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XIII

La muerte del Príncipe Togryoldus, por más que por ser demasiao viejo en lugar alguno estuviera establecido que hubiera estado a su cargo la primacía vacante por la desaparición de Nemglour, había puesto en evidencia hasta qué punto la sola presencia de los hombres fuertes de la generación que había visto a los grandes Emperadores Eneanolkas y y Makalinam I, como si más que herederos morales o despositarios de memoria fueran portadores materiales de su poder y su autoridad, era suficiente para contener las manifestaciones más ordinarías y descaradas de la lucha por la sucesión, podridas la opinión pública de pistas inservibles y de movimientos de rencor las castas involucradas, y, puesto que ya el único gran personaje de aquel tiempo era el Hegémono Ixtehatzi, y pertenecía a un ámbito y a un círculo burocrático que no interfería, por lo menos formalmente, en el equilibrio entre los Príncipes, Bruijma y Simbri se habían lanzado abiertamente a la lucha por la supremacía, y el feroz reordenamiento de los espacios políticos había comportado como primera y más espectacular consecuencia la devoración de los correspondientes a los Astreos, incluso de las facciones que en los últimos tiempos, con notable esfuerzo de moderación, se habían ganado la confianza de todos, de manera que no tan sólo La Valaira y sus dos hijos, un varón y una hembra adolescentes, se ocultaban en lugar desconocido, sino que cinco Príncipes Astreos más eran objeto de persecución y hundimiento de bienes y domicilio,y, hecho sin precedentes, incluso el Decano de la Capilla del Emperador, Maraís Vega, príncipe sin título pero por valor propio entre todos los Caballeros Astreos, se había visto obligado a esconderse para no caer en manos de la Guardia Combinada de Bruijma y la Paratropía, o de los Fonóctonos que todo el mundo sabe quién paga pero nadie lo reconoce, y gracias a la propia ley de movimientos intercomunicados, los Meditadores y La Muta se habían visto, por contraste o por omisión, favorecidos por la circunstancia, y, en especial el Apótropo de Órdenes Militares y el Agon de los Meditadores, estudiaban las posibilidades de ganar un poder incalculable como últimos inclinadores de balanzas y, en ese sentido, decididos a inclinarla en favor de Bruijma, que les parecía el Príncipe con una disciplina doméstica más conflictiva y, por lo tanto, el más susceptible de ser comprometido o burlado.

Un orden nuevo invadía las calles de Gorhgró. La Guardia pretoriana propietaria de las expectativas se había hecho con los colores y los emblemas astreos, y, paradójicamente, formaciones de militares vestidos de negro cruzaban las desiertas avenidas de un Gorhgró fatalmente retornado a los hielos originales de su remota historia. La reforma de Ixtehatzi había culminado en un setenta por ciento, y ni la demanda social ni los mecanismos políticos, dedicados, tanto entre los estratos sociales como entre los individuos, a alimentar miserias de forma que nunca dejasen de desconocerse entre ellos, parecían proclives a propiciar el treinta restante. Corría, además, el rumor de que el Hegémono estaba cansado y no se guardaba de decir a sus acólitos que esperaba la primera ocasión para entregarse definitivamente a la vida retirada y a las indisciplinas del recuerdo, pero tal y como iban las cosas, con la pugna por la primacía de los Príncipes desatada y el Emperador demasiado joven aún para gravitar sobre el Imperio como correspondía, tal ocasión se acercaba cada día más lentamente, y la desidia de Ixtehatzi crecía en proporción directa a las posibilidades de no abandonar el poder sin dejar como herencia un segundo frente de luchas sucesorias que, sin duda, sumiría al Imperio en una de esas oscuridades de las que difícilmente se sale antes de tantos años que las ocasiones de males mayores son un riesgo excesivo incluso para el núcleo gobernante más temerario, más enloquecido o más indiferente.

Más que nunca exacerbada en sus extremos, la triple moral había sumido a la sociedad en un delirio de interpretaciones de los conflictos, y las Equemitías habían aumentado poder tácito a la vez que independencia y facultad de actuación, como si estuvieran en un mundo diferente del de la Hegemonía, y los Príncipes, Bruijma en especial, fueran un espectáculo de especulación social y distracción política. Hasta qué punto la reciente conquista del Ultimo Laberinto incidía en la situación como un factor determinante más, o bien, para los aficionados a los refinamientos causales, era una consecuencia de los propios hechos que habían desencadenado el conjunto, no parecía interesar ni a los directamente afectados. Tal y como determina una tradición no oficial pero al fin y al cabo más asentada que las leyes, Bruijma lo había aprovechado, y poco a poco le ganaba terreno a Simbri, con la ilusión de que la propiedad de la Falera que la Eponimia le había proporcionado era el signo providencial para tener contentos a los supersticiosos, pero con méritos personales como verdadero motor. Tal era el Imperio que Ígur Neblí encontró al salir del Laberinto. Un recibimiento triunfal pero sin nombres propios al principio, una barabúnda que se le antojó extraña, como si hubiera ido a parar a un lugar en parte vaciado, en parte desconocido, y poco a poco, con el barullo y la futilidad de los primeros días, notó en qué medida todo era diferente de como lo esperaba, y cómo tal diferencia lo descorazonaba y lo entristecía, cómo las consecuencias del Final del Laberinto se habían puesto ya en marcha con independencia de él mismo y habían generado conflictos ajenos y prevenciones imprevistas. Ígur esperaba reconocimiento y homenaje, y se dejó llevar, inmóvil a esa esperanza; ningún mérito le fue negado, pero por ninguna parte se veía la calidez que rodea a los héroes. Después de tres días de ambigüedades y reticencias servidas en cenas y celebraciones con dignatarios de segunda fila que él no había visto nunca antes, fue citado a la Agonía del Laberinto.

Hacía tan sólo tres días que Ígur había salido cuando fue a la Agonía, un ala interior adosada a la Salida, en la parte Norte de la Falera; allí no pudo evitar la extraña punzada de la melancolía al ver un trajín de operarios en torno a la formidable boca: ¿y ahora qué será del Laberinto? ¿Será destruido como los demás? ¿Hasta qué punto la degradación y la frivolidad se apoderarán de sus misterios? Sonrió con amargura. ¡Pero si el misterio está intacto, dónde cree que va toda esa gente!

En el pórtico posterior de la Agonía del Laberinto le esperaba el Primer Oficial de la Guardia, y después de las formalidades de rigor, en ese caso aligeradas, lo guió por diversas dependencias. Por el camino, Ígur se sintió observado con discreción. Había adelgazado un poco, pero, sobre todo, el Laberinto había pasado por sus facciones y su mirada como una sombra mórbida de gravedad y tristeza que por fuerza debía de excitar todo tipo de curiosidades. Al fondo de un extenso pasillo de techo desangeladamente alto, en un despacho grandioso y desamueblado, lo recibió el Secretario administrativo de la Agonía del Laberinto, acompañado de otro personaje a quien presentaron como un Delegado del departamento de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma; Ígur lo miró con una sonrisa de decepción.

– ¿Dónde está el Secretario Pauli Francis? -preguntó-. No me mueve menosprecio alguno hacia vos, pero después de tres días esperando, creo que el nombre del Príncipe ha sido lo bastante honrado como para que él mismo se hubiera dignado manifestarse.

El funcionario extendió los brazos.

– Caballero, hay trámites previos a las formalidades del Protocolo. No dudéis que cuando todo esté resuelto. Su Excelencia se ocupará personalmente de gratificaros como corresponde al vencedor del Laberinto.

Ígur se volvió hacia el Secretario de la Agonía, que se adelantó al que suponía un reproche similar.

– El Agon del Laberinto -dijo con suavidad neutra y resuelta- se excusa por no recibiros en persona, pero si leísteis los Protocolos de Entrada firmados en el Palacio de Su Excelencia el Príncipe, que no dudo debéis haber leído, recordaréis que previamente a la materialización de beneficios y, por descontado, a las celebraciones y los honores públicos que comporta, deben cumplirse ciertos requisitos por vuestra parte.

– Ahora no lo tengo presente -se impacientó Ígur-. ¿Qué requisitos tengo que cumplimentar?

– Poca cosa -dijo el funcionario de la Agonía-. Tenéis que elaborar un informe detallado de la estructura que habéis apreciado en el interior, y una relación pormenorizada, en forma de diario preferentemente, de la expedición.

Se hizo un silencio; Ígur esperaba alguna referencia a la desaparición de Arktofilax, pero todo parecía más sibilino.

– Es una disposición del Agon, que forma parte del contrato -dijo el representante del Príncipe-. Es un trámite normal.

El ambiente se enrarecía, sin que Ígur acabase de saber por qué.

– Entiendo que también hay un informe de la Entrada a Bracaberbría -dijo, más reflexión que pregunta.

– Naturalmente -dijo el Secretario de la Agonía.

– ¿Redactado por el Magisterpraedi Arktofilax? -Los dos funcionarios se encogieron de hombros con un gesto de obviedad, e Ígur prosiguió-. Lo dudo mucho. ¿Podría verlo?

Los otros dos se miraron inquietos.

– Aunque quisiera enseñároslo no podría -dijo el Secretario de la Agonía-. Solo tienen acceso a él el Hegémono, el Epónimo y el Agon del Laberinto, además, por descontado, del Emperador o el Regente.

Ígur los miró con desconfianza.

– Imagino que la Agonía del Laberinto de Gorhgró está destinada a desaparecer. ¿Puedo saber adonde irá a parar entonces el informe?

El Secretario administrativo lo miró con displicencia.

– La Agonía del Laberinto no desaparece, sino que sus funciones evolucionan para gestionar la adecuación y explotación pública de imagen del Laberinto, hacia el turismo o hacia la reutilización más conveniente, en espera de que la Mayoría de Gorhgró, el Epónimo y el Hegémono lleguen a un acuerdo sobre su uso final. Entonces se decidirá la ubicación definitiva de vuestro informe; en cualquier caso, y de forma personal y sin ánimo de prejuzgar ni de atribuirme prerrogativas que no me corresponden, os puedo avanzar que es probable que, al igual que para los informes de los Laberintos anteriores, el destino final del vuestro sea el Archivo Reservado de la Hegemonía del Imperio.

Se miraron los tres; un indefinible aire de sobreentendidos equívocos planeaba sobre la reunión.

– Muy bien -dijo Ígur-. Haré el informe y os lo pasaré tan pronto como esté.

– Un momento -dijo el Secretario de la Agonía-. El contrato estipula que disponéis de diez días a partir de la Salida, es decir, de una semana a partir de hoy; el informe es confidencial, y eso significa que no se os permite hablar con nadie de ninguna característica ni circunstancia del interior del Laberinto; tan sólo el Príncipe Bruijma dispondrá de una copia, después del estudio contrastado y el establecimiento definitivo de los beneficios.

– Me imagino que no se os escapa -dijo Ígur decidido a ver hasta qué punto su posición era fuerte- que no es fácil distinguir el límite entre lo que supone hablar del interior de Laberinto y no hablar. Quiero decir, si alguien me pregunta cómo ha ido dentro del Laberinto y yo le respondo que muy bien, eso ya es un comentario cualitativo, y no sé si será considerado violación del Protocolo de confidencia. ¿O quizá se me obliga a recluirme hasta nueva disposición?

El representante del Príncipe sonrió.

– En absoluto, Caballero. Sois libre de ir adonde queráis y de hablar con quien os plazca. Lo único que os está prohibido revelar son las características concretas del Laberinto, las descripciones a través de las cuales cualquiera pueda reproducir sus trazas. Creo que el sentido común y la prudencia son el mejor camino para distinguir los límites entre una cosa y otra, y nada más que sofística de la peor ralea os puede llevar a error.

– Tenéis total libertad para desplazaros -añadió el Secretario administrativo de la Agonía-, de iniciar y de cerrar negocios, y hasta de cambiar de estado social o jurídico, siempre que dentro de siete días tengamos el informe completo.

Y así concluyó la entrevista.

Esa tarde, nuevas comisiones urbanas, con delegados intercomerciales de diversos principados, contactaron con Ígur para invitarlo, como otras habían hecho los dos días precedentes, a actos sociales y cenas multitudinarias, pero rehusó con cortesía y avisó al Palacio Conti de su visita a las nueve de la noche.

Por la tarde, desde la terminal del Cuantificador, Ígur intentó ponerse en contacto con sus amigos. Con pocas esperanzas de conseguirlo, tecleó los códigos de Debrel y Guipria, lo que no había intentado desde su huida. La pantalla emitió la respuesta temida: 'Desconocido.' Si para el Cuantificador no existían, su vida no era nada. Ígur se sintió terriblemente vacío; sus piernas tenían la indecisa debilidad de las convalecencias otoñales, y, procurando evitar la proclividad a la lágrima que se anunciaba, decidió ponerse en contacto con Cuimógino.

Buscó su número personal y lo tecleó. La pantalla se iluminó: 'Resevado.' Optó por el Departamento de Coordinación Interior de la Secretaría de Relaciones con los Príncipes de la Hegemonía. La respuesta, 'Ocupado'. Recordó el ofrecimiento de Marterni, que era el Secretario, y la respuesta fue aún más descorazonadora: 'Restringido a Código Superior. Consultar Información General.' Consultó, y la pantalla se iluminó de nuevo: 'Ocupado.' Parecía evidente que el Imperio no quería hacer ningún movimiento a favor del vencedor del Laberinto antes de recibir el informe.

Al atardecer el sol, como los pájaros, se retiraba hacia el Sur, y el buen tiempo se había perdido aquel año para Ígur dentro del Laberinto, así que sin haber catado su esplendor le oprimía ya la oscuridad de las horas rojizas y su tufo a retroceso; severidad de condensación que pregona que el enfriamiento no ha hecho más que comenzar enmagentaba de tiniebla los reflejos que aparecían en el Puente de los Cocineros, esa cosa seca, desértica, agreste, que sucede a las lágrimas aunque no las haya habido. Pero en cierta manera, y a pesar de la iluminación del Palacio Conti, reducida a la mínima expresión, evocaba por contraste las horas más brillantes, era lo más parecido a volver a casa, y cuando Ígur abrió con el sello la puerta de servicio, al temor a lo imprevisto lo había desplazado como emoción primordial una impaciencia que él había estimulado recreándose, viendo con cierta sorpresa cómo lo refería a la alegría pretérita.

– El Caballero Neblí ya ha llegado -anunció la camarera de siempre, e Ígur fue conducido a la Sala Central; allí, la iluminación al cincuenta por ciento daba a la reunión un aire deprimido más que íntimo, que encogió a Ígur.

Madame Conti avanzó como era su costumbre.

– Querido Caballero -sonrió con los brazos abiertos-, la bondad se hace esperar. ¿Cómo estás? ¿Cómo te ha tratado la Falera?

Lo abrazó. Ígur miró a su alrededor, y no conocía a nadie. Desde un ángulo se acercó Sadó, y a Ígur le dio un vuelco el corazón. Sadó, prodigiosamente diferente y a la vez igual a sí misma, decepcionante por el momento tan esperado y también más bella que ninguna otra vez.

– La Falera lo ha tratado muy bien -dijo ella con una sonrisa radiante, y le acarició la cabeza recreándose-; está más guapo que nunca.

Ígur se sintió intimidado.

– Después hablaréis -intervino Madame Conti con una voz tan fuerte que el propósito evidente de convocar a la concurrencia resultó efectivo-. Amigos -dijo, con empuje de discurso-, hoy rendimos homenaje al vencedor del Ultimo Laberinto, al que ha visto lo que entra por los ojos y, quemada la voluntad, es intraducible en palabras, ¿no es así? -Lo miró riendo-. Claro que es así, ¡ya ves que sé de qué hablo! Ver hasta qué punto el Laberinto es algo que uno encuentra porque otro lo ha puesto ahí, o que uno se inventa sin saber por qué forma parte de la propia existencia, ¿no es así? -rió de nuevo-, ¡claro que sí! O ver si es el Laberinto quien interpone en el camino de uno, y quién, cuándo y por qué ha dispuesto esa secuencia de Laberintos y no otra, y qué oportunidad tiene un hombre solo, por más invencible Caballero que sea, de alterar el orden de los Laberintos, yo diría que ninguna -risas de una parte de la concurrencia-, ¿no os parece?, que nadie recuerda cómo se estableció pero que todos han acatado igual que se desayuna por la mañana.

Hubo aplausos y risas, y mientras las camareras repartían copas, Isabel se abrazó a Ígur y se lo llevó aparte.

– Isabel -le dijo él.

– Dime, rey mío -le susurró al oído.

– Quiero que sepas que el Magisterpraedi…

– ¡Shhh! -lo interrumpió ella guiñándole un ojo-. Es el momento del antiguo dicho: 'El ya lo sabía'…

Ígur disimuló la sorpresa; eso no era como la alusión a los Fidai, hasta aquí llegaba la dispensa transgresora de Madame.

– Necesito tu ayuda.

– Dime, cariñito mío. ¿Qué quieres que haga por ti? -Lo miró con los ojos entreabiertos, remedando sensualidad.

– Ayúdame a encontrar a Cuimógino. Tengo que hablar con él, y no hay manera de localizarlo.

Madame Conti rió.

– Él sabía que al final te interesaría. Lo malo es -esbozó un gesto de desprecio- que el señor Jamini es un gato de tejado en la Administración. ¿Me entiendes? El puede encontrarte, pero tú a él no. ¿No me entiendes? -Hizo un gesto con el que daba la cuestión por zanjada-. Lo único que puedo decirte es que cuando venga por aquí, si viene, porque ahora hace días que no viene, le diré que quieres verlo.

– ¿Y Fei, dónde está?

Madame Conti lanzó una rápida ojeada a su alrededor para ver si alguien lo había oído, e impuso silencio a Ígur con una presión firme en el brazo.

– No vuelvas a pronunciar ese nombre en público. ¿Es que no sabes lo que está pasando en Gorhgró? Fei es la mujer más buscada de la ciudad, y será una suerte si a estas alturas no ha caído en manos de Bruijma.

– Pero ¿por qué?

Madame Conti se impacientó.

– Fei es hija de un noble astreo ajusticiado, y su hermano es el Jefe de los Fonóctonos de La Valaira, y le atribuyen todos los atentados de los últimos meses. Ella misma está acusada de contactos en las más altas instancias.

– ¿Dónde está? -insistió Ígur.

– Escondida. Bien escondida, espero.

– ¿Sabes dónde?

– Te aseguro que saberlo no es recomendable para la salud. -Ígur la miró con insistencia-. Aunque lo supiera, es lo último que te diría. -Cambió de tono-. Joven Caballero, ¿por qué no te diviertes con todo lo que el mundo te ofrece hoy? No sé a quién me recuerdas, buscando siempre la vía más angosta, siempre por el escollo más difícil. Créeme, olvídate de Fei.

Ígur volvió hasta donde Sadó conversaba con unos individuos, y se acercó a ella.

– Tendrás mucho que contarme, supongo -le dijo, tomándola por la cintura.

– ¡Ya lo creo! -dijo ella con una carcajada a la que Ígur correspondió, pero que le inquietó un poco.

– Entonces, esta noche…

– Esta noche, imposible -dijo ella con el mismo tono desenvuelto y alegre-, tengo un compromiso.

– ¿Un compromiso? -a Ígur se le heló la sangre, porque no se lo esperaba-. ¿Y mañana?

– Mañana tampoco puedo -dijo ella, y se volvió para corresponder a la observación de un amigo que Ígur no había oído-. Quizá pasado mañana por la noche… espera, no sé… ¿Y mañana por la tarde, cómo te va?

– De acuerdo, mañana por la tarde -dijo Ígur, desconcertado.

– Pero aquí no -bajó la voz-, mejor en el Palacio Triddies, porque aquí… la verdad es que no me va demasiado bien, ¿podríamos dejarlo para más adelante?

– ¿Para más adelante? -Ígur no acababa de creérselo-. ¿Para cuándo?

– No sé, ven pasado mañana y quedaremos para más adelante.

Y, sin darle tiempo de replicar, se fue con uno de los individuos con quienes estaba hablando antes. Madame Conti, que no se había alejado demasiado y lo había oído casi todo, tomó a Ígur del brazo.

– ¿Qué quieres? -le dijo, paseando la mirada tanto por la concurrencia como por el mobiliario y por su propio cuerpo-. Todos los movimientos de la naturaleza llevan al abandono de las culminaciones afortunadas -e Ígur se dio cuenta del estado de desolación en que la actitud de la cuñada de Debrel lo había dejado- que las energías que las han hecho posibles designan como felices, por más que esas energías pretendan mantenerse; el destino de las diosas es ser abandonadas por el dios, y es inútil resistirse. La perpetuación de la felicidad entre dos, querido, es una recreación morbosa del anhelo por el paraíso perdido, y a partir del punto en que deje de ser una idealización sentimental, ¿me entiendes?, para convertirse en un deseo con esperanzas de realizarse, se volverá fuente de delirios. -Ígur no tenía ganas de escucharla, pero Madame Conti se lo llevó aparte con una insistencia en la proximidad física que le molestaba-. Pasado el punto álgido, el sol vuelve al Sur, como ahora. ¿Me entiendes, querido? No seas loco, y deja que Sadó siga su curso.

Ígur siguió a Sadó con la mirada. Su sola presencia, al no tenerla segura (y, en realidad, pensó, era bastante dudoso que jamás la hubiera tenido), le producía un desasosiego agridulce, y a la vez pensaba en Fei. Pero en este caso le guiaba un anhelo ennoblecedor y tendente a la emoción, no por menos angustiante menos apasionado. Resolvió que tenía que encontrarla de la manera que fuese.

– Me voy -anunció, sin pensar si interrumpía alguna explicación; por otra parte, aunque la fiesta se celebraba en su honor, vista la atención personal que despertaba, su presencia no le parecía imprescindible. Madame Conti lo miró con lástima divertida.

– ¿Quieres que te vaya a buscar a Ismena? ¿No? ¿Quizá a Destoria, no la recuerdas?

– A quien quiero ver es a la Reina de los Dos Corazones.

La expresión de Madame Conti mudó de inmediato.

– Ya te he dicho que eso no es posible.

– Pues adiós.

Poco después, respiraba el aire atronador de la noche roja de la metrópoli.

Desde el momento en que se sumergió en la redacción del Informe, Ígur se encontró con una retahila de esas horas muertas que el espíritu ocupa en las divagaciones más obsesivas y estériles. Por imperativos del trabajo se vio obligado a rehusar los convites que de las instancias más inesperadas le llegaban. Tan sólo recibía las felicitaciones, y ocasionalmente alguna visita de Mongrius, que le causaba un desasosiego extraño, difícil de situar. Posiblemente le parecía que Mongrius no había evolucionado, y una conversación con las mismas expectativas vitales de antes, ahora que todo había cambiado tanto, le impacientaba y le aburría.

En cambio, seguía con voracidad los medios de comunicación. Aunque la primacía de las noticias era para los conflictos entre los Príncipes, la persecución de los Astreos y la postura del Hegémono, la conquista del Laberinto ocupaba diariamente la atención de los más destacados comentaristas, y cada noticia que aparecía, cada apreciación de fondo, por casual o apresurada que fuera, enfrentaba a Ígur con el recuerdo de lo que había leído acerca del triunfo de Bracaberbría y la fortuna de Arktofilax. Nunca había dejado de tener presente que a partir del Laberinto su misión se había acabado, pero le llegaba la hora de pensar en serio qué es lo que esperaba después, qué había deseado para el día siguiente de salir y, lo que era más difícil y quizá más grave, por qué había querido hacerlo. ¿Por vanidad? ¿Para ganar poder? ¿Para sobrevivir a los sentimientos? Por diversos mecanismos se convocaban en torno a él fuerzas contrapuestas, vacíos imprevistos y terribles, aumentando éstos a un ritmo imparable, porque no sólo no se resolvían las ausencias de Omolpus, Debrel y Guipria, y la definitiva de Lamborga, sino que ahora se le añadían las de Cuimógino y Fei. En momentos de debilidad pensó en contactar con Silamo, pero si eso no había sido posible con Cuimógino y con Marterni, las posibilidades con el discípulo de Debrel no parecían mejores. También pensó en ponerse en contacto con la Equemitía de Recursos Primordiales, donde en comparación con la frialdad con que lo trataban los hombres de Bruijma, Ifact se le habría antojado casi de la familia, pero tal y como estaban las cosas, quien sabía cómo se habría interpretado, y no era cuestión de herir la susceptibilidad del Príncipe.

Poco a poco, con cualidades diferentes y con intensidades fluctuantes, el deseo de Sadó y la nostalgia por Fei pasaron a primer plano. Al día siguiente de haber visto a Sadó por la tarde, la cita en el Palacio Triddies era una obsesión omnipresente, y la dejó morir en el reloj. Al día siguiente hizo lo mismo, pero al tercer día, por la noche, ya no podía más, y puesto que el Informe, además, ya estaba prácticamente acabado, volvió al Palacio Conti.

Nada más entrar a los dominios de Isabel, Ígur notó que un exceso de presencia (y en las actuales circunstancias, dos veces en tres día debía de serlo) jugaba contra su consideración social. Madame Conti lo saludó con una efusión mucho más distraída que el día anterior, y sin desprenderse de los parásitos que como de costumbre la acompañaban. Ígur incluso tuvo que librar una pequeña batalla de atenciones para lograr un aparte con ella; con prisas le preguntó por Cuimógino.

– ¡Ah, sí! ¿Querías verlo, verdad? -Se volvió, dispersa, sonrió a uno que pasaba-. Sí, ayer estuvo aquí y se lo dije. Espera, ahora no me acuerdo. -Una nueva carcajada a la observación de otro-. Sí, dijo que hoy vendría.

– Muy bien -dijo Ígur, no demasiado convencido-. ¿Y Sadó, dónde está?

Madame Conti echó una ojeada alrededor.

– No sé, hace un momento estaba aquí. -Y se dio media vuelta para irse-. No la veo, pregúntaselo a esa chica.

Ígur abordó a la camarera que le había indicado la anfitriona.

– Sí, Caballero -dijo ella-. ¿Dónde estaréis, aquí? Ahora mismo voy a decírselo.

Ígur se sentó en una silla cerca del centro de la sala. Allí se quedó solo y aburrido en conjeturas circulares, y ya hacía rato que maldecía y pensaba en largarse cuando apareció Sadó, con una camiseta y unos pantalones negros ajustados que le daban la deliciosa agilidad de la improvisación.

– Ah, ¿eres tú? Es que no me lo han dicho -dijo, con decepción distraída, mirando a su alrededor-. No te esperaba, no puedo estar contigo.

Ígur la agarró del brazo con firmeza.

– Oye, móntatelo como quieras -intentó suavizar la presión con una sonrisa-, pero no me iré sin que hayamos hablado.

– Tienes razón. -Soltó una carcajada-. Soy una desconsiderada, el vencedor del Laberinto se merece más atención. -Volvió a mirar a su alrededor, como si meditase la solución a un problema complicado-. Vamos a ver, lo malo es que ahora… Mira, ahora no puedo, pero -se le iluminó la mirada- podemos hacer una cosa. Ve a mi habitación y espérame allí -afirmó con la cabeza, entusiasmada, como si así esperase incitarlo al mismo estado de ánimo-; hay lectura y películas. Entretente, y en menos de una hora estaré contigo.

– De acuerdo -accedió Ígur, arrepintiéndose tan pronto ella hubo desaparecido como una exhalación, arrepintiéndose también de no haber preguntado qué tenía que hacer durante esa hora.

Se instaló en el cuarto indicado, y pasaron más de cuatro hasta que ella compareció, con señales de haberse pasado alcohol y quién sabe qué otras cosas por el cuerpo y por el maquillaje.

– Ya no me acordaba de ti -dijo con fastidio nada más verlo, y anunció que estaba muy cansada.

– Muy bien, pero por lo menos me escucharás.

Más que hacerse escuchar, y sin proponérselo, Ígur despertó en ella un interés imprevisto por hablar de los últimos tiempos; después de hacer el amor medio por autoobligación, era él quien hubiera dado cualquier cosa por apagar la luz y que se hiciera el silencio, y ella quien, sin que ninguno de los dos supiera cómo ni por qué había comenzado, explicaba enamoramientos y aventuras sexuales recientes.

– Un día que no me apetecía ver a nadie, resulta que vinieron…

Tras dos o tres sobresaltos, completamente desvelado, Ígur se había instalado entre la curiosidad y la congoja de pasar la noche en esa tesitura. Ella dejaba a veces en la ambigüedad la conclusión de una vivencia, y el Caballero no siempre se atrevía a pedir la explicación fatídica:

– ¿Y con ése también fuiste?

Si lo hacía y la respuesta era que no, Ígur se tranquilizaba de repente, como si se desmantelase una amenaza, y caía, distendido, en una leve desilusión siempre espoleada por una pizca de desconfianza, que la lógica de actitud de ella no conseguía erradicar (porque, ciertamente, ¿qué interés podía tener en ocultar un capítulo entre tantos otros como exhibía?). Pero normalmente la respuesta era que sí, lo que sumía a Ígur en una morbosidad dolorosamente excitante, en el más furioso vértigo de anhelo de emulación, que intentaba camuflar, no siempre con éxito, aunque el resultado del intento no parecía importarle a la interlocutora, que, acabó pensando Ígur, quién sabe si ni tan siquiera era consciente de ello. Después de más de cuatro horas de confidencias, Sadó cayó dormida como una cría, pero Ígur, insomne a su lado, no dejaba de mirarla imaginando por aquel cuerpo, entonces aplacado con la expresión más inocente, el paso de tanta energía sensual, cómo tanta locura podía haber dejado un residuo detectable a la vista, y procuró distraer la indigencia de ánimo intentando recuperar los pensamientos de poco antes, conciliarlos con las recientes revelaciones, acordar el pensamiento de un determinado día pretérito, en que él no sabía lo que simultáneamente hacía Sadó, con lo que ahora había descubierto. No es que le hubiera hablado de mucha gente; mientras Ígur estaba en el Laberinto, Mongrius, Boris Uranisor y Neder Rist habían pasado por sus dominios; pero tal y como ella se había expresado, era de imaginar que la nómina fuera bastante más larga. Empezaba a clarear, e Ígur se debatía entre el deseo y el pesar junto a la placidez durmiente de Sadó.

Al día siguiente, Ígur se despertó solo, y con sensación de haber dormido tres minutos, y ya intentaba salir del Palacio Conti lo más desapercibido posible, cuando la camarera más antigua lo interceptó el pasillo de servicio.

– Caballero Neblí, tengo órdenes severas de no dejaros salir sin que desayunéis como es debido. -Ígur esbozó un gesto de resignación cortés-. Además, se han recibido dos recados para vos.

Poco después, ante un desayuno que le pareció excesivo (ya que además tenía más bien poco apetito), Ígur abrió las transcripciones de dos mensajes del Cuantificador. La primera decía así:

«Os ruego excuséis la falta de disponibilidad que he mostrado hasta ahora, del todo ajena a mi voluntad, y, por supuesto, contraria a la consideración y a la estima que me inspiráis. ¿Querríais hacerme el honor de aceptar una invitación para almorzar? Firmado, Jamini Cuimógino.»

Y, a continuación, unas señas. El segundo mensaje lo encabezaba, puntualmente trasladado por el fax, el sello de la Equemitía de Recursos Primordiales.

'La Benigna Institución Imperial que regentamos se enorgullece de éxito de nuestro antiguo colaborador y amigo el Caballero de Capilla Ígur Neblí, y tenemos el honor y la satisfacción de invitarlo al acto que a tal efecto se celebrará dentro de siete días en el Salón Central del Palacio de la Equemitía. Firmado, el Equemitor Noldera.'

Ígur lanzó un silbido. ¡El Equemitor en persona! Repasó el texto; ¿qué significaba 'a tal efecto'? ¿A qué efecto?

– Excusadme, Caballero, ¿qué clase de té preferís? -le preguntó la camarera.

– Con el que tú me des, enseguida me volverá a entrar sueño -respondió Ígur, evocador-. En cambio, el té que yo puedo darte te lo quitaría para siempre jamás.

– Está bien, Caballero -dijo ella riendo-. Este mismo de jazmín azul.

El vértigo de la noche pasada asaltó a Ígur de nuevo.

– No, demasiado perfumado. Té negro, gracias.

Ella se inclinó facilitando la retaguardia.

– ¿Qué más. Caballero?

– Nada que no tenga que volver otro día a buscarlo.

– No hace falta que volváis otro día. ¿De cuánto tiempo disponéis?

– Hasta media mañana.

Ella rió, y a Ígur se le ocurrió que junto a aquella mujer podía olvidarse de todo.

– Lástima, Caballero, estoy sujeta al contrato. Tendrá que ser en otra ocasión.

Ígur se revolvió en la silla. Sonrió por primera vez, y se levantó dejando casi todo el desayuno.

Era mediodía cuando fue a la cita concertada.

Cuimógino recibió a Ígur Neblí en el restaurante que ocupaba una de las terrazas del margen derecho del tramo del Sarca que al Sudeste del Gorhgró se ensancha en dirección Sur-Norte orientada a una célebre perspectiva del núcleo central de la ciudad, con la conquistada Falera en medio y a sus pies los horizontes tenebrosos, alimento de la leyenda de que en los días claros, uno de los cuales no era ciertamente el que reunía al funcionario y al Caballero, se veían desde allí las nieves perpetuas del Gran Arturo.

Después de los saludos de rigor, y de pedir el almuerzo al final de las obligadas disquisiciones gastronómicas, Cuimógino, con su habitual estilo preocupado, se adelantó a las preguntas de Ígur.

– Vale todo lo que os dije antes de que entraseis en el Laberinto, y desgraciadamente aún ha empeorado. Cuando un equilibrio se pierde, es mejor apartarse de los centros de redistribución hasta que se establezca otro.

– Por lo que veo, los centros de redistribución están en casi todas partes -dijo Ígur, de no demasiado buen humor-. ¿Dónde os parece que debo refugiarme?

– ¿Cuál es vuestra perspectiva actual? -Ígur le explicó brevemente la entrevista con los funcionarios del Príncipe y del Laberinto-. Gozáis de una buena posición, Caballero. Haced el Informe sin demora y sin comprometeros con apreciaciones conflictivas, y mientras tanto disfrutad del éxito, dejaos obsequiar, no entréis en confrontaciones y, sobre todo, no insistáis en las imbricaciones políticas que iniciasteis antes de entrar en la Falera.

Ígur sonrió. Lo que Cuimógino llamaba las imbricaciones políticas era el motivo del encuentro.

– El caso es -dijo, sin demasiada decisión- que querría localizar a algunos amigos que, precisamente, están inmersos en el conflicto actual. -Cuimógino esperaba en silencio-. Estoy muy preocupado por Debrel y Guipria, y también por el Magisterpraedi Omolpus y por Fei.

El funcionario se pasó la mano por la cabeza.

– Madame Conti ya me ha contado el caso que hacéis de mis consejos. Caballero, ya os lo dije la última vez. Por el camino que vais no llegaréis a viejo, creedme. Omolpus debe de estar muerto, y Debrel y su mujer, si no lo están, más les valdría. Respecto a Fei, ahora más que nunca os conviene olvidarla; no tan sólo no se puede hacer nada por ella, sino que cualquier interés que mostréis os resultará gravemente pernicioso.

– Ya me lo dijo Madame Conti -dijo Ígur, resentido-. ¿Seguía instrucciones vuestras?

Cuimógino rió.

– Seguía su sentido común, amenizado por los tres registros que la Guardia del Príncipe Bruijma ha hecho en su Palacio.

– ¿Y Sadó? ¿Qué peligro me amenaza a su lado?

El funcionario lo miró con una curiosidad divertida.

– Sadó es mucho menos peligrosa, porque el Secretario del Duque Virbelgurd, y hasta el propio Duque, carecen del poder de Bruijma y de los Meditadores. Pero el peligro de Sadó -lo miró con acritud- es más, digamos, personal.

– ¿Ah sí? -de repente Ígur tuvo una sospecha-. Tal vez la conocéis íntimamente.

Cuimógino palideció.

– Caballero, me tengo por hombre de honor, por tanto me permitiréis que no entre en consideraciones privadas acerca de una dama.

– ¡Vaya, o sea que es que sí! -dijo Ígur para sí, abandonándose al sobresalto a la vez que arrepentido de haberse puesto en evidencia.

Se hizo un silencio incómodo.

– Ya os dije lo que tenía que deciros acerca de Sadó; en cualquier caso, no es cuestión de vida o muerte, como en el caso de Debrel, Guipria y Fei.

Ígur se dio cuenta de que la conversación no aportaba nada nuevo a su composición de lugar. Sirvieron el almuerzo, y la única novedad era saber que tenía ante sí a otro amante de Sadó. Divagaron sobre la contingencia del Imperio, Cuimógino esforzándose por aportar visiónes no subsidiarias de los tópicos, Ígur imaginándoselo mojándose encima de su amada.

– ¿Y las investigaciones, cómo van? -le dijo, provocadoramente-. ¿Cómo van las cosas por la Hegemonía?

Cuimógino no esperaba esa pregunta, pero la ocasión de desviar la conversación no le desagradó.

– Caballero, estamos en un momento decisivo para los próximos treinta años del Imperio, y sólo os puedo avanzar que la clave de la situación son las relaciones entre los Astreos y el Príncipe Bruijma, que se han embarcado en una partida de póquer particular; mientras dure, cualquier cabeza que estorbe caerá sin contemplaciones, y los que queden serán los dueños. Por lo tanto se trata de pasar desapercibido un tiempo, de sobrevivir, con la seguridad de que vendrán aires más tranquilos y paisajes más seguros.

– ¿Y Ixtehatzi? -preguntó Ígur.

– Ixtehatzi está acabado.

– Oigo decir eso desde que llegué a Gorhgró. Debía ser mucho Ixtehatzi, para que cueste tanto acabarse.

– Ixtehatzi pertenece a una familia de Príncipes yrénidas (por lo tanto, es un noble ario), y cuando se inició en la política, su clan lo abandonó, así es que todo lo logró solo, con la ventaja posterior de que todo lo había obtenido por méritos propios, así es que una vez accedió a la Apotropía de la Capilla y, aún más, a la Hegemonía, su retorno a la consideración dinástica fue triunfal, y al poder entre los dignatarios se unió su influencia sobre la nobleza, que aún hoy perdura. Eso quiere decir que por más que ahora esté arterioesclerótico, diabético, sordo, medio ciego, amnésico y tembloroso, en torno a él hay una red de intereses tan potente que hasta que no se aguante en pie lo mantendrán a la cabeza de la Hegemonía.

– Tengo entendido que no tiene más de setenta años.

– Tiene más de setenta años. No muchos más, pero tiene más. Pero el problema es la manera cómo los ha vivido. Caballero, la lacra de la inteligencia y la vitalidad es una inquietud voraz y una insatisfacción galopante, y el alimento de todo eso son las cuarenta y nueve caras del vicio. El Hegémono las ha conocido todas, y ahora las paga con una vejez decrépita.

Ígur evocó la firmeza de Arktofilax, la delicadeza de Debrel, la magnificencia de Gudemann; ¿ellos no habían conocido las caras del vicio? ¿Qué vejez se le daba a escoger al Caballero campeón del Laberinto?

– Os agradezco mucho vuestra ayuda -dijo Ígur al final del almuerzo.

– Caballero -dijo Cuimógino-, ninguno de nosotros es un espíritu puro, y me hago cargo de los abismos que se pueden abrir entre vos y yo, pero quiero que sepáis que las deudas de estimación no se saldan en una vez ni en cien, y que me tenéis a vuestra disposición para todo aquello en lo que os pueda ayudar.

Y así se separaron.

En su habitación, Ígur encontró una citación para el cónclave de la Capilla al cabo de tres días, para la elección de un nuevo Decano; a pesar de que conocía a pocos Caballeros, y de las intrigas internas de la Capilla tampoco sabía gran cosa, decidió ir. Sería una buena contingencia para tomarle el pulso a la situación, porque seguro que los actuales poderosos intentarían situar a sus acólitos al frente de una institución tan conspicua.

Más tarde, la soledad lo fue aplacando. Cada vez se sentía menos héroe temerario y más vagabundo perdido. Recordó a los payasos que, antes del Laberinto, acostumbraban a rondar por el portal de su casa. Los dos habían desaparecido. Intentó dormir, pero no podía, no se libraba del ahogo turbador del recuerdo de Debrel, Guipria, Omolpus y Fei; se sintió deudor de fuerzas de amor, deudor del tiempo pasado y de un sentido de la justicia que, aunque era fácil cuantificar en términos objetivos, se escapaba a toda dimensión racional, y bañado en lágrimas decidió con toda la solemnidad interior que, por encima de las rentas del Laberinto y de tener que llevar la exigencia hasta el final, iría a buscar y a encontrar a sus amigos, y en caso de que les hubiera pasado algo irreparable, perseguiría a los responsables aunque se hubieran refugiado en los brazos del mismísimo Emperador.