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Que el Hegémono Dilart fuera tan claramente una figura de transición a la espera de que el cada día más poderoso Parapótropo Marterni consolidase posiciones no parecía ser obstáculo para ninguno de los poderes para que, en compensación, o quizá para que no todas las indefiniciones criasen incertidumbre desde un mismo nido, el Príncipe Bruijma reinase en toda la extensión que le propiciaba el tener los triunfos en la mano, en especial el que desde todos los sectores se consideraba el pacto más importante desde la alianza entre Gúlkuros, Jéiales y Beomios para estabilizar el Imperio: el cometido con "el ala dura, a la que ahora todos tenían que llamar la genuina, de las dinastías Astreas, con el rehabilitado Príncipe de La Valaira al frente, inclinando el dominio de la nobleza hacia una no declarada bicefalia protocolaria, que no real, es decir económica, porque muchos engranajes oxidados aún, aún muchos resortes perdidos se tenían que reconstruir, aunque fuera al precio de ensangrentar más patíbulos que durante la superada persecución de los tiempos de Ixtehatzi, en la burocracia Astrea, tan maltratada por los años de ostracismo y depresión. Y como el péndulo y la balanza tienen sus leyes y de acuerdo con ellas pagan su tributo a la gravitación y al equilibrio, así la restauración de los Astreos en toda su magnificencia arrastró a La Muta a los fangosos marasmos de la persecución y la caída: el profeta Jarfrak, el ex Anamnesor en persona, conoció los horrores de la Agonía de la Prisión, y con las piernas cortadas a la altura de la rodilla acabó sus días ante la multitud del Palacio Lodeia asaetado por su hombre de confianza y designado sucesor en la guía de la causa, y toda la dirección, hasta el último subalterno, fueron eliminados por exterminio físico, por desdibujamiento personal o por integración, hasta que, borrada La Muta hasta del recuerdo, en la medida en que una voz de crítica y cuestionamiento provoca ser despreciada y perdida, las luces y las sombras de la vida cortesana se instalaron de nuevo en la cansada nobleza y la casta dignatarial del tantas veces consecutivamente encendido y helado Gorhgró, y de allí se extendió a los Palacios de Lago de Beomia, hasta Eraji, a partir de donde llegó al lugar de donde con toda probabilidad había salido: el Palacio Imperial de Silnarad, la torre oscura que desde las más conspicuas solvencias fue por fin de forma explícita reconocida como Residencia del Emperador. Pocos fueron los llamados a la corte, pero los suficientes para hacer revivir la agitación y la polifacecia moral y sentimental sobre la existencia de un Lutaris XII en plenitud de sus atributos intelectuales y decisorios y de salud, o por lo menos excesivos para que entre ellos un engaño no encontrase la escapatoria que siempre en la más insidiosa acogida encontrará difusión y resonancia. Aunque el pueblo no le hubiese visto la cara, aunque continuase en cierta manera tratándose de una presencia oculta, la seguridad sobre el Emperador, unida, por lo menos oficialmente, al fin de los enemigos institucionales del Imperio, revitalizó como hacía tiempo que no se veía la aparentemente desmilitarizada vida pública de las ciudades. En cultivo tal se sumergió, liberado de su larga condena y olvidado de amigos y parientes, el vigilante nocturno Ore Enui, desorientado por un cambio de relaciones con las cosas que no sabía, y ya ni le angustiaba la certeza de que no acabaría nunca de saberlas, en qué proporción era consecuencia más de un cambio de las cosas o de un cambio de sí mismo y, respecto al último caso, en qué consistía ese cambio y qué había eliminado en su interior. Los primeros días, hasta que se acostumbró a vivir en los barracones del Almacén de Excedentes de la Bruijmathron amp; Co., y con un horario laboral muy absorbente, no veía la hora ni la disposición para salir del círculo trabajo-reposo, y estaba demasiado cansado hasta para notar el recelo que despertaba en sus compañeros de trabajo y entre los del barracón, del aislamiento en que vivía, quizá porque tantas caras diferentes le parecían una maravilla de frondosidad social después de tanto tiempo solo entre cuatro paredes, higiene y alimentación por procedimientos mecánicos sin más presencia que el guardián que pasaba revista.
Un día, por fin, pasadas unas semanas, se sintió recuperado y con una mínima disposición de ánimo para intentar romper la férrea rutina, y quiso entablar conversación con los compañeros de trabajo; todos se lo quitaban de encima con evasivas, y lo atribuyó a su pasado de presidiario. Desistió, y escondiéndose sin saber por qué instinto de protección, empezó a hacer ejercicio físico y a entrenar la elasticidad y el fondo al principio, más adelante la potencia muscular y los reflejos. Una tarde, poco antes de entrar al turno, lo abordó un compañero, un hombretón de los más huraños y reservados, pero también uno de los que más confianza le inspiraban.
– Eres valiente -dijo el individuo con una sonrisa-. ¿Sabes qué podría pasar si el encargado te ve?
– No -dijo Ore-. ¿Qué podría pasar?
El otro se rió.
– Me caes bien. ¿Qué haces el día libre menologial?
– El pasado me quedé tumbado en el parque. Podríamos dar una vuelta por el centro.
– Muy bien -dijo, y le dio la mano-. Me llamo Tibu.
– Ore Enui -dijo el vigilante, y se la estrechó; Tibu soltó una carcaja
– No me hagas caso, Ore. Entonces, hasta el día libre.
El día libre menologial, Ore y Tibu tomaron un transporte hasta el centro de ocio comercial de Gorhgró, y allí se gastaron los créditos que se habían permitido llevarse, reservando algunos para la vuelta. Despues de que el alcohol los hubiera aburrido, Ore propuso tomar otro transporte para ir a la izquierda del Sarca, una zona que, sin saber por qué, le atraía especialmente. Por el camino, la conversación que las dilaciones mentales había diluido se reestableció.
– ¿Y tú antes qué hacías? -preguntó Tibu.
Ore se extrañó.
– ¿Antes de qué?
Tibu miró al horizonte con melancolía.
– Antes de que te enviasen aquí.
Ore miró el mono gris que llevaba puesto. Se miró las manos y los zapatos, y en la terminal de transportes se apearon.
– No lo sé, no me acuerdo. ¿Y tú?
– Yo recuerdo solamente la Prisión y la Apotropía de Juegos -dijo Tibu con orgullo-. Yo sobreviví a tres jornadas de Juegos en el Palacio Golring.
El nombre encendió una minúscula chispa en el desviado intelecto de Ore.
– Eso me recuerda algo. Me gustaría ir a echar un vistazo.
Tibu miró la hora.
– Hoy no tenemos tiempo. El próximo día libre, si quieres.
Contrariado, Ore desafió las miradas de reprobación de los Guardias armados que patrullaban de cuatro en cuatro. No se había dado cuenta de que sus atuendos no se adecuaban a una zona residencial distinguida -Está bien -dijo, y de repente sintió extrañezas recónditas, impulsos desconocidos, atracciones inexplicables hacia lugares precisos.
– Deberíamos volver -dijo Tibu pasado un rato-. Entramos dentro de tres horas.
– Un momento.
Fueron hacia un imponente edificio dormitorio. En la portería se escondían dos o tres mendigos, y cuando los vieron acercarse, adoptaron una actitud hostil; uno de ellos se asomó agresivo. Ore se le encaró; el otro llevaba restos de maquillaje en la cara, y la ropa se le caía a jirones. Se quedaron mirando, con más curiosidad que indisposición. En el aire del indigente había algo de payaso, y de repente se puso a reír y señaló a Ore.
– ¡Caballero! -dijo; retrocedió, y los demás pelagatos estallaron en carcajadas roncas.
– Vamonos de aquí -dijo Tibu, tirando de su compañero.
En el transporte de vuelta los dos estaban pensativos.
– ¿Qué ha querido decir con Caballero? -preguntó Ore.
– ¡Y yo qué sé! -se lo quitó de encima Tibu.
Se hacía de noche, y les esperaba una larga jornada de trabajo.
Al cabo de un mes justo, tal y como habían quedado, y después de unos días de inseguridades y vaivenes, Ore y Tibu se acercaron al Palacio Golring después de comer, como en la anterior ocasión, en los puestos de la calle de las inmediaciones del Gran Mercado, y a medida que cruzaban los puentes del Sarca en dirección a Levante, la sensación de inquietud antigua tomaba cuerpo en el interior de Ore Enui, y se confirmó plenamente al ver la fachada con las torres en las esquinas y la cúpula central. Bajo el balcón principal, un gran escudo con dos personajes, el de la izquierda sentado en un cubo, con alas en el casco y el caduceo en la mano, el de la derecha, una mujer desnuda con los ojos vendados encima de una esfera, y la peana del escudo, formada por tres caras de un prisma hexagonal, con las inscripciones 'El Juego ya estaba echado cuando tú aún no sabías ni que existía' la de la izquierda, 'El Juego está echado' la central, y la de la derecha 'Cuando creas haber perdido, el Juego aún no estará echado'. Fueron hasta la puerta, a pesar de las advertencias de Tibu, y allí la Guardia los obligó a retroceder a treinta metros de la entrada.
– No se puede entrar si no eres noble o un invitado de la casa -dijo Tibu con la condescendencia de quien ve confirmadas sus objeciones; Ore insistió, y el Guardián cargó el arma-. Será mejor que nos vayamos -tiró de él Tibu.
– ¿Siempre se ha llamado Palacio Golring? -preguntó Ore.
– No -dijo Tibu-. El regidor de espectáculos de la sala central me explicó que antes era el Palacio Králakai, y que con el traspaso de dueña cambió de nombre. La actual es Sadomin Golring. -Puso los ojos en blanco-. Yo la vi un par de veces, y por más que te contara no podrías ni imaginarlo. No me extraña que sea la reina de Gorhgró.
– ¿Qué edad tiene?
– Oh, no es como la mayoría de Dueñas de los Palacios de Expansión -explicó Tibu devotamente-. Madame Golring es joven, es la mujer más bella de la ciudad, ¡y eso que hay muchas!, tanto de cara como de tipo. Mira -miró a su alrededor por si alguien podía verlos-, a mí me dio una foto holográfica como recuerdo, cuando me indultaron.
¿Quieres verla?
– Sí, enséñamela -dijo Ore.
Tibu se sacó de la cartera la holografía cuadrada, y la contemplaron un rato, cada cual abandonado a sus evocaciones.
– Dicen que tiene un pasado inconfesable, y lo cierto es que lo que se dice de ella en la actualidad sería escandaloso si no se tratase de la Dueña de un Palacio de Expansión.
– ¿Ah sí? -dijo Ore, sin apartar los ojos de la foto-. ¿Qué se dice?
– Era el terror de las esposas de los personajes influyentes, y capaz de grandes proezas en las orgías más refinadas, pero ahora ha entrado en la categoría más alta, quién sabe hasta dónde puede llegar. Dicen que es amante de los grandes Príncipes.
– ¿Los grandes Príncipes? -preguntó Ore.
– Bruijma no, claro -se justificó Tibu-, pero sí los jóvenes que lo sucederán: el Príncipe Timieus, y ese otro, ¿cómo se llama el Jéial?
– ¿Simbri? -dijo Ore.
– No, hombre, ese hace tiempo que murió -hizo un esfuerzo de memoria-…¡Reinjart!
Ore rebuscó resonancias en la foto. Por más que la beldad tuviera una expresión grave, un sutil aroma de dureza y a la vez benévola y cruel ironía destilaban de ojos y labios en una mirada inequívocamente teñida de todas las cosas que había visto, en un gesto en los labios formado por todas las que había dicho y hecho.
– En otros tiempos fui amante de esta mujer -dijo Ore, hablando como un autómata, pasada la primera mirada de inquietud, Tibu se rió.
– ¡Claro que sí!
Ore le devolvió la foto.
– Vamonos -dijo.
Enfilaron hacia una galería porticada en el centro de una elevación, desde donde se dominaba parte de la ciudad; al Norte, al fondo, el imponente macizo de la Falera.
– Tendríamos que empezar a pensar en volver -dijo Tibu-, llegaremos tarde al trabajo.
– Quiero pasar por allí -dijo Ore-, vete tú si quieres.
Tibu miró el reloj.
– No, te acompaño, pero no nos entretengamos. -Fueron hacia el transporte-. ¿Se puede saber por qué quieres ir?
– No lo sé -reconoció Ore.
Ya en el transporte, Tibu se rió.
– Tienes tendencia a visitar lugares problemáticos; tampoco creo que nos dejen acercarnos a las Cavas del Imperio.
– ¿Las Cavas del Imperio? -preguntó Ore-. Yo creía que era otra cosa.
– ¿Qué?
– No lo sé exactamente -dijo Ore, con impaciencia-, por eso quiero ir.
Llegaron a la puerta Sur de la Falera cuando ya era noche cerrada, y Ore se dirigió a la Guardia con precauciones a preguntar cuál era la función de la construcción interior; lo miraron con inacabable suficiencia.
– Eres forastero -dijo uno de ellos, como insulto-. El parque mineral está en la otra entrada, pero a esta hora también está cerrado. Esto son las Cavas Centrales del Imperio.
– ¿Las Cavas de qué? -insistió Ore, y dos Guardias más avanzaron; Tibu se interpuso, y el Oficial tomó la voz cantante.
– A ver, ¿qué pasa aquí? ¿Qué quieres? Ésta es una sección reservada al acceso público. -Ore hizo un gesto de no estar de acuerdo, y el Oficial se encaró a Tibu-: Haced el favor de circular.
Ore y Tibu se apartaron.
– Si no volvemos pronto, tendremos problemas en el trabajo -dijo Tibu, preocupado por la dispersión mental de su compañero; pero de momento, su actitud parecía más una forma de inercia que un convencimiento, y volvieron al Almacén.
Una transformación perceptible se operó en los días siguientes en las maneras y la actitud del Vigilante nocturno Ore Enui, incluso en su aspecto físico. Ya ni se ocultaba al hacer los ejercicios gimnásticos, que cada vez se parecían más a los de la meditación y las artes marciales. El recelo y la distancia de los compañeros aumentaba en consonancia, a excepción de Tibu, quien se había autootorgado el papel de voz de la prudencia, pero dispuesto a estar de parte de Ore cuando fuera preciso. Había empezado por procurar que nadie reparase en las largas permanencias de Ore ante el espejo, pero pronto la evidencia de que la mirada del compañero sentía ciegamente el peso de todo lo que le habían obligado a olvidar, del héroe por desidia suicidado en su interior, lo asustó hasta el punto de él mismo no querer saber nada. Día a día, Ore perseguía en la oscuridad de su interior los restos del desastre por vaciamiento, sin descorazonarse por la vulgaridad de esperar, sin temer que el miedo que sacude incertidumbres sirviera, como a tantos otros (como casi a todos), para hundirlo aún más en el lodo que las acoge. Y, sin embargo, a pesar de que avivar el pensamiento sobre quién podía haber sido él antes de suicidarse no le parecía especialmente útil, y además lo sumía en periodos de desinterés y abandono, porque ésta era una actitud frecuente entre quienes, en Gorhgró, tenían la desgracia de no pertenecer a la nobleza ni al alto funcionariado, y la pena aún mayor de no ser completamente imbéciles y negados para la reflexión y el inconformismo más exiguos, por encima es de los esfuerzos de Tibu algo, poco a poco, destilaba hacia el resto de la comunidad laboral. Un aire peligroso de transgresión no declarada, no definida, se apoderaba día a día de la vigilancia nocturna del Almacén de Excedentes de Bruijmathron amp; Co, y cuanto más tardaba en llegar una reacción de los dirigentes, más nociva le parecía a Tibu que sería cuando se produjera.
Pero no se produjo, y una madrugada, al final del turno del trabajo, cuando faltaba poco para los días libres hebdomadariales, Tibu se encaró con Ore.
– Me preocupas -le dijo después de infructuosos intentos indirectos-, y no me interpretes mal: si haces alguna locura, resultaremos todos perjudicados, porque nadie cree que los antisociales actúen solos. El año pasado, un tornero…
– Ya lo sé -lo interrumpió Ore-, y precisamente por eso creo que es mejor que no sepas nada de nada. Si me pasa algo, será más seguro para ti y para los demás no tener informaciones oscuras.
Se tomaron una copa, y Tibu acabó herido en su amor propio. Los términos de la cuestión se invirtieron.
– Todos, quien más y quien menos, procuramos no acercarnos a los abismos prohibidos de la memoria. Pero a ti parece que no te dan miedo, incluso te complaces en ellos. ¿Qué crees haber descubierto?
– Creo que la Falera no siempre ha sido una cava, que no hace mucho era una construcción inteligente.
– ¿Qué quieres decir? ¿Una fuga? ¿un teorema?
– En cierta manera un Juego, sí. Un Laberinto -dijo Ore con convicción-, como los de Bracaberbría y Eraji.
– Si lo ha sido, debió de ser antes del Renacimiento Tecnológico -dijo Tibu, que era un gran lector de historia-, y no hay ninguna prueba.
– No, hablo de ahora, de hace pocos años -precisó Ore-, y tengo un plan para descubrirlo -bajó la voz-. Si me pudiera poner en contacto con La Muta, me dirían la verdad.
– ¡No digas barbaridades! -dijo Tibu-. Sabes muy bien que La Muta ha sido aniquilada.
– No lo creo, pero aunque fuera así -se detuvo dubitativo-, que podría ser, intentaría ponerme en contacto con los sectores Astreos de las alas extremas de la antigua clandestinidad; el Laberinto de Gorhgró tenía que ser cosa de ellos, sin ningún género de duda.
– ¿Te das cuenta de que eso equivale a conspirar contra el Hegémono? -sonrió-. Claro que te das cuenta; pero no hace falta que te preocupes por la Administración, los propios Astreos te matarán en cuanto levantes la cabeza. ¿No sabes que lo que más detestan los conversos es que les recuerden el pasado? -Se hizo un silencio-. ¿Cómo piensas hacerlo?
Ore sentía cómo los chichones de la tristeza se le resquebrajaban, y no sabía qué iba a supurar de ellos.
– Mañana hay un transporte de material a las Cavas; el control está en manos de los expertos, y si las cosas son tal y como creo, alguno habrá del sector negro de los Astreos. La operación se hará de noche, y la partida es de nuestro sector. Como es considerado un trabajo gravoso y de riesgo, hay una prima para los voluntarios. Me he apuntado, y -sonrió- te he apuntado a ti. Es decir, si no te da miedo.
Tibu se quedó de una pieza, y no le sostuvo la mirada.
– Debo estar loco, pero te acompañaré.
Niebla, focos y retumbos metálicos en la oscuridad, sombras impersonales y prisa vacía eran los aires de la operación de transporte, con una estimación de duración de cuatro horas, en la que Ore y Tibu, tan presionados por el trasiego que les parecía que no hallarían ni un minuto para despistar, no sabían ver señal o prueba en ningún rincón, ningún signo de confirmación o fracaso de una hipótesis que, a fuerza de darle vueltas, habían acabado guarneciendo con todos los atractivos de la aventura y de lo imposible. Pero para encontrar un indicio no bastaba con querer matar la rutina, hasta que, finalmente, una aglomeración de vehículos en la entrada de una boca les permitió apearse del transporte y fumarse un cigarrillo.
– ¿Qué opinas? -preguntó Tibu.
Ore miró a su alrededor; los focos eran demasiado potentes y concentrados para una buena visión de conjunto (seguramente tales características no obedecían a otro propósito), y tan sólo iluminaban puntos concretos; el resto quedaba a oscuras, y la sensación se acentuaba por el deslumbramiento de la luz directa o reflejada en piedras y metales.
– ¡Vosotros! -gritó un Guardia-, ¡volved al transporte inmediatamente! ¿No sabéis que no se permite bajar hasta el sector de descarga?
Obedecieron sin prisas, bajo una mirada furiosa. Cuando les tocó el turno, entraron en el último sector, y realizaron su trabajo, que resultó pesadísimo y verdaderamente peligroso, porque ante las medidas de seguridad prevalecía la imperiosa necesidad de haber acabado a la hora fijada; respecto a la actividad detectada, después de un incierto intercambio de opiniones. Ore y Tibu concluyeron que debía de tratarse de una explotación minera. La obstrucción se repitió a la salida, y cuando ya hacía media hora que estaban parados en la cola, Ore se decidió.
– Debe haber un control -dijo-. Bajemos.
Tibu se encogió de hombros.
– Espero que no nos volvamos a encontrar con el mismo de antes.
Se apartaron de la caravana. El Atrio de la Falera estaba compartimentado, pero más allá de los tabiques se adivinaba un techo remoto.
De pronto, la cola retomó el movimiento.
– Vamos -dijo Ore-, vamos a la salida; en el último momento nos colgaremos del transporte.
Así lo hicieron, y cuando faltaban tan sólo diez metros para llegar a la puerta, se volvieron a detener. Entre los Guardias del control, en segundo término pero en clara actitud de supremacía supervisora, había un Caballero de Capilla. Como si lo hubieran hipnotizado. Ore se lo quedó mirando.
– Vamos -tiró de él Tibu con discreción apresurada-. Ya encontraremos otra ocasión.
En aquel momento los Guardias los vieron.
– ¡Atención! ¡Vosotros dos! -gritó uno de ellos, y un Oficial se acercó-. ¿Qué hacéis? ¿Por qué habéis bajado del transporte?
Los agarraron. Ore no le quitaba ojo al Caballero.
– ¿De qué unidad sois? -dijo el Oficial-. ¡Documentación!
De repente, Ore saltó hacia atrás, y clavó su mirada en la espada del Caballero. Lo abrumaban súbitas sacudidas de lucidez, como en la noche relámpagos de revelación.
– ¡Ahora me acuerdo! -gritó, y se encontró apuntado por media docena de fusiles-. ¡Ahora sabré quién soy y qué quiero!
– ¡Atención! -gritó otro Oficial-. ¡Cuidado con las radiaciones! ¡No disparéis los lásers aquí dentro!
– ¡El orden social es falso! -gritó Ore-. ¡Tenemos que contactar con el Fidai Mongrius, él me dirá quién soy!
Con una sensación de lentitud potentísima, que contrastaba con el vertiginoso acontecer de los hechos. Ore fue presa gozosa de los mecanismos de evaporación, inercia planetaria, mecánica cólica, temperatura y estación que hacen posibles los grandes tifones de la Costa Sur del Imperio.
– ¿Qué dices, loco? -gritó Tibu, y un Guardia lo tumbó de un culatazo; Ore se libró de los que lo acorralaban y huyó hacia la puerta.
– ¡Cogedlo! -dijo el Caballero-. ¡Que no escape!
En la puerta, los ojos de Ore se clavaron en los emblemas del frontón, que antes no había sabido ver. Dentro de un enorme pentágono estrellado, con fondo amarillo, lucía en vertical la doble hacha negra.
– ¡Lo sabía! -gritó Ore con una alegría desesperada-. ¡Ahora sé por que se retiró Arktofilax! ¡Yo soy el Fidai Ígur Neblí, el Invicto Entrador de este Laberinto!
– ¡Coged a ese loco! -oyó a sus espaldas, y salió corriendo; lo alcanzaron entre doce en un rellano lateral de la Falera; no llevaba armas, pero se enfrentó a ellos con las manos abiertas.
– ¡No me habéis vencido, mi respiración está intacta! ¡Yo soy Harpsifont, y volveré para enseñaros el camino de las estrellas!
Una punzada de hielo en el costado; la segunda cuchillada, la tercera. Cuatro, cinco, seis. Siete. La caída pausada en la oscuridad. Poco después, la Guardia se iba, y en la noche inmensa de Gorhgró, el charco de sangre alrededor del hombre vestido con mono gris, abandonado en el último rincón negro, era insignificante, verdaderamente insignificante.