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XV

La Capilla del Emperador se había revestido de una solemnidad especial la mañana de la convocatoria del cónclave para la elección de un nuevo Decano. Ígur coincidió con Mongrius en la entrada, y subieron juntos. Como de costumbre, ni aditamento ni ornamentación añadían la más pequeña medida al helado hexaedro que era propiamente la Capilla. Ígur vio enseguida al Caballero Allenair, que, de negro como un Astreo, presidía un círculo de media docena del que también formaba parte Gudolf Berkin; destacaba un anciano imponente que cuando se abrió paso entre los presentes fue objeto de acusada deferencia; Ígur supo que se trataba del Apótropo de la Capilla, y procuró no perder detalle del personaje de quien se decía que era uno de los más poderosos de todo el Imperio, uno de los pocos que tenía acceso directo al Emperador. Tal como era tradición, el setial del centro de la pared Este de la Capilla permaneció vacío, y el Apótropo se instaló en un pulpito a su lado, presidiendo la reunión de los Caballeros, que se sentaron en círculo y en un orden determinado. Ígur buscó a Meneci con la mirada, pero no estaba, y cuando oyó decir que tan sólo faltaban, por motivos no especificados, dos Caballeros a la convocatoria, no se atrevió a preguntar si Meneci era uno de ellos.

– Caballeros -dijo el Apótropo-, por vuestro incondicional amor y fidelidad al Emperador estáis hoy aquí en mi convocatoria para elegir un nuevo Decano, dolorosa necesidad que proviene de las trágicas circunstancias de todos conocidas y por todos soportadas. Pero por encima de cualquier vicisitud, los organismos deben continuar su discurso, y la Capilla no puede exceptuarse. El procedimiento que seguiremos será el habitual: si lo consideráis necesario, dispondréis de tres horas en los despachos privados para la elaboración de candidaturas, que acto seguido se presentarán aquí mismo en la sala, donde habrá un turno de cuestiones y, si no hay ninguna objeción formal, se procederá a votar. Pero, antes de empezar, si algún Caballero quiere decir algo, le será cedida la palabra.

Se hizo un silencio, y Per Allenair se dirigió al Apótropo.

– Excelencia, con vuestro permiso y con todo el respeto que os debo a vos y la humildad que por el más elemental sentido de la justicia me impongo, quisiera cuestionar en esencia la naturaleza del propósito que tan magnánimamente os ha llevado a convocar a esta Capilla del Emperador. Es cierto que no tenemos Decano, pero tal certeza es tan sólo una parte de la realidad; sería más completo decir que existe la imposibilidad física de la presencia del Decano, por una contingencia que tan sabiamente habéis calificado de trágica, pero que no anula en derecho la existencia de tal Decano, ni su justa propiedad de un cargo no rescindida por el otorgador, esta honorable Capilla del Emperador. Tenemos, por tanto, un Decano, aunque por razones que no atañen a la Capilla no pueda estar entre nosotros, y elegir otro es improcedente, y hasta, si permitís que os lo diga sin ánimo de contrastar vuestra demostrada y por mí antes que por nadie acatada rectitud, ilegal. Por tanto, pido, y llegado el caso imploro, que se someta a votación que no prospere la proposición de conformar un nuevo Decanato de la Capilla del Emperador.

El Apótropo se encaró a Allenair.

– Caballero Allenair, agradezco profundamente vuestra intervención, sin duda expresiva del sentimiento más profundo de muchos de los presentes, que ha encontrado en vuestra magnanimidad la voz más noble y más justa. El honor de la Capilla se ha construido a lo largo de los años con Caballeros como vos, y vuestra presencia aquí es, entre las más imprescindibles garantías de continuidad, la mejor y la que este servidor de todos vosotros que es el Apótropo más aprecia. Ciertamente, deplorar la ausencia del anterior Decano Vega y considerar los probables balances de provisionalidad y, por la salud del Emperador estoy dispuesto a jurarlo, los más sinceros deseos de solución, no nos impide apreciar la necesidad de no dejar por más tiempo a la Capilla huérfana de un patriarca que la institución contempla nacida de entre la flor y el orgullo más alto de los propios Caballeros. ¿Qué solución proponéis? Por más que la nobleza de vuestro corazón os lleve a intentar resolver la situación personal del Decano Vega, y que lo consideréis una deuda de honor hacia él que todos y cada uno de los aquí presentes compartimos, ¿creéis que es beneficioso para la Capilla no tener Decano?

Un Caballero de la edad de Allenair, situado en un punto opuesto del círculo de sillas, pidió la palabra.

– Excelencia -dijo-, el inmenso respeto que me infunde el Fidai Allenair me cohibe a la hora de manifestarme, y en este preciso instante, tomada la decisión, aún dudo entre lo que vos tan acertadamente habéis llamado una deuda de honor hacia la flor y el orgullo más alto de entre todos los Caballeros, y la necesidad práctica, por otra parte contemplada en los estatutos de la Capilla, de cubrir todas las atribuciones. Quisiera proponer una reflexión sobre si es tan largo el recorrido de esa duda como el que enlaza, o separa, depende de cómo lo quiera cada cual, los sentimientos y el devenir de la naturaleza. ¿No se alza un nuevo Príncipe entre los Príncipes cuando declina el anterior? ¿No se nombra un nuevo Hegémono cuando el otro ha acabado su carrera? ¿Es que el Imperio no corona un nuevo Sol cuando se ha puesto el que nos bendecía hasta entonces?

Calló, e Ígur lo miró con atención, porque estaba sentado al lado de Sari Milana, y entre ambos parecía haber una estrecha comunicación.

– ¿Quién es ése? -preguntó a Mongrius en voz baja.

– Se llama Eucalvi, es un antiguo adversario de Allenair. Lo que me sorprende es que Milana esté de su lado; yo creía que era del grupo de Berkin.

– Caballeros -dijo el Apótropo-, hemos oído dos opiniones contrapuestas; como Apótropo estoy obligado a considerar estatutariamente la necesidad de elegir un nuevo Decano; sin embargo, los estatutos también contemplan la soberanía de la Capilla. Por tanto me permito proponer una votación. -Hizo una pausa, y la concurrencia se agitó levemente-. ¿Alguno de vosotros quiere añadir algo más?

Sari Milana tomó la palabra.

– Con vuestro permiso, Excelencia, y gracias a la benevolencia de los Caballeros magnánimos que me han precedido en la Entrada a la Capilla, me permito decir que la muy loable actitud del Fidai Allenair responde más a un sentimiento personal aun más noble que el de la justicia, pero que por esa misma razón se aparta de los intereses objetivos de una comunidad, que, por más altos que sean sus objetivos y más severo su alcance moral, es lo que al fin y al cabo es la Capilla del Emperador. ¿Dónde iríamos a parar si cada obligación estatutaria se desviase en consideraciones emocionales? -Ígur se revolvía en la silla-. ¿Cuánto tiempo duraría la Capilla si las grandes prerrogativas se resolvieran con excepciones? -Ígur se volvió indignado hacia Mongrius-. Creo que la Capilla necesita un nuevo Fidai Decano, cuya presencia administrativa pueda transcurrir con normalidad, y es nuestra obligación no dejar de proporcionárselo. A tal fin, me permito iniciar la ronda de candidaturas proponiendo al Fidai que he visto más humildemente resuelto a ponerse a disposición del caso, al Caballero Beli Eucalvi que se os ha dirigido hace un momento.

Ígur habló con Mongrius en voz baja.

– Prácticamente ha acusado a Allenair de connivencia con los Astreos.

Su gesto había sido tan ostensible que el Apótropo se fijó en él, y tras una breve consulta aparte con el Caballero que tenía a su lado, se dirigió de nuevo a la comunidad.

– Antes de seguir con el procedimiento, sería interesante oír alguna opinión más. Parece que el Fidai Neblí, el Invicto, el honor de esta Capilla tras su triunfo en la Falera, tiene una bien formada.

– Gracias, Excelencia -dijo Ígur, y se levantó-. Efectivamente, la duda que vos mismo tan precisamente habéis expresado es lo que preside mi opinión. Y, habiendo oído a los nobilísimos Fidai que me han precedido en el uso de la palabra, veo que no podemos alargar en el tiempo un vacío de atribuciones que no haría sino introducir en la Capilla un círculo de incertidumbres en el que confusión y debilidad serían tan sólo los males menores originarios. ¿Qué sería de la Capilla si cada obligación estatutaria se resolviera con consideraciones emocionales?, ha preguntado el Fidai que me ha precedido. Y yo pregunto, ¿y qué sería de ella si cedemos a una presión espuria, a una circunstancia que no tiene nada que ver con la Capilla? ¿Dónde quedaría el compromiso de la Capilla, que no responde de sus decisiones sino ante el mismísimo Emperador? ¿Tendré que recordar las dolorosas razones que al privarnos del más honorable Decano que podíamos tener nos han reunido hoy? -La creciente agitación de los Caballeros cedió a un silencio sepulcral-. ¡Qué abdicación, obedecer a un designio que no pertenece sino al más mundano de los vaivenes de los sótanos del Imperio! -Ígur hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras-. Pero volvamos al otro extremo del problema. ¿Cómo salir de un callejón sin salida sin deteriorar a la más noble entidad de la Capilla, sin que ningún vacío se produzca y, a la vez, sin que ninguna concesión roa nuestras últimas convicciones? Yo proclamo ahora y aquí que por más invectivas y por más persecuciones que caigan sobre él nadie más que el Fidai Vega será para mí el Decano -un murmullo de aprobación recorría los asistentes, e Ígur miró a Milana con complacencia desafiante, y prosiguió lentamente-, por lo tanto propongo que hasta que no tengamos constancia de su muerte, nada ni nadie ceda a cuestionar su cargo, y propongo también, a fin de no privar a la Capilla del imprescindible peldaño entre el Excelentísimo Apótropo y los Caballeros, que se nombre un cuerpo administrativo que de forma transitoria y a título personal, sin más oficialidad que nuestra palabra, soberana como ya se ha recordado aquí, se haga cargo de las atribuciones del Decanato; y, puesto que no es bueno que una persona sola cargue sobre sí una ocupación tal, porque eso podría confundir a la opinión pública, propongo que sean dos quienes la soporten, con la necesidad inherente de tomar cualquier decisión por unanimidad, y la garantía de justicia que tratándose de dos Fidai ello comporta. A tal fin propongo que sean votados los dos Caballeros que yo sé entre los más nobles y valiosos de los presentes, y que por su interés en la cuestión presente se han manifestado con más bondad: el Fidai Allenair y el Fidai Berkin. Los propongo y con toda humildad pido, si los dos interesados me quieren honrar con su aceptación, que el Excelentísimo Apótropo lo quiera incluir en el procedimiento.

Los murmullos se proyectaron hacia una insólita exuberancia que parecía desentumecer el ámbito imponente de la Capilla. El Apótropo miró a Allenair y a Berkin, y ambos respondieron con una inclinación.

– Caballeros -anunció el dignatario-, si ninguno de vosotros tiene nada más que añadir ni ninguna propuesta que hacer, ni considera necesario un receso para meditar o para negociar -dejó un silencio expectante que nadie interrumpió-, someto a votación la propuesta primera, del Caballero Milana, sobre el nombramiento del Caballero Eucalvi como Decano de la Capilla, y la propuesta segunda, del Caballero Neblí, sobre el nombramiento de los Caballeros Allenair y Berkin como Guardianes personales de las atribuciones del Decanato.

– Excelencia -dijo Allenair, y toda la atención se desplazó hacia él-, quisiera modificar la segunda propuesta. -Ígur contuvo la respiración, divididos sus afectos entre temores y corajes-. El Fidai Berkin y un servidor mismo creemos que la necesidad de ser unánimes no excluye la posibilidad de ser más de dos… las mesas y los asientos se aguantan mejor con tres patas que con dos. Por tanto, por la delicada sabiduría y la elegancia de su justísimo razonamiento, quisiera añadir al Fidai Neblí, orgullo de la Capilla como habéis dicho expresando un sentimiento que todos compartimos, a la candidatura que él mismo ha propuesto.

El Apótropo miró a Ígur, e interpretó su silencio como una aceptación.

– Que así sea -dijo, y se procedió a votar.

Puesto que nadie que no fuera Caballero, salvo el Apótropo y el Emperador, podía acceder a la Capilla, ni, por tanto, ningún ujier, el último que había entrado, en ese caso Sari Milana, pasó en una bandeja de oro la terminal portátil del Cuantificador y, de uno en uno, los Caballeros introdujeron su sello con el voto. Milana se entretuvo en especial con algunos, en concreto con Ígur y con Mongrius, quienes en justa correspondencia operaron sin ninguna prisa; el odio entre Ígur y Milana se podía enriquecer con los intereses políticos, y más fuerte rugía la ferocidad cuanto más tenía. Una vez hubo pasado el Caballero camarero, las miradas de Ígur y Allenair se encontraron, y otra tensión, otro detenimiento más profundo se engarzó en ellas. La dureza de los ojos se alimentaba de suposiciones, y ni la más leve inflexión la rompió.

– ¿Valía la pena arriesgarse de esa manera? -preguntó Mongrius sin volver la cabeza.

– Ahora lo sabremos -respondió Ígur.

– Caballeros -dijo el Apótropo-, el Cuantificador acaba de emitir el cómputo, que es el siguiente: para la primera propuesta, cinco votos. Para la segunda propuesta, diecinueve votos. Por tanto, en uso de los atributos que la Soberanía de la Capilla del Emperador me ha conferido, tengo el honor de proclamar a los Caballeros Per Allenair, Gudolf Berkin e Ígur Neblí Guardianes Personales de las atribuciones del Decanato.

Los Caballeros se pusieron en pie y salieron por orden. En la puerta, Ígur y Allenair se encontraron e hicieron un aparte.

– Caballero -dijo Allenair-, no creáis que cambio tan fácilmente de opinión, ni que soy débil ante actitudes favorables y halagos, pero también tengo que admitir la posibilidad de haberme equivocado al juzgaros; continúo pensando lo mismo acerca de ciertas actuaciones vuestras en el pasado, pero ahora sé que sois hombre de corazón, y pudiera ser a favor del corazón que os hubierais equivocado. Por eso el Fidai Berkin y yo os hemos querido tener a nuestro lado, para salir de dudas sobre si es oro lo que reluce tras tan bellos discursos y actuaciones tan contradictorias.

– Caballero -dijo Ígur-, la buena memoria que guardo de lo que han sido nuestras relaciones hasta hoy es el mejor signo de la esperanza que abrigo por las que vendrán; sé que estoy a prueba, no tan sólo ante vos y el Fidai Berkin, y espero tener ocasión de demostrar la bondad de mis propósitos.

Se miraron a los ojos, y la adusta expresión de Allenair se suavizó.

– Hoy habéis sido muy hábil, hay que reconocerlo, y muy efectivo, no sé si con propósitos bondadosos -atajó la protesta de Ígur-, pero como lo que cuentan son los resultados, el beneficio de la duda no juega en vuestra contra.

Salieron juntos. Ígur se sentía irremediablemente distante de Mongrius, y estuvo a punto de pedirle a Allenair, en honor a la confianza recién alboreada, noticias sobre los amigos perdidos, y consejo para ayudarlos. Pero ninguno de los dos estaba aún preparado para tanto.

Cuatro días más tarde, unas horas antes de la señalada para la celebración en la Equemitía, Ígur escogió los plácidos parajes urbanos del Este de Gorhgró para intentar poner un poco de paz en su alma atormentada. En cuatro días no había sabido resolver ninguna de las empresas que, como espadas flamígeras, cada una de manera diferente, lo alejaban del paraíso. Horas de circunloquio intelectual había invertido inútilmente en el Informe, sin encontrar la manera de complacer las exigencias de Francis y el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto. ¿Cómo podía justificar la desaparición de Arktofilax sin acusar directamente a las más altas instituciones del Imperio? Más le valdría cortarse las venas. Y a la inversa, ¿cómo podía traicionar el último reducto de su honor y mentir por cobardía? Indigno falsario, iconoclasta peligroso o asesino convicto, ésas parecían ser las únicas alternativas, y cualquier otra que se situase en la habilidad de un compromiso acabaría incluida en la primera. No, lo mejor que podía hacer era esquivar la ampliación del Informe amparándose en cualquier desidia. Salía el sol contra la grisácea masa de la Falera, una mole inclinada hacia el rosa y sin contrastes, cuando Ígur tomó tal determinación.

Igualmente irresoluble aparecía la terrible dependencia a que Sadó lo tenía sometido. Cada vez que se presentaba la oportunidad de verla en un lugar determinado, él se echaba a temblar, a la espera de la terrible sacudida que supondría encontrarla, pero también de la que supondría el no encontrarla. Las cuatro últimas noches había intentado estar con ella, y tan sólo en dos ocasiones le había sido posible, y aun así después de molestas insistencias y complicadas dilaciones. Dónde y con quién había ocupado los otros ratos, Ígur había decidido no investigarlo. Aun así, paralelamente a hacerle el amor, o más precisamente, realimentándose mutuamente con la imprescindible carga de hacerle el amor, el conocimiento del catálogo de hombres que habían pasado por la vida de Sadó era una de las más inagotables fuentes de sensualidad y deseo. Cada día en mayor medida se partía no ya de historias nuevas, sino de ramificaciones de otras ya conocidas, o por lo menos situadas en el conjunto como un sobre cerrado del que se conoce la existencia pero sólo se imagina el contenido; Ígur comenzaba por hipótesis de días anteriores, y cuando se confirmaba una, aunque fuera en menor medida de lo que él creía, se desplomaba sobre él como una losa abrumadora y pasaba a otra categoría de pesares, a la de las heridas en proceso de cicatrización; incluso las declaraciones de Sadó que, por contraste con sus suposiciones, encontraba formalmente más suaves, la convicción y, alguna vez, el detalle justificador que confería el hecho de ser expresadas en primera persona, las volvía aún más turbadoras. Así, a medida que aparecían nuevas expectativas de revelaciones fustigadoras, aquellas que poco a poco, inexorablemente, se iban realizando hacían envejecer a las anteriores, que entraban lentamente en la dimensión más controlable del desastre aceptado, y al final en el recuerdo, y así se configuraba el mosaico de los hechos que nunca, por otra parte, llegaba a completarse, porque siempre aparecía un eslabón intermedio perdido, una reticencia sobre tal personaje en un determinado momento, la insinuación que ocupaba un periodo vacío, e Ígur se ahogaba en la certeza de que el esfuerzo de reordenar los recuerdos, de recomponer entre heridas de resquemor la visión del pasado con las implicaciones que el conocimiento de más acciones comporta, era inútil, porque nunca acabaría de completar el mosaico, profundo y cambiante sin fondo, e incluso en los capítulos que parecían definitivamente cerrados aparecía la referencia a otra aventura ignorada, más exótica e hiriente que ninguna, o incluso una misma escena se enriquecía con la circunstancia imprevista, con la novedad excitante o el detalle magnificador, tal vez referente a las actividades o a las posesiones del amante, que Ígur sentía como un inapelable agravio, como un doloroso desafío, como un hito a intentar inútilmente batir, que ella añadía riendo, y que la volvía tanto más perturbadora, más susceptible de poner al descubierto la debilidad de Ígur y sus nulas posibilidades de quedar por encima de la inconmensurable Sadó.

¡De qué iba a servirle en eso la respiración de la Capilla! Lo más mortificador del proceso era la absoluta conciencia que Ígur tenía, cómo se sentía insultado por sí mismo, cómo constataba a cada hora de su vida que el resultado no variaba por el hecho de conocerlo. Un furor de anhelo de emulación era el fondo último de esa enfermedad del alma, el estrellarse continuo contra todo lo que siempre había creído contrario a los principios de áurea generosidad y placidez de virtud que presiden la respiración del Caballero. Pero así era: le dolía más que Sadó tuviera que no tener él, y cuando se había propuesto hacer algo que creía que ella había hecho (y tenerlo que hacer por homenaje, por crimen o por reducir una distancia, eso prefería no saberlo), si más adelante descubría que ella no lo había hecho, perdía para él todo interés.

Casi sin darse cuenta, el anhelo de un pensamiento más fuerte en el que refugiarse condujo a Ígur al barrio de Debrel, y se recreó con dolorosa deliberación en la sacudida de la visión de la torre cerrada. Se aproximó a ella; la puerta estaba abierta. Entró con precauciones, y lo que encontró lo descorazonó; un tifón parecía haber asolado las dependencias del edificio: muebles reventados, cortinas arrancadas, porcelanas rotas, cajones por el suelo y revoltijo de papeles. Primero pensó que se trataba de una incursión de ladrones, después vio que había sido un registro de la Guardia Imperial. Subió la escalera desolado. Hasta las cañerías habían reventado, y el agua manaba dulcemente por las paredes, provocando goteras por doquier y charcos oscuros en los rincones que antes habían sido cobijo de comodidad y regalo visual. Con el corazón ennegrecido intentó descubrir qué habían buscado, qué se habían llevado; registro policial o pillaje, daba lo mismo. Subió al último piso, a la sala donde tantas horas agradables habían transcurrido, y allí fue presa del aislamiento más demoledor, porque la saña de los visitantes había sido especial en el lugar insignia de la casa. La vieja biblioteca del geómetra estaba tirada por el suelo, y en el centro del recinto, los restos de una hoguera que había chamuscado el techo dejaban constancia de las preferencias de los intrusos. El Cuantificador estaba arrancado, y las conexiones cortadas miraban en todas direcciones como los nervios y las venas de una animal troceado; las vidrieras de la terraza, por el suelo hechas añicos. Ningún motivo de precaución inmediata parecía amenazar a Ígur, quien se movió por la estancia más entristecido por la sensación irreversible de la muerte que acechado por un peligro concreto, y resolvió encontrar a Debrel de la manera que fuese y al precio que fuese, y, como siempre, pasó de Debrel a Guipria y de Guipria a la Sadó recién conocida, tan irreconciliablemente diferente de la que más tarde había descubierto, y pensó con lágrimas en los ojos lo imposible que resulta recordar un afecto pasado, evocar un placer y, sobre todo, evocar un deseo que de una forma u otra ha sido superado, y con ese pensamiento y con toda su carga de absurdo y de inutilidad recordó, viendo el escenario que a pleno día y destruido tanto costaba reconocer, la primera visita que había hecho al geómetra, las primeras conversaciones sobre el Laberinto, evocó la primera noche que había pasado allí con Sadó, y esa otra mañana en que una orden incomprensible había dado inicio al descenso a la oscuridad de los intereses, evocó finalmente la última vez que había puesto los pies en esa casa, la hora de decir adiós a Debrel y a Guipria sabiendo que nada a partir de ahí sería igual, pero sin poder imaginar cómo sería el futuro ni sospechar de qué manera a partir de entonces vería la mitificada felicidad de aquel momento. Incertidumbre acerca de Debrel y Guipria, incertidumbre acerca de Omolpus y, por asociación contraria de delirios, terrible posibilidad de certeza acerca de Fei. Porque desde que Sadó le había dado la dirección, se debatía entre las palabras de la Conti, que lo hacían responsable de todo lo malo que le pudiera suceder a Fei, y un imparable anhelo de redimirse salvándola de un destino que, por otra parte, no sabía hasta qué punto ella había buscado deliberadamente y estaba en condiciones de aceptar.

Consciente de haber pasado demasiado tiempo allí para su precaria salud emocional, Ígur dejó la casa sin mirar atrás y huyó deprisa del barrio, porque era casi la hora de la recepción de la Equemitía, y siempre una curiosidad ponía en evidencia el dominio de una tristeza.

En el Palacio de la Equemitía de Recursos Primordiales, Ígur fue recibido por el Secretario Ifact, que hizo las veces de introductor, pasando por encima de los funcionarios de rigor, y en compañía de Mongrius, que continuaba siendo el Caballero de confianza de la institución, ocuparon un salón en la torre más alta, desde donde el dominio de Gorhgró aún resultaba más completo que desde el despacho de Ifact. Allí, en compás de espera, comenzó la estancia de una veintena de individuos, algunos de los cuales fueron presentados a Ígur como dignatarios de escala media. Al cabo de un cuarto de hora cumplido compareció el Equemitor Noldera, un anciano voluminoso y claro, de expresión divertida y afable, que rodeado por la absoluta reverencia de todos, se encaró directamente a Ígur sin que nadie se lo señalase, mostrando así que conocía su fisonomía o bien, pensó Ígur, con un notable sentido de la deducción social.

– Caballero Neblí -se dirigió a él en medio de la expectación general-, cada día hay un nuevo motivo para felicitarte; esta celebración es por tu entrada al Laberinto -sonrió-, pero también tendremos que homenajear al nuevo Guardián del Decanato de la Capilla.

– Excelencia -dijo Ígur-, quiero que sepáis que guardo un recuerdo imborrable de los tiempos que estuve a vuestro servicio, y que le tengo un aprecio profundo a vuestra generosa magnanimidad.

El Equemitor se lo llevó aparte cogido del brazo.

– El Conde Gudemann me ha hablado con mucho afecto de ti -y como Ígur pusiera cara de sorpresa, prosiguió-: El Conde y yo hace más de cincuenta años que somos grandes amigos, es uno de los nobles más significados del Imperio.

– El Señor Conde fue muy bondadoso conmigo cuando estuve en su casa -dijo Ígur.

La conversación transcurrió tan distendida, y hasta alegre, que Ígur tuvo que repetirse más de una vez que no se podía permitir el lujo de bajar la guardia, que estaba ante uno de los personajes más poderosos de todo el Imperio, de un verdadero número uno que no le rendía cuentas más que al Emperador, y si el Emperador era un niño de doce años, ¿ante quién rendía cuentas el Equemitor Noldera? Observando aquellos ojos juguetones y la risa de píllete antisocial, no dejaba de preguntarse si en la agudeza de sus opiniones pesaba más la perspicacia natural y la experiencia que la información que proporciona el cargo; en cualquier caso, el alto dignatario dominaba la situación por completo.

– ¿Qué te preocupa? -le dijo a Ígur en un momento dado-. Porque no hay duda de que te preocupa algo.

– Excelencia -dijo Ígur-, desde que he dejado el Laberinto, he encontrado el Imperio revuelto, y tenéis razón, la situación de ciertos amigos me inquieta -vaciló-, me gustaría poder ayudarlos.

El Equemitor parecía sinceramente interesado.

– ¿A quién queréis ayudar?

A Ígur se le hizo un nudo en la garganta; era una temeridad impensable pedir clemencia para Debrel al jefe de la institución que le había ordenado que lo matase. De repente se sintió mortalmente atrapado, porque después de la magnanimidad y la confianza demostrada por todo un Equemitor no era cuestión de andarse con evasivas; en el conjunto del panorama, Fei le pareció un mal menor.

– Una amiga mía, una buena amiga -dijo con un esfuerzo de aplomo-, pertenece a una familia Astrea muy distinguida…

– ¿Cómo se llama? -lo interrumpió Noldera, e Ígur notó una tensión sutil; pero ya no había retroceso posible.

– Féiania Morani -el Equemitor hizo gesto de no conocerla, e Ígur prosiguió-; me consta su bondad y su incuestionable voluntad de servir al Imperio…

– ¡Ay, querido amigo -dijo con una risa de nuevo encantadora, como la de un abuelo-, qué joven eres! ¡Si no se trata de eso! Todos tenemos una incuestionable voluntad de servir al Imperio, y a la vez todos somos enemigos temibles nunca sabremos exactamente de quién. Lo mejor que puedes hacer por esa amiga tuya es esperar a que pase la mala temporada para la causa de los Astreos, que habían crecido en la dirección equivocada y han atraído demasiada ira sobre sus cabezas -esbozó un gesto de paciencia-; dejar pasar el tiempo, dejar caer en el olvido, sobrevivir al temporal, saber escoger el refugio apropiado y el buen momento para salir.

– No sé si queda tiempo -dijo Ígur.

– ¡Claro que queda tiempo! -El Equemitor rió-. ¡Mírame a mí! ¿Por qué crees que he llegado hasta aquí? Yo te lo diré: porque he sabido cuándo había que adelantarse a los hechos, que es muy pocas veces, y cuándo es conveniente dejarlos pasar delante, que contrariamente a lo que todo el mundo cree, es mucho más difícil. -Bajó la voz-. ¡No ayudes a tus enemigos! Las obsesiones transforman el mundo en una habitación cerrada. ¿Eres un atormentado de la conciencia? ¿Eres un ambicioso? ¿Vas disparado de una cosa a otra? -rió-. Ya veo que sí, ¡eres un pobre poeta sentimental!

– Quisiera poder hablar hasta las últimas consecuencias con alguien, con alguien a quien pudiese abrir mi corazón de verdad.

El Equemitor lo miró como si acabase de decir lo más divertido del mundo.

– ¡Qué bruto soy!, ¿cómo no me he dado cuenta? Claro, conmigo no puedes porque yo soy… en fin, eso no tiene remedio. Ifact tampoco puede ayudarte, y el pobre Mongrius sabe menos que tú… Vamos a ver -reflexionaba, y hablaba como si fuera el último pobre hombre, el más alejado de cualquier poder-, necesitas a alguien que no te despierte susceptibilidades ni sospechas, alguien que ni trabaje para el Imperio ni para los Príncipes…

Ígur se arrepintió de haber puesto en marcha un mecanismo que no sabía cómo detener; la tesitura del Equemitor le asustaba, y temía que se cansara, pero tampoco encontraba la forma de cambiar de conversación sin molestarlo y ser objeto de un rechazo irreversible.

– No quisiera preocuparos con mis quebraderos de cabeza -le dijo, y se arrepintió de inmediato: ¿cómo podía pretender que un Equemitor se preocupase por algo así? Pero Noldera se rió.

– Caballero, no me preocupas, sino al contrario, y no quisiera que lo tomaras a mal. Te encuentro… ¿cómo te diría? ¡Tan nostálgicamente joven! Crees que eres infeliz y lo único que te estorba es esa fijación de verte reflejado en los hechos, y hablo no tan sólo de los que te afectan más directamente, sino incluso de los más generales, del aire de los tiempos. Es una dirección forzada, y si me permites que moralice un poco, quizá una pizca vanidosa. No me interpretes con demasiada dureza, los principios no me interesan en este caso, sino la resolución práctica. -Lo miró fijamente-. Has ido a ver a la Cabeza Profética, supongo.

– Claro, Excelencia -dijo Ígur, sorprendido-. En realidad, jugó un papel importante en la decodificación de los datos anteriores a la Primera Puerta…

– Eso ya lo sé -dijo Noldera, sin que la impaciencia le hiciera perder el buen humor-. Me refería a si la has visitado al salir del Laberinto.

– No lo he hecho. Excelencia.

– No lo hagas sin el complemento conceptual -rió viendo la cara de Ígur-. ¿Tus amigos no te lo han dicho? El complemento de la Cabeza Profética es la Biblioteca, ¿no lo sabías? ¡No hay veneno sin antídoto! En realidad, las bondades de la naturaleza no son más que terribles venenos que van, por oficio de esencia, acompañados de su antídoto particular, del que conviene no separarlos con manipulaciones irresponsables, y así pues, ¿qué es la ignorancia, sino el soporte de la sabiduría?, ¿qué es la intuición, sino el latido de la geometría?, ¿qué es la vida, sino la columna de la muerte? ¡El bien no es más que un precario equilibrio de los males más espantosos! -Rió-. La Cabeza Profética es la oscuridad de la inteligencia, es el conocimiento sagrado y la poesía inalcanzable, y la Biblioteca es la luz del silencio, el recuerdo expresado y la filosofía aprehensible -lo miro como una criatura que comete una trastada-, ¿o es al revés? ¿Me entiendes? El hacha es doble, ¡deberías entenderlo! Ya sabes lo que decían los antiguos: ¡ponle una vela al caballo y otra a la vaca!

A partir de ahí la conversación se reintegró, e Ígur se pudo aislar mentalmente en medio del vaivén de brindis y felicitaciones: si el Equemitor le había hablado de la Cabeza Profética y de la Biblioteca, no debía ser casualidad. Demasiadas cosas para tan poco tiempo. En el bolsillo llevaba la dirección de Fei, en su casa le esperaba la macabra ampliación del Informe. Noldera le dio un breve abrazo y desapareció flanqueado por sus secretarios, e Ígur sintió descargarse una tensión y empezar otra; formalidades zanjadas, se fue al Palacio Conti.

La Biblioteca Imperial era un severo edificio de fachada perfectamente uniforme con una distribución de columnas y aberturas tan armoniosa y regular que la sensación de serenidad era tan fría y estática que el espectador desprevenido no sabía si recrearse como frente al mar o huir como ante una manifestación de la nada. Cuando Ígur Neblí, maquinalmente, dirigió la vista a los emblemas del escudo de la puerta central de acceso, el principal le llamó la atención, y le volvieron a la mente las palabras finales de Noldera; se trataba de un gran círculo azul oscuro que incluía en su interior, colocados uno encima del otro y en contacto tangencial tanto entre ellos como con el círculo grande, un círculo dorado con un caballo rojo dentro, y un semicírculo del mismo radio con la diagonal como base, con una vaca blanca sobre fondo negro plateado. Era por la mañana, e Ígur entró sin más dilaciones.

Pasadas las formalidades de rigor, el primer recepcionista le informó de que como el Agon no estaba, le atendería el Primer Bibliotecario; Ígur esperó unos minutos en una salita donde, al igual que en todas las estancias y pasillos que había visto, nada indicaba la naturaleza específica del edificio, sino que podía haberse tratado de cualquiera de las instancias que conocía.

– Caballero Neblí, vuestra visita es un honor inesperado para esta Biblioteca -dijo el funcionario, un hombre más joven de lo que Ígur esperaba, pero demacrado y ojeroso como si hiciera años que no viera la luz del día-. Disponéis de mi ayuda para todo aquello en lo que pueda serviros.

Se mantuvo a la espera.

– En realidad, no sé demasiado bien lo que busco -dijo Ígur, que se sentía cada vez más vacío-. ¿Tenéis una sección de documentación Histórica? Busco antecedentes sobre los Laberintos, en relación con los clanes Astreos.

El Primer Bibliotecario lo invitó a seguirle.

– Caballero, os explicaré las dificultades de una gestión del orden que me pedís. Nuestra institución sufre en este momento un arduo proceso de conciliación entre las tres Bibliotecas verticales que coexisten actualmente en el edificio: la Biblioteca de papel, que en realidad es un residuo del pasado que hemos mantenido por amor a las tradiciones, aunque se habla de imposiciones concretas de algún alto personaje, la Biblioteca cuantificada, que es, de hecho, una rama del Cuantificador del Imperio, protegida por los códigos correspondientes, y la Biblioteca de la Memoria, de la que no estoy autorizado a hablar, me dispensaréis por ello, y que de hecho es el origen del problema, porque las partes interesadas no se ponen de acuerdo para establecer su alcance, su disponibilidad y su naturaleza -soltó una risita nerviosa y miró a Ígur de reojo-, y aún menos desde que vos habéis eliminado, tan brillantemente por cierto, el obstáculo del Ultimo Laberinto.

– ¿Ah sí? -dijo Ígur, desconcertado-. ¿Cómo es eso?

El Bibliotecario lo miró y rió como si se tratara de una broma.

– El problema añadido -prosiguió- es que no hay manera de acabar las obras de la sección etiópica -entraron en una sala inmensa descuidadamente iluminada con reflejos ocres, donde coexistían el trajín de los albañiles, entre andamies y hormigoneras, y el de los empleados de la casa que transportaban bultos de un sitio a otro-, y ahora, además, se han añadido las del ala ptolemaica, que conseguí aplazar durante más de tres años con la esperanza de no juntarlas con las otras -hizo un gesto de impotencia-, y ya lo veis. El problema es que el Subcuantificador particular de la Biblioteca está pendiente del proceso de sistematización; aquí también hay el mismo conflicto, pero con otros elementos, que con las tres Bibliotecas, que es unificar criterios de lenguaje, o códigos de calificación, como queráis llamarlo, y ahora mismo es complicadísimo identificar un tema o una época, y ya no digamos una obra concreta, porque hay más de mil directorios y veinticinco mil subdirectorios, a saber con cuántos códigos diferentes, introducidos a lo largo de más de cincuenta años por miles de empleados, prisioneros morales de la Apotropía de Juegos, que más de una vez, a causa de una jugada, ha colapsado en el Cuantificador una conexión interactiva que nos afecta, y, por las propias exigencias del Juego, son incapaces ya no de ayudar a recuperarla, sino incluso de reconocer el trastorno originado -entraron en otra sala, aún mayor que la anterior, sin ventilación exterior y con una altura de más de doce metros, y diversas conexiones con pasillos acabados en salas cerradas unas veces, otras en escaleras ascendentes que llevaban a buhardillas de las que no se veía el final, o bien en escalinatas descendentes hacia húmedos sótanos, y todo, igual que antes, con ese tráfico febril que confiere al espíritu ansioso el desasosiego de la provisionalidad, de conflictos producto de la ineficacia, finalmente de la inutilidad más absoluta-. ¿Me entendéis Caballero? Las dificultades se sobreponen: ¿Qué os puedo ofrecer de lo que me pedís? ¿Dónde buscarlo? ¿Cómo encontrar la referencia oportuna, si las hay a miles? Imaginad que la hemos encontrado, y nos remite a una pieza concreta: ¿esa pieza, existe? Está claro que si existe la debemos tener, pero ¿dónde? Y, aunque la podamos localizar, quedan los problemas prácticos: ¿pertenece a una zona en proceso de remodelación? Si es así, ¿cuál es su localización provisional? -bajó la voz-. ¿Sabéis qué creo, Caballero?

– Decídmelo -dijo Ígur.

– Que la sección etiópica, como ya ha pasado con la cefalenia y con la lapersia, no se recuperará jamás de la remodelación; es como el cuento de la expedición que se aleja y envía mensajes lanzadera, llegará un momento en que no llegarán a cumplir su cometido: si ya es matemáticamente imposible ordenar el material nuevo, que se produce en progresión geométrica en tanto que aquí sólo damos abasto a cuantificarlo a ritmo aritmético, imaginaos lo que pasa con el material de las secciones en obras, donde se genera un desorden añadido.

– ¿Por qué -dijo Ígur- no lo asimiláis a una Ruleta Edilicia? Quizá fuerais favorecido con una resolución positiva.

– ¡Caballero, no seáis ingenuo! El azar nunca ha resuelto los problemas, y además aquí los parámetros son otros -esbozó un gesto de desesperanza que disuadió a Ígur de decir que a esas alturas tenía pocas dudas de que las operaciones de la Apotropía de Juegos no dependieran del azar-; la Biblioteca es la Catedral de la Entropía, Caballero, ¡habría que cambiarle el nombre! ¡Entropeion, Egregoreion! ¿Y todo, para qué?

– Miró a Ígur con unos ojos encendidos que hubieran dado miedo de no haber dado lástima-. Porque en realidad. Caballero, ¿sabéis qué es lo mejor de todo? Que a poca gente le importa si una obra existe o no, si el catálogo es falso o auténtico, si una sección ha sido trasladada o no, si han robado o estropeado aquí o allá, porque decidme. Caballero, ¿quién lee? -Se rió como si fuera a morder un insecto invisible-. ¿Leéis mucho, vos? ¿Cuánto? ¿Una vez al día, una vez al año? ¡No leáis, creedme, no metáis más entropía en vuestra cabeza!

Subieron una escalera, y después cruzaron un puente de barandillas endebles, desde donde se dominaba un amplio paraje de espacios variadamente conexos, con plataformas diferentes y a diversas alturas, formando dobles y triples espacios con montacargas y auténticos pozos hacia profundidades indetectables de lo que, según informaba un indicador escrito a mano, había sido en otros tiempos la sección efesia.

– ¿Puedo haceros una pregunta? -dijo Ígur, pero el Primer Bibliotecario siguió como si no lo hubiera oído.

– Debéis cuestionaros cuál puede ser mi misión; debéis pensar que no es demasiado agradecido intentar contener el desorden en una disciplina que se aprecia mínimamente, y seguramente tendréis razón. No tengo alma de mártir, ni de salvador, y sé que el provecho que puedo sacar es poco rentable tal y por donde va el Imperio. Aquí aprenderíais a distribuir razonablemente vuestras desconfianzas, Caballero -dejó escapar una risa amarga-, ya lo veis, no todas las órdenes de las instituciones a los empleados son compromisos de Juego. Me debéis tomar por un desgraciado. Caballero.

– ¿Qué significa el círculo con el caballo y la vaca? -preguntó Ígur.

– ¿Queréis ver una cosa que os resultará graciosa? Venid a mi despacho.

Cruzaron una puertecita y, por una escalera de caracol, llegaron a un ascensor enorme, alto, oscuro y desconchado, con capacidad para cincuenta personas, que los llevó entre zarándeos y chirridos a un piso superior; allí entraron en una habitación sin ventilación igual que todas las dependencias que habían visto hasta entonces, llena hasta los topes de cintas y papeles entre los cuales emergían polvorientas las terminales del Cuantificador.

– ¿Éste es vuestro despacho? -preguntó Ígur, y reparó en los papeles de encima de una mesa; el primero que cogió era una poema, y leyó en voz alta los primeros versos.

Se enroblece en el aura umbría del ocaso

afán colmado de la índida blataria

– Dejad eso -dijo el Primer Bibliotecario-. Mirad este otro, en cambio; posiblemente es un apócrifo, es más, es casi seguro que lo sea, tiene ciertos defectos formales que lo delatan, pero no deja de ser curioso; procede de una recatalogación del año pasado, y se podría tratar…

Ígur lo dejó explayarse, y leyó el poema por encima.

Los hombres muertos que habitan en mi interiorpara obligarme a que los añoreme muestran al enemigo en mí:El alma insaciable no puede dejar escaparninguna ocasión de ser otra una vez más,como si volver a cada instante deseado,reconstruir no tanto la realizacióncomo el propio deseo pudiera abrir el granode cada infamia para de él poder así extraerel fraseo del goce, pero ay:¿Qué es esta fisonomíade bárbaro que me ofrezco por renovación?¡Si ahí el amor es el mismo!Pero los ojos ya no se molestanen desnudar tan sutilmente,de mí mismo se amparan en la brutalidadde quererme posible, de la impacienciaque me lleva a repetir de un cuerpo a otrola misma estrategia del alma,la misma mentira sin escrúpulos,derrotado por el desgaste que realimenta esanecesidad de gritar más para yo mismo oírme,para volver a ser creíble para mí mismo.¡Ay que a la bestia no hay quien la pare!¿Qué tendré el valor de hacer para recobrarlas mañanas de flaqueza, metidoen bares helados de soledad y sueño,cuando quieres creer que has vencidoa la muerte, pero es el amor quien te ha matado un poco?¿Qué para retroceder aún más,a los largos paseos de solitarioprivado por mí mismo de decir sentires,por el miedo a desatar la vida,a poner deseos en juego? ¿Quién me creerá,si ahora, tan cansado que me odio,no soy capaz de creerme ni yo mismo?¡Si aún me queda la esperanza de nollegar a convencer a todos de que no es verdadque ya no soy aquel adolescente,porque después de constatarque la soberbia y la exhibicióndan mejor resultado que el mostrartehonestamente como eres, empecé a fingirlas,y ahora no sé si aún finjo o he permitidoque de verdad me posean!¡Y a qué precio!Creo que he ganado valor, sinceridad,y en el rechazo de los demás identificolo que antes más odiaba en actitudesiguales a esta mía de ahora.Ya pertenezco sólo a las lágrimas.¿Qué culpa tengo yo si mi lenguajees como el del carnívoro? ¿Y quién me diceque al que todos, como yo,llamamos carnívoro no sufre como yo?Yo, que he acabadoen el tiempo del esplendor final del clavicémbalo,debo ser ese carnívoro en verdad,tal vez aún capaz de dar vidaa sus lomos, si no fuera porque amor y odioson los caballos de fuego que tiran enloquecidosde la carreta de hielo del tiempo,de arrancarme una máscaratras otra hasta la piel, que seríala última si… ¡qué más da! Y por espejo, tan sóloeste pobre poema que aquí he cobijado,en extraño sitio, en dudoso camuflajepara que sepa verlo aquel que la fortuna desee.Al tedio germinal retornan bienes y males;en el mundo que temovive el mundo que deseo,y el que lo aplasta es el mundo que desprecio.

– Tiene un estilo -dijo Ígur- más bien pasado de moda.

– Sí, es lo que los historiadores denominan la manera universitaria. No es demasiado corriente en un poema tan largo. Es decir -rió-, si es que realmente se trata de un poema.

– ¿A qué os referís? ¿Tiene un sentido oculto?

– La cuestión sería si mi respuesta a esa pregunta tiene o no tiene un sentido oculto -dijo el funcionario.

– ¿Lo tiene?

– Ahora puedo responder 'sí', con lo que no sacamos nada en claro, o puedo decir 'a cuestión es si mi respuesta a esa pregunta tiene o no tiene un sentido oculto'.

– Y yo puedo volver a preguntar: ¿lo tiene? -dijo Ígur, los ojos clavados en el texto.

– Y yo puedo volver a decir lo mismo que la vez anterior, y así sucesivamente, o bien preguntar directamente qué sentido tiene esta conversación.

– Tiene un sentido oculto, no hay duda. ¿O quizá sólo lo tienen vuestras respuestas? ¿Sois jugador?

– Caballero -exclamó el Primer Bibliotecario con tono de reproche-. Todos los empleados de la Administración participamos de oficio en opciones preferentes de la Apotropía.

Se pasaron unos minutos revolviendo papeles.

– ¿Qué me podéis decir de lo que os he pedido?

El funcionario lo miró sin que Ígur acabase de saber si estaba ante un cínico o tan sólo ante un hombre asqueado.

– Caballero, éste es el último lugar del Imperio donde se puede consultar bibliografía. Y, si queréis que os sea franco, no creo que los temas que habéis propuesto, ni por aproximación, sean los que de verdad os interesan. Ignoro quién os ha recomendado que vengáis a la Biblioteca -rió-, y no quiero saberlo, pero es evidente que lo ha hecho para incitar designios más sutiles que, huelga decir, a vos corresponde descubrir y, si os conviene, seguir.

Caminaron por un nuevo pasillo y fueron a dar con la entrada; Ígur tuvo que reconocer que se había perdido.

– No me ha servido de mucho el entrenamiento geométrico del Laberinto -quiso ironizar.

– La geometría cada día es menos necesaria para la arquitectura -dijo el Primer Bibliotecario-, pero continúa siendo imprescindible para otras cosas.

Ígur se encontró ante la puerta.

– Si por casualidad encontraseis algo que…

– Descuidad, Caballero. Si hay suerte, os tendré presente.

Al cabo de la semana que como límite le habían marcado, Ígur llevó el Informe a la Agonía del Laberinto. Había hecho algunos cambios para cubrir el expediente, y cuando se hizo anunciar iba preparado para una dolorosa batalla dialéctica de imprevisible final por mantener la postura adoptada aunque le costara los beneficios y el honor del Laberinto. Pero el Primer Secretario de la Agonía no se dignó recibirlo, y el Secretario Administrativo que Ígur ya conocía de la firma de los protocolos y de su primera visita tras salir del Laberinto lo recibió en medio del vestíbulo, sin invitarlo ni a tomar asiento.

– Muy bien, Caballero -dijo-, haré llegar el Informe a mis superiores -y ya se iba cuando vio que Ígur no se movía-, ¿deseáis algo más?

– No -dijo él-; es decir, esperaba que se me facilitase una expectativa un poco más explícita.

El funcionario puso cara de extrañeza.

– Tan pronto vuestro documento haya sido informado, tendréis noticias de la Agonía y de vuestro Príncipe.

– Muy bien -dijo Ígur, y se fue sin querer dar ocasión a ningún otro vacío entre él y el funcionario.

Se encontró en la calle sin ganas de emprender nada nuevo, cansado de arrastrarse por las administraciones y también de la permitida esclavitud sentimental a que le sometía la idea de Sadó. Hacía días que se le arrugaba en el bolsillo la dirección que le había dado, donde se suponía que se encontraba Fei. Ígur se sentía cada día más desligado de los requerimientos del Imperio, y de un arranque subió a un transporte y se fue hacia allá.

La dirección estaba en el Sur, fuera del núcleo urbano, cerca del tramo del Sarca que, procedente de la Falera, toma la dirección meridional entre las dos grandes curvas; a medida que se acercaba, aumentaba el debatirse entre la impaciencia y el pesar. Entró en un portal agreste, y un minuto después de llamar a los timbres, el portero automático lo instruyó para que se identificara con el sello y los códigos pertinentes; una vez lo hubo hecho, la puerta se abrió, y cuando estuvo dentro se cerró tras él y aparecieron cuatro hombres armados que le apuntaron con fusiles láser. Un quinto individuo entró y se le aproximó.

– Caballero Neblí, previamente a cualquier consideración futura, os ruego que me digáis cómo habéis encontrado esta casa.

– Señor -dijo Ígur-, si conocéis los usos, sabréis que un Caballero no revela nunca sus fuentes si con ello puede comprometer a terceras personas y, en cualquier caso, nunca lo hará bajo amenaza de armas.

– Caballero -dijo el otro-, no tengo que daros explicaciones. Vos sois quien pretende entrar en nuestra casa, y tengo que saber punto por punto vuestras intenciones. -Un sexto individuo entró y murmuró brevemente al oído del que hablaba-. Parece ser que habéis venido solo, pero tengo que saber qué queréis y quién os manda.

– No me manda nadie, y quiero ver a Fei.

– ¿Quién os ha dicho que esté aquí?

– No es asunto vuestro -dijo Ígur, un poco preocupado, porque el otro empezaba a impacientarse.

– ¿Ah no? -lo miró inquisitivo-. Como queráis, pero os garantizo que si mantenéis esa actitud, seguro que pronto será asunto vuestro.

Ígur se dio cuenta de que había ido a parar a un refugio astreo preparado para hacer frente a un asalto imperial, y si no conseguía hablar con Fei la situación sería cada vez más delicada, conque hizo una rápida evaluación y tomó una decisión.

– De acuerdo, vos ganáis -dijo, exagerando la entonación de la transigencia-; ha sido una ramera del Palacio Conti la que me ha dicho que Fei está aquí -dijo, especialmente divertido por la parte de verdad que tenía la afirmación.

– ¿Cómo se llama? -dijo el astreo.

– No lo sé.

– Mentís, Caballero, y los usos dicen que un Caballero no miente nunca.

– De acuerdo, miento. ¿Qué queréis, que condene a muerte a una dama diciéndoos su nombre?

– Caballero, o sois un criminal o sois un loco. Me cuesta creer que el Entrador del Laberinto, el único invicto de la Capilla después de Hydene y Vega, no se dé cuenta de que su presencia nos condena a todos a muerte, y de la única solución que nos deja su actitud; lo siento, Caballero. -Se volvió a los hombres armados-: Matadlo. -Y se encaminó al interior.

En la puerta lo detuvo alguien que entraba, y a Ígur le dio un vuelco el corazón: era Fei.

– ¿Qué pasa? -dijo.

– No salgáis. Duquesa -indicó el astreo con deferencia.

– ¡Fei! -gritó Ígur.

– Meine Tage in dem Leide! -dijo ella, y sonrió con ternura-, ¡Si es nuestro Caballero!

– Duquesa, permitidme -insistió el interlocutor de Ígur.

– Está bien, amigo mío -dijo ella-, el Caballero es bien recibido aquí. -El otro le dirigió unas palabras al oído, deprisa y perentorio-. No os preocupéis, no tengo ninguna duda. -Se dirigió a los hombres armados-. Podéis retiraros.

Se quedaron a solas.

– ¿Duquesa? -dijo Ígur riendo; se abrazaron.

– Era el título de mi abuela. Mi padre no lo usó nunca, y ahora yo, ya lo ves…

Se les llenaron los ojos de lágrimas.

– Estás mejor que nunca -dijo él con sinceridad, y se separó para mirarla: sin maquillaje, vestida con sencillez, el cuerpo manteniendo la formidable elegancia de siempre, las facciones que una tenue melancolía magnificaba-, y tienes que contarme muchas cosas.

– Poco, créeme -rió-, qué le vamos a hacer. ¿Y tú? -Lo miró con ojos brillantes-. El vencedor del Laberinto no es demasiado prudente yendo a visitar a los rebeldes. -Ígur sintió una punzada de pesar; se volvieron a enlazar-, ¡Pienso tanto en los buenos momentos!

Entraron abrazados a una nueva dependencia de generosas dimensiones. Ígur pensaba en Sadó, y que seguramente Fei le preguntaría por ella; decidió no mencionarla por propia iniciativa.

– He venido porque te quería ver, y también para que me digas cómo te puedo ayudar.

Nada más decir eso, se oyó una explosión procedente de la entrada, y la onda expansiva los tiró al suelo. Entre la polvareda se miraron desconcertados y, antes de poder reaccionar, aparecieron los Guardianes armados, y el Astreo que había recibido a Ígur le apuntó con el fusil láser a la cabeza.

– ¡Lo sabía! -dijo con ferocidad-, ¡lo sabía! ¡No sé por qué no te he matado nada más verte! -Cargó el fusil, cuando ya desde la entrada se oía el zumbar de las armas.

– Fei -dijo Ígur-, te juro que no tengo ni idea de lo que está pasando.

Ella cogió un arma; llegó un personaje que parecía ejercer la máxima autoridad, y se dirigió al que tenía a Ígur apuntado.

– No lo mates, nos puede servir de rehén.

– No te preocupes -dijo el otro, y esposó a Ígur a la barandilla de una escalera sin que él se resistiera, porque tan sólo le preocupaba que Fei pensara que la había traicionado-; cuando esto se haya resuelto nos ocuparemos de ti como te mereces.

– Fei, por piedad -suplicó Ígur-, dime que me crees.

Atareada preparando las armas, ella no lo miró.

– Está bien -dijo sin fijarse-, te creo -y se desembarazó del vestido; debajo, unos pantalones ceñidos y una camiseta negra sin mangas.

En ese momento la Guardia Imperial irrumpió en la habitación, todos con máscaras antigás, y el fuego láser la recorrió en todas direcciones. Ígur se sintió imbécil amarrado a la barandilla sin poder hacer nada, convencido de que o los unos o los otros lo matarían en cualquier momento; los Astreos disparaban mejor, en especial Fei resultó ser una guerrera formidable, pero por cada Imperial que caía entraban cinco, y pronto la situación se decantó a favor de los asaltantes. Cuando ya había más de diez por cada uno, Ígur vio con horror cómo disparaban sobre Fei, que se había cobijado en la escalera.

– Atención a la dama, el Jefe la quiere viva -dijo uno de los Imperiales-. Dardos paralizantes.

Poco después, Fei caía bajo el fuego de la abrumadora superioridad de los contrarios, y de un vistazo Ígur comprobaba desolado que, salvo los Imperiales, nada más que una multitud de cadáveres llenaba la sala; los Guardias, aún sin bajar las armas, abandonaron la posición de combate y se irguieron. Alguien llegó a la sala por el pasillo de entrada; era Sari Milana.

– Vamos a ver qué tenemos por aquí -dijo, burlón-; muy bien, hemos limpiado una célula Astrea. ¡Vaya, vaya, el Fidai Neblí en connivencia con los rebeldes! -Se le acercó a una distancia prudencial, porque Ígur lo miraba con una expresión inequívoca y conservaba los pies libres-. ¿Te parece bonito? -adoptó un tono jocoso-. ¿Qué dirán Bruijma y Noldera cuando sepan dónde vas a cometer fechorías? -Dos Guardias cogieron el cuerpo de Fei y se lo presentaron-. ¡Mírala, esto es caza mayor! -Miró a Ígur con complacencia-. Creo que la Duquesa tenía veleidades escénicas… -rió-. Me parece que le daremos una oportunidad -se sacó del bolsillo una máscara de pantera-murciélago, y se la mostró a Ígur-; la tenía reservada para ti, pero me parece que será más divertido que la lleve ella. -Le dio la máscara a un Guardián-. Ten, dásela al Caballero Neblí; suéltalo, seguramente querrá ponérsela él mismo.

Dos Guardias se acercaron a Ígur, y antes de que llegasen a tocarlo, se agarró fuerte a los barrotes y de un salto les pegó una contundente patada a cada uno, haciendo tijera con las piernas, y cayeron ambos al suelo. Otros dos Guardias apuntaron a Ígur a distancia esperando órdenes.

– Muy bien -se burló Milana-, si no quieres que te soltemos, puedes contemplar el espectáculo tal y como estás. -Recogió la máscara del suelo y él mismo se la puso a la inmovilizada Fei-. Y ahora -ordenó-, el desparalizador. -Un Guardián acercó un pequeño spray a la boca de Fei y le suministró una dosis, y cuando poco a poco ella recuperó el movimiento, Milana se le encaró-. Señora mía, lamento por todo lo que oído decir de vos que tengamos que conocernos en tan dolorosas circunstancias; en honor a vuestro rango y a vuestros méritos, porque sé que sois una artista y una atleta, os daré un bastón y lucharéis contra siete Guardias armados igual que vos, y si los vencéis a todos, tenéis mi palabra de que os dejaré salir de aquí libremente.

– ¡No, Fei! -suplicó Ígur-. ¡El paralizador mantiene su efecto en la motricidad un buen rato!

Ella se volvió a mirarlo.

– Querido, no te preocupes, ¡batallas más duras he ganado!

Siete Guardias con bastones se situaron ante la puerta de salida; Ígur sacudió la barandilla hasta hacerse sangre en las muñecas.

– ¡Sari, te Juro que eres hombre muerto!

– No estás en condiciones de amenazar -dijo Milana-, pero no te preocupes, cuando nos hayamos llevado a la Reina de los Dos Corazones te dejaremos libre -sonrió-, o tal vez te dejemos aquí, que te encuentre cualquier otro. Y ahora -se volvió a Fei-, si la señora está a punto…

Ella le dirigió la última mirada a Ígur.

– Fei, te juro que…

– No tengo ninguna duda -dijo ella, y los ojos le brillaban sobrecogedores tras los estiletes de la máscara-; prométeme que, pase lo que pase, nunca te lo reprocharás.

Se lanzó contra los adversarios, pero Milana estaba pendiente tan sólo del Caballero esposado a la barandilla, de su afán por liberarse. El Combate comenzó, y Fei demostró que sus virtudes físicas no se limitaban al trapecio; en un minuto ensartó a dos, y algo más tarde a un tercero, pero los otros cuatro la acorralaron. Milana hizo una indicación a dos Guardias más que Ígur no vio, absorto como estaba en la lucha, y se le acercaron como si fueran a escondidas; Ígur hizo un gesto de defensa, pero ellos le ordenaron callar, fingiendo una complicidad secreta, y le abrieron las esposas. Nada más verse libre, Ígur dio un salto hacia adelante, justo para que otros dos Guardias, siguiendo un plan previsto, lo hicieran tropezar con contundencia, y los dos de detrás lo trabasen con el bastón contra la espalda; eso fue suficiente para que Fei se distrajera una décima de segundo.

– ¡No, Fei a la derecha! -gritó Ígur, pero ya era demasiado tarde, porque los bastones en delta la habían inmovilizado contra la pared.

– ¡Ígur! -dijo ella, sin mirar al Guardián que se le acercaba con impulso.

Ígur se revolvió en el suelo, y expelió a los adversarios que lo sujetaban; entonces, un instante antes de que se precipitara hacia adelante y cayera inconsciente de un certero bastonazo en la nuca, vio cómo, de resultas del golpe en la cruceta de la máscara, las grandes pupilas de Fei estallaban en sangre tras los estiletes.