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XVI

Tres días después de los desafortunados sucesos del refugio Astreo, de los que los medios de comunicación difundieron una noticia tergiversada y parcial, y que no incluía la presencia del Invicto Vencedor de la Falera, Ígur recibió una notificación de la Agonía del Laberinto haciéndole saber que se había iniciado un contencioso contra su persona, con recomendación de abrirse un proceso legal si el departamento correspondiente lo consideraba oportuno, en base al incumplimiento del Protocolo del Laberinto, y sin perjuicio de las acciones que por el mismo motivo pudiera promover el Principado Bruijma. Las heridas físicas de Ígur mejoraban, y ya se había quitado las vendas de la cabeza.

La responsabilidad de lo que le había pasado a Fei le pesaba tan monstruosamente que lo que pudieran hacerle los de la Agonía del Laberinto o los sicarios del Príncipe le parecían estupideces. Lo malo era que la historia de Fei estaba condenada a ser una carga secreta, además de una amenaza difícil de prever. ¿A quién se atrevería a explicar que la Guardia Imperial lo había pillado en un refugio de rebeldes Astreos? ¿A quién, por ejemplo la Conti, se atrevería a explicar que Fei había caído malherida a manos de sus perseguidores porque él había sido lo suficientemente imprudente como para ir a buscarla contra toda advertencia razonable? ¿Y cómo, dónde y hasta cuándo debía esperar a que Milana utilizara en su contra el haberlo encontrado con los Astreos? ¿Y de la revelación de Sadó, cómo podía hacerla responsable, si él había sido igual de temerario? Y por otra parte ¿hasta qué punto Sadó había actuado con ligereza diciéndole dónde podía encontrar a Fei, y hasta qué punto había actuado con la mala intención que Madame Conti debía de temer al prevenirlo? Los días anteriores, cuando Ígur aún guardaba cama por la conmoción, Sadó lo había ido a visitar de improviso. Como pasa a veces, Ígur la había encontrado menos bella, y la consecuente fluctuación del deseo le había hecho encontrarla más alcanzable, le había parecido que podía dominar todo el pesar que le generaba, e incluso (como si el hecho de que ella no estuviera en forma la incapacitase objetivamente -es sabido cómo un amante superpone subjetivo y objetivo- para hacer algo que pudiera herirlo), completamente tranquilo en ese aspecto, porque el recuerdo de Fei lo abrumaba, había llegado a preguntarse cómo había sido capaz de llegar a ese extremo de obsesión en cuestiones más propias de un adolescente confuso. ¡Pero cómo cantar victoria, si ya había recaído otras veces, y en cada nueva ocasión ya no tan sólo, como antes, el impensado retroceso de la serenidad le había hecho ver amantes rivales en cualquier situación explícitamente propicia, sino que ya espoleado quizá únicamente por una frase, por un gesto, o incluso por observaciones sin relación con la vida sentimental, por ejemplo sobre la manera de vestir de la temporada pasada, o sobre una determinada escuela gastronómica, y que Ígur convertía de inmediato en materia de celos, el vértigo de la provocación renacía otro día hablando, quién sabe, de una época que ya daba por salvada, más fuerte que nunca, como una fiera que quisiera recuperar el terreno olvidado! ¡Ay, cuánto le quedaba aún por sufrir en los encuentros que él retrasaba porque tenía demasiadas ganas, complacido en aplazar para recrearse en la espera, en las conversaciones repetidas que tenía presentes con precisión sangrante y que ella, cuando otro día olvidaba o rectificaba, le hacía saber así una vez más hasta qué punto no les concedía ninguna importancia! Obcecación contra inteligencia, ése era el desastre, la parálisis mental que permitía al cuerpo convertirse en un torrente de sensaciones incontroladas que, al final, revertían en él hasta formar un estado agotador incluso cuando, como entonces, predominaban otras preocupaciones tanto más graves. Porque, por desgracia, la parálisis no era completa, y la chispa de la razón aumentaba su magnitud ya no funesta, sino más bien ridícula. Ígur era consciente de que la situación le confería a Sadó un poder desmedido sobre su equilibrio, que ella, que había demostrado una visión tan inteligente de las cosas de la vida en otras ocasiones, por fuerza debía de notar, por más que su actuación frívola y desinteresada lo cuestionase, que lo destrozaba día a día. Hasta le dolía que no fuera así en mayor medida, porque todo lo habría dado por bien empleado de haber servido para que ella permaneciera a su lado. ¡Qué más hubiera deseado que ser objeto de una furia deliberada para herirlo! Habría aceptado como las más encendidas manifestaciones de amor los despechos más salvajes si hubieran procedido de una rabia con urgencia propia en lugar de una ignorancia risueña, de una pasión particular hacia su persona que habría significado que a ella su relación no le era tan indiferente como por omisión exhibía. Pero ¿y si era precisamente esa alegría insultante que lo hería, como hiere el exceso irresponsable del adolescente, lo que alimentaba su pasión? ¿Y si tener a Sadó vencida y dispuesta a la renuncia y a la fidelidad hubiera matado el fervor que lo mantenía vivo?

Ígur salió de casa y tomó el transporte hacia la Agonía de la Cabeza Profética, consciente de la cantidad ingente de tiempo y esfuerzos que dedicaba al resquemor por Sadó, que nunca se parecería tan inútilmente al odio, y ahora a la autorrecriminación por Fei, que tan sólo el olvido o el desprecio a sí mismo podría jamás mitigar, pensaba en la entrada del Palacio de la Agonía. Allí el lujo indicaba la pujanza de la institución en contraste con la Biblioteca. En la recepción, Ígur hizo valer los méritos del Vencedor del Laberinto, y obtuvo la comparecencia del Maestro de Ceremonias; pero cuando el dignatario llegó, Ígur se llevó una sorpresa, porque no era aquel con el que siempre había tratado.

– Caballero Neblí, vuestra visita es un honor -dijo con altivez-. ¿En qué puedo serviros?

– Quisiera hacerle una consulta a la Cabeza Profética.

– Me temo que eso no sea posible.

De hecho, a Ígur ya le había llamado la atención no ver la habitual aglomeración de público en la entrada,, y había interpretado el cartel que decía que la entrada de consultas a la Cabeza estaba cerrada como una disposición transitoria sin importancia.

– ¿Puedo saber por qué?

El Maestro lo miró como si evaluase desfavorablemente la importancia de la ocasión.

– Tened la bondad de acompañarme.

Lo llevó por los pasillos en dirección a la Cabeza Profética, y por el camino Ígur se sorprendió recapitulando acerca de las expectativas reales de su presencia en aquel lugar. Si él nunca había creído en el fenómeno oracular, ¿a qué se debía esa decepción? ¿En qué manipulación oculta estaba dispuesto a creer en lugar de creer en el destino? Y, aún peor, ¿estaba dispuesto a considerarla? Entraron en el recinto central, completamente solitario y con una iluminación más tenue. La Cabeza de Turudia estaba en silencio, no presa de la ronca melopea inconclusa habitual.

– ¿Qué pasa? ¿Es que no está en condiciones? -preguntó Ígur.

– No, como podéis ver -dijo el dignatario con una cierta complacencia-; es la evolución natural de las Cabezas Proféticas. Los nervios se secan, los conductos se vacían y se obturan con residuos, en fin, los circuitos se rompen. Pero no os preocupéis, las virtudes augúrales pueden reconstruirse. Yo mismo os puedo servir -y rió por primera vez, mostrando una dentadura tenebrosa.

– ¿Vos mismo?

Ígur se acercó a la Cabeza hasta donde la disposición de la vitrina lo permitía. La testa, que hacía pensar en un viejo desnutrido, tenía los ojos en blanco, un blanco que más bien era de una opacidad marronácea y resquebrajada. Las orejas, la nariz y los párpados habían perdido la ternura nacarada de antes, y eran la pura translucidez del pergamino más inerte. La boca era un agujero sin gesto.

– ¿Qué pasa? ¿Qué os preocupa? -recriminó el Maestro con una suavidad envenenada.

– Yo, realmente, me había hecho a la idea…

– Ya lo veo. Qué le vamos a hacer.

Ígur rodeó la Cabeza. Desconfiaba, a esas alturas, de una nueva estratagema. Allí donde en otros tiempos no se hubiera atrevido a fijar la vista sin un sobrecogimiento, no sintió horror sacro alguno al hacerlo desde cualquier ángulo; lo había reemplazado el vacío que sigue a la náusea.

– Espero que tengáis conciencia de lo inusual del procedimiento -advirtió el Maestro cuando él miraba a la Cabeza por la parte posterior-, del favor que os es otorgado con esta confianza…

Ígur recordó la discusión con el antecesor del dignatario y, a partir de la conveniencia de no indisponerlo, se le ocurrió que el hombre que tenía delante fuera un subalterno que el otro, aún en el cargo, le enviaba para quitárselo de encima.

– Entonces sus virtudes…

– La garantía es la misma. ¿Qué queréis saber?

Ígur contempló la Cabeza. Nunca había visto algo más muerto, una ausencia más estatuaria. Incluso dudaba de su procedencia. ¿Era la cabeza de Frima Kumaiaski, o la del primer paria sin nombre que habían encontrado en el depósito de cadáveres? Pero en realidad, ¿qué importancia tenía? Allí no había razón en conflicto ni pánico del futuro, no había resonancias que interpretar; no había nada de nada.

– Da igual, gracias de todas formas.

– Como queráis -dijo cortante el Maestro.

De camino hacia la salida, en silencio, a Ígur se le ocurrió la posible relación entre el estado actual de la Cabeza Profética y la resolución del Ultimo Laberinto, y se preguntó a qué inalcanzables y recónditos intereses había servido su afán de éxito y reconocimiento.

– Agradezco vuestra atención -dijo al Maestro en el vestíbulo-. ¿Puedo haceros una última pregunta? -El dignatario esbozó un gesto de disponibilidad-. Si ahora la Cabeza se ha, ¿cómo dijisteis?, secado, ¿qué pasará con la institución?

El Maestro sonrió.

– No seáis ingenuo. Caballero. Las instituciones no dependen de objetos, y menos aún de un trozo de carne reciclada. Seca la Cabeza Profética se pensará en otra cosa… quizá se busque otra. -Le miró con atención la frente y el occipital y sonrió-. Vos mismo tendríais buena estampa.

– ¿Creéis que tanto se van a torcer las cosas que no conservaré mucho tiempo la cabeza sobre los hombros?

– Al contrario, Caballero -respondió el Maestro melifluamente-, estoy seguro de que vuestra cabeza permanecerá muchos años en el lugar donde está ahora, quizá incluso más de los que vos mismo quisierais -se rió de la expresión de Ígur-. ¡Ya os he dicho que las virtudes oraculares no se acaban con la desecación de la Cabeza! En cualquier caso, ¡qué os importa a vos lo que yo pueda decir! Perdonadme la libertad que me he tomado hace un instante, y perdonad si os he confundido, no era mi intención. Siempre me cuesta recordar que aquí tenemos una medida de las expectativas y del tiempo sustancialmente más extensa.

Ígur estuvo en un tris de aprovechar una en apariencia tan buena disposición para preguntar por sus amigos desaparecidos, pero tras la máscara oracular se podían ocultar muchos venenos, y además el resultado de su interés por Fei no invitaba a extender investigaciones a otros, así es que abrevió su despedida al Maestro de Ceremonias, y una vez en la calle quiso sentir que algo positivo volvía a sus propósitos.

De una inquietud a otra, incapaz de continuar preguntando por Debrel, sin querer saber si Fei estaba viva o muerta, incapaz de esperar pasivo las consecuencias de haber sido cogido de visita en un refugio rebelde, Ígur había ido a parar a la nostalgia, y de allí al origen que, por desgracia, tampoco lo desconectaba del incierto presente; porque de todos los desaparecidos, el Magisterpraedi Omolpus parecía ser el menos conflictivo y quizá el único que, si estaba vivo y conseguía encontrarlo, le podía proporcionar información y, tal vez, sosiego. En el helicóptero que lo conducía a Cruiaña, Ígur intentaba vanamente reconstruir el camino de las ilusiones, de lo que había esperado y deseado hacía un año escaso, cuando combatió para ir a Gorhgró; pero los caminos inversos son engañosos, y nada más engañoso que la ilusión de que todo lo que había pasado durante aquel tiempo se tornaba insignificante y pequeño, tanto como ignoto y desmesurado había sido en el deseo desde su tierra natal.

La llegada del Invicto Caballero de Capilla Vencedor del Ultimo Laberinto originó una pequeña conmoción en un lugar como Cruiaña, donde de tan acostumbrados como estaban a hacerse creer a sí mismos que nunca pasaba nada, cuando algo los apartaba de la rutina se obligaban a magnificarlo hasta proporciones ridículas. Ígur se vio rodeado de una pompa que le pareció más destinada a complacer a los reverenciadores que al reverenciado y, en todo caso, el desinterés que le producía le llevó a recordar, con más amargura que benevolencia, hasta qué punto en tiempos pasados lo había llegado a anhelar, y en qué medida a prever. La adulación empezó en el mismo heliopuerto, y aumentó de camino a la Mayoría, donde Ígur se sintió observado como una rareza de circo hasta el extremo de desear no haberse puesto las insignias de la Capilla, la cadena con el sello, la pistola láser y la espada, atributos que, más tarde, ya dentro del edificio de la Mayoría, se revelaron de una cierta utilidad. El Mayor era el típico dignatario de provincia alejada que se abandona a la tendencia de creerse el dueño absoluto de un ombligo particular del mundo, y cualquier uniforme brillante llegado de fuera le despertaba a la realidad con una sumisión en pugna permanente y manifiesta con la imprescindible necesidad de aguantar el tipo ante los suyos.

– La ciudad de Cruiaña, a través de esta Mayoría que me honro en presidir -dijo, escuchándose ampulosamente-, os da la bienvenida y os expresa la gran satisfacción y el honor que vuestra presencia despierta en el corazón de sus ciudadanos.

Ígur hizo una inclinación; el acto era público, y se esforzó para que la impaciencia por una conversación privada con el Mayor no se adivinase en su actitud. La recepción, con discursos y ramos de flores, duró una hora y media, a cuyo término fue fotografiado y filmado besando a dos niñas de tres o cuatro años que le hicieron ofrenda de los emblemas de la villa y de un enésimo ramillete de rosas blancas. Por fin, el Mayor lo recibió en privado en su despacho.

– Vuestras atenciones me han llenado de satisfacción -mintió Ígur-. Si me fuera permitido abusar de vuestra benevolencia, quisiera que me permitierais hacer una visita al Magisterpraedi Omolpus.

El Mayor sonrió como si esperase la petición.

– El Magisterpraedi ya no vive aquí. Se retiró antes del verano al palacio de su familia en Suf. Puedo poner un transporte a vuestra disposición cuando queráis.

– ¿Puedo saber las circunstancias en que decidió retirarse?

El Mayor estaba incómodo, pero no dejaba de sonreír.

– En realidad más que una decisión, en fin, se puede decir que fue…

– ¿Qué? -insistió Ígur, y el gobernante esbozó un gesto de desesperanza.

– De cualquier forma pronto lo sabréis. La salud del Magisterpraedi no es demasiado buena.

Ígur era un saco de sospechas.

– ¿Había recibido alguna visita significativa?

– No, no, en absoluto -dijo el Mayor con una vehemencia que lo traicionó.

– El Fidai Milana ha estado aquí, ¿no es verdad?

– No, Caballero, os equivocáis, la última vez que el Caballero Milana estuvo aquí fue… no lo recuerdo, pero hizo como vos, una vez fue Caballero de Preludio no se le ha visto más.

– ¿Seguro que no?

Ígur miró por la ventana. El último término de montañas nevadas y neblinosas profundizaba el margen de tejados alterosos y frondosidades oscuras.

– Caballero, si queréis ir al Palacio Omolpus, mañana mismo a primera hora, con el transporte más rápido mis hombres os conducirán sin falta; pero os he de rogar algo, digamos, personal, ¿me entendéis? No es conveniente que hagáis indagaciones acerca del Caballero Milana en Cruiaña. Me gustaría podéroslo explicar, pero es un asunto que compromete el buen nombre de cierta institución privada en relación a nuestra ciudad…

– Los negocios del Fidai Milana no me interesan. Quiero partir hacia Suf ahora mismo.

– ¿Ahora mismo. Caballero? Imposible, hay dos horas de camino y el puente viejo se ha hundido… Imposible, Caballero, y lo lamento profundamente. Si estáis de acuerdo, podréis partir a las cinco de la mañana.

Los ojos de Ígur se perdieron por los grandes bosques de alta montaña que llenaban todo el terreno entre las cordilleras y la villa. Sentía una vaciadora sensación de empobrecimiento, de estar perdiendo algo irrecuperable; miró aquel despacho lujoso y con detalles de abandono; no es que allí se hubiera detenido el tiempo, sino al contrario, el tiempo actuaba contra toda noble belleza que pudiera contener un hombre o una comunidad, el tiempo sólo alimentaba lo que no sabía cómo expresar y que se manifestaba en el olvido y en la tristeza.

– De acuerdo -dijo.

Después de una vuelta por Cruiaña, pretendiendo inútilmente que fuera de incógnito, que le sirvió una vez más para comprobar que todos los cambios de las ciudades son para peor, de haber aplastado un insomnio recalcitrante por las horas de una cama incómoda en una habitación pretenciosa, Ígur partió hacia Suf con el transporte que el Mayor había puesto a su disposición, con un conductor, un Teniente de la Guardia de la Mayoría y dos soldados de escolta.

Suf era, más que un pueblo, un conjunto de casas y granjas de animales al pie de un peñón ocupado por el Castillo Omolpus, desde donde se dominaba un fastuoso abanico de montañas, con la visión culminante, según decían sus habitantes, del Gran Arturo los días excepcionalmente claros. A las ocho de la mañana llegaron, y el Teniente se ocupó de las gestiones protocolarias con los criados del castillo, a continuación de las cuales los recibió un Camarlengo.

– Bienvenido seáis, Caballero Neblí -dijo-. ¿A qué se debe el honor de vuestra visita?

– He venido para ver a mi maestro, el Magisterpraedi Omolpus.

El Camarlengo lo miró con atención y, fugazmente, al Teniente.

– ¿Acaso no lo sabéis? El Magisterpraedi ha muerto.

Ígur sintió una sacudida.

– ¿Puedo saber cuándo, y de qué?

El Camarlengo dirigía al Teniente miradas rápidas.

– Fue antes del verano, al poco de trasladarse; el Magisterpraedi sufría una grave enfermedad circulatoria, y ya había tenido dos accidentes vasculares.

– ¿Por qué no se me notificó?

– Caballero, sabéis mejor que yo lo que es el jubileo de un Magisterpraedi, a qué régimen social se somete voluntariamente -miró de nuevo al Teniente, que se mantenía impasible, e Ígur empezaba a imaginar conspiraciones de silencio-. Caballero, el alto concepto en que el Magisterpraedi os tenía no impide considerar que, en cualquier caso…

– Está bien -le interrumpió Ígur-. ¿Cuándo fue la última vez que lo visitó el Fidai Milana?

– ¿El Caballero Milana? -El Camarlengo parecía hacer un esfuerzo de memoria-. Creo que poco antes de… -se detuvo; Ígur se volvió a mirar al Teniente, y no sorprendió en él gesto alguno, a pesar de que estaba seguro de que había hecho uno especialmente significativo-; no lo recuerdo exactamente, creo que el Caballero Milana no ha vuelto más que una vez desde que se fue a vivir a Gorhgró.

Ígur miró al Teniente a los ojos directamente y sin contemplaciones, y el oficial se mantuvo imperturbable. Ígur se apartó con violencia y se fue hacia la ventana intentando poner sus ideas en orden; fijó los ojos en el horizonte, y la furia corría en él tan aprisa que no veía nada.

– Caballero -dijo el Teniente, a su lado-, no sé qué esperáis saber, o qué queréis. Creo que el Señor Mayor ya os lo ha dicho, la actuación del Caballero Milana no ha dejado muy buen recuerdo entre nosotros.

Ígur se volvió con energía.

– ¿Tampoco en relación al Magisterpraedi?

El Teniente le sostuvo la mirada con una expresión de entristecida sorpresa.

– ¿A qué os referís?

Ígur se desesperó. En un minuto imaginó mil y una escenas, se vio a sí mismo desenvainando y cortando a pedazos al Teniente y al Camarlengo, después a los dos soldados, después, en Cruiaña, al Mayor. ¡Qué vergüenza para el Invencible! La adrenalina llegó al máximo y bajó, y la calma de después de la pequeña tempestad lo devolvió a la desesperanza. Allí no había nada que hacer.

– En honor a la alta consideración y estima que nos consta que el Magisterpraedi os profesaba -dijo el Camarlengo-, quisiera en nombre del Palacio invitaros a compartir el refrigerio matinal.

No quedaba más que desarmarse y aceptar. Había topado con uno de esos inesperados, y quizá inconscientemente buscados, momentos de parada y recapitulación en que al espíritu cansado le parece emerger de una larga etapa de irreflexión, vértigo de la existencia y olvido de sí mismo, y se sintió de repente celoso de su tiempo y con un deseo directo de quitarse de encima la compañía. Un miembro de la familia Omolpus, con una amabilidad delicadamente mesurada, le mostró las dependencias del Castillo y las alas dedicadas a la crianza de caballos de raza y a la cetrería, y visitaron los talleres de los artesanos de todo tipo, entre ellos un maestro armero famoso en todo el Imperio, para obtener las obras del cual se precisaban tan altas credenciales que se las disputaban hasta los Príncipes, y aun así había una lista de espera de meses; sabiendo de quién se trataba y de la especial relación que le unía a Omolpus, el maestro armero obsequió a Ígur con una daga destinada al omnipresente Magisterpraedi en persona. Así transcurrieron las horas, y con ellas la distancia que va de la tragedia de las cosas a la consideración que merecen situadas en un conjunto coral; no había tal conspiración, eran las dimensiones del desastre, era el paso del tiempo. ¿Qué cambiaría en la vida de Ígur de saber con certeza que la muerte de Omolpus había sido por causas naturales, o que lo había asesinado Milana? ¿Qué importaba que el Teniente y el Camarlengo lo supieran o no, y los oscuros designios que les impulsaban a ocultarlo? Ya era hora de resignarse a morir sin haber oído de labios de Omolpus que no era cierto que en Cruiaña Milana se hubiera dejado ganar por él siguiendo indicaciones superiores, de resignarse a convivir para siempre con la duda y con la insidia. En medio de la calma frondosa y evocadora de la profunda nobleza rural, Ígur se sintió contagiado por la intensa placidez del afecto extrañamente rico y comunicativo que desprenden aquellos que aman su pasado y lo que les rodea, procedentes de una extensa tradición, sin falsas vergüenzas y más allá del furor retentivo más habitual del propietario analfabeto, encontró por fin el gran momento para detenerse y respirar, y sintió con nitidez que nada se le quedaba pequeño, ni las mezquindades campesinas que había creído superar desde el monstruoso Gorhgró eran tales, que es difícil que alguien esté por encima de algo, y él mismo no lo estaba de su tierra natal.

Por la tarde, la serenidad tocada de un ensueño ligeramente amargo, el Teniente le sugirió volver, e Ígur se despidió de los Omolpus, que con tanta gentileza lo habían recibido, y del Camarlengo, y tomaron el camino de Cruiaña. Viendo los sentimientos que le evocaban, Ígur recordó que de niño había mirado mucho a las nubes; entre las brasas del atardecer, el silencio lo volvió a despertar al mundo, y lo cabalgó en la localización de los colores neutros, como el amarillo verde-gris de la piel y la carne del melocotón mollar en fase intermedia de maduración, la piel de algunos peces, el amarillo blanquiazul de la porción de cielo que separa del ocaso (alargado así por la mirada) la ya oscura limpidez del zenit, en la resurrección de los ruidos y los olores olvidados. Calmado y enardecido de introspección, y habiéndosele hecho el trayecto mucho más corto que a la ida, cuando entraron en la villa era ya de noche, y con el sentimiento de que por más que la desidia sea el motor del mundo, ningún tesoro se pierde mientras haya una sola memoria que lo avive, Ígur había viajado a su infancia, a las tardes de juegos, a las desocupaciones formidables, a las imágenes de pasillos en penumbra que ya eran memoria pura del sentimiento y aun así nunca como entonces había sido todo tan posible, y bajó del transporte sin una idea concreta de sus intenciones. Se sentía capaz de gestionar una retirada de la Capilla, de solicitar el título de Magisterpraedi y quedarse a vivir en Cruiaña para siempre, y tal posibilidad, ciertamente a su alcance, lo inflamaba de una extraña pasión de generosidad emocional en la que los agridulces de la renuncia jugaban un papel fundamental; la abrevaba con la mirada perdida por el empedrado viejo y brillante de las calles y la iluminación indolente de las esquinas cuando el Teniente, que había entrado en la Mayoría a notificar la llegada y a recoger disposiciones, bajó nervioso la escalinata de la entrada principal del edificio.

– Caballero, el Señor Mayor os espera en su despacho; se ha recibido un mensaje urgente de Gorhgró.

Ígur regresó al mundo como si un latigazo lo hubiera despertado de un sueño feliz. En el despacho, el Mayor lo recibió con cara de preocupación.

– Tiene que ser importante, porque está en clave de vuestro sello, y ha saltado por encima de todas las líneas -dijo desolado-. Os ruego que lo aceptéis deprisa, porque nos ha bloqueado el Cuantificador.

– Lo siento mucho -dijo Ígur, y obró las manipulaciones pertinentes, preparado para cualquier desastre pero sin tener idea de por dónde podrían ir los tiros.

Tuvo que salvar hasta tres códigos de protección, lo que daba idea de las precauciones que se había tomado el emisor para no tener interferencias ni escuchas; en parte, eso lo tranquilizó: por lo menos, no era una orden de arresto. Finalmente apareció el mensaje en la pantalla, sólo para los ojos del Caballero Neblí:

'Del Palacio Conti: Es imprescindible y urgente tu presencia. Está en juego la vida de Fei, y nuestra supervivencia institucional y probablemente personal. Firmado: Isabel Aulicamagistra.'

Ígur se sintió el blanco de todas las miradas.

– ¿Puedo ayudaros en algo? -preguntó el Mayor.

– Tengo que partir inmediatamente hacia Gorhgró -dijo Ígur.

– Ahora mismo ordenaré que dispongan vuestro helicóptero.

Pasada la medianoche, en el heliopuerto de la capital del Imperio, Ígur tomaba un transporte hacia el Palacio Conti.

Llovía a cántaros cuando Ígur se acercó caminando a los puentes del Sarca, a las inmediaciones del palacio de Isabel; las vías principales, las únicas transitables con el transporte, estaban tomadas militarmente por la Guardia Imperial, y el conductor se había negado a continuar, de manera que Ígur, bajo el chaparrón y el vendaval, se había tenido que abrir paso entre los controles con el sello de Caballero por delante; eran las dos de la madrugada cuando cruzó el Puente de los Cocineros, que aquella noche se le antojó especialmente agreste, y la Guardia le impidió utilizar la entrada de servicio. En la principal, lo recibió Madame en persona; su aspecto inusualmente descuidado y el vestido más sencillo que le había visto nunca daban idea de la gravedad de la situación.

– Vamos a mi habitación -dijo sin más prolegómenos, y se lo llevó por pasillos tomados por parejas de Guardias en cada bifurcación; tras dos o tres vacilaciones, se encerraron en una salita.

– ¿Estás segura de que no te han colocado micros? -dijo él.

– Ígur -la Conti lo miró con un sentimiento del cual no la habría creído nunca capaz-, ¿qué has hecho? -Él soportó toda la desolación del mundo-. ¡Y mis recomendaciones! -Más que un reproche, era un lamento, y eso aún resultaba más difícil; le tocó la mejilla-. ¿Cómo has podido, qué te ha pasado? ¡Cómo sois los hombres, por más Caballero de Capilla Invencible que te llamen! -Lo miraba con una tristeza tan penetrante que Ígur apartó la vista-. Te ha vencido el orgullo, no puedo creer que te haya ofuscado una pasión pasajera, ni la irresponsabilidad… ¿Cómo podías imaginar que no tendrían manera de seguirte? ¿Quién te ha dicho dónde estaba Fei?, ha sido Sadó, ¿verdad? -Ígur no se movió-. Tú eres un ingenuo, pero ella ha tenido mala fe; sabía que no podrías contenerte de ir a buscarla -hizo un gesto de asco-; desde que llegó, viendo que no podía… en fin, que la ha querido desbancar, y mira por dónde…

Se hizo un silencio pesado; Ígur pensó en la única vez que había visto a Sadó después del desastre del refugio Astreo, y cómo ninguno de los dos había hecho referencia a los hechos.

– ¿Dónde está Fei? -preguntó.

– No sabría decírtelo con seguridad, pero creo que está aquí.

– ¿Qué significa eso? ¿Está aquí o no está aquí?

Madame Conti lo llevó hasta una ventanita interior, y la abrió.

– Mira -murmuró.

A través de un cristal antirreflector se veía la Sala principal, y en el centro, un enorme catafalco negro de forma cúbica, rodeado de Guardias armados.

– ¿Qué es? -preguntó Ígur.

– No me lo han querido decir, pero mucho me temo que se trata de una máquina inteligente de tortura.

El horror y la ira luchaban en el espíritu de Ígur.

– ¿Significa eso que te lo han impuesto como espectáculo…? -ella asintió con la cabeza-, ¿Es cosa de la Apotropía de Juegos?

– No, el Apótropo es un viejo amigo. Esto procede directamente de Bruijma y la Hegemonía.

Ígur miró el montaje, incapaz de prever intenciones.

– ¿Y yo qué pinto en medio de todo esto?

– La Guardia Imperial me ha dicho que la única posibilidad de salvación para Fei es que tú participes en el Juego de esta noche.

– ¿Qué Juego?

– No lo sé, y no estoy en condiciones de preguntarlo -vaciló-. Me tengo que acoger a todas sus exigencias porque hay un expediente abierto contra el Palacio Conti y contra mí misma, por haber cobijado a una Astrea -Ígur estaba cada vez más desconcertado-, así es que si no quiero perderlo todo y acabar yo misma procesada, tengo que colaborar en el montaje, que supongo tendrá una intención ejemplar.

– ¿Y qué será de Fei?

– No lo sé, pero créeme, si tiene alguna posibilidad, está en nuestras manos.

– ¿Y tus amigos, no podrían hacer nada? El Secretario de la Parapotropía, el Duque Constanz, Boris…

– Ígur, no te haces cargo de la situación. Vivimos una guerra civil, y cualquiera de los que has nombrado se puede dejar el pellejo a la menor equivocación; ¿cómo quieres que se la jueguen por una causa perdida?

Ígur miró por la ventanita.

– Ahora mismo voy a hablar con el Jefe de la Guardia.

– No vayas -dijo Isabel-. No servirá de nada, hay órdenes superiores, y además -flaqueó, pero la mirada de Ígur no admitía escapatoria-, además, tú tampoco puedes escoger, porque existen cargos importantes contra ti.

– ¿Ah sí? Quiero saber cuáles. -Y se fue hacia la puerta.

– ¡Pobre amigo mío, por el camino que vas, qué pronto te vas a hacer matar! No te empeñes en confundir cobardía con prudencia, créeme. Guarda fuerzas para la noche, las necesitarás. -Ígur puso la mano en el pomo de la puerta, y Madame Conti lo detuvo-. De la Guardia no sacarás nada en claro, tan sólo cumplen órdenes, y hasta que por la tarde lleguen sus superiores tirarán a matar a todo el que se acerque al catafalco.

Ígur sonrió.

– Muy bien, no nos adelantaremos a los problemas. Iré a ver a Sadó.

– Yo de ti no iría.

– ¿Por qué? ¿También me dispararán a matar?

Madame rió.

– Claro que no, no se trata de eso.

– Pues si se trata de cualquier otra cosa, voy para allá.

– Como quieras -dijo ella, socarrona.

Ígur salió y cruzó el Palacio entre los Guardias armados que, efectivamente, estaban por todos lados para impedir el paso a la zona central. La habitación de Sadó estaba cerrada, e Ígur golpeó la puerta, con suavidad al principio, después con energía.

– ¿Quién es? -dijo la voz de ella.

– Soy yo; ¿podemos hablar un momento?

– Estoy acompañada.

Ígur ya se lo imaginaba, pero aun así sufrió un sobresalto.

– Abre, o echo la puerta abajo.

Ella abrió con el mando a distancia, e Ígur entró. Sadó estaba en la cama, y un individuo de poco menos de veinte años se precipitaba desnudo a un montón de ropa descuidadamente tirada por el suelo, que Ígur reconoció como el uniforme de Oficial de la Guardia Imperial; contra la pared había un arma, y cuando vio al recién llegado ante sí, el Oficial se detuvo y miró a Sadó. Ígur fingió no darse cuenta, y ella no perdió el control.

– Déjalo correr -le dijo a su acompañante.

Ígur puso un pie en la cama y miró a Sadó a los ojos fijamente. El otro individuo no se movía, y sin desviar la mirada, Ígur volvió la cabeza un instante en su dirección.

– Fuera -dijo, deseando con toda su alma que se decidiera a coger el arma y a atacarlo; los amantes se miraron y Sadó asintió con la cabeza; el Oficial cogió la ropa con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco y salió.

– ¿Qué te has creído? -dijo Sadó una vez cerrada la puerta.

– Quizá sea la última vez que podamos hablar tranquilos antes de que…

– ¿Quién te has creído que eres? -continuó ella, lanzada; hablaba bajito, con una suavidad contenida eficazmente amenazadora-. ¿Qué derecho te crees que tienes a venir de esta manera a medianoche a echar a mis amigos de la cama?

Ígur no podía dejar de admirar la firmeza de la mujer indefensa ante un invasor que podía volverse peligroso; encontró que el miedo y la indignación le otorgaban una extraña dignidad, la volvían más bella que nunca.

– Necesito saber unas cuantas cosas.

– No tengo nada que decirte -continuó, y poco a poco Ígur iba sufriendo un intenso odio hacia sí mismo, sintiéndose capaz de caer a sus pies implorando perdón y de ponerse a hacer el amor con ella de inmediato-, y puedes estar seguro de que por cada minuto que pasa mi consideración por ti cae más bajo.

– Dime solamente una cosa: qué tienes contra Fei, y cuál es tu relación con lo que está pasando.

– ¿Qué relación quieres que tenga? Te debes haber vuelto loco. ¿Por qué no te vas a dormir? -dijo Sadó en el mismo tono; las sábanas jugaban con su desnudez, y ella las estiraba hacia arriba con escasa convicción.

Ígur estaba atrapado en un círculo vicioso: el resentimiento le empujaba a insultarla, a herirla de todas la maneras posibles, pero sabía que cuanto más la hiriera, más la alejaría y, ciertamente, eso era lo último que quería, porque el animal que llevaba dentro la deseaba a su lado a todas horas; ¡y ay!, para eso se requería una labor de mansedumbre, de amor y condescendencia que él no podía dedicarle.

– ¿Por qué estás contra Fei? -dijo.

– ¿De dónde has sacado que estoy contra Fei?

Ígur veía que la conversación le llevaba a un odio sin retorno, y se precipitó con un resquemor desesperado.

– Su desaparición te favorece.

– ¡No me hagas reír! -dijo Sadó, palideciendo-. ¿Cómo me puede favorecer la desaparición de alguien a quien he superado en todo?

Ígur notó que había puesto el dedo en la llaga, y todo estaba perdido para siempre.

– Es posible, menos en una cosa: ella es la Reina de los Dos Corazones, y tú nunca llegarás a serlo.

Sadó se rió con la magnífica ferocidad del despecho sin control.

– ¡Me crees incapaz de obtener el corazón de un amante!

Ígur se hundía en el delirio criminal de que querer vencer a Sadó, o aún más, querer ser ella, era quererla.

– Al contrario, te creo capaz de comértelos todos de un bocado; es el tuyo el que no veo por ninguna parte.

Se aguantaron la mirada, e Ígur se sintió finalmente tranquilo en el centro de la desesperanza, en el fondo definitivo de la derrota, y a la vez extrañamente invencible; estuvieron así unos instantes que se les hicieron inacabables a los dos, como si quisieran asegurarse de que nada más iba a modificar el asentamiento decisivo del odio, y, sin prisas, Ígur salió.

Al atardecer, tras un día de cavilaciones en compañía de Isabel, Ígur se mantuvo a la expectativa del inicio de movimientos en el Salón central del Palacio. Hasta las ocho de la tarde la Guardia no permitió la entrada, y entonces Madame ocupó su lugar prominente habitual, especialmente interesada en que, fueran cuales fueran los acontecimientos que los asaltantes hubiesen previsto, el honor y las costumbres del Palacio se le escaparan de control en la menor proporción posible. Cuando Ígur se sumó a ella, entre el público que ya llenaba la sala en casi dos terceras partes se empezaba a distinguir caras conocidas, y el catafalco continuaba intacto y custodiado por Guardias armados.

En la mesa de la presidencia estaba el Barón Uranisor, el Comisario de Juegos Rufinus, Neder Rist y Deiri Cotom, y allí se encaminó Ígur decidido a descubrir qué se preparaba; pero su llegada coincidió con Sadó, engalanada con un vestido rojo y plateado especialmente audaz y espectacular, y fue ella quien centró la conversación.

– Siempre me ha fascinado con qué fulgor meteórico florecen las mujeres -decía Rist mirando a Sadó con un calibramiento visual de sus encantos tan descarado que Ígur no pudo evitar pensar que Fei nunca se habría quedado sin respuesta, o tal vez es que con Fei ya no se les habría ocurrido; y Sadó sonreía encantada.

– Las mujeres ya nacen aventajadas -dijo Boris- y, después, progresan de un hombre al otro; es en un momento indetectable del intervalo cuando se produce el cambio, gestado en las carencias y las exigencias burladas de la última etapa del enamoramiento anterior; todo lo que no había podido ser, todo lo que les había sido reprochado, tal vez incluso por ellas mismas, estalla, medio exorcismo medio iconoclastia, medio escarnio y medio adoración, en la mudada personalidad que acoge la nueva pasión. Es eso lo que hace -miró a Ígur como de paso- que cuando vuelves a verlas te parezcan cargadas de una energía renovadora y feroz, y te encuentres con que sin conflicto, y quizá hasta por iniciativa propia, conceden a otro lo que a ti tan reiteradamente te habían negado.

Ígur miró a Sadó, y ella no dejó de sonreír, como si la escena de la noche anterior nunca se hubiera producido.

– ¿Y los hombres, cómo progresan? -preguntó Neder Rist.

– Los hombres no progresan, sobreviven -dijo Boris, y Mongrius se sumó al grupo; cuando vio a Ígur tuvo un gesto de sorpresa, y con una señal lo llamó aparte.

– ¿Qué haces aquí? -dijo, procurando que nadie los oyera; en pocas palabras Ígur le explicó la situación, y Mongrius no lo dejó acabar-: Has caído en una trampa -miró atrás-; la Conti seguro que actúa de buena fe, pero la han utilizado para atraerte, y tampoco debía poder escoger; lo que me extraña es que no te hayas dado cuenta.

Ígur se encogió de hombros.

– Pero Fei…

– Olvídate de Fei, contigo o sin ti está perdida. -Echó una ojeada general a la Sala, que ya estaba llena a rebosar-. Tendrías que salir de aquí, pero no veo cómo.

– Si es como dices, tendría que matar a muchos para salir -dijo Ígur-. ¿Y todo eso se sabe en la Equemitía?

– ¿Cómo te crees que lo sé? -se sorprendió Mongrius-. Desde que no le has completado el Informe, Bruijma ha notificado a todas las partes interesadas que se desentiende de ti -bajó aún más la voz-, y parece ser que ahora investigan cierta conexión entre La Muta y un sector de los Astreos; hasta ahora tus errores habían pasado por alto, pero todo se hará confluir para convertirte en chivo expiatorio, ejemplo para temerarios, individualistas y aventureros… ¡El vencedor del Laberinto, corrompido sin paliativos!

– Comprendo que después del asunto del refugio me relacionen con los Astreos, pero con La Muta…

– Parece ser que Debrel te envió al cuartel general de La Muta en Bracaberbría…

– Si no hubo ninguna acción política…

– Por tu parte quizá no, pero ¿y Silamo?

Ígur se quedó desconcertado.

– ¿A Silamo lo han cogido?

Mongrius lo miró con lástima.

– Silamo está mejor situado que nunca, y te ha colgado a ti el contacto con La Muta.

Ígur se sintió en parte aliviado; será la venganza por haberle querido estafar su parte de los Protocolos de Entrada del Laberinto, pensó.

Por la puerta principal y, abriéndose paso entre el abarrotamiento, entró, precedido de un nuevo pelotón de la Guardia Imperial, un cortejo cuya posición principal ocupaba el Duque Constanz flanqueado por Sari Milana, que buscaba con la mirada entre los asistentes hasta que descubrió a Ígur y se complació con una sonrisa de provocación y deleite. La comitiva fue hasta la mesa principal, y se sentaron en el centro, en asientos dominantes; no había megafonía ni orquesta, y la naturaleza del espectáculo, por lo menos el estilo, era una incógnita. Ígur se mantenía en segundo término, a unos diez metros de la presidencia, y cuando Madame Conti se acercó a ellos, Boris la detuvo y mantuvieron una larga discusión en voz baja, de la que la expresión forzadamente distendida no podía ocultar la violencia del contenido. Entre tanto, el Duque Constanz se puso en pie y se dirigió al público, que se replegó en un silencio aceptable para escucharlo.

– Damas y Caballeros -dijo-, nobles, dignatarios, funcionarios y rentistas: es de todos conocida, y por todos querida, la naturaleza primordialmente lúdica de lo que nos complacemos en llamar los Palacios Privados de Expansión, entre los cuales por méritos propios figura en lugar destacado éste que tan brillantemente regenta nuestra insustituible amiga Isabel Conti -él y la Anfitriona intercambiaron una breve inclinación de cabeza-, y es por eso que hoy debemos felicitarnos por la inclusión en su calendario de un acto que por importancia y por significado trasciende ampliamente las dimensiones habituales de sus actividades; se trata de una conjunción en que pasión y azar tienen que jugar a partes iguales contra, o a favor, de voluntad y justicia, se trata, en definitiva, de la última esencia del Juego -en ese momento Ígur vio cómo Sadó se acercaba a Milana, e iniciaban un intercambio de gestos y palabras al oído que él encontró insoportablemente turbio-, de la esencia última de la dimensión trasponedora del espectáculo, no estrictamente de la catarsis, porque esperamos que la dimensión moral supere los límites formales de la convención escénica, y las intenciones de la mente receptiva incluyan la acción -se abrieron las puertas y entró una segunda comitiva formada por cuatro músicos, dos siringas, un octavín y un tamborilero y, sobre una litera de brazos dorados con esmaltes incrustados, con cuatro portores enmascarados, unas siamesas pelirrojas no mayores de doce años, y encaramada entre las dos, una tercera actriz, de la misma edad, de raza negra, y albina-, y con la acción, como querían los antiguos, ¡el último avatar de la justicia! -cuando la comitiva llegó al catafalco, los portores dejaron en el suelo la litera y metódicamente retiraron el raso negro que lo cubría-, ¡la última dimensión moral que con la abolición de contrarios y la separación de conjurados abrirá a la verdad los corazones que, pudiendo saber cuánto vale, no precisan preguntarse el porqué!

– ¡Y menos aún si pueden pagarlo! -contestó alguien del público.

– ¡Ciertamente! -Y bajo la tela se descubría lentamente el mecanismo de un gran potro quirúrgico en cuyo interior se apreciaba un cuerpo echado-, y ésta es su expresión final -Constanz lo señaló con energía-, ¡la última batalla de la Reina de los Dos Corazones!

Ígur dio un salto hacia adelante, la multitud soltó un chillido; el potro quirúrgico era un aparato de sección envolvente aproximadamente cuadrada, de unos dos metros de arista, y poco menos de cuatro y medio de largo, y en el centro, entre un bosque de mangueras y tubos de materiales y medidas diversas, luces verdes intermitentes, focos, ruedas, cadenas de transmisión y brazos mecánicos acabados en pinzas y jeringuillas, Fei yacía en el centro boca arriba con los brazos y las piernas estiradas, atada y pinzada, entubada y clavada; los portores, convertidos en operarios, manipulaban el aparato, y las siamesas, subidas a una pequeña plataforma encima del potro, justo sobre Fei, bailaban al sonido áspero y sincopado de la flautería; en una segunda plataforma más elevada, la negra albina iniciaba un número de contorsión. Ígur dio un paso.

– No te muevas -dijo Mongrius apretándole el brazo, pero el otro ni lo oyó.

Milana tenía una mano en el escote de Sadó, y miraba a Ígur riendo; Constanz estaba pendiente del público, la Conti y Boris habían desaparecido, Rist y Cotom estaban en primera fila, y Rufinus tomó la batuta del espectáculo.

– Vean señores, el canto del diálogo -señaló a las siamesas, que recién despojadas de capas negras, llevaban tan sólo máscaras en forma de alas egipcíacas, igual que el cabezal de la litera, una dorada y la otra verde esmeralda, y unidas por la pelvis, alternaban rítmicamente la postura erguida de una con la voltereta de la otra; más arriba, la contorsionista albina se desabrochaba los botones con los dientes y se desataba los nudos con la lengua, hasta que, desnuda por completo, exhibía una profusión de cánulas y múltiples conexiones entre sus orificios-, el fuego de Eligia y la oscuridad frondosa de Dulita, señores, Jónea y Dairi en la vida real -pero los ojos de Ígur permanecían clavados en el cuerpo inmóvil de Fei, y Mongrius apenas lo podía retener-, y más allá de Eligía y Dulita, el plano de la igualdad y la espada de la distinción, y la confusión que posibilita el placer de todo despiece, señores, ¡el triunfo de la razón! -Y dos operarios treparon a la segunda plataforma para conectar cánulas y agujas a los brazaletes quirúrgicos de las muñecas y los tobillos de la contorsionista, quien aguantándose con las manos y con la cabeza entre las piernas, aspiraba un puro por la vagina y expelía el humo por el ano, mientras las siamesas se contorsionaban mutuamente hasta formar una estudiada bola de carne de brazos y piernas, mucosas en primer término.

– Suéltame -dijo Ígur a Mongrius.

– No te muevas ni un milímetro -dijo el otro-. ¿No ves que todos están pendientes de ti?

– ¡La mangosta y la serpiente parecerían más iguales que Jónea y Dairi si pudieran traspasar las apariencias! -proclamaba el Comisario de Juegos, y los ojos de Ígur estaban clavados en el cuerpo yaciente en X de Fei, llena de drogas y de insomnio, en aquella carne iridiscente de palidez y de tensas transparencias mórbidas, casi sin sangre, cuajo nacarado de succiones subcutáneas, gelatina lila helada y brillante-. Vean señores cómo el odio no es más que presencia, y la separación no será nada más que el paso del tiempo -indiferente a las miradas del Duque, de Milana y de Rist y Cotom, Ígur continuaba pendiente de Fei, de aquellos pezones, ya del morado oscuro de la exanguación final, atravesados por una sola aguja transversal que la mantenía tirante y colgada, de los enormes enemas por la vagina y por el ano que rítmicamente extraían humores sanguinolentos y hasta algún sedimento de viscera que, aspirados, ascendían por los tubos de goma trasparente hasta la contorsionista, del anillo craneal con conexiones hipodérmicas ortopédicas de oído, de carótida, de nariz y boca, los ojos sustituidos por grandiosos mecanismos por los que transitaban monstruosas translucideces amarillentas, la cabeza hacia atrás, objeto de sobrecogedoras modificaciones, el cabello desaparecido tras el hierro y el desollamiento, la boca con todo el horror de la tensión del primer plano, dientes y encías adorados por la luz, confundidos piel y metal, prótesis y gangrena confundidas, confundida la respiración con los efectos de dispositivos de trastorno-. ¡Vean la furia individuadora del mecanismo perceptivo, vean cómo tan sólo el camino de la sangre lleva a la propiedad, y sin propiedad no hay individuo, véanlo, señores! -y Sadó se abrazaba a Milana, y con la risa de la pasión y la indiferencia, ajena al espectáculo le besaba el cuello mientras Ígur, varado en caprichos del pensamiento ('la cortesana se ha convertido en heroína cuando la dama ha resultado ser una cortesana'), se debatía por deducir el mecanismo de los sensores del potro quirúrgico en las pantallas hexagonales de cuarzo líquido en ojos de mosca, del estilete al extremo de una masa de tres toneladas que colgaba del techo justo sobre el sexo de Fei, que en ese momento se mostraba hipodérmicamente abierto en estrella, de la cuchilla semicircular que le apuntaba al cuello, los zumbidos y las intermitencias de los pilotos de luz roja, y cuando la contorsionista se introducía en boca, nariz, ano y vagina telescopios brillantes de tamaño increíble, y los humos y los sueros aspirados por uno, a chorro los proyectaba por los otros ('¡está llena de canales!', chilló alguien del público), el Comisario elevó el tono de voz-: Vean, señores, la ascensión de los humores, el prodigioso control de diafragmas y esfínteres, la sublime llegada de la sangre a las estrellas -y la contorsionista, con una potente aspiración abdominal, extrajo de los drenajes del potro de Fei humores mezclados hasra colmar los propios circuitos, y un mecanismo de válvulas la cerró herméticamente cuando toda ella, venas, estómago y pulmones, estaba llena al máximo-, vean el desenlace de Eligía y Dulita, la manifestación del acuerdo de la fuerza -y Jónea se sacó una daga minúscula de la máscara y le asestó tres puñaladas al corazón de Dairi, que se estremeció como una hoja; la sangre brotaba por la plataforma hasta el cuerpo de Fei, y el iluminador se centró en ella.

– Por piedad, no te muevas -dijo Mongrius, viendo que Ígur, de pie entre el público, iba a intervenir-; ¿no ves que esta vez no te lo perdonarán?

Uno de los Guardias subió al escenario con una espada larga y fina y, encaramado al potro quirúrgico, de un solo tajo separó a las siamesas, que cayeron una a cada lado de la plataforma.

– ¡Pasión de despedida! -dijo el Comisario con los brazos en evocación y la mirada hacia lo alto-, ¡benevolencia del adiós, piedad ejemplar del silencio! -Cerró ojos y puños y crispó la voz-: ¡Misericordiosa cúspide de la sangre'!

La contorsionista efectuó una extrema presión expelidora a la vez que el potro continuaba bombeando humores a su interior, ya pura congestión, ya pura roja brillantez de henchimiento, hasta que el cuerpo estalló y roció todo con los líquidos y los colores y olores que llevaba dentro, propios y ajenos, intestinos y visceras esparcidas entre un público sorbedor, y tan sólo una parte del esqueleto de huesos y conductos, en postura irreconocible, quedó de ella en la plataforma; el Guardia mantenía la espada en presentación sobre el pecho de Fei.

– ¡Deteneos! -gritó Ígur, y la Sala quedó pendiente de él-. No sé que esta dama haya dispuesto de la oportunidad que hasta en las horas difíciles el Imperio reconoce a los acusados.

El Duque Constanz tomó la palabra.

– Suponiendo que no haya sido así, entiendo que estáis dispuesto darle tal oportunidad.

Se oyó alguna risa remota; Madame Conti ocupó de nuevo una posición preeminente.

– ¡Está dispuesto! -dijo riendo alguien amparado en la oscuridad del público.

El aire se había impregnado de olores carniceros y perfumes feromonados.

– No lo hagas -suplicó Mongrius, pero Ígur ya no distinguía arrogancia y desesperación entre sus impulsos, ya el recuerdo del asalto al refugio Astreo le había enturbiado el último reducto de prudencia, y se mantuvo inmóvil, estacadas en el último extremo del odio las efusiones de frivolidad sublime y delirio de Sadó y Milana.

– De acuerdo -dijo Constanz, sin mirar cómo los porteadores operarios se llevaban los cuerpos aún sutilmente convulsos de Jónia y Dairi con indolencia echaban serrín sobre la sangre, y sobre el serrín, confeti y lentejuelas-, haremos un Juego de juicio.

– ¡La Ruleta de Atalanta! -rugía la turba aplaudiendo al unísono-, ¡a ras a sangre!

El Duque ordenó silencio con los brazos abiertos, y miró a Ígur.

– Diría que hay un deseo general de ver en acción al héroe enloquecido que enamora a adolescentes furiosas -Ígur sabía que entre el público había agitadores con consignas, y que a buen seguro la escena ya estaba preparada-, de manera que ya que no tenéis inconveniente, cederemos la palabra al señor Comisario de Juegos, quien explicará las condiciones del asalto.

Madame Conti no se perdía detalle, Boris y Rist brindaban rodeados de cortesanas selectivamente desnudas, los músicos retomaban la melodía sincopada, la Guardia doblaba la vigilancia, Rufmus se adelantó.

– Que la pasión que tan noblemente ha exhibido -dijo- sea el instrumento del paladín de la dama; os situaréis capicuado ante su cabeza -hubo un chillido general de excitación, y a un gesto del Comisario reinó un silencio absoluto, segado tan sólo por la refrigeración y los circunloquios mecánicos del potro quirúrgico-; se os concederán tres minutos para conseguir la erección, y tal y como prescriben las normas, el sensor en la garganta de la condenada determinará el momento exacto -señaló una pantalla-; aquí mediréis vuestras fuerzas, porque es donde aparecerá la Ruleta de Atalanta, en forma de círculo dividido en ocho porciones, con una señal luminosa que las recorrerá a velocidad constante; la duración del paso por cada sector será de dos segundos exactos, y le salvaréis la vida a la condenada si la irrumación se produce cuando la señal cruce el sector número 1, marcado en verde -las últimas salpicaduras de bilis goteaban todavía por las plataformas y los aparatos hasta la palestra-; si se produce en cualquiera de los otros siete, ¡la cuchilla la decapitará inmediatamente!

– ¡Afina, Ígur, que ahora eres tú el Guardián! -gritaron desde el público.

– ¡Eso, guarda bien la puerta! -gritó otro.

– Cuidado -prosiguió Rufínus-, a fin, no de aumentar vuestro interés por la ceremonia, porque imaginar tal cosa del Invencible sería una ofensa que cualquiera sabe hasta qué punto está alejada de nuestras intenciones, sino de darle, ¿como diríamos?, una dimensión más personal, el corte se efectuará a ras del mentón y con una inclinación tal que también segará vuestro miembro -el chillido colectivo renació, y el Comisario, desbordado, tuvo que esperar a que amainase-, y no os hagáis la ilusión de retroceder en el último instante, porque el potro ortopédico, ligado a vuestro cuerpo y conectado con un sensor de impulsos nerviosos, lo impedirá impulsándoos hacia adelante la pelvis en el momento adecuado.

El horror putrefacto era una fetidez negra tan real que Ígur no quería identificarla.

– ¡No le ha gustado! -gritó alguien.

– ¡Que se ponga el Anillo de Meleagro! -reclamó algún otro, perdido entre los asistentes.

– ¡Que salga la cola del pavo real! -gritó un tercero.

– ¿El Caballero se considera en un callejón sin salida morfológico? -dijo Rufínus.

– No hay problema -dijo Constanz, y recitó-: «Tiene en la mano el instrumento que no utilizará…»

– Que en este caso equivale -dijo Rufinus- a «¡no tiene en la mano el instrumento que utilizará!»

El público se rió. Ígur no se movía, y el potro quirúrgico se desplegaba obedeciendo a un mecanismo remoto.

– Quizá es que es insuficiente para el Invicto -dijo Constanz-, quizá deberíamos proponer un reto a su altura.

– Estoy a vuestro servicio -dijo el Comisario-; en lugar de tres minutos de preparación, que lo haga en dos minutos.

– El mundo al revés -dijo Boris-, ¡mira por dónde desearás la precocidad!

Hubo un aullido ondeante entre el público.

– Al parecer, el Caballero Neblí se desdice -dijo el Comisario de Juegos.

Ígur no se desplazó, pero todo en su cuerpo delataba la tensión de la alarma.

– No sé si puede -dijo el Duque con una sonrisa estudiada-. Un Caballero que ha despertado expectativas de salvación en una dama… no quedaría nada bien.

– ¿Al vencedor del Laberinto le da miedo un simple Juego de autocontrol y buenos reflejos? -dijo Rist-. Hasta un niño se atrevería.

– Si no sabes responder a su pregunta -dijo Cotom-, siempre puedes intentar engañar al Querubín.

El público aplaudió, y estalló la flautería frigia.

– ¡La pregunta, la pregunta!! -gritaron unos cuantos.

– ¡La Ruleta de Atalanta! -reclamaba otro sector.

– ¡El Fénix, Caballero -dijo Gemitetros-, no es una curiosidad histórica, es la clave que abre la personalización del tiempo, la gran dirección prohibida del mundo!

– ¡Mentira! -gritó Rist-. ¡Tan sólo la muerte es la respuesta personalizada a una pregunta! -Y señaló a su ayudante-: ¡La pregunta!

Ígur exploró posibilidades con la mirada. Complicado huir, peor quedarse.

– ¿En qué te has excedido? -obedeció Cotom-. ¿Qué persigues?¿Qué te queda por hacer?

– ¡No os confundáis, Caballero! -dijo el Duque-. ¡La Esfinge no es el señor Cotom, ni es el Fénix! -el gentío rugía de placer-. ¡Tampoco es el Querubín, tampoco es Mercurio! -se detuvo con prosopopeya-: ¡Es el potro quirúrgico!

El Jefe de la Guardia se adelantó, y a una indicación suya, tres hombres lo siguieron y desplegaron un movimiento envolvente; cuando Ígur se movió, las armas le apuntaban.

– Un paso adelante. Caballero -dijo el Imperial-; vuestras armas.

Ígur obedeció, y lo hicieron subir al estrado del potro quirúrgico.

Explotó en la asistencia un griterío desgarrado.

– El Caballero Neblí -dijo el Comisario de Juegos por el micro autónomo- merece para la Ruleta de Atalanta la ayuda de todo el estímulo que el agradecimiento de un público tan distinguido se digne facilitarle.

Hubo un reavivamiento de la algarabía; una mujerona monumental se lanzó sobre Ígur con extrema furia sobadera, y a un gesto del Jefe de la Guardia, dos Imperiales la empujaron fuera de la palestra; aún otras cuatro, arañándose entre ellas, se precipitaron a escena intentando inútilmente tocar al Caballero; finalmente, la Guardia Imperial acordonó el estrado.

– Nada de ayuda directa -dijo el Duque.

Una multitud de mujeres en pleno rubor lúbrico se estrellaba contra los cuerpos de los Guardias y, en medio de la humareda del tabaco, los inciensos y los ambientadores, se despechugaban mirando a Ígur, sacaban la lengua y la hacían temblar, se tocaban abiertas de piernas, con los ojos extraviados se agitaban en oscilaciones obscenas.

– ¡A ras! -rugía el público-. ¡Que empiece el crono!

La Conti se adelantó.

– Un momento -dijo con voz autoritaria-. Esta es mi casa, y no consentiré que se juegue frivolamente con la sangre del vencedor del Laberinto.

Ígur se situó en el potro en la posición indicada, preparado para colocarse las correas, se quitó la chaqueta y se desabrochó los pantalones sin quitarse el cinturón. La visión de su sexo y la evolución de su estímulo enardecieron al público.

– Señora -dijo Constanz con gran amabilidad-, me temo que la situación escape a vuestra prerrogativa. El Caballero ha adquirido un compromiso ineludible.

– ¿Ineludible? -replicó la Conti-. No se considera compromiso a lo que proviene de un condicionante imperativo; la Ley de Juegos dice que no hay compromiso si las partes no han participado en la elección de los términos. Por más que el Caballero haya cometido un error, si es que lo ha cometido, cosa que yo veo por otra parte discutible, eso no lo pone en vuestras manos, y aún menos en estos términos.

Ígur miró a Sadó, y ella ni miraba el espectáculo. Ella no paraba de reírse.

– El Caballero -intervino el Comisario- disfruta de un privilegio; ¿quizá preferiríais dejar el desenlace a un Juego de azar completo? Es lo que la Ley prescribe para los traidores.

– ¿Porque los hechos le han conducido más allá de las propias intenciones se le considera un traidor? -dijo Madame Conti; Ígur se mantenía inmóvil en el potro quirúrgico, el sexo ya completamente erecto-. ¿Qué tiene eso de inhumano? ¿Quién no se reconoce en ello, aunque sea en una mínima proporción? El mundo lo han hecho los traidores y no los Príncipes, según vos.

– ¡Viva el Emperador y muera la Conti! -gritó alguien del público.

– Señora -dijo Constanz-, no conocía vuestras inclinaciones filosóficas, y me gustaría profundizar en ellas en otra ocasión, pero lo que ahora nos ocupa es un designio público. Ciertamente, estamos en vuestra casa y tenéis ciertas prerrogativas; ¿queréis que se lean los cargos contra el Caballero Neblí?

Ígur buscó con la mirada a Sadó y Milana, pero no estaban donde los tenía localizados, y no los vio en ningún otro sitio.

– Duque -dijo ella-, saber de la existencia de cargos concretos nunca ha significado…

– Silencio, Señora -la interrumpió el Duque-. Por el aprecio que me inspiráis, no quiero oír la continuación de un razonamiento que obligaría a nuestro amigo -señaló al Comisario- a modificar los movimientos de la jugada.

– No es necesario -dijo Ígur-; satisfaré todas vuestras expectativas.

– ¿Qué pasa. Duque -dijo la Conti-, habéis olvidado vuestro orgullo, el menosprecio por el hombre justo? -Soltó una carcajada-. Los Astreos os acogerían con mucho gusto si supieran que sois tan buen defensor de principios. ¿Qué pasa con el Caballero Neblí? ¿A qué Príncipe molesta, además de no servir para nada más a Bruijma?

En ese momento la maquinaria colgada sobre el cuerpo de Fei emitió un pitido continuo, y un pequeño foco rojo intermitente inició una serie de oscilaciones circulares aparentemente caprichosas. Todo el mundo calló, pendiente de los indicadores. Perforada hasta la simbiosis mortal, Fei acababa de morir, y lentamente la cuchilla descendió de su posición, y con la inexorable, insólita suavidad de un paquebote que desamarra, le cortó la cabeza.

– Esto zanja la cuestión -dijo el Comisario de Juegos, e hizo ademán de retirarse.

– Tal vez no -lo detuvo el Duque-; el Juego ha comenzado, y el honor del Caballero no depende de la muerte de la condenada.

– ¡Qué homenaje para la Reina Negra! -chilló Rist, viendo cómo, comenzando por los pies, el potro descuartizaba los miembros de Fei y, ya absorbidas las vísceras, separaba pulcramente músculos, nervios, piel y hueso, y entonó-: Mein Herze schwimmt im Blut…

Ígur se sintió de repente como si despertase de una hipnosis; el seccionamiento no había producido el menor cambio en la fisonomía de Fei. Nada de sangre, ni el más leve salto del último nervio, ninguna evolución cromática. En un instante desempalmado, en un instante abrochado, Ígur sentía todos los hielos en su interior; desprecia a los demás como a ti mismo, pensó sin alternativa.

– Me gustaría -se dirigió a Constanz- continuar la conversación sin la presencia de vuestra Guardia.

– ¡Será posible! ¿Qué significa eso? -dijo el Duque-. Ya lo habéis oído: ¡amenaza a la autoridad, burla de las reglas, escarnio en público, alteración del Juego! Caballero Neblí, lo tenéis claro. El Juego está vivo, pero en lugar de un intervalo de dos segundos entre ocho, dispondréis de uno entre trece -comprobó de una ojeada el grado de desollamiento facial de Fei, y se dirigió a los operarios-: ¡detened el troceado! -y, de nuevo a Ígur-: Yo de vos me daría prisa antes de que la condenada se enfríe.

– ¡Tanto le da, el Caballero es necrófilo! -dijo Boris.

– ¡Basta! -gritó la Conti-. Permitidme recordaros. Duque, que no estáis aquí como Comisionado Imperial, y vuestra jurisdicción no llega a las modalidades duras del cálculo sentencial.

El Duque saltó hacia adelante y habló en voz baja con el Jefe de la Guardia.

– Señora -dijo Ígur-, no os busquéis problemas por causas perdidas. Permitid que resuelva la cuestión a mi manera -se dirigió al Duque-, y puesto que ya no está en juego la vida de nadie salvo la del simple Caballero que os habla, sugiero a la autoridad pertinente que me libere de la pérdida de tiempo de proporcionar una distracción inútil a un público tan distinguido que merece espectáculos más auténticos -hubo silbidos y pataleos entre la concurrencia-, y me haga la bondad de acabar esta situación de forma tan expeditiva como crea conveniente, si ha de ser con brevedad.

– ¡Perfecto! -dijo el Duque-. El Caballero no le teme a nada.

– ¡Sáltales al cuello, Ígur! -gritó alguien del público-. ¡No tienes nada que perder!

Ígur había perdido las armas. Oscilaba entre la indiferencia hacia sí mismo y el vértigo de la venganza.

– Quien nunca ha tenido la cabeza sobre los hombros no debe preocuparse por dejar de tenerla físicamente -dijo Deiri Cotom.

Se hizo un silencio helado. Ígur miró al enano, le recordó aquel día que trepaba por el cuerpo esplendoroso de Fei; de Fei viva. Miró, entre los metales, los tubos y las correas, las piezas de carne y la disposición de los huesos desnudos en triángulos, cuadrados y pentágonos, y tan sólo en los dedos, ensamblados intactos a los vértices de estas últimas figuras, reconocibles los rasgos de la inolvidable Reina que había sido.

Miró a la gente, pero no vio a nadie. Sólo al Duque, en primer término, y después un sinfín de furias: El Comisario, Milana, Sadó; Omolpus, Debrel, Guipria; Bruijma, Noldera, Lamborga, Allenair, la burla final de Arktofilax.

– ¡Traidor! -se oyó desde la oscuridad colectiva.

Ígur lo tuvo claro; no hay de qué huir, todo es identidad, todo es triunfo. Nunca se había sentido tan fuerte, tan seguro de la magnificencia de su superioridad. Como un relámpago se volvió hacia el Guardia que tenía al lado, que jamás podría volver a comprobar tan de cerca los efectos de la respiración del Fidai, y de un solo movimiento lo derribó y le quitó el fusil láser.

– ¡Fuego! -chilló el Jefe de la Guardia.

Ígur dio un salto atrás a la vez que siete u ocho le disparaban; una docena de espectadores cayeron al suelo, unos abatidos por Ígur, otros por los fusiles de la Guardia.

– ¡Deteneos! -gritó la Conti-. ¡La sala está llena de civiles!

Una oleada de pánico abrió un claro en torno a Ígur y a los Guardias que tenía delante; los reflujos del público formaban bolsas de chillidos en los amontonamientos imprevistos; Ígur se abrió paso con el fusil hasta la puerta en pocos segundos, y la misma extraña altivez que parecía protegerlo de los tiros, era como si guiase contra los adversarios mejor situados y peligrosos el prodigioso acierto de su fusil.

– ¡Que no salga de aquí! -ordenó desesperado el Jefe de la Guardia.

Perseguido por veinticuatro, Ígur cruzó los pasillos del Palacio Conti como no había imaginado nunca que tuviera que hacerlo. En cada vestíbulo, el encuentro con los Guardias apostados se resolvía con un enfrentamiento fulgurante, y cuatro Imperiales más agonizando en las alfombras; en un instante cara a cara con uno de ellos creyó reconocer al amante nocturno de Sadó; cayó de un tiro entre los ojos.

Finalmente, en la Puerta de los Cocineros, la camarera que en tan buenas horas lo había acogido lo recibió con una admirable presencia de ánimo.

– Por aquí, Caballero -lo guió-. El Puente está libre, pero la Guardia ha tomado las calles de las islas contiguas, id con cuidado a partir de la segunda bifurcación.

– Volveré antes de lo que crees -dijo él después de besarla.

– Adiós, Caballero -murmuró ella con tristeza.

No tuvo que esperar a llegar a ninguna bifurcación, porque en el mismo centro del Puente de los Cocineros la Guardia ya acosaba a Ígur procedente de diversos accesos del Palacio Conti. Al que tiene que matar para huir, se le han acabado los cálculos estratégicos; aun así, la luna de Gorhgró teñía para Ígur los horizontes urbanos de una belleza extrañamente estática. Ora perseguido, ora acorralado, ora entre dos fuegos, el Invicto Entrador del Laberinto huyó por esas calles, hacia el Sudeste, por los brazos del Sarca y después remontándolo, y otra vez hacia el Este con un transporte que le proporcionó un reposo momentáneo; pero sabía que en ese momento era el tercer hombre más buscado del Imperio, tras Jarfrak y el Príncipe de La Valaira, y dedicó el respiro a decidir un lugar adonde ir. Cambió tres veces de transporte, y eran las cinco de la mañana y se le había hecho cortísimo cuando se dirigió a la residencia de Mongrius.

– Ya me imaginaba que vendrías -dijo Mongrius, despierto y vestido-; pasa, aquí todo está tranquilo. ¿Los has despistado? -Ígur se encogió de hombros-. No importa, tenemos que darnos prisa, porque tarde o temprano vendrán a buscarte aquí.

– No quisiera comprometerte.

– No pienses en eso. ¿Qué necesitas?

– Quiero saber qué cargos han codificado contra mí. -Mongrius lo miró desconcertado-. Ya sé que una vez los hayas pedido tendremos a la Guardia encima en un momento, pero si no me encuentran aquí a ti no te pueden acusar de nada.

Mongrius operó con el Cuantificador, y la pantalla se iluminó.

«Cargos mayores contra el Caballero de Capilla Ígur Neblí de Cruiaña: /I- Contacto con la organización clandestina La Muta en Bracaberbría, Código 214 Artículo 815. //2- Connivencia con la rebelde Astrea Feiania Morani, Código 214 Artículo 880. //3- Contacto de las dos actuaciones anteriores. Código 214 Artículos 793 y 800. //4- Asesinato en primer grado de Artim Beremolkas y Virti Meneci, Caballero de Capilla, Código 12 Artículos 1 y 253. //5- Omisión perversa de la Orden X-320 de la Equemitía de Recursos Primordiales, Código 464 Artículo 86.»

– ¿Quieres también los cargos menores? -preguntó Mongrius.

– No hace falta -dijo Ígur, divertido al ver la importancia que la Hegemonía concedía al Informe del Laberinto-, Ahora entiendo la orden de la Equemitía; sabían que no lo haría, todo era una trampa.

Pobre Debrel, lo habrán hecho desaparecer igualmente.

– ¿Qué dices?

– No tiene importancia.

Se hizo un silencio siniestro.

– ¿Qué harás?

– Intentaré llegar a Lauriayan -dijo Ígur, pensando en si se podía fiar de Mongrius.

– Olvida los heliopuertos.

– Quizá por mar, en un mercante.

Se oyó un ruido. Ígur se puso en pie de un salto, con el arma a punto. Clareaba, y todo lo apagaba un azul terrible. Llamaron a los timbres de abajo.

– Sal por detrás -dijo Mongrius-. No te preocupes por mí, me acogeré a la hermandad de la Capilla.

Dos puertas más allá avanzaban ruidos de puertas reventadas. Ígur salió por el pasillo de servicio, y aún pudo oír la discusión entre Mongrius y la Guardia; en la calle se topó con media docena de cara, y sin testigos los abatió en diez segundos, pero atraídos por la algarabía aparecieron más, y se encontró de nuevo colgado del exterior de los transportes, perseguido por los acantilados urbanos, sin suelo bajo sus pies, perdiéndose como el aullido de un animal en la veloz, inacabablemente horizontal y dilatada aurora de la vasta turbulencia de Gorhgró.