38278.fb2 ?gur Nebl? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

?gur Nebl? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

XIV

Cuando al día siguiente por la mañana Ígur se presentó a la entrevista concertada en la Agonía del Laberinto para hacer entrega del Informe, se encontró ante una recepción formada, no como el día anterior, por funcionarios de segunda fila, sino por el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto y por el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma, los dos ya conocidos, en especial el segundo, el poderoso y sibilino Pauli Francis; estaban asistidos por funcionarios que Ígur no había visto nunca, pero era evidente que habían decidido llevar ellos mismos el peso del encuentro.

– ¿Podemos ver el Informe? -preguntó Francis después de algunos saludos reducidos a mero formulismo.

– Aquí lo tenéis -dijo Ígur.

Francis lo cogió y rompió los sellos. Ígur se quedó de piedra al ver que lo abría y lo hojeaba.

– Está incompleto -dijo el Secretario de Bruijma.

– Creía que los únicos que tenían acceso a él eran el Emperador, el Hegémono…

– Una vez el Informe esté completo -le interrumpió Francis-. Pero ahora mi obligación es asegurarme de que no habéis omitido ningún aspecto, y hacia el final no veo más que eufemismos y lagunas.

La ira inmovilizaba a Ígur; entre tanto, el dignatario de la Agonía también hojeaba el Informe.

– No veo cómo podéis juzgar la precisión y el final del relato de una situación que no conocéis.

– Hay muchas maneras de no conocer una situación -dijo Francis con una sonrisa severa-, y en cualquier caso siempre se pueden hacer preguntas. Por ejemplo: ¿Cuáles son los plazos temporales de los episodios? ¿Por qué no se han recogido muestras de materiales? ¿Qué le sucedió al Magisterprasdi Hydene? -Ígur no reaccionaba, y el dignatario prosiguió-: No confundáis la opinión pública con vuestro compromiso hacia el Imperio. Quisiera que os percatarais de la bondad de las observaciones y las preguntas que os he formulado, y otras que os podría formular. ¿O es que preferís tener esta misma conversación con Su Ilustrísima el Agon del Laberinto o con Su Excelencia el Príncipe Bruijma? No os lo recomiendo.

– Lo que hay aquí consignado -dijo Ígur- es lo único que objetivamente puedo dar por bueno.

– No me hagáis reír, Caballero -intervino el Primer Secretario de la Agonía; Ígur lo había visto en el Atrio del Laberinto, y le había parecido un individuo brutal-. El señor Secretario de Su Excelencia os ha hecho una pregunta, y si no la podéis responder eso os convierte en sospechoso de cualquier cosa. ¿Por qué la objetividad de que disponéis sobre el Magisterpraedi se acaba aquí? -señaló los papeles-. ¿Acaso lo habéis asesinado?

– ¿Por quién me habéis tomado, señor mío? -dijo Ígur levantando ligeramente la voz.

– No os excitéis. Caballero -dijo Francis-, y recordad lo que os he dicho. Ser el vencedor del Laberinto os confiere ciertas prerrogativas civiles, pero no os exime de rendir cuentas de vuestra parte del contrato de Entrada.

– En cualquier caso -dijo el Primer Secretario de la Agonía-, resulta curioso que el Caballero se considere de una especie inmaculada. Nadie que conociera vuestro historial se extrañaría de la suposición, muy lógica por otra parte, de que el Magisterpraedi Hydene se quedó dentro del Laberinto gracias a vuestra intervención.

– ¿Qué queréis decir? -dijo Ígur, a punto de ponerse a temblar de rabia; Francis intervino en un tono vagamente inclinado a conciliar.

– Señores, sugiero que dejemos esa clase de consideraciones para otro momento; y vos. Caballero -cerró el Informe y se lo puso en las manos-, os ruego completéis este documento de tal forma que ni los aquí presentes, ni nadie -recalcó con gravedad-, os pueda reclamar dato objetivo alguno. ¿De acuerdo? -Ígur hizo un gesto que no comprometiera a nada-. Muy bien, tenéis una semana más de plazo, pero no os volváis a equivocar, porque eso supondría incumplimiento de la cláusula de plazos. -Hizo una pausa-. Podéis retiraros.

Ígur dio un paso hacia la puerta, pero las palabras del Secretario de la Agonía lo habían envenenado e, incapaz de pasarlas por alto, se dio media vuelta y se les enfrentó de nuevo.

– Ignoro -dijo sin preámbulos- a qué historial mío os referís, ni qué podéis haber encontrado en él; todos los combates que he librado desde que accedí a la Capilla han sido en defensa legítima y en lucha leal, y las demás terminaciones que se me pueden imputar responden a órdenes concretas de mis superiores en la más estricta jerarquía imperial; yo no soy de la pasta del Caballero Milana, que tiene alma de Fonóctono, yo siempre me he regido por una línea de conducta clara y sin vericuetos.

– Caballero, os ordeno que os retiréis -dijo Francis con una dureza potenciada por haber hablado en voz más baja de lo normal.

– Al contrario -intervino el Primer Secretario de la Agonía-. Vuestra actitud es muy interesante, y creo que la ocasión merece detenimiento. Caballero, he estudiado vuestra vida en Gorhgró (la anterior no me interesa), y supongo que ahora os habéis referido a ciertos Fonóctonos que os atacaron en una ocasión, al Infante Galatrai y al Caballero Meneci; no sé -sonrió- si me dejo algo. -Ígur se mantenía a la expectativa-. Me imagino que hasta que encontrasteis al Magisterpraedi, algún otro infortunado o infortunada debió salir mal librado después de topar con vos, pero la imputación es más dudosa; de los dos casos que os acabo de contar me consta que a estas alturas la justicia se ocupa de ellos… no os preocupéis, es tan lenta que os haréis viejo antes de que os alcance, y si por lo que fuera, yo qué sé, que os convirtieseis en un personaje tan famoso que los trámites se acelerasen, no dudo que por esa misma razón encontraríais defensa para salir bien librado. -Hizo una pausa para comprobar el efecto que producía su discurso-. Supongo que eso que llamáis, ¿cómo ha dicho? -se volvió hacia un Francis exageradamente impertérrito-, una línea de conducta clara y sin vericuetos, incluye además de vuestra habilidad con la espada proclive a enviar al otro barrio al primero que os moleste, el insulto más obsceno y el intento de estafa a un compañero vuestro en la Empresa del Laberinto. -Ígur se sofocó de rabia, porque no tenía réplica; el dignatario prosiguió con una benevolencia irónica-. Claro que de eso habéis sido exonerado quién sabe cómo, por retractación o por reparación, y además seguro que pensáis, ¿que importa, en medio de tantas cosas, una pequeña distracción más, una grieta más en el edificio de la rectitud? Pero imaginemos que no lo pensáis, y que vuestra autorredención moral pasa por la, por cierto, no demasiado prudente, investigación acerca de vuestros amigos Omolpus, Debrel, Comisca y Morani. -Ígur sufrió un gran sobresalto, porque era la primera vez que desde las altas instancias del Imperio se desenterraba la cuestión, y en décimas de segundo no consiguió imaginar si iba a ser recriminado por haber desobedecido la orden de matar a Debrel y Guipria o por buscarlos ahora-. ¿Os sorprende que se sepa? Recordad el antiguo dicho: lo que no quieras que se sepa, no lo hagas… Pero volvamos a la cuestión: os consideráis en deuda con vuestros amigos, y os habéis propuesto descubrir dónde han ido a parar. Eso os otorga el resplandor del Caballero, ¿no es así? Muy bien, hablemos: con un espíritu más bien dudoso, tildáis a un cofrade vuestro, al Caballero Milana, de tener espíritu de Fonóctono, ignoro por qué, con qué base y, si la hay, con qué pruebas, no demasiadas imagino, porque si las tuvierais habríais recurrido a las vías oficiales en lugar de al insulto irresponsable; y bien, vos que os erigís en justiciero, ¿qué habéis hecho de verdad para encontrar a los amigos que ahora tanto añoráis? ¿Renunciasteis al Laberinto para salvar a Debrel y a su mujer? Está bien, dejemos el pasado: y ahora, ¿qué estáis dispuesto a sacrificar para volver a ver vivos a los seres queridos? ¿Vuestra elevación social? ¿Los beneficios del Laberinto?

– Ahora mismo -exclamó Ígur con aplomo-. Tomad vos mismo mi parte del Laberinto si sois capaz de traer a las personas que habéis nombrado, en buen estado de salud, y de garantizar que nunca más serán perseguidos. ¿Sois capaz de hacerlo?

El Primer Secretario de la Agonía soltó una carcajada.

– Muy bien. Caballero, ya veo que todo tiene un precio. ¿Vuestra parte del Laberinto por todo eso? ¿Y sólo por una parte, por ejemplo, por dos personas de esas cuatro, cuánto? ¿Y si os digo que quiero más, qué estáis dispuesto a añadir? ¿Vuestra pertenencia a la Capilla del Emperador? ¿Vuestro crédito? -Sonrió hablando más lentamente-. ¿Vuestro sello de Caballero?

A Ígur cada vez le hacía menos gracia la conversación.

– Dudo que estéis en condiciones de llevar a cabo tal intercambio -dijo.

– Me temo que moriréis con esa duda -dijo Francis fríamente, pero Ígur estaba tan ofuscado con el Secretario de la Agonía que ni lo oyó.

– Vos no sois mejor que yo.

– Os equivocáis. Caballero. Yo no tomo apariencias ni atributos que no me corresponden, no pongo mis afectos personales en ninguna balanza de intereses y, sobre todo, no tengo en mi haber la muerte ni tan siquiera de una mosca.

– ¿Pretendéis que me crea que no hay Fonóctonos en vuestra nómina? -dijo Ígur, consciente de la temeridad.

El Secretario de la Agonía rió abiertamente.

– Podría haceros procesar por lo que acabáis de decir, y ni tan sólo necesitaría la testificación del Señor Secretario del Príncipe, pero no lo haré, porque tengo un arma mejor en las manos, que es la verdad. No, Caballero, no hay Fonóctonos en mi nómina, ni en ninguna nómina afín a la mía.

Francis se consumía por dar por finalizada la conversación, y vio la ocasión en una pausa displicente del Secretario de la Agonía.

– Vais por mal camino, Caballero. Arrastráis vuestra ambigüedad como una cadena insostenible, porque la dimensión del héroe, si no puede extirparlas, la da la capacidad de olvidarse de sí mismo a la hora de soportarlas, y a vos os devora una furia retentiva más propia de un usurero que del espejo de consideración que pretendéis ser.

Ya más calmado, pero no menos inquieto, Ígur intentaba deducir de dónde podían haber sacado que se había propuesto encontrar a Debrel y a los demás; tan sólo recordaba haberlo hablado con Isabel Conti y con Cuimógino, y si uno de los dos, o los dos, le había traicionado, eso significaba que ya no podía fiarse de nadie. O tal vez es que vivía bajo una vigilancia tan sofisticada que no disponía ni de la intimidad de una conversación. Y, sin embargo, la posibilidad de tener a su alcance una información concreta, o quizá la solución a los problemas de sus amigos, lo consumía, y se dirigió de nuevo al Primer Secretario de la Agonía.

– Ya que la situación se me ha planteado como un conflicto de intereses -dijo-, la respuesta es que sí, que estoy dispuesto a todo por encontrar a mis amigos, y en el sentido más amplio del concepto, quiero decir, no tan sólo encontrarlos, sino también interceder por ellos, hasta donde alcancen mis posibilidades personales y materiales.

Hubo un silencio. Ígur estuvo a punto de sacar a colación la orden de matar a Debrel y a Guipria, pero temió destapar una caja de Pandora. Los dignatarios se miraron de una manera que Ígur no supo traducir.

– Muy bien, Caballero. Lo consideraremos -dijo el Primer Secretario, y puesto que Ígur continuaba a la expectativa, se impacientó-. No sé si os he interpretado bien, pero quiero entender que vuestras posibilidades personales y materiales no pisan vuestra fidelidad al Emperador. -Ígur se inclinó cortés-. No os puedo decir nada de vuestros amigos, no sé nada. Además -sonrió con ironía-, primero hay que estudiar la proposición, y después hay que pensar en un precio…

La entrevista se había acabado, e Ígur se dirigió hacia la puerta.

– Dentro de una semana, el Informe, Caballero -le recordó Francis antes de que la cruzara.

Al día siguiente al anochecer, Ígur había vuelto del derecho y del revés la letra y el espíritu de su crónica del Laberinto, sin encontrar rendija alguna por donde pudiera colarse la justificación que se le exigía. Y, sin embargo, era tan sólo ante sí mismo ante quien tenía que rendir cuentas. He aquí el Final del Laberinto, he aquí el triunfo. Evocó una vez más el antes del Laberinto, y cómo el después ahoga el antes en casi todo, y cuando no es así significa que hay algo equivocado. Sintió que la soledad y la emoción inmóvil del tiempo lo debilitaban, y se fue al Palacio Conti.

Lloviznaba cuando cruzó el Puente de los Cocineros, y todo le pareció un poco más descuidado y más feo que de costumbre, un problema de iluminación deficiente, pensó. Una vez dentro, pidió a la camarera que lo llevara a ver a la dueña.

– Debéis estar contento. Caballero -le dijo por el camino-. Sois el héroe de moda en Gorhgró.

– Muy contento.

La Conti lo recibió en su habitación, sentada ante el tocador, con un negligé y en plena operación cosmética, en compañía de dos esteticistas.

– Queridísimo, llegas a punto -dijo sin apartar los ojos del espejo-. ¿Crees que va bien el cadmio de base con este vestido turquesa? -Ígur esbozó un gesto vago mirando el vestido-. En fin, ya veo que te da igual que la Reina de la Noche sea la más bella -rió-; está bien, querido, no hace falta que gimotees de arrepentimiento, estoy dispuesta a perdonar tu infidelidad. -Histriónicamente dejó la sonrisa viendo que Ígur no se sumaba a ella-. Ay, ay, ya veo que volvemos a tener una visita tenebrosa del Campeón del Laberinto -suspiró-; ¡últimamente te temo! Dispara de una vez, ¿qué quieres?

– Querría que habláramos un momento a solas.

– ¡A solas! -chilló la Conti, imitando una convulsión erótica-, ¡nunca es tarde cuando llega! Pero ¿por qué no te sientas? ¿Os importa, queridas? -miró a las dos chicas y le dio una palmada en las nalgas a la que tenía más a mano-. ¡El Caballero y yo tenemos que hablar a solas!

– Cuando la puerta se cerró tras ellas, Madame se inclinó ofreciendo a Ígur la enorme visión de su escote-. Tú dirás, querido.

Ígur prefirió quedarse de pie.

– Querría saber qué pasó cuando Arktofilax salió de Bracaberbría, y por qué se retiró.

La Conti no modificó en lo más mínimo su expresión, e Ígur lo interpretó como un esfuerzo de camuflaje.

– ¿No te lo explicó él?

– No se lo pregunté.

– ¡Sí que eres de curiosidades retardadas! -rió-. No será que no tuvisteis horas por delante. ¿De qué hablabais, de mujeres?

Ígur respiró hondo, asqueado.

– Sí, no hablamos de otra cosa. Así pues ¿te ves con ánimos de decirme algo?

– Quizá sí -sonrió con vaguedad-. Quizá es que no resistía asistir a tantos requerimientos como se me hacían. -Lo miró desde abajo, levantando lo ojos pero no la cabeza-; ¿sabes?, yo estaba muy solicitada en aquellos tiempos.

– No querrás decir que ésa es la razón.

La Conti se abandonó a la carcajada.

– Los políticos y los historiadores te contarán cincuenta razones distintas, pero si quieres la verdad, la verdad de veras, es lo que te he dicho.

Levantó la cabeza, con la boca medio abierta, la lengua juguetona entre los dientes.

– No dudo que esa razón pesara -dijo Ígur mientras pensaba en cómo exponer las cosas sin herir la vanidad de su interlocutora-. Tengo entendido que tuvo una serie de choques y de incomodidades de orden burocrático…

– Claro, amigo mío, ¡los líos del Imperio! Quieres saber por qué no aceptó el ducado que le ofrecían, por qué prefirió irse a regar geranios a cepillarse a las amantes de los Príncipes… -se detuvo con una sonrisa malévola-; o quizá lo que quieres saber es por qué no te ofrecen a ti ahora mismo los honores que tuvo él en la palma de la mano, no entiendes qué diferencia hay, y te sientes menospreciado. Crees que ya tendrían que haberte hecho Duque y haberte dado un palacio con cuarenta criados. -Soltó una carcajada que Ígur encontró insoportablemente chabacana-. No puedo hacer más por ti, amor mío -cruzó las manos sobre el pecho, que con el movimiento, y al tomar aire, aumentó y ascendió prodigiosamente, imitando en burlesco un arredramiento trágico-: Secretos de confesión, ¿comprendes? -abrió los ojos con deleite-, pero sé quién te puede ayudar: tengo entendido que en Lauriayan conociste al señor Marterni; está muy bien situado, y conoce como nadie los contrapesos de la Administración.

– Intenté contactar con él no hace mucho -dijo Ígur-, y encontré los códigos barrados.

– ¿Ah sí? Qué raro… ¡Mala suerte! -dijo Madame Conti con indiferencia, y se hizo un silencio.

Ígur vio que no sacaría nada más de ella.

– Necesito saber dónde está Fei -dijo sin rodeos.

La Conti se pasó la mano el cuello hacia abajo.

– Ya te dije el otro día que no sé dónde está, y aunque lo supiera no te lo diría.

Su mano sin los anillos habituales jugueteaba escote arriba y abajo, e Ígur tuvo un arrebato y la sujetó con violencia; ella le plantó cara ofensivamente divertida y nada asustada, sin el más leve movimiento de defensa.

– Es inútil -dijo-, puedes estrangularme si quieres, que no te diré nada. -Ígur aflojó la tensión y se sorprendió sin disgusto al contacto de un cuerpo aún excitante; ella se dio cuenta al instante-. ¿Qué es esto, Caballero impasible? ¿Cuántas tetas estás dispuesto a tocar para llegar a las que quieres tocar?

Ígur la soltó.

– ¿Dónde está?

– No te lo diré -dijo Madame Conti-, y me entristece -rió- que tan sólo pienses en ponerme las manos encima para amenazarme -Ígur hizo un gesto de sentimiento inevitable-, pero para que veas que no te guardo rencor, te invito a la fiesta que damos esta noche -se miraron-, y créeme, no intentes encontrar a Fei, porque si la encuentras no sólo será peligroso para ti, sino también, y sobre todo, para ella, ¿me entiendes? Ya que parece que tu pellejo te importa un bledo, piensa en el suyo, ¿me has entendido?

– Tú sabes dónde está, ¿verdad? -dijo Ígur con resentimiento, y Madame Conti echó la cabeza hacia atrás.

– Pues sí, sé dónde está, y aunque lo sepas mi resolución de no decírtelo no ha variado ni un milímetro. Y te diré más: si por alguna razón llegaras a descubrir dónde está Fei, porque te lo dice algún irresponsable o alguien que la quiere mal, piensa en ella y déjala en paz, ¿me entiendes? -esbozó un gesto de impaciencia y se dio media vuelta-. ¿No te das cuenta de que todos estamos vigilados, y el primero que vaya a buscarla indicará el camino a los Fonóctonos de la Hegemonía?

– A mí no me sigue nadie sin que yo me dé cuenta -dijo Ígur con aplomo.

– Estás más loco de lo que creía -suspiró Madame con desesperanza, y después, como si hablase para sí misma-: Esperemos que nadie se vaya de la lengua.

Ígur pensó en quién podía estar al corriente, y quién podía estar más desprevenido o ser más indiferente a los peligros que tanto preocupaban a la Conti.

– ¿Dónde es la fiesta? -dijo, camino de la puerta; ella lo miró con desconfianza.

– En el Salón, pero aún falta un poco -sonrió-. ¿Por qué no me das un masaje?

Ígur se rió, y se situó tras ella; se miraban a través del espejo mientras él le pasaba los dedos por los omóplatos.

– ¿Va bien así?

– Muy bien -dijo ella con los ojos cerrados; las tiras del tul resbalaron, e Ígur se agitó ante la posibilidad de reconducir el masaje hacia otras sensaciones.

– ¿De veras estás dispuesta a dejarte estrangular antes que decirme dónde está Fei?

Ella rió y protestó sin abrir los ojos.

– ¡Calla, bruto! ¿Crees que no sé que eres incapaz de hacerlo?

– No estés tan segura -dijo él para salvar el prestigio.

El masaje se amplió, y cuando, guiadas por el movimiento, las tiras concluyeron el camino y el negligé cayó hasta la cintura, ella no movió ni un dedo y los pensamientos de Ígur vagaron por lo que imaginaba que ella esperaba de su actuación, a la vez que la visión y el tacto lo entorpecían con todo tipo de consideraciones, muchas de ellas contradictorias, de orden estético, comparativo y autocomplaciente, y hasta en cierto modo reverencial. Casi sin darse cuenta se sintió excitado y, a la vez, con un cierto rechazo agridulce. Además, el deseo chocaba con una especie de incierto sentido de la obligación, que lo hacía avanzar poco a poco. Cuando la bestia estaba a punto de ganar el enfrentamiento, las dos esteticistas entraron sin llamar, sin que pareciera que la escena variase en nada su comportamiento; Ígur acentuó los movimientos y las miró entre el desafío y una imprecisa y, seguramente, pensándolo en frío, ingenua esperanza de propiciar la ambigüedad promiscua. Como no lo consiguió, dijo cuatro vaguedades, hizo saber que iba a tomarse la primera copa al Salón, y salió.

La fiesta del Palacio Conti tenía por motivo el decimocuarto aniversario del establecimiento de Isabel, y la presencia del vencedor del Último Laberinto fue subrayada de manera especial. Sadó llevaba un vestido azul brillante muy vistoso, y sus rasgos destacaban con un esplendor excepcional a juzgar por cómo compartía con la dueña y el Caballero Neblí el centro de atención. La sala central estaba iluminada y a rebosar como en las mejores ocasiones, y bebidas y comida corrían a placer servidas por camareras desnudas y violentamente enjoyadas. Había casi trescientas personas, y los grupos se tejían y deshilachaban con movimientos sinusoidales. Ígur fue a parar al principio entre unos desconocidos que parecían saber muy bien quién era él; más tarde llegó Boris Uranisor, y se les sumó; justo se apagaban las enhorabuenas por el Laberinto cuando Sadó se aproximó, después se alejó, cortesías repartidas por igual, para estrellar a Ígur en el infierno de las suposiciones, en la interpretación de señales, en el aprecio y comparación de efusiones. Ígur era consciente de que si daba alas a los sentimientos podía acabar no pensando en nada más, y de repente lo vio como inevitable. Se fijó en las mujeres presentes en la sala, que eran muchas y muy bellas, y eso aumentó su comezón, porque todo ayudaba a la magnificencia de Sadó; todo, en las demás, le llevaba a pensar en ella, y tanto en lo que tenían en común, donde claramente el resto perdía la partida, como por contraste, donde cada diferencia se le antojaba un defecto de la otra, de la comparación siempre salía mal librada la mujer recién conocida, y la imagen de Sadó neuróticamente magnificada. Al cabo de un rato, ella se integró al círculo de Ígur, y toda la atención del Caballero se centró en sopesar si él era objeto de su predilección o de indiferencia premeditada, y no distinguió ni una cosa ni otra, a pesar de que la perfecta amabilidad de Sadó, igual para con todos, lo inclinaba a la segunda opción; cada consideración suya le parecía dolorosamente brillante, una saeta bellísima que lo hería un vez y otra, del derecho y del revés analizaba cada frase, y perduraba en su memoria como grabada con un fuego inextinguible, e imaginaba una selva de intenciones y motivos, conmovido por las favorables y angustiado por las negativas, donde la racionalidad proclamaba que no debía de haber más que palabras casuales dichas sin pensar. En su delirio posesivo, Ígur la veía capaz de pactar un suicidio de amor y traicionarlo por el anhelo de una emoción más fuerte, entre formas de felicidad brutales, casi dolorosas, y desde donde enamoramiento y vanidad se entremezclan en una locura difícil de precisar, la veía pasar de una aparente timidez a la carcajada más abrumadora. Poco a poco la gente se apartó, y se las ingenió para poderse quedar a solas con ella; entonces le propuso buscar un reservado, y ella aceptó.

– Sólo un rato -dijo, sin perder de vista el exterior.

– No tengas tanta prisa -dijo él un poco molesto, y condujo la conversación para hablar de Cuimógino; con medias palabras dio a entender lo que sabía, imaginando que se trataba de un capítulo reciente. Ella salió por donde no esperaba.

– ¡Ah, Cuimógino! -dijo con desinterés-. Ya me acuerdo, lo conocí cuando yo tenía quince años, en el palacio de unos amigos de mi padre, en el Lago de Beomia. Era un moralista de baja estofa que vino a darme lecciones, y me dije espera y verás dónde van a parar tantos principios y tantas pretensiones. No te lo puedes imaginar, después se enamoró de mí, y le tuve que parar los pies.

A partir de ahí enlazó con el amigo de su padre, uno de los hombres de su vida según dijo, y continuó, a través de asociaciones temporales o temáticas, con historias y más historias del pasado, con una ligereza alegre que ponía a Ígur frenético; pero por más increíble que fuera una explicación, desde los más desenfrenados excesos hasta el más sospechoso intento de moderación o abstinencia, él estaba siempre dispuesto a creérselo todo con la meticulosa y retentiva fe de los desesperados, esa fe única, insistente y temeraria que se practica implacablemente, con el más devoto desprecio a la sensatez más elemental; incluso cuando, impulsada por el morboso anhelo de precisión de Ígur, ella rectificaba un punto, entre distraída y divertida y sin darle importancia, y también un poco como si quisiera exhibir que no ocultaba nada, él la creía con la misma capacidad evocadora y aún con más resquemor del que, un instante antes, había dedicado a creer lo contrario, y cuando ella descendía a una cuestión lateral, Ígur se recreaba repetidamente en un detalle, viendo mil y un agravios comparativos en su contra, lanzado a establecer a partir de ahí una absurda competición entre actitudes pretéritas de ella, de la que él siempre salía perdiendo, a magnificar las ambigüedades imaginando mucho más de lo que después resultaba haber habido.

Al cabo de un rato, ella quiso reincorporarse a la sala, y allí la siguió Ígur, desaforado por la novedad que le ofrecía la presencia de determinados personajes. Porque estaba descubriendo que los progresos de Sadó no habían sido tan sólo cosa de cuando él estaba en el interior del Laberinto, por ejemplo la relación con Firmín o Poldino, sino de mucho antes, y, lo más doloroso, de los tiempos en que ellos habían iniciado su intimidad, por ejemplo un asunto con Silamo que ella situó sin reparos en el terreno de las frivolidades olvidables. La cena era informal, e Ígur y Sadó proseguían la conversación con intermitencias.

– Porque cuando Boris y tú… -decía él, por ejemplo.

– Ah, el asunto con Boris duró poco -respondía ella-, en cambio, con Constanz…

Y llegaba entonces un nuevo sobresalto: ¡de manera que con el Duque también! Y cuando ella se extendía en un punto que anteriormente había quedado tan sólo esbozado, o que se había saltado, él se estrellaba en la comparación de cómo se lo había imaginado, intentando inútilmente conciliario, o bien, si alguna otra cuestión (que podía ser únicamente la ubicación temporal de un affaire) quedaba oscura, Ígur se debatía enfermizo entre el anhelo de pedir que lo aclarase, para zanjarlo de una vez y no tener que pensar más en ello, y el miedo a la posible dimensión de las revelaciones que se sucederían; si se dejaba llevar por la primera opción, por descontado procurando no ponerse en evidencia y a tal fin disfrazando la pregunta con cualquier interés lateral, o con una entonación desenfadada, se armaba de valor y se lanzaba como quien afronta un peligro terrible, y si optaba por callar, aquel punto pasaba de la tranquilidad provisional del instante a convertirse en un argumento más para la fantasía obsesiva en torno al que, después, en la conversación, transitaba con precaución, como por las inmediaciones de una bomba de relojería que tarde o temprano iba a explotar.

– Parece que el Caballero Neblí tiene preocupaciones más graves que la política y el destino de la Falera -dijo Boris al cabo de un rato, porque la conversación giraba en torno a Bruijma, diversas Agonías y la posible caída del Hegémono, pero Ígur se hundía cada vez con más fruición en su conversación privada.

– Barón -respondió-, el destino del Imperio está trazado a partir del día en que las ciudades decidieron sujetarse al Hegémono en lugar de hacerlo al Emperador; por tanto, lleváis razón, hay cosas que me interesan mucho más.

El silencio afectó a unas siete u ocho personas.

– ¿Podemos saber de qué se trata? -dijo un chico más joven que Ígur, que a él le pareció el súmum de la impertinencia.

– No creo que el Caballero tenga intención de contarlo -dijo Boris mirando a Sadó-; y tampoco considero, viendo la dimensión de su desinterés, que sea preciso que lo haga.

Ella rió, y se volvió hacia Ígur.

– ¿Cuál es la dimensión de tu desinterés?

El buen humor se generalizó, pero como Ígur no veía la necesidad de abonarlo, lo encaminó todo a irse a dormir con Sadó, y se sorprendió cuando ella lo aceptó sin poner obstáculos ni hacer alusiones a otros compromisos. Cuando la fiesta empezó a vaciarse, dijeron adiós a Madame Conti y se retiraron.

– Que los sueños os sean breves -dijo Boris desde la puerta.

Ígur vio que lo llevaban por un camino inusual.

– ¿No te lo he dicho? -se justificó ella-. ¡Me han cambiado de habitación! La de ahora está mucho mejor.

– ¿Ah sí?

Se sobresaltó por un momento, y deseó que Madame Conti no hubiera cometido la torpeza o hubiera tenido la mala fe de darle la que había pertenecido a Fei; no fue así, aunque la habitación, con una amplia ventana exterior a Suroeste, se le pareciera mucho. Una vez allí ella se desvistió con una rapidez y una familiaridad que Ígur interpretó como desinterés por cargar de erotismo la situación. Además, el trayecto hasta la habitación le había traído a Fei al recuerdo y se pusieron a hacer el amor tan mecánicamente que el conjunto, con el agridulce añadido de la agotadora conversación de la fiesta, arrolló a Ígur hacia una náusea tierna que no por conocida le resultó menos dolorosa. Ígur pudo contemplar como si fuera un espectador (o con más frialdad que un espectador) la muriente majestad de la adormecida belleza delirante de aquellas facciones trastornadas por el placer, asistió a los latidos del cuerpo espléndido como si fuera otro y no él quien participaba de todo ello, se deleitó en la distancia con una especie de odio que, curiosamente, contribuía a su propio goce. En tal tesitura, Ígur presenció la culminación como un homenaje a su desesperanza.

– Me parece -dijo ella poco después- que tendríamos que aclarar algunas cosas. -Ígur no movió un dedo, y prestaba toda su atención-. Me halaga el interés que demuestras por mí cuando hay mucha gente delante, y me consta que no es una ficción; por eso no entiendo cómo es que no se corresponde con lo que muestras cuando estamos tú y yo solos, me refiero tú y yo solos de verdad. ¿Crees que no he notado que tenías la cabeza en otro sitio? Mira -se animó al ver que Ígur no respondía-, yo no exijo nada a nadie, no pido compromisos a mis amigos, pero quiero que cuando estén conmigo lo estén de verdad, no pensando en sus problemas o en otra mujer.

Ígur se sentía enigmáticamente fuerte, y calló hasta que el silencio le dio a entender que se esperaba una respuesta.

– Tienes razón -dijo con neutralidad-. Procuraré que no vuelva a pasar.

– Pensabas en otra mujer, ¿no? -se recreó ella-. ¿En quién, en Fei?

Ígur se sintió provocado.

– Sí, en Fei -mintió en parte.

Se creó una situación a caballo entre la inseguridad, el rencor y la apatía. Sadó adoptó de repente una expresión preocupada.

– ¿Sabes algo de Kim y Guipria? -preguntó con una gravedad sincera.

– No. ¿Y tú?

– Nada en absoluto. ¿Qué les debe haber pasado? -Ígur se encogió de hombros sin mirarla; cualquier vestigio de celos y angustia sexual se había esfumado-. ¿Me lo dirás si descubres… no sé, lo que sea?

– Claro que sí -Ígur calló de nuevo; la tensión no cedía, todo lo contrario, y al final se decidió-. ¿Y Fei, sabes dónde está?

– Sí -dijo ella sin cambiar de tono, e Ígur se quedó de una pieza, porque no lo esperaba.

– ¿Puedes decírmelo? -pidió, casi temblando.

– Sí, está en casa de unos amigos; espera, te escribiré la dirección.

– La anotó en un papel, y a continuación se lo alargó; él fue hacia su ropa, lo metió en un bolsillo sin mirarlo y volvió a la cama. Pasaban los minutos y, como extraños en violencia, ninguno de los dos se movía ni decía nada.