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III

Los Caballeros se aproximaron a Ígur, sin duda, pensó, movidos por la curiosidad; por primera vez se atrevió a mirarlos fijamente. Uno de ellos, vestido de negro de pies a cabeza, parecía ejercer cierta preeminencia. Los demás le abrieron paso.

– En ausencia del Apótropo de la Capilla -anunció el Secretario-, el Decano Maraís Vega os conferirá mañana los atributos que acabáis de ganar.

Ígur miró con temor y complacencia al hombre enlutado, de apenas cincuenta años, de pelo muy corto y entrecano, que se le acercaba. Así pues aquél era el legendario flagelo de los Perseguidores y los Fonóctonos, el Guardián del Resplandor Imperial, uno de los tres que jamás había sido vencido en Combate de entre los aún vivos.

– Bienvenido a la Capilla en nombre de todos los Fidai -le dijo, y sus ojos bondadosos y transparentes le helaron inexplicablemente-, y que tu servicio se mantenga siempre tan eficaz como hoy lo ha sido sobre tu deseo.

Lo abrazó, Ígur sintió que se le aflojaban las piernas. El Caballero se hizo a un lado, y los demás felicitaron a Ígur con un breve abrazo, en un orden que no parecía casual. El nuevo Caballero de Capilla intentó retener las facciones, la mayoría de rasgos raciales diferenciados, con una cierta predominancia de los arios de Eyrenod y de los semíticos de la Oybiria Inferior. La mayor parte aparentaban entre treinta y cuarenta años, y había unos tres o cuatro algo más jóvenes; pero ninguno tanto como Ígur.

– Excepto tres que están fuera de Gorhgró -le hizo saber Vega, que había permanecido a su lado-, todos los Fidai en activo han querido estar presentes en tu Combate.

Ígur se volvió a contemplar al mito viviente, conmovido por la encantadora familiaridad que le dispensaba, y también por el sonido de aquella palabra mágica, Fidai, el nombre utilizado por los Caballeros de Capilla para referirse a sí mismos, y que nadie más, ni tan siquiera el Apótropo tiene derecho a utilizar, salvo el propio Emperador. Se le ocurrió que acababa de adquirir ese derecho, y se extrañó de que el tiempo hubiera pasado tan deprisa. Y ahora era su momento… La obsesión de saborear el triunfo a menudo lo priva, porque el triunfo conlleva un desconcierto y una confusión inexplicables. Ígur buscó a Mongrius con la mirada, y lo vio solo, cerca de la salida.

– Estáis convocados mañana a las siete de la tarde en la Capilla del Emperador -anunció el Secretario, y los asistentes iniciaron un movimiento hacia la salida.

– Imagino -dijo Vega plácidamente- que querrás estar con tus amigos -con un gesto le impidió cualquier excusa-; tendremos más horas de las que imaginas para charlar. -Y se retiró.

Ígur y Mongrius se dirigieron juntos a la salida del edificio, y en la puerta les esperaba el Secretario Ifact con un transporte. De allí fueron en silencio hasta la Equemitía. Ígur no acababa de saber qué comportamiento se esperaba de él, y de reojo miraba a sus taciturnos compañeros de viaje. Ifact parecía absorto en pensamientos inaplazables, y Mongrius le dedicaba una discreta sonrisa cada vez que se notaba observado. Al final del camino relajó los nervios y pudo sentir el dolor de las heridas de garfio en su espalda.

Una vez en su despacho, el Secretario se dirigió a Ígur Neblí.

– Puedo anticiparte la complacencia del poder de esta Equemitía por tu victoria -sonrió-; no contábamos con un Caballero de Capilla en este momento. Esta misma noche informaré al Equemitor, que seguramente querrá conocerte; convendría que estuvieras dispuesto. -Dejó una pausa para el asentimiento de Ígur-. El primer día te dije que quedabas exento del servicio regular, y disponible para misiones especiales; huelga decir que, si bien sustancialmente eso no va a variar, la naturaleza y las dimensiones de la contingencia no son las mismas. Para empezar, tu sueldo ha de adecuarse a tu nueva categoría; se te asignan sesenta mil créditos al año, si estás de acuerdo. -Ígur asintió antes de que Ifact acabase la frase, pensando que seguro que podría conseguir más si quisiera, y de inmediato se sintió como un imbécil, porque el conformismo se podía asimilar a la falta de ambición o de autoestima, a la cobardía o, si la cantidad estaba por debajo de lo exigible, a un imperdonable desconocimiento de los baremos de la Administración; el Secretario prosiguió-: Por otra parte, a ninguno de los dos se os debe escapar que las relaciones entre vosotros se han visto alteradas en el aspecto jerárquico; aun así, si me permitís una opinión, creo que, atendiendo a la circunstancia de la falta de experiencia del Caballero Neblí en las cuestiones de Estado, sería interesante encontrar una fórmula transitoria para que el Caballero Mongrius te guiara por donde a ti…

– Excusadme, Señor -intervino Mongrius aprovechando una pausa insinuadoramente dilatada de Ifact-, no nos engañemos acerca de la situación; el Caballero Neblí está hoy jerárquicamente por encima de mí, pero eso es así en el espíritu de los Caballeros desde el día en que en esta misma sala demostró ser mejor luchador que yo; por lo tanto, estoy a su servicio, así como lo estoy al vuestro, para todas las indicaciones que en el terreno que él juzgue conveniente yo pueda proporcionarle, y sin la menor ambigüedad ni vacilación en lo que respecta a las prerrogativas.

Ígur se sentía violento por Mongrius y complacido por el Secretario, que de repente le inspiraba un profundo desprecio. Ifact los miró.

– La actitud de los Caballeros es siempre generosa -dijo sin inflexiones de voz-; Caballero Neblí, convendrá que estéis preparado, puesto que se avecinan cambios sustanciales en el Imperio y muy pronto necesitaremos de vuestros servicios -Ígur se inclinó-, ¿conocéis los usos de la resolución de un Juicio de Capilla cuando el vencido ha sobrevivido?

Puesto que Ígur negara con un gesto, Ifact con la mirada invitó a Mongrius a explicárselo.

– Es costumbre -dijo el Caballero de Preludio- que el nuevo Caballero de Capilla que ha dejado al contrincante vencido con vida y en posesión de una segunda prerrogativa, lo acoja bajo su padrinazgo y se ocupe personalmente del progreso de tal prerrogativa.

– Y si está herido, que le visite y le ayude en la recuperación -añadió el Secretario.

– Naturalmente -dijo Ígur-, iré mañana mismo.

Ifact miró los relojes.

– El hospital de los Caballeros está siempre abierto, y seguro que Lamborga no ha permitido inductores al sueño. Seguro que lo encontraréis despierto.

– ¿Queréis decir que vaya ahora mismo? -se sorprendió Ígur.

– Sería conveniente -dijo Mongrius-; si quieres te acompaño y te espero en el vestíbulo.

El Secretario se levantó.

– Y después podéis ir a cumplir con la celebración ritual del nuevo Caballero de Capilla -añadió Ifact, ya en el umbral de la puerta, y él y Mongrius se sonrieron brevemente.

– Se refiere -le aclaró Mongrius- a ir a visitar a Madame Conti.

Al anunciarle la visita de Ígur Neblí, Kuvinur Lamborga mandó a todos sus acompañantes de habitación en el hospital que se retiraran, para entrevistarse sin testigos con el vencedor, que se encontró ante un hombre con el torso vendado, que le dirigía una mirada inquisitiva, en nada perdida ni para la dignidad ni para la tristeza.

– He venido -dijo Ígur- a cumplir con la tradición, pero quiero que sepas que la consideración de tus cualidades me habría guiado aquí exactamente igual sin que me obligase uso consagrado alguno.

– Te lo agradezco de corazón -dijo Lamborga-, aunque no debes ignorar que la frase que acabas de pronunciar también pertenece a la obligación de las costumbres -se rió, Ígur percibió sus facciones armoniosas y agradables-; la Capilla juzga a sus aspirantes, y no te guardo rencor; para demostrártelo, estoy dispuesto a corresponder a la generosidad que me has dispensado en toda ocasión guiándote por los intrincados pasadizos del Imperio, por donde, si no me equivoco, no vas demasiado bien orientado.

Ígur se inclinó en señal de agradecimiento, pero las últimas palabras le habían molestado.

– ¿Qué te hace suponer que no voy bien orientado por los pasadizos del Imperio?

Lamborga se movió sin reflejar ningún gesto de dolor.

– Quizá sí vas; y en ese caso admiro tu valor. Pocos hubieran hecho como tú con todas las cuantificaciones en contra.

– ¿Las cuantificaciones? ¿De qué estás hablando?

Lamborga lo miró incrédulo.

– ¿No te notificaron los porcentajes de posibilidades que te otorgaban en el Combate los Cuantificadores? -se detuvo-; quizá el Cuantificador de la Equemitía se rija por otros parámetros -y le dirigió a Ígur una mirada de desconfianza-; quizá no te lo dijeran para que no te arrepintieras…

– ¿Y se puede saber qué me otorgaban las cuantificaciones? -preguntó Ígur, ya recuperado de la sorpresa inicial; Lamborga le contestó en tono de excusa.

– Comprende que, viniendo de una provincia periférica y sin ningún Combate importante como antecedente…

– ¿Cuál era el porcentaje? -preguntó Ígur secamente, imaginándose el baile de informes sobre su persona en manos de los Meditadores.

– Tenías un noventa y ocho por ciento de posibilidades de ser derrotado.

Lamborga calló, y se desató de una tensión extraña. Ígur empezó a preocuparse.

– ¿Qué más decía el Cuantificador?

– Ya debes saber que después de lo de hoy tu cabeza no vale ni cinco -el zumbido del acondicionador ambiental parecía de repente más maligno.

– ¿Y si te llego a matar?

– Hubiera dado lo mismo -rió-; tú y yo combatíamos, pero sólo éramos armas guiadas por otros. De hecho, que el Equemitor te haya autorizado el Combate, significa que cualquier resultado posible era de su conveniencia.

– ¿Y cómo hubiera podido impedírmelo? -dijo Ígur con insolencia; en la mirada de Lamborga se reflejaba una sorpresa mal disimulada, y acabó echándose a reír.

– Empiezo a creer que es verdad que bajas de las montañas. -Y puesto que Ígur le aguantaba la mirada con gravedad, se explicó-: La única salida que tienes es adquirir compromisos, y deprisa.

– Creía que ya lo había hecho. Soy Caballero de Capilla.

– Los Caballeros de Capilla también sangran cuando los hieren. Debes tener algún otro objetivo.

– Entrar en el Laberinto.

Lamborga puso cara de haber esperado esa respuesta.

– Todo el mundo quiere entrar en el Laberinto, pero nadie ha sabido construir las condiciones externas objetivas para poder conseguirlo. Antes de entrar en el Laberinto hay que modificar el mundo, y el mundo está tan bien montado que no cambia si no es por una equivocación; o bien por el error extendido y continuado de muchos, o bien por el error fulgurante y notorio de uno.

– De tus observaciones anteriores cabe concluir que la decisión de combatir por la Capilla ha sido una grave equivocación; quizá haya comenzado a operar el cambio necesario. Parece ser que los que han intentado entrar en el Laberinto han actuado por lo general con absoluto respeto por el orden, y no lo han conseguido; como fue el caso, por ejemplo, de Maraís Vega, que cuando más avanzadas llevaba las negociaciones lo atrapó el tiempo y se encontró imposibilitado a causa del nombramiento del Decanato de la Capilla. La determinación del Imperio, como tan bien indican los Cuantificadores que yo desconocía, apuntaba a que tú serías el próximo Fidai -Ígur se recreó con crudeza en la palabra-, pero he sido yo, y, perdona la franqueza, no sé por error de quién, y aunque pienses que he sido inconsciente de mis actos, y que no sabía gracias a cuál de ellos conseguiría mi propósito, ahora mismo no me arrepiento en absoluto de haber llegado donde estoy, ni, por lo tanto, lamento procedimiento alguno.

Lamborga lo miró de arriba abajo, entre admirado y resentido. Desde el fondo del pasillo les llegaba una especie de eco de campanas cristalinas.

– Eres listo, Ígur Neblí, y sin duda un luchador habilísimo. Tienes corazón, pero no sé si suficiente. He dicho que te ayudaré, y lo voy a hacer; para empezar, y con urgencia, necesitas un protector para sobrevivir.

– El Secretario Ifact es mi superior.

Lamborga se echó a reír abiertamente.

– Ifact ya tiene bastante con preocuparse de sí mismo. A Ifact se lo cargarían sin miramientos si cometiera la improbable tontería de interponerse entre tú y los demás.

– ¿Y el Equemitor Noldera? -dijo Ígur resistiendo la tentación de preguntarle a quién se refería cuando hablaba de los demás.

– En primer lugar no creo que se quiera comprometer protegiéndote, por lo menos de momento; y, si quieres entrar en el Laberinto, no te conviene aliarte con un Equemitor -Ígur tampoco sabía por qué, pero para no tenerse que volver a oír que bajaba de las montañas prefirió no preguntar-; yo creo que deberías intentarlo con los Príncipes, en lugar de la Administración.

– ¿Nemglour?

– Demasiado alto, y, además, tiene las horas contadas. Déjame pensar. El personaje clave ahora es el Príncipe Togryoldus, que por otra parte es inaccesible; hay que buscar a alguien próximo a él, quizá fuera posible acercarse al Príncipe Bruijma -Lamborga cambió el tono de voz-; bueno, eso es lo de menos, ya pensaremos más adelante cuál es el Epónimo más indicado; de todas formas, tanto para entrar en el Laberinto como para sobrevivir, hay que ser un cabrón, ¿tú lo eres? -Ígur se encogió de hombros, y Lamborga prosiguió-; si no lo eres, aún te convendrá más tener a tu servicio al cabrón más feroz.

– ¿Te refieres a un Fonóctono?

Lamborga se rió. La liturgia de silencios y olores perversos del hospital se imponía en el contrapeso de las intenciones.

– Los Fonóctonos sólo se ponen al servicio de los Príncipes, del Hegémono y de los Apótropos; aun así, es como tener una bomba bajo la cama. Más bien pienso en algún Caballero de capa caída. El resentimiento da muy buenos resultados en ciertas disciplinas.

Ígur temió que se estuviera refiriendo a sí mismo, pero no se atrevió a decirlo por temor a equivocarse y ofenderlo.

– ¿Y en el aspecto técnico? -preguntó.

– En el aspecto técnico, las principales dificultades serán de orden burocrático; en ese sentido matarías dos pájaros de un tiro si encontraras al protector adecuado -de repente tuvo una ocurrencia-: el Príncipe Togryoldus podría ser el Epónimo de la expedición -lo pensó mejor y no insistió en la idea, dejando a Ígur inquieto sin saber qué le rondaba por la cabeza-; otro problema será conseguir el concurso de Arktofilax.

– Las dos expediciones anteriores se emprendieron sin Arktofilax -recordó Ígur.

– Precisamente, y hoy en día la opinión más aceptada es que fracasaron por eso. Además, después de que la segunda Entrada no volviera, el Hegémono dictó un decreto prohibiendo el intento sin el concurso del Entrador del Laberinto anterior, siempre y cuando aún estuviera vivo.

– Que yo sepa no ha muerto.

– Hace más de cinco años que no se sabe dónde está. Creo recordar que el último que ha hablado con él ha sido Maraís Vega, que, como sabes, es su discípulo predilecto. Pero no creo que Vega esté dispuesto a proporcionar información.

– Lo intentaré -dijo Ígur, y Lamborga esbozó un gesto de incertidumbre-; necesitaré asesoramiento técnico.

– En eso no tendrás problemas; el único problema con que te encontrarás será con el de decidirte por una tendencia teórica o por otra -sonrió-, y no sólo se contraponen, sino que ya puedes imaginar la opinión que tienen los unos de los otros.

– ¿A quién me recomiendas?

– El Agon de la Biblioteca debe saber muchas cosas, pero no sé si en la práctica puede dar buenos consejos… Malduin te recomendaría al Secretario del Príncipe Nemglour, y tu Equemitor te dirá que vayas a ver a la Cabeza Profética.

– ¿Y tú que dices?

– Yo digo que hables con todos, pero que te confíes a uno solo, el que mejor puede guiarte a excepción del propio Arktofilax: el exconsultor del Anamnesor, el geómetra Kim Debrel.

Al salir de la entrevista, Mongrius hizo discretos intentos de indagación, pero Ígur le respondió con evasivas.

– No te fíes demasiado de Lamborga -dijo al ver que no sacaba nada en claro.

– ¿Y ahora adonde vamos? -dijo Ígur; después de un día tan agitado y productivo, no le desagradaba nada la perspectiva de divertirse.

– Directamente al Palacio de Madame Conti. Ya está avisada, y tiene muchas ganas de conocerte. -Y le sonrió, permitiendo que Ígur se imaginase mil y un vericuetos y reticencias de una conversación contractual en torno a él.

El Palacio Conti, magníficamente iluminado toda la noche, destacaba por su inconfundible forma cuadrada provista de torres en los ángulos y una cúpula en el centro, situado sobre una de las islas rocosas que forma el Sarca al dividir su curso en muchos brazos en el tramo que hacia el Sur se aleja de la Falera; la isla en cuestión, bautizada en honor de la señora del Palacio Isla de Ixtar, era la más baja de todas las del entorno, más escarpadas y de alturas similares entre ellas, pero, curiosamente, eso y la piedra y el mármol claros de su construcción en medio de oscuros berrocales le confería un contraste especial, parecido al de una joya resplandeciente insertada en medio de la naturaleza salvaje, que acentuaba la radialidad de sus siete puentes arcados que confluían en ella, notable incluso el más insignificante, por donde se accedía en sentido descendente desde los desfiladeros, por encima de los rápidos más turbulentos del río.

Nevaba y soplaba un viento helado cuando Ígur y Mongrius cruzaron el llamado Puente de los Cocineros, que escarpadamente se encaraba al Palacio en ataque posterior por la fachada Nordeste (en contraposición al Puente de los Príncipes, que mostraba en terreno llano la perspectiva de la fachada noble, la Sudoeste), sin duda, pensó Ígur, en un intento por parte de su amigo de exhibir la familiaridad que le unía a la casa, aunque él, amante de las primeras emociones perdurables, hubiera preferido una entrada más solemne. A pesar de todo, la vitalidad y el lujo del lugar le impresionaron; el acceso tenía una suma de provisionalidad apresurada y brillantez mundana y sensual que congració a Ígur con los días pasados hasta entonces en Gorhgró, más bien áridos y tensos. Una camarera jovencísima, mestiza y casi un palmo más alta que Mongrius, los recibió con una amabilidad exquisita y sutilmente insinuante, y los acompañó a través de un pasillo de luces rosas y espejos hasta un salón grandioso de planta octogonal, sin ninguna abertura al exterior, en cuyo centro se identificaba sin dificultad la cúpula apreciable desde fuera; a Ígur le sorprendió la facilidad con que habían llegado al centro de la edificación. En el salón, donde a pesar de la elevada temperatura no había ni humo ni bochorno, habría unas veinte personas de los dos sexos, algunas de pie y otras sentadas, repartidas en amplios divanes dispuestos en filas enfrentadas o concéntricas. La parte superior estaba rodeada por una galería elevada con arcos y barandilla en maderas preciosas mientras que el centro, bajo la cúpula, tres peldaños más bajo, se veía lleno de grandes cojines de colores con bordados, distribuidos a capricho. Cuando entraron se hizo el silencio, y una mujer de algo más de cuarenta años, alta y espectacularmente peinada y vestida de rojo, se adelantó.

– Madame Isabel Conti -dijo Mongrius con una solemnidad que más que traicionar sugería complicidades pasadas y expectativas juguetonas-, me distingue la satisfacción de presentaros al Caballero de Capilla Ígur Neblí, de Cruiaña, que hoy ha ganado su honor.

Ígur besó la mano de aquella mujer imponente (aunque no tan alta como parecía desde lejos) que le sonreía entre soñadora y socarrona. Todo, en ella, los grandes ojos verdes, la boca grande y perfecta, el escote generoso, las joyas y los aires de reina, era tan brillante, que costaba mirarla a los ojos y mantener la compostura y la cabeza en su lugar.

– Caballero Neblí -dijo con voz potente y gran autoridad-, hemos tenido noticia de la alta proeza de esta tarde, y vuestra presencia significa un honor para esta casa, que podéis considerar vuestra -pronunció lentamente el posesivo- desde ahora mismo.

Ígur echó una rápida ojeada a la estancia. El conjunto de hombres y mujeres parecía un modelo calculado para ilustrar la antigua relación de causa y efecto entre desnudez y atractivo, agitadora de intereses estéticos, desde la sutil transparencia de una parte de la ropa hasta la desnudez completa, enjoyada o maquillada, o el vestido zoomórfico que oculta la cara y el cuerpo a excepción de un miembro significativamente elegido; y los hombres que no formaban parte del activo del Palacio, y que Ígur dudaba entre considerar clientes o invitados, exhibían la insolencia del que ejerce el placer desde la dominación. La iluminación era contrastada entre puntos fríos y fondos cálidos, discontinua y, salvo en el centro, la decoración era una mezcla inhabitual de enredaderas con flores tropicales y damascos, pinturas y esculturas que representaban, algunas con gran realismo y detalle, las más desmesuradas fantasías obscenas, dotadas de una calidad formal que las hacía definitivamente eficaces.

– El honor es mío, Madame -dijo Ígur, y ella miró a la concurrencia con expresión radiante.

– Bien, puesto que ya nos hemos honrado todos, por lo menos de palabra, podemos prescindir del protocolo -alguien rió, y cuando Ígur quiso buscar a Mongrius, había desaparecido-; sentémonos aquí, encantador Caballero, y contadme vuestras impresiones del Combate.

– ¿De qué Combate, Madame? -preguntó, intentando no dejarse llevar por emoción alguna; la mirada de ella era transparente como la de una jovencita, y el surco que formaban sus senos era tan profundo que se hubiera podido esconder una mano en su interior; echó la cabeza a un lado y hacia atrás, levantando las cejas.

– Oh, excusadme, me olvidaba de que los que entran en la Capilla no deben vulgarizar los sentimientos. ¿Os gusta la ciudad? ¿Habéis hecho amistades? ¿Cuántas amantes tenéis? ¿O preferís los hombres? ¿No? -Soltó una magnífica carcajada-… Excusadme otra vez, era una broma. Venid -se levantó y le llevó de la mano-, tanta ropa os debe molestar, ¿no preferís aligeraros? Ya veo que habéis dejado las armas en casa -cada vez hablaba más deprisa, y le hizo un guiño-; ¿no os las habréis dejado todas? Espero que no. -Y soltó una carcajada juguetona.

– Señora, veo que no tengo más remedio que ponerme en vuestras manos y someterme a vuestra sabiduría.

– Ígur -dijo ella, ya en voz más baja para que los demás no la oyeran-, puesto que los sentimientos atienden más al futuro que al pasado, y yo sé que nos espera uno muy bueno, deseo que a partir de ahora no olvides que me llamo Isabel. -Lo sentó entre un grupo de cuatro, y se los presentó-: Ismena y el gestor Dilmau; Rilunda y el dermatógrafo Serránila.

Ismena y Rilunda representaban la una, una cara, los pechos eran los ojos y el sexo la boca, y la otra un pájaro nocturno en pleno vuelo. Ígur tuvo que hacer un esfuerzo para que no le traicionara la fijación de la mirada.

– Así pues -dijo Serránila, un obeso de rasgos arios-, ¿qué tal os va el enamoramiento dentro de la Capilla?

Y soltó una fuerte carcajada.

– No seáis grosero -dijo Madame Conti, y se dirigió a Ígur-: No le des mayor importancia; es lugar común que la comunión de la Capilla, que no la confabulación, culmina en el amor, y la declinación homosexual del Fidai completa en cierta manera su poder.

Ígur la miró fríamente; quizá al cabo de los años toleraría una transgresión así, pero no entonces. Madame Conti se dio cuenta y se rió; él iba a replicar, pero temió excederse.

– ¿Cómo me debiera ir? -le respondió al tal Serránila-; ¿qué respuesta os decepcionaría más?

– No lo sé -dijo el dermatógrafo-; ¿tenéis costumbre de responder de acuerdo a lo que imagináis que espera el interlocutor?

– En un caso como éste, quizá -dijo Ígur, mirando a la Conti; tal vez se había salvado del ridículo de desconocer que una cortesana tan encumbrada como aquélla tenía la prerrogativa de pronunciar la palabra Fidai, si es que eso era así-; si os digo que no lo llevo de ningún modo, ¿quedaré incompleto a vuestros ojos?

– Seguramente -dijo el otro, mirando a las mujeres.

– En ese caso -dijo Ígur, pensando en la forma de salvar la delicia mundana y a la vez su idilio circunstancial, comprensible por otra parte, con el acceso a la Capilla-, tendré que soportar mi heterosexualidad como una carga. -Y miró con ferocidad a la morena Rilunda, que asistía indiferente al debate.

– No exageremos -dijo Madame Conti-; pensar en los placeres como en un problema es la más absurda de las debilidades. -Se levantó y se llevó a Ígur del brazo-. Comprende, amigo mío -le dijo cuando nadie los oía-, que es difícil encontrar a alguien tan respetuoso con las normas como tú y no tentar la magnitud de su fe -rió-; ¡aquí no existe la ley! Puedes denunciar a quien quieras, a mí, por ejemplo, tú mismo puedes castigarme -se metieron por un pasillo-, pero nadie te secundará, puedes apostar lo que quieras. -Ígur quería decir que las leyes no eran códigos causales por cumplimentar, sino principios que cada cual lleva dentro y que conjuran mutuamente un sentido a la vida, cuando ella le señaló una puerta custodiada por dos Guardias uniformados-. ¿Quién dirías que está en esta habitación? -se rió-; más vale que no digas nada. ¿Qué crees que tienes que hacer? -se detuvo-; ¿qué quieres? -Lo miró a los ojos con un dominio tan incuestionable, que Ígur se sintió absorbido por ella. Su experiencia se limitaba a las compañeras y primas de Cruiaña, y allí pisaba inseguridades; Madame Conti lo convertía en transparente con sus ojos, y lo atrajo con suavidad.

– Lo quiero todo -dijo Ígur, y ella le dio un beso en los labios, y se sorprendió a sí mismo degustándolo no como una perversidad más o menos absurda, porque no era ésa la idea que tenía de la situación, sino como una constatación lógica.

– Siéntate aquí -le dijo Madame Conti, introduciéndolo en una estancia solitaria; la pared de enfrente era un cristal, espejo opaco por la otra cara, y en la habitación de al lado había una joven bellísima sentada ante un piano, que por el efecto reflectante no podía verles. Ígur se sentó en una poltrona reclinada, y Madame Conti apagó la luz y se fue.

No estaba demasiado claro si aquella mujer sabía que la observaban, pero en cualquier caso sí que parecía considerar la posibilidad, o así le gustaba creerlo a Ígur viendo la dudosa casualidad de ciertas miradas al espejo. Tenía detrás unas cortinas de un azul turquesa quemado, y llevaba una túnica amarilla larga hasta los pies con unos cortes laterales que permitían verle hasta las rodillas, y el torso ceñido, hasta el cuello y los codos. Era muy morena, llevaba el pelo recogido, y hasta sentada se la podía adivinar alta y soberbiamente proporcionada; la notable envergadura se apreciaba por su espléndida estructura ósea, y una fuerza y una agilidad naturales y cultivadas tanto en partes iguales como en generosa medida. El perfil de sus grandes ojos tenía la caída triste y a la vez risueña de los clowns. Cuando Ígur llegó, fraseaba ejercicios inidentificables, y después, poco a poco, comenzó a fijar momentos precisos de un pasaje a otro, presa y señora de la melancolía que sólo conocen los espíritus cultivados que no han necesitado de la precaución de reservar un reducto para el sentimiento salvaje, porque los propios movimientos y proximidades y lejanías de la vida se los han obsequiado para rodearlo de las preciadas delicias de la memoria, del deseo y de la belleza, y así la melodía se tornaba ahora continua, ahora maravillosamente dubitativa ante la provocación de la expectativa del auditor, que la veía entonces plenamente satisfecha, luego incluso superada por una solución sorprendente, insólita y sobrecogedora, más encendida y veloz, porque poco a poco el canto del piano de una canción interior se transformaba en himno. Ígur se sintió transportado a los atardeceres de profundidad azul de los finales de estación con los Solve-Coagula de Sirinaraia, y fue presa de las debilidades del enardecimiento, el pulso acelerado por la excitación y el vértigo de las lágrimas, y grabó en su recuerdo para siempre la expresión triste y cruel de aquella mujer que parecía vivir tan en propia carne, tan íntimamente en conjunción la respiración del piano con su pasión evocada como un delfín con la ola o el águila con las corrientes del aire.

Finalmente se descorrieron las cortinas, y un hombre se acercó a la pianista sin hacer ruido; ella no se volvió, pero, consciente de la presencia, introdujo nuevas discontinuidades en la melodía, que se volvió más brusca, y por momentos también más desamparada. Ígur notó de pronto cómo la música conducía un hilo de aproximación, cómo era cebo y acta efímera del contorno entre dos espíritus tan casualmente unidos como dos contrincantes en una guerra, y sus ojos de inesperado escopófilo, fluctuantes entre el placer y el dolor de los vaivenes transferidos y el enfrentamiento con su propia inmovilidad, descendían de los ojos de la pianista, ciegos a su existencia, a las manos que, primero una y luego otra, se levantaban del teclado, y planeaban más abajo mientras que la fragmentada música adquiría las dudas y los silencios de una respiración, y hablaba y suspiraba, y guiaba la inclinación de ambos como guiaba la mirada de Ígur, y como parecía que la mirada la guiase hasta que, enmudecida del todo, ofreció al espectador el instante de retirarse.

Al hacerlo, le sorprendió la presencia de Madame Conti detrás de él (¿cuánto tiempo llevaba ahí?, pensó; quizá había fingido irse y no se había movido), que le sonrió con gravedad y ternura.

– Quiero presentarte a una amiga -le dijo.

– Quiero conocerla a ella. -Ígur señaló hacia atrás sin darse la vuelta.

– Esta noche no podrá ser -rió-, quizá mañana. ¿Te ha gustado Fei? Ten cuidado, la llaman la Reina de los Dos Corazones.

– ¿Por qué? ¿Tiene fama de traidora?

– Al contrario; tiene fama de que cuando está acompañada, tiene en propiedad mucho más que su propio sentimiento.

– De acuerdo, entonces, hasta mañana.

– ¿Cómo? ¿Ya te vas? ¿No esperas a tu amigo? No lo esperas. Si me dejas tu sello, le introduciré un código para que puedas entrar siempre que quieras, a cualquier hora.

– Gracias, pero ya lo hicieron en la Equemitía.

Madame Conti se echó a reír.

– Los códigos de la Administración no sirven aquí. -Lo tomó por la cintura y bajó la voz-. ¿Me permites?

Si los de la Equemitía habían podido regrabarlo, no veía impedimento para que también lo hiciera Madame Conti. Su sello no contenía información reservada pero, en cambio, sí que se le podía introducir.

– De acuerdo, pero te acompaño -dijo.

Madame Conti hizo un gesto de resignación burlona, y cruzaron las estancias hasta llegar a una sala de tratamiento de códigos. Allí Ígur sacó el sello.

– ¡Amarillo! -dijo Madame al verlo-. ¡El color de los amantes y las putas!

Ígur se desabrochó la chaqueta azul para mostrarle el chaleco amarillo.

– También es el color de la esperanza cumplida.

Una vez grabada la clave de entrada al Palacio Conti, quiso marcharse.

– ¿Qué hay que decirle al Caballero Mongrius? -dijo Madame, burlándose.

– No hay que decirle nada. ¿Fei, se llama? Mañana volveré.

Ella lo acompañó por un camino diferente, sin necesidad de encontrarse a ninguno de los presentes, e Ígur se retiró.

La entrada noble de la Apotropía de la Capilla del Emperador era un corredor porticado, con los retratos de los principales y más rememorados representantes de las grandes dinastías, acabado en el llamado Preludio de la Rueda, propiamente el vestíbulo de Acceso, que no podían sobrepasar quienes no fueran Caballeros de Capilla o el propio Emperador. Ígur Neblí fue ceremoniosamente acompañado por el pasillo por Mongrius, su padrino de inscripción, por el Jefe de Protocolo de la Capilla, que les precedía, y por dos Gastadores que les escoltaban. El Preludio de la Rueda era un círculo de un poco menos de trece metros de diámetro y, regularmente alineados a un metro de separación del muro, ocupando una marca del pavimento dispuesta para ese fin, aguardaba la totalidad de la Capilla, excluidos los Magisterpraedi y los que habían obtenido dignidades superiores, formada por veintidós caballeros en total, sin contar al Decano, al Secretario y al Apótropo, que estaba ausente, ni, supuso Ígur, a los tres que, según le había dicho Vega el día anterior, no estaban en Gorhgró. El pasillo incidía en el vestíbulo de forma no perpendicular, por lo que el eje no coincidía con el centro del círculo sino que se desplazaba ligeramente a la derecha, visto desde el acceso; siguiendo el mismo sentido, tal como se entraba a la izquierda, y a un poco más de noventa grados del punto central de la entrada, había una gran puerta de mármol verde y negro, que sobresalía por dimensiones y énfasis formal de entre las demás aberturas del Preludio de la Rueda, nueve en conjunto. La comitiva se detuvo en el centro, y a una indicación del Jefe de Protocolo esperaron la llegada del Secretario de la Capilla y del Decano, que entraron por la puerta de enfrente a la del pasillo. El Secretario se dirigió a todos.

– Acabados los determinios de la vida, hoy entraremos en los de la muerte, que significa en los de cada cual. Ígur Neblí, sé bienvenido a la Capilla y que se retiren los que no han ganado la carga del mérito y del derecho de entrar.

El Jefe de Protocolo le indicó a Mongrius el pasillo por donde habían entrado, y, precedidos por los Gastadores, salieron los cuatro (Mongrius y el Jefe a su lado) del Preludio de la Rueda. El Secretario cerró la puerta del pasillo y, dejando a Ígur en el centro del vestíbulo a la derecha de Vega, procedió a abrir la enigmática gran puerta verde oscuro; por la resonancia del ruido de apertura, Ígur supo que el espacio al que conducía era grande y desnudo; por la corriente de aire supo también que hacía frío y, entre eso y un cierto olor a cerrado, que no se transitaba por él habitualmente. El Secretario entró, y accionó un mecanismo de agujas térmicas que encendió miles de velas, y el espacio se iluminó de repente. Ígur contuvo la respiración.

– La Capilla del Emperador -dijo Vega.

Ígur y el Decano permanecieron inmóviles, y los Caballeros entraron en dos filas, según el orden de alienación en el Preludio de la Rueda, la mitad por un lado y la otra mitad por otro, siguiendo el camino del círculo interior de pavimento y cruzando la puerta de dos en dos, de manera que los dos primeros, que estaban más próximos a la gran puerta, la atravesaron juntos delante, y los dos últimos, que estaban uno al lado del otro al principio y se habían separado diametralmente al recorrer cada cual su semicírculo, se volvieron a juntar al final para entrar a la vez en la Capilla. Como el ceremonial fue tan lento, y la entrada tenía el aire litúrgico de una procesión, el pensamiento de Ígur vagó por los caprichos más inconvenientes, algunos incluso jocosos, por ejemplo qué pasaría si el número de Caballeros de Capilla fuera impar, o, si alguno de los Caballeros va demasiado despacio y deja un vacío entre él y el anterior, su correspondiente simétrico tendría que estar al tanto y hacer lo mismo para no entrar descompasados.

Una vez dentro, aposentados de forma que Ígur y Vega no podían ver, el Secretario hizo una señal, y Vega tomó la mano izquierda de Ígur con su mano derecha, la del neófito con la palma hacia abajo, y la suya de lado, como se coge a una dama, y así, y no bordeando el perímetro del Preludio de la Rueda como los Caballeros, sino directamente por la diagonal, entraron en la Capilla, un espacio perfectamente cúbico, de algo menos de treinta y cuatro metros de arista (lo que, por la altura, excesiva según la costumbre, le confería un ambiente excepcionalmente sombrío y abrupto) sin la menor decoración ni moldura, ni, en definitiva, nada que rompiera la definición geométrica del espacio, llevada la austeridad al extremo de inexistencia de ventanas, suplidas en lo referente a iluminación por palmatorias situadas, para culminar la adusta frialdad del conjunto, a veintiún metros de altura, y sin pantalla ni difusor alguno que mitigase la agudeza metálica sobre el mármol negrísimo de que estaban íntegramente construidos suelo, techo y cuatro paredes, con una única excepción: un gran cristal, de una sola pieza, situado en el centro de la cara de la derecha, y que no llamó la atención de Ígur al principio pero que después, al fijarse en él impaciente por el tedio del larguísimo ritual, se dio cuenta de que no era sino un mirador sobre la Sala de Juicios, donde se había librado su Combate de Acceso el día anterior, el gran espejo que ocupaba uno de los laterales de la Plataforma, cuya naturaleza tenía por misión ocultar al observador situado en la Capilla, que disponía de sillas con brazos para el espectáculo.

El ritual del Acceso a la Capilla, una vez cerrada la puerta, disponía que a continuación se sentaran todos los Caballeros en círculo y, situados el conferidor (en ese caso, el Decano) y el neófito en el centro, uno al lado del otro, y el Secretario aparte, proceder a una larga meditación, sin ninguno de los tradicionales soportes de la liturgia (homilías, incienso, música, invocaciones), eliminados por considerarlos poco serios y nada adecuados al carácter autodisciplinar y rigurosamente consciencial de la Capilla. La meditación era libre y no tenía por qué ser trascendente ni dramática siempre que fuera interior, es decir, inmóvil y silenciosa. Ígur comenzó por observar de reojo el mobiliario, que se limitaba a las sillas que ocupaban los Caballeros, y que debían haber sido calculadas antes, porque no sobraba ninguna, y a un enorme sitial de madera, negra como todo lo que estaba a la vista, asimismo carente de decoración pero con un baldaquín rematado por una estrella metálica, en concreto un icosadodecaedro, también llamado dodecaedro abciso elevado, que Ígur dedujo que debía de corresponder, aunque fuera de forma emblemática, al sitio del Emperador, porque presidía inequívocamente la estancia en el centro de la pared contraria a la del mirador; aparte de eso, nada más; ni una mesa, ni una abertura de ventilación ni de calefacción (al cabo de un rato, en pleno mes de febrero, hacía un frío terrible). Más tarde, Ígur miró al techo, y pensó que si no fuera por el espejo, los muebles y la puerta (la única abertura), sólo las velas y la gravedad distinguirían las seis caras de aquel cubo perfecto, una de las cuales coincidía exactamente con la lateral de la Sala de Juicios, donde fijó su atención Ígur a continuación. El cristal espejado (igual al de la salita de Madame Conti, recordó) tenía por objeto ver sin ser visto, pero todos los presentes en la Capilla en aquel momento habían estado en la Sala de Juicios durante el Combate. ¿Quién había utilizado entonces el mirador? ¿Alguno de los tres Caballeros pretendidamente ausentes? ¿El Apótropo, que también había comunicado su ausencia? Ígur se sobresaltó. ¿O el propio Emperador? Aunque tuviera doce años… ¿dónde estaba el Emperador?, ¿dónde vivía?

En ese momento, atraída de una manera incomprensiblemente irrefrenable, la mirada de Ígur se posó sobre la de Maraís Vega, situado a un metro y medio escaso de él, que le miraba con una sonrisa apenas esbozada, y que a Ígur le produjo el efecto desasosegante de que participaba de sus pensamientos, y le hizo comprender que aún quedaban adversarios que no podría vencer ni con las armas de Caballero. Vega levantó la mano y el Secretario se le acercó; en el momento en que entró en el círculo de los Caballeros sentados, los veintidós se levantaron como una sola persona.

– Lo que es, es -dijo el Secretario, mirando al Decano.

Vega posó la mano izquierda sobre el hombro derecho de Ígur.

– Te confiero el Derecho de la Capilla. Que tu justicia infunda paz y felicidad -le dijo, dando un paso hacia atrás.

– ¡Viva el Emperador! -dijo el Secretario, levantando levemente la voz.

– ¡Viva! -dijeron todos los demás con una entonación solemne pero no más alta que la de una conversación normal, lo que le confirió un efecto insólitamente grave.

De uno en uno, y en un orden que Ígur reconoció como el mismo que el de las felicitaciones del día anterior, los Caballeros lo abrazaron y salieron de la Capilla; al final quedaron Vega, el Secretario y él; el Decano le invitó a salir, y el Secretario se quedó el último para apagar las luces y cerrar la puerta. Ígur se sentía decepcionado en parte. ¿De manera que eso es todo?, pensó, ¿ya está? ¿Aquí no quieren mi sello? El alivio de abandonar la sobrecogedora estancia le hizo notar con más fuerza aún su durísima severidad, si bien ni el Preludio de la Rueda ni el pasillo anterior eran espacios precisamente confortables, y el objetivo que perseguía la estancia en el hexaedro del Emperador.

En la entrada noble de la Apotropía le esperaba Mongrius, y Vega y el Secretario se despidieron de ellos; Ígur y el Caballero de Preludio salieron en busca de algún transporte.

– ¿Dónde vive el Emperador? -preguntó Ígur, ya de camino a la zona residencial.

Mongrius esperaba algún comentario sobre el acto que no había podido presenciar, o en todo caso que Ígur indagara sobre su desaparición la noche anterior en casa de Madame Conti.

– Tradicionalmente, la residencia del Emperador está en Bracaberbría, pero desde que Anderaias III la abandonó, que yo sepa el Palacio de Gorhgró no lo ocupa el Emperador, sino el Anamnesor. ¿Dónde vive el Emperador? Se dice que no tiene sitio fijo.

Ígur sonrió, y mandó parar el transporte. Mongrius, extrañado, no se atrevió a pedirle explicaciones.

– Adiós, amigo. Cuando necesites padrino para entrar en la Capilla, cuenta conmigo. -Y cambió de vehículo, esta vez en dirección al Palacio Conti.

No se trataba de entregarse a hacer el amor con desesperadas, pero un no sé qué parecido excitó a Ígur cuando, habiendo parado de nevar, y, noche negra y todo helado, brillante y nebuloso, cruzó el Puente de los Cocineros siguiendo el camino que el día anterior Mongrius le había enseñado, para entrar en el blanco cuadrado del Palacio Conti, rodeado de aguas turbulentas y éstas de áridas escarpaduras negras de pliegues llagados de nieve. Comprobó que su sello podía abrir la discreta puerta del falso pasillo de servicio, donde, como si le estuviera esperando (y quizá, gracias a algún mecanismo oculto, así era), lo recibió una camarera, distinta a la del día anterior pero no menos agraciada y solícita, que lo acompañó hasta la Sala central.

Allí la situación también había cambiado. En el centro, sobre una plataforma de metro y medio de altura, iluminado por focos, tenía lugar un espectáculo, y el público lo formaban más de trescientas personas, aquí bullicio, allá silencio concentrado, en ese rincón agonizantes de ponzoñas, en ese otro, complicados enlaces sollozantes de tres, cuatro, cinco o seis. Madame Conti, vestida de negro y más ceñida y escotada que el día anterior, generosas evidencias al ataque, presidía la reunión desde un grupo de hombres en círculo que, ignorando la representación, estaban sólo pendientes de ella, y cuando vio llegar a Ígur, le salió al encuentro.

– ¡Gloria a los héroes de hoy, príncipes de mañana! -dijo, Ígur le correspondió con una inclinación-; me alegra que además de ser un vencedor, sepáis cumplir vuestra palabra dada al placer -hizo una señal de cruce de dedos a la camarera, y cogió a Ígur del brazo-; hoy no te presentaré a nadie, porque aquí no hay nadie digno de ti.

– He venido… -dijo Ígur, pero ella lo interrumpió.

– Ya sé por qué has venido, y acabo de dar instrucciones para que seas complacido -Ígur echó una ojeada al espectáculo, consistente en dos mujeres idénticas, como mínimo gemelas univitelinas, o posiblemente clonadas, haciendo piruetas y revolcándose al uso de la culminación sexual, con guantes de piel de serpiente hasta el codo, medias de lo mismo por encima de las rodillas y un cinturón de cadenas doradas por toda vestimenta-; ¿te gustan las gemelas dadóforas? -le dijo bajito Madame Conti-. Aún te hubieran gustado más las siamesas semisuicidas: la roja ríe, la blanca llora… lo malo es que el número es único, irrepetible… un día dimos las gemelas dadóforas, en combinación con la Apotropía de Juegos; pero mira por dónde, aquí tengo algo mejor para ti.

– Madame -se inclinó Ígur, y en ese momento la camarera compareció en compañía de la mujer más bella que el joven Caballero había visto en su vida, y en quien, tras un primer momento de desconcierto, pudo reconocer a Fei, la pianista del día anterior, sonriendo abiertamente, la cabellera un negrísimo huracán desatado, maquillada con más dureza y vestida íntegramente de cuero negro, aunque decir íntegramente supondría una falta que no podría perdonar imaginación alguna, porque Fei, de forma parecida a las gemelas pornógrafas, llevaba guantes negros hasta los codos y botas hasta por encima de las rodillas, y su cuerpo, de caderas para arriba y de pecho para abajo, ambos comprendidos, se ceñía con un cuero estrecho que dejaba libres, sin embargo, los costados hasta el final de las costillas, la espalda hasta el final de la columna y el escote hasta el centro del vientre. Nadie dijo nada, y Fei, tan diferente de la dama lánguida del día anterior, se mantuvo a la vista de Ígur, más bajo que ella, sonriente él añorado de una máscara, ella de forma radiante.

– Fei, la Reina de los Dos Corazones -presentó Madame Conti-, Ígur Neblí, Caballero de Capilla; amigos, la casa es vuestra-. Y la camarera y ella se retiraron.

Ígur se recreó en la contemplación de aquella mujer, tan distinta de las que se veían por Gorhgró, virilizadas por el alcohol, el tabaco, la alimentación despiadada y el peso de las responsabilidades; Fei le pareció mucho más bella que el primer día, y a la vez le causó una impresión extraña, racionalmente injustificable, de algo un poco sucio en el sentido de malsano, una de aquellas impresiones que con el trato desaparecen y que cuando, recordándolas, se quiere reproducir su efecto, es del todo imposible. Ígur y Fei buscaron una mesa vacía en la galería superior y pidieron bebida para consumirla en la más olvidable de las conversaciones. Cuando las facciones tienen una fuerte personalidad, hay veces que distraen del silencio de las objeciones que la contemplación del objeto perfecto infunde a la consideración del placer, precisamente en el mismo aspecto, pero en sentidos diferentes, en que unos rasgos correctos pero insípidos refieren a un cuerpo proporcionado a pesar de que no le den ningún resplandor propio que aporte nada nuevo a los estímulos conocidos o reconocidos, como en el caso de Fei, pues, asimilable al primero de los dos, que hacía que, habiéndose alejado Ígur de las afluencias convencionales de la pasión por los dos dientes centrales en posición caprichosa, o la nariz quizá demasiado pronunciada, o las cejas, negras y poderosas, y los labios en digresión juguetona, la parte central del superior formando una M pronunciada, y las comisuras rampantes, porque de alguna manera habían apartado los circunloquios del deseo de su habitual causalidad, el descubrimiento de un cuerpo extraordinario advenía con el fulgor de una sorpresa o, aún mejor, de un repentino recuerdo o de un voluptuoso reconocimiento que, aplicados en un lugar de hecho, no en circunstancia, inhabitual, multiplicaban la excitación, y todo, recíprocamente reforzado por la memoria de las delicias y por el vértigo de las inauguraciones, absorbía el efecto hacia un irresistible estallido sensorial.

– Me han contado que tu adversario tenía unos garfios terribles, que hubieran destruido a cualquiera que no hubiera sido tú -le dijo ella, y tenía una voz de contralto tan aterciopelada y opalina que Ígur resolvió cualquier duda posible-; ¿ya te han curado las heridas? -Y se rió.

– Esperaba que me las curases tú; ¿no hay un sitio un poco más confortable que éste?

La rotundidad de los pechos y las caderas se componen tanto de su propia esencia como de la ligereza de la cintura, y Fei era un prodigio tanto de una cosa como de la otra.

– Naturalmente -dijo, y se levantó.

Ígur la siguió, y se impregnó de la esbelta elegancia de sus movimientos, de las piernas tan largas que a los hombres, hasta a los más altos que ella, los hacía parecer a todos bajos, excepto a aquellos inequívocamente gigantescos. Ígur temía que le llevara a la habitación del piano, pero Fei le condujo por pasillos y más pasillos, de donde hubiera resultado muy complicado salir sin guía, pensó él, con algún paso exterior desde donde se apreciaba, como hecho a propósito, que la línea del cielo, alta y accidentada por enclavarse el Palacio entre montañas tanto más altas, descendía abruptamente en cuatro puntos estratégicos para ofrecer el horizonte más bajo, como si se tratara de la línea del mar, hasta llegar a una habitación de techo bajo y decoración cálida y sensual, en ninguna manera groseramente explícita, con un ventanal cercano al suelo que, sorprendentemente, ofrecía la visión de un minúsculo jardín exterior con plantas tropicales (¿dónde estaba el río?, pensó Ígur; ¿y los puentes?, ¿y las islas rocosas?). Allí Fei prendió incienso y velas, se quitó las botas y los guantes y el cinturón de anillas de oro, y volteando el pelo invitó a Ígur a tumbarse entre los cojines del suelo, que todo el suelo era de punta a punta un gran cojín, y descalzó a Ígur y le quitó la ropa para pasar sus dedos incomparables por las benignas heridas de la espalda, en un ritual más de complacencia y de comprobación de un trofeo que de curación, que, cerrados los desgarros en firmes costras de sangre, no tenía más sentido que la mutua proyección humorística. Fei se movía como una felina, y todo en ella era felino, hasta la cara, que desde sus grandes ojos amarronados tenía mucho de promesa de abrazo de pantera, e Ígur supo que por primera vez desde que estaba en Gorhgró le había llegado una ocasión para abandonarse, para reír y llorar si llegaba el momento, tanto como quisiera, para no pensar en nada ni mirar atrás.

– Me gustaría quedarme a vivir aquí -dijo con absoluta, con conmovida sinceridad.

Ella irguió la cabeza sacudiéndola suavemente a uno y otro lado para quitarse el pelo de la cara sin apartar las manos de la espalda de Ígur, y rió.

– Pues quédate, en ningún otro sitio serás mejor recibido.

No enciendas fuegos que no estés dispuesto a apagar, pensó él, y una vez más se maldijo por no poder, por no saber respirar la totalidad de los momentos de placer, ya fueran de triunfo o de anhelo, y dejó que pasara el rato para que las palabras se evaporasen. Ella, con la discreta sabiduría que tanto se agradece en estos casos, liberó la presión de los falsos compromisos, de la mentira emocional que somete el porvenir inmediato a lo agridulce, y el fuego que se había encendido fue más fácil de apagar. Ígur dio media vuelta, y no precisó hablar para comprobar el acuerdo sobre todo aquello que se daba por supuesto. La prisa ya no pertenecía a la voluntad, y se acabaron de quitar las prendas de ropa que más les estorbaban. Fei se dejó sólo los brazaletes -llevaba en los brazos, las muñecas y los tobillos-, el tercero, y último, el finísimo cinturón de oro, los collares y los pendientes -pendientes llevaba en las orejas, los pezones y los labios del sexo-, por aquello del sonido que se mezcla con la luz y el movimiento, y de repente todo se transformó en reconocimiento, y la incertidumbre retrocedió en el placer; ella quiso empezar besando a Ígur en los labios, después escondió la cara en su cuello y le tomó el sexo entre los pechos y se lo sorbió con detenimiento, después se le puso encima, y al final, ella debajo, la cabeza hacia los lados y hacia atrás, los brazos extendidos a ratos cruzados bajo la cabeza, él apoyándose en los puños, de repente levantándose del cuerpo, aplastándolo después y abrazándola por la nuca, la mano derecha de él tirando del antebrazo derecho, la izquierda del antebrazo izquierdo, abrazándola con los codos hasta casi incorporarse, sin obstáculos ni prisas, directo hasta el fondo de la exaltación del desconocimiento feliz; algo más tarde, la mirada de Ígur se despertó en un interrogante, y ella respondió con el silencio abandonado. Pero el espíritu furtivo estaba todavía en el deseo de Ígur, desgraciadamente afectado por el recuerdo del día anterior, y, aún en el aliento como un eco de las sacudidas finales, no pudo contenerse de preguntar.

– El Caballero ha cruzado demasiados desiertos descalzo para llegar hasta ti.

Ella abrió los ojos y lo miró dispuesta a la complicidad.

– La vida puede tener muchos determinios esta noche.

Ígur se dejó caer a un lado, y se echaron a reír. Las posibilidades de desenlace de los muchos determinios de la vida no debían ser, aquella noche, demasiado diferentes unos de otros.