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La residencia del geómetra Kim Debrel, ex consultor del Anamnesor Imperial, era una torre redonda que se alzaba en la cima de una colina rodeada de edificaciones similares, en la parte más oriental del anillo exterior de la ciudad, junto a una profunda escarpadura que acababa en el Sarca, y con una formidable vista del roquedal de la Falera, que, a treinta kilómetros justo hacia el Oeste, se recortaba a la derecha del poniente en invierno, a la izquierda en verano, y lo ocultaba en las estaciones intermedias. Se entraba a través de un jardín que debía haber costado grandes esfuerzos salvar de la malignidad atmosférica de Gorhgró. Un estudiante, posiblemente más joven incluso que Ígur, salió a recibirlo, y se presentó a sí mismo como Silamo Aumdi, discípulo y ayudante de Debrel, y ambos subieron en un estrecho ascensor exterior las cuatro plantas hasta el último piso de la torre, y allí, a través de una pequeña recámara orientada al Noreste y rodeada por un balcón exterior, entraron al salón casi perfectamente circular que ocupaba toda la planta, a excepción de la aludida peculiaridad del acceso. El sol desmayado de febrero la iluminaba a ras, y tres personas más, un hombre y dos mujeres, esperaban de pie la entrada de Ígur y su acompañante.
Kim Debrel se adelantó el primero. Tendría unos setenta años que no aparentaba (aun así era mayor de lo que Ígur se había imaginado), el pelo cano y la mirada franca.
– Sé bienvenido, Caballero Neblí, y aunque imagino que ya no debe producirte efecto alguno después de las muchas veces que lo habrás tenido que oír, permíteme que en nombre de todos y en el mío propio te felicite por tu brillante acceso a la Capilla -se volvió hacia la mayor de las mujeres, una rubia de pelo corto y de unos cuarenta años, alta y delgada y de miembros y facciones grandes y agradables-: mi esposa, Guipria y su hermana Sadó. -Y le presentó a una joven de apenas diecisiete años, límpida y bellísima, que no debía de ser hermana de la otra, porque apenas se parecían, sino hermanastra, supuso Ígur acertadamente.
Se sentaron en círculo cerca de los ventanales de poniente, y Sadó sirvió infusiones de varias clases, licores y aguardientes de Eyrenod, y ofreció pastas, frutos secos de Breia y chocolate negro de Sunabani.
– Es un honor y una satisfacción estar entre vosotros. Lamborga me ha hablado largamente de vuestra hospitalidad, y no exageraba.
Debrel sonrió.
– Cuando Lamborga me anunció desde el hospital tu visita, ya imaginé que un Caballero de Capilla que ha logrado tan brillante ascenso no podía albergar más objetivo que el Laberinto.
Sonrieron. Ígur se sentía minuciosamente observado, pero el clima era tan distendido y agradable que, lejos de estimular su alarma, y aún menos su suspicacia, suponía un elemento de verdadero aprecio, halagador incluso, y no tardó mucho en sentirse como entre conocidos de toda la vida. Le pidieron detalles del Combate de la Capilla y, al evocar la tarde de hacía dos días, se dio cuenta de que habían pasado tantas cosas que le parecía que habían transcurrido dos meses. Poco a poco pudo apreciar la espléndida versatilidad mundana de Guipria, la inteligente discreción y la sincera amabilidad de Aumdi, y la astucia de Debrel, que en un principio se mantuvo en segundo plano para que, tal y como se confirmó, la conversación con los demás elevara la temperatura de la franqueza y la confianza, y apreció seguramente tanto como todo lo demás la extraordinaria belleza de Sadó, que quizás no fuera espectacular ni deslumbrante a primera vista, como la de Fei, pero que con un mínimo de atención resultaba deliciosamente equilibrada y reforzada, ésta sí, por correctísimas facciones y un cuerpo tan delicadamente proporcionado que lo que reclamaba la atención era que ningún rasgo destacaba por alguna característica estridente.
– Pero el Caballero debe de estar impaciente -dijo Guipria después de tres cuartos de hora de digresiones-, porque ha venido hasta aquí para que le hables del Laberinto.
Sin permitir que Ígur protestara, Debrel aparentó caer en la cuenta.
– Desde luego -dijo, y Guipria y Sadó solevantaron-, vamos a ver, por dónde empezamos… Supongo que con los de la Equemitía aún no has hablado; no, claro que no, en todo caso con Lamborga, pero no demasiado a fondo. Veamos: las condiciones imprescindibles para entrar en el Laberinto son tres: información técnica, concurso de un Príncipe Epónimo y concurso del Entrador superviviente. Para la primera condición, puedes contar conmigo; de todo el ejército de buitres que rondan el Laberinto, no hay ninguno que me merezca la más mínima confianza.
– Pero a mí no me conoces -desconfió Ígur, y Debrel y Silamo se echaron a reír.
– Precisamente, por no conocerte es por lo que te considero la única posibilidad -y después, ya con la habitual compostura-: dejémonos de bromas, de momento; tendremos que acceder a las cintas de emisión perpetua de la Puerta del Laberinto; eso no será problema, tengo los contactos necesarios; a partir de ahí, nos aguardan horas de estudio -a Ígur le sorprendió que el asunto no estuviera ya exhaustivamente estudiado, pero no se atrevió a interrumpir-; vamos al segundo aspecto, el Príncipe Epónimo; vivimos un momento delicado: Nemglour ha tenido durante años una extraordinaria autoridad, pero ahora es un anciano y le siegan la hierba bajo los pies; Togryoldus aún es más viejo, pero entre ambos reúnen aún la mayor parte de Crédito Imperial, Nemglour controla la banca y Togryoldus el comercio y los transportes, y Bruijma y Simbri no parecen estar preparados para tomar el relevo.
– Pues busquemos la Eponimia del Príncipe Nemglour -dijo Ígur, y Debrel se rió.
– Nemglour es inaccesible; sólo se relaciona con el Hegémono y con los demás Príncipes, y no con todos. Además, está enfermo; se rumorea que hace ya tiempo que las decisiones del Principado emanan de sus colaboradores; ya te lo he dicho, tanto él como Togryoldus son ya demasiado viejos -parecía arrepentirse de sus opiniones anteriores-; creo que es cuestión de pensar en los jóvenes… y hay que tener buen criterio. Fíjate, Nemglour, el Epónimo de Bracaberbría, desplazó del poder al Príncipe Pluteifors, el Epónimo de Eraji, donde triunfó Beiorn para hallar más tarde, como todos sabéis, la muerte en Bracaberbría, y no se puede aplicar en este caso el tópico de que el enfrentamiento entre los más cualificados lleva a emerger como solución de compromiso al mediocre, porque Nemglour, que entonces ya tenía sesenta años, era sin duda el más brillante de los Príncipes; y ahí reside el aspecto más apasionante de la causalidad imperial: el Epónimo de la expedición que triunfe en Gorhgró (si es que alguna vez hay alguna) tiene que ser cuidadosamente elegido, porque será el siguiente Príncipe entre los Príncipes; y ésa es la gran cuestión: ¿Lo será en tanto que Epónimo del Laberinto, o se abrirá el Laberinto al Príncipe escogido?
Guipria, que llegaba en ese momento, esbozó una sonrisa al oír las últimas frases, y se dirigió a Ígur.
– No le hagas caso, a veces se complace hablando como el campesino más supersticioso de Virtic.
– Hay que afinar bien en la elección -prosiguió Debrel como si no la hubiera oído-; ¿Simbri o Bruijma? No tenemos que decidirlo ahora mismo, pero tampoco tenemos todo el tiempo del mundo para pensarlo. Pasemos a la tercera condición: el concurso de Arktofilax. Eso es lo que de verdad marcará la diferencia con las otras opciones al Laberinto, porque nadie sabe dónde está.
– ¿Cómo se sabe si está vivo, si nadie sabe dónde está? -dijo Ígur, y Debrel le dirigió una mirada penetrante.
– He dicho nadie, no he dicho que yo no lo sepa.
Ígur quería preguntárselo directamente, pero Debrel impuso un silencio contemplativo, y se abstuvo por temor a una negativa; de repente sintió la molesta impresión de estar siendo sometido a prueba.
– Y si tú sabes dónde está, ¿por qué los anteriores aspirantes a la Entrada no han venido a tu encuentro?
Se hizo un silencio de tensión de significado, y fue Guipria quien respondió.
– El que te proporcionó la dirección de Kim, o te quiere mal o tiene una confianza ilimitada en tus fuerzas y te desea lo mejor.
– Tú no conoces la mentalidad de un Aspirante a la Capilla derrotado -la interrumpió Debrel, mientras Ígur sopesaba cuál de los dos sentimientos debía haber albergado Lamborga-; viven en el espíritu de los Juegos, y tanto les mueve la esperanza de verte destruido como el orgullo de no poder ser acusado, ni por sí mismos, de resentimiento o de bajeza; Ígur ha entrado en la rueda, la jugada la ha comenzado él y ahora vuelve a ser su turno; el otro ha apostado a todos los caballos: si a ti te va bien, eres el amigo que ha triunfado, si no, un enemigo menos, y en cualquier caso eres el animal de carga que va abriendo camino; es la misma operación mental, por lo que has contado, de Mongrius, y después del Equemitor, aunque el Secretario quisiera aparentar algo distinto, cuando te permitió el Combate.
– Lamborga dice que necesito un protector si quiero sobrevivir -dijo Ígur.
– Tú y cualquiera que salga del fango informe. El Imperio no tolera términos medios significados; o no eres nadie, con lo cual no hay problema, o de tu piel dependen veinticuatro más, y entonces ya habrá quien te proteja. Lo que no puedes hacer es quedarte en medio.
Ígur inició una pendiente de reflexión vertiginosa: carácter, intereses… Cómo es que un hombre como Debrel no ha llegado más lejos en política, cuáles son los profundos obstáculos secretos de cada uno, los pequeños granos de arena que han varado engranajes poderosos, los azares terribles que han activado mecanismos imprevistos, donde, como solución, lo único seguro y constante es el encumbramiento no de los mejores, sino de los mediocres, de los lameculos y de los que no ponen reparos al trabajo sucio.
– Ya que vamos a ser socios en el Laberinto -dijo-, creo que debieras explicarte mejor.
– ¿Quieres saber por qué los anteriores aspirantes no me han venido a consultar? -dijo Debrel-. Porque soy un personaje maldito -hizo una pausa-; doblemente maldito porque tengo una información sin la cual la Entrada no es posible, y saben que ni con torturas ni con la bioquímica me la podrán arrancar.
– ¿No? ¿Por qué?
– Kim ya fue torturado después de Bracaberbría -dijo Guipria con gravedad.
Se hizo un silencio respetuoso, y Debrel esbozó un gesto de no querer hablar de eso.
– Quizá -dijo- Ígur lleve razón, debiéramos contarle las cosas con más detenimiento. -Se acomodó en el sofá-. Cuando se preparaba la expedición de Ajstor Beiorn a Bracaberbría (para ser precisos, se preparaban unas cuantas, igual que ahora, pero, puesto que sólo una triunfó, nos ceñiremos a ella), yo era el Primer Consultor del Anamnesor Imperial -Ígur apuntó un gesto interrogante y Debrel sonrió-; después te explicaré la función del Anamnesor. Hay que tener presente que entonces, a pesar de que los signos de colapso y decadencia eran va visibles en todas partes, Bracaberbría era la capital indiscutible del Imperio, incluida la residencia del Emperador y la partición física del territorio urbano, el más extenso de cuantos han existido jamás en el mundo, entre los Clanes más poderosos. Cuando Arktofilax salió del Laberinto y explicó los entresijos, aunque no todos, y, ciertamente, nada de lo que ocurrió allá dentro, y que, reducida una expedición de seis personas a un único superviviente, es aún uno de los grandes misterios de los últimos tiempos, se produjo una euforia iluminista dirigida al último Laberinto inexpugnado, el de Gorhgró, y se propuso una inmediata expedición: el Anamnesor fue uno de sus promotores principales, y todos olvidaron las inercias que modulan los movimientos del Imperio y los malos efectos secundarios que se derivan de forzarlos; el primero en ser consciente, o por lo menos eso parece en vista de su actitud, fue el propio Arktofilax, que eludió los honores y las propuestas políticas y económicas y acabó huyendo de la vida pública, pero los demás estaban metidos en una rueda de intereses múltiples que es la que, en realidad, prefiguró el mundo tal y como es hoy. El Emperador tenía algo menos de veinte años, y en los siete u ocho siguientes sufrió las muertes extrañas y mal explicadas de dos primogénitos, y se acentuaron las rivalidades dinásticas, en especial frente a los Clanes Áticos, el más poderoso de los cuales, los Astreos, estaba radicalmente en contra de una expedición inmediata al Laberinto de Gorhgró, que por aquel entonces era una ciudad mitad militar mitad museo de piedra, y que, en realidad, era su plaza fuerte -Ígur situó mentalmente todo lo que había oído acerca de los Astreos-, y alguien, a saber con qué fundamento objetivo, a saber con qué fondo de verdad, los acusó de formar parte de una conspiración contra el Emperador y su descendencia. Los Príncipes Astreos, y subsidiariamente los nobles, los políticos y los Caballeros, fueron obligados a hacer un juramento solemne al Emperador; algunos lo hicieron, otros se declararon en rebeldía y se refugiaron en sus fortalezas secretas, y los tres Príncipes principales, sin tan siquiera considerar la posibilidad del deshonor de una huida, se negaron a una ceremonia, en mi opinión con toda la razón, no tan sólo innecesaria sino gravemente ofensiva, porque postrarse por un perdón significa aceptar un juicio, y con él la posibilidad de culpa, que si no existe no tiene otro sentido que el de una mascarada que no hace más que debilitar la autoridad de un Clan y ponerlo en ridículo. Los tres Príncipes fueron ejecutados, y por ello los Astreos que no viven en rebeldía, y a los que, a pesar de que nunca han sido obligados a renovar explícitamente aquel nefasto juramento, se observa y fiscaliza de manera especial, visten de negro de pies a cabeza, si bien alguna opinión autorizada sostiene que el luto no se debe a la muerte injusta de sus Príncipes lo que, en realidad, siendo la consecuencia protocolaria de un determinado ejercicio, y en absoluto indigno por cierto de su nobleza ante el Emperador, no sería nunca motivo de la carga prolongada y siempre enojosa de un luto institucional, sino la vergüenza por aquellos que sí se doblegaron ante la amenaza y tuvieron que degustar y hacer degustar el lodo de la humillación y la transigencia. -Ígur sonrió, y Debrel levantó la cabeza-. Es tal como imaginas, Maraís Vega es un Astreo, y cuando sus Príncipes consideraron que ya había llegado la hora dedicó su vida a entrar en Gorhgró, para así conquistar el Laberinto del feudo mismo de su Clan, y poder de alguna manera proclamar el honor mancillado y restablecer una consideración histórica que seguramente no se debía haber perdido jamás. En el extremo opuesto, el Anamnesor Carolus Jarfrak acabó por exponer públicamente sus ideas a favor de la Entrada al Último Laberinto, en el que él veía el mal necesario que significaría el final de los tiempos de atavismos y supersticiones, y muy en contra, creo yo, de sus iniciales intenciones, se reunió en torno a él un grupo de seguidores que fanatizaron su pensamiento y acabaron por radicalizarlo en el aspecto que él había querido combatir más especialmente, el de la sanguinariedad de la confrontación, el visceralismo de las tendencias y su imposición violenta. Luché para sacarle del error, no ya desde el punto de vista de los principios, o la moral o como lo queráis llamar, sino tan sólo pensando en los problemas prácticos. Nos enfrentamos, y cuando lo destituyeron del cargo de Anamnesor me acusó de haber conspirado para su caída. ¡Mala suerte!
Cuando lo declararon en rebeldía y dictaron orden de captura para él y sus principales colaboradores, la Guardia y el Agon de la Prisión, no sabían, o no querían saber, que ya hacía tiempo que nos habíamos separado, que él me consideraba su enemigo, y pasé una larga temporada en la Prisión de la que preferiría no hablar, no sólo porque el principal esfuerzo de mi vida desde que salí haya sido olvidar, porque, aunque no lo he conseguido en el sentido literal, sí he logrado alterpersonalizar la cuestión, sino sobre todo por no amargar este agradable encuentro -dio un sorbo a su infusión y prosiguió-; la cuestión es que después de la Prisión, tan sólo cinco años más tarde, me encontré con un Imperio muy diferente: el orden público había desaparecido, y no sólo como concepto, la policía se había disuelto, y el control estaba en manos de Guardias privadas de los Príncipes y las instituciones; la ciudadanía era una clase social en desbandada, y proliferaban las asociaciones de defensa; Jarfrak había organizado una orden militar secreta, conocida con el nombre de La Muta, que vivía y actuaba en clandestinidad en la misma Bracaberbría (un núcleo urbano poderoso, y cuanto más podrido mejor, es el único escondrijo posible de una organización oculta que carezca de los grandes recursos, por ejemplo, de los Astreos), y el Emperador había conseguido conservar con vida a un heredero, después de haber sufrido la muerte misteriosa de otro, de la que, entonces, fue acusada La Muta, y que había servido para torturar y ejecutar a un montón de infelices. El coste de la operación fue muy alto: no sólo los Astreos y La Muta tuvieron que ocultarse para esquivar a la justicia, sino que el propio Emperador, horrorizado por su seguridad personal y la de su familia, no tenía residencia conocida, y era alto secreto dónde se alojaba, si era en un sitio fijo o se desplazaba continuamente. -Debrel se rió de la expresión de Ígur-. No te preocupes, ya te diré después dónde creo yo que vive el Emperador. Pues bien, entre la decadencia de los Palacios y la zona Imperial, la conquista del Laberinto, el colapso demográfico y la invasión del peral espinoso, Bracaberbría -se precipitó en picado a la decadencia (no me extiendo más porque cuando vayas ya lo comprobarás), y tanto el gobierno como los Príncipes optaron por Gorhgró, que experimentó una repentina y en mi opinión nada beneficiosa revitalización. Respecto a la situación política, Nemglour e Ixtehatzi, que ya era el Hegémono antes de la conquista del Laberinto, se pusieron de acuerdo, cada cual desde su campo de influencia, para obstaculizar el camino a los aspirantes al de Gorhgró, por cierto con la colaboración involuntaria de Arktofilax, que está mejor escondido que el Emperador, los Astreos y La Muta juntos; los que destacaban en las gestiones, topaban de repente con un problema burocrático insoluble. Maraís Vega, cuando ya había fijado fecha de Entrada, fue nombrado Decano de la Capilla, y el Agon del Laberinto, sin duda obedeciendo consignas superiores, no le concedió la dispensa que prescribe la ley; además en ese caso, como te he dicho, se mezclaba el problema que habría supuesto para el gobierno y para el propio Emperador tener que ver el sello de un Astreo en el emblema del Ultimo Laberinto. Finalmente entraron dos expediciones, y ninguna ha salido, como es bien sabido; lo cierto es que el Laberinto se ha convertido en una cuestión de fondo, con periódicos resurgimientos de interés, y ahora el verdadero campo de batalla, del que la conquista de la Falera es subsidiaria, y no a la inversa, mientras nadie haga algo para que vuelvan a cambiar los intereses -Ígur sonrió, y Debrel prosiguió tras una mirada de inteligencia a las mujeres-, es la reforma institucional de Ixtehatzi, y el alcance real de la amenaza que unos y otros representan, a saber cuál es y de cuántas maneras se puede cuantificar; vivimos en un sistema entrópico que tiende a eliminar los extremos, pero el propio carácter de tal eliminación, y fíjate que no hablo de concepto, sino de carácter, lo hace insuficiente ante tensiones tan fuertes como las que provocan los Astreos y La Muta, que, aunque en teoría con objetivos opuestos, no pueden contraponerse porque unos son un Clan, y por tanto una etnia que, por más que sus acusaciones y su furia fundamentalista les impulse a fiscalizar al propio Emperador, difícilmente podrán ser aniquilados, por lo menos a corto plazo, y La Muta es una ideología, con una base interclasista de programa y un pensamiento concreto y estructurado de manera racional, a pesar de la actitud lamentable de muchos de ellos, de tan nefastas consecuencias; y lo cierto es que no deja de ser irónico que, estando tan alejados los Astreos y La Muta, incluso en lo que propugnan como modelo histórico y político, adversarios como serían a muerte en una situación de normalidad abierta, sus acciones se dirijan a un efecto común, y las acciones de unos contra el enemigo repercutan en los otros en forma de beneficio. Ixtehatzi siente ahora la necesidad de dar forma a la radicalización del sistema, y topa por un lado con los que se oponen impropiamente a ella, es decir, que atacan la reforma para atacarlo a él, quizá aquejados de una absurda irresponsabilidad histórica, porque si los haces razonar te das cuenta de que son capaces de reconocer que la reforma es necesaria y de que si' no la propugnase Ixtehatzi la abonarían, pero parece ser que prioritario al bien común es la cabeza del rival, y no hay más. -Debrel había acelerado la dicción, Ígur acabó por reírse de las últimas frases, que parecían querer ser una broma que distendiese el discurso-. Pero es que no es sólo La Muta quien empuja al Imperio, en este caso al Gobierno, a una radicalización institucional: los Meditadores, a los que tú, por cierto, acabas de dar una envidiable lección de humildad que no te perdonarán, son una orden militar poderosísima, tan poderosa que viven a un paso de la ilegalización, con lo cual ya serían dos -Ígur sonrió; las mujeres se habían vuelto a sentar en silencio-; el momento es delicado, porque el Emperador es un niño, como también lo era su padre al principio de su Imperio, pero ahora la estructura imperial se encuentra debilitada y no permite una regencia indiscutible como la que ejerció entonces Pluteifors hasta que, a los quince años de Anderaias III, Ixtehatzi tomara el poder, como Apótropo de la Capilla primero y como Hegémono después.
– Creo que me hago cargo -dijo Ígur, tras una pausa prolongada de Debrel-. La Entrada del Laberinto es la caja de Pandora del desorden social y la reestructuración del poder, y pondría en marcha posibilidades inimaginables, como cuando sucedió en Bracaberbría para beneficio de Nemglour, y ahora favorecería su caída a manos del Epónimo de Gorhgró.
– ¿Entiendes ahora la conmoción que hubo en la Equemitía cuando desafiaste a Lamborga? Nemglour y los Meditadores son el único soporte sólido de la reforma de Ixtehatzi, y en el extremo de los que se oponen, y con la tolerancia tácita de todos ellos, se encuentran La Muta y los Astreos -miró a Ígur y sonrió-; por cierto, ¿te ha gustado la Capilla? Es la obra culminante de los Astreos, el paradigma de su estética y su espíritu, y también un símbolo de su permanencia.
Ígur se sorprendió. ¿Cómo lo sabe?, pensó, ¿ha estado? Ayer Madame Conti nombró a los Fidai, ahora esto; ¿para quién están hechas las normas? No se atrevió a preguntar por temor a que Debrel también le dijera que bajaba de las montañas.
– Háblame más de los Astreos.
– Como todos sabéis -dijo Debrel-, los macizos de la Oybiria Superior, desde Perighart hacia arriba hasta los pasos de Sunabani y Marlú, dividen los clanes entre Áticos y Asiáticos…
– Retórica, salvación del mundo -rió Guipria-, ¿qué haríamos sin ti?
– Áticos son los Jéiales de las Islas, los Beomios del Llano, señores del Gran Lago, y los Astreos de las Montañas, Príncipes del Gran Arturo, constructores de Gorhgró; los Asiáticos se dividen en Arios de Eyrenod, más concretamente los Yrénidas de la dinastía Imperial que construyó el Tercer Anillo de Laberintos, y Semíticos, entre los que dominan los Irgúlidas del Desierto, y sobre todo los Gúlkuros de Bracaberbría, a los que pertenece la dinastía del actual Emperador; con la peculiaridad de que, por necesidades políticas de reunificación, su abuelo, el gran Makalinam V, debido a razones que ahora sería demasiado largo explicar, se vio obligado a emparentarse con un Clan Ático, y escogió para ello a una Princesa del por aquel entonces más poderoso (que aún lo es ahora), los Astreos, por lo que el Jefe actual del Clan rebelde, el Príncipe de la Valaira, es tío-primo de Lutaris XII. Anderaias III contrajo un matrimonio endogámico con una Gulkuriana, pero el peso específico de los Astreos no deja de ser importante, porque dominan tanto el mundo legal del Imperio como el de la subversión.
– Y no falta quien dice -intervino Guipria- que la situación les conviene desde cualquier punto de vista, y que no hay una facción fiel al Emperador y otra en rebeldía a causa de un desacuerdo entre ellos, sino todo lo contrario, que todo responde a un estudiado reparto de papeles y de riesgos, con una escrupulosa proporcionalidad de los beneficios, y un objetivo y un pensamiento comunes dentro de la tradición.
– ¿Eso lo dicen los simpatizantes o los enemigos? -preguntó Debrel, y rieron; el ex consultor se levantó y se acercó al ventanal-; se acaba el invierno -dijo, mirando el sol que se ponía justo a la izquierda de la Falera, la parte derecha del astro ya mordida por la abrupta silueta del roquedal.
Se levantaron todos, y Guipria les mostró la mesa puesta en el centro de la estancia, con pequeñas luces de transición.
– Hay una cena variada y ligera -dijo, y en las momentáneas miradas casuales que suceden a la indicación del sitio, Ígur y Sadó se quedaron uno frente a otro el tiempo suficiente para darse cuenta de las corrientes subterráneas y los colores cambiantes de su aparente indiferencia, y demasiado poco para poder recrearse; ella, alta para ser mujer, más bien bajo él para un hombre, mantuvieron los ojos un segundo al mismo nivel, imagen casi inexistente de tan aguda, materia íntegra del futuro recuerdo falseado; después se sentaron Debrel, a su derecha Guipria, a la izquierda Ígur, a su izquierda Sadó, y entre ellos y Guipria, Silamo; a Ígur le pareció una distribución muy peculiar, pero una vez más se abstuvo de hacer comentarios.
Sirvieron vino y pequeñas porciones de los diversos platos.
– Me pregunto -dijo Ígür- si el equilibrio de los Clanes puede ser determinante a la hora de escoger un Epónimo.
– Lo es -rió Silamo- en la medida en que tú puedes escoger al Epónimo.
– Silamo -dijo Debrel- se refiere a la conveniencia de que te acostumbres a no referirte a la elección de un Epónimo, porque el Protocolo dicta que el Epónimo, como jefe de la Expedición (aunque no participe físicamente), es quien escoge a los demás, y así te escogerá a ti -rió y le señaló con el dedo-; y cuando tú lo elijas se lo comunicarás agradeciéndole la deferencia de que te hace objeto al haberte escogido.
– Y ahora uno de La Muta -dijo Guipria- te diría que, realmente, será él quien te habrá escogido.
Silamo soltó una carcajada, Ígur se sintió excluido.
– Dejemos los juegos, de momento. Respecto a tu pregunta… -prosiguió Debrel-, veamos, Pluteifors y Togryoldus son Beomios; Simbri es un Jéial, y Bruijma es un Irgúlida, el único Asiático entre los más cualificados. Si consideramos que Nemglour es, a pesar de su parentesco con lo Gúlkuros, un Jéial, parece ser que por afinidad Simbri es el más idóneo; pero eso mismo representa un inconveniente, si consideramos las leyes del péndulo. Además, Simbri ya gestiona una Expedición en este momento. -Ígur pensó que no tenía de qué sorprenderse, porque siempre hay una iniciativa u otra para entrar en el Laberinto-. Creo que deberíamos dirigirnos a Bruijma, es el más conveniente.
Ígur no estaba lo bastante imbuido de la historia Imperial como para sentirse afectado por tener que asumir la idea de un Príncipe Epónimo u otro, y aceptó la posibilidad de Bruijma como habría aceptado la de Simbri, incluso, tomada la primera decisión, se produjo una relajación, que aprovecharon para dispensarse las cortesías propias de la convivencia, las sonrisas y las miradas ligeras. Ígur se dejó llevar por la serena maravilla de Sadó, un poco petulante en ocasiones, quizá abrupta entre fragilidades y susceptible como correspondía a su recién estrenada juventud, los grandes ojos gris-verdosos con reflejos de miel, el pelo castaño con algún que otro dorado entremezclándose, recogido atrás con una imperfección encantadora, la nariz fina, pero de un perfil algo encorvado y de punta redonda, los pómulos poderosos y la boca bien trazada, y aún, deliciosamente, entre el rictus inseguro de la criatura y la retención de la hembra que ya ha sido halagada y se vigila para no mostrar los que ella considera puntos flacos, alejada de los tóxicos biológicos pero, por la intuición del observador, vertiginosamente proclive a los sombreados del espíritu. En conjunto, para la naciente turbación de Ígur, esa cosa única, materia tanto de la ironía como de la pasión, vanidad cuestionada y anticipada añoranza, tan difícil de explicar como fácil de entender.
– Hacía tiempo que no me sentía tan feliz -dijo Ígur, más conmovido de lo que demostró, e inmediatamente menos de lo que las caras halagadas de las anfitrionas le indicó que lo encontraban.
– Considérate en tu casa -dijo Debrel, mirándolo con atención.
Después de la cena, ya noche cerrada y con todas las luces de la sala redonda encendidas, en un rincón más próximo a los libros y resguardado de las intemperies astrales, Debrel hablaba del pasado, de lugares lejanos donde años atrás había vivido, de peripecias y viajes, y oyéndolo, presa de nostalgia ajena, Ígur se imaginaba todas las escenas situadas en lugares idénticos a aquella sala, y a Debrel mismo, aunque fuera cuarenta años atrás, con el mismo aspecto que tenía en ese momento. De todo lo que el geómetra había explicado, lo más nuevo para Ígur había sido la referencia a los orígenes de La Muta, especialmente interesante atendiendo la vinculación personal del ex consultor con el asunto, y, sin acabar de atreverse a expresar todo lo que había oído decir de Jarfrak, Ígur intentó averiguar qué quedaba de la relación entre él y Debrel, si estaba tan acabada como Debrel aseguraba para, en caso contrario, situar el grado de confianza que él mismo le merecía al anfitrión; y puesto que sus requerimientos se desleían en ambiguos circunloquios, acabó por apostar fuerte.
– He oído decir que Jarfrak en realidad no era más que un bárbaro egocéntrico y megalómano que organizó La Muta porque de continuar mucho más en la Anamnesia le hubiera caído un proceso de inmediato. También me han dicho que ha querido vender el mito de una motivación ideológica donde no había más que el instinto asesino de un analfabeto.
Debrel se echó a reír.
– Menos mal que se han acabado los tiempos de la policía -se detuvo-; o quizá no, porque ahora todos somos un poco la policía, y en lugar de gendarmes hay Fonóctonos. Creo que merezco que me trates así, y voy a empezar por excusarme de lo que debes haber interpretado como una falta de confianza; no lo es, y te quiero demostrar que es a ti mismo a quien has de reprochar el hasta ahora escaso resultado de la conversación; a mí, tan sólo me puedes acusar de haberte imaginado dialécticamente más terrible de lo que eres, y si he respondido como lo he hecho, ha sido porque no entendía claramente qué me pedías. No tengo ningún inconveniente en responderte: la lejanía que he manifestado en la relación con La Muta es la real: como dirían los relativistas eclécticos, el tiempo es la verdadera distancia hacia ti mismo; respecto a Jarfrak, es cierto que la imagen pública que se ha extendido de él en casi el cien por cien del Imperio es la de un viejo de aspecto excéntrico y aterrador, un fanático intratable, salvaje y enloquecido, un criminal primario y convulsivo. ¡Qué se le va a hacer! Donde no llega la eficacia propagandística del adversario, en este caso, el Imperio entero, completan la labor la cobardía, la desidia y la ignorancia de los individuos. El Carolus Jarfrak que yo conocí era un hombre encantador, de apariencia joven y alegre, de una cultura y un refinamiento extraordinarios y un atractivo fuera de lo común, y, precisamente, si algo se le podía reprochar era su frivolidad a la hora de utilizar sus encantos naturales y cultivados para seducir a quien fuera menester y convertirse en el centro de las reuniones; ahora escúchate a ti mismo y dime hasta qué punto has hablado por hablar o influido en alguna medida por la opinión que te rodea. -Ígur sonrió-. ¿Te sorprende que Jarfrak sea como te digo? ¿Por qué, si es imposible que ignores que los hombres tenemos tendencia natural a suponer que cualquier postura contraria a la propia es producto de la visceralidad, la irreflexión y la incultura, y nos resistimos a admitirla para evitar el esfuerzo de cuestionarnos?
– Entonces -dijo Ígur, honestamente interesado-, ¿La Muta no es propiamente una banda, sino una escuela de pensamiento?
– Sin duda; en el origen de La Muta existe la discusión sobre el conocimiento del motor divino de los particulares, lo que afirma el dogma de la dinastía Imperial Gúlkur a través del nominalismo extremo del Anágnor de la Cabeza Profética, al que Jarfrak se opone en favor de una dialéctica epistemológica basada en los grados de abstracción, pero no en el sentido en que, proviniendo del tomismo, se ha propugnado posteriormente, sino a través del neoplatónico de la jerarquización de los géneros y las especies a partir del ser necesario.
Ígur fue asaltado por la duda razonable de estar ante uno de los jefes de La Muta.
– ¿Cuáles son las funciones del Anamnesor? -preguntó.
– Las leyes de consumo del Imperio han llevado a una acumulación que plantea la necesidad, de la que se tomó conciencia por primera vez hace treinta años, de una función social dedicada a la evacuación de residuos históricos, función cada vez más encaminada a una acción preventiva anticipada a la putrefacción de los elementos culturales, con intención selectiva; a ver si me explico, imaginemos una relación entre alimentar y eliminar similar a la que para el cuerpo suponen comer y beber, y defecar y orinar: para la retención histórica, el primer término es aprender, y el segundo es olvidar; la paradoja, y quizá la tragedia, por los riesgos que comporta la inevitable presencia de errores, arbitrariedades y acciones producto de causas espurias, es que el Anamnesor era en origen el gran recordador, el preservador de la memoria, pero la propia mecánica de su función ha acabado por convertirlo en el gran precipitador de hechos al olvido, una especie de carnicero y a la vez barrendero histórico, un despiezador de las partes escogidas, que ha de lograr que se olvide adecuadamente en función de lo que interesa conservar, porque si deja que las cosas sigan su curso al arbitrio de la mecánica colectiva, existe riesgo elevado, la historia así lo ha demostrado, de que lo esencial se pierda una y otra vez, cada consecución más débil, más ineficiente y efímera que la anterior. Su función se extiende a la disciplina individual, que desconoces porque tan sólo se ha implantado en las ciudades, donde la agresión informativa es tal que la única esperanza de no volverse loco es olvidar correctamente, lo que requiere un aprendizaje, y que además forma parte de la higiene escolar: sentir la caída inexorable y la tranquila frialdad acuática de la barrera del olvido…
Ígur pensó en la influencia del Anamnesor en los archivos, las universidades, las empresas, las oficinas de la Administración.
– Me imagino que las relaciones entre el Anamnesor y las Equemitías no deben ser demasiado buenas.
Debrel esbozó un gesto ambiguo.
– No son precisamente peores que con los Apótropos que han de seguir sus directrices; no olvides que el Anamnesor no tiene poder ejecutivo, es un legislador de principios. Por cierto -sonrió con malicia-, ¿ya sabes cuál es la función principal de la Equemitía de Recursos Primordiales? -Ígur dijo que no-. No voy a decir lo mismo que ha dicho Guipria sobre el que te ha enviado a nosotros, porque me imagino que quien te haya metido en la Equemitía te conoce lo suficiente como para apostar por tu capacidad -sonrió ante la cara de inquietud de Ígur-, que por lo que te conozco te puedo asegurar que no ha de ser motivo de preocupación. Recursos Primordiales se ocupa de la financiación y la cobertura, entendiendo el eufemismo como protección, de las investigaciones sobre ingeniería genética y mecánica neuronal.
– Si no estoy mal informado, la manipulación del cerebro a partir del cuarenta por ciento está prohibida por la convención de Breia.
– Es cierto. Y para eso sirve la Equemitía, para promoverla al margen de la legalidad pública vigente. El Equemitor es el terrible guardián del secreto, ante quien el acólito debe responder de su silencio -enarcó las cejas-; naturalmente, a ti empezaran por encargarte trabajos a los que no sabrás encontrar relación alguna, y te recomiendo que no hagas preguntas comprometedoras.
– Me gustaría saber si el Equemitor tiene noticia de mi existencia -dijo Ígur, pensando en el concepto de legalidad pública: ¿Desde cuándo la Administración tiene necesidad de establecer una privada?
Debrel le miró fijamente.
– Hasta que se te ocurrió combatir con Lamborga, te puedo asegurar que tu llegada a Gorhgró era un secreto guardado con una discreción modélica -todos se echaron a reír-; a partir del anuncio del Juicio, todos los Cuantifícadores andaban como locos con tu biografía -Debrel y Silamo se miraron con una sonrisa, y Guipria le dedicó a Ígur un simpático gesto de resignación-; de la tuya, la de tu padre y la de tu maestro Omolpus, que para la mayoría no es más que un oscuro Magisterprasdi retirado en las montañas. Comprende que nadie quería sorpresas, y nadie sabía quién te enviaba.
– No me envía nadie -dijo Ígur-, y no respondo ante nada más que mi deseo.
– Eso está bien, y no dejes de decirlo mientras puedas -dijo Debrel-. Ahora debiéramos organizar el calendario de los pasos necesarios para el Laberinto. En primer lugar, tienes que ir a ver a la Cabeza Profética -Ígur sonrió pensando en Lamborga-; una vez allí pregunta por el Maestro de Ceremonias de mi parte; no te molestes en pensar en el Anágnor, sólo está para los Príncipes. Después solicitarás entrevista con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma; intentaremos que sea nuestro Epónimo. A continuación te convendría una visita a la Apotropía General de Juegos del Imperio (recuerda bien el nombre, porque hay muchas Subapotropías locales, y ninguna de ellas tiene la información de la General); allí buscas al Consultor Gemitetros, que es amigo mío desde hace años; puedes contarle con toda confianza tus intenciones, él ya sabrá qué aspectos de los Juegos te conviene saber para enfrentarte a los mecanismos del Laberinto; una vez tengamos todo eso resuelto, tú y Silamo iréis a visitar el Laberinto de Bracaberbría.
– Lo que queda de él -dijo Silamo, y él y Debrel se rieron; Ígur creyó conveniente una vez más no preguntar por Arktofilax.
– Mientras tanto -Debrel sacó de una repisa un libro viejo y grueso como un diccionario-, aquí tienes la Ley del Laberinto; no te digo que la estudies -se echaron a reír todos otra vez-, pero a medida que vayas conociendo aspectos nuevos conviene que los consultes aquí para repasarlos, familiarizarte y ampliarlos; también conviene que me vengas a ver con regularidad, por ejemplo una vez cada tres días. El Laberinto -aclaró viendo la cara de curiosidad de Ígur- requiere un entrenamiento; además, si voy a ser el responsable técnico, necesito saber de tus progresos, y tú que te resuelva dudas. -Se había hecho tarde, Ígur daba por terminada la visita-. ¿Tienes alguna pregunta?
– ¿Dónde está el Emperador?
Hubo una fugaz triangulación de miradas entre Debrel, Guipria y Silamo.
– En la fortaleza de Silnarad -dijo Debrel sin vacilación. Silnarad era una palacio que en otros tiempos y con armas convencionales tenía fama de inexpugnable, y que era inexpugnable entonces gracias a un sistema de radiaciones celulares extremadamente costoso, situado en la cima de una formación rocosa a nivel del mar en el centro de la bahía del mismo nombre, cerrada por la isla de Brinia y por las poblaciones de Aleña y Eraji, que no eran sino las concentraciones más personalizadas de la extensión urbana que ocupaba el litoral. En parte dormitorio de los servicios del Palacio del Emperador (en teoría habitat para la excelencia de la nobleza Ática) y en parte reducto de ocio estival de la Beomia-; hace veinte años que Hydene y Beiorn entraron en el Laberinto de Bracaberbría; cinco años después, el Emperador abandonó la ciudad, y los Príncipes y el Hegémono se instalaron en Gorhgró; pero él nunca quiso vivir allí; se han comprobado estancias cortas en Ferina, en la Isla del Lago de Beomia y, no es tan seguro, en Turudia; en cada sitio los problemas de seguridad eran peores; dicen que las salidas de esas localidades coinciden con las sucesivas muertes de los primogénitos. Parece ser que hace tan sólo once años, cuando ya había nacido el actual Emperador, que Anderaías III se aposentó en Silnarad, de donde no se ha movido más, y donde murió hace dos años, en circunstancias tan sospechosas como sus herederos.
– Dicen que sufrió un coma diabético -dijo Silamo.
– Un coma diabético después de tres días de orgía ininterrumpida tiene el valor de una puñalada -dijo Guipria-. ¿Dónde estaba la Guardia personal? ¿Qué hacía el Apótropo de la Capilla?
– La cuestión más interesante -prosiguió Debrel- es quién tiene acceso al Emperador. Por derecho institucional, el Hegémono, el Príncipe de los Príncipes, por lo tanto Nemglour, que es como decir nadie, y el Apótropo de. la Capilla.
– El problema -dijo Guipria- no es quién más tiene acceso al Emperador, sino quién dictamina quién más tiene acceso al Emperador.
– Y lo único que tiene interés para nosotros -concluyó Debrel- es de quién te puedes fiar cuando te dice que sabe quién decide quién tiene acceso al Emperador.
– Lo cierto es -dijo Guipria- que Nemglour está demasiado viejo, el Hegémono es demasiado poderoso y está demasiado ocupado para divagar con un niño de doce años, y el Apótropo de la Capilla está demasiado ocupado negociando, por no decir conspirando, con La Muta y los Meditadores. ¿Quién rodea al Emperador? ¿El Anamnesor? ¿El Equemitor Caradrini? ¿Los institutores? En ese caso, ¿designados por quién?
Ígur detestaba la especulación como juego. Un discretísimo bostezo de Sadó le indicó el fín de la velada.
– Nunca os podré pagar tanta amabilidad y gentileza -dijo-; mañana iré a ver a la Cabeza Profética, y os comunicaré enseguida el resultado.
– Te esperaremos con impaciencia -dijo Debrel poniéndose en pie, y Silamo se encargó de acompañar a Ígur a la salida.
La Cabeza de Turudia era la única superviviente de una cadena de Cabezas Proféticas que se remontaba a las edades míticas, muchas de ellas, como Iokanaán o Bran, más tarde santificadas, y otras, como Holofernes, Onésilo, Orfeo, Carolus -no Jarfrak-, Sorel, María Antonieta y Boecio, por diferentes motivos incorporadas a la memoria colectiva, algunas incluso al cielo. La última serie de Cabezas Proféticas había sido de una especial riqueza y continuada proliferación, pero la mayoría se habían destruido o perdido durante la revuelta que, cien años atrás, había culminado con la sustitución de los Yrénidas por los Gúlkuros como dinastía imperial. La Cabeza de Turudia, que por razones de seguridad (aunque se decía que existían otros intereses) se guardaba en Gorhgró, era, según querían y defendían con argumentos y documentos sus guardianes, de uno de los tres Hegémonos Oybirios que conspiraron contra el Emperador Yrénida en la última década del siglo II del Imperio, cien años antes de la citada caída de la dinastía, en concreto la de Frima Kumayaski, ejecutado en el 197 en la fortaleza de Taidra, y, formando parte del botín de guerra del Archiduque Narolus, llevado después ante el Gobernador de Turudia como muestra de agradecimiento por su decisiva intervención contra los rebeldes. El sucesor del Gobernador se la obsequió a su sobrino, entonces delegado del Hegémono Imperial, que fue quien, ante la proliferación de consultantes, decidió transportarla a la plaza militar de Gorhgró, en aquella época sin duda la más fuerte del Imperio. Grabada en la memoria popular en forma de leyenda quedaba la historia de la Cabeza de su hermano mayor, y Caudillo de la revuelta, el filósofo Peirgij. Durante los años de la confrontación, Peirgij Kumayaski había demostrado ser el más hábil estratega orientador y ejecutor práctico de las correcciones ópticas de la acción, y una vez sofocada la revuelta y castigado de acuerdo a las leyes, demostró, como ya se había predicho, que sus cualidades trascendían a la insignificante circunstancia de la vida, y hasta al horror que en lo astral deja para siempre una muerte prolongada y cruel. Su cabeza, cortada ejemplarmente en el Pórtico de la Plaza de Homenajes del Palacio de la Isla del Lago de Beomia después de largamente sometido el cuerpo al flagelo, hierro candente, amputaciones y desollamiento, quedó expuesta a la entrada de la población, que a su vez era la puerta Norte de la Plaza de Homenajes, colgada del gran escudo de piedra y bronce que corona el pórtico central, y una vez vacía la testa de humores y sustancias por efecto del paso del tiempo, sin intervención humana alguna se instaló en ella un enjambre de abejas, que construyó su colmena y así, de forma natural y, para expresarlo de acuerdo a la ortodoxia auspicial, espontánea y fruto de una necesidad, se estableció un oráculo a la entrada de la ciudad, inspirado en las visiones del peregrino Coplis, que había descubierto las virtudes, dicen, gracias a una apreciación casual. Y toda una ciencia augural germinó en torno a las abejas: la regularidad y frecuencia del vuelo, el dibujo que trazaban y la dirección, los cruces y la hora exacta del día, o la circunstancia, hasta la ausencia de movimiento en una ocasión significativa, si entraban o salían por el agujero de la boca o por los ojos, o si sucedía por el cuello o las orejas, o si era por el ojo o la oreja derecha o la izquierda, o si salían por uno y retornaban por el otro. Con la frecuencia que decretaban los apicultores jurados, la miel y los panales se retiraban con gran ceremonia, el día y hora escogidos siguiendo el dictamen del propio oráculo, y la miel se destinaba a untar el cuerpo de tres doncellas que a continuación se ofrecían al placer de los siete primeros forasteros, ya fueran hombres o mujeres, que llegasen a la ciudad, durante siete días consecutivos, aunque esta última parte muy pronto degeneraría en orgías privadas de los sacerdotes del oráculo, los Príncipes y los comerciantes más poderosos, quizá, según argumentaron sin rubor algunos de ellos, porque cada vez era más difícil encontrar doncellas, aunque fuesen de doce años, ni la miel era siempre suficiente para untar la superficie necesaria y, una vez dispensada una parte del ceremonial, ya daba igual, hasta que un día, justo al año de morir Coplis el peregrino, atormentado por los escrúpulos y la cobardía, las abejas salieron todas por la boca y se dividieron en dos bandadas, una se fue hacia Levante y la otra hacia Poniente, y las de Levante volaron lejos y no volvieron, y las de Poniente trazaron tres círculos en sentido horario y plano vertical y volvieron a la Cabeza entrando por el ojo izquierdo y, según las crónicas, a causa del peso del contenido, o, como en tiempos posteriores de mayor luminosidad racional se ha querido hacer prevalecer, por la corrupción natural o por negligencia en el cuidado de las abejas, la materia orgánica no resistió más, y a la mañana siguiente encontraron la cabeza desprendida y destrozada en el suelo, en el umbral de la Puerta, la miel derramada y unas pocas abejas en desorden. Al cabo de tres días la Isla del Lago de Beomia fue asediada por la Guardia del Gobernador de Sunabani, y en veinte días vencida, los habitantes pasados por las armas o descuartizados, y las casas incendiadas y reducidas a escombros.
Con ese precedente, y perdidos el cuerpo y la cabeza del tercero de los rebeldes, el Hegémono cismático Aretario, en el transcurso de una peste que redujo a la nada la victoria militar y comercial del sector radical de los Yrénidas, es comprensible que a partir del renacimiento tecnológico del siglo III, la Cabeza de Frima se guardara en la cámara central de un gran edificio destinado expresa y exclusivamente para ese fin, dotado de una vigilancia y protección tan rigurosas y eficaces como las del Palacio del Hegémono, empezando por la elección del sitio, la zona Norte del anillo urbano más próximo a la Falera (considerado el sector seguro por antonomasia) y acabando en las defensas con armas semiconvencionales, preparadas para repeler un ataque con artillería pesada. Una vez pasados los controles, que exigían al consultante, entre otras cosas, una pureza social que maculaba una simple infracción de tráfico, la parte de la entrada del edificio estaba dedicada a documentación oracular, con biblio-filmoteca y consultorio electrónico, salas de espera, de acceso y de expendeduría de resultados; un ala aparte del edificio, con otra entrada, se destinaba a alojamientos de invitados y consultores ilustres, entre los cuales, con acceso único, se erigía un palacete cerrado para el Emperador. Finalmente, y ya pasada la consulta, estaba el pago en cajeros cibernéticos, y la salida. En el centro del edificio estaba el gran salón hexagonal de la Cabeza de Frima, rodeado por tres corredores concéntricos separados por vidrieras blindadas y accesibles desde escaleras subterráneas, el exterior destinado al público en general, y los otros dos para el uso de consultantes dispuestos a pagar más por ver la Cabeza más de cerca; tan sólo a visitantes ilustres les estaba permitida la entrada al interior del recinto propiamente dicho. Allí, la Cabeza se conservaba en el interior de una campana blindada, transparente y sensible a impresiones externas gracias a un estudiado sistema autocorrector que permitía la comunicación y a la vez un perfecto aislamiento, aire esterilizado y ciertas precisas condiciones de composición química del aire, presión, temperatura, grado de humedad, nivel y densidad lumínicas y sonoras, ausencia de vibraciones y radiaciones, factores todos ellos que, además, para no interferir en el proceso de captación que comportaba el fenómeno augural, se tenían que someter a las sutiles correcciones que un equipo de expertos ajustaba con la ayuda de un supercuantificador conectado a todos los bancos de datos sobre el asunto y a un circuito de sensores que detectaba hasta la más remota fluctuación de las ondas y las radiaciones del cerebro del consultante (de ahí el interés que comportaba una visita bienintencionada a la Cabeza Profética, y los peligros de una consulta con finalidades equívocas), atenciones que no se interrumpían en ningún momento respecto a la Cabeza, ni aun fuera del horario público (cuatro equipos humanos se relevaban en el cometido), por si la Cabeza iniciaba una predicción por iniciativa propia, cosa poco frecuente pero que cuando se producía afectaba a asuntos de importancia capital para el Imperio. En el exterior del Palacio, y mantenidos a una cierta distancia por la Guardia, de quien, sin embargo, se decía que recibían comisión, porque aplicando la ley con rigor hubieran tenido que detenerlos, había proliferado una multitud de puestos de venta de imágenes, postales y recordatorios de la Cabeza Profética (falsificadas o fraudulentamente obtenidas, porque en el salón de consulta no estaban permitidas las fotografías ni las grabaciones de ningún tipo, a excepción de las de los propios aparatos de los sacerdotes programadores oraculares), camisetas, llaveros, libros y películas, otros donde se encuadernaban en piel los resultados del oráculo, se pasaban de la cinta a la impresión o al revés, y hasta puestos de bebidas y bocadillos, a precios abusivos en relación a la ínfima calidad, para hacer más llevadera la cola, que a menudo llegaba a durar días enteros para el público ordinario, que no para los consultantes distinguidos, que como ya se ha dicho tenían entrada y trato aparte y directo.
Ígur Neblí entró en Información a media tarde, la hora que le habían aconsejado como la más adecuada, y topó con el implacable oficialismo del funcionario del Cuantificador.
– ¿Caballero de Capilla? -dijo, consultando la pantalla-. Lo máximo que os puedo ofrecer es el acceso al segundo pasillo a mitad de precio, o bien al primero con una rebaja del treinta y cinco por ciento.
La idea de Debrel no era la de que realizara una consulta, sino la de conocer el funcionamiento de la institución.
– Quisiera hablar con el Maestro de Ceremonias.
– No está -dijo el funcionario; Ígur se impacientó.
– Pues quiero una audiencia lo antes posible.
– El miércoles de la semana que viene, no, el de la siguiente -dijo el funcionario después de una inacabable consulta al Cuantificador; Ígur asintió, y cuando ya se iba el funcionario lo detuvo con un gesto-; son doscientos créditos.
– ¿Por qué doscientos créditos? No quiero hacer ninguna consulta.
– Lo siento, son doscientos créditos si queréis una entrevista.
Ígur pagó con el sello, y se largó maldiciendo el negocio de la incultura.
Una hora después, al apearse del transporte que le había devuelto al otro lado de la Falera, cerca de la Equemitía, notó que le seguían. Se volvió un par de veces, y tres individuos vestidos de gris de arriba abajo se le aproximaban cada vez más. Ya había oscurecido, y al detenerse en una esquina se le echaron encima con espadas hipodérmicas. Fonóctonos, supo Ígur con gran susto; sacó el arma y allí mismo derribó a dos. El tercero le hizo volar la pistola láser por los aires, y se vio obligado a esgrimir la espada; mientras tanto Ígur oyó el leve pitido del transmisor del atacante, y el pánico le dio fuerzas: patada, y un tajo en el cuello; el Fonóctono se desplomó como una piedra, la sangre le manaba a borbotones entre unos dedos que inútilmente se aferraban a la garganta. Demasiado tarde, de la otra punta de la calle llegaban tres más, disparando armas láser, prohibidas en Gorhgró, aunque no para los Fonóctonos, quienes de todas formas no existían oficialmente. Inútil buscar su arma; la única posibilidad, huir. Con la espada en la mano, Ígur regresó a la parada y se subió en marcha al transporte. Mala suerte, dos de los Fonóctonos habían llegado a tiempo, y se habían encaramado por el exterior; más disparos, Ígur protegido por la cabina, gritos de la gente, algunos saltan en marcha, otros se amontonan a cubierto, el pánico se apodera del conductor; Ígur le ordena no parar. Los Fonóctonos continúan disparando, hieren a pasajeros, matan a tres. Ígur rueda por el suelo hasta el lateral y los sorprende: uno cae y las ruedas del transporte lo destrozan, el otro queda colgado de la antena del estabilizador. Mala suerte, del bolsillo le cuelga el transmisor, Ígur distingue el puntual intermitente rojo, pronto se le echarán más asesinos encima; el transporte cruza uno de los puentes sobre el Sarca, demasiado arriesgado saltar, lo hace cuando el vehículo ya rueda por tierra firme, Ígur como un felino, siete u ocho volteretas por el suelo y, de pie de un nuevo salto, al acecho. No deben estar muy lejos, corre por una avenida desierta que desemboca en otro puente; está de suerte, a doscientos metros se distingue el Palacio Conti. Le parece oír otra vez a alguien por detrás. Tres siluetas lejanas en el extremo de la calle. Ígur corre por el puente hasta la Puerta de los Cocineros y la abre con el sello. La deliciosa camarera del primer día la cierra tras él.
– ¡Caballero Neblí, vaya prisas! -exclama con una risa contagiosa; Ígur no resiste la tentación de un abrazo de refugio y recuperación-. ¿Queréis ver a la Reina de los Dos Corazones?
Ígur asintió, y ella lo llevó a una salita, donde poco después entró Fei con la alegría de la sorpresa complacida en la cara. Iba totalmente desmaquillada, con ropa de estar por casa, y el pelo recogido en un moño. Tenía el aire reposado y tranquilo de quien da por terminada una jornada no especialmente movida.
– Ven conmigo, querido -dijo, tomando por la cintura a Ígur, y lo llevó a la habitación, la del pequeño jardín que Ígur ya conocía, la apartada maravilla del paraíso remoto que reduce los tormentos y las paradojas al ridículo. Se tumbaron en la cama y lentamente se quitaron la ropa.
– Mi Liebrecita a los pies del Cazador -dijo Ígur dulcificando la caricia-, el gran Perro te va a comer.
– ¿Por qué no se come la Palomita que está más abajo? -rió ella, respondiendo con el pie en el hombro de él; después se incorporó-; mi Delfín se dormirá entre el Águila y el Cisne. -Y apretó a Ígur entre la mano izquierda y la rodilla contraria.
– Me defenderé con la Flecha y el Caballito -dijo él con un gesto envolvente de las demás extremidades.
– ¿No lo quiere cabalgar Arión?… La Saeta, la Red, el Lazo, el Fuego…
– Con remo feliz más allá de las Ceraunias, y acogido en las aguas tranquilas de Oricos…
– Y más allá del Reloj, tan sólo el Fénix…
Únicos remansos del tiempo, los del olvido en el placer, como esos que pasaban un espeso muro entre el presente y el pasado, por más amenazador y reciente que fuera, las horas de Ígur en los brazos de Fei no dejaban las sospechas tan en suspenso como él deseaba. Después de la contemplación y el repaso de la memoria, del paisaje transcurrido del espíritu y del cuerpo, las facciones de Fei, grandes y agradables, hechas para el placer (todo, en ella, era contundente y poderoso, pensó Ígur, era una de esas mujeres con las que puedes hacer el amor empleándote a fondo, sin miedo a dañarlas), eran pura quietud sin preguntas, pero a la vez tan expresivas que resultaba difícil mirarse en ellas sin estremecerse.
– Me gustaría haberte conocido de pequeña -murmuró Ígur.
– ¡Oh, de pequeña era muy fea!
La contrarréplica era innecesaria, Ígur se abandonó otra vez al olvido de todo; la idea de los Fonóctonos buscándolo por calles heladas lo sumía en la satisfacción del mentiroso más impune, y qué mejor triunfo que el cuerpo de Fei para acogerla.