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El Laberinto de Gorhgró era el Último del Tercer Anillo que aún faltaba por conquistar. El Primer Anillo constaba de trece Laberintos, y el Segundo, de doce; la memoria de todos ellos era ya tan lejana, que ni su enumeración reviste interés; además, de algunos se había perdido incluso su localización, o pertenecían al fondo indistinguible de ciudades desaparecidas; el Tercer y Último Anillo constaba de cuatro Laberintos (el quinto de los inicialmente previstos nunca llegó a construirse); los tres anteriores, por orden de conquista, estaban en Perighart, Eraji y Bracaberbría; a los dos primeros hacía setenta y cincuenta años respectivamente que se había entrado, y ya quedaban pocos que pudieran recordar las vicisitudes; al de Bracaberbría, en cambio, tan sólo hacía veinte, y estaba fresco en la memoria de buena parte de la población del Imperio.
La tradición del Tercer Anillo, establecida setecientos años atrás, cuando bajo la dinastía de los Yrénidas se construyeron los cuatro Laberintos, determinaba que el Guía y Jefe de la Expedición de Entrada (o de Conquista, como se llamó más modernamente) debía proceder de la expedición al anterior Laberinto; los acontecimientos habían cargado tal uso de un carácter maléfico. La conquista de los dos últimos había culminado con la muerte enigmática de sus Jefes, nunca explicada de manera convincente por sus supervivientes, erigidos más tarde en Jefes de la expedición siguiente, y a su vez accidentados fatalmente dentro del Laberinto doblegar el cual era su principal responsabilidad. El único hombre aún con vida que había entrado en un Laberinto era el Magisterpraedi Teke Hydene, más conocido por el título advocativo que por trofeo consiguió en las salas de Bracaberbría: Arktofilax; él había vencido en el Laberinto de la ciudad del perpetuo oro poniente, bajo las órdenes del mítico Ajstor Beiorn, vencedor de Eraji; Beiorn y tres componentes más de la Entrada habían muerto dentro del Laberinto, y de los tres restantes, dos habían salido en un estado de obnubilación irrecuperable, y el tercero, Arktofilax, con el más incomprensible desinterés por los honores y la beligerancia pública que suscitaba; después de un periodo de inadaptación y excentricidades, había acabado por retirarse a una antigua posesión familiar, renunciando al ducado que el Emperador le concedía, acogido tan sólo a la orden de los Magisterpraedi (distinción nobiliaria canónica que se otorga a los Caballeros de Capilla que se retiran tras una brillante trayectoria de servicio), y al abrigo de un círculo reducido de amigos que lo cuidaban y lo protegían de la indiscreción y la voracidad pública. Arktofilax se había convertido en mito inaccesible, y el mero anuncio de su retorno era en política un tópico que nunca había dejado de actuar como revulsivo social de primera magnitud, a causa de la renovación que operaba en el misterio del interior de los Laberintos: ¿Qué se tenía que destruir para consumar la Entrada? ¿Qué destruía al destructor? ¿A qué causas obedecía el implacable silencio del superviviente? El secreto de la doma del Laberinto era el poder que lo situaba por encima de los demás, y, vistos los resultados, era también su desgracia; ni él ni Beiorn habían pasado a la historia como felices vencedores, sino más bien como almas truncadas por una experiencia que de alguna forma, incomprensible para la comunidad, parecía ser terminal.
Las condiciones indispensables para ser aceptado como aspirante a entrar en el Laberinto eran, en el orden de requisitos objetivos, tres: el estudio y el conocimiento completo del Laberinto de Bracaberbría, la autorización y el apoyo del Imperio, y, si no era posible la dirección, sí al menos la colaboración de Arktofilax. Gorhgró era pieza codiciada de un ejército de arribistas, cazadores de fortuna y nobles en diversos grados y naturalezas de ruina que asediaban a los Caballeros de Capilla con las más variadas y exóticas proposiciones económicas y políticas. Muchos habían probado suerte, y la mayor parte habían llegado a un punto aceptable en el primer requisito (por otra parte, de valoración incierta: no había nadie que examinase a los aspirantes, y aunque así hubiera sido, el alcance de una cierta serie de conocimientos es siempre relativo, y aún más en el marco de la selva de discrepancias en que se movían los expertos en la materia); pocos habían superado el segundo: la burocracia del Imperio era celosa de sus prerrogativas, y los privilegios costaban demasiado caros para quien no dispusiera de una gran fortuna con que apagar las tensiones que comporta su otorgamiento; de los pocos que superaron ese segundo obstáculo, ni uno solo pudo llegar más allá del tercero: Arktofilax, asqueado de todo, había acabado por cambiar de residencia y convertirse en ilocalizable; pero antes de eso, se había negado en redondo a recibir visitas relacionadas con el asunto. Aun así, el Imperio había concedido dispensas y, finalmente, dos expediciones se habían adentrado en el Laberinto de Gorhgró, la primera hacía doce años, y siete la segunda; jamás se supo nada de los que entraron, y la leyenda de los horrores que contenía el interior de la Falera se asentaba ahora sobre una base concreta: ¿Cómo habían muerto los expedicionarios? ¿Atrapados por un insoluble problema geométrico o topológico? ¿Aniquilados por un mal desconocido? En esta situación, y consolidada la fama del Laberinto como el desafío más peligroso del Imperio, y, en consecuencia, como el más alto manantial de prestigio, a pesar de saber que su problema principal sería encontrar y convencer a Arktofilax, Ígur Neblí se concentró en su decisión de conquistarlo.
Pero Condición previa indisociable a la de Entrador era el Acceso a la Capilla, por lo que Ígur se ocupó de ello sin dilaciones.
La misma tarde de la inscripción de Ígur al Combate contra Lamborga, y veinticuatro horas escasas después de haberse entrevistado por primera vez, el Secretario de la Equemitía de Recursos Primordiales convocó a Ígur y Mongrius a su despacho a una reunión a puerta cerrada, sin la presencia habitual del Ayuda de cámara.
– Vuestro comportamiento de esta mañana -dijo Ifact con acritud extrema- es por ambas partes injustificable. Si bien se explica en el caso del Caballero Neblí, que desconoce las vicisitudes de Gorhgró, en el vuestro, Caballero Mongrius, espero que me expliquéis las razones que os han guiado, y en verdad deseo que no sean tan oscuras como imagino como para que, si lo son, tengáis el valor de decirme la verdad.
– Señor -dijo el aludido con un aplomo que revelaba la gravedad de la situación-, no ignoro la evidencia de los beneficios que, a medio plazo (aunque por otra parte, bastante problemáticos), la actuación del Caballero Neblí proyecta sobre mi humilde persona, pero os juro que en ningún momento ni por mis votos ni por mi honor habría permitido que ello fuera un factor, ya no determinante, sino tan sólo en juego. Si he consentido en ser padrino de inscripción del Caballero Neblí, ha sido porque la firme resolución de un Caballero sobre sus actos no merece la ignorancia ni la displicencia, y porque la probabilidad de que el Caballero Neblí derrote al Caballero Lamborga, que reconozco que no es esplendorosa, justifica, en caso de producirse, la esperanza del goce de asistir a la eclosión del que sería un personaje excepcional entre la flor y nata de la Capilla Imperial.
El Secretario se quedó mirándolo fijamente, y después enarcó las cejas.
– Es a vosotros mismos a quienes deberéis rendir cuentas a partir de ahora -dijo, y se levantó de la silla; Ígur y Mongrius hicieron lo mismo rápidamente-; en todo caso, lo hecho, hecho está. Ahora quisiera saber el terreno que pisamos.
Cruzaron la estancia. Ígur pensó en la primera vez que había estado allí, reprodujo sensaciones y corrigió recuerdos. Ifact abrió una cómoda de donde asomó, proyectada por un mecanismo, una panoplia con armas de madera. Extrajo dos espadas que reproducían con exactitud las de los Caballeros de Capilla, utilizadas en el Combate de Acceso, y entregó una a cada uno.
– Señor, el protocolo… -dijo Mongrius en voz muy baja.
La inesperada confrontación le complacía aún menos que a Ígur. El Secretario le interrumpió.
– Se trata de un ejercicio informal, olvidaos de mi presencia y regios tan sólo por las reglas intrínsecas; no hay prioridades ceremoniales, os saludáis y al ataque -miró a Ígur-; comprended, joven, que necesito saber ante qué debo estar prevenido.
Los improvisados contrincantes se colocaron las medias máscaras (ambas verdes con ribetes anaranjados, como corresponde al entrenamiento), se saludaron y se pusieron en guardia.
Una décima de segundo después de que las dos hojas de caña se hubieran rozado tan suavemente como repliega una mariposa sus alas al posarse, Mongrius lanzó su primera estocada. La situación le humillaba y quería acabar cuanto antes. Ígur la frenó en seco y con un rapidísimo molinete arrancó el arma de manos del antagonista quien, indiferente a la espada que, apartada por los aires por la de Ígur, volaba hacia atrás, asestó un golpe rapidísimo con el pie izquierdo al flanco derecho de Ígur, éste curvó el cuerpo para dejar pasar la extremidad del contrario, y darle un empujón con la mano izquierda que le obligase a continuar el movimiento, a la vez que le pegaba una fuerte patada en horizontal en el otro tobillo, con lo que Mongrius perdió el equilibrio y cayó de espaldas en el preciso instante en que su espada caía frente a él a seis metros de distancia. Rápido como una centella, Ígur le saltó encima, y con su propio impulso lo inmovilizó con las rodillas al tiempo que le ponía en el cuello la espada ficticia. El Combate había durado exactamente cinco segundos.
– Es suficiente -dijo Ifact con una neutralidad que no conseguía desmentir la sorpresa de sus ojos.
Ígur dio la mano a Mongrius para ayudarle a levantarse.
– ¿Estás bien? -le dijo; a pesar de haber amortiguado con el brazo la caída, la cabeza del Caballero de Preludio había golpeado sonoramente el suelo.
– Sí, gracias -y se hizo un silencio tenso.
Ígur se inquietó. No es que esperara felicitaciones entusiastas, pero le chocó que lo mirasen con recelo uno, el otro con frialdad clínica, como el que evalúa un factor técnico. Ifact y Mongrius volvieron a sentarse e, ignorando la presencia de Ígur, se miraron con preocupación.
– ¿Crees que es capaz de vencerle? -dijo Ifact.
– No lo sé -mintió el otro, invocando todos los recursos de un Caballero para resistir el dolor sin ponerse en evidencia pasándose la mano por la nuca o por los riñónes.
– Nuestro prestigio quedará menos comprometido que si se tratara de otro cualquiera; de hecho aún no le conoce nadie y, por lo tanto, no se le relaciona con nosotros. Pero -se detuvo- ¿y si vence?
– Si vence el beneficio es nuestro -dijo Mongrius, y el Secretario le miró con inquietud; era evidente que el Caballero de Preludio estaba completamente absorto por la reciente derrota, y en pésimas condiciones para meditar sobre las consecuencias de una hipotética victoria de Ígur Neblí sobre Lamborga.
– Una humillación pública de esas dimensiones al campeón de los Meditadores debilitaría aún más la posición del Agon, y daría ocasión a La Muta de volver al ataque, como cuando se recortaron los presupuestos de las Órdenes Militares. Tanto da, aunque La Muta no intente nada, Bruijma hará el mismo razonamiento que nosotros, y tendrá una oportunidad inmejorable de segar la hierba bajo los pies de Malduin y sumar puntos para presentarse como alternativa.
– Quizá nos convenga -dijo Mongrius sin entusiasmo.
– Claro que sí, pero ahora no. Imagínate en qué lugar quedaríamos si Nemglour desaparece con la reforma a medio realizar.
– Mientras no peligre Ixtehatzi, no peligra la resolución de la reforma.
– Pero si cae Nemglour, Ixtehatzi va detrás. ¿No has oído las últimas declaraciones de los Astreos?
Ígur situó rápidamente los nombres. El príncipe Nemglour era el Epónimo de la Conquista del Laberinto de Bracaberbría (título que en la práctica equivalía al protector y prestador de los emblemas, y que proporcionaba, después de la Entrada, una serie de privilegios de orden protocolario y de rango), Malduin era el Agon de los Meditadores, y Bruijma, otro miembro de la nobleza, cuya categoría y atributos tenía peor situados que Nemglour, que, con más de setenta años, era un personaje de trayectoria reconocida y brillante, y su acceso directo al Emperador no era ningún secreto. Finalmente, Ixtehatzi era el Hegémono, el Jefe del Gobierno Imperial. La conversación desvelaba que, sin querer, Ígur acababa de desatar fuerzas de un alcance incalculable, y que pasara lo que pasara podía salir mal parado. En caso de derrota su muerte estaría asegurada, porque aun suponiendo que Lamborga le perdonara la vida, los de la Equemitía nunca le perdonarían haberlos comprometido en perjuicio.
– Igual -intervino Ígur- un buen resultado en el Combate de Acceso abre nuevas perspectivas.
Los dos se miraron un instante.
– Si sabéis qué significa Equemitor, también sabréis que lo que menos nos conviene son iniciativas propias y propaganda -le dijo el Secretario abruptamente-; y, puesto que la indiscreción ya ha sido cometida, espero que seáis consciente del alcance que una derrota tendría para vos, ya que no podéis serlo del que una victoria tendría para el Imperio.
– Lo soy, Señor, y confiad en que no os defraudaré.
Ifact lo miró de arriba abajo, y apartó la cara en dirección a la puerta.
– Podéis retiraros.
La estructura del poder del Imperio era formalmente tan sencilla como complicada resultaba debido al enturbiamiento y el conflicto entre áreas de competencia. Cuando Ígur Neblí llegó a Gorhgró, el gobierno estaba en manos del Hegémono Alexandre Ixtehatzi, quien entonces contaba setenta años y que había sido el brazo derecho del difunto Emperador Anderaias III durante más de veinticinco. El Hegémono era responsable de todo el aparato administrativo, excluida la nobleza, que controlaba la economía y el comercio, tradicionalmente autónomos del Estado, y sujetos a las leyes de la libre competencia y a las inherentes a sus peripecias sustanciales. El Príncipe Nemglour era el más influyente y poderoso, el que dictaba por tanto las leyes de mercado, y tras él seguían, por orden de importancia, los Príncipes Togryoldus, Bruijma y Simbri, el primero coetáneo de Nemglour, y más jóvenes los otros dos. El gobierno del Hegémono se dividía en Apótropos y Anágnores, de jerarquía similar (y a menudo fuente de conflictos), y competencias unos más cercanas al ámbito militar y otros al doctrinario; la máxima autoridad ideológica del Imperio, sin atribuciones ejecutivas, era el Anamnesor; todos regían departamentos subdivididos, y los responsables de las subdivisiones eran los Agonos, si bien ciertos Agonos no dependían de ningún Apótropo ni de ningún Anágnor; aparte de las siete Apotropías y las diez Anagnorías, había tres Equemitías: la de Compensaciones Generales, la de Conservación de Funciones, y la de Recursos Primordiales, a la que había sido asignado Ígur Neblí. Las Equemitías se caracterizaban por depender, en teoría, directamente del Emperador y, en consecuencia, por no estar sometidas a la nobleza ni al Hegémono; su función primitiva, la vigilancia de los Secretos del Imperio, les había impelido al cabo de los años a convertirse en un contrapoder, con límites nebulosos respecto a sus competencias, a menudo objeto de acusaciones de espionaje, de conspiraciones y contrapolítica; en el momento presente, el Emperador Lutaris XII tenía doce años y lo era desde hacía dos, al morir su padre Anderaias III, y su intervención en la vida pública estaba fuertemente filtrada por los intereses de nobles y clanes del gobierno, entre los que jugaban un papel destacado la Orden de los Meditadores, los Caballeros de Capilla (originalmente, su Guardia personal), los Astreos y La Muta, estos dos últimos declarados ilegales en parte. Los únicos cargos directamente electivos eran los referentes al gobierno de las ciudades, a cuya cabeza se situaba el Consejo Municipal o Mayoría, presidido por el Mayor, que, de todas formas, ni políticamente quedaban al margen del poder del Hegémono ni económicamente se sustraían al control de los Príncipes.
En esa relación de fuerzas, estrechamente pactada y con escaso margen para la aleatoriedad, los Caballeros de Capilla jugaban en cierta manera un papel de prestigio público, reducida a protocolo formal su naturaleza originaria de Guardia de élite del Emperador (que en ese momento no estaba protegido por un cuerpo armado, sino por un sofisticado sistema celular), diseminados en diferentes disciplinas, la más turbia de las cuales era la de los Fonóctonos, aristocracia secreta de los asesinos, ejecutores refinados de los designios ocultos de la alta nobleza y de los altos cargos del gobierno. La inscripción de Neblí como contrincante del más prestigioso de los aspirantes a Caballero de Capilla introdujo un factor de desorden en ese equilibrio, y a pesar de que en principio se procuró que los medios de comunicación no le dedicasen más espacio del que la prudencia aconsejaba, no hubo manera de evitar que la noticia se expandiera entre los estamentos implicados y convirtiera al horas antes desconocido Caballero Neblí en objeto de curiosidad, ironías y deleite especulativo.
Veintinueve días después de la entrevista entre Ifact, Mongrius y Neblí, los dos últimos eran convocados para el sorteo y el Combate de Acceso a la Capilla; a las cuatro de la tarde se personaron en la Apotropía de la Capilla, un conjunto de estancias arquitectónicamente falto de entidad exterior propia, inserto en el conjunto de palacios del Comercio y las Artes, situados casi en forma de fortaleza urbana en pleno corazón del Anillo interior de Gorhgró, al Sudoeste de la Falera, en la parte más escarpada de la ladera de la montaña.
Cumplimentados los requisitos de entrada, Ígur y su padrino de inscripción fueron conducidos a una salita donde les esperaba el Jefe de Protocolo de la Capilla, un hombre de unos cuarenta años, altísimo y con una extraña voz atiplada.
– En nombre de la Capilla y del Serenísimo Apótropo, permitidme que os dé la bienvenida a estas estancias -ambos correspondieron con una inclinación-, si estáis dispuestos, procederemos a la ceremonia previa del sorteo.
– Estamos a vuestra disposición -dijo Mongrius.
El Jefe de Protocolo llamó a su ayudante y abandonó la estancia en dirección a otra interior; las puertas quedaron abiertas, y el ayudante se colocó en el umbral, en espera de alguna nueva indicación; un minuto más tarde la recibió e hizo un gesto a Mongrius y a Ígur.
– Por favor -dijo, el brazo izquierdo extendido, y los condujo, él delante y ellos a su lado y detrás, por un pasillo hacia un salón de grandes dimensiones, con la iluminación concentrada en una mesa central, tras la cual se encontraba un hombre vestido de blanco flanqueado por dos Asistentes; al tiempo que entraban el Ayudante de Protocolo seguido de Ígur y Mongrius, por una puerta opuesta lo hacía otro funcionario seguido de dos Caballeros más; eran Lamborga y su padrino; los seis llegaron a la vez frente a la mesa del hombre vestido de blanco, que no era otro que el Juez del Combate.
– Caballeros Lamborga y Neblí, estáis hoy ante nosotros para someteros al juicio de nuestras tradiciones, cuyas condiciones habéis aceptado libremente. A continuación procederé al sorteo de las orientaciones y defensas que os regirán, puesto que los colores y los emblemas os pertenecen ya -miró los papeles que tenía delante y rectificó-: en el caso del Caballero Neblí, procederemos a adjudicarle la advocación definitiva, ya que su emblema es provisional.
A una indicación suya los Asistentes colocaron sobre la mesa una construcción mecánica parecida a una esfera armilar, y él la manipuló para introducir la restricción de ambos emblemas y la advocación de Lamborga, y al terminar invitó a Ígur a ponerla en funcionamiento. El aparato consistía en nueve anillos de metal concéntricos, cada uno de un color, unidos axialmente, cada cual con el anterior y el posterior, mediante finísimas varillas, y provistos de un sistema de contrapesos de alta precisión que permitía introducir ciertas condiciones; cada círculo de los tres interiores tenía una pesa, dos los tres siguientes, tres los dos de a continuación, y cinco el exterior; el artefacto se presentaba en una de las dos posibles posiciones más ordenadas (la otra la formaban todos los círculos en el mismo plano), con cada una de las pesas en proyección radial a los vértices de un hipotético dodecaedro circunscrito; cuando Ígur lo puso en movimiento de un suave golpe donde su respiración de Caballero le indicó, el mecanismo efectuó sin emitir el más leve sonido de roce una serie de giros componiendo figuras sorprendentes y caprichosas para quien no conociera las reglas que lo regían, a velocidades diferentes, de repentinas quietudes a inesperados y rapidísimos giros encadenados, hasta que se paró en seco en una posición; la base formaba un círculo dividido en porciones regulares graduadas, y la pesa colgada de los anillos que quedó más próxima fue tomada como indicador de la solución a la primera recuesta planteada. El auxiliar se acercó sin tocarlo, y miró al Juez, quien con un gesto de cabeza asintió.
– Diez horas y ocho minutos. Es el León.
Acto seguido, el Juez impulsó el mecanismo tras otra manipulación previa; acabado el movimiento leyó las posiciones de los dos saquitos que habían quedado más próximos de la base.
– Esta es la posición definitiva: Norte, lila y ofensiva para el Caballero de Preludio Kuvinur Lamborga, que se advoca a Libra. Sur, amarillo marcado y horizontalizado en negro para el Caballero de Pórtico Ígur Neblí, que se advoca al León. Si no existe razón terminante que lo impida, convoco el Juicio de Acceso para dentro de quince minutos.
Hubo cierta agitación entre los presentes. La espera no beneficia a los nervios ni a la concentración, pero ir más deprisa de lo esperado produce un vértigo difícil de controlar. Era el tiempo justo de prepararse, Ígur y Mongrius, siempre precedidos por el Ayudante de Protocolo que tenían asignado, fueron a una habitación donde había toda clase de armas, así como un guardarropa completo. El funcionario les anunció que para cualquier cosa que necesitasen estaría en la antecámara y dos minutos antes de la hora les avisaría, y les dejó solos.
– ¿No consideras la posibilidad de perder? -dijo Mongrius cuando el Ayudante cerró la puerta; la tranquilidad de su protegido le desbordaba, y tanto le molestaba no entenderlo como imaginarse a sí mismo en tal contingencia.
Ígur continuó preparando lo que debía llevar para el Combate; las espadas, esa vez iguales para ambos contrincantes, eran de acero y titanio, y tan duras y afiladas que el más leve contacto con el contrario se resolvería en una terrible herida; Ígur sabía que en terreno de defensa, Lamborga contaba con una gran ventaja sobre él, porque Libra disponía de las pinzas del Escorpión, mientras que el León tenía la piel del animal (reducida modernamente a una pelta blanda de dimensión media, y ciertamente de piel de león); las pinzas del Escorpión (seguramente ganadas por Lamborga, junto a la advocación, en alguno de sus anteriores combates canónicos), dos garfios de hierro en los extremos de una Y de fresno reforzada con nervaduras de acero, eran un arma más terrible que la espada.
– Si creyera que voy a morir no me habría dado tanta prisa, ¿no crees? -dijo sonriendo.
Mongrius observó aquellas facciones, que reflejaban cierto aire melancólico y a la vez proclive a la atrocidad; no podía olvidar la humillación que había sufrido en la Equemitía, y sus sentimientos se debatían entre una noble (y también guiada por una lógica elemental de la estrategia) esperanza en el triunfo, y un irreconocido deseo secreto de ver al intruso implorante y vencido; pero los celos son una de las peores lacras del Caballero, y Mongrius procuró desterrar los malos pensamientos.
– Te deseo un triunfo incuestionable y rápido -le dijo de todo corazón.
Ígur le respondió con una inclinación de agradecimiento, y el Ayudante de Protocolo les anunció que quedaba un minuto para el Combate.
La Sala de Juicios de la Apotropía de la Capilla era una pieza rectangular, de veintiuno por un poco menos de treinta y cuatro metros, un extremo ocupado por las sillas del público, y el otro por la Plataforma cuadrada de Combate, sobre la cual se cernía una cúpula dorada que se proyectaba en toda la amplitud del espacio, y de donde provenía la iluminación que, insuficiente, era reforzada por un cincho de antorchas colgadas a media altura de las paredes. La asistencia la formaban unas quince o veinte personas, todas ellas Caballeros de Capilla, a quienes Ígur, consciente de ser el blanco de la curiosidad, resistió la tentación de mirar detenidamente por temor a que la frialdad de sus ojos pudiera arredrarle. Desde un estrado opuesto a los espectadores, presidía el acto el Secretario de la Capilla (el Apótropo estaba ausente de Gorhgró), con la presencia destacada de Dimitri Malduin, el Agon de los Meditadores (superior del aspirante Lamborga), cuya presencia había sido objeto de una larga controversia protocolaria, ya que un Agon ostenta mayor categoría que un Secretario de Apotropía, pero las reglas de la Capilla establecen un rango en que se salta sin fisuras del Emperador al Apótropo, del Apótropo al Secretario, del Secretario a los Caballeros de Capilla, y de ahí a las jerarquías habituales; al final la cuestión se había resuelto con una altura compartida de la cátedra, con el Secretario en el centro y el Agon a su derecha; completaba la presidencia, al otro lado del Secretario, y en representación de la opción de Ígur, Peer Ifact, su protector. Uno de los laterales de la estancia estaba ocupado, en toda la amplitud de la zona de la plataforma, por un gran espejo de una sola pieza.
Cuando los competidores hubieron entrado en el recinto acompañados por los Ayudantes de Protocolo, el Juez ocupó su sitio en el lateral frente al espejo, y tras una señal del Secretario de la Capilla y con la concurrencia en perfecto silencio, se les dirigió con solemnidad.
– Hoy es un día de alegría, como los son todos aquellos en que nuestra Capilla se ve aumentada con un nuevo Caballero -miró a ambos intensamente; Ígur se esforzó en ver la cara del Agon, el personaje de más alta jerarquía que había visto jamás, pero el contraluz de las antorchas se lo impedía-; que ningún pensamiento más que la pureza de vuestra victoria haga mella en vuestro espíritu, porque estáis aquí para ganar, y a pesar de que la vida, efectivamente, obrará que uno gane y otro pierda, la propia vida decidirá más tarde si el que hoy gane habrá perdido, y si habrá ganado el que pierda, tanto si conserva la vida como si nó -hizo una pausa y bajó el tono-; en todo triunfo hay la tumba de una esperanza; las fobias nacen de derrotas, las filias de moratorias. -Hizo una nueva pausa, y alzó el brazo izquierdo en dirección a la plataforma-: Tomo Poniente para mí, y me dirijo al Este; a mi escudo el Caballero lila Kuvinur Lamborga, a mi lanza el Caballero amarillo con marco y horizonte negros Ígur Neblí. Tomad vuestras posiciones. -Cuando se hubieron situado, el Juez prosiguió-: La vida tendrá hoy tres determinios, y la ofensiva corresponde al Caballero lila; el vencedor dispondrá de todas las prerrogativas. -Esperó a que los contrincantes se preparasen para el primer asalto y, una vez tocados con las medias máscaras, última fase del ritual, pronunció la fórmula exclusiva de la Capilla para abrir el Combate-: ¡Que ya empiece a ser lo que tiene que ser!
Ígur adoptó la posición de defensa, y Lamborga se mantuvo en perfecta inmovilidad. Ígur lo observó con detenimiento; era bastante más alto que él, y una cabellera larga y rubia le asomaba bajo la máscara trapezoidal de color lila ribeteada en oro; aquello no era un ejercicio de prueba en un despacho de la Equemitía, ni tan siquiera un Combate de Acceso a Caballero de Pórtico con armas ficticias; allí estaba en juego la totalidad de su futuro. Ígur recordó las indicaciones de sus maestros sobre los peligros de la excesiva complacencia en la contemplación del adversario, en la absorción y la descarga de fuerzas que puede devenir de la fascinación del riesgo, de los vaivenes emocionales que provoca.
Los extremos de las espadas se tocaban sin presión, Ígur comenzó a inquietarse. Los segundos pasaban, y Lamborga no se movía; si el primer asalto transcurría sin figura ni resolución, el segundo determinio no sería de tres minutos, sino de dos, y el tercero de uno; Ígur adivinó que su rival esperaba un Combate corto y había optado por menospreciar la figura en favor de la resolución. Ígur esperaba el gong del primer minuto, momento a partir del cual el lila perdería la ofensiva si no la había ejercido, pensando que entonces sería su momento de atacar; pero tres segundos antes del término, Lamborga atestó una estocada fulgurante en el cuello de Ígur, quien, totalmente sorprendido, la atajó con la espada y echándose hacia atrás, ni una defensa ni otra fueron lo bastante contundentes y el arma del contrario ensartó la máscara y se la llevó clavada; del impulso, los contrincantes dieron un giro de ciento ochenta grados y quedaron enfrentados con las posiciones intercambiadas.
– ¡Deteneos! -gritó el Juez; la regla establecía que no se podía combatir desenmascarado, y señaló la espada del lila.
Lamborga libró la máscara de Ígur del extremo del arma, con lentitud calculada, y se la alargó con el brazo extendido; ambas espadas apuntaban al suelo; la mejilla de Ígur presentaba un corte finísimo, en donde se dibujaba un hilo de sangre; el amarillo recuperó su máscara y se cubrió, sin que mediara palabra entre ellos.
– Retomad posiciones -indicó el Juez-; prosigue el Combate a partir del inicio del segundo minuto del primer determinio; se mantienen las prerrogativas y la ofensiva queda abierta; ¡que continúe siendo lo que tiene que ser!
Los rivales volvieron a ponerse en guardia, y cuando Lamborga repitió su inmovilidad, Ígur hizo un esfuerzo por ordenar sus ideas; la ofensiva era ahora libre, y trató de imaginar los procesos mentales de su rival: ¿Imaginar que el adversario no le creería capaz de volver a esperar un minuto, y esperarlo? ¿Imaginar que él se haría esa misma reflexión, y atacar en una fase intermedia? ¿O bien esperar el ataque, confiando en que un Caballero poco experimentado no osaría repetir una estrategia de defensa que había estado a punto de costarle tan cara? A los cuarenta segundos, el lila movió lentamente los garfios, y cuando Ígur tenía ya preparada la piel de león, le esperaba en la segunda planta, y le ofrecía un punto voluntario, sin mudar por ello a posturas diagonales. Ambos sabían que el Combate no radicaba en la mano derecha, y en un contacto exterior de las espadas, Lamborga forzó dicho contacto para obligar a su adversario a volverse, y en ese momento le lanzó los garfios de revés con todas sus fuerzas; Ígur no tenía tiempo de darse la vuelta, ni podía agacharse si no quería quedar a merced de la espada del rival, así es que, consciente de la desventaja, opuso la pelta también de revés, y armas y defensas se trabaron un instante para soltarse, con imprevisibles consecuencias, de un tirón; Ígur sintió el extremo de los garfios en el antebrazo, y se felicitó de que la piel de león fuera más tupida de lo que parecía; pero al destrabarse, la defensa del lila se la arrebató, Ígur quedó tan sólo con la espada en la mano. Por suerte, los garfios no eran un arma de demasiada utilidad con una piel de león ensartada, y cuando Lamborga inclinó su espada al suelo, el amarillo, transitoriamente aliviado, hizo lo mismo.
– Detened el tiempo -indicó el Juez, y esperó a que el lila desenredara de los garfios el escudo de Ígur, y aún con más parsimonia que cuando la máscara, se lo alargase. Ígur intentó entrever los ojos semiocultos del enemigo, y, más que si los hubiera visto, recibió su amenaza: «La primera vez la máscara, la segunda el escudo… la tercera no podré devolvértelo, porque será tu corazón.» El Juez prosiguió-: Queda un minuto y dieciséis segundos para el final del primer determinio; se mantienen lás prerrogativas y abierta la ofensiva. Que continúe siendo lo que tiene que ser.
Se pusieron en guardia, y al medio segundo Ígur optó por el ataque; sujetó la piel por un extremo, y la levantó al vuelo por encima de su cabeza, al tiempo que preparaba el ataque con la espada; Lamborga pasó el arma bajando la punta y levantando la guarnición, procurando no tocar la contraria ni impedirle el movimiento, para intentar descompensarla y obligar a Ígur a recomponer la posición; de esta forma Lamborga retrocedió hasta la banda Norte; allí el amarillo le asestó una estocada que el lila paró sin dificultades; Ígur quedó desconcertado, Lamborga contraatacó, y cuando Ígur se vio obligado a retroceder, comprendió que el adversario había optado por la estrategia de la cruz, una de las seis figuras canónicas que sirven para puntuar; y eso le infundió ánimos: señal de que el Campeón había desistido de infligirle un final repentino; decidió aceptar el juego, recelando inmediatamente de la distensión estratégica a la que le podía conducir. Alcanzó retrocediendo la banda Sur, y allí optó por esperar. Si Lamborga quería la cruz, ahora le correspondía retroceder, y no podía hacerlo si él no atacaba. El lila le lanzó una estocada de distracción, que Ígur paró sin mayor problema, y de inmediato le lanzó los garfios al hombro; el movimiento instintivo del amarillo de levantar la pelta no detuvo el golpe, pero al menos logró interponer la piel del león entre el acero y su cuerpo; aun así sintió las púas clavándosele como agujas en el omóplato; tuvo que ceder al tirón para no ahondar la herida, y con las espadas cruzadas, Lamborga se echó hacia atrás con las piernas encogidas y los pies sobre el estómago de Ígur, quien tensado por el dolor se hallaba a merced de su rival y tuvo que dejarse llevar; esperaba ser proyectado hacia atrás y atacado lateralmente (las recuperaciones rápidas eran su especialidad), y se preparó para el giro; pero el lila no abandonó la presa, sino que completó la voltereta, y cuando los dos estuvieron de nuevo en pie y enfrentados en el centro de la plataforma, giró noventa grados hacia el escudo y repitió la operación hasta el lado Oeste; Ígur sentía el acero hincado en su espalda, y no podía intentar nada con la espada porque destrabarla de la del adversario hubiera sido un suicidio; Lamborga le dalló las piernas de una patada, y el amarillo tuvo que saltar, contingencia que el lila aprovechó para llevarlo en volandas hacia el escudo y repetir una vez más la voltereta atrás en dirección al centro, esta vez en figura doble, para cruzar toda la plataforma y llegar al lado Este, con lo cual la cruz quedaba completada. De nuevo los dos en pie, Lamborga se apoyó al límite y atrajo a Ígur con los garfios, a la vez que forzaba la posición de la espada contra la del contrario. Ígur se sentía atenazado por la agudeza del dolor y por la impotencia; notó que la fuerza del brazo del lila, impedido él de emplearse a fondo, le ganaba inexorablemente terreno, y se vio perdido. Clavó sus ojos en la mirada fría que latía tras el trapecio invertido de la semimáscara. En aquel momento sonó el gong.
– Fin del primer determinio -anunció el Juez, y Lamborga desensartó los garfios de un tirón-. Determinio ganado por el Caballero lila, que conserva la ofensiva. Dos minutos de descanso.
Los luchadores bajaron de la plataforma. Lamborga se movía y caminaba con la rotundidad del que no duda en absoluto de la victoria, Ígur se apresuró a desaparecer de la palestra. En los bancos del lado Sur le esperaba Mongrius, conmovido por la generosidad de su alma afligida por la desgracia del amigo.
– Déjame verte la espalda -le dijo; Ígur se quitó la máscara.
– No es nada -dijo en voz muy baja.
– Es sólo el dolor -dijo Mongrius pasándole un desinfectante coagulador-; no hay ni nervios ni músculos afectados, puedes continuar sin problemas.
Ígur movió el brazo y el hombro para comprobarlo, y al hacerlo se concentró y se preguntó las causas del mal camino que tomaba el Combate definitivo de su vida. Se le aparecieron de repente las suavísimas colinas de Cruiaña en el pensamiento, las miniaturas colosales de las nubes que el sol iluminaba en el flanco, y recordó cómo la contemplación de su propio futuro había pasado siempre por una consideración exacta de la postura del de los demás, sin dramatizar el deseo propio ni obligar emocionalmente carencia alguna; entonces comprendió que ése había sido su error, dejarse llevar por los sentimientos del momento, que no por el miedo al adversario; abrumado pasionalmente por la hora irrepetible, le había cedido la iniciativa, había permitido que en la práctica el rival encarnara impropiamente el instante. Sonrió por el descubrimiento… ¡pero si el instante era suyo! ¿Cómo había podido dejarse confundir? Meditó un momento: la ofensiva volvía a ser otra vez de Lamborga; se trataba simplemente de practicar el movimiento de defensa-iniciativa que siempre le había dado tan buenos resultados.
– Ya está -dijo, y Mongrius, creyendo que era impaciencia referida a la herida, se la tapó y le ayudó a vestirse.
– Tomad las posiciones -dijo el Juez, y cuando ya lo habían hecho, continuó-: Segundo determinio de la vida, y ofensiva para el Caballero lila. Que continúe siendo lo que tiene que ser.
Ígur y Lamborga se pusieron en guardia. El lila evolucionaba con autoridad, pero Ígur ya estaba tranquilo, y tan sólo una controlada impaciencia por la alegría le espesaba la sangre. Lamborga repitió la estrategia de la inmovilidad que tan buenos resultados le había dado en el primer asalto para crispar los nervios del contrario, y no le pasó desapercibida la leve sonrisa de Ígur. La máscara oval amarilla sonreía, y en ese momento desapareció para él el escenario; el Combate, el Agon y los Secretarios, la Capilla, la monstruosidad de Gorhgró, todo se fundía en el fondo de un pozo que no era sino el extremo minúsculo del microscopio de su propia furia, y se sintió acariciado por las imágenes de Mongrius, Milana, Virdilis, Piren, y todos sus apreciados vencidos que le hacían una señal de complicidad y confianza desde el remolino de los recuerdos, a la espera de la llegada del nuevo socio que Ígur les enviaría dentro de muy poco. Lamborga lanzó una rápida estocada, menos potente que la anterior, Ígur desvió el golpe hacia el exterior con una firmeza formidable al tiempo que le arrojaba a la cara la piel de león, desprendiéndose de ella. La maniobra desconcertó al lila, sorprendido además a contrapié y sin defensa, dos décimas de segundo que el amarillo aprovechó para lanzarle a su interior una estocada en horizontal que le dio en pleno codo derecho; Lamborga saltó hacia atrás, pero Ígur le persiguió con resolución hasta la parte Norte, y donde se impuso la evidencia: la derecha del lila no había soltado la espada, pero la herida se la había inutilizado; una segunda estocada le atravesó el hombro izquierdo a la altura de la clavícula y, entonces sí, la mano dejó caer la Y garfiada. La silenciosa concurrencia, formada por personajes educados en el más riguroso autocontrol, se estremeció. Lamborga se encogió y cayó al suelo en decúbito supino. Ígur le puso la punta de la espada en el cuello.
– El Combate de Juicio ha acabado -anunció el Juez, y Mongrius se levantó sin pensarlo dos veces.
– Con todos los respetos, Señor -dijo-, el vencedor dispone de todas las prerrogativas.
El Agon de los Meditadores se levantó de un salto. Parecía que iba a hablar, y sus ojos en dirección a la plataforma reflejaban una viva inquietud, pero el Secretario de la Capilla se levantó también, y las fuerzas quedaron en un repentino equilibrio de fuertes tensiones. Era evidente que ninguno esperaba el desenlace. La cúpula dorada reapareció a los ojos de Ígur, y la dimensión del instante le heló la sangre. La vida del vencido le pertenecía, y sin modificar su postura dirigió la mirada a la presidencia; el Secretario de la Equemitía se levantó también, pero más lentamente y, separándose de los demás, se sujetó a la barandilla; los dignatarios miraban la espada que señalaba al vencido, el vencedor miraba a Mongrius y a los dignatarios, Mongrius miraba al Juez, y el Juez y el vencido tenían la mirada perdida.
– La vida ha acabado el determinio -dijo el Juez con voz opaca-; que el vencedor disponga de su prerrogativa.
La cara del Agon Malduin se crispó; abrió la boca, tomó aire para hablar, adelantó la mano derecha, pero no dijo nada; y su actitud resultó más determinante que si hubiera pronunciado un discurso. Ígur se sobresaltó como si fuera él el amenazado y no al revés. Había que decidirse, y rápido; si consentía en conceder la vida al hombre que tenía a sus pies, tendría en él para siempre una bomba de relojería a su lado, y si no consentía se pondría en contra del Agon de los Meditadores, que de todas formas tampoco le perdonaría nunca aquella humillación pública, y lo que era seguro era que el gesto engrandecería su figura, pero no a los ojos de ninguno de los presentes. Lo peor de matar a Lamborga sería la reacción en la Equemitía: ¿Lo recibirían como a un héroe? ¿Lo defenestrarían por haber interferido en intereses que desconocía? Más valía no intentarlo. Se hizo esperar para que quedara claro quién era el centro de atención, y cuál el valor de su respuesta. Se serenó, miró al Juez, una cara sin expresión; miró a Malduin, un apoplético latente en quien más valía no pensar en el futuro; el Secretario de la Capilla, sorprendido pero con más curiosidad que preocupación, y claramente más interesado en la situación en concreto que en el desenlace; el Secretario Ifact, reprimiendo una sonrisa de admiración, los Caballeros de Capilla, una banda de asesinos de ojos purísimos, y Mongrius, la respiración contenida en ruego. Miró finalmente a Lamborga, y retiró la espada.
– Que este buen Caballero viva de acuerdo a su determinio -dijo, y se quitó la máscara.
– Un momento -gritó el Agon de los Meditadores, y el Secretario de la Capilla lo miró airadamente; consciente de la transgresión, el dignatario dulcificó el tono-; el Caballero Lamborga nos es muy querido, y nos es imprescindible para la congregación; me permito solicitar al noble Caballero de Capilla Ígur Neblí que le otorgue la dispensa sin la cual nunca más podría optar al Acceso.
El Secretario de la Capilla parecía echar fuego por los ojos; el Agon lo miró y bajó la vista. Mongrius, aliviado, dirigió a Ígur una sonrisa de aquiescencia; el vencedor se sentía halagado, pero no sabía qué hacer. Miró al Secretario Ifact, que le dirigió una sonrisa burlona con las cejas levantadas, gesto que Ígur interpretó como una invitación a la concesión más amablemente sugerida que inexorablemente forzada, y sin consecuencias negativas si declinaba.
– Concedido -dijo, y tras una pausa rubricadora autocomplaciente bajó de la plataforma al tiempo que subían dos empleados a ocuparse de Lamborga, y uno más a limpiar la sangre del parquet.
La concurrencia parecía conmovida, y, disipada la tensión adicional de los últimos momentos, los dignatarios bajaron del estrado; el Agon se fue precipitadamente con su escolta, Ifact se quedó en segundo término, y el Secretario de la Capilla se dirigió al vencedor, flanqueado por el Juez.
– Bienvenido a la Capilla del Emperador -le dijo con una sonrisa más afectuosa que solemne; a Ígur le sorprendieron la precipitación y la falta de protocolo; entre tanto se llevaban al herido. Los asistentes se acercaron, y Mongrius se perdió de vista.
– Es el mayor honor de mi vida -dijo Ígur, aturdido.