y subieron todos al estrado. Ígur reconoció a Ismena y a Destoria, la dama que había conocido en Bracaberbría, y al actor que había hecho de Kiretres el día del trapecio, amante de Fei el día del piano; el cuarto le resultaba desconocido.

– ¡Amables Reinas y Nobles, Caballeros y Damas -cantó con una tesitura muy tierna de soprano el adolescente erigido en Trujamán, con fondo de pífano y tamboril-, ésta es la verdadera historia en el tiempo que veréis de los ínclitos Arktós y Cuneitela -y se adelantaron saludando Ismena y el desconocido, cubiertos de un maquillaje opaco y blanquecino que quería indicar vejez-, representados por la noble Ismena y el incomparable Firmin, ¡y los ascendentes Harpsifont y Setolmene que encarnan la gran Destoria y Poldino sin rival! -se inclinaron los otros dos, maquillados con más brillantez; Ígur se fijó en los espectadores de la primera fila, entre los que destacaba un hombre enorme, redondo y porcino hasta la náusea-; vean ahora el tránsito de los tiempos, revoluciones y oposiciones de los cuerpos en sucesión -y, con un cambio de la melodía a la modalidad jónica, los cuatro actores iniciaron un baile más bien rígido en el que las parejas se intercambiaban tanto en cruz como en círculo; a Ígur le hipnotizaba la monstruosidad del hombre obeso de carne blanca, labios delgados y manos minúsculas y delicadas que insistían en la idea de un helada y turbadora singularidad genital; el joven Trujamán levantó la voz en canto agudo-: ¡Angeles de la Aufklärung! -Y el baile ganó movimiento y plasticidad-. ¡Vean cómo el recuerdo de unos alimenta el porvenir de otros! -Y Firmin besó a Destoria mientras Poldino evolucionaba alrededor de Ismena-. ¡Tanto en las afinidades como en los géneros, los flujos de la vida iluminan los latidos de los tiempos! -Y tal y como Firmin y Poldino se apartaban, Ismena y Destoria se acercaron hasta tocarse; Ígur se fijó en Fei y Sadó, y confirmó cómo en su pensamiento se habían intercambiado el atractivo basado en elegancia discreta y el reclamo de la evidencia sexual, y entonces la música cambió de ritmo, pasó al modo lidio, e Ígur, que había perdido un momento de vista la escena, se encontró con que Ismena y Destoria se desnudaban la una a la otra, y el Trujamán adquiría tintes sincopados-: Para sucederse, hay que quererse, y así la loba Cuneitela y la lóbrega Setolmene -una vez desnudas pero con las joyas tintineantes, Destoria se puso a gatas e Ismena, tumbada por debajo de ella orientada al revés, le chupó los pechos, y lentamente fue avanzando hasta besarle el sexo y ofrecerle el propio en la boca; entonces se le colgó de las caderas abrazándoselas, y arqueándose levantó la pelvis hasta que los labios de la otra llegaron a ella-. ¡Ah, cruel Setolmene, chupadora de las bondades de Cuneitela! Ved el detenimiento de la sucesión, que no fundación, porque como dice el antiguo dicho,

al trueno de atrás,

¡mal rayo me enjuague!,

no le mandarás

un rayo que juegue

y, nobles seguidores, aquí nadie debe excederse en ningún ritmo -entre tanto, Firmin y Poldino rondaban a las mujeres como si les azuzara una duda, o como si otro los ralentizara, y a un nuevo cambio de la música al modo frigio se acercaron Firmin a Ismena y Poldino a Destoria y sin soltarlas de su enlace las levantaron del suelo y las penetraron, Poldino sosteniendo por los muslos a Destoria, y ella colgada con las manos en el correaje de los hombros de Firmin, que a la vez había tomado por el flanco a Ismena, quien daba peso a Destoria, habiendo perdido ambas contacto con el suelo, y así copularon, posteriormente Ismena y Firmin, frontalmente Destoria y Poldino-. ¡Ved cómo el mundo cree que Arktós y Harpsifont conectan por el interés, y ellos creen que conectan por el espíritu, cuando de hecho, y como podéis ver, conectan por las mujeres que los devoran!

Porque, efectivamente, las penetraciones de los hombres eran caprichosas y a menudo se retiraban para alternar ano y vagina, o para permitir, por ejemplo, Firmin que Destoria pasara la lengua de su miembro al sexo abierto de Ismena, o Poldino que los labios de Ismena recogiesen o aumentasen toda la humedad que el vaivén proporcionaba; a menudo la cópula ayudada de unos labios se convertía en un segundo en felación sobre vulva, o en cunnilingus contrapuntado por falo.

– ¡Ouroboros! -gritó alguien entre el público.

– ¡Anfisbena! -replicó otro, y se formaron divisiones de seguidores de ambos.

– ¡Las dos a la vez! -chilló un tercero cuando ya se hubo hecho el silencio.

Ígur se dejó llevar por los brillos impersonales de las mucosas enrojecidas, pensando en Fei y Sadó, por cómo la sensualidad reunía en una sola cara expresiones exuberantes y extrañas de dolor solemne, de tristeza, de luctuoso esfuerzo y de alegría, de rabia y de sorpresa, pautadas en violentas estridencias respiratorias, se dejó llevar por una boca en chose-de-poule, por unos labios que ceñidos al glande componían las formas de la imagen pompier de un corazón, pero abriéndose, en el vértice las comisuras, y asociándolo a la obesidad morbosa que tenía delante se dejó llevar por la velocidad rebotadora de una lengua, por las facciones zarandeadas por la fricción del falo, por los anillos y pendientes que adornaban la vulva de Ismena.

– Y ahora, nobles espectadores -anunció el Trujamán en registro do seis-, la yegua ganadora, la fuerza del Imperio: ¡la Reina de los Dos Corazones!

Ígur tuvo un sobresalto, porque hacía un minuto que había mirado a Fei y nada le había permitido imaginar que se desprendería de la chaqueta y con todo el correaje negro saltaría a escena. El joven Trujamán se retiró, y Fei, siguiendo la música, se encaramó de un salto con las piernas desnudas y altísimas sandalias de tacón negro encima del hombro desprotegido de Ismena, sobre la cual asentó bien los pies y espléndida, sin contemplaciones, bailaba encima de ella; las puntas de los tacones se clavaban en los lomos de Cuneitela, quien desbocada entró en el paroxismo final; Ígur ponía una cara de inquietud tal que Isabel Conti se le acercó.

– No te preocupes, aquí no interviene la Apotropía de Juegos -le dijo deprisa, acariciándole la mejilla con los labios-, hoy la sangre no llegará al río -se separó para mirarlo-; ¿o no es eso lo que te preocupa? -Miró a Sadó-: ¿Qué quieres, no tienes suficiente? -rió-, ¿cuántas fidelidades eres capaz de concitar? -Fei se agachó y sin interrumpirlas metió una mano en cada penetración, e Ígur no pudo evitar que allí se le fueran los ojos, mientras que el público se levantaba chillando y aplaudiendo; Madame Conti se lo quedó mirando-. ¡Qué niño eres, por más invencible que seas! ¿No ves que ella lo hace por ti?

Fei se puso de pie poco a poco, levantando los brazos, y cantó:

Phoebus eilt mit schnellen Pferden

durch die neugeborne Welt

Ígur se esforzó por degustar el espectáculo como un niño, siguiendo el orden plástico, pero cuando la fe es esclava del deseo, no hay nada que hacer; los doce focos móviles de colores que iluminaban la escena regulados por el Cuantificador se detenían en ángulos iguales de incidencia sobre Fei, o bien en perpendiculares ordenadas de dos en dos siguiendo paridades, o cada uno con el de tres más allá, y sucesivamente, y también cambiando de colores, enfrentando gamas o complementarios, básicos y neutros, del amarillo penetrante al azul absorbente, de la agudeza de los sucios a la nitidez de los fríos. Con la llegada de los rojos y los fuegos, la música incorporó trompas selváticas y timbales, y el espectáculo acabó con la explosión controlada de las dos parejas. El semen trazó signos azarosos en las caras de las actrices, enseguida dispersados por el propio movimiento, pero también, y antes de que Firmin y Poldino cayeran de rodillas desfallecidos por el peso del placer, abandonadas por el suelo ellas dos, la mayor parte de las salpicaduras, dirigidas por manos expertas, hicieron blanco en los pies de Fei, y cuando ella saltó al suelo, le resbalaban por las tiras de las sandalias y la piel, hacia la suela y la varilla del tacón. Del público salió un enano cabezón con un traje de pelumbre, que se precipitó a los pies de Fei y se los lamió minuciosamente entre el delirio y los gritos de ánimo del público; mientras arrebujado bajo el arco de todas la magnificencias se ocupaba del pie derecho, Fei le aplastaba la cabeza con la punta del otro hasta meterle el morro en el empeine, o con una súbita flexión de piernas le apretaba el cogote con la rodilla, y así la extensión de la lamida progresaba y ascendía, y Fei se reía como si jugueteara con un cachorro.

– ¿No será que te importa más lo que dicen los demás que lo que sientes tú? -dijo Madame Conti a Ígur-. Es un comportamiento muy femenino, amigo mío. Muy propio de un Caballero.

El pelo de Fei se agitaba a cada inflexión de la sensualidad.

– Es el aire de los tiempos -dijo Sadó riendo, y se volvió a Ígur-. Aún te gusta Fei.

– Me gustas más tú -dijo él enseguida, estrellándose.

– Eso está mejor -dijo Madame Conti con una carcajada-, ¡irreverente con el peligro!

– Lo que no puede acabar contigo, no vale la pena respetarlo -intervino Boris.

El enano tenía justo la altura de las piernas de Fei, no en vano famosas, las piernas más largas del Imperio, de los pies a las caderas, cuando los actores, ya recuperados de la satisfacción, ejecutaban una pantomina, siguiendo la música el modo mixolidio: Ismena le regalaba todas sus posesiones a Destoria y la alababa, y Poldino asesinaba a Firmin.

– ¡Poldino proléptico cruza la última puerta! -cantó el Trujamán, triunfal en modo frigio-, ¡el tesoro está en sus manos!

Los dos espectáculos se acababan, y el Barón subió de un salto al escenario entre las carcajadas de los asistentes y arrancó al enano, en plena escalada del cuerpo de Fei, lo levantó por los aires con los brazos y las piernas en remolino y lo tiró al suelo; después le dio la mano a Fei y así bajaron de la escena entre aplausos. Los de las primeras filas se levantaron.

– ¿Conocéis al Secretario de la Paratropía de Obras Públicas? -preguntó Madame Conti, y les presentó al obeso de mediana edad que tanto había fascinado a Ígur durante el espectáculo-: el señor Neder Rist.

– Permitid que os felicite por vuestra actuación, señora -dijo el hombre gordo con una voz finísima e inquietante, y después señaló al enano-; veo que vuestras dotes de improvisación son tan notables como las de mi ayudante.

– El señor Deiri Cotom es un visitante habitual de esta casa -puntualizó Madame Conti.

– Es un hombre malvado -dijo Sadó a Ígur; Rist la oyó y se dio la vuelta.

– ¡Si conocieseis a su mujer! -soltó una carcajada-. No hay hombres malvados, sino hombres estúpidos en manos de mujeres malvadas y estúpidas.

– Sólo estoy de acuerdo en la mitad de eso -dijo Boris.

La conversación se expandió, con Ígur atrapado entre el Barón, Rist y el enano.

– Hay muchas maneras de dividir la frase por la mitad, Barón -dijo Cotom, resentido de que lo hubiesen interrumpido cuando progresaba cuerpo arriba de Fei.

– No es necesario que Boris nos diga qué parte rechaza -dijo Rist-. Lo que, por cierto, me obliga a felicitaros por vuestra elección. Habéis conseguido a la mujer más bella de la reunión.

– Os lo agradezco mucho, pero os equivocáis en casi todo. Primero -dijo Boris con una media sonrisa-, no la he elegido, sino que ha venido a mí por despecho. -Ígur palideció-. Segundo, yo habría escogido a Sadó, que es en realidad la más bella.

– ¡Pero si es tonta! -exclamó Rist.

– ¿Además de ser la más bella es tonta? -dijo Boris-. ¡No es posible tanta fortuna, estamos ante la mujer ideal!

Soltaron una carcajada que a Ígur le pareció estimulante y amarga; parecía evidente que, sobre todo por parte de Boris, había un cierto deseo de provocarlo, y oír llamar tonta a Sadó le había sabido tan mal como oír decir que Fei no era la más bella, a pesar de no serlo en favor de la otra, pero se sintió fuerte y generoso.

– Ya lo decía mi abuela -chilló el enano-, el éxito de la histérica, la sensata lo desea.

Arktofilax y la Conti dieron las buenas noches a todos y se retiraron, y puesto que Ígur no quería quedarse a contemplar cómo Fei se iba con citarón, le propuso a Sadó desaparecer, y se fueron a la habitación interior, tanto más pequeña y modesta que la de Fei.

– Tenía tantas ganas de estar contigo -dijo ella.

Se precipitaron a los juegos del amor con una furia desesperada que parecía aumentar la precariedad de la habitación, el aire de estar en un camarote de tercera en el transatlántico más lujoso. Desde la minúscula ventana no se veía cielo, sino la proximidad de una pared, y se oían abundantes ruidos de fondo. Sadó subía y caía alternativamente en el aprecio y en los propósitos de Ígur, y eso lo aplastaba contra el agotamiento sentimental. Quizá sí sea tonta, pensaba después de oír una consideración, pero poco después recordaba: quizá es más lista que yo.

– ¿Te gusta estar en casa de Isabel? -le preguntó.

La felicidad tiene un poso de tristeza porque anuncia su final; por la misma razón, la tristeza debería tener un punto feliz, pero no es así, porque la tristeza puede no terminar nunca.

– ¡Muchísimo! -dijo ella riendo-. ¡Si supieras las cosas que llegan a pasar aquí!

Por un momento Ígur se dejó llevar por la opresión del resquemor; se imaginó al Duque Virbelgurd, al que no conocía, al hijo del Duque, al Secretario del Duque, padre de Sadó, a Kim Debrel y a tantos otros que nunca sabría y que prefería no saber, medio Imperio pasando por aquella habitación sin reposo; pero los deseos se alimentaban recíprocamente de los celos, y cuando unos se apagaron cumplidos, se hizo el silencio de los otros. Algo quedaba vivo, sin embargo, vivo y vigilante en la calma de Ígur, algo que lo refería a las mujeres, como aquella, con un pasado fabuloso, no extenso y condimentado, sino deslumbrantemente breve y sobrecogedor, insuperablemente intenso y sin treguas, cuando no podía dejar de mirarla dormir a su lado, desnuda y acurrucada, con caprichosas posturas de las manos y una expresión enternecedora, casi de placidez infantil, entre la sonrisa y algo indefinible, que absurdamente lo tranquilizaba y le resultaba fácil de acentuar con una caricia o un beso que la llevaban a moverse un poco, siempre para dar facilidades, y respirar más deprisa, o soltar una pequeña queja de sensualidad a saber con qué recuperación de conciencia.

Sí, aquél era su refugio preferido, y dedicó el ensueño a rememorar los mejores momentos; ella le había dicho que le amaba, que siempre le amaría, que pensaría tan sólo en él cada día que faltara, y cuando volviera estaría para siempre a su lado. No le importaba si eso iba a ser así o no, esa declaraciones son para el presente, y ninguna metafísica de circunstancias las desmerece. Nostalgia del presente, vanos anhelos de intemporalidad. Finalmente se hizo también el silencio dentro de la furia dubitativa de Ígur, y se durmió abrazado a su enamorada.