38278.fb2
A la hora señalada, un Teniente de los Imperiales al frente de cuatro Guardias llevó al hombre perdido en sí mismo a la puerta de la residencia del Caballero de Capilla Per Allenair, un palacete antiguo que permitía suponer la ascendencia noble del propietario. Un criado de aspecto nada servil les abrió.
– De acuerdo con las órdenes -dijo el Teniente-, os hago entrega del Número Seiscientos dieciséis millones doscientos treinta y seis mil sesenta y ocho.
– Adelante -dijo el criado, y firmó el papel que le presentaba el Oficial; después se dirigió respetuosamente al individuo aludido por el Guardia-: Caballero, tened la bondad de pasar.
– ¿Queréis que deje dos soldados, para más seguridad? -preguntó el Teniente; el criado lo miró con desprecio.
– Os lo agradezco, no es necesario -dijo, y les abrió la puerta; cuando estuvieron fuera, se dirigió de nuevo al invitado-: Si gustáis, Caballero Neblí, el Caballero Allenair os espera.
Lo condujo a una sala donde, de pie, el Caballero lo recibió.
– Fidai Neblí -dijo con una sonrisa contenida que revelaba una fuerte emoción-, no sabéis cuánto me alegra haberos encontrado.
Ígur se resistió desesperadamente al pánico que le producía la idea de un desfallecimiento inmediato.
– ¿A qué os referís? -balbució-. ¿Dónde me habéis encontrado? ¿Por dónde me buscabais, de dónde me he perdido? -La expresión del anfitrión pasaba lentamente de la sorpresa dolorosa a la tristeza calmada, como si se hiciera cargo de una situación penosa-. ¿Por qué os alegráis de encontrarme, si vos y yo nunca hemos sido amigos?
– Os ruego que os tranquilicéis. ¿Cómo es posible que alguien diga, y precisamente vos, que nunca hemos sido amigos?
Ígur se hizo añicos en la inmensidad magnánima de aquella mirada clara; habría querido verse en ella como el que ha acabado la juventud con serenidad y sin debilitarse, como aquel que, más fuerte que los demás, sobrevive al naufragio y entra confiado y generoso en la noble competición de los obsequios, pero se abandonó sin resistencia, extenuado, disuelta la voluntad y el orgullo como una criatura que cae en los brazos de los suyos después de un mal paso, y con el placer del desarbolamiento, se lanzó a las lágrimas con toda la fuerza acumulada en tantas incertidumbres y temores.
– Os ruego que me excuséis -dijo sollozando, firmemente decidido a expiar el desastre que llevaba dentro.
Allenair respetó su desahogo, y cuando le pareció que se recuperaba, le habló con voz confortadora.
– Caballero, entiendo que habéis pasado tragos terribles. Tal vez queráis noticias de la situación actual del Imperio.
Ígur levantó la cabeza.
– ¡Ya la sé! Lo que no entiendo es mi posición. ¿Por qué ha desaparecido todo lo que yo había tocado antes de la Prisión? ¿Por qué ha desaparecido el Laberinto sin que nadie se atreva a hablar de ello?
– ¿El Laberinto? -dijo Allenair, perplejo.
Ígur se echó las manos a la cabeza.
– Un momento -dijo intentando no caer de nuevo en el descontrol del gemido-, antes de contarme lo que son las cosas, creo que debierais saber lo que yo recuerdo.
– No me atrevía a pedíroslo -dijo Allenair con suavidad-, visto cómo os encontráis, pero creo que nos ahorraría sorpresas y dilaciones.
Ígur hizo una relación detallada del aprendizaje en Cruiaña al lado de Omolpus, sin olvidar a los condiscípulos, Milana- en lugar destacado, la ida a Gorhgró, el Acceso a la Capilla y la peripecia del Laberinto con Debrel y el mundo del Palacio Conti, desistiendo de hacer una clasificación paulatina de los hechos de acuerdo con el grado de discreta sorpresa del interlocutor ante un nombre determinado o una situación, y sí, en cambio, arrepentido a cada cosa que rememoraba de tanta imprudencia suya, de tanta codicia, de tanta soberbia, sin que lo detuviera una última brizna autocrítica que le hacía apreciar cómo el Imperio había conseguido que encontrase un consuelo verdadero en la más completa y sincera autoacusación, a la vez que en la sensación de desastre irreversible encontraba la mejor ligereza de liberación.
– Y eso es todo, Caballero -dijo al final, satisfecho del peso que se había quitado de encima.
Allenair lo miró abrumado.
– Caballero, no os puedo ayudar. Mejor dicho, no sé cómo podría ayudaros sin causaros un perjuicio más grave del que ya os han infligido. Sabed tan sólo -vaciló- que habéis sido… que para mí no dejaréis nunca de ser uno de los más nobles Fidai que ha tenido la Capilla del Emperador.
Ígur hizo un esfuerzo para no volver a desbaratarse en lágrimas. El delirio por hacerse perdonar había cedido en él por completo al delirio autoinmolador.
– ¿Y vos y yo no estamos en bandos contrarios? -dijo, ahogado de angustia, y el otro negó con un gesto-. ¿Nunca lo hemos estado?
– Allenair continuó negando, y para ello ahora ya le bastaba, por extensión, con la tensa inmovilidad de la mirada-. Y vos… sois un Astreo negro, ¿no? -El Caballero lo miraba tan fijamente que Ígur sintió cómo el desmoronamiento volvía con más fuerza que nunca, y sintió que el Laberinto es un nudo, y nunca sabría qué es antes y qué después, y qué ha sido dentro y qué fuera-… ¿Insinuáis que el Laberinto es un recuerdo que me han fabricado en la Prisión? Pero ¿por qué?
Allenair abrió los brazos.
– Poco más os puedo decir -murmuró con una preocupación que
Ígur intentaba desesperadamente interpretar paso a paso sin que nada se le escapase, pero también sin que el pánico le hiciera confundirse o excederse-; en este estado sois demasiado vulnerable. Lo que ha pasado en el Palacio Golring o en la Bruijmathron se puede repetir, y si no tenéis la suerte de que yo o algún otro que os conozca os vea…
La angustia de Ígur se tomó un receso. Se le ocurrió que los últimos hechos, incluida la aparición a última hora de Allenair en la sala de Juegos del Palacio, eran un montaje para socavar su personalidad.
– Quisiera saber qué es verdad y qué no lo es de todo lo que os he contado.
Allenair sonrió.
– Eso es metafísica, amigo mío. Todo es verdad, todo es mentira… Cuando vos interpretáis vuestro recuerdo, ¿quién soy yo para desmentirlo?
– Yo no lo veo así… Os lo diré de otra forma: ¿dónde están las personas de las que os he hablado?
– A Milana lo matasteis vos tal y como habéis explicado, a pesar de que las circunstancias, en fin… De Debrel y de su mujer hace tiempo que no se sabe nada, Marterni es el Parapótropo, Bruijma es el primero entre los Príncipes, Ixtehatzi murió retirado hace siete años, Berkin es el Decano de la Capilla, Ifact es el Equemitor de Recursos Primordiales… -Miró la expresión tensa de Ígur-. Os comprendo, Caballero. No os podéis fiar de nadie, y yo no seré la excepción. Lo único que puedo hacer por vos es facilitaros un viaje a Lauriayan, al Palacio Gudemann, que es quizá el lugar donde las cosas han cambiado menos en relación a como las recordáis. Quizá entre el Conde y Madame Brosmana encontraréis la paz, si no podéis encontrar las respuestas.
Allenair mandó servir la cena.
– ¿Puedo saber cómo y por qué fui a parar a la Prisión?
– Claro, si no lo recordáis no tengo inconveniente en decíroslo -dijo Allenair-, pero me pregunto hasta qué punto es mejor que lo mantengáis en el olvido.
– ¿Por qué? ¿Qué teméis que haga?
El Caballero lo miró con afabilidad.
– ¿Estáis en condiciones de manejar la espada y el fusil? ¿Estáis ágil como antes? -Sonrió sin esperar respuesta-. Lo que temo que hagáis es lo que os podría volver a…
Ígur soltó los cubiertos con más desesperanza que rabia, con un cansancio inconmensurable.
– Ya lo entiendo. Soy un insolvente en todos los terrenos. ¡Más valdría que me devolvieseis al Palacio Golring!
Allenair sonrió con resignación.
– No preciso deciros que en lo que decidáis, os ayudaré sin reservas -dijo con suavidad.
– No debo tener muchas alternativas -dijo Ígur, intentando sonreír-, estoy en vuestras manos. -Dejó una pausa dilatada-. ¿Qué ha pasado con mi sello?
– Lo mandaré reclamar a la Agonía de la Prisión, no os preocupéis, y os lo haré llegar a Lauriayan. Entre tanto, tomad el mío. Dejó en la mesa un piedra cuadrada de un azul intenso, con un águila negra en bajorrelieve.
– Pero ¿y vos? -dijo Ígur, mirando el sello sin atreverse ni a tocarlo;
Allenair hizo un gesto de indiferencia.
– Yo vivo medio retirado, prácticamente no lo utilizo. Seguramente el año que viene solicitaré la Magisterpraedicatura -dijo-. Ya me lo devolveréis cuando recibáis el vuestro.
– Como digáis -dijo Ígur, pensando que en el salón central del Palacio, Allenair no se le había antojado precisamente un Caballero medio retirado, pero como en su situación no le veía objeto a desconfiar de la única persona que lo trataba bien en muchos años, no insistió-. ¿Cómo iré a Lauriayan?
– Pasado mañana va hacia allí nuestro amigo Deiri Cotom, ¿lo recordáis, ¿verdad? Podéis ir con él. Mientras tanto, sería un gran honor que aceptaseis ser mi huésped.
– El honor será mío -esbozó una sonrisa forzada-. Nunca olvidaré vuestra comprensión y vuestra ayuda.
Acabaron de cenar, y después Allenair quiso indicarle en persona su dormitorio.
– ¿Necesitáis algo más? -le dijo en el umbral de la puerta.
– No; es decir, sí, quisiera haceros una pregunta. -Allenair esperó atento-. El Emperador… ¿dónde está? Quiero decir, ¿lo habéis visto? ¿Ha hecho alguna aparición pública? Me refiero…
Allenair sonrió y desvió la mirada.
– Queréis decir si existe, ¿verdad? -Ígur no hizo ningún gesto-. Caballero, necesitáis un buen reposo más de lo que yo creía. El Emperador es un atleta, un cazador de primera categoría, un practicante de la pesca submarina insuperable y un esgrimidor tan notable que necesita practicar con los Fiadi Invictos si quiere un rival a su altura.
Decidido a superar la opresión emotiva que no lo abandonaba, Ígur creyó por un instante que ésa era la prueba definitiva que confirmaba sus sospechas.
– Una última cuestión: Sadó… quiero decir Madame Golring -sonrió, incomodado-, vos la tenéis que conocer, esta tarde no erais un extraño en su Palacio -Allenair se mantenía a la expectativa, y cuando Ígur notó que el anfitrión no le concedería el respiro de dar la pregunta por formulada, se armó de valor-: ¿dónde está? ¿Es la amante de los Príncipes, tal como dicen?
– Muy bien. Caballero -dijo Allenair-, vuestra capacidad asociativa mejora, vais recordando. -Dejó una pausa como si buscase la frase precisa-. A Madame Golring no le basta con los Príncipes, es la amante del Emperador.
En la brumosa lejanía del horizonte Sur del Mar de Hierro, contra el exceso sobrecogedor de la luz hiriente, lentamente se definía la silueta azulada de la Isla de Lauriayan, abrupta formación rocosa que desde las ferocidades urbanas de donde procedían maravillaba por la aparente ausencia de la mano del hombre, la falta de indicios de la barbarie que se concede en llamar civilización. A pesar de la poca altura, el helicóptero abrazaba la extensión completa y, aún poco antes de aterrizar en el heliopuerto de la llanura que prolongaba tierra adentro la placidez orográfica de la bahía, era posible ver mar alrededor de toda la Isla hasta que la disminución de la altura interpuso la colina Sudoeste y la Sudeste, que en su cima sostenía, como un nido de águilas, el incomparable Palacio del Conde Gudemann.
Por el camino desde las pistas de aterrizaje, Ígur rompió el silencio que desde Gorhgró le había inspirado la presencia de Deiri Cotom, el enano del que venían tan funestas resonancias, y, a través de la sorpresa corporal que procediendo de Gorhgró infligía el clima tórrido, la breve conversación acentuó la prevención que los dudosos recuerdos habían instalado. Llegaron a la puerta del Palacio, y allí el criado los introdujo en la salita a la que pocos minutos después entró la Condesa Brosmana, una mujer en el inicio de la madurez, con las facciones severamente surcadas por el castigo de los excesos, y en los ojos una rara ebullición, entre extrañada y agresiva.
– Pasad -dijo-, el Caballero Allenair nos ha avisado de vuestra llegada.
Ígur tenía un recuerdo impreciso de la estancia, y todo le parecía cambiado. Le asignaron una habitación en la parte de poniente, abierta al interior de la Isla, desde donde se veía el continente, y allí se aposentó y se quedó, enfrentado a todos los vacíos finalmente recuperados, hasta que le anunciaron la cena.
– Caballero Neblí -dijo Madame Idania, en la cabecera de la mesa-, es para mí un gran honor daros la bienvenida, y expresaros mi sentimiento de satisfacción y el de todos los presentes de que hayáis aceptado nuestra invitación. Sabed que ésta es vuestra casa, y podéis quedaros en ella tanto tiempo como gustéis.
A continuación hizo las presentaciones: a Madame Fulvia y la condesa Brosmana ya las conocía, y además de Cotom había una pareja de mediana edad, Sicander y Bitiana, y dos jovencitos, Niñolius, de ademanes afeminados, y Prepes, de baja estatura y barrigón. Ígur se sentaba a la derecha de Madame Idania, y a su otro lado estaba Deiri Cotom, y en un momento que le pareció que por la animación de la charla no los oía nadie, se le dirigió en voz baja:
– ¿Y el Conde Gudemann?
Cotom lo miró, sorprendido.
– ¿No os lo ha dicho el Caballero Allenair? El Conde murió hace dos meses.
A Ígur se le cayó el alma a los pies.
– ¿Cuándo?
– Es posible que el Caballero Allenair no lo supiera -dijo el enano, con poca convicción-. Por razones que ahora serían demasido largas de explicar, la muerte del Conde se ha mantenido en secreto, y el Caballero Allenair ha estado tan ocupado que muy bien pudiera ser que no se haya enterado.
A lo largo de la conversación, Ígur supo también de la muerte de la señora Melisenda, y que el Magisterpraedi Triddies, de edad muy avanzada, vivía en sus posesiones, radicalmente retirado de cualquier contacto social. Después de cenar, la anfitriona ofreció infusiones y licores en una dependencia acondicionada para una estancia más reposada.
– Así pues, Caballero -se le dirigió con amable discreción-, ¿qué proyectos tenéis en perspectiva?
– Madame -dijo-, creo que el silencio y la meditación, que tan generosamente hacéis posible aquí, serán mis consejeros por un tiempo, y después decidiré, si me queréis continuar honrando con vuestra ayuda.
– ¡Por supuesto! -dijo ella-. La mía y, no lo dudéis, la de todos los presentes.
Ígur miró a su alrededor. El aburrimiento apagaba las facciones de Fulvia y Brosmana, sonrisas apenas esbozadas desdibujaban las de Cotom, Sicander, Bitiana y Niñolius, y Prepes estaba absorto en la contemplación de los reflejos metálicos de la copa que sostenía a contraluz con dos dedos.
– Hemos pensado -dijo Sicander- que, sabiendo por otras fuentes de la extraordinaria vida del Caballero Neblí, nos gustaría mucho oír de su propia voz alguno de los capítulos que él considere más interesantes.
Sicander miró a Niñolius y Brosmana, y los tres contuvieron una sonrisa.
– Seguro que el Caballero está cansado y no tiene ganas de hablar -intervino Madame Idania.
– Al contrario, Señora -dijo Ígur con aplomo-, estaré encantado de complacer a vuestra distinguida concurrencia.
Y ante tan incierto auditorio se adentró en la noche en el relato de la oscura vicisitud del Gran Laberinto de Gorhgró.