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Por el soborno Ígur llegó hasta Turudia, por la extrema amenaza física culminada en secuestro hasta medio camino de Breia, por el robo de transporte hasta las afueras de la ciudad. En el puerto de Breía se hizo con nuevo armamento (del viejo tan sólo conservaba la daga del maestro armero de Sur), lo depositó en la consigna electrónica, y vestido de operario se informó sobre los mercantes; al final del día se imponía una decisión sobre la oferta: tantos barcos como quisiera para Bunia, Aleña y Eraji, no tantos para las Jéiales, y hasta la semana siguiente para Ankmar. Se arrepentía de no haberse arriesgado a llegar directamente a Eraji por el Lago de Beomia, pero ya no se podía hacer nada; optó por el primer barco hacia el Sur, que partía aquella misma noche hacia Rocup, la más próxima de las Jétales, y segunda en extensión. Una vez a bordo, el respeto temeroso manifestado en recelo hostil que despertaban en la tripulación las armas de Caballero (el sello y las insignias las llevaba ocultas) lo recluyeron en un silencio apartado y arisco.
¿Por qué, realmente? ¿Cuál había sido el exceso, la desmesura de su ambición? Exceso, imposible; ¿entonces, por qué carencia? ¿Era, por otra parte, ésa la situación deseada cuando llegó a Gorhgró hacía poco menos de un año? ¿Era la constatación práctica de que la realización personal tiene poca relación con el servicio a la comunidad lo que lo había convertido en un personaje tan incómodo para el Imperio? Bienestar a cambio de fe, o por lo menos de silencio, ése era el trato, comedia aceptada sin trampas demasiado ostensibles. Y su actitud les había resultado ambiciosa hasta el punto de considerarlo un traidor. (¡Pero si mi ambición era tan sólo moral!, pensó más adelante. ¿O tal vez era precisamente ése el problema? ¿La ingenuidad moral llevada a la práctica es la gran enfermedad social?). No era, por tanto, la eliminación de un residuo, sino de una incomodidad germinal que, caso de permitir que se manifestase, podría conducir quién sabe a qué heroificaciones nefastas. ¿Acaso se trataba de propiciar la aparición de un mito, y, como una criatura malcriada que no sabe qué quiere, Ígur se resistía a ello? ¿Tal vez, históricamente, sus enemigos eran sus valedores, como, quién sabe, lo habían sido de Arktofílax?
– ¿El Caballero Ígur Neblí? -se le encaró el Contramaestre.
– Soy yo -respondió, con la mano en la pistola preparado para abrir fuego a la primera intimidación.
– No os preocupéis, Caballero -dijo el Contramaestre, y le mostró las enseñas negras de los nobles Astreos-. Hemos recibido una comunicación advirtiéndonos de vuestra posible presencia en el puerto de Breia. No os preocupéis, en Rocup buscaremos el muelle menos vigilado -Ígur lo miraba con desconfianza-, y si lo vemos problemático pensaremos una manera discreta de haceros desembarcar.
Al cabo de pocas horas, ya la costa de la isla a la vista con las primeras luces del alba, un Suboficial se dirigió a Ígur.
– El Nostramo os ruega que vayáis a su despacho.
El Contramaestre lo recibió manipulando el Cuantifícador.
– Caballero, imagino que tenéis intención de continuar hacia el Sur.
Ígur se sentía incómodo.
– Aún no lo sé.
El otro notó la falsedad del terreno que pisaba.
– Estoy en condiciones de ofreceros un barco hasta Nirca.
Era la isla principal del archipiélago, y también la más meridional; Ígur no disponía de mejor alternativa, y tan inseguro estaría en manos de aquel hombre como en las de cualquier otro.
– De acuerdo -dijo.
Los muelles estaban más llenos de Guardias Imperiales que en una parada militar, y el paso de un barco al otro se hizo fuera de puerto, pero justo cuando Ígur acababa de pisar la cubierta del nuevo transporte, apareció a toda velocidad el guardacostas. Pocas cosas podían pasar peores que ser pillado con un rebelde a bordo, así es que el Capitán optó por dar media vuelta y adentrarse mar abierto a toda máquina, acosado por el guardacostas; enseguida se vio que los perseguidores reducían terreno, y una vez ganada cierta distancia empezaron a disparar; cuando se resguardaba tras los contenedores de cubierta, Ígur se vio apuntado por un Oficial.
– Saltad por la borda ahora mismo.
– ¿Qué decís? -la costa estaba ya a una distancia considerable.
– Ya me habéis oído. ¡Abajo!
Ígur no se movía, y el Oficial disparó; Ígur saltó a un lado, y antes del segundo tiro se lanzó al mar sin siquiera rozar la baranda, y una vez en el agua se sumergió tan profundamente como pudo, tan preocupado por si el guardacostas lo habría visto como por si, en cualquier caso, le iba a pasar por encima; cuando se le acabó el aire salió a la superficie en medio de la espuma de los dos barcos que se alejaban a toda velocidad; de lejos vio cómo el primero se paraba y permitía al guardacostas que lo abordase y, absurdamente, porque poco podía hacer, estuvo un rato pendiente de si uno u otro retrocedían para buscarlo. No fue así, y después de contemplar cómo ambas embarcaciones desaparecían cada una por su lado, se encontró en medio de un mar negro y encrespado y a una distancia de la costa capaz de desmoralizar a un campeón de natación de fondo. Se desprendió de todas las armas menos de la pistola láser, que podría resultarle útil si se acercaban tiburones, siempre que no fueran muchos, y se puso a nadar hacia la parte de la costa que le parecía recordar como la más deshabitada.
Hacia el mediodía, nublado y con unas olas cada vez más altas y amenazadoras, Ígur entendía a la perfección por qué a ese paraje lo llamaban el Mar de Hierro, y la raza irreductible y recia que tales escenas habían hecho de los Jéiales, y cuando ya empezaba a desesperar de llegar a una tierra que no parecía ni un ápice más cerca que horas antes, apareció un pesquero. Ígur sabía lo difícil que es localizar una cabeza en medio del mar, incluso en el caso de una búsqueda perseverante, y gritó y gesticuló preparado para verlo pasar de largo. Pero hubo suerte, en la cubierta la tripulación en peso estaba en plena recogida de redes, y alguien lo vio y lo subieron a bordo.
Ígur temía que aquella gente se lo imaginase inmerso en una Fonotontina y lo asesinara para cobrar (en un momento dado se le ocurrió que igual lo estaba de verdad, y todas sus peripecias se explicaban a partir de la participación en una Cubierta), pero no pasó nada sospechoso. Con pocas preguntas, con un desinterés que lo tranquilizó, lo desembarcaron en la isla de Estisa, la más próxima a Rocup de las Jéiales menores; la población eran todo pescadores y alcoholeros, y parecía un rincón del mundo olvidado de las vicisitudes del Imperio. Pero la silueta lejana de Tsetofnol, perfectamente visible en el horizonte Norte, recordaba que los destacamentos de Rocup estaban demasiado cerca como para dar la fuga por terminada. Hasta llegar a la periferia del Imperio no podría empezar a estar tranquilo, y al día siguiente Ígur alquiló un pequeño velero sin tripulación y pasó a la contigua isla de Iap, y de allí a Nirca, escala especialmente delicada porque su gran bahía, con dos puertos naturales, era uno de los principales asentamientos de la Armada Imperial. Ígur buscó una playa desierta de la costa Noroeste, y allí abandonó el velero, porque las corrientes y la distancia hasta Lauriayan hacían suicida una travesía de aquella magnitud en una embarcación tan pequeña y con la poca experiencia marinera de Ígur.
Con barba incipiente y la ropa en no demasiado buenas condiciones, en Nirca Ígur se informó de las posibilidades de llegar a Lauriayan: ningún problema para ir a Sulinis o a Curión, salvo que el barco no partía hasta al cabo de cuatro días. A Ankmar, hasta una semana más tarde. Helicóptero directo a Reibes al día siguiente, pero no podía utilizar el sello para no delatarse, y necesitaba dinero en efectivo, conque decidió atracar la Delegación del Tesoro Imperial. La operación fue tan sencilla que le pareció que cualquier Caballero sin escrúpulos podía sacar tajada; llevarse por delante la media docena de Guardias fue un juego de niños, y como las cajas no se podían abrir más que con todos los sistemas de seguridad liberados, se tuvo que conformar con lo que había en los mostradores, poco menos de ocho mil créditos, más que suficientes para pagar un pasaje de helicóptero. Dedicó una parte a recomponer un aspecto presentable de su persona, y se fue a buscar el billete.
Pero ya a primera vista la situación del heliopuerto lo puso en guardia, lleno de Imperiales en pequeños pelotones con un Oficial de grado medio al frente; en la taquilla no llegó ni a pedir el billete.
– ¡Es él, cogedlo!
Ígur se lanzó hacia atrás en mortal, en medio del fuego cruzado; la Guardia no tenía escrúpulos en disparar en un lugar público, aun a riesgo de herirse entre ellos, y en medio de un estallido de gritos y desconcierto, Ígur saltó al exterior y, en transporte de la Guardia, a punta de pistola se hizo conducir al puerto; allí, como lo habían perseguido con el resto de los vehículos, tuvo que llevarse de rehén a un Oficial, y así subió al barco que se le antojó más rápido, con el Oficial encañonado, y se dirigió al Comandante.
– Salimos hacia Lauriayan ahora mismo -dijo sin contemplaciones.
– Imposible, Caballero -dijo el Comandante-, no tenemos bastante combustible.
Ígur echó una ojeada al muelle, donde se congregaban rápidamente grandes contingentes, a cuyo frente unos cuantos Oficiales tomaban medidas para el asalto del barco.
– ¡Levad amarras! -ordenó Ígur, apuntando al Guardia en primer término.
Así se hizo, y el barco se dirigió hacia la boca del puerto.
– Caballero -dijo el Comandante-, no tenéis ninguna posibilidad; vayamos a donde vayamos, nos perseguirán con helicópteros o con lanchas rápidas y, si tanto interés tienen por vos, serán capaces de hacer explotar el barco entero.
Ígur miró las insignias de Comandante de la Armada Jéial.
– ¿Qué os parece si lo probamos? -dijo-. Quizá les intereséis más vos que yo -y le apuntó después de empujar al Oficial de la Guardia-. ¡A la radio! -Y ya de camino-: ¿Hasta dónde os alcanza el combustible?
– Hasta Guguira, que es lo más cercano -dijo el Comandante-, y muy justo.
– Muy bien -dijo Ígur-, vamos a repostar.
– Imposible, Caballero. El combustible lo controla la Hegemonía, y en el puerto nos recibirán a cañonazos.
– De acuerdo, lo intentaremos.
Se dirigieron hacia allá y, efectivamente, la profusión de fuerzas que se movían en el puerto hizo a Ígur obligar al Comandante a dar media vuelta y, tal y como había sido su primera intención, hacer saber por radio que cualquier aproximación al barco sería inmediatamente respondida con la ejecución de un Oficial; a continuación, Ígur ordenó dirigir la proa hacia Guguira.
– Y una vez allí, ¿qué pensáis hacer? -le preguntó el Comandante, ya en mar abierto. A nadie se le escapaba que la situación en el puerto de Guguira dejaría corta la abundancia militar del de Nirca.
– Ya pensaré algo.
Las ideas cayeron de una en una hasta la llegada en plena noche, y con los muelles sometidos a un círculo férreo; finalmente, Ígur decidió echarse al agua antes de entrar en las aguas cercadas y luminosas.
– Diremos que os habéis lanzado a alta mar con un bote salvavidas -dijo el Comandante con ironía.
De inmersión en inmersión, Ígur ganó un yate atracado en un embarcadero separado; desde la cubierta espió el interior, donde tres hombres y una mujer recogían los restos de una cena. Ígur empuñó la pistola láser pero con la mano oculta, y entró; los hombres quedaron inmóviles, y la mujer se le encaró con una sorpresa nada asustada.
– ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Si es el Caballero Neblí en persona! -Ígur se quedó tan desconcertado que ella se echó a reír-. No os preocupéis, os habéis hecho más famoso con vuestra fuga que con la Entrada al Laberinto, pero podéis guardar el arma, porque habéis ido a parar a uno de los pocos lugares donde no os delatarán.
– ¿Ah no? ¿Por qué? -preguntó Ígur; uno de los hombres hizo un gesto, pero la mujer lo detuvo.
– Lo mismo da -dijo-, no representa peligro -se dirigió a Ígur-: Estáis en el único barco del puerto que no registrarán, porque -dudó un instante- el Comandante Mayor participa en nuestro negocio.
Ígur cayó en la cuenta.
– Traficantes de Demeterinas -dijo, en parte más tranquilo-. ¿Puedo saber quiénes sois y de qué me conocéis?
La mujer sonrió. Llevaba el pelo rapado, y sus manos delataban vida al aire libre y trabajo duro, para lo cual su complexión, larga y ancha, parecía hacerla propicia; pero sus labios eran delicados y sensuales.
– Me llamo Paua Darimi, y en Ankmar tuvisteis contacto con mi hermana -Ígur lo evocó fugazmente-, pero no es preciso conoceros directamente para identificaros, porque vuestra cara y vuestros códigos salen cada media hora en los informativos del Cuantificador.
Ígur desconfiaba.
– Debo salir hacia Lauriayan ahora mismo -dijo, pensando si las hermanas se parecían.
Paúa le ofreció comida, pero él prefirió una copa, y se sentaron en el banco central.
– Lauriayan no es una ruta segura -hizo un gesto-, ya me entendéis, el camino que dominamos no es ése. Podemos llevaros a Airobani.
– Ígur insinuó una negativa rotunda, y ella lo detuvo-. Aquí es imposible desembarcar, os esperan. En Airobani podemos ofreceros un helicóptero privado directo a Lauriayan.
– Creía que vuestra hermana trabajaba para…
Ella lo interrumpió.
– Los caminos para llegar al patrón son insondables -dijo-. ¿Entonces, aceptáis?
Ígur aceptó, y el individuo que parecía llevar la responsabilidad técnica (ya que, en términos generales, quien mandaba era la mujer) decidió hacerse a la mar de inmediato, porque, dijo, en el momento en que la Guardia no encontrase a Ígur en el barco procedente de Nirca, un registro los llevaría hasta allí.
Le dieron a Ígur un pequeño camarote, y el Caballero se abandonó de lleno a las sospechas. De repente le pareció que todo estaba preparado para desviarlo de Lauriayan, más tarde pensaba que todo estaba preparado para no detenerlo, después que la fuga le estaba resultando sospechosamente fácil, como le había resultado el camino hasta el Laberinto; en Nirca podían haber dedicado más contingente a perseguirlo, incluso podían haber destruido el barco; pero el baño ante las costas de Rocup, o la escena en el heliopuerto se le antojaban situaciones demasiado aleatorias como para estar programadas. El veneno irracional de la sospecha, el desarmamiento que en cada reflexión destila, no lo dejaba dormir, y se levantó; saludó al tripulante de guardia y, localizados por las mirillas de los camarotes los dos que dormían, llamó a la puerta del otro.
– Con tu permiso -dijo.
– Adelante, te esperaba -dijo la mujer, y dejó lo que estaba haciendo.
No llevaba más que una camiseta de tirantes y las bragas, y dominaba un olor salobre y a cerrado.
– Tú no eres hermana de la mujer de Ankmar.
Ella no se dejó intimidar.
– Tanto da; pero te puedo contar la escena, si quieres. ¿No? Ya supongo que no hace falta. -Las Demeterinas estaban a la vista encima de la mesilla, y las miradas se pasearon por ellas con alada dejadez-. ¿Qué quieres?
– Creo que sabes más cosas de mí de lo que has dicho.
– Seguramente. ¿Qué quieres saber?
– Pon en marcha el Cuantificador. Quiero ver adonde debe dirigirse quien me quiera denunciar.
– Ya lo busqué yo -dijo ella riéndose-. Ten -le dio un papel-, ésta es la respuesta.
Ígur leyó el encabezamiento para asegurarse de que no le engañaba.
– Vamos al Cuantificador -dijo-. Quiero saber quién es.
– ¿No lo sabes? -dijo ella con ironía-. No es necesario que vayamos a ningún sitio, aquí tenemos una terminal -abrió un cajón-; supongo que no querrás meter tu sello -se miraron con diferentes intensidades-; lo haremos con mi tésera.
La minúscula pantalla de la terminal emitió la respuesta:
'Nombre vedado a ojos no cualificados. Dirigirse al Código Número 3.'
– No puede ser -dijo Ígur-. ¡Es el de la Capilla del Emperador! -se detuvo-; eso significa que el encargado de perseguirme es un Fidai -miró a la mujer, que no le quitaba ojo de encima-. ¡No puede ser! ¡Sólo puede ser Milana!
– Pues claro que es Milana -dijo ella, riendo-; ha pasado por Nirca y ahora debe estar poniendo Guguira patas arriba; cuando vea que no estás, volverá a las Islas, o bien irá a Airobani.
Ígur tuvo un momento de debilidad emocional.
– No entiendo cómo un Fidai puede caer tan bajo…
La mujer se le aproximó; tenía unos treinta años y a Ígur le inspiraba el rechazo de la desconfianza a la vez que una creciente atracción física que él se esforzaba en no dejar de ver como una interferencia molesta.
– Pobre Caballero, eres tan vanidoso que con tal de no sufrir una decepción eres capaz de ir contra ti mismo. ¿Por qué crees que Milana está tan obsesionado en perseguirte? ¿Por qué crees que ha hecho correr la voz de que te dejó ganar en el Combate de Cruiaña de tal forma que lo saben hasta las ratas?
– No lo sé -murmuró Ígur, cada vez más inquieto por todo lo que sabía aquella mujer.
– El Combate de Cruiaña -dijo ella inclinada hacia adelante, mostrando los pechos a Ígur por el borde de la camiseta- era para dilucidar el Entrador al Laberinto, y Milana no te perdona que el vencedor fueras tú.
Ígur se echó hacia atrás. ¡Cuántas veces lo había pensado, cuántas veces había pensado que oírselo decir a cualquier otro lo liberaría para siempre, y en ese momento la duda era más tensa que nunca! De un solo movimiento asió a la mujer por los hombros, y la apretó con fuerza.
– Ahora me dirás quién eres, y dónde te ha ordenado Milana que me lleves, o te juro en nombre del Emperador que estarás muerta antes de que te lo puedas imaginar.
Ella no se inquietó; sus ojos eran provocación indiferente y desprecio apasionado, sabían que Ígur cedería antes a otros impulsos que al del asesinato, y él lo supo también enseguida, y lo descorazonó el notar que ella lo sabía.
– No sabes qué creer, pobre Caballero, tú eres tan perseguidor de Milana como él de ti -sonrió; Ígur la encontraba insoportablemente vulgar y atractiva-; ¿sabes que hay algo de enamoramiento en vuestra relación? Pero él tiene una ventaja sobre ti: sabe la verdad -Ígur la soltó lentamente-, y créeme, la verdad es lo que te he dicho -suavizó la expresión-; pobre Sari, para dignificarse necesita que os matéis.
– ¿Pobre Sari? -rugió Ígur sanguinariamente; la mujer rió, y él la encontraba cada vez más sucia y fuerte, como un animal asilvestrado.
– No grites tanto, o vendrán los demás. -Se tumbó de medio lado en la cama, y la posición le acentuaba las formas, los dedos de los pies jugando con el borde del camastro-. Si quieres salir de dudas, puedes quedarte en Airobani, tarde o temprano Sari irá a buscarte.
Ígur se sintió traicionado por todos los frentes, y ninguna posibilidad le parecía incompatible con la de estar inmerso en una Fonotontina Cubierta. Seguramente aquella mujer, con una embarcación que tan fácilmente había burlado a media Armada Imperial, lo llevaba directamente a la boca del lobo, y bien, era hora de pensar, ¿por qué huía? ¿De qué huía? ¿Adonde podía ir, y hasta cuándo? En Airobani podía esperarlo un pelotón de ejecución, le daba igual.
– Tu camarote me gusta más que el mío -dijo, quitándose un zapato con la punta del otro; ella tuvo un gesto de aceptación apática que Ígur encontró encarnizada con la sensualidad de todas las bajezas, y, sintiéndose vacío hasta al extremo, la abrazó furiosamente.
Ella no estuvo ausente en el banquete de los animales, y era bien entrado el día cuando llegaron a puerto.
Airobani era un llano desértico con un palmeral central donde se compactaba la pequeña población de casas bajas. La playa era inmensa, y dos escolleras delimitaban un puertecillo de dimensiones familiares. Ígur salió a cubierta, y lo primero que vio fue un exiguo destacamento militar. Buscó la pistola, pero no la llevaba, y se volvió hacia la mujer; ella le apuntaba. Ígur se echó a reír, tan tranquilo que se sorprendió a sí mismo.
– Conque al final era cierto, tú eres la mejor manera que han encontrado para cogerme. ¿Cómo te llamas?
– Albaria Darimi.
Ígur miró a lo lejos. Todo le daba igual, no quería huir más, se sentía liberado. No había ni una nube, y caía un sol calcinante.
– Una última pregunta: ¿Qué hay de cierto en todo lo que me has contado de Milana?
Ella se rió, y señaló a los hombres que les esperaban en la escollera.
– ¿Por qué no se lo preguntas a él?
Un vértigo comprometedor asaltó a Ígur con más fuerza que nunca. Milana mandaba el destacamento, su figura destacaba al fondo del grupo. El barco se acercó lentamente, y atracaron. Hicieron bajar a Ígur apuntado por la mujer y por media docena de Guardias. Desarmado, lo llevaron ante Milana. El aire tenía una transparencia dolorosa para la vista, y el calor era tan fuerte que estar bajo el sol exigía un esfuerzo.
– Se ha acabado el Juego, Ígur. Te has dejado vencer por una mujer.
– No todo es un Juego. Me he dejado ganar por mí mismo.
– Siempre has sido un mentiroso y un payaso -dijo Milana-. Pero ahora no tienes excusa; por una mujer o por ti mismo, tanto da, estás aquí por tu debilidad y tu desidia.
– Tú, en cambio, lo estás gracias a que te rodea una corte de hombres armados.
– ¿Crees que cambiaría algo, si no? -Milana estaba más indignado que Ígur, que de repente lo vio todo claro y sonrió con crueldad.
– ¿Te resulta fácil ir por todo el Imperio diciendo que en Cruiaña te dejaste ganar, verdad?
– Vamos -dijo Milana, crispado, y salieron del puerto a pie hacia una explanada entre muros donde los esperaban dos transportes.
– Había llegado a dudar, pero ahora lo sé -dijo Ígur con una apariencia completamente tranquila; de repente se le ocurrió cómo plantearían la situación los de la Apotropía de Juegos, y enseguida pensó qué solución tendría si fueran los de la Apotropía quienes la hubiesen planteado-. Eres la vergüenza de la Capilla, Sari.
Milana estalló.
– ¡Se acabó! -sacó la espada, le pidió otra al primer Oficial de la Guardia y se la ofreció a Ígur-. Ahora te lo demostraré. ¡En guardia!
– ¿Por qué? ¿Qué gano yo? -dijo Ígur, inmóvil.
– ¡Bestia mezquina! -dijo Milana, y se dirigió al primer Oficial-: Teniente, dadme vuestra palabra de que si el resultado del Combate me es desfavorable, le concederéis al Caballero Neblí media hora para que se aleje libremente. -Ígur espiaba cualquier señal de inteligencia entre ambos, pero no pudo distinguir ninguna.
– A vuestras órdenes -dijo el Teniente.
– ¡En guardia! -repitió Milana.
Hicieron los saludos de ritual. El viento agitaba cabellos y vestimentas. El sol estaba en el cenit, nadie sufría contraluz. Había llegado la hora tan deseada, nunca los conocimientos de Ígur y su destreza habían encontrado una confluencia tan fuerte, tan veloz y precisa, tan bien acabada; Omolpus, Lamborga y Fei desaparecieron de su pensamiento tan nítidamente como en él hasta entonces habían señoreado, y en dos minutos, Milana yacía desarmado contra un talud con la espada de su adversario contra el cuello.
– Muy bien -dijo Ígur, momentáneamente debilitado por una posibilidad-. El compromiso es el compromiso, pero no me fío. Que se retiren, o eres hombre muerto.
– Haced lo que dice, Teniente -dijo Milana, pero el Oficial hizo una señal y cuatro Guardias apuntaron a Ígur.
– Lo siento, Caballero, vuestras responsabilidades privadas no son asunto mío, yo tengo otras órdenes -dijo el Teniente-. Tirad el arma, Neblí.
Ígur y Milana se miraron con una extraña complicidad final: los dos habían perdido, los dos lo sabían todo. Milana palideció, Ígur sonrió.
– Disparad, rápido -urgió el vencido, con un hilo de voz.
– Claro que lo harán, pero tú sabes lo que es la respiración del Fidai. ¿Verdad que lo sabes? -se complació Ígur.
Sabía que los fusiles láser lo abatirían sin dejarle ni un respiro, y lo gastó todo, toda la energía de su vida, toda la furia de aquel sol vertical, todos los odios y amores atesorados, en una inmensa carcajada, en un formidable tajo que hizo volar la cabeza de Milana por los aires, por el azul del cielo.