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QUIEN MANTIENE LA IRA, MANTIENE LA ESPERANZA
Tal era la inscripción que presidía la puerta principal de la Prisión Mayor del Imperio, frente a la cual, tal y como corresponde a las instituciones mayores, figuraba un Agon autónomo, y que tan sólo los autores de delitos de prestigio, con un valor social de cambio reconocido, o bien los que por su rango disfrutan de ciertos honores protocolarios, tienen el privilegio de cruzar por su propio pie; así Ígur Neblí, enturbiado aún por los paralizantes y sedativos administrados primero con los fusiles de la Guardia en Airobani, que piadosamente había querido cargados de munición ordinaria de combate y, al despertarse, se había hundido en el desconsuelo y la rabia del suicida frustrado, después en el helicóptero que, broma suprema del destino, lo había conducido hasta Gorhgró esposado a pocos metros del féretro de su peor enemigo que, muerto a sus manos, podía ahora rememorar en el espléndido compañero de juegos adolescentes, como el estímulo de sus inicios como Acólitos, después como Aspirantes y finalmente como Crisálidas, hasta que aquel Combate sin fortuna los había separado para siempre, cada cual contra sus ambiciones y sus iras, resentimiento de uno, recelo en el otro, que ahora, cruzada la puerta con la inscripción, enfrentaban a Ígur a una resolución que, por autodefensa (su interior luchaba por creer que no era por miedo), se resistía a creer definitiva.
– Caballero Neblí -dijo el Canónico Mayor de la Prisión-, Su Excelencia el Agon me encarga que os dé la más benévola bienvenida a esta estancia que libremente habéis escogido -Ígur rió con desgana-, con el deseo de que os sea leve, y que vuestra colaboración permita hacerla fácil y corta.
Vigilado, no protegido, por más Guardias armados que si fuera el Emperador en persona, Ígur cumplió con las formalidades de identificación por las huellas digitales, por el fondo de ojo y por la voz y, obligado a depositar el sello de Caballero, tuvo que asistir al proceso de recodificación.
– Cámara de descompresión previa -indicó el técnico, Ígur pasó por las ecografías y los tacs-. Todo en orden, señor.
– Muy bien -dijo el Canónico-. Ahora, Caballero, si tenéis la bondad de venir conmigo, os enseñaré las dependencias de la casa. -Y como Ígur mostrara en su cara extrañeza, se rió-. Es privilegio de los que han pasado por la Puerta Grande… además, vos sois experto en cruzar puertas, quién sabe, quizá ésta no sea la última… ya lo sabéis, no se teme más que lo que se desconoce, por tanto si sabéis qué os espera, siempre podréis sopesar pros y contras y posibilidades con más armas morales. -Entraron por un pasillo, uno junto al otro, y detrás, armados como para una misión de guerra, un par de Guardias de complexión gigantesca-. Aquí tenemos, en primer lugar -pasaron a una sala con biblioteca ocupada por lo que parecían sillas de barbería o de dentista, con diversos aparatos de sujeción y demás usos más o menos fáciles de identificar-, la sala de los recursos clásicos; hace años que están en desuso, en realidad se conservan por pura curiosidad cultural. No tiene, en realidad, valor ni tan siquiera persuasivo, porque las técnicas de resistencia a la presión convencional han evolucionado hasta extremos que, en fin -se detuvo ante Ígur-, veamos, Caballero, ¿qué pensáis de la máxima pena, exceptuando la muerte, que no es en realidad la máxima pena como ya tendréis ocasión de comprobar, que se puede aplicar al máximo delito? ¿Os parece que es física, o moral?
– Tal y como lo decís, supongo que tengo que responder moral -dijo Ígur sin demasiado interés-; pero eso lleva a imaginar que también el máximo delito ha de ser moral y no de hecho.
– Muy bien, Caballero -dijo el Canónico-, en realidad, aplicando los conceptos con rigor, no tendría por qué ser así, pero vuestra observación demuestra una gran perspicacia. Y puesto que estáis dentro, ¿por qué no intentáis imaginar cuál puede ser? -rió-, como si se tratara de un Juego, claro.
– Vamos a ver -dijo Ígur-: ¡Me cago en el Emperador! -El Canónico arrugó la nariz riendo-. No, claro, eso es infantil… Volvamos a probar: ¡el Emperador no existe!
– ¡Ah, mejor! Pero eso es contingente -dijo el Canónico con gesto de animarlo a continuar.
– ¡Da lo mismo que la población sospeche que el Emperador no existe!
– ¡Otra vez! -dijo el Canónico.
– Da igual que el Emperador exista o no exista -se hizo un silencio, Ígur prosiguió-: Da lo mismo que la mayoría de la población se dé cuenta de que da igual que el Emperador exista o que no exista.
El Canónico retomó el camino, mirando al suelo con una sonrisa sibilina.
– En estas salas -dijo con aire doctoral- se documenta la evolución del Arte Inquisitorial, dentro del cual la Ejemplificología y la Interrogatística son las facetas más conocidas. Como ya sabéis, el Arte Inquisitorial evoluciona a partir del Renacimiento Tecnológico en dos ramas importantes: la primera, ligada a la Apotropía General de Juegos, es el aspecto público, digamos catártico, de la administración y propaganda de la justicia, y la otra, menos prestigiosa tanto desde el punto de vista público como interno, ha acabado reducida a un puro método informativo…
– Que me imagino que es de lo que en realidad no queréis perder el control -dijo Ígur.
El Canónico se detuvo a mirarlo.
– ¿Por qué no os conformabais, Caballero? -le puso la mano en el hombro con un gesto de reprimenda afable, como a un hijo querido-, ¿por qué quisisteis más? Ahora no estaríais entre nosotros si no lo hubierais querido todo, ¿cómo diría yo?, de la forma en que lo habéis querido -Ígur se encogió de hombros-, sí, ya sé lo que es la Primavera, Caballero, no soy tan viejo como creéis… -prosiguieron hacia otra sala-. Aquí es donde se documenta la evolución de cada paciente, y se traza la línea de tratamiento adecuada: bio-psicología, aislamiento dirigido, escenificación, terapia de grupo, terapia discursiva, reflejos condicionados -mostraba con fruición oscilante los diversos departamentos-, quimiopresión, radiotensión, gimnotracción, centrifugado intestinal. Esta sala -entraron en un quirófano aséptico, con una extensa colección de jeringas conectadas a consolas con controles y pantallas- es la de sintetización de ilusiones sensitivas, como veréis, la última palabra en depuración de la persuasión -se dirigió a uno de los Guardias-, creo que una demostración práctica sería lo más adecuado. -El Guardia se metió por una puerta, y entre dos enfermeros hicieron entrar a un individuo con una camisa de fuerza, lo sentaron en una silla ortopédica y, atado, le colocaron unos pequeños auriculares.
– Yo, que llevo todavía aún en la sangre la ira de los tifones de Júpiter… -cantó el condenado.
– ¡Silencio! -dijo uno de los enfermeros.
Pusieron en marcha los registros, y diversos esquemas con números aparecieron en las pantallas; el Canónico se dirigió a Ígur.
– Aquí es posible recorrer y tocar todos los lugares del cuerpo que pueden doler, y llegar más lejos: inventar un cuerpo percepcional mucho más extenso que el verdadero, ¡imaginad el dolor no de veinte uñas arrancadas, sino de cien uñas arrancadas, de mil uñas! ¡No de un esfínter empalado, sino de doscientos esfínteres empalados! Descubrir las regiones del hasta ahora malversado cerebro que pueden ser inauguralmente estimuladas, exhumar las más recónditas respuestas, explorar todas las terminales nerviosas y, por combinación, inventar otras nuevas -el condenado se estremeció con toda la furia que las ataduras le permitían-, hasta el último rincón, hasta la gloria de reencuentro más hiriente. -Ígur consideraba que tenía que afectarse, pero ¿qué era todo eso en comparación con lo que había pasado? Entre tanto, el condenado temblaba como una hoja-. Porque no tan sólo podemos multiplicar elementos ya existentes, uñas, esfínteres y otras variedades, sino extender el espectro percepcional a cualquier objeto. Imaginad un condenado que no tan sólo sienta dolor en su cuerpo, imaginad que pueda empezar a dolerle todo: ¡la ropa, los zapatos, la silla donde se sienta, las paredes de la habitación, todo el edificio! Toda la ciudad de Gorhgró le duele, le duele de forma insoportable todo el planeta y el sistema solar, todo eso hasta que distingue dentro del descontrol de su desesperación, como una joya en el ojo del tifón, que el tiempo tiene direcciones y volúmenes igual que el espacio y, como el espacio, tiene una alteridad y un absurdo que la especulación podrá manipular sobre el papel, pero que el cuerpo nunca podrá habitar; ¿o quizá sí? -El Canónico sorprendió una ligera sonrisa en los labios de Ígur, y se detuvo-. Debéis pensar que en el momento en que el condenado soporta el sufrimiento de todo el universo, si fuera posible ir tan lejos, que hay quien dice que sí es posible, la calidad de la sensación no importa, y lo que cuenta es haber llegado a la fusión con el todo, sea por la vía de la piedad o por la del horror -rió-. A lo mejor aún me diréis que os gustaría probarlo.
– Muchas gracias -dijo Ígur.
– Naturalmente, el trastorno nervioso que genera el proceso está controlado, porque al principio del método la mayor parte morían fulminados en el primer minuto.
– Entonces -dijo Ígur, sintiéndose obligado por la amabilidad del anfitrión-, se trata de un invento relativamente reciente.
– En cierta manera -dijo el Canónico con aire doctoral-. Siempre se ha trabajado en la aparición de nuevas sensaciones, y no tan sólo con finalidades inquisitoriales, sino, sobre todo, para obtener nuevos placeres -sonrió-; de hecho, todo esto también sirve para obtener las delicias más inimaginables. -Ígur miró de nuevo los sobrecogimientos sordos del preso-. Igual que en la vida, los mecanismos son los mismos; pero, volviendo a la historia, hay documentaciones antiquísimas acerca de la producción de nuevas sustancias, de nuevas mixturas y superposiciones de sensaciones ya existentes, a partir de la necesidad de un nuevo orden social. Pensad que ése y ninguno más ha sido el objetivo de centenares de castas. Pues bien, aquí hemos refinado definitivamente la pureza de la sensación por una parte, y por otra la suma de la variedad, pero, por desgracia, lo utilizamos al servicio de la coacción y del castigo -hizo un gesto a los enfermeros-, no os preocupéis por él, es un paciente sin valor social. -Un enfermero manipuló los controles, y el condenado modificó con violencia el ritmo y la intensidad de las convulsiones, y sangró profusamente por la nariz y los oídos-, ya lo veis: pánicos insólitos, malestares inidentificables, horrores recónditos, náuseas sorprendentes, vértigos imparables, desasosiegos sin localización, temblores indescifrables, terribles alteraciones de conceptos, espasmos insospechados, desorientaciones inacabables, inexplicables oscilaciones de carácter, súbitos desconocimientos de todo y de uno mismo, y al final, todo a la vez, ya lo veis.
El condenado se retorció como un gusano, y después de una convulsión terrible, se quedó rígido, reventadas la camisa de fuerza y las cadenas; un humo exiguo le salía de la nariz. Se lo llevaron en parihuelas.
– Impresionante, de verdad -dijo Ígur.
– Era un caso terminal -dijo el Canónico-, las opciones disuasivas o persuasivas permiten más juego -continuaron el recorrido hacia otras salas-. Aquí -mostró una serie de condenados atados a sillas, con auriculares y electrodos- podemos reproducir cualquier sensación, por ejemplo, picor en una mano -señaló a un hombre que furiosamente luchaba por soltarse-; para este paciente hay dos posibilidades, depende de la evolución que presente: o mantenerlo atado, o permitirle que se rasque. En el primer caso el sistema nervioso se degrada al cabo de unas horas, y en cuestión de días, depende del caso, afecta a los sistemas digestivo y circulatorio, y en poco más de una semana el paciente entra en alguna forma irreversible de patología nerviosa; si la finalidad del tratamiento es disuasiva, se aplican diversas modalidades: interrupciones cíclicas, interrupciones aleatorias imprevisibles con variación de intensidad, etcétera. -Ígur no sabía evitar la contemplación de aquellas miradas producto de bárbaras excitaciones de asimetrías faciales hasta las más formidables coagulaciones expresivas-. La modalidad se escoge de acuerdo con el carácter del paciente y con el tipo y duración de la perturbación que convenga generar. Si se opta por permitirle que se rasque, al no obtener satisfacción, el paciente aumentará la intensidad de la rascada hasta hacerse sangre y, en cuestión de horas, hasta llegar al hueso. Se han dado casos de presos que se han arrancado un miembro a zarpazos. ¿Queréis ver las filmaciones?
– No es necesario, gracias.
Pasaron a un pequeño teatro con el escenario lleno de aparatos diversos, la mayor parte colgados del techo, y en el centro, al fondo, una consola de mando a distancia.
– Aquí -dijo el Canónico con orgullo- es donde ensayamos las posibilidades escénicas de las causas públicas, ocasionalmente en colaboración con la Apotropía de Juegos; incluso, cuando en algún caso extremo no conviene actuar en Palacios de Expansión, hemos acogido la función aquí mismo. Por ejemplo -señaló unas correas colgantes con una serie de anzuelos minúsculos en el extremo-, aquí tenemos un Juego que se llama las Pestañas Metálicas. Se atan las manos del reo y se le atraviesan los cuatro párpados, dos superiores y dos inferiores, con los cuatro brazos de anzuelos, que contienen seis terminaciones cada brazo, de tal forma que con delicadeza y sin tirones bruscos se suspende al reo, aproximadamente con los pies a metro y medio del suelo, sin que la piel ni la mucosa se desgarren, con la inclinación precisa del brazo, regulada por el Cuantificador parcial, para que no haya diferencias de tensión entre unos anzuelos y otros, que ocasione que un mal reparto del peso provoque una ruptura, y lo mismo por lo que respecta a los hilos del nylon que sustentan cada uno de los brazos; una vez suspendido el reo, un actor, generalmente una niña caracterizada de amorcito, desde la viga de sujeción tira arena o sal y exprime limones sobre los ojos indefensos, y acaba por orinar en ellos -observó la cara de Ígur-. ¿Captáis la intención simbólica?
– No estoy seguro.
El Canónico rió como si hubiera dicho algo muy gracioso, y prosiguió.
– Al final se cortan de golpe dos de los cuatro hilos, y los otros dos desgarran los párpados y el paciente se desploma. En casos excepcionales, los párpados resisten, y entonces la niña se lanza sobre él para hacerlo caer.
– ¿Y después?
– ¡Muy bien. Caballero, veo que habéis entendido a la perfección el sentido lúdico de la Prisión! Después hay otras cosas, pero por hoy ya habéis tenido suficiente; otro día os enseñaremos las salas que faltan: reflexocondicionamiento, inoculaciones, doble tratamiento, presión por bondad, etcétera. -Lo llevaron a una habitación que de no ser por la falta de ventilación directa habría podido ser la de un hotel de medio lujo, y allí el anfitrión se detuvo-: ¿Necesitáis algo? -Ígur negó-. Pues que paséis una buena noche.
La puerta se cerró tras de sí. Ígur se sentía capaz de enfrentarse a lo que fuera; el cansancio y el desprecio le resultaban sentimientos tan ofensivos que, por una extraña compensación de los sentimientos, no le temía a nada, y se durmió nada más apagar la luz.
Al día siguiente al alba, la Guardia armada, al frente el Primer Subcanónico médico, un hombre de unos treinta años. Nada de explicaciones, empujón y fuera. Paso rápido, ahora va en serio, pensó Ígur. Directo a una cámara de preparación. Sin preguntas. Encerrado hermético completamente solo. Desnudarse, destrucción de la ropa. Ducha desinfectante a alta presión. Paso por una cinta transportadora, segunda ducha a presión, esta vez de agua helada. Cinta transportadora hasta un quirófano. Empleados con monos integrales de protección hermética lo atan a la cama bajo focos de luz azulada. Le afeitan la cabeza. El pelo de todo el cuerpo afeitado. Muestras de piel y mucosas. Prueba de alergias. Exploración integral. Recorrido de ombligo, con inversión, higiene y vaciado. Recolección de humores. Sonda uretral. Sonda anal. Obtención de semen por descarga eléctrica. Sonda estomacal. Sonda pulmonar. Escáner, test de respuestas nerviosas, electroencefalograma, electrocardiograma. Sonda ótica. Fondo de ojo. Inversión de párpados. Análisis de sangre. Punción lumbar. Extracción de dos dientes y dos muelas. Exploración y raspado de paladar y fosas nasales. Lavado de estómago. Introducción del cordón de nudos en los intestinos, y vaciado higienizante posterior. Biopsia de hígado, de páncreas, de pulmones, de riñon. Sellado cauterizante de uñas. Cinta transportadora, amarrado a la litera, hasta una sala donde el Subcanónico médico se le dirige con los datos en la mano. A su lado, dos Asistentes, uno sostiene planos y gráficos, el otro está al control electroencefalográfico del paciente.
– Paciente Quinientos quince barra Once…
– Soy el Caballero Neblí -dijo él, procurando no flaquear.
– ¡Silencio! -le cortó el Subcanónico sin contemplaciones-. Habla sólo cuando se te pregunte, y si pretendes tener algún momento para comer o para dormir, vale más que aprendas que eres el paciente Quinientos quince barra Once.
– Notaciones en posición -anunció el Asistente al control.
– Muy bien -dijo el Subcanónico-, abandonemos el círculo circadiano: ciclo de 29 horas.
– Ahora sabremos qué pasó en el Laberinto -dijo el Asistente, con un tono más de afirmación que de pregunta.
– Pero no se me acusa de… -dijo Ígur.
– ¡Silencio!
– Atención -dijo el Subcanónico-, esto es muy interesante. Supongamos la histéresis: ¡mariposa!
– No, cola de milano -dijo el Asistente-. Actividad beta, treinta y siete hercios, predominancia Apolo.
– Perfecto, nos acercamos a un máximo de orden dos. ¿Parámetro?
– Decir la verdad -dijo el Asistente.
Por primera vez, el Subcanónico se dirigió directamente a Ígur.
– Paciente Quinientos quince barra Once, tu parámetro es en este instante decir la verdad, y te acercas a un máximo. Pero la inhibición de la actividad beta indica ingestión de depresivos de manifestaciones corticales. No hay duda, existe el propósito de disminuir el umbral de excitación neuronal y reforzar las defensas con el objeto de ocultar, y eso, en tu situación, indica sin el menor equívoco conducta criminal.
– Parámetros vecinos -anunció el Asistente-: por defecto despertarse, por exceso tomar una decisión.
– ¿Debo entender que se me hace una pregunta? -preguntó Ígur. El Subcanónico apartó la vista.
– Aquí se pone en transparencia el estado del paciente, y no tan sólo el presente, sino el futuro y el pasado, es decir, las intenciones y la verdad, porque como es de lógica elemental, el presente y el futuro no tienen verdad. ¿Quieres saber cuál es el verdadero motivo por el que estás aquí? ¿Sabes cuál es, en realidad, la acusación? Es cada cual quien debe buscar su culpa, y establecer el castigo en consecuencia. ¿O quizá -sonrió entregado a una verdadera pasión intelectual- es al revés, primero encontrar el ajuste al castigo, y a partir de ahí deducir la culpa?
– Si me permitís -dijo el Asistente-, la presencia de los depresivos permite una reducción importante del espectro de acción.
– Inhibir manifestaciones corticales, aislar el éxtasis pánico, reforzar la egoación -murmuró el Subcanónico-. ¿Hay jurisprudencia?
– Incluso de etapas inquisitoriales.
– Centrémonos en vicisitudes más recientes.
– El 320, el caso Ismalónidas registra una depresión de fragilidad mnemotécnica en el orden lógico-asociacional con refuerzo de coherencia analógica, que, una vez practicada la profilaxis con perifloraminas y Tercera Demeterina, en el terreno de las ondas theta (5 hercios), reveló por analogías espectrales el conocimiento de una extensa conjura en torno al Estado Mayor del Hegémono. El caso Pultus, el 381, registra una alteración de las funciones de los neurotransmisores de las áreas cerebrales implicadas, principalmente la parahipocámpica y los receptores medulares, con inversión de funciones emocionales congnitivas, y un bloqueo de registros muy curioso, podríamos llamarlo el oscurecimiento de toda una región de propósitos morales…
– Ya lo recuerdo -dijo el Subcanónico-. ¿Y el tratamiento?
– Aislamiento sensorial, con dosis mínimas de. Demeterina B-59 para anular los beta-bloqueantes.
– Muy bien. Podría ser que, en este caso…
Los dos hombres se miraron.
– Es posible.
– ¿Qué evolución prevé el Cuantificador?
– Ruptura en mariposa entre tres y cinco días con el tratamiento actual. Hasta entonces, depresión de Locus Coerulus y del tránsito de endorfinas, con probable histéresis reactiva de orden tres. Posibilidades de ruptura: decir la verdad, traicionar; la distancia entre las dos opciones revela la ferocidad teopática del paciente.
– Interesante.
El Asistente miró las datos con fruición.
– ¡Reprogramar a un Fidai! Es todo un desafío, luchar contra la célebre respiración.
El otro le impuso silencio, pero Ígur ya se había dado cuenta de sus posibilidades.
– Paciente Quinientos quince barra Once -dijo el Subcanónico con indolencia-, no hagas caso del lema que leíste a la entrada. Aquí sólo tienes dos opciones: morir o traicionar. Si pretendes ir más allá de esa disyuntiva, el tiempo jugará en contra de tu identidad personal, y tu principal problema, aparte de la supervivencia física, será conservarla o, por lo menos, no perderla del todo.
Dieron la sesión por acabada, y lo encerraron en una celda, cuatro paredes sin un solo mueble, atado desnudo a una cama quirúrgica, con las sondas y los electrodos conectados.
Nueve días después, deshuesada el alma por la purificación diaria del vómito, el laxante y el cordón rectal, diluido el sentido del tiempo, perdido el aliento por las sondas arteriales, desengañado de la propia inteligencia y de la cohesión del espíritu, Ígur colgaba boca abajo atado de pies y piernas y con camisa de fuerza en una cámara cuadrada de techo altísimo, la cabeza a dos metros del suelo y un sistema de vientos que conferían al cuerpo una ligera curva a favor de la concavidad de la espalda y, apartando la cabeza de la pura plomada, le permitían una visión del sol aproximadamente vertical. Allí, los aparatos cuantificadores de las constantes y, después de unas horas de la más absoluta soledad, el Subcanónico y los dos Asistentes.
– Paciente Quinientos quince barra Once -anunció el Asistente de control-, una semana de tratamiento. Dioniso en apogeo. Expediente central, teopatía en primer grado.
– Paciente Quinientos quince barra Once -dijo el Subcanónico levantando la mirada hacia Ígur-, te debes estar preguntando qué sentido tiene la crueldad, y te debe rondar la memoria la transposición de esencias que hace que el torturador se torture a sí mismo; efectivamente, nadie que no sea un bárbaro o un egotítico terminal sabe que todos los cuerpos son de hecho el mismo, y no tiene ningún sentido que una mano se entretenga en hacer sufrir a un pie. Te debes preguntar, entonces, ¿por qué a mí, y de esta forma? ¡Si hay tantos más comprometidos y mucho más peligrosos! ¡Si yo no he llegado a odiar verdaderamente a nadie! ¡Y, sin embargo, qué diferente se ve todo desde donde ahora estás tú! ¿Verdad que ahora no da igual una cosa que otra? ¿Verdad que ahora ves que hay horrores peores que la conciencia de la nada que se desprende de la estadística? Ahora no crees que haya delirio intelectual que se te pueda proponer que te haga añorar un sufrimiento que te recuerde tu existencia como individuo. -Hizo una pausa y se rió-. Teópata de mierda, ahora verás. -Se dirigió a los Asistentes-: Vamos a buscar la cola de milano.
– Treinta y nueve hercios -dijo el Asistente de control.
Ígur no podía hablar, los temblores y una obnubilación tenebrosa lo ahogaban.
– Tal vez la incisión occipital fuera más rápida -dijo el otro Asistente.
– De ninguna manera -decretó el Subcanónico-, la liberación cenital de la bóveda le relanzaría la respiración ipsomórfica, perderíamos horas de trabajo.
Los dos Asistentes se entregaron a un análisis conceptual sobre el desollamiento del cráneo y la apertura cenital en media luna o en triángulo descendente, en el isomorfismo de la risa occipital que se dirige al cielo como una luna menguante al alba, y sobre las aspiraciones cerebrales (sorbencias, las llamó el Subcanónico, y los otros dos rieron con cortesía) si se trataba de un noble, o reducciones con ácido o con esencias hirviendo si el paciente era de la plebe, y la posible aplicación al caso presente.
– Cuarenta y un hercios -dijo el Subcanónico-, atención. Intenta traicionarse a sí mismo, pero no sabe cómo.
Los ojos de Ígur eran sangre pura.
– Imágenes en pantalla -anunció el Asistente de control-, cuarenta y dos hercios, hemisferio derecho en reacción.
– Dioniso se rebela -dijo riendo el Subcanónico.
Con los ojos en blanco, Ígur se encontró de repente con el Augusto del portal de su residencia de Gorhgró delante.
– Tardas más de lo que me imaginaba, Fidai -dijo.
Ahora todo está claro. Ígur es el penúltimo participante de una Fonotontina Cubierta, la inscripción fue el ingreso en la Capilla, y la resolución es la Prisión.
– Mutación -dijo el Asistente-, cuarenta y tres hercios. El condenado localiza la culpa deducida de lo que no tiene que ocultar.
Los tres reyes de Kirka, abrazados, bailaban el can-cán con sus mejores risas.
– Cuarenta y cuatro -dijo en voz baja el Subcanónico-, ¿lo ves, amigo mío? -Se dirigió a Ígur con afecto-. La verdad es una alteridad que debe buscarse, y una vez las hayas encontrado, será la referencia dominante obligada.
Con el más terrible sobresalto, Ígur asistió desde el extremo del trapecio al cuádruple mortal de Fei.
– ¡Espléndido! -dijo el Asistente.
De repente, una serie de operaciones con signos en el techo. ¿O estaban en el suelo?:
De las decisiones del Hegémono no se sabe nada. La Reforma nadie sabe en qué consiste.
Da igual = No hay nada que hacer {1}
El pueblo lo sabe todo = El pueblo no sabe nada {2}
Los pobres cada vez serán más pobres =Los ricos cada vez serán más ricos {3}
[2] = [3] {4}
[4] = [1] {5}
[5] = [1]… etc,
– Tu propia vida -prosiguió el Subcanónico- se convertirá en alteridad, ya no te reconocerás en el tiempo: te disolverás. -Se volvió al Asistente-: ¿Parámetro?
– Salir del Laberinto -respondió.
– Finalmente sabremos qué pasó.
– ¡A mi lanza -gritó con la entonación ascendente ritual el Juez de Cruiaña-, la crisálida azul Sari Milana! ¡A mi escudo, la crisálida amarilla Goiri Ennehi!
– No importa -dijo el Asistente-, hemos pasado de largo y se pierde una dirección, pero el proceso es correcto y no hay residuos atrópicos.
Ultrapasadas las agudezas del pánico, los ojos de Ígur se volvieron hacia atrás hasta mostrar ya no el blanco, sino las impostaciones nerviosas y circulatorias.
– Fantástico -dijo el Subcanónico-, el vaciado es completo. Terapia de conservación -hizo una señal a los Asistentes-, bajadlo.
Trajeron una litera de ruedas y lo depositaron suavemente boca arriba. Lo desataron y le examinaron el fondo de ojo.
– Cero coma cero tres hercios -dijo el Asistente.
– Tratamiento de recuperación -ordenó el Subcanónico con inquietud-. Después de lo que nos ha costado, no quiero perderlo.
– Histéresis. Dos hercios.
– Muy bien, aguantadlo así.
Desde las profundidades de la disolución, el paciente abrió los ojos. Una mirada neblinosa, flor dilatada, acuática más que muerta, la pupila completamente sanpaku. A una señal del Subcanónico, se lo llevaron.
Sesenta y seis días más tarde, el Paciente yacía en una silla larga ante el Canónico Mayor, el Primer Subcanónico médico y los dos Asistentes. Las intubaciones y los sensores lo mantenían conectado al Cuantificador.
– Paciente Quinientos quince barra Once -dijo el Subcanónico-, Sabes cuáles son las tres incomplitudes del interno: No me acuerdo, no comprendo, no me reconozco. ¿Las tienes presentes?
– No -dijo el Paciente.
– Eso nos conduce a un conflicto inesperado -ironizó el Asistente de control-. De ahí se deduce que se acuerda, que comprende, que se reconoce.
El Canónico rió.
– Caballero Neblí, escuchad con atención -dijo, y el Paciente no hizo ningún gesto.
– ¿Lo veis? -dijo el Subcanónico-. Creo que podemos proseguir. Paciente, has sido objeto de una esmerada operación de dardanismo intelectual; entraste con una fuerte pasión egótica, y se ha transformado en pasión claudicadora, más tarde sencillamente aceptadora. Te has dado cuenta de que el camino del amor a tus médicos, del amor a nosotros como vía de pasión autoinculpadora era, como dice el Excelentísimo Anmnesor del Imperio, la única salida posible. ¡Qué lejana ahora de ti la cruz del exilio a la que aspiraba a hacer diana un pretendido éxtasis desegoador! ¡Qué lejana aquella máxima!: 'Lo que se resuelve, no queda resuelto; lo que no se resuelve, queda resuelto.' Empujado por una necesidad más fuerte que cualquier necesidad cuantificable en términos de conocimiento, por el reconocimiento de la naturaleza del Emperador, buscaste con empeño a alguien a quien traicionar, hasta que, agotadas todas las posibilidades, acabaste por volverte en contra tuya: ¿cómo es posible traicionarse a sí mismo? Y ahí topaste con el último vacío, porque cuando algo cambia en tu esencia profunda, y ello no ocurre más que por efecto del tiempo o bien por un hecho excepcionalmente pesado, se diluye en imposturas el sentido de las anteriores traiciones, algunas dejan de serlo, y aparecen otras nuevas, insospechadas. La libertad de elección de un color sobre el mapa de las realidades cuantificables del Imperio es privilegio de los que no pretenden a cada paso cuestionarlas y sacarlas de contexto, de aquellos que de la pretensión de ir más allá de las definiciones se conforman con hacer un ejercicio de la inteligencia, sin aspirar a convertirlo en un modelo moral de vida, en una palabra, de los que, como ahora nosotros, actúan en este terreno tal y como se espera de ellos, y no es necesario exigir sentimientos ni cambio absolutos, lo que, y no me corresponde emitir un juicio de valor, hemos tenido que hacer contigo. ¡Lástima que tengas el recuerdo diluido! -Sonrió con entusiasmo-, ¡No tendrías que dejar nunca de tener presente cómo has traicionado, con qué recta entrega se han invertido odio y amor en tu interior hasta volverse innecesarios, hasta desaparecer, cómo beneficio ha sido destrucción y destrucción beneficio, cómo anhelo de venganza se ha convertido en piedad paternal, cómo piedades de todo tipo han mutado en vómitos de desprecio!
– Tan sólo nos queda una cosa por saber -dijo el Canónico-. ¿Qué pasó al Final del Laberinto? ¿Por qué matasteis al Magisterpraedi Hydene?
– ¿Quién es el Magisterpraedi Hydene? -preguntó el Paciente con voz temblorosa.
– Podemos reforzar la mecánica de regeneración y después volver a empezar -sugirió el Subcanónico.
El Canónico levantó las cejas.
– No creo que resultase. Caballero -se dirigió al Paciente con una sonrisa-, nadie sale de aquí tal y como ha entrado, y vos no seréis una excepción. Probablemente no recordaréis el juicio, pero una comisión interapotropaica os ha prescrito tratamiento en esta misma habitación, por un periodo que os será comunicado más adelante, y una vez cumplido seréis devuelto a la vida del Imperio, en espera de la reintegración definitiva.
– Paciente Quinientos quince barra Once, ¿estáis de acuerdo? -preguntó el Subcanónico.
– Sí -respondió el preso.
– Muy bien. De momento hemos cumplido los objetivos.
Sesenta y seis meses más tarde, el Paciente recibe la visita del Canónico Mayor.
– Paciente Quinientos quince barra Once -le anuncia-, estoy aquí para resolver una cuestión de identidad fiscal.
– No puedo.
– Claro que no podéis -sonrió bondadoso-, y no os preocupéis, no he venido a daros quebraderos de cabeza. Se trata tan sólo de que firméis estos poderes.
Le presentó un montón de papeles, algunos con solapas de plastificación. El Paciente los miró, y el Asistente del Canónico le señaló el espacio para que firmara y le facilitó un lápiz magnético.
– ¿Qué nombre debo poner? -preguntó el Paciente; el Canónico y el Asistente se miraron.
– Ore Enui -dijo el dignatario; el Paciente firmó con trazos vacilantes.
– Vigilante nocturno de los Almacenes de Excedentes de la Fábrica de Complementos Electromecánicos Bruijmathron amp; Co. -leyó con lentitud-. ¿Es éste mi oficio?
– Claro que sí, ¿no os acordáis?
– Sí, ahora me acuerdo.
– ¿Y qué más? -preguntó el Canónico, con entonación de dirigirse a un crío.
– Lo entiendo, me reconozco.
– Muy bien; sois muy afortunado, señor Enui -cubrieron los papeles firmados con las solapas plastificadoras que impedían alterarlos y, ya de pie para irse, se dirigió al Paciente-: ¿Alguna pregunta?
– Sí -dijo-, quisiera saber cómo progresa el equilibrio de Dioniso, mi hemisferio izquierdo, sobre Apolo.
– Dioniso rige el hemisferio derecho, ¿no lo recordáis? -dijo el Asistente, y el Paciente se quedó confuso; los demás esperaban, solícitos.
– Pero a mí siempre me han dicho…
– Posiblemente -le dijo en voz baja el Asistente al Canónico- ahora haya un desequilibrio en perjuicio de Apolo. Ya sabéis el viejo dicho: Después del terror, o la muerte o la carcajada.
– La reconstrucción es incompleta -dijo el Canónico-, pero es posible que haya una recaída si acentuamos la restauración de Apolo. Y ahora una regresión sería fatal. ¿Qué opina el Subcanónico?
– No es partidario de intentarlo.
El dignatario hizo un gesto, como si la respuesta lo estimulase en dirección contraria. El Asistente sonrió sutilmente, quizá ante una mejora de sus propias expectativas; hacía tiempo que aspiraba al ascenso, y ésa podía ser la ocasión.
– Quizá valdría la pena. El Paciente está postrado en una inhibición que no nos sirve.
– Entonces, ¿cambiamos el tratamiento?
– Sí -se decidió el Canónico-, acentuaremos las Colas de Milano entre la verdad y la muerte, y nos olvidaremos de momento de Dioniso y la Salida del Laberinto; creo, incluso, que como consecuencia del relleno cognoscitivo el elemento correspondiente resultará reforzado, y entonces podremos intentarlo con métodos persuasivos. ¡A lo mejor -rió- aún lo aprovechan en la Apotropía de Juegos!
El Asistente también se echó a reír, y miró el cuerpo lacerado, descolocado de los centros gravitacionales.
– Lo dudo mucho. La hieromórfosis ha desaparecido, pero como no había manera de disociarla de la parte teopática de la egotitis, y ésta era una parte esencial, los centros de individuación están destruidos irreversiblemente.
– Siempre le podemos reconstruir la memoria -dijo el Canónico.
– Sí, pero no la pneuma. En ese punto, la postulación Adrastea es impecable: Némesis y Orfeo en el último sentido del Juego, Fonotontina o no, es una anécdota de cariz técnico sin importancia. La resurrección, y no hablo tan sólo desde el punto de vista de la emblemática, es la principal dirección prohibida de la naturaleza.
– Ya lo veis -dijo el Canónico dirigiéndose al Paciente-, aún nos queda camino por recorrer juntos. Se trata de ver quién gana la partida final, si vos como estrella de todos los crímenes, o nosotros como sarcófago de vuestras esperanzas.
– El Juez se duerme durante la exposición de las conclusiones -dijo el Paciente.
– Son excreciones residuales -se excusó el Asistente-, es normal en su estado.
– Sin embargo, es significativo lo que ha dicho -murmuró el Canónico, y se fue hacia la puerta-. Tendremos que hilar más delgado.