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XII

El Atrio del Laberinto de Gorhgró era un enorme espacio desangelado, negruzco y humedecido, lleno de resonancias acentuadas por la absoluta desnudez, especialmente aplastante a primeras horas del alba, cuando la Entrada Bruijma había convocado a sus efectivos. La niebla y el hielo entraban en el Atrio como si se tratase de un espacio exterior, y quizá es que nunca lo abandonaban. Cuando Ígur se internó en él en compañía de un Arktofilax taciturno y vestido de negro de la cabeza a los pies, la Primera Puerta estaba tomada militarmente, y hasta el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma tuvo que acreditarse al margen de su sello personal. La fría brutalidad del procedimiento le pareció a Ígur a propósito para deprimir a los espíritus débiles, y procuró inútilmente pensar en cualquier otra cosa; había llegado la hora que tanto deseaba, y de repente le pareció que el camino se le había hecho corto y sintió nostalgia de lo que había descuidado: el estudio de la Ley del Laberinto, la preparación geométrica, el análisis de los Laberintos anteriores, y tantas otras cosas. Mientras avanzaba por la inmensa cavidad rectangular se sintió como si fuera hacia el patíbulo, y maldijo la hora en que se le había ocurrido emprender aquella aventura.

Llegaron ante la Ultima Puerta, y todo era exactamente como lo había descrito Silamo, pero Ígur notó diferencia de tantas veces como lo había imaginado. Las piedras tenían una extraña textura metálica, y por todos lados había goteras; el aire era helado, y a la vez tenía un no sé qué de ebullición asfixiante. Sobre la Última Puerta, y ocupando casi toda la fachada interior correspondiente, había un órgano descomunal, oscuro y brillante, con grandes estatuas polícromas entre las diferentes secciones de tubos, y la trompetería horizontal sobresaliendo hasta casi tocar las guías del Rotor; el conjunto resultaba tétrico, impresionante por la dejadez, incluso la ruina, de algunas partes, en contraste con la potencia de la construcción y las inalcanzables texturas que incitaban a asociarlo a un ser vivo. Las estatuas representaban escenas complicadas con muchos personajes con cuerpo y cabeza de diferentes animales, y en la parte inferior, siete u ocho metros por encima de la Puerta, colgaba una cabeza de más de un metro de diámetro y expresión feroz, con barba y turbante. Los más de ochenta y ocho mil metros cuadrados de superficie del espacio, aplastados bajo los doscientos treinta y cinco metros de altura interior, convertían a las dos docenas de personas que había dentro en insignificantes presencias de hormiga. La comitiva se detuvo ante el Rotor, que Ígur contempló con aprensión. Vio la Puerta, con la estrella de cinco puntas, y la plataforma intermedia donde tendrían que esperar la evolución del mecanismo.

El Secretario Francis se situó entre Ígur y Arktofilax, y con parte de la Guardia detrás, esperaron ante el Rotor. Ígur no sabía qué esperaban, y así pasaron media hora sin moverse ni decir nada, hasta que se abrió de nuevo la primera puerta, que a cuatrocientos veintiún metros era una presencia remota, y entró una comitiva formada por una docena de personas, las primeras pertenecientes asimismo a la Guardia del Laberinto, y avanzaron marcialmente hasta el Rotor. Mientras los pasos resonaban repicando brutales, acercándose, Ígur sintió la molestia de una lucidez terrible atenazándolo como un arrepentimiento.

La comitiva se detuvo a unos cinco metros delante de él, y el Comandante de la Guardia, que la encabezaba, dio un taconazo y se apartó a un lado, y después de que sus hombres abriesen la fila, avanzó el personaje custodiado.

– ¡Su Excelencia el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto! -anunció el Comandante.

El dignatario avanzó hasta quedar a tres metros de donde esperaban Francis, Ígur y Arktofilax, y se dirigió a ellos con gravedad.

– Magisterpraedi, Secretario, Caballero, sed bienvenidos al Atrio. ¿Lo tenéis todo dispuesto para la Entrada?

– Así es, Excelencia -respondió Arktofilax.

– ¿A qué hora tenéis prevista la Apertura de la Puerta?

– A las nueve y un minuto.

El Secretario de la Agonía se volvió hacia un ayudante que se mantenía dos pasos detrás de él, y que a un gesto suyo avanzó, y tuvieron una breve conversación en voz baja.

– Disponéis hasta el mediodía -dijo al acabar- para las observaciones y los preparativos que consideréis convenientes. A partir de entonces los Entradores os constituiréis en Guardianes de vuestra Entrada, y a las siete de la tarde desalojaremos el Atrio.

Y se retiraron. Los Guardias que habían acompañado a Ígur y a Arktofilax se situaron en dos grupos en los extremos, uno en cada puerta. El Secretario Francis tuvo unas palabras de cortesía y confianza para los expedicionarios, y también salió. Una vez solos, Ígur y Arktofilax estudiaron el Rotor para determinar la ranura por la que se tenía que insertar el disco y estudiaron la operación hasta en sus mínimos detalles para evitar improvisaciones de última hora. Una vez establecida la ranura y la orientación, Ígur comprobó que ni siquiera una mota de polvo obturase los orificios del disco por donde la luz de las estrellas tenía que abrir la Última Puerta.

Al acabar les quedaba aún mucho tiempo muerto, e Ígur y Arktofilax se sentaron en las sillas plegables que llevaban en el equipaje y tomaron algunas provisiones. Ígur se tranquilizó, y, sin ninguna distracción exterior, vagó por el recuerdo desordenadamente al principio, después de forma selectiva y con complacencia, rememorando una vez y otra la escena preferida, al final modificándola de acuerdo a sus deseos, distorsionando las posibilidades reales, olvidos que más hubiera valido no inquietar, haciendo jugar a los demás el papel que le convenía. El transcurso de las horas le resultó insoportablemente largo a veces, otras felizmente corto, inquietantemente corto. Faltaba un cuarto de hora para las siete de la tarde cuando se abrió la Primera Puerta, y sin cruzar el umbral, un ujier tocó una campana transportada por un carrito. La Guardia se colocó en formación, y con un Oficial al frente se retiró marcando el paso. A las siete en punto, Ígur y Arktofilax se quedaron absolutamente solos en el Atrio, y tras doce toques de campana la Primera Puerta se cerró pesadamente tras el Mundo.

– Caballero, si ahora te arrepientes ya no estás a tiempo -dijo Arktofilax.

– He tenido mejores ocasiones para arrepentirme. ¿Dudáis de los cálculos? Siempre me habéis parecido confiado.

– ¡Confiado! -rió Arktofilax-. ¿Quieres saber por qué me siento confiado?

– Sí; ¿por qué?

– Porque me da exactamente igual que los cálculos de Debrel estén bien o no. Lo mismo me da que el láser del Atrio me achicharre dentro de dos horas como que me achicharre otra cosa dentro de dos años.

El Magisterpraedi había hablado sin acritud, con una dulzura que desarmaba, hasta con una sonrisa que había inquietado a Ígur como no lo habría hecho con aire tremendista. De repente se imaginó en firme la posibilidad de morir fulminado en el plazo de dos horas. ¿Qué sentido habría tenido entonces tanta movilización de esfuerzos? Ígur intentó distraerse charlando, y cuando descubrió que Arktofilax ya había estado en el Atrio anteriormente y que había diferencias, se interesó por ellas; así descubrió, por ejemplo, que la cabeza que colgaba del órgano había sido modificada, y antes no llevaba ni barba ni turbante, y que ese tocado le había sido añadido para ocultar que en lugar de pelo tenía serpientes. El tiempo transcurría más lentamente que nunca cuando Ígur miraba hacia adelante, y a la vez más deprisa que nunca cuando miraba hacia atrás, y cuando faltaba un cuarto de hora para las nueve, cogió el disco que Debrel había preparado.

– ¿Estáis listo? -preguntó, presentándolo a la rendija; el Rotor tenía pinta de estar fuera de servicio hacía años, e Ígur se sentía escéptico respecto a que fuera capaz de moverse.

– No lo introduzcas aún, no sabemos la porquería que puede haber dentro del Rotor.

Arktofilax se situó en el centro de la plataforma entre el Rotor y la Última Puerta, y cuando faltaban nueve minutos para las nueve, Ígur metió el disco, que se acopló con un clac metálico grave y resonante, y se situó al lado del Magisterpraedi. Lentamente, el Rotor se elevó, y acelerándose pesadamente, ascendió por las guías hacia la chimenea, y cuando atravesó el orificio del techo, lo hizo desapareciendo de la vista a una velocidad considerable. La sensación de ausencia y la espera se volvía extraña y perturbadora, e Ígur no le quitaba ojo a la señal húmeda que el Rotor había dejado en el suelo, ni a los residuos de su alrededor, un perfecto molde de un barrizal negruzco. Arktofilax se volvió hacia la Puerta, y una sacudida impresionante les llegó a través de la chimenea; eran las nueve en punto, y el Rotor debía de haber llegado arriba. De repente, el pleno del órgano emitió seis acordes menores atronadores en su registro más grave, que sobrecogieron a Ígur; sentía el retumbar en el pecho, como si le faltase aire, y cuando pararon, aún resonaban una y otra vez por las paredes del Atrio; contuvo la respiración con delicadeza, porque un Caballero de Capilla no permite que ninguna contingencia le altere el pulso. Pasaban los segundos sin que ninguno de los dos mirase el reloj, e Ígur sintió celos de la expresión impasible del Magisterpraedi. Por fin, con la más silenciosa lentitud, se abrió la Última Puerta.

Tal y como habían previsto, el pasillo inicial del Laberinto era una larga escalinata descendente sumida en la oscuridad total, y aproximadamente del ancho de la Puerta, es decir, de tres metros veinte. Ígur y Arktofilax se adentraron en ella, cargados con todo el equipaje y con las linternas encendidas. La escalera no tenía rellanos, y como la trayectoria presentaba pequeñas sinuosidades, no había forma de ver el final; de vez en cuando se apreciaba una interrupción en la continuidad de las paredes: otro camino de escaleras, idéntico al que transitaban, que se añadía a ése. Ígur no se fijó al principio, y después los contaba intentando memorizar el orden, si procedían de la derecha o de la izquierda, hasta que se descontó y se dio cuenta de que si la intención de los constructores era complicar, por no decir impedir, un posible retroceso, lo habían conseguido plenamente, porque pasada una bifurcación, un vistazo atrás mostraba ambos caminos confluyentes exactamente iguales. Poco a poco el recorrido se iba volviendo más sinuoso, el techo era más bajo y el ámbito más estrecho. Las goteras y el calor se volvían asfixiantes, y en algún que otro lugar caían los líquidos a chorro. El hedor era monstruoso.

– Debería haberlo imaginado -se quejó Arktofilax-. El Laberinto de los Pantanos era un jardín de prodigios, y éste es una cloaca. ¿Qué se puede esperar de la Reforma?

El trazado se había vuelto tan angosto que tenían que caminar no tan sólo uno detrás del otro, sino a menudo de perfil o agachados. Finalmente tuvieron que caminar a gatas, lo que por la pendiente del terreno hizo del camino un suplicio inacabable. Ígur iba delante, y llegó un momento en que no pudo pasar.

– Quizá nos hayamos equivocado -dijo con timidez.

– No -dijo Arktofilax-, debe de haber habido un desplome. El esquema de esta parte está muy claro: estamos en un árbol invertido, y me extrañaría mucho que para continuar el trayecto lo tuviéramos que remontar.

– Entiendo que un árbol invertido inicial tiene por objeto, precisamente, impedir el retroceso.

Arktofilax no parecía interesado en la teoría, y pidió a Ígur que le dejara ver el camino.

– Muy bien, habrá que usar el piolet láser.

Según las indicaciones del Magisterpraedi, Ígur redujo con precauciones dos protuberancias rocosas, y continuaron el penoso descenso hasta llegar a una pared.

– Se ha acabado -dijo Ígur-, estamos en un callejón sin salida.

El final era un poco más ancho que el camino, y aunque sin poderse levantar, cabían ambos con cierta comodidad.

– No te precipites -dijo Arktofilax; inspeccionó las paredes y el techo, después limpió el suelo de barro y grava-. Mira, aquí está.

Apartó los residuos alrededor de una ranura circular; era una trampa metálica de unos cincuenta centímetros de diámetro, y tan oxidada que para abrirla tuvieron que utilizar todos los recursos técnicos del equipo.

– Parece que hace años que no pasa nadie por aquí -dijo Ígur cuando la tapa se levantó, y un aire helado les golpeó la cara; asomaron la cabeza, allí reinaba la más perfecta oscuridad.

– Cuidado, que no se nos caiga nada dentro -dijo Arktofilax.

Descolgaron una linterna, y nada, ni una pared ni un suelo reflejó su luz; Ígur descolgó un emisor resonante para medir el volumen aproximado de la estancia, y el resultado le horripiló: más de cinco billones de metros cúbicos. Se mostró escéptico.

– Este aparato no funciona.

Artofilax se rió.

– Sí funciona. Si queremos ver dónde estamos, no nos queda más remedio que descolgarnos.

Ígur interpretó que, por ser el más joven, le correspondía a él, y dispuso el mecanismo de cables anclados a las paredes y se los amarró con mosquetones al cinto; con la linterna más potente se deslizó un par de metros por el orificio, y lo que vio lo dejó aún más atónito que la cifra del emisor resonante; la linterna era inútil, porque todo estaba dotado de una suave fosforescencia verdosa, más intensa en la lejanía, y, además, tampoco le habría servido de nada, porque todo lo que se vislumbraba estaba a distancias tan monstruosas que un punto de luz no habría clarificado nada. Ígur se encontró colgado de un cono invertido que incidía en el interior de una sala descomunal, de cuyo suelo emergían construcciones tan extrañas que a primera vista costaba discernir si eran naturales o producto de la mano del hombre, o una combinación de ambas cosas, y lo mismo se podía decir de las que, como aquella de la que descendía Ígur, talmente estalactitas grandiosas de una material ambiguamente identificable como rocosidades metálicas, bajaban del techo; así como techo y suelo eran profundamente accidentados, y tanto en uno como en otro se apreciaban grietas y profundidades insondables, las paredes circundantes parecían perfectamente escuadradas. Pasado el primer momento de horror espacial, Ígur se esforzó por hacerse a la idea de la estructura del lugar, y apreció una planta cuadrada con un ámbito de kilómetros, y alturas interiores que fácilmente podían superar los cinco mil metros. También percibió que no se encontraban en el centro de la construcción, ni respecto a la altura ni respecto a la planta, sino bastante abajo y cerca de un ángulo, y que el centro lo ocupaba un gran hiperboloide que conectaba en sólido el suelo y el techo; repasó con prismáticos todo el espacio y descubrió que ésa era la única conexión; a partir de entonces, se dedicó a observar los puntos más próximos; en caída vertical había una sima cuyo fondo se adivinaba a kilómetros de profundidad, y en diversas direcciones y diferentes alturas y distancias había protuberancias, cavidades y plataformas en las. que parecía posible aterrizar; finalmente efectuó una exploración visual del cono que lo sostenía; propiamente no era tal, sino un tronco de hiperboloide, casi recto en la parte final y entregado con una curva suave a la horizontalidad del techo, a más de doscientos metros; la base que acogía el orificio, de unos seis metros de diámetro, era tan perfectamente redonda que parecía difícil que fuera natural. Cuando Ígur volvió donde le esperaba Arktofilax, vio diferente aquella reducida estancia; hizo una relación completa de lo que había visto.

– Muy bien -dijo Arktofilax al final-. Ésta debe ser la gran sala inicial, que pertenece al Protocolo de Teseo; el Protocolo de Jasón lo hemos cumplido en la Primera Puerta, y ahora tenemos que resolver un Laberinto clásico con Centro; en realidad, se puede decir que ésta es una parte centrípeta, o mejor, falsamente centrípeta, porque el resto de las entradas son falsas; -se detuvo y esbozó un gesto de escepticismo-; por lo menos, eso es lo que parece. El Centro de esta parte del Laberinto es el hiperboloide que conecta suelo y techo, es decir, la vía de las dimensiones, y se llama Cadroiani.

– En resonancia, imagino, con Defrobani, Taprobani y Airobani.

– Dejemos la toponimia. Estamos en la parte irracionalista del Laberinto -dijo Arktofilax-, y con lo que tenemos es improbable que exista una razón previa programática que permita recorrerlo. Debemos decidir si retrocedemos, por si alguna bifurcación nos lleva a otras salidas más próximas al Cadroiani, o al propio Cadroiani, o bien descendemos y procuramos llegar por el exterior, lo que sería poco recomendable si el terreno es tan accidentado, y además poco útil, porque la salida está en el interior del hiperboloide y no en la superficie, o bien buscar una cavidad y llegar por dentro, donde, a buen seguro, está la verdadera estructura del Laberinto.

– En caso de que decidamos bajar, ¿cómo lo haremos? -dijo Ígur.

– No deberías preocuparte por eso -dijo Arktofilax con ironía benévola-. ¿No tenías una amiga trapecista?

Se extendieron en diversas consideraciones, tanto de orden conceptual como práctico, e Ígur supo que siempre se había hablado de la existencia de una gran sala que abarcaba no tan sólo el subsuelo de la Falera, sino parte de las rocosidades adyacentes y del núcleo urbano de Gorhgró, y que se decía que el lado del cuadrado que la englobaba medía casi veintinueve kilómetros, y la altura, unos seis (lo que de confirmarse coincidiría admirablemente con la cifra que había proporcionado el emisor resonante), y finalmente el Magisterpraedi propuso descolgarse por la abertura. Puesto que el razonamiento era una reducción al absurdo, Ígur no tuvo nada que contraponer, y cuando todo estuvo a punto, tomaron una comida frugal y se concedieron un breve reposo.

Finalmente, con el equipaje al hombro, se descolgaron en balanza por el agujero hasta veinte metros por debajo de la trampa, y allí se detuvieron para escoger el lugar de aterrizaje; tras una amplia inspección con binóculos, consideraron tres posibilidades: una plataforma en la que parecían apreciarse tres concavidades confluyentes, un sotechado en forma de espiral lleno de grietas practicables, y una pequeña cavidad en forma de media luna.

– La espiral -dijo Ígur- es lo más accesible porque está más elevada que lo demás, pero la plataforma está en la dirección del Cadroiani.

– Ninguna de esas razones es más que una apreciación relativa, dependiendo del lugar de donde venimos. Es el momento de guiarse por la respiración del Fidai -Ígur lo miró con recelo; ni Omolpus ni Debrel habían mostrado nunca tener en demasiado buen concepto la tal pretendida virtud aplicada al conocimiento; Arktofilax disimuló un gesto divertido-; probaremos la media luna.

A Ígur lo mismo le daba una cosa como otra; en realidad, el panorama se le antojaba muy descorazonador, y se temía una larga dilación por el interior de las estructuras hasta llegar al Centro. El procedimiento para acceder a la media luna, situada a más de mil cien metros en vertical respecto del cono de donde procedían, y a una distancia en proyección en planta de unos setecientos, y, por lo tanto, a una distancia real del orificio de más de mil trescientos metros, era digno de la mejor celebración en el Palacio Conti, e Ígur se imaginó cómo habría disfrutado Fei. Hecha la apreciación de la distancia precisa con el resonador, Ígur y Arktofilax se situaron, atados el uno al otro, en la medida correspondiente del cable que los sostenía, y ayudados por el cable auxiliar y por el propio impulso, iniciaron un vertiginoso balanceo que, a medida que descendían, los fue aproximando al orificio en forma de media luna; el interior de la sala tenía turbulencias de aire, e Ígur se imaginó a ambos estrellándose contra los abruptos salientes de las paredes contiguas; la amplitud de la oscilación aumentaba cada vez con más esfuerzo y más riesgo de imprecisiones, y cuando calcularon que saliendo en tangente de un punto determinado del arco del péndulo la trayectoria parabólica los conduciría al centro de la media luna, Ígur y Arktofilax se soltaron a la vez y aterrizaron.

La entrada de la media luna, que entre extremos medía casi veinte metros, por poco menos de tres y medio de abertura en el punto central, tenía el suelo fuertemente inclinado hacia el interior, al punto que resultaba difícil mantenerse de pie; allí, los expedicionarios recogieron sus herramientas.

– Entiendo -dijo Ígur- que hemos cruzado el Protocolo de Jasón, que es el de la Entrada, y estamos en pleno Protocolo de Teseo.

– Si no vamos errados, pasado el Cadroiani entraremos en el Protocolo siguiente. El Protocolo de Teseo -dijo como si hiciera un esfuerzo por recordar- representa el nudo del Laberinto propiamente dicho, y si tiene un Centro puede tener una resolución de llegada y una resolución de salida, lo que los antiguos llamaban Taurocarenos (o Taurometopos) y Taurosfagos. Por lo tanto, también puede ser que tengamos que resolver un enigma para entrar en el Cadroiani, y es posible que encontremos otro para abandonarlo.

– El Toro y el Dragón -dijo Ígur.

– El Dragón y el Toro, para ser precisos. En realidad, hasta ahora no hemos entrado en el Laberinto, porque los árboles son pseudolaberintos, ya que si se respeta un orden es posible encontrar la salida aunque se tenga que recorrer entero.

– Debrel decía que en esos casos el tiempo es el factor añadido que hace que no sea conveniente confiar en tal tipo de recorrido.

– Debrel era una gran sabio -dijo Arktofílax.

Se adentraron por el pasillo que se iniciaba en el extremo de la media luna, y enseguida encontraron bifurcaciones simples, después complejas, más adelante cruces, y finalmente nodos. El Magisterpraedi dijo que toda esa parte era natural, y por tanto el único problema que podían tener era el de ir a parar a un callejón sin salida (lo que ocurrió dos o tres veces), y se trataba de confiar en la suerte y que no fueran demasiado profundos; resolvía los dilemas con la brújula, escogiendo el camino que más directamente apuntaba al Cadroiani y poniendo una señal por si tenían que retroceder, tal como marca la preceptiva.

– Me cuesta creer -dijo Ígur- que el Centro no esté protegido por un enigma o por una ley.

– Debe estarlo -dijo Arktofilax con paciencia-, pero vistas las dimensiones del conjunto y las dificultades naturales, les debía parecer inútil extenderlo a toda la superficie de la gran sala, dado además que es muy improbable que la mayor parte sea nunca transitada -se detuvo-; quizá más que inútil les debía resultar imposible.

Llegó un momento en que las opciones del recorrido eran tridimensionales: salas más o menos esféricas con orificios transitables en todas direcciones, más adelante, nudos ambiguos de pasillos y plataformas intermedias, diluidos en superficies dobles, superficies continuas y escalinatas con formas caprichosas y toboganes con bifurcaciones de las que no se veían ni principio ni final. Arktofilax se guiaba por la brújula entre parajes cada vez más abruptos, entre desplomes y cascadas de aguas dudosas.

– Esto ya no es natural -dijo Ígur, que empezaba a sentirse perdido.

– Cierto, pero aquí no existe ley, y por lo tanto no nos queda más remedio que poner marcas y confiar en la suerte.

Un poco más adelante, había un lugar en el que la iluminación fallaba, y tenían que echar mano de linternas; se oían ruidos extraños, del techo colgaban excreciones inidentificables, y por el suelo bullían aguas fétidas; llegó un momento en que la brújula daba vueltas sin control. Arktofilax se la mostró a Ígur.

– ¡Un campo magnético! Ahora sí estamos perdidos.

– Al contrario, eso quiere decir que nos acercamos a la Ley -dijo el Magisterpraedi riendo-. Ahora no hay duda, el Cadroiani tiene una estructura centrípeta de acceso, y casi seguro que debe tener una centrífuga de salida. El Protocolo de Teseo llevado a sus últimas consecuencias.

Caminaron un cuarto de hora más, y pasada una botella de Klein escalonada y llena de espejos que Ígur encontró tan fascinante que Arktofilax lo tuvo que sacar de allí, encontraron una puerta escuadrada que, una vez abierta, les ofreció un pasadizo bifurcado, iluminado por un tenue resplandor cenital de cristal líquido dorado. En el ángulo de la confluencia, una inscripción:

Del Principio de todas las Estrellas

A la Serie de la Ley

Y de ahí a la Final

Inicial

– He aquí un enigma -dijo Ígur-; ahora hay que saber si el Laberinto está construido por etimólogos o por geómetras.

– ¿Lo dices por la ? -dijo Arktofilax, que parecía entusiasmado leyendo una vez y otra la inscripción-. Pronto lo descubriremos; seguramente los constructores eran tanto una cosa como la otra, y la Entrada al Cadroiani esté regida con una predominancia y la Salida por otra. Veamos, aquí lo primero que tenemos son todas las Estrellas; ¿tienes la lista de las veintiocho que Debrel obtuvo? Ígur revolvió en la bolsa y se las dio; Arktofilax las examinó detenidamente-. Veamos -dijo-, ¿qué puede ser el Principio de todas las Estrellas de dónde se pueda extraer una serie dicotómica?

– ¿Las iniciales?

– Muy bien. ¿Y la dicotomía puede consistir…?

– ¿En vocales y consonantes?

– Perfecto.

En papel aparte, Ígur anotó cuál era vocal y cuál consonante, y obtuvo una serie.

C C V C C V C C V C V C C C C V C C C C V C V C V C C C

– No hay dos vocales seguidas -dijo-, de donde se infiere que actúan como separación de grupos; las repeticiones de consonantes son: dos, dos, dos, una, cuatro, cuatro, una, una, tres. Las metarrepeticiones producen la serie tres, uno, dos, dos, uno; la línea siguiente es uno, uno, dos, uno; después va dos, uno, uno; después uno, dos; después, uno, uno; y la última línea es dos.

– No hace falta llegar tan lejos -lo interrumpió Arktofilax-; el triángulo invertido de leyes y metaleyes es difícil de traducir en términos dicotómicos; volvamos a la serie. Contando los primeros grupos va tenemos suficiente: hay nueve, y es la Serie de la Ley; pero -apartó el papel y miró la inscripción-, ésa debe conducirnos a la Serie Final, que es la Inicial.

Ígur encontró poco clara la última relación.

– ¿Inicial de qué? ¿Del Laberinto?

– No, del proceso deductivo de las Estrellas. La Serie Inicial se debe asociar con el seis, o quizás con el siete, pero antes tenemos que encontrar la relación. -Continuaba mirando la inscripción-. Ya lo tengo, gracias a ti. Me has preguntado si el enigma es obra de geómetras o de filólogos.

– De etimólogos -lo corrigió.

– ¡Lo mismo da! La sigma indica serie sumatoria, y todo buen numerólogo sabe que el 9 está ligado a todos los juegos sumatorios, porque de la virtud de dejar invariable una suma final se derivan todas las propiedades de las series. -Ígur se mantuvo expectante, y Arktofilax prosiguió-: Se trata de las sumas finales obtenidas a través de las sumas sucesivas (o los productos por números naturales, si se prefiere) de las nueve cifras. Por ejemplo, el 2 produce la serie 2, 2+2=4, 2+2+2=6, etcétera; cuando se sobrepasa el 10, se vuelven a sumar las dos cifras obtenidas. Las series, naturalmente, son nueve. -Las escribió:

Ígur observó la formación de bloques en pares y nones, y cómo las series completaban el ciclo cuando aparecía un nueve en la suma, y a partir.de ahí se repetían, y también cómo las cifras que sumaban 9 producían series recíprocamente inversas hasta antes de llegar al 9.

– Es curioso el caso del 3 y el 6, que son las únicas series dentro de las cuales la suma de las cifras del ciclo completo no es 45, como en las demás, sino dieciocho.

– Muy bien, Caballero -dijo Arktofilax-, he ahí el verdadero enigma que ahora tenemos planteado: ¿cuál es la Serie Final/Inicial: la del 6 o la del 7?

– Si no hemos descartado la doble aparición de Capela en la serie completa, tampoco tendríamos que descartarla ahora en la reducida, por tanto debería ser el 7, pero el 6 es la cifra que nos abrió la Primera Puerta, y por tanto la inicial.

– ¿Te inclinas por el 6? Piensa que con el 7 obtenemos 9 bloques de opciones iguales, mientras que con el 6 sólo obtenemos 3 -miró de nuevo la inscripción-; volviendo a los geómetras y a los etimólogos, ¿tienes idea de qué lugar ocupa la en el alfabeto griego?

Ígur contó mentalmente.

– ¡El dieciocho! -exclamó-. Por lo tanto, la solución es el 6…

– Sí, pero observa que la única secuencia 1,8 de todas las series se produce en la del 7, y precisamente en el lugar central.

Ígur miró a Arktofilax con desesperanza.

– ¿Qué dice la respiración del Fidai?

– Dice que pudiendo proporcionar cuarenta y cinco elecciones, ¿qué constructor se quedaría sólo con dieciocho? Te propongo que, con tantas pruebas a favor de una cosa o de otra, escojamos el 7.

Una mezcla de náusea y cansancio sobrecogió a Ígur. ¿Cuántas horas llevaban ahí metidos? Y lo curioso es que no tenía ningunas ganas de dormir. ¿Por qué el dilema entre el 6 y el 7? ¿Por qué no entre el 4 y el 5, o el 2 o el 8? Recordó las advertencias de Cuimógino, y le parecieron del todo infundadas. Hasta ese momento no había nada terrible en el Laberinto, en todo caso absurdo y tedioso. Se ocuparon de la serie.

– Existe una cuestión inicial. ¿Empezamos por la derecha o por la izquierda?

– Siendo la primera cifra impar -dijo Arktofilax-, y no habiendo indicación alguna de que se trate de una clave exiliada, empezaremos por la izquierda.

– Entonces la serie es: siete a la izquierda, cinco a la derecha, tres a la izquierda, uno a la derecha, ocho a la izquierda, seis a la derecha, cuatro a la izquierda, dos a la derecha y nueve a la izquierda.

Recogieron los útiles y comenzaron por la primera bifurcación. Siempre en terreno plano, los pasillos trazaban una ligera curva variable que impedía en todo momento ver el principio y el final. La perfecta regularidad y sorprendente estado de limpieza del trazado, que cambiaba sutilmente de radio y de dirección, hacía que los caminantes acabaran con la impresión de no moverse de sitio. Las bifurcaciones aparecían a intervalos diferentes, y Arktofilax optó por marcarlas por si tenían que retroceder. A partir de la cuarta serie, cuando los grupos eran pares, las confluencias estaban cada vez más separadas, y cuando llegaron a la última serie de los nueve a la izquierda parecía que el Laberinto era un continuo. Pasada la última bifurcación, al final de una amplia curva el trazado del pasillo se enderezó con suavidad, casi asintóticamente, y poco a poco fue ofreciendo a cada paso una perspectiva más lejana por delante, hasta que se convirtió en una recta, en cuyo final, a kilómetros de distancia, las cuatro aristas coincidían en un punto.

– Este trazado me recuerda la teoría según la cual el Laberinto reproduce las visceras maternas, y recorrerlo hace revivir un recuerdo primigenio -dijo Arktofilax, y rió-. En este caso el paralelismo es bastante explícito, pero no en el aspecto tocológico, sino en el digestivo, muy de acuerdo con el nombre que daban a la teoría los exégetas Asiáticos anteriores a Eraji, Copromaquia, o tráfico de los intestinos: aterrizaje por el aire en el interior de la boca, trituración, por tanto aumento de entropía, por tanto desorden estructural, y finalmente paso ordenado por los intestinos enrollados, el último de los cuales -señaló adelante- es recto. Los Astreos lo han resuelto de la forma más simple: Si la Entrada coincide con la Salida, se trata de un laberinto sexual; si no, de un Laberinto digestivo.

– Como emblema -dijo Ígur- no me parece apropiado. En el circuito digestivo no hay posibilidad de elección.

– El emblema tiene una dimensión más amplia. Es el conjunto de los circuitos ventrales lo que cuenta: la orina, las tripas, el sexo. En realidad, se puede ampliar a todo el cuerpo, porque también intervienen, en forma de impulsos nerviosos asociados a las funciones, la boca, la respiración, el oído, el olfato…

– De donde se deduce que el Laberinto es todo el cuerpo, en el cual el pensamiento, introducido por el impulso exterior, ha de encontrar el camino de salida por el órgano apropiado, en forma de acción.

– Eso está bien dicho -dijo Arktofilax-; más propiamente, si tenemos en cuenta el escenario donde se ordenan los impulsos, en ambos sentidos de la palabra, tanto de poner orden como de emitir las órdenes, el Laberinto es el cerebro, y en ese caso sí, más que en el de las vísceras, hay una buena equivalencia estructural, en primera instancia respecto a la forma, y también respecto a la complejidad electiva del funcionamiento.

Ígur continuaba obsesionado por los relojes. Se habían detenido a comer, pero no a dormir. ¿Qué día era? ¿Qué les pasaba a sus relojes biológicos? Miró a Arktofilax con recelo, pero procuró no exteriorizarlo. A medida que se acercaban al final del pasillo, se distinguía un pequeño ensanchamiento redondeado y, frente a ellos, un acceso igual que el de la Entrada. En poco más de una hora llegaron hasta allí.

– Esta puerta no contiene ningún enigma -dijo Ígur cuando estuvieron delante, y cuando iba a abrirla, Arktofilax lo detuvo.

La estancia, perfectamente semiesférica, tenía una falsa linterna que recibía una luz tenue que imitaba la natural, y la iluminación se complementaba con tiras de cuarzo líquido de un rosa dorado extrañamente evocador.

– Un momento, antes tenemos que atarnos y ponernos mascarillas -dijo el Magisterpraedi-. Veo la puerta muy bien acolchada.

– ¿Qué teméis, una descompresión?

Arktofilax esbozó un gesto de incertidumbre, y una vez preparados, abrió la puerta; tal y como pudieron comprobar enseguida con los aparatos, ningún fenómeno atmosférico extraño les esperaba al otro lado, pero sí una visión impresionante, porque estaban, efectivamente, en el interior del inmenso hiperboloide del Cadroiani, de casi cuatro kilómetros y medio de diámetro en la base, no menos de dos en el punto de máxima estrechez, presumiblemente la misma medida en la coronación que en el suelo, y una altura posible de siete mil metros, apenas divisables en su totalidad desde el perímetro de la base. Pasada la primera conmoción visual, los expedicionarios comprobaron que no había ninguna otra puerta aparte de la que acababan de cruzar, y que les había conducido al nivel del suelo, y que en la superficie interior, de piedra verdosa iluminada por tiras de cuarzo líquido, se elevaba, perfectamente excavada en espiral de idénticos intervalos, una escalera ascensorial sin barandilla ni descansillos, y con el paso y la altura justos para una persona de pie. Arktofilax miró a Ígur con una media sonrisa.

– Confío en que los de Cruiaña seáis buenos montañeros.

Empezaron a subir la escalera, y en principio Ígur lo encontró excitante, pronto tedioso, y cuando calculaba que habían recorrido un uno por ciento de la distancia, procuraba distraerse con juegos geométricos y cálculos sobre el tiempo que les costaría llegar hasta arriba. El techo del Cadroiani, si se le podía llamar así, parecía totalmente plano, y tenía una difuminada luz lechosa de un gris entre marronoso y azulado que impedía apreciar, y menos a tanta distancia, en qué medida estaba separado del borde superior del hiperboloide, ni si era plano o abovedado. Ígur se fijó en el trazado de la escalera, tanto en el recorrido que les quedaba como en el que dejaban atrás, y poco a poco, al principio para distraerse, pero más adelante con una obsesión que tenía algo de vicio y algo de pesadilla, cayó en ofuscaciones geométricas, por ejemplo, cómo era que, siendo constante la inclinación ascensorial de la escalera y, por tanto, que si no fuera curvada se vería de principio a fin incidiendo la mirada en el mismo ángulo sobre los peldaños y sobre el techo, no era también así aunque el trazado girase, y el absurdo de pensar que entonces se vería igual un tramo superior que otro ya dejado atrás, lo que no resistía la menor reflexión de una mente entrenada en las leyes más elementales de la perspectiva, ni diluía la certeza de que, cuando una banda gira, uno de sus lados está más cercano del punto de vista que el otro y, en el tramo que queda por encima, eso sitúa el borde más alto que el interior en la línea de visión, de forma que los peldaños son invisibles y el techo visible, y, aún más arriba, llega un momento que incluso la pared interior del trazado es invisible, y tan sólo se ve un fragmento del techo, que en lo más alto se convierte en una simple línea que se adivina más por analogía que por contundencia visual. Los ejercicios geométricos de Debrel asaltaron la memoria de Ígur, y empezó a fijarse obsesivamente en el techo de la escalera, que reproducía el mismo escalonado del suelo de forma que superpuestos habrían casado a la perfección, hasta que se le ocurrió que no estaban subiendo hacia la punta del hiperboloide, sino que descendían al fondo caminando por el techo, y los verdaderos peldaños los tenía sobre su cabeza; un pensamiento que había empezado como una especulación curiosa se convirtió en un monstruoso vértigo geométrico, y de repente se dio cuenta de que no había manera de salir de allí si no era lanzándose al vacío (lo que, por cierto, desde aquella altura era más que suficiente para abrir un boquete en el suelo), y se sintió aniquilado por el pánico más irrebatible que había sufrido nunca. La curvatura interior del Cadroiani se convirtió en un bombo que daba vueltas y vueltas, y las añoranzas más placenteras que Ígur mantenía desaparecieron reducidas a la indigencia; las piernas se le negaron, y se tuvo que parar sin poder contener la debilidad y el temblor. Arktofilax, que iba delante, se percató y se dio la vuelta rápidamente.

– ¡Deten la caída! -lo increpó perentoriamente, sereno y exigente-. ¡Detente inmediatamente! -Ígur se acurrucó contra el lado interior, completamente aniquilado, y sintió que sólo le quedaban fuerzas para precipitarse al vacío, y tenía que aprovecharlas antes de que le cayera encima un horror aún peor. Arktofilax lo notó, y lo estrechó con fuerza desde el peldaño superior-. ¡Respira con fuerza! ¡Vuelve ahora mismo! ¡Respira hondo!

Ígur se sentía capaz de desembarazarse de Arktofilax de un simple tirón, e invocó la respiración del Caballero; en el último momento, cuando ya se veía perdido, consiguió un dolorosísimo vuelco en su interior que lo dejó extenuado, pero con el equilibrio recuperado y ya camino de la tranquilidad.

– Ya está -dijo al Magisterpraedi, y lo miró interrogante.

– Es uno de los síntomas de lo que se llama el desarme laberíntico, un fenómeno perfectamente conocido, y evitable con un poco de práctica; lo pueden ocasionar las causas más diversas, y se trata de atajarlo al principio, con un pensamiento equilibrador, por ejemplo, si te asalta un desconcierto gravitacional, como te acaba de pasar, dedícate a pensar en la cohesión del mar, o carga con todo lo que lleves encima con una sola mano, o aún mejor, cuélgatelo de un dedo; en el fondo es un problema de respiración, como has podido comprobar y que, por cierto, has resuelto por instinto de manera brillante, pero se trata de no tener que llegar a tales extremos, porque puedes debilitarte innecesariamente.

– Me ha parecido un trastorno de la personalidad.

– ¿De la personalidad? -Arktofilax esbozó un gesto vago-. Llámalo como quieras -lo miró afectuosamente-; quizá has llegado a conclusiones propias.

La observación era un interrogante mal encubierto, e Ígur lo aprovechó.

– El problema más grave que tengo es con el tiempo.

Ambos estaban de cara a la pared, procurando no mirar el mostruoso espacio interior del Cadroiani y, sobre todo, su horrible escalera rebajada en espiral.

– El tiempo se ha enrarecido -dijo Arktofilax en voz baja-. Hemos perdido los ciclos referenciales, no tan sólo los días y las noches, sino más que nada las mareas sociales: remesas laborales, de alimentación y de reposo. Estamos a merced de nuestros relojes interiores, de una inercia de las pautas hacia una masa sin pautas.

– Eso es evidente -dijo Ígur con impaciencia-. Pero hay algo más. ¿Cuántas horas hace que no dormimos? ¿Cuándo comimos por última vez? ¿Cuántas horas hace que subimos escaleras?

– ¿Horas? -dijo el Magisterpraedi con una sonrisa-. ¿Horas de cuáles?

– Horas de las del reloj.

– ¿De qué reloj? ¿De éste? -Le mostró la esfera de cuarzo líquido-. Esto no sirve de nada aquí adentro. Estamos dentro de otros parámetros.

– No lo entiendo -dijo Ígur.

– No es comprensible dentro de los parámetros comunes.

Se enzarzaron en una discusión sin salida sobre la naturaleza de las cosas que no se pueden expresar con el lenguaje de que el hombre dispone, y si tales cosas existían o no, es decir, si el lenguaje es una herramienta incompleta que hay que abandonar cuando se llega a ciertos terrenos, o bien si es posible ampliarlo para explicar cosas que de otra forma parecen inexplicables, o bien si todo eso es una falacia y el lenguaje es dominio del cerebro, y de todo lo que se le escapa no hay que preocuparse porque realmente tanto da que exista o no, porque la mente (y el cuerpo incluso, en otro concepto de hombre) nunca lo apreciará.

– Pero es innegable que yo acabo de encontrarme mal -dijo Ígur.

– Tú has sufrido una resquebrajadura, has visto una sombra, porque posiciones ambivalentes hay muchas, pero la explicación completa ya no te pertenece.

Ígur no se daba por vencido.

– El lenguaje se modifica continuamente, tanto en un sentido como en otro; hay artes antiguas que se olvidan, y la ciencia y la técnica obligan a ocupar parcelas nuevas.

Artofilax negó con la cabeza.

– Todo eso no son más que minucias. Apariencias. Es tan absurdo como aquella imagen del mundo comprensible finito, como una especie de bolsa de ser con los límites como burbujas entrando y saliendo de la nada.

– Entonces el problema no tiene solución.

– Tal y como tú la quieres no -concluyó Arktofilax, y puso la mano en el hombro de Ígur-. ¿Estás bien para continuar?

Prosiguieron, y el camino parecía inacabable; cuando no habían recorrido ni una quinta parte, se detuvieron, e Ígur quiso especular sobre qué podían encontrar en la parte superior del Cadroiani.

– Si ahora estamos dentro de un objeto del interior del cuadrado que hemos dejado atrás, iremos a parar fuera de aquel espacio, ¿no?

Arktofilax sonrió.

– No sabes si estamos dentro o fuera, y no te lo recrimino. Si abrimos un boquete aquí -tocó la pared-, saldremos al interior del cuadrado, y no creas que es más correcto decir saldremos que entraremos.

Ígur se refugió en las frugales lecturas de la Ley del Laberinto.

– Entiendo que hay dos maneras básicas de recorrer un Laberinto, siempre que no tenga techo y el perímetro sea accesible: por dentro, Laberinto negativo en el que, como en un recipiente, se utiliza el vacío y es lo que lo resuelve, mientras que lo sólido hace los obstáculos, y el Laberinto positivo, el mismo pero transitado por encima: se recorre lo lleno y por lo lleno se resuelve, y el vacío lo interrumpe; recorrer el Laberinto sólido, cuando se hace por encima, tiene la ventaja visual de que hasta un cierto punto es posible prever el recorrido.

– Sí, pero también puede ser, si el constructor ha sido inteligente, que haya aprovechado esa aparente facilidad para introducir otros engaños. ¿Así crees que arriba encontraremos un Laberinto positivo?

– No lo sé -dijo Ígur-, pero no sería incoherente con la geometría del conjunto, y reforzaría la idea de acceso interior al Cadroiani y salida hacia el exterior, con la expectativa cualificando el camino: entrada-interior-negativo hasta el Cadroiani, salida-exterior-positivo después del Cadroiani.

– ¿Y ahora mismo?

– Ahora sería el punto de inflexión -tocó la pared y señaló el vacío-: Laberinto lateral con énfasis en las dos inclinaciones del hiperboloide: estrechándose hasta el punto central, ensanchándose hacia el desenlace.

– No está mal pensado, una buena montaña psicocósmica -dijo Arktofilax-. Veremos si los constructores te habrán hecho caso.

Continuaron el ascenso, y hasta que, unas horas más tarde, no hubieron sobrepasado ampliamente el punto medio, no pudieron apreciar que el espacio entre el límite del hiperboloide y el techo no era continuo, como podía parecer desde abajo, sino que estaba sostenido en primer término por una delicada columnata circular y, más atrás, por un muro igualmente circular, concéntrico, igual que la columnata, con la planta del hiperboloide. A medida que subían y disminuía la distancia, apreciaron que lo que parecían columnas finas eran en realidad poderosos cilindros de no menos de cinco metros de diámetro, y el efecto etéreo era producto de su gran esbeltez, porque el techo estaba a más de cien metros del extremo del hiperboloide. Finalmente llegaron arriba, y a Ígur le faltó poco para conmoverse cuando al emerger de una barandilla baja y ancha su vista se expandió por una vasta superficie plana al alcance de sus pies. A pesar de que el ámbito, de una meliflua luz dorada, era menos luminoso de lo que parecía desde abajo, el contraste convertía el gran agujero oscuro del Cadroiani en un recuerdo maligno.

– Allí hay una puerta -dijo Ígur, después de un recorrido visual por la pared cilindrica.

– Antes tenemos que asegurarnos de que no haya ninguna otra oculta tras una columna, incluso que no haya ninguna en una columna.

La verificación les llevó un rato, y volvieron a la puerta del principio. No había ninguna indicación, y la abrieron después de las precauciones habituales contra un posible incidente atmosférico. Una vez más, el aire era respirable, y se dirigieron a un larguísimo pasillo, casi tan largo como el último anterior al Cadroiani, en cuyo final había aún otra puerta.

– De momento -dijo Ígur- parece que los constructores optan por la simetría simple.

– Simetría de elementos, pero sin afectar al orden interno -dijo Arktofilax, señalando la parte superior de la puerta, donde se apreciaba una pantalla de cristal líquido con una inscripción; Ígur la leyó en voz alta.

La Reina Blanca desea al Príncipe

La Reina oculta la ventana y vigila a su Rey

Sin descuidarse, la Reina complace a su Rey

La Reina Blanca olvida al que sale y espera al que vendrá

La Reina Vigilante se abre al Príncipe

– Entiendo -dijo Ígur- que se trata de un poema móvil, porque si no estaría esculpido o pintado, no en una pantalla de cristal.

– Has hablado a la ligera, Caballero -lo recriminó Arktofilax-. En primer lugar, no es menos efímero lo esculpido en piedra o en mármol que la impresión en cristal líquido, y es menos visible en determinadas condiciones; y después, no sé de dónde sacas que eso sea un poema; no sé distinguir ninguna ley métrica, rítmica ni tan sólo sintáctica. Veo cinco descripciones pertenecientes al corpus que llaman los Episodios de la Reina Cuádruple -Ígur abrió mucho los ojos y Arktofilax lo miró con benevolencia-; no te recrimino que no lo conozcas, no está incluido en la Ley del Laberinto y, la verdad, me sorprende encontrarlo aquí, porque es más propio de la Apotropía de Juegos de la época del Hegémono Barx. Por suerte, he traído las reglas.

Sacó de la bolsa un volumen antiguo, de cerca de quinientas páginas de letra pequeña y dibujos.

– Más que un Juego parece un breviario -dijo Ígur, leyendo al azar las hojas que el Magisterpraedi pasaba hacia adelante y hacia atrás.

– Empezaremos por repasar las figuras -se detuvo en un cuadro que representaba en pequeñas siluetas de trazo primitivo diversas posturas de una mujer sola o en compañía de un hombre-. Cada figura corresponde a una de las sentencias de la inscripción, y lo primero que tenemos que hacer es identificarlas. Antes veremos qué significa cada figura. -Retrocedió unas páginas, y le mostró dos dibujos que representaban circuitos-. Es una representación de dos variantes de la solución al problema de los suministros sin cruces -explicó Arktofilax-. Fíjate, la postura J corresponde a la Reina agachada, mirando a la derecha; ésa es la posición exaltada, a la izquierda sería exiliada, y a la S le corresponde la Reina sentada, igualmente mirando a la derecha, y con el codo sobre la rodilla; esa disposición de exilio y exaltación no es arbitraria, sino

que mantiene, como puedes ver, la misma correspondencia entre el orden de las vías de entrada y los puntos de llegada, que se verían alterados hacia el simétrico si las dos Reinas mirasen al mismo lado. En lo referente a las figuras exiliadas, se representan, respectivamente en cada simétrica exaltada, por j y s minúsculas. Aparte del recorrido interior, que es un tratado emblemático de curvas demasiado complejo para empezar ahora a especular, la verdadera distinción entre las dos figuras es que en S se sale por la vía 1, que es la 4 en la figura s, ya que de otra forma las dos vías extremas podrían ser eliminadas ya de entrada; eso complica esta figura con una bifurcación adicional. Observa que entonces todo sería relativamente fácil si siempre encontrásemos bifurcaciones cuádruples (bastaría con ir tirando por la segunda a la derecha), o con bifurcaciones simples de acuerdo a un solo modelo; pues bien -pasó unas cuantas páginas-, los modelos posibles de series de bifurcaciones son cinco, o, para ser más exactos, tres, si descontamos los correspondientes simétricos -le mostró el cuadro:

Prosiguió-: Observa que el autor del libro, en un justo anhelo de complicar las cosas, o quizá para que ningún lector distraído o exagerado confunda los grados de abstracción, llama 1, 2, 3 y 4 a los caminos de la Reina y A, B, C y D a las bifurcaciones de los esquemas que, con buena lógica, les corresponden. Hecha la aplicación, obtenemos un cuadro de posibilidades sobre las bifurcaciones que hay que escoger para ir a cada uno de los cuatro puntos; observa que el cuadro contiene tan sólo la mitad de las posibilidades, porque corresponde a las figuras exaltadas; el autor del libro, con buen criterio, supone que no tendremos dificultades para obtener las figuras simétricas donde, obviamente, la salida se obtiene por la vía 3 en lugar de la 2 en la j, y por la 4 en lugar de la 1 en la s, figura en la que, además, hay que añadir un giro a la derecha en la exaltada, y un giro a la izquierda en la exiliada

– Arktofilax volvió la página y mostró a Ígur un nuevo cuadro de posibilidades:

Prosiguió-: De ahí, en el último paso del proceso, resultará el recorrido. Ahora se trata de identificar las posturas de la Reina con las descripciones de la inscripción; veamos: 'La Reina Blanca desea al Príncipe' -volvió a las páginas con pequeñas siluetas en diferentes actitudes, y señaló dos-; puede ser la mujer sentada o la mujer agachada, pero en cualquier caso, la mujer está sola; segunda línea: 'La Reina oculta la ventana y vigila a su Rey'; aquí hay una clara inversión de postura, así es que si la Reina miraba a la izquierda, ahora mira hacia la derecha, y viceversa. -Escogió otra figura-. Observa también que desear tiene un sentido dinámico más acentuado que ocultar y vigilar, por lo tanto a la primera línea le corresponde una figura agachada, y a la segunda una sentada.

– El razonamiento me parece débil -dijo Ígur.

– Quizá lo sea, pero si no hay elementos que nos convenzan de que lo contrario tiene más fuerza, nos tendremos que atener a esto. -Ígur no dijo nada más, y el Magisterpraedi continuó-. Recapitulemos: tenemos la historia de un triángulo de fuerzas eróticas: la Reina, el Rey y el Príncipe, por tanto, la gran hembra fluctuante entre el Rey, que es su poseedor legal, y el seductor extranjero; es la vieja fábula que tantas materializaciones ha tenido (tal vez la más célebre sea la de Arctús, Ginebra y Lancelot); ¿Cómo se disponen los elementos? La Reina está fija porque es la tierra, y los machos son cuerpos celestes que aparecen y desaparecen a medida que la tierra gira; el título de Reina Cuádruple no proviene de los cuatro caminos del interior como opciones, sino de las cuatro posibles posturas: sentada a la derecha o la izquierda, agachada a la derecha o a la izquierda. Observa que el Rey y el Príncipe aparecen y son vigilados a través de una ventana a ras de suelo que representa el horizonte, y que la Reina oculta con su cuerpo cuando le conviene vigilar la aparición de uno o de otro, u ocultar al amante a los ojos del esposo. Una vez más, tenemos una fábula astral en la que claramente el Rey representa al Sol -señaló la figura en posición erecta con aureola radiada-, el Príncipe una determinada estrella brillante, quizá un planeta, Júpiter, Marte, más raramente Mercurio, porque está asociado al Sol, y la desaparición del Príncipe en presencia del Rey, la alternancia entre el astro diurno y el nocturno, como el Sol oculta las estrellas, que retornan cuando muere. Vayamos a la tercera línea: "Sin descuidarse, la Reina complace a su Rey.' -Escogió la silueta que representaba a un hombre de pie y a una mujer contra la ventana agachada ante él en actitud inequívoca-. La cuarta línea dice: 'La Reina Blanca olvida al que sale y espera al que vendrá.' En ésta el dinamismo es dudoso, pero sabiendo que los episodios de la Reina Cuádruple evitan las repeticiones, y sabiendo entre qué figuras se sitúa la cuarta, yo optaría por ésta. -Señaló la representación de una mujer sentada de cara a la ventana-. La última línea, 'La Reina Vigilante se abre al Príncipe', está clara: la mujer no pierde de vista la ventana y se abandona al placer en recepción de retaguardia. -Escogió la figura que lo representaba-. Así pues, tenemos esta secuencia -hizo un rápido esbozo-; hagamos un

repaso argumental: Uno, la Reina desea al Príncipe; observa que se trata más de una despedida que de una bienvenida; posiblemente acaba de separarse del amante. Dos, el Rey ha llegado y ella oculta la ventana con el cuerpo para proteger la huida del enamorado. Tres, el Rey es complacido y ella procura tapar la ventana con el propio cuerpo. Cuatro, muy parecida a la primera, pero más estática, como indican olvidar y esperar en lugar de desear. Cinco, la Reina no pierde de vista una posible aparición del Rey mientras se entrega al Príncipe. Ahora el problema es la orientación. Las reglas del Juego exigen que la ventana esté siempre en el mismo sitio, y eso nos podría hacer caer en contradicciones astronómicas; básicamente, la cuestión es si el punto de vista es Austrífugo o Austrípeto (o Artípeto o Artífugo, si lo prefieres), es decir, si nos orientamos al Norte o al Sur. Tal y como ahora lo tenemos, si el Sol y las estrellas salen por la izquierda, miramos al Sur en invierno, y si salen por la derecha y se ponen por la izquierda, significa que miramos al Norte en verano; la cuestión es que en la primera figura se supone que la Reina mira cómo el Príncipe se va, por tanto tenemos el Poniente a la izquierda, y miramos al Norte en verano tal y como ahora tenemos la figura. Eso no se contradice con el hecho de que los dos astros, en las figuras tercera y quinta, aparezcan por la derecha y miren a la izquierda, pero sí introduce ambigüedad en la cuarta figura, en la que si recalcamos la segunda parte de la frase tendríamos que concluir que tenemos el alba a la izquierda. La cuestión es, por tanto, si la serie escogida es correcta y tenemos una historia Austrífuga (o Artípeta) de verano, o bien si tenemos que dar la vuelta todas las figuras para ponerlas Artífugas y situarnos en invierno.

– Es invierno -dijo Ígur-, lo indica el único adjetivo que aparece en toda la inscripción, 'Blanca', que además se repite dos veces. 'Vigilante' no se puede considerar un adjetivo, porque en realidad sustituye a 'que vigila'.

– Quizá acabes de resolver el paso siguiente. Más adelante ya hablaremos. Continúa.

– 'Blanca' es emblema de invierno.

– Aunque el razonamiento es erróneo, indirectamente has proporcionado la clave. Efectivamente, 'Blanca' es el único adjetivo, y está situado ahí para despistar y hacer creer que indica el invierno; pero la repetición proporciona la ley que la convierte en una trampa y, por contra, nos confirma que la historia es Austrífúga y estamos en verano, por tanto que hemos escogido la serie correcta. Una interpretación oficialista, en la línea habitual de consagrar y fijar los engaños, identificaría el epíteto 'Blanca' con el color de los cabellos y, por tanto, con la vejez, y significaría 'llena de cordura'; pero 'Blanca' es el indicativo sexual para decir 'llena de semen', y aparece después de que la Reina haya recibido al Príncipe, en la primera figura (así sabemos también que la historia es cíclica, como no podría ser de otra manera tratándose de una fábula astral, y después de la quinta línea hay que volver a empezar en el caso de que encontremos más bifurcaciones), y en la cuarta después de recibir al Rey en la tercera.

– Sólo falta identificar cada línea con uno de los cinco modelos de bifurcaciones -dijo Ígur, y buscó la página del cuadro correspondiente-; tenemos una figura por cada modelo, así que es de suponer que no haya ninguno repetido. Siempre queda el recurso de asociar el árbol a la primera figura, a la segunda, y así sucesivamente.

– No, demasiado inmediato. Hubiera sido más sencillo poner 'que vigila' que 'Vigilante'; y 'Blanca', aparte de despistar acerca de la orientación, tiene como objetivo ganar dos sílabas.

– Os referís a que el constructor necesitaba ganar dos sílabas en la primera línea y en la cuarta, y pudiendo haber escogido cualquier otra cosa, por ejemplo, dentro de la misma posibilidad de adjetivación, en lugar de 'blanca', 'roja', o 'negra', aprovechó para introducirlas con un elemento desorientador.

– Sí -dijo Arktofilax.

– Pero ¿por qué necesitaba dos sílabas más en esas líneas?

– Para hacer concordar las sílabas métricas de cada línea con las cifras del orden del cuadro de bifurcaciones posibles; al principio has dicho que teníamos ante nosotros un poema, y yo te he dicho que no había ninguna ley rítmica ni acentual, y eso no es totalmente cierto, con independencia de que la inscripción se quiera considerar un poema o no. Las sílabas métricas son 9 en la primera, 14 en la segunda, 13 en la tercera, 16 en la cuarta y 10 en la quinta.

– No veo la relación con el orden de los árboles de bifurcaciones.

– Hay que reducirlas a los máximos divisores. Veamos, el de 9 es 3; el de 14 es 7, pero como sólo hay cinco columnas, dejemos el 7 aparte y conservemos el 2. 13 es primo así que, puesto que por la razón anterior lo rechazamos, tenemos el 1. Haremos lo mismo con el 16, en el que no nos sirve el 8 pero sí el 4 ya que podemos repetir el 2, puesto que nos ha resultado de un caso anterior en que no hay alternativa, y, finalmente, en el 10 obtenemos el 5. Por tanto, obtenemos la serie 3, 2, 1, 4, 5, y de ahí en la primera figura, en la segunda, en la tercera, en la cuarta y en la quinta. A partir de ahí ya todo es mecánico.

Ígur se ocupó de anotar los resultados que obtenía de los cuadros.

– Primera figura -repasó al acabar-, jC: Izquierda, derecha. Segunda figura SA: Derecha y adicional derecha. Tercera figura, JB: Derecha, derecha, izquierda. Cuarta figura, sD: Izquierda y adicional izquierda. Quinta figura: jC: Izquierda, derecha, izquierda. Por tanto, la serie completa es: I, D, D, D, D, D, I, I, I, I, D, I. En conjunto, doce bifurcaciones, seis a la izquierda y seis a la derecha.

– Muy bien -dijo Arktofilax-. Vamos, pues.

Abrieron la puerta, y con gran sorpresa de Ígur encontraron una pequeña habitación con una segunda abertura, en forma de caja fuerte y un dispositivo de ranura parecido al del Rotor del Atrio. Encima de la ranura había un pequeño cuadro de instrucciones, que Ígur leyó en voz alta.

Perforar la solución obtenida en la placa. Ganarla de aquí mismo.

Sentido frontal de mano derecha uñas abajo. Código 5.

– Parece un código de esgrima -dijo-. ¿A qué solución se refiere?

– La indicación Código 5 es ambigua, tanto puede tratarse de las cinco alternancias entre izquierda y derecha que hemos obtenido (1 a la izquierda, 5 a la derecha, 4 a la izquierda, 1 a la derecha, 1 a la izquierda), como de las figuras. En relación a la solución, lo único que se me ocurre es la serie de la obtención final 3, 2, 1, 4, 5. Quizá lo consigamos más fácilmente si ganamos la placa.

Siguieron las instrucciones, y la ranura emitió una placa cuadrada finísima de aleación metálica parecida al cobre, con un punzón al lado; en ella se apreciaba una retícula de 6x6.

– Está dividida en 36 cuadrados iguales. La relación con un hipotético Código 5 -dijo Ígur- es más bien incierta.

– En absoluto -dijo Arktofilax después de unos instantes de reflexión-, es clarísima. Los cuadrados exteriores son un reborde, y lo que cuenta no es el interior de cada uno de los 36 cuadrados pequeños, sino las intersecciones de las líneas divisorias, que son 25, es decir 5x5. Se trata de tomarlas como coordenadas y perforar, en la línea 1 en horizontal la intersección 3 vertical, en la 2 la 2, en la 3 la 1, etcétera.

Lo hicieron así, y obtuvieron una figura parecida a una T acostada.

– ¿Hay que verlo como un emblema? -dijo Ígur-. El cisne que vuela, los caminos que se encuentran…

– La interpretación es más fuerte, si estás dispuesto a hacerla. Son los Tres y los Dos.

– ¿Eliminamos el Uno?

– Al contrario, los Tres y los Dos nos abrirán el dominio del Único.

Tomó el disco perforado con la mano derecha plana, la palma mirando hacia abajo y las puntas de los dedos hacia la izquierda, y sujetándolo efectuó el doble giro de la palma hacia arriba y las puntas de los dedos hacia adelante, tal y como indicaban las instrucciones, y lo introdujo en la ranura. Se oyeron unos carillones digitales, después unos chasquidos mecánicos, y la puerta se abrió sin ningún ruido. Tenían delante el recorrido de la salida del Cadroiani.

– No entiendo el porqué del enigma a resolver -dijo Ígur-; si el Laberinto sólo tiene bifurcaciones, y no cruces o nodos, era suficiente recorrerlo con un orden.

– En absoluto, es imprescindible no equivocarse ni una vez, y con el disco hemos comprobado que vamos por el buen camino, por lo menos en lo referente al tipo de bifurcaciones, porque podemos habernos equivocado en la orientación y en las figuras. Los corredores errados conducen a trampas mortales. Para ser más exactos, conducen a árboles donde no hay manera de distinguir lógicamente si se va por el buen camino o no, porque todas las bifurcaciones son iguales, y acaban directamente en la aniquilación, o en un Juego con un uno por mil de posibilidades de resolución, y aun en caso de resolverlo sin más opción que retroceder.

– Deduzco que el buen camino también se acaba en un Juego, porque si no sería suficiente con encontrar uno para saber que se va por mal camino, y retroceder.

– Así es. Si no nos hemos equivocado, ahora acabaremos el Protocolo de Teseo y entraremos en el de Heracles, y el Juego final nos conducirá directamente a la salida.

Cuando llegaron a la primera bifurcación y fueron hacia la izquierda, Ígur sintió un pesar inexplicable, mezcla de impaciencia y nostalgia sin objeto concreto aparente… y sin embargo, ¡había tanto en qué pensar! Se le ocurrió que, a pesar de las complicaciones de la última parte y, sobre todo, los retrocesos camino del Cadroiani, todo había resultado tan fácil en el interior del Laberinto como antes de entrar, que no había habido errores importantes ni dudas excesivas, por más que muchas opciones pareciesen discutibles. Miró a Arktofilax con recelo, y se preguntó hasta qué punto los planos de los constructores de los Laberintos podían llegar a ser asequibles a determinados personajes. Los pasillos de la salida del Cadroiani resultaron más abruptos que los de la llegada; los paneles de luz digital no tenían la regularidad y la fuerza de los otros, y a medida que avanzaban había más apagados e incluso rotos.

– Esta parte parece más degradada -dijo Ígur.

A partir de la tercera bifurcación a la derecha, el trazado se volvió ligeramente ascendente, con una inclinación casi imperceptible al principio, y poco a poco más pronunciada, hasta llegar a tramos escalonados. En concreto, la penúltima bifurcación a la izquierda de la serie de cuatro estaba en el centro de una poderosa escalinata curvada, con una altura de casi diez metros y el ángulo de partición de los dos caminos lleno de esgrafiados representando persecuciones, combates, metamorfosis y devoraciones; algunas escenas estaban desconchadas y, perdida parte de la representación, la incompletud añadía un enigma adicional.

– No lo mires tanto -dijo Arktofílax-, aún te encontrarás a ti mismo.

Ígur lo tomó como una broma, pero no dejó de pensar en el efecto que tal cosa le produciría. Se sentía propenso a una cierta clase de emoción contemplativa y convaleciente, y la falta de reposo había dado una dimensión nueva a los propósitos. De repente el corredor se convirtió en un pasillo con barandillas abierto a un paraje interior parecido al precedente a la inscripción que encabezaba la ; tras cien metros de curvas en torno a masas pétreas emergentes, colgantes o que comunicaban sin interrupción el suelo y el techo, el pasillo se había convertido prácticamente en un puente con tramos porticados unos, otros apenas protegidos con una barandilla y otros donde casi había que escalar. La última bifurcación a la izquierda de la serie de cuatro desembocaba en una amplia sala interior, y la cruzaba a una altura media de unos diez metros; a ambos lados del camino los lagos subterráneos de tan transparentes como eran habrían pasado desapercibidos para un contemplador profano, que sólo con mucha atención habría apreciado la leve línea de verdín que la superficie del agua marcaba en las paredes, de no ser porque estaban llenos de cuerpos humanos en diversos grados de consunción.

– Mirad -dijo Ígur sin poderse contener, porque los había tan recientes que excitaban algo más que la curiosidad morbosa.

– Esto sí que no lo esperábamos, ¿eh? -dijo Arktofilax con gravedad.

Recorrieron aquellos quinientos metros más lentamente que ningunos otros. La aguas estaban repletas de ahogados, muchos más de los correspondientes a las expediciones reconocidas, y asaltaba con fuerza la evidencia de las incógnitas. ¿Había habido Entradas clandestinas al Laberinto? ¿En qué grado de furtividad? ¿Había tolerancia por parte del Imperio? ¿De qué sectores procedía? ¿A qué precio?

– Aquí -dijo Ígur-, la estructura del conjunto aún debe corresponder al Protocolo de Teseo.

– Esto es una metaestructura -dijo Arktofilax-, incluida dentro, o por encima si lo prefieres, de la estructura exegética de los Protocolos.

Aquí es donde hubiéramos ido a parar si llegamos a cometer algún error que parece ser clásico a juzgar por la gente que lo ha cometido -sonrió con ironía-, posiblemente ligado a la posición de la segunda figura, que podría haber estado agachada en lugar de sentada. El Apótropo de esta parte debe de ser el piloto naval Canopus, y el premio al rodeo es una trampa hidráulica, espejismos del Lago de Moeris, donde, para contemplarlos, Poseidón conserva los frutos obtenidos.

La ambigüedad dialéctica de Arktofilax alarmó a Ígur.

– Ya tengo ganas de pasar de la Apotropía de Poseidón a la de Helios -dijo, ajeno a la mirada tranquila del Magisterpraedi.

El camino trazó una nueva inflexión, y tras la bifurcación a la derecha se volvió plano otra vez. Ígur caminaba detrás, y le pasaban por la cabeza pensamientos desbocados, repentinos asaltos de certezas temerarias, como que su compañero no era más que un espejismo, o que cuando se diera la vuelta su silueta no sería más que una armadura vacía. Poco después de la bifurcación a la derecha, Arktofílax se detuvo y señaló otra vaguada.

– ¿Querías una Apotropía de Helios? Aquí tienes la de Dioniso.

Ígur se acercó con una aprensión agridulce, y lo que vio, tal vez por acumulación, le heló la sangre aún más que el Laberinto hidráulico. Ante él se extendía un vasto conjunto de bloques de piedra o, más posiblemente, de hormigón plástico plomado, colocados en posturas caprichosas entre grandes masas de arena; sin duda, pensó Ígur, formaban parte de un Juego tridimensional cuya solución conducía a un movimiento de las piezas que abría caminos o los borraba para siempre; el resultado era la visión de un número difícil de precisar, pero que a Ígur le pareció no inferior a doscientos, de cuerpos triturados que ofrecían un espectáculo de individuos y huesos semimomifícados que sobresalían a medias entre bloques de piedra o los escalaban perpetuados en posturas de desesperación. Arktofilax se detuvo junto a Ígur.

– Esto sí que es peligroso -dijo-. Esta parte del Laberinto está toda ella fuertemente conectada, y, si los Entradores ineptos han hecho saltar ciertas trampas, puede ser que esté obturado hasta el camino correcto. Cuando uno falla en una cuestión primordial no tan sólo se pierde a sí mismo, sino que convierte el Laberinto en una pieza definitivamente inexpugnable.

– ¿No habría afectado al conjunto del mecanismo? -preguntó Ígur pensando que, si fuera así, ya no se habría abierto la puerta de la

– ¿Qué habrían ganado? ¿Te encuentras con ánimos de retroceder? -Sonrió-. No conocemos los mecanismos internos de seguridad, ni si hay diversas fases de construcción en conflicto entre ellas. Quién sabe quién es toda esta gente atrapada. ¿Entradores clandestinos? ¿Condenados a quienes, tal vez para comprobar la eficacia del mecanismo, quizá simplemente para hacerlos desaparecer sin publicidad, se ha obligado a recorrerlo sin guía ni preparación? ¿O es que el Laberinto tiene otra Entrada?, quién sabe, una trampa urbana, ¡el castigo de una cabina de Juegos en la que los perdedores son engullidos por un mecanismo que los propios empleados desconocen hasta dónde conduce! Incluso podría ser que fueran los cadáveres de los obreros que trabajaron en la construcción, a quienes los arquitectos no permitieron, sin duda con la bendición del Emperador, que salieran para divulgar el secreto.

Continuaron hasta un ensanche del camino, que acababa en una especie de glorieta de tonalidades rojizas que a Ígur le hizo pensar en el interior de un gran paladar nervado de sangre. En un rincón había dos sillas, y el efecto resultaba tan absurdo que Ígur se resistió a sentarse, como si se tratase de objetos malignos; pero el Magisterpraedi lo hizo sin ningún reparo, e Ígur se quedó mirándolo con un desasosiego paralizador. ¿Por qué dos sillas y no tres, o una, o cuatro? Ígur miró atrás con aprensión, después adelante. ¿Quién más estaba dentro del Laberinto? Por todas partes sentía ya presencias inminentes, y sin embargo miraba a Arktofilax y sentía un vacío absorbente. Desde donde no había nadie, se temía espiado, y al lado del Magisterpraedi se encontraba abrumadoramente solo.

– ¿No deberíamos dormir? -preguntó.

– Dentro del Laberinto no se duerme -dijo Arktofilax sin mirarlo.

– ¿Por qué?

– Porque todo el Laberinto ya es en sí mismo un sueño -dijo el Magisterpraedi, y le dirigió una mirada que lo dejó helado, porque había en el interior de sus pupilas un tenebroso reflejo rojo.

Ígur no se contuvo.

– Vuestros ojos…

Arktofilax apartó la mirada.

– Es el reflejo de estas paredes, juntamente con las emanaciones ferruginosas. A los tuyos les pasa lo mismo.

– ¿Emanaciones ferruginosas? Nunca había oído nada tan absurdo. Voy a mirarme en un espejo. -Buscó en la bolsa.

– No lo hagas -dijo lentamente Arktofilax, sin moverse y con tanta gravedad que Ígur se quedó inmóvil. Aunque la entonación había sido completamente pausada, la advertencia pesaba absoluta.

– ¿Por qué?

Arktofilax se levantó y se alejó unos pasos.

– Ya veo que no has llegado al final de la Ley del Laberinto -dijo vuelto de espaldas-. Sabrías que uno de los cinco preceptos del último tramo es que, por más extraño que te sientas, por nada del mundo te mires al espejo.

Ígur no se atrevió a preguntar por qué, ni cuáles eran los otros cuatro preceptos. Pillado en falta una vez más, y sin derecho ni tan sólo a recelar de la existencia de tales preceptos, no le quedaba más que intentar deducir de los acontecimientos de qué insólito fenómeno estaban siendo objeto, y confiar en la experiencia y la bondad de su compañero; pero precisamente ése era el punto de conflicto, porque Arktofilax se volvía un poco más a cada instante una horrible fuerza desconocida, irracionalmente inhumana, e Ígur sentía crecer en su interior un instinto de protección que le aconsejaba eliminar al Magisterpraedi antes de que fuera demasiado tarde; pero enseguida rechazaba tales pensamientos amparado en la lógica y el sentido común de un Caballero de Capilla: a pesar de eso, la comezón persistía, incluso aumentaba. Así prosiguieron hasta llegar a la última bifurcación; a partir de ahí el camino se volvió mucho más estrecho, pero sin perder el carácter de pasillo con pavimento, techo y paredes. Arktofilax continuaba delante, e Ígur no perdía de vista el movimiento de su cuerpo, hasta que de repente se encontró buscando, casi esperando, algún gesto contrario al funcionamiento establecido de las articulaciones, el giro maligno que revelase de una vez por todas su naturaleza alterada, no humana.

– Magister -dijo-, este camino es diferente. ¿No será que en la última bifurcación nos hemos equivocado?

Arktofilax se volvió a medias, sólo hasta quedar de perfil.

– El Final del Laberinto siempre reserva una incógnita. Seguramente será la de la Penúltima Puerta.

Poco después, efectivamente, llegaron a un recinto redondo donde se acababa el camino. No se apreciaba abertura alguna, pero todo el perímetro estaba cubierto de incisiones geométricas en materiales vidriados, y en el centro, en el suelo, había una inscripción dentro de una mándorla que apuntaba al pasillo de llegada. Ígur, una vez más, leyó en voz alta:

1 Del Seis que sale el Cinco

4 Encabeza el Nombre de cinco letras.

6 Del segundo la primera

1 Para fecundar el Final.

Arktofilax exploró la estancia, mostrando mucho más interés por los dibujos que por la inscripción. Ígur intentó desentrañarla por su cuenta.

– El Seis que sale el Cinco -dijo en voz alta- deben ser las seis estrellas que provienen del pentágono estrellado, y la inversión de los términos informa que salimos del recinto. El nombre de cinco letras es Teseo, y del segundo la primera quiere decir la primera estrella del segundo grupo, es decir Thuban, el corazón del Dragón.

– Son los Epagómenos -dijo el Magisterpraedi, absorto como si no lo hubiera oído.

– Perdón, ¿qué decís?

Arktofilax se volvió con expresión preocupada. Su cara y sus ojos mostraban una normalidad que desarmó a Ígur de las sospechas pasadas.

– Estamos ante la terrible trampa geométrica final, y fíjate bien porque aquí sí tenemos posibilidades de dejarnos el pellejo. La clave son las cifras que encabezan los versos. 1461 son los años necesarios para repetir el mismo calendario egipcio coincidente con un determinado estado del cielo; el cómputo proporciona un año de 365 días, dividido en doce meses de treinta días más los cinco Epagómenos, que son los días dedicados a Osiris, Isis, Horus, Neftis y Set; he aquí el Código 5 de la inscripción anterior. Pero de este calendario sobra un año, que se obtiene de la diferencia entre el año natural, de 365'25 días aproximadamente, y el de 365 días justos. Efectivamente,

1461 x 365 = 1460 x 365'25

si queremos encontrar la solución, tenemos que buscar las sumas de cifras. Con 1461 obtenemos tres, y con 1460 obtenemos 2.

– Que son los Tres y los Dos de las estrellas -dijo Ígur-, y también de la placa que nos sirvió para abrir la puerta anterior.

– Muy bien.

– La suma da Cinco, y el producto Seis.

– Perfecto. Y además el producto 1461 por 365 da 533265, de donde obtenemos 6 sumando todas las cifras. Creo que con eso el primer verso de la inscripción, que en este caso sí es un poema, no necesita más explicación; ahora sirve para llevarnos al Nombre de Cinco letras.

– Ígur optó por callar-. La diferencia entre 1460 y 1461 o, si prefieres, entre 365 y 365'25 la marca el residuo temporal que, al acumularse a lo largo del tiempo y retornar al Origen, se conocía en la antigüedad con el nombre del Fénix. Ése es, creo yo, el Nombre de Cinco letras.

– ¿Y eso en qué se traduce en relación a salir de aquí? -dijo Ígur, acercándose a la pared.

– Aún no lo sé -dijo Arktofilax, y viendo que Ígur iba a apoyarse lo increpó vivamente-. ¡No toques nada! La Penúltima Puerta tiene una clave táctil, y una presión inadecuada nos fulminaría igual que en el Atrio.

– Quizá debiéramos ir a los dos últimos versos.

– Es lo primero que he descifrado. 'Del segundo la primera' quiere decir 'del segundo verso la primera palabra', y es 'Encabeza', pero en este caso, fuera de contexto, recuperada en la opción gramatical más fuerte, es decir en el sustantivo. Sólo falta deducir a qué cabeza se refiere.

– ¿A Algol? ¿A la Cabeza Profética?

Arktofilax sonrió melancólicamente, Ígur sintió cómo renacían sus desconfianzas.

– Tenemos que encontrar -dijo el Magisterpraedi señalando los grafismos de las paredes- la figura que case con el Cinco, y en la que el concepto 'Cabeza' permita una distinción electiva.

Se detuvo ante un rectángulo subcompartimentado.

– Ciertamente, aquí hay cinco divisiones -dijo Ígur, y Arktofilax lo interrumpió.

– Es el rectángulo \/5; recordarás la propiedad de los rectángulos de proporción expresada contra la unidad en la raíz cuadrada de un número natural: divididos transversalmente en tantas partes como indica ese número, se obtienen rectángulos de la misma proporción; aquí, la operación se ha hecho dos veces, y el resultado son los cinco rectángulos negros pequeños. Entiendo -dijo tan lentamente que a Ígur le pareció que si no es que se quería convencer a sí mismo, se lo estaba inventando- que aquí tenemos la escenificación de los Epagómenos, y la Cabeza es el primero, o el último, porque tanto encabeza el uno como el otro. El primero es Osiris, es decir, Dioniso, y el último es Set, por tanto Tifón. Pienso que la Cabeza es también la Cabeza del diablo, como has dicho, y puesto que ya hemos visto las trampas de agua y de tierra, estamos en la trampa de fuego, en la que el Apótropo es Perseo, el que obtiene la Cabeza de la Gorgona. Y ahí radica la cuestión: ¿cuál es el rectángulo que corresponde a Set, el de arriba a la derecha o el de abajo a la izquierda?

– Depende de qué prioridad consideremos, si arriba-abajo o izquierda-derecha.

– ¿Qué dice sobre eso la Ley del Laberinto? -preguntó Arktofilax en un tono que Ígur encontró demasiado neutro para no ser irónico.

– Lo ignoro.

– Tendremos que confiar en mis recuerdos -dijo el Magisterpraedi-. Creo que es el de arriba a la derecha. Pero atención: Set es el dios de la sequía tiránica que mata el Nilo, es el destructor por el fuego, y por eso lo escogemos. Pero eso quiere decir, precisamente, que nos pagará un error con fuego, así como a los Entradores que nos han precedido Canopus y Vindemiatrix les han pagado con agua y tierra. -Se detuvo, y se volvió hacia otro lado-. Si nos hemos equivocado, espero que no sea a fuego lento. -Señaló el grafismo sin volverse-: Pon la mano en el rectángulo negro de arriba.

Ígur era todo él de nuevo un recelo inexplicable.

– ¿Yo?

– ¿Por qué no? -sonrió Arktofilax; Ígur escrutó las posiciones de ambos; ¿y si la trampa fuera tan sólo para el que presiona la figura? ¿Y si Arktofilax le hiciera correr el riesgo sólo a él? Quizá hablándolo, por ser de los dos el joven lo habría aceptado, quizá hasta se habría ofrecido, pero de esa forma no podía dejar que el viejo creyera que hacía de él lo que quería; Arktofilax lo conminó-: La menor grieta en el triunfo ya significa fracaso -rió-; aquí sí se cumplen las máximas absolutas, ¿no? Aprieta de una vez.

Con más curiosidad que pánico, Ígur puso la mano en el sitio indicado, y la mitad de la pared, en el extremo contrario del recinto, se desmoronó con gran estruendo y polvareda, ofreciendo un nuevo pasillo por donde Arktofilax se esfumó con una rapidez que Ígur, sin tiempo para recuperarse de la sorpresa, encontró del todo imposible.

– ¡Esperadme! -gritó, inútilmente porque el otro había desaparecido, y olvidándose del equipaje, salió corriendo por la vía recién abierta donde vio a Arktofilax que se alejaba a gran velocidad; de hecho ya estaba tan increíblemente lejos que resultaba inimaginable que hubiera llegado allí por medios propios, y de repente decidió que lo entendía todo, y se precipitó tras él corriendo con todas sus fuerzas-: ¡Detente! -gritó-, ¡traidor, sinvergüenza!

Sin detenerse buscó la pistola, pero el arma había desaparecido, y la única que llevaba encima era la espada de Caballero. Arktofilax se perdió tras una curva, e Ígur continuó corriendo a la desesperada por el pasillo lleno de sinuosidades pero sin ninguna disyuntiva de trazado; después de un buen rato, a la salida de una curva se encontró de repente en una amplia sala porticada perfectamente acabada y cuidada, turbadoramente amueblada con piezas de mármol verde; se detuvo jadeando. En el centro, con la respiración perfectamente reposada, le esperaba Arktofilax.

– Me parece que te conviene descansar un poco -le dijo con tranquilidad el Magisterpraedi.

Ígur desenvainó y se le encaró en guardia.

– He sospechado de ti desde el primer momento, y ahora no te escaparás. Pero antes quiero saber quién eres en realidad. Habla, porque te queda poco tiempo.

Arktofílax sonrió con tristeza. Había en todos sus movimientos una calma que despertaba en el Caballero una mezcla de admiración y rabia.

– Tienes razón, no me queda mucho tiempo, y te responderé sin subterfugios. Pero antes, permite que te ayude a resolver el enigma de la Penúltima Puerta -fue al otro extremo del salón-, porque ésta es de verdad la Penúltima Puerta, la anterior no era más que una metatrampa de seguridad.

Ígur no soltó la espada, y sin perder al otro de vista se acercó a la inscripción que le indicaba. Era una leyenda alrededor de un gran medallón sin retrato (Ígur no se detuvo a pensar si se trataba de un retrato borrado o es que, sencillamente, nunca había habido ninguno). Esa vez fue Arktofilax quien leyó en voz alta, empezando por los tres asteriscos.

– Muy bien -dijo Ígur, y sintió de nuevo en su interior la náusea asfixiante de aquellos ojos de profundidades magmáticas-. ¿Y qué? -gritó.

– Fíjate en el dibujo. -Y señaló el centro de un frontón sobre la puerta.

– Ya lo veo -dijo Ígur intentando no temblar; cada vez sentía de forma más necesaria y urgente matar al hombre que tenía delante-; lo reconozco sin la menor duda. ¿Acabas de dibujarlo tú?

El Magisterpraedi rió con extrañeza.

– ¿Yo? ¿Cómo podría haberlo hecho? -Lo miró con detenimiento-. ¿Qué crees que es? -sonrió de nuevo-, es decir, si te parece que liquidarme puede esperar un cuarto de hora.

Ígur sentía cómo se le aflojaban las piernas, y bajó la espada pero resistiéndose a guardarla.

– Es la misma figura que utilizamos en la segunda Puerta de salida del Cadroiani, pero en lugar de los cinco puntos, están marcadas las dos líneas que enlazan los Tres y los Dos.

– ¿Y qué te sugiere? Quiero decir, qué características ves en él que te parezcan aprovechables.

– ¿Desde un punto de vista geométrico? Veamos -contó mental- mente unidades, recordando que se trataba de un cuadrado de 6 X 6-, tenemos dos superficies iguales y una tercera diferente. La diferencia de superficie entre una de las grandes y la pequeña es de 6 unidades. Por otra parte, las dos líneas rectas divisorias tienen igual longitud, que es aproximadamente de 5,65 unidades. Las tres superficies tienen igual perímetro exterior, de 8 unidades lineales, cifra que en el caso de la porción pequeña corresponde a la misma que expresa la superficie.

– Muy bien -dijo Arktofilax, Ígur sintió que le tomaba el pelo, y volvió a blandir la espada.

– Se ha acabado el Juego -dijo con la voz un poco temblorosa-. En guardia.

– Un momento, te dejas lo mejor. Te olvidas de decir -señaló la figura- que el punto más interesante es el encuentro de las dos líneas, que coincide con la estrella central de las tres, que es Canopus. Fíjate en la inscripción: "Que allí do arribéis/ Camino de uno/ Y para uno/ Al blanco cuerpo desnudo.' El último verso, como ya descifró Debrel, pertenece también a Canopus. ¿Recuerdas el primer poema de la Cabeza Profética? -Ígur empezó a sentir el malestar inquietante de la división interna de intenciones-. Cuando dice 'Que allí do arribéis, divisa para TU presente/ AL OSo vencerás, Al BlanCO cuerpo deSNUdo'. Pues bien, ha llegado el momento. Me has preguntado quién soy, y te respondo: ya no soy Hydene, sino Arcturus, el Oso que tienes que vencer, porque tú ya no eres Neblí, ahora eres Suhel.

– Pero ¿por qué tengo que vencerte? -dijo Ígur, súbitamente desarmado.

– ¿Ahora preguntas por qué? Hace un momento lo veías muy claro. -Arktofilax lo miró intensamente-. Vuelve a leer la inscripción: 'Camino de uno/ Y para uno.' ¿Sabes cuál es la clave de la Penúltima Puerta? La muerte de uno de nosotros dos, y el mundo se mueve a favor de la mía, así es que no tenemos más remedio que solventarlo.

Desenvainó y, con un movimiento reflejo, Ígur dejó caer su espada.

– ¡No puede ser! -dijo.

– ¿Querías saber qué pasó en Bracaberbría? -prosiguió el Magisterpraedi-. Tú, como todos los demás, no te has atrevido nunca a preguntar. -Dejó la espada en una mesa alta.

– ¿Qué pasó dentro del Laberinto de Bracaberbría? -preguntó Ígur temblando.

– La prueba del Laberinto correspondiente al Único no es ningún recorrido ni ningún enigma ni ninguna secuencia, sino que soy yo mismo. Estamos en el último Protocolo, y esta habitación es la Heracleópolis, de donde por definición sólo uno sale con vida. Por eso quise que la Entrada solo fuéramos dos.

– Entonces, ¿lo sabías? -se admiró Ígur.

– Desde el primer momento.

– ¡Y aceptaste! -dijo, incrédulo-. ¿Por qué?

– Porque éste es el Juego.

– ¿Y ya conocías el desenlace?

– Sí.

– ¿Puedo saber cuál es? -continuó, pensando que por nada del mundo sería capaz de hacerle daño a aquel hombre.

– Sólo hay un desenlace posible para mí, y es morir en el Laberinto de Gorhgró. Yo soy el Cabeza que ha de fecundar el Final con mi desaparición. -Viendo la cara que ponía Ígur, prosiguió-: ¿Recuerdas la primera secuencia de la Ley del Laberinto? Ya sé que no, por eso te la diré: 'Una Fonotontina para participar sin haberte inscrito, una Fonotontina para inscribirte y que pasen los años sin saber si llegarás a participar nunca. Para ganarla si la pierdes, para perderla si la has ganado.'

– No lo entiendo.

– No importa, todo está pactado desde hace mucho tiempo; hay dos posibilidades: que luchemos y tú me venzas, que es la secuencia natural, con lo cual saldrás tú solo del Laberinto y ya sabes qué pasará después, o bien la secuencia exiliada, que te venza yo, y entonces tú morirás y yo también, porque el poder de Arcturus no está hecho para salir del Último Laberinto. En cualquier caso, el camino queda expedito para los Astreos. Y ahora, prepárate.

Tomó de nuevo la espada y la dirigió al Caballero. Ígur no hizo ningún movimiento de defensa.

– No puedo -dijo.

– Tienes todas las de ganar.

– Precisamente.

– El Único contra el poder de los Tres, centrado en Canopus.

¿Quieres saber qué pasó en Bracaberbría? Alderamín, que antes había sido Beiorn, murió en los Pantanos picado por la serpiente; allí me asistió el poder de Ofiuco, y después de vencer a mi opositor natural salí convertido en ambos como Arktofilax, el Guardián del último centro, es decir Gorhgró. Aquél era mi Laberinto, y he entrado en éste tan sólo para abrirlo. Yo soy el último baluarte, es así como está establecido. Mi hado se ha cumplido, y ahora Suhel cumplirá también su destino, y saldrá de aquí como Canopus, o como Harpsifont, si lo prefieres, y, sabiendo que el éxito y el fracaso son impostores por igual, y si te permites anhelar el uno o que te asuste el otro te perderás de vista a ti mismo, esperará conmigo en las montañas del Sur, lejos de las demás estrellas, esperando encogido más allá de los horizontes desérticos el momento oportuno para saltar sobre el mundo.

Tocó con la espada la de Ígur, que estaba en el suelo.

– No puedo -repitió el Caballero, bajando la vista; todo lo que tocaba lo convertía en duda.

– Querido Canopus, ahora el Laberinto empieza de verdad para ti.

Ígur deseó ardientemente que se refiriera a la Última Puerta y no a lo que le esperaba después de la salida, pero no era el momento de engañarse, tenía más bien pocas esperanzas de que fuera así.

Con las manos vacías, sin equipaje, Ígur Neblí caminaba desencajado por el recto pasillo ascensorial de piedra que había de conducirle a la Última Puerta. La ascensión tenía amplios descansillos, que rompían la continuidad visual e impedían ver el final del trazado. Si, como se había dicho, el tiempo es la distancia hacia uno mismo, el retorno era una espera trágica; ni ratas con cabeza de león ni cocodrilos con plumas habrían inquietado a Ígur un ápice más de lo que estaba. Le asistía finalmente el reconocimiento monstruoso que hay detrás de todos los reconocimientos, el inconmensurable horror de la comprensión absoluta, la certeza irrefutable, el arrancarse los párpados. Todas las preguntas habían sido respondidas, pero ¿de qué serviría?: ¿El Laberinto es un lugar aparte? ¿El camino de Entrada es el mismo que el de Salida?¿Habían sido reales los peligros? ¿Habían sido reales las alternativas? Ígur se ahogaba cada vez más en la convicción de que todas las puertas se habrían abierto igual, al margen de los códigos que se hubieran introducido. ¿El tiempo es la impostura de la mente? El hachazo en la Cabeza del Dragón estaba a punto de dar su fruto, y las lágrimas eran más poderosas que el sudor y la sangre.

– No puedo, no puedo -resonaba una y otra vez en su cabeza, metrónomo fatídico de una relación invertida de ganancial y pérdidas.

De repente el camino se cortó. Ante el caminante se abría una sima brutal de la que no se distinguía el fondo, roja de reflejos, de resonancias; hacía un calor sanguinario, e Ígur sintió toda la fuerza de los espejos gravitatorios del Último Anillo de los Laberintos a sus pies.

– ¡No puedo! -rugió, y la reverberación era un cataclismo.

Pero a pesar de que todo era espacio, no había aire para ser respirado, y había que tomar una decisión. Ígur pensó de todo: retroceder, suicidarse (pero ¿cómo? En aquella atmósfera de compresiones viciadas pero ricas, contener la respiración lo desmayaría antes de matarlo), dinamitar el mundo con la sola fuerza de la locura de su voluntad. ¡Ése era el camino de todas las transmutaciones! Ése era el verdadero final, el engaño de la Última Puerta.

– ¡Se ha acabado la Falera! -dijo, y se lanzó de cabeza al espacio.

Salvado del tiempo por la gravitación, Ígur se encontró ascendiendo sin prisas la geometría tan cargada de lenguaje del pasillo que tenía que resolver aquel lugar que nunca soportaría más maldición que el recuerdo, ni más leyenda que la incertidumbre y el olvido que las alimenta todas. Los pasos se volvían lenguaje, el trazado de un pie detrás del otro, sus posturas, las orientaciones, eran letras y cadencias de tiempo reencontrado y de sentido. Porque ahora él era la Cabeza, el Hijo del Laberinto, el Fénix de la Psicoteogénesis, él sabía quién era él y como un horror lo sobrellevaba, como una amenaza se lo exigía. Suhail, Harpsifont, Kanupus, eso estaba por decidir.

Si todo lo que tocase a partir de ahí se convertiría en Laberinto, salvo el Laberinto que se había acabado, ¿cómo podría soportar la resurrección de las referencias? El camino se volvió estrecho y abrupto otra vez, y notó que iba mal vestido, desharrapado, con el calzado destruido por las piedras colocadas con toda la crueldad de la indiferencia. De repente, pequeñas ráfagas de aire le hicieron notar que se acercaba al Final; era un aire diferente de los vendavales monstruosos que había sentido en las profundidades del Laberinto, éste tenía una fragilidad tan viva, tan indecisa, que no podía equivocarse: tenía que provenir de troneras directamente conectadas con el exterior, no del retumbar profundo de los muebles monstruosos que a saber quién arrastra por las cúpulas más lejanas. Apretó el paso, de repente impaciente, porque sentía el retorno de la mesura.

La inclinación ascendente del camino, en forma de pequeños escalones, era de más de cuarenta y cinco grados, y aun así cada vez iba más aprisa. Aquél era el obstáculo final, sin duda, y él no lo vería nunca porque el paso por la Penúltima Puerta había hecho saltar las presas de seguridad, y la Última, la que lo separaba de la salida propiamente dicha, en el lado opuesto de la Falera, se había liberado automáticamente. Poco a poco empezó a oír el sonido de multitudes expectantes, atraídas por la eclosión final de los mecanismos; el camino se ensanchó y le mostró el exterior, un rincón al principio, después más generosamente, y se detuvo para no olvidar nunca aquel instante de desenlace, para no precipitarse en su fijación. Habría sido capaz de retroceder para repetir el placer. Todo cálculo le era esquivo, porque era de noche, y nunca había sido tan bello el sonido del espacio abierto. El momento tenía un no sé qué de las delicias de la muerte, y cuando acabó de subir la escalera, se le llenaron los ojos de lágrimas y sonrió por regresar al como siempre viendo las Osas con Cefeo a un lado y el Dragón en medio, y en el centro la Inmóvil, el esplendor final de la noche estrellada del cielo circumpolar de Gorhgró.