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A la mañana siguiente, Ígur tuvo mejor suerte. El Consultor de la Apotropía General de Juegos del Imperio resultó ser un hombretón afable y bien dispuesto, con más pinta de mecánico o pastelero que de alto cargo de la Administración, y recibió al Caballero de Capilla sin más dilación que la debida a la localización de su persona en el intrincado circuito de despachos. Tras las presentaciones y las cortesías de ritual, Ígur le explicó a Gemitetros sus propósitos, de acuerdo con las indicaciones de Debrel. De entrada, el Consultor se mostró, siguiendo con su gentileza, más proclive a las preguntas que a las respuestas.
– ¿Entonces formas equipo con Debrel? -dijo-; el Agon de los Meditadores estará contento.
Ígur no sabía si era una pregunta, una invitación o una provocación, y creyó más prudente no entrar en detalles sobre el Agon de los Meditadores, en quien parecía radicar el centro de gravedad de tantas cosas.
– Así pues, ¿éstos son los locales de la Apotropía?
Gemitetros se encogió de hombros; si aquel joven no quería sacarle partido a la situación, cuando tenía contra las cuerdas a uno de los dignatarios mejor situados del Imperio, allá él.
– La Apotropía no tiene locales propios, salvo la gran sala de máquinas tragaperras que hay en el sótano de este edificio (aunque se entra por otra calle); aquí ejercemos de agencia de contratación y promoción; los propietarios de las salas son los nobles, generalmente de grado medio: Barones y Vizcondes, rara vez Príncipes o Duques, y los clientes son los actores y los apostantes.
– Quisiera hacerme una idea general de las distintas clases de Juegos.
– No hay problema -dijo el Consultor; lo condujo a un despacho y lo invitó a sentarse ante unas pantallas donde, accionando el control, aparecieron diversas imágenes que fue comentando, esquemas al principio, después filmaciones de escenas reales-; existen dos modalidades básicas de Juego: aquellas en las que el jugador es tan sólo espectador, sin más participación en el espectáculo que su entretenimiento propiamente dicho, o, en todo caso, con el aliciente de una apuesta, y aquellas en las que el jugador participa directamente, arriesgando una parte importante de su patrimonio o de su físico, hasta los casos extremos en los que se juegan la propia vida, pasando por un sinnúmero de variedades mixtas, que a partir de una base diferencial se pueden inventar a medida que el Juego progresa creando o recreando su propias reglas, que quedan después archivadas en los Anales de la Apotropía; generalmente el punto de partida son los modelos clásicos en que se aplican los principios del Juego de Inducción. Por ejemplo: hay dos jugadores, A y B, A se juega cinco mil créditos, B se juega la vida; si gana A, mata a B, y si gana B, obtiene los cinco mil créditos. Pero, por ejemplo, sin modificar la apuesta inicial, se puede introducir la modalidad total, que consiste en acordar que quien gane lo gane todo, el dinero y la vida del otro jugador, y observa que puesto que ello no modifica el desenlace de la modalidad anterior en caso de ganar A, la modalidad total obliga a penalizar el procedimiento de tirada en contra de B, que de la otra forma jugaría con ventaja; existe también la modalidad de propiedad, en la que el que gana puede perdonarle la vida al perdedor si el resultado se lo ha concedido, pero con ciertas prerrogativas, entre las que hay también un amplio abanico de variantes: derecho a una parte de la herencia, vida en propiedad al estilo del código de honor de los duelos entre Caballeros (¡o de los esclavos!), prerrogativas que el perdedor tiene la oportunidad de eximir al cabo de un tiempo comprando su vida, si el otro se la quiere vender, y si no quiere, podría dar lugar a un pleito, o bien volviéndosela a jugar en condiciones muy inferiores, solución poco recomendable ya que en caso de un nuevo resultado desfavorable, además de la vida, las pérdidas patrimoniales serían absolutamente desastrosas.
– Si se trata de salvar el patrimonio, siempre queda el recurso de una incapacitación o de un suicidio.
El Consultor lo miró como si hubiera sido ofendido en su más íntima sensibilidad estética.
– Ningún jugador con honor sería capaz de traicionar el principio de la suma cero en un compromiso a dos. Existen mejores procedimientos para librarse de una transacción terminal.
– ¿Ah, sí? -dijo Ígur, ligeramente provocado-. ¿Cuáles?
– Por ejemplo, volver a jugar contra sí mismo, con pérdida tapada.
– ¿Qué ganador aceptaría un trato así? Tiene poco que ganar.
– La Apotropía ofrece para esos casos estímulos adicionales -Gemitetros se echó a reír-, siempre en beneficio del espectáculo -se tomó un respiro-. Un Juego que tiene mucho éxito entre los que sufren graves problemas económicos es el de la Gran Hipoteca: se trata de vender la vida a plazo fijo, por ejemplo de un año; la cantidad se cobra en el momento, y al año se da la vida a cambio (como variante, se ofrece a precio más bajo un sorteo adicional de salvación, cuantificado supongamos en una posibilidad entre tres); en el noventa y nueve por ciento de los casos, el jugador se fuga antes del plazo, sobre todo si las cosas le han ido mejor, y entonces es perseguido por un cuerpo especial de cobradores que tiene como misión liquidarlo, con el aliciente de que si al cabo de dos meses de vencido el terminio el perseguidor o perseguidores no han cumplido su cometido se considera que ha habido incompetencia, o se ha producido alianza fraudulenta, y se envía a otros para matarlos a todos, jugador y cobradores, o bien, como variante, tan sólo al primer perseguidor; otra variante establece ya en principio el derecho de fuga del jugador, y una subvariante somete a sorteo el número de perseguidores (con el cero incluido, en la modalidad más barata) y nuevas subvariantes, la fecha de caducidad del Juego, o ciertas limitaciones de tiempo y espacio, por ejemplo que el perdedor sólo puede ser liquidado en sábado, o fuera del término municipal de Gorhgró; esos parámetros, o bien otros, pueden ser del conocimiento del jugador, o pueden serlo tan sólo algunos de ellos, y en unos casos los jugadores sabrán que existen parámetros secretos y en otros no lo sabrán, incluso hay modalidades en las que los jugadores contratan la posibilidad, con la cuantificación y las correcciones del coste de la jugada correspondientes, de la existencia de normas que ellos ignoran.
– Muy interesante -dijo Ígur.
– La modalidad reina es la que se llama Fonotontina -prosiguió el Consultor-, que consiste en un contrato entre un mínimo de diez interesados, con gran riqueza de variantes a partir de la básica, que reúne a un grupo, con una fecha de salida y todos contra todos, y, en las partidas más selectas, sin más premio que la emoción del Juego y la gloria de haber sobrevivido; se puede introducir el problema adicional de la búsqueda de la lista, o del orden y la disposición de las muertes, o del descubrimiento de las fechas indicadas, a través de un proceso lógico, o de una leyenda en la que cada participante representa a un personaje, o en un poema representa una metáfora o un grado de abstracción, o bien a través de un recorrido por lugares o con terceras personas, o ligado a la evolución de un hecho concreto o de un grupo de personajes reales, por ejemplo los miembros de una familia de Príncipes, o los Agonos dependientes de una determinada Apotropía -Ígur escuchaba con atención: ésos debían de ser los aspectos más próximos al Laberinto-; lo que en principio parece asegurar una muerte violenta a plazo fijo es en realidad un seguro de vida, porque los nombres de los participantes, con el código de identificación correspondiente, quedan registrados en el Archivo General de la Apotropía de Juegos del Imperio, con la expresa prohibición de participar en cualquier otro Juego de Azar, si bien suele darse el caso de jugadores compulsivos que pierden la vida ilegalmente en apuestas privadas con anterioridad a la fecha del inicio de la Fonotontina.
– Ah -dijo Ígur-, ¿existe el Juego ilegal?
– No, no es ésa la cuestión. El Juego privado no está prohibido. En realidad muchos Juegos que comienzan gestionados por la Apotropía desembocan más tarde en soluciones particulares, nuestro único interés por las cuales es el de registrarlas para el enriquecimiento de nuestros recursos, porque muchas te dejarían asombrado por la imaginación, el valor o la generosidad que llegan a desplegar. Pero como resulta imposible, en un Juego, establecer dónde empieza y dónde termina la intervención de la Apotropía, que, como te explicaré después, domina casi todo el movimiento social del Imperio, el objetivo no estriba tanto en dar carta de naturaleza oficial sino en la socialización de garantías, el compromiso institucional de que cualquiera tenga su oportunidad, si está dispuesto a jugársela en serio.
– ¿Y ese compromiso también se rige por reglas de Juego?
Gemitetros se echó a reír.
– Excelente sentido del humor. Caballero. -Se quedó en silencio-. ¿Qué estaba diciendo antes del inciso?
– Hablabais de los jugadores que ilegalmente…
– ¡Ah, sí! Quería contarte el célebre caso Rufinus, que ya debes conocer, en el que uno de los participantes en una Fonotontina con un montante económico considerable sobornó a un funcionario para participar en un póquer a muerte, en el que perdió la vida; la familia del difunto elevó una reclamación a las instituciones, y ante la posibilidad de que la judicatura, o la propia Apotropía, anulase la Fonotontina o dictase un arbitrio mistificador del Juego, el resto de los participantes instituyó un acuerdo privado para avanzar el plazo, y de los trece iniciales (en realidad los doce, por la desaparición del causante del contratiempo), en tres días no quedaban más que dos, que, bien escondidos en sitios seguros, desplegaron el uno contra el otro ejércitos de mercenarios que acabaron por matarse entre ellos en el centro de la ciudad, hasta alcanzar tal punto de escándalo publicitario y escarnio del buen orden de la institución que ocasionó que la Apotropía, presionada por el propio Gobernador, se viera obligada a dictar con carácter de urgencia una disposición dividiendo la Fonotontina entre los dos supervivientes; pero cuando los interesados se asomaron a la luz pública, los profesionales contratados y subcontratados para matarlos no habían recibido contraorden de sus clientes respectivos, o quizá éstos ni siquiera habían llegado a saberlo, y, en cualquier caso, como es propio del asesino serio ante cualquier cambio circunstancial no alterar los designios por deducciones propias o por suposiciones infusas de otros que no provengan del propio contratante, ninguno cayó, o no quiso caer, en la cuenta para emprender alguna gestión en ese sentido, que por otra parte habría resultado asimismo inútil, porque las subcontrataciones, práctica corriente entre los mercenarios que dominaban el mercado, eran de hecho incontrolables, así es que los dos ganadores no llegaron, no tan sólo a cobrar lo que les correspondía, sino a circular ni media hora por las calles de Gorhgró. Y, mira lo que son las cosas, al cabo de un año se descubrió que entre los que mataron a los dos últimos participantes hubo pistoleros a sueldo del Imperio, y a pesar de que nunca se ha llegado a probar que hubiesen sido ellos y no otros los que, finalmente, habían logrado el objetivo, fue suficiente para desatar el escándalo, cuyo origen se debía a la ineludible necesidad del Comisario de Juegos Rufinus de tapar ante el General superior un ejercicio deficitario tras el que acechaban los más turbios trasfondos, y más tarde, cuando las exigencias técnicas del proceso permitieron saber quién estaba detrás de la investigación que lo había propiciado, y resultó ser el heredero de uno de los dos últimos supervivientes, se descubrió su conexión con uno de los dos pistoleros a sueldo del Imperio presuntamente implicados, sin que, de momento, se haya podido establecer de manera concluyente una relación de causa y efecto entre los hechos, de manera que el asunto continúa pendiente de la judicatura, ahora, además, complicado por el problema de los intereses del capital, que por derecho le corresponden a la Apotropía, y que también ha entrado en litigio, con una acusación añadida al Comisario Rufinus de apropiación indebida de una parte, cuando gestionaba la cesión entre el dictamen del Apótropo y la muerte de los supervivientes.
– ¿Y cómo ha acabado?
– El proceso continúa, pero no sabría decirte en qué fase se encuentra, no es de mi competencia. La opinión pública se ha desentendido -dijo Gemitetros sin entusiasmo-. Una de las modalidades más variada de Fonotontina -prosiguió ante un cuadro sinóptico- es la que llamamos Cubierta, y se juega entre un mínimo de cincuenta participantes, de los que un ochenta y tres por ciento han sido designados de oficio, sin haberlo solicitado, ya sea por sorteo directo del censo o a través de la relación con un mecanismo previamente sorteado, por ejemplo la adquisición de un billete de viaje, la consulta a un médico o las tres últimas cifras de la cantidad que suman las ganancias anuales; y aun así, entre ellos, tan sólo se informa a un diez por ciento. En la Cubierta Móvil, la mitad de los participantes cambia a lo largo del Juego, siguiendo mecanismos establecidos: el número de letras del nombre, las relaciones de parentesco, etcétera. ¡Cuántos ciudadanos habrán participado sin saberlo!
– ¿Y esa modalidad se practica con frecuencia? -preguntó Ígur.
– Es la que más se practica. Un noventa por ciento de las muertes de Gorhgró son producto de ella, a veces las que menos te imaginas: ruinas, enfermedades, peleas de taberna, ejecuciones de delicuentes, accidentes laborales… pero -se rió- es difícil de cuantificar con exactitud, porque también hay muchas equivocaciones.
Ígur pensó que era la forma perfecta de asesinato: fingir que te has confundido en una Fonotontina… Como había tantas, ¿quién lo podría comprobar? En pocos segundos, la argumentación se le disparó: si hay tantas, igual no es necesario ni fingirlo: mata a quien quieras, en un sitio o en otro se encontrarán siempre jugadas de Fonotontina que lo explicará. Enseguida, sin embargo, se creyó de vuelta a la realidad: si eso fuera así, no tendría sentido la existencia de la Apotropía de Juegos. ¿O quizá sí, quizá su principal objetivo fuera mantener la ilusión del orden?
– Me imagino -dijo Ígur- que eso obliga a una estrecha coordinación con el Censo Imperial.
Gemitetros abrió los brazos y sonrió.
– ¿Para qué, si nosotros elaboramos el único censo fiable del Imperio?
– Me parece -dijo Ígur, fingiendo un convencimiento que no tenía- que una consideración tan escasa a la predisposición del jugador, y por descontado a su voluntad, no está muy en consonancia con el espíritu de los Juegos.
– Es posible. Para los que piensan como tú, aunque lo cierto es que ésa no es condición que te libere de la posibilidad de convertirte en participante de una Fonotontina Cubierta, existe la que se podría considerar modalidad contraria, la que se llama Fonotontina Imperial, tal vez la más completa y sofisticada, que consiste en la fase final de una estructura reticular de Fonotontinas, cuyo estrato anterior está formado por una serie de Metafonotontinas, cada una de las cuales tiene por objeto no la solución final, sino dilucidar quién participará en la Fonotontina final. Hay un segundo estrato previo de Metametafonotontinas para dilucidar en qué Metafonotontina participas, y así sucesivamente, hasta alcanzar procesos de catorce y dieciséis grados que, como puedes suponer, pueden llegar a durar treinta años. -Le mostró esquemas estéticamente geometrizados con formas circulares, o espirales, con leyes expresadas en ejes de simetría sobre el número de participantes, sobre diversas variables técnicas o sobre el tipo de Fonotontinas previas (Simples, Cubiertas, Móviles, y otras a las que Gemitetros no se había referido)-. La ventaja de esta variante -prosiguió- es el aumento exponencial de las ganancias, siempre en términos de gratificación no material, porque cuanto más alto sea el metagrado, más abundantes son las jugadas negras, es decir, la muerte directa de oficio, pero, en compensación, aquel que alcanza una Fonotontina Imperial proveniente de un mayor número de estratos previos, disfruta de las prerrogativas más ventajosas: optimización de recursos, información, cobertura logística, incluso ayudas directas.
– Realmente, un admirable proceso de depuración.
– Y de integración -dijo Gemitetros con satisfacción-. Es más que una fiel imitación de la vida, ¡es la vida misma: ignorancia y coraje, cálculo y azar en nostalgia de la armonía!
– ¿Y las modalidades en las que el jugador tan sólo es espectador?
– Aquí se gestionan tanto las derivaciones del teatro, como del circo, como del deporte. Por ejemplo -le mostró una fotografía-, el baile de las panteras-murciélago: la lucha entre dos mujeres, generalmente desnudas o con correajes, con una maza en cada mano; llevan botas y grilletes de hierro, y un casco metálico fijado al cráneo con cuero… a ver si hay alguno por aquí -se puso a revolver los cajones sin interrumpir su relato-…de características especiales: de la parte frontal superior sobresalen, en forma de antenas curvadas, dos piezas de titanio flexibles y de base rígida, muy afiladas, dirigidas cada una al centro de cada ojo, y distantes dos centímetros de las pupilas; el Juego consiste en intentar acertar con la maza el puente que une los extremos más sobresalientes de las dos piezas, y lograr que se claven en los ojos. El casco lleva una pieza en la frente que limita el recorrido del estilete cuando recibe el golpe, mira, aquí hay uno -dijo, y sacó del armario un artefacto de las características descritas bastante sucio y con las correas de cuero muy estropeadas; a Ígur le pareció que en los extremos metálicos había restos ennegrecidos de sangre, y no quiso confirmar la apreciación; Gemitetros prosiguió, ayudándose por el movimiento de las piezas-: ¿Lo ves? Cuando le dan un golpe, los estiletes se proyectan hacia abajo de golpe hasta que esta protección hace de tope para que la punta penetre en el ojo lo justo para el vaciado, pero sin que afecte al cerebro, lo que significaría el final del Combate; los dos estiletes se unen mediante este puente travesero (existen otros modelos en los que el mecanismo se resuelve cruzando los estiletes y soldándolos), con objeto de que si se acierta uno, se claven los dos, y evitar así la posibilidad de una combatiente tuerta, lo que atentaría contra el precepto fundamental de la simetría; aquí en el centro hay un muelle de retorno (que se puede quitar si se acuerda así al establecer las normas) para evitar que los estiletes se queden clavados -puso el casco en manos de Ígur, y él lo observó con repugnancia y respeto, y por un instante le asaltó la tentación de probárselo; el Consultor se dio cuenta y se echó a reír-; también se usan en determinados Juegos a dos. -Y prosiguió-: En el Combate se pueden respetar rigurosamente las reglas establecidas o bien puede valer todo: distraer a la adversaria con la maza y hundirle los ojos de un puñetazo o de una patada, o noquearla previamente. El Juego acostumbra acabar con la combatiente cegada muriendo a golpes de maza a merced de la otra; excepcionalmente la ciega tiene la fortuna de acertar a su vez los estiletes del casco de la otra, o se produce una refriega de la que resultan ambas cegadas, y entonces se sucede una segunda parte del Combate prodigiosamente larga y emocionante, guiadas las rivales por los gritos de los espectadores, que dirigen a su preferida (o a aquella por quien han apostado) y procuran confundir a la otra; puesto que el público siempre está dividido, las indicaciones verdaderas son imposibles de distinguir de las falsas que las contradicen, y las dudas de las combatientes sobre atender a un grito o a otro hacen las delicias y la furia del espectáculo. Al final una resulta vencedora, pero como sus posibilidades de actuación en el futuro son más bien escasas, si bien tal remota posibilidad es la que proporciona la querencia de la victoria, tan sólo excepcionalmente se le concederá un indulto que, atendiendo a la ínfima extracción social de las participantes en el baile de las panteras-murciélago (las hay incluso delincuentes condenadas), y a que de igual forma tendrían pocas expectativas en otros terrenos, no tiene más objeto que ensalzar el sentimiento de perdón, de generosidad y el sentido de supervivencia del público, si es que entre ellos hubiera algún alma tierna que necesitara aliviar su contribución a la barbarie, y la combatiente herida es rematada más tarde en el interior de las dependencias, aunque se dan casos en los que, puesto que el sector del público al que el resultado del Combate ha supuesto la pérdida de una cierta cantidad lo solicita, a una indicación del presidente del espectáculo, los arqueros de la Guardia le dan fin en el propio escenario, y confieren a la agonía el ritmo que les es requerido.
Ígur hizo un gesto de escepticismo.
– ¿Se dan a menudo esa clase de Juegos de Combate?
– Acabas de proferir una redundancia -sonrió el Consultor, y repasó un calendario-. ¿Tienes acceso al Palacio Triddies? ¿No? ¿Al Palacio Lodeya? ¿Al Palacio Conti? -Ígur dudó si descubrirse o no, pero el otro ya lo había calado-; muy bien, ve al Palacio Conti el sábado de la semana que viene, y verás un buen espectáculo.
– Me pregunto cómo se ha evaluado el coste social de todo esto, y si realmente vale la pena mantenerlo para evitar males mayores.
– ¿Lo dices por la función guerrera del hombre? -dijo Gemitetros con ironía, y con un gesto Ígur negó-. Desengáñate, la catarsis laxante nunca movilizaría semejante esfuerzo, porque además las ganancias son más que opinables; el problema es de orden práctico: el bienestar material ha engendrado una clase social ociosa y subvencionada que ha despoblado los oficios más gravosos de la comunidad. Se han acabado los espectáculos directamente dependientes de la especulación con los espíritus, los deportes en los que el riesgo físico no ofrece sólidas garantías de peligro extremo, se ha acabado la ficción; la gente quiere sangre, y la quiere en vivo. En otro orden de cosas, se han acabado también definitivamente, incluso como lujo sentimental, los gremios artesanos, en beneficio de la industria que gestionan los Príncipes, y eso significa que no hay sustrato social con el grado de autosuficiencia necesario para amortiguar el contacto de los sectores extremos. A la vez que toda reclusión ejemplar ha perdido ya el sentido, la solución se ha implantado por la vía de la reforma penal. Como debes saber, la Apotropía de Justicia hace diez años que está totalmente colapsada. Por un lado, la falta de funcionarios propició una forma especial de reinserción de los condenados, en forma de exenciones para trabajos subsidiarios al principio, pero más tarde, cuando el problema se agravó, en puestos de responsabilidad: fiscales, jueces y alcaides. ¡Al fin y al cabo -rió- conocen mejor el sistema ellos que los que han llegado estudiando la carrera! La solución paró el golpe, en principio, y con bastante eficacia, pero pronto, ante la inoperancia total de Protección Civil y paralelamente a la proliferación de bandas armadas de autodefensa, un sector importante de la ciudadanía desarrolló una psicosis social que degeneró en delirio colectivo de evolución paranoica querellante, la subespecie más curiosa, y más en aumento, del cual es la autoinculpadora, y en pocos meses los juzgados se convirtieron en aglomeraciones histéricas de acusadores sistemáticos que cuando, finalmente, son expulsados del mostrador, compulsivamente se vuelven a poner a la cola. Ve un día a ver un juzgado, es todo un espectáculo. Viven allí familias enteras.
– ¿Y por qué no son más rigurosos a la hora de admitir los trámites?
– Por la misma razón por la que tantas y tantas cosas quedan por resolver. Busca la relación entre los costes de la solución y el beneficio obtenido, y sabrás de inmediato qué prosperará y qué no. Volviendo a lo que nos ocupa: como no hay juicios, los contenciosos y los delitos se resuelven de oficio desde el Cuantificador, por el procedimiento de la factorialidad; los condenados vulgares, me refiero a los que no son elementos peligrosos que haya que vaciar antes de eliminar, como va no hay sitio donde emplearlos en la Administración, no van a la Cárcel, sino que son ocupados en los trabajos más duros de acuerdo con sus condiciones personales y el grado de condena; así pues peones, barrenderos, ganaderos y guardabosques, ladrones convictos metidos en la prostitución masculina, activistas de la subversión en espectáculos de circo, y los criminales más célebres y brillantes, irrecuperables para la propaganda negativa, consagrados como productivos gladiadores a muerte.
– Ya lo entiendo -dijo Ígur sin demasiado interés por llegar al fondo del asunto-, la Apotropía de Juegos tiene una doble misión, en cierta manera un filtro entre dos necesidades: por una parte ofrecer espectáculos de acuerdo con la demanda social, y por otra canalizar los problemas residuales.
– Más o menos -dijo Gemitetros muy satisfecho-; y fíjate que no estamos tan sólo en contacto con la Apotropía de Justicia, sino con muchas otras: la de Obras Públicas, la de Hacienda… y también con departamentos subsidiarios; por ejemplo, nuestra colaboración con la Gestión Social ha sido decisiva para solucionar el problema de los jubilados -Ígur jugueteaba con el casco de las panteras-murciélago, pero el Consultor, entusiasmado con su propio discurso, continuó indiferente a la expectativa del interlocutor-. Hace unos años, cuando del total de jubilados que pedían pensión se concedía tan sólo al cinco por ciento, el resto se convirtió en una lacra de difícil solución: exasperados, muchos de ellos emprendían atentados contra próceres o bienes públicos, o matanzas colectivas indiscriminadas antes de suicidarse, así es que, por iniciativa del Apótropo, firmamos un convenio con el Agon de Gestión Social que permitiera asimilar los jubilados no pensionistas a los perdedores en ley de fugas (artículo A cuarenta y dos apartado siete) y, por riguroso sorteo mensual, con una posibilidad entre cuatro aproximadamente, al sujeto afectado se le envía un terminador, por lo que pedir una pensión, o bien afiliarse al subsidio social, equivale en la práctica a meterse en un Juego técnicamente asimilable a ciertas modalidades de Fonotontina Cubierta.
– Curioso -dijo Ígur, pensando que eso sí que no guardaba relación con el Laberinto-; ¿y en qué radica la colaboración con la Apotropía de Obras Públicas?
– Intervenimos en la Gestión, cuyo mecanismo original ya debes conocer. -Como Ígur negara, Gemitetros prosiguió con aire doctoral-:
En primer lugar había la planificación del conjunto edificable. Pongamos por ejemplo un palacio: necesidades, presupuestos, condiciones de órdenes diversos, planos. Después, planificación de los trabajos de la obra: personal, plazos, obras auxiliares, coordinación con industrias subsidiarias, modificaciones provisionales en el entorno, previsión de posibilidades de otras definitivas, dispendios adicionales, margen de modificaciones y de imprevistos aceptable, previsiones políticas. Después, el tercer grado, estudio y planificación de los trabajos de planificación de la obra: elección del equipo que los redacte y los lleve a término, presupuestos, plazos y, lo más importante, estudio y cuantificación de las interacciones posibles entre la planificación del palacio, la planificación de la obra del palacio y la planificación de la planificación de la obra del palacio, y posibles impactos en los presupuestos, en los plazos, etcétera.
– ¿Las vicisitudes de la planificación no dificultaban la construcción del palacio? -dijo Ígur.
– El palacio raras veces llegaba a construirse. De cada cien empresas constituidas para construir, tan sólo una culminaba en obra acabada. El problema se producía porque cuando, por las razones que fuera y en cualquier fase de las obras, la realización se paralizaba, los constructores ya se habían cubierto las espaldas para que el déficit no les pillara los dedos, y los excedentes del crédito obtenido les proporcionaban margen suficiente para iniciar una nueva planificación.
– Ya entiendo.
– Hace unos años -prosiguió el Consultor-, la Agonía de Gestión Social halló la manera de compensar las pérdidas del endeudamiento y las sanciones del proceso. Con una exención desgravadora de recuperación de obras interrumpidas, financiaban la operación con bonos de altísimo riesgo que eran papel mojado, y equilibraban la menor deuda con un canon directo de la Agonía, a cambio, en teoría, de un porcentaje de los beneficios; en cierta manera, era una forma de subvención. Pero la gestión solía ser abandonada de nuevo, en el punto de inflexión del óptimo rendimiento de la empresa, y así sucesivamente hasta que el porcentaje de participación de la Agonía de Gestión Social hacía que la recuperación no fuera rentable, y la obra quedaba definitivamente abandonada. Hubo una época de gran pesimismo social; Bracaberbría estaba en plena decadencia después de abierto el Laberinto, y el desconcierto acechaba Gorhgró, un núcleo urbano en busca de un modelo estable de robo institucional: nadie sabía quién pagaba el dinero que, habiéndose perdido, no había sido a expensas del promotor, ni del constructor, ni de la Agonía de Gestión Social, a quien tampoco le convenía destruir el sistema por el desbarajuste laboral que hubiera comportado, y porque, además, también recuperaba la inversión en forma de beneficios en el momento de finiquitarse la gestión. El círculo no parecía tener beneficiarios ni perdedores, sino partes en descubierto o en cobertura sucesivamente intercambiables. Una vez más se tomó conciencia de que la riqueza es un Juego sin relación necesaria con los bienes reales, y Gorhgró se encontró llena de obras de palacios abandonadas.
– Aún he visto unas cuantas. Y entonces, ¿en qué momento interviene la Apotropía?
– Desde el momento en que las empresas, de manera flagrante, no se constituían para construir sino para gestionar planificaciones de obras que ellas mismas se ocupaban, porque así les resultaba más rentable, de que jamás llegasen a realizarse, la Hegemonía nos encargó un proyecto para obligar a que un porcentaje aceptable de obras llegara a buen término, y de este modo surgió la Ruleta Edilicia, de adscripción al principio obligatoria para las constructoras, pero en la actualidad completamente voluntaria; y mira lo que son las cosas, no sólo se acogen a ella la totalidad de los gestores, sino que el ramo de la construcción registra la actividad más fuerte de los últimos cien años. La Ruleta Edilicia es, básicamente, un sorteo, con margen de estrategias, justicia y garantías incluido, que, de acuerdo con los elementos preexistentes y la solvencia de la empresa, a través de un procedimiento sofisticadísimo de compensación continua de interinfluencias de coaliciones, porque, igual que en las Fonotontinas, el modelo no es el Juego diferencial de suma cero, cuantifica los términos del fracaso de la gestión, establece en qué apartado hace fallida y en qué grado, con plazos, subcontrataciones, alcance de desastres, posibles conexiones con diversos tipos de Fonotontinas, etcétera, o, por el contrario, determina la obligación cuantificada de acabar la obra, entonces sí, en el caso extremo con fuertes penalizaciones, que pueden llegar a la incapacitación, en caso de incumplimiento, pero también con fabulosas ganancias si la gestión culmina correctamente.
– Una solución brillante, sin duda -dijo Ígur; en realidad, le parecía la solución de siempre: cuando no puedas encontrar remedio para las cosas, ponles un marco legal-. La Apotropía de Juegos es apasionante como mecanismo lógico. ¿Sería posible obtener una copia de los estatutos?
– ¿De qué año? -dijo el Consultor; su cara reflejaba la estupefacción ante una pregunta idiota.
– De los vigentes, naturalmente.
– ¿De los vigentes cuándo? ¿Hoy? ¿Mañana? Los Estatutos son tan abstractos y flexibles que no te servirán para nada, y las normas cambian de una semana a otra; y, aún así, las vigentes tienen un carácter dinámico, lo que significa que cada Juego es tal cuando empieza, pero a partir del segundo movimiento genera sus propias normas, así como no hay dos partidas que se acojan a la misma ética para regir el movimiento siguiente.
– En todo caso, digamos que no siempre, o no necesariamente, han de acogerse al reglamento para efectuar la jugada que corresponde, pero normalmente es así, y eso ha sido, y debería ser, creo, suficiente para permitir establecer unas normas, ya no para ser cumplidas perentoriamente, sino para explicar el Juego desde una perspectiva histórica, tal y como, por ejemplo, tú mismo has hecho hoy ante mí.
La petición era inútil. Gemitetros no quería o no podía desvelar más información de la que se había permitido, y con medias palabras dio a entender a Ígur que se considerase afortunado de haber obtenido un trato de favor gracias a la recomendación de Debrel. Como despedida le ofreció un calendario de Juegos y Espectáculos con un plano detallado de dónde los podía practicar, no solo en Gorhgró, sino también en Eraji, Taidra, Sunabani y Marlú, y le dio una dirección y el Código del Cuantificador para que se pusiera en contacto con él si un día quería participar en un Juego importante, dando por supuesto que el rol concedido a su concurso a todos los efectos se acogería a su prestigio personal y a su rango.
A primera hora de la tarde, y aun a riesgo de no encontrar a nadie, porque no había avisado, Ígur fue a visitar a Debrel, que estaba solo y le pareció encantado con la visita. Ígur se sorprendió a sí mismo decepcionándose al ver que Sadó no estaba, y ante el amable interés del anfitrión le explicó cómo había sido atacado y cómo se había librado, y le preguntó si tenía alguna idea sobre quién podía haber inspirado la agresión. Debrel se rió durante todo el relato, como si se tratara de una situación jocosa o de un chiste, lo que acabó por hacer reír a Ígur también, por sentirse quizá un poco exagerado, demasiado dramático, incluso un poco ridículo, y al final, sin perder la risa, Debrel lo reconvino por sus preguntas.
– O me concedes demasiada importancia, o me tienes en muy mal concepto; ¿no ves que si realmente crees que estoy en condiciones de decirte quién te ha atacado me estás llamando hipócrita? Dímelo tú, quién te ha mandado matar. ¿El Agon de los Meditadores? ¿Los amigos de Lamborga? ¿Los amantes de Fei? -soltó una carcajada-. ¿Crees que te has granjeado demasiados enemigos para el poco tiempo que llevas en Gorhgró?
Ígur le resumió la visita al Consultor Gemitetros, mencionando de paso el aplazamiento de la sesión con la Cabeza Profética, sin exagerar el conflicto ni hacer alusión a los doscientos créditos que le habían sableado, porque no quería dar la impresión de que buscaba que lo compadecieran, y Debrel asintió todo el rato, sin gesto alguno que denotara sorpresa. No hay exceso, no hay defecto, pensó Ígur, si todo está en su sitio, podemos entrar en materia.
– De la Equemitía hace días que no sé nada -concluyó Ígur.
– Mejor así. Lo primero que sepas quizá no te acabe de gustar. -Se levantó y conminó a Ígur a examinar los papeles de encima de la mesa-. Ya es hora de que dejemos la política, que tiene una importancia decisiva pero que no nos hará menos ignorantes de lo que somos; aquí tengo el resultado de mis primeras gestiones en la oficina del Agon del Laberinto; pero antes quiero saber en qué medida será necesario y qué rumbo habrá que darle a tu entrenamiento.
Ígur esbozó un gesto de escepticismo, porque se consideraba en inmejorables condiciones físicas para afrontar el reto más duro, o en cualquier caso en tan buenas condiciones como aquel que, en el Imperio entero, pudiera aventajarle en ese aspecto, y le parecía que la exhibición realizada ante Lamborga era prueba suficiente, pero Debrel no se refería a las condiciones objetivas del animal, sino, para empezar, a su visión geométrica. Comenzaron por ejercicios sencillos, en los que, a pesar de todo, a Ígur le sorprendió comprobar que la resolución no era tan fácil como parecía; por ejemplo, Debrel le enseñó un grabado con la imagen de un cubo visto casi en escorzo y con las doce aristas dibujadas con igual categoría de línea, y le pidió que, de los dos ángulos que por efecto de la perspectiva quedaban en el interior de la figura, imaginase el volumen, primero como si uno de ellos fuera el más próximo, y después como si lo fuera el otro. Ígur se impacientó por lo que le parecía un inútil juego de niños, pero Debrel le obligó a practicar el cambio mental unas cuantas veces seguidas, a intervalos regulares, a una señal de sus dedos, después más deprisa, después a intervalos irregulares, dejando un rato la imagen fijada en una visión para acabar cambiando muy rápidamente diez o doce veces sin interrupción. Ígur acabó bloqueado. Debrel se echó a reír de buena gana y le advirtió que le convenía practicar, porque de los buenos reflejos geométricos podía depender su vida en el Laberinto. Inmediatamente después propuso otros ejercicios de visión superdimensional, por ejemplo uno de una escalera con un descansillo en cada extremo, que Ígur, con igual secuencia que con el cubo, tuvo que visualizar alternativamente como una escalera en el ángulo de visión normal a punto subir por ella, y después como una escalera vista por debajo, ante la que había que agachar la cabeza para no golpearse. También le propuso problemas en los que intervenía tanto la lógica y el sentido común como los conocimientos elementales de geometría, por ejemplo situarse en el interior del cuerpo estrellado de veinte vértices obtenido prolongando las aristas del icosaedro regular, o del de doce vértices proveniente del dodecaedro, y desde puntos determinados de las aristas, o desde un vértice, dibujar las sucesivas visualizaciones, y problemas donde entraban en juego ideas básicas de la mecánica de los fluidos y la estática, por ejemplo la célebre paradoja que se desprende de considerar el centro de gravedad de un vaso perfectamente cilíndrico, del cual idealmente se supone igual a cero el peso del círculo del fondo, y que, por tanto, coincide con el centro geométrico de la figura tanto con el vaso vacío como con el vaso lleno, pero en cambio, en el proceso de vaciarlo, el centro de gravedad desciende gradualmente hasta un punto determinado a partir del cual de repente asciende hasta ocupar de nuevo el centro del cilindro, y a la inversa en el proceso de llenarlo. Debrel pidió a Ígur que, considerando iguales los pesos específicos del líquido y del cilindro, por procedimientos estrictamente geométricos, calculase el nivel de líquido necesario para que el centro de gravedad fuera el más bajo posible y, a partir de ahí, calcular la fuerza lateral uniforme (por ejemplo, el viento) que se necesitaría para tumbarlo, imaginando imposible el desplazamiento, ya fuera por un rozamiento infinito o, lo que en la práctica es lo mismo, por la existencia de un tope infinitesimalmente pequeño que le impidiera deslizarse pero no volcar. Entre problema y problema, Debrel proponía cuestiones de lenguaje, de lógica, de estética, de estrategia comercial, algunas de las cuales le parecían ridículas a Ígur, incluso pueriles, pero que le obligaban a cambiar bruscamente de registro mental y a exigirse una explicación inmediata para borrar la sonrisa burlona de los labios del interlocutor, sonrisa que se convirtió en carcajada tras el supuesto cuestionamiento del viejo concepto de democracia a través de la paradoja de la votación: un jurado de cinco miembros ha de pronunciarse entre dos candidatos, y lo hace a favor de uno de ellos por cinco votos a cero pero, para no humillar al que no ha resultado escogido, uno de los miembros propone que en el acta conste como tres a dos, y como no hay acuerdo, alguien propone votar; pero otro del jurado dice que esa segunda votación carece de sentido; imaginad, argumenta, que fuera al revés: el ganador lo ha sido por tres a dos, y los tres que lo han escogido proponen otra votación para que en el acta conste cinco a cero, naturalmente los tres dispuestos a votar a favor.
– Moralmente -dijo Ígur-, repugnaría que ganase la proposición de que en el acta constase tres a dos, porque significaría un cambio de hecho en la preferencia de tres miembros del jurado, al margen de una imposición falseadora sobre el criterio de los otros dos; yo creo que la elección del ganador sería impugnable, y el que decía que la segunda votación no tenía sentido, tenía razón porque, además, no se puede votar sobre las decisiones de los demás. En cualquier caso -concluyó-, la cuestión queda resuelta si lo miramos desde las categorías lógicas: no puede aplicarse el procedimiento al propio procedimiento.
– ¿Ah, no? -sonrió Debrel-. Y, sin embargo, sucede continuamente. ¿O es que no se hacen votaciones previas de procedimiento? ¿Las leyes electorales no se pueden someter a votación, según tú?
– ¿Consideras -dijo Ígur- que ése es el tipo de tensión conceptual propio del Laberinto?
Debrel rió abiertamente.
– He querido reproducir una posible secuencia de problemas del interior del Laberinto, que de todas formas es irreproducible, porque la tensión de allá dentro será cien veces mayor que la que yo pueda organizar aquí con juegos de lógica elemental. Bien -se levantó-, seguiremos otro día con problemas más complicados. -Se dirigió hacia la mesa y se puso a revolver un montón de carpetas llenas de papeles, y más papeles aparte, cosidos o enrollados unos, otros con cintas muy largas, y otros doblados en acordeón, y mientras tanto obsequió a Ígur con una extensa disquisición, que él no sabía si situar en la excusa o en la condescendencia, acerca de la necesidad de no perder de vista el fenómeno del Laberinto como conjunto, y de profundizar en el análisis de los diferentes aspectos de forma gradual, para, de la acumulación de conceptos, salvar la claridad, pero también para no tener que incurrir, en el extremo contrario, en la pérdida de muchos de ellos, porque, recordaba una y otra vez, en cualquier conjunto pluridisciplinar la mente humana no aprecia orden que no provenga de la simplificación y, aun, más allá de la apreciación subjetiva, desde los valores formales cuantificables del propio sistema, no hay verdadero orden sustancialmente separado de tal simplificación, a excepción del que establece un conocimiento lo suficientemente seguro como para que no necesite reforzarse en la diferencia conceptual entre el todo y las partes como método de conocimiento-. Pero eso -concluyó- es privilegio de los sabios… Como su nombre indica -prosiguió una vez había encontrado lo que buscaba-, el primer problema del Laberinto, y puesto que sin haber resuelto éste no hay acceso a ningún otro, es el de la Entrada propiamente dicha. El Laberinto tiene dos puertas: la primera comunica con el Atrio al que tiene acceso el Agon, la Guardia, los dignatarios y el Jefe de Decodificaciones. Esa puerta no tiene código, y está bajo el control del Agon; para preservar las emisiones, la primera puerta está cerrada al público; al fondo del Atrio es donde se encuentra la verdadera puerta, la Puerta propiamente dicha, que tiene el sensor que emite los códigos, y ante la cual está el Rotor donde se tiene que colocar la pieza que la abre.
– Pero, si no lo he entendido mal -dijo Ígur-, la Puerta ya ha sido abierta en dos ocasiones.
– Sí, pero cuando la Puerta se abre, los códigos saltan automáticamente y se regeneran de forma que al cabo de un tiempo (es misión explícita del Agon impedir la repetición de la Entrada antes de que la cinta codificadora haya vuelto a su sitio) se han autorreconstruido no sólo como cifra diferente, sino también con otra gestación, de forma que hay que reiniciar todo el proceso. Naturalmente, los códigos no saltan para regenerarse cuando el Laberinto ha sido totalmente resuelto, sino que entonces emiten un continuo y se inmovilizan; se entiende, por lo tanto, que una vez los códigos empiezan a reconstruirse, la expedición ha fracasado. Un equipo dirigido por el Jefe de Decodificadores explora a perpetuidad la cinta de códigos del Laberinto, los graba y los archiva. La cinta codificadora mueve un disco de veintidós círculos concéntricos que, alrededor de un eje que no contiene ninguna cifra, tiene doce en el primero, dieciocho en el segundo, veinticuatro en el tercero, treinta el cuarto y así hasta llegar a ciento treinta y ocho en el vigésimosegundo. Los círculos giran en ambas direcciones, según las reglas preestablecidas que forman el Código del Laberinto y que fueron fijadas en el momento de la construcción, y cuando veintidós límites entre dos cifras coinciden en línea recta, la serie de cifras de la izquierda de esa ranura (un radio del conjunto del círculo) queda automáticamente grabada en la cinta, accesible cada día al Jefe de los Decodificadores y al personal a quien el Agon autorice.
– Las posibilidades son incontables -dijo Ígur.
– Imagínatelo, puedes calcularlo cuando te apetezca. El orden de los números en los círculos es el natural: comienzan por el uno y después del nueve el cero y otra vez el uno, y cuando se acaba el círculo, si por ejemplo el primero se acaba con el dos, el siguiente, en este caso el segundo, continúa con el tres, y así sucesivamente, para que, en principio, en ninguno de los círculos un número sea más fácil o más difícil de alinear que cualquier otro.
– Decodificar esa cinta debe de ser un problema de centenares de anos.
– De forma sistemática, es absolutamente imposible, porque la producción de una determinada cantidad de números ocupa un periodo de tiempo unas treinta mil veces más breve que el necesario para su cuantificación.
– El trabajo de Jefe de Decodificaciones no debe de ser muy agradecido -intentó ironizar Ígur.
– Su misión -dijo Debrel- no es encontrar la decodificación, sino ordenar los resultados como ahora te explicaré, impedir el acceso a cualquiera y seleccionar cuidadosamente la información que facilita, de acuerdo con las instrucciones del Agon.
El geómetra explicó con detenimiento, y a Ígur le pareció que recreándose en un cierto sentido de la intriga, la visita que había hecho aquella mañana al Jefe de Decodificaciones, un asno integral según su apreciación, y cuánto le había costado obtener las copias de los códigos y la información suplementaria; ganarse su confianza para que le dejase utilizar el Cuantificador de la Agonía acabó por convertirse en un divertimento intelectual. El mecanismo era el siguiente: el Cuantificador elimina aquellos resultados en los que no se observa ninguna ley, ninguna repetición ordenada o rítmica en referencia a un grano mínimo que empíricamente se considera aceptable, o que con la aplicación de los cerca de cinco mil códigos conocidos no produce nada coherente, y conserva aquellos que tienen alguna. Cuando Debrel tuvo los resultados ante sus ojos, le costó no partirse de risa en las barbas del funcionario, porque aquello parecía un muestrario de extravagancias: la lista de nombres de los Gobernadores Generales de Perighart del año 218 al 390, los nombres en italiano de los aparatos de montura de los caballos y de los aperos de labranza, una colección de exorcismos, Debrel no se lo podía creer, en sánscrito, la colección completa de insultos, interjecciones y argot de la obra de Shakespeare, los poemas obscenos, en alemán medievalizante, resultantes de aplicar la primera letra de los días de la semana en los que la cinta emisora ha producido series aprovechables al alfabeto obtenido de poner en correspondencia las fechas de nacimiento de todos los Mayores de la historia de Bracaberbría con los diversos nombres aplicados a todo tipo de excrecencia y defecación humana y animal, y mil cosas más. El Jefe de Decodificaciones, un tal Crotus, opinaba sin orden ni concierto, pero, le parecía a Debrel, con la burda intención de obtener algo de los comentarios del visitante, que a partir de un cierto momento procuró ser lacónico o bien, cada vez más malintencionadamente, confuso y divagador; poco a poco fue notando que tenía que haber una codificación intermedia de protección, y las soluciones eliminadas de oficio por el Cuantificador homologado tenían que contener el secreto. Afortunadamente no las habían destruido, y las pudo procesar de nuevo con un programa propio.
– Una lección de humildad para el Jefe de Decodificaciones -dijo Ígur.
– Normalmente -explicó el geómetra-, una vez has tomado la difícil decisión adecuada, el paso siguiente suele ser muy sencillo; es lo que llaman el laurel del vencedor -sonrió-. Supuse que la coincidencia de las veintidós separaciones se debía producir en intervalos relacionados de alguna forma con esa cifra, y me pasé casi una hora buscando en el Cuantificador relaciones numéricas referidas al tiempo que me permitieran llegar a una ley del Código. Descubrí que el número total de cifras que contienen los veintidós círculos, que es mil seiscientos cincuenta si la combinatoria no falla, se parece mucho al producto de cien por la cifra resultante de dividir por veintidós trescientos sesenta y cinco coma veinticinco, número promedio de los días del año, como tú sabes, cifra que es dieciséis coma sesenta, y, más concretamente, que coincidía exactamente con la cifra centuplicada resultante de la división entre veintidós por trescientos sesenta y tres, que es dieciséis coma cincuenta. Pero trescientos sesenta y tres es el año promedio menos dos días y cuarto, es decir, cuarenta y ocho horas más seis, por tanto cincuenta y cuatro.
Debrel se rió, lo que hizo saber a Ígur que a partir de ahí había deducido la solución, y que esperaba que él también la dedujera.
– Vamos a ver -dijo, después de alguna vacilación-, si el primer círculo tiene doce números, el segundo dieciocho y el tercero veinticuatro, quiere decir que aumentan de seis en seis, y por lo tanto cincuenta y cuatro corresponde al número de cifras del octavo.
– ¡Espléndido! -celebró Debrel-. Observa, por otra parte, que veintidós difiere en dos unidades de veinticuatro, número de las horas del día… esas dos horas que sobraban de las cincuenta y cuatro me llevaron de coronilla un rato más, y decidí dejarlas correr en principio para poder centrarme en aquel maravilloso cincuenta y cuatro que tantas resonancias numéricas me evocaba: cinco y cuatro nueve, cincuenta y cuatro entre nueve igual a seis… Hice las mil y una pruebas posibles, con aquel palurdo respirándome en el cogote, hasta que tuve claro que la única solución posible estaba en los orígenes, y pedí la primera cinta que emanó de los veintidós círculos concéntricos tras el asentamiento posterior a la última Entrada al Laberinto. Probé a hacer corresponder simultáneamente al listado de cifras el alfabeto griego y el alfabeto latino, desfasándolos cincuenta y cuatro lugares; en el caso del griego, de veinticuatro letras, en la práctica supuso desplazarlo seis cifras, porque los cuarenta y ocho primeros pasos de desfase lo dejaban, como es de elemental evidencia, reducido a cero; la reproducción del cuarenta y ocho más seis me hizo sentir que iba por buen camino, y también lo sentí cuando vi, de forma asimismo inmediata, que no existía desfase en la codificación del alfabeto latino, porque veintisiete (descontadas las letras dobles salvo la W), es justamente la mitad de cincuenta y cuatro. Entonces se trataba de separar la primera cifra que coincidiera numéricamente con el lugar que ocupa en el alfabeto, retomando cíclicamente la correspondencia.
– ¿Por qué? -preguntó Ígur.
– Es la Ley del Laberinto -dijo Debrel con una leve entonación de reproche, e Ígur sintió que lo habían pillado.
– ¿Y cuál fue el resultado?
– Saltó en seguida, y del alfabeto griego; fue la en el decimocuarto lugar.
– ¿Y entonces? -insistió Ígur, absolutamente resignado a ser tomado por un insolvente.
– Entonces llegaba la verdadera decodificación; establecí la correspondencia de con uno, O con dos, con tres, etcétera, y la he aplicado a todo el listado de códigos a partir de aquel día. -Ígur puso cara de circunstancias, y Debrel se rió-. Paciencia, porque puede ser largo. Conseguí que aquel bárbaro me sacara copia de los listados, y los he traído a mi Cuantificador para decodificarlos; he introducido un programa para localizar la más mínima coherencia, pero ahora ya sé por dónde vamos y, suponiendo que no me haya equivocado en nada y vayamos por el buen camino, quiero decir si no he confundido las verdaderos datos con puras coincidencias numéricas sin sentido, puede ser cuestión de días, de semanas incluso. En cualquier caso, tranquilo, no tardaremos en saberlo.
Ígur sentía una mezcla de apasionamiento y escepticismo, y aceptó la invitación de Debrel a tomar un refrigerio informal; no pasó mucho tiempo antes de que llegaran Guipria y Sadó y se unieron a ellos. Después de aquel desierto de aridez y dolor de cabeza, Ígur sintió como un oasis su presencia, en especial, y no le hacía falta preguntarse por qué, la de la más joven; pero la sonrisa un poco tensa de la bella le indicó que, por lo menos de momento, más le valía disimularlo.
El rato siguiente se dedicó a una discusión de fondo sobre política entre Debrel y Guipria, llevando ella el protagonismo y argumentando con gran profusión de razones abstractas, consideraciones laterales y detalles intuitivos, él en un aparente segundo plano, pero quizá, pensó Ígur, no con la distensión de quien no se siente seguro en su tesitura, o con la de quien en realidad no está interesado en la controversia, sino con la benevolente sordina de quien conoce demasiado bien al interlocutor y el tema como para saber dónde y cuándo puede acabar el litigio con contundencia, y ya lo ha hecho tantas veces, que no le importa no hacerlo de nuevo. Ígur estaba atento a la cuestión, que se centraba en la difícil posición del Agon de los Meditadores (que él mismo había contribuido a agravar), la lucha de los Príncipes por el poder y la dudosa actitud de La Muta, que acababa de cometer un atentado, pero sus ojos seguían a Sadó, que aparecía y desaparecía trayendo y llevándose objetos con una arbitrariedad sospechosa; ¿por qué no se sienta?, pensó Ígur, ¿no es capaz de seguir ni por un minuto la conversación?
– ¿Tú qué opinas de todo eso? -le imprecó Guipria, con la clara intención de atraer a Ígur a la confirmación de sus tesis.
– Yo digo que en dos meses caerá el Agon de los Meditadores, y detrás de él el Príncipe Nemglour -aseveró-, y que en el transcurso de este año habrá caído el Hegémono.
La discusión entre Guipria y Debrel continuó por otros derroteros, al margen de la intervención de Ígur, y él se dedicó a la contemplación furtiva de Sadó, con la furtividad que se ampara en la evidencia de la luz y en los movimientos casuales, en la atracción de lo que se mueve y en los propios cambios de postura: coger el vaso, descruzar las piernas, ora una sonrisa, ora un no, muchas gracias; Sadó lo notaba todo (a la fuerza lo tenía que notar, pensó Ígur), y mantenía la distancia del juego, sin dar pie a una aproximación pero sin por ello alejarse. Su actitud seria parecía imperturbable, quizá demasiado imperturbable para no ser la máscara de un jocoso circunloquio interior, quiso creer Ígur; la mirada también era seria, hasta el límite de la serenidad lapidaria, pero alejada de la frialdad, aunque la impecable perfección de sus facciones parecía servirla sin remedio; la frente alta, poderosa, de perfil estaba bien desmarcada de la curva de la nariz, que se unía, ligeramente redondeada, en la bien trazada concavidad del yugo entre los ojos. Resuelta para el deseo la expectativa del cuerpo de forma inmediata con tantas cualidades objetivas de hembra, Ígur se dejaba cautivar lentamente por las del alma, con la tensión constante de sus facciones, que, ahí más que en cualquier otro sitio, los caprichos de la experiencia, al emparejar elementos de orígenes diversos, hacían ver como contradicciones, por ejemplo la armonía de la mirada y la tendencia burlona de las comisuras de los labios, o el perfil perfecto de las cejas y la arruga que se le formaba entre ellas en la base de la frente antes de empezar a hablar. Pero la expectativa del cuerpo respondía a una resolución que era deseo, y el deseo pertenece tanto al alma como cualquier otra contradicción, y así Ígur se perdió en el vientre de la pierna, que difuminaba en dos líneas oscuras los tendones posteriores de la rodilla, dos surcos sutiles a cada lado, y, por debajo, arborecía el tendón que la aguantaba desde el talón, el mismo por donde el Pélida fue muerto, Ígur sonrió, entorpecido por la memoria, y continuó buscando puntos débiles, no en los rasgos de Sadó, sino en su propia esperanza de encontrar una imperfección que lo detuviera, que lo descabalgase de una contemplación que pronto lo pondría en evidencia, y la mirada se posó en los hombros, tan bien proporcionados y alejados de cualquier rigidez, imaginó si tendría el torso lleno y suave, sujeto en un continuo de piel que acogería la luz en un desmayo, si la cavidad del ombligo se extendería hacia arriba en difuminado, como la cola de un cometa, o bien si los pechos en volumen exacto contra el vientre en tensada concavidad destacarían de una caja torácica con algunas costillas tenuamente marcadas en los costados, si serían como el Estado después de la caída del Capitalismo, tan grandes como fuera posible y tan pequeños como fuera inevitable, en la parte inferior unidos al tórax en cuartos de esfera perfectos, sin arruga alguna de la piel, ni tan siquiera el menor desplazamiento que marcase una sola línea horizontal, si tendrían el pezón alto, ni demasiado grande ni demasiado pequeño, si una aureola un poco más clara, inmediata delatora de escalofríos, si ensanchada y más brillante, y ascendente a cada inspiración.
– ¿Quieres un poco más de té? -dijo ella; Ígur se sintió como si acabasen de leerle el pensamiento, pero no le importaba, en realidad lo único que lo frenaba era la falta de tiempo, y también, quizá, la falta de confianza y conocimiento de las reacciones de Debrel, ante quien no quería introducir distorsiones en un momento en que se necesitaba buena armonía.
Así pues se excusó y se levantó, y el geómetra lo acompañó, con la advertencia de que tan pronto hubiera cualquier cambio, se pondrían en contacto.
Aquella noche, en su casa, Ígur recibió aviso de la Equemitía ordenándole que se presentara a la mañana siguiente.
El despacho del Secretario Ifact parecía menor y más anodino a los ojos del Caballero de Capilla, y el funcionario menos poderoso que en otras ocasiones; de alguna manera las sensaciones de Ígur debían entreverse a ojos de un hombre curtido en el trato con espíritus difíciles, porque Ifact habló con firmeza, aunque no sin amabilidad.
– Naturalmente no tienes obligación formal de informarnos acerca de tus movimientos, pero debo recordarte que formas parte de un cierto sector de la Administración, y tu actitud respecto al Laberinto puede estar sujeta a interpretaciones, que en el caso presente no son para ti completamente favorables.
– ¿Qué he hecho incorrectamente? -preguntó Ígur en el tono más neutro posible.
– Nada en concreto, nada en concreto -sonrió Ifact-; pero si pensabas visitar a la Cabeza Profética nos tenías que haber informado, lo que habría servido por un lado para no despertar recelos en algunos sectores -recalcó la palabra- de la Equemitía, y por otro lado, para ahorrarte la espera hasta el miércoles, y doscientos créditos.
– No volverá a suceder -se excusó Ígur, procurando un tono agresivo.
– Todo está arreglado; los doscientos créditos han sido reembolsados, y la cita con el Maestro de Ceremonias tendrá lugar mañana por la tarde; ¿hay alguna otra gestión que desees hacer? -Y, ante la mirada inquisitiva de Ígur-: Ten presente que no conviene que un Caballero de Capilla adscrito a nuestra competencia vaya estrellándose por los mostradores de otras instancias de la Administración.
Ígur pensó que no valía la pena ocultar nada, porque al final todo se acababa sabiendo.
– Con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma.
Sin la más mínima reacción emocional, Ifact lo anotó.
– Muy bien, lo gestionaremos desde aquí. -Hizo una pausa y la sonrisa burlona desapareció de sus labios-. Pero el objeto de que hayas sido convocado es una misión pública.
– Estoy a vuestras órdenes.
– Excuso puntualizar que todo lo que se diga a partir de ahora es confidencial -Ígur permaneció impasible, Ifact continuó con lentitud, como si midiera las palabras con delicadeza-; el Agon de los Meditadores fue destituido ayer por la noche, y mañana por la mañana el Apótropo de Ordenes Militares dará posesión al sustituto que ha sido nombrado esta mañana. El cometido consiste en vigilar y, si fuera necesario, controlar a los asistentes que, como es de imaginar, serán todos del alto dignatariado y la nobleza, y llegado el caso habría que proceder con el mayor tacto posible; será una misión compartida: las demás Equemitías y, posiblemente, los agentes del Hegémono y de los Príncipes tendrán a sus hombres con instrucciones parecidas. -El Secretario lo miró inquisidor, como si esperase un gesto de asentimiento, y prosiguió-: Terminado el acto, el Infante Galatrai será discretamente detenido y conducido aquí mismo; por el camino, en un puesto de información, las órdenes serán confirmadas con el sello.
Ígur tenía la impresión de que eso no era todo, que algún recelo, alguna recriminación, se quedaba en el tintero de su superior, pero no era a él a quien correspondía exprimir suspicacias, y se marchó.
La visita a la Equemitía le había hecho pensar en Mongrius, al que hacía días que no veía, y en Lamborga, con quien, además, había contraído formalmente un compromiso moral; fue a verlo al hospital.
– Es una gran satisfacción recibir el honor de tu visita -dijo el herido, que ya estaba levantado y, según dijo, a punto de irse a casa.
– La satisfacción es mía de ver que te encuentras mejor.
Se quedaron sin saber qué decirse; pasada la tensión de la primera entrevista, en la que excusas, perdones, vergüenza y vanidad tras el reciente Combate proporcionaban mucho juego, las expectativas de dos desconocidos eran escasas, dado, además, que no se sabía demasiado bien qué tipo de relación, o incluso quién sabe si de adversidad, les depararía el futuro.
– Ya debes saber que ha caído el Agon de los Meditadores.
– Sí -dijo Ígur; la noticia se había hecho pública, y cuando estaba a punto de hacer un comentario, recordó que la información era confidencial; pero al fin y al cabo, si todo el mundo lo sabe todo, ¿qué importa hablar más o menos? Quizá Lamborga podría contar que él era un lameculos que a la que se le decía algo no se atrevía ni a levantar el dedo para no desobedecer; enfurecido por sus pensamientos, se lanzó-: ¿Qué sabes del que le sustituye? ¿Estás de acuerdo? ¿Crees que mantendrá las directrices del anterior o que el cambio es una maniobra para diluir la Orden?
Lamborga no era hombre que no dijera lo que pensaba.
– ¿De qué te estás protegiendo? Sabes muy bien que no puedo contestar a nada de todo eso. No soy más que un herido que se recupera.
– No me cabe la menor duda de que la información te ayuda a recuperarte -dijo Ígur con insolencia; Lamborga se echó a reír.
– Ahora te preguntaría cómo van las gestiones del Laberinto, pero…
– Pero no hace falta porque las conoces perfectamente -le interrumpió; Lamborga le dirigió una sonrisa encantadora.
– Todos estamos en el mismo barco. ¿Qué esperas que haga? ¿Que convierta la cortesía en exhibición? ¿En ignorancia? ¿Qué te provoca que de otra forma te tranquilizaría?
Ígur se sintió ridículo.
– Tienes razón, me he comportado como un adolescente idiota -ambos se echaron a reír-; ya debes saber que últimamente las susceptibilidades, en fin, la tensión que ahora empieza…
Lamborga dejó que las nubes se alejasen.
– El otro día me ofreciste ayuda y protección; ¿mantienes tu generosidad?
– Sin la menor reticencia.
– Pues bien, tras nuestro Combate hubo una gran profusión de inscripciones de Caballeros de Preludio al Acceso a la Capilla, y tengo intención de añadirme tan pronto salga de aquí; claro que el Combate, seguramente, no tendrá lugar hasta dentro de unos meses. ¿Puedo solicitar el honor de tu padrinazgo?
Ígur se sintió conmovido; de inmediato desconfió, pero la vanidad halagada y, finalmente, el dominio que se desprendía de la posibilidad de decir que no, le decidieron (aun así, pensó cuando ya tomaba aire para responder, Lamborga podía muy bien haber previsto sus pensamientos, y podía haber realmente motivo para el recelo).
– El honor será mío, y una gran satisfacción estar presente en tu éxito.
Y se quedó un rato más, evocando sin dificultad recuerdos intrascendentes y descubriendo al azar afinidades curiosas.
A la mañana siguiente, Ígur formaba parte de la densa y perfectamente jerarquizada asistencia a la toma de posesión de Dan Oibuleus como nuevo Agon de los Meditadores. Cuando llegó a la Apotropía de Órdenes Militares y se acreditó con el sello, nadie en la Guardia ni en la recepción mostró el menor signo de extrañeza ni deseo de realizar mayores comprobaciones, lo que confirmaba las palabras de Ifact sobre la presencia habitual en ese tipo de actos de agentes de los diversos sectores del poder, y le asignaron un sitio en segunda fila, detrás de los aristócratas. Pidió un plano con los nombres de los asistentes y se lo proporcionaron sin reparos.
Presidía la ceremonia en el Gran Salón (que no era tan grande como cabría suponer de tan ampulosa denominación, y a Ígur le pareció más bien estrecho y deslucido) el Apótropo en persona, e Ígur lo miró con atención, porque era la primera vez que tenía relativamente cerca a una alta personalidad de la política; era un hombre de aspecto noble, quizá con algunos kilos de más, y estaba acompañado por otro dignatario, con el que recíprocamente se deparaban grandes deferencias, que fue anunciado al público como el Parapótropo de la Hegemonía, cargo que en la práctica equivale al de un Secretario General, con atribuciones eminentemente ejecutivas y de carácter interno, aunque en esa ocasión, excepcionalmente, desempeñaba funciones de representación. Completaban la palestra el oligarca cesado, Dimitri Malduin, a quien Ígur miró como a un viejo conocido, casi con afecto, y el sustituto Oibuleus, que le sorprendió por su juventud. Buscó con la mirada entre la asistencia, de acuerdo con el plano, y una vez localizado el Infante Galatrai, se dedicó a observar a los demás sin perderlo de vista.
– El Excelentísimo Apótropo de Órdenes Militares -proclamó desde una trona lateral un Maestro de Ceremonias- abrirá el acto.
Se hizo el silencio, y el Apótropo dedicó un cuarto de hora a saludar a la asistencia con fórmulas retóricas, y acabó anunciando la lectura de diversos documentos a cargo del Parapótropo de la Hegemonía; el aludido se puso en pie y leyó:
– Acta de la Secretaría del Jefe de Ocupación, dirigida al hasta ahora Agon de los Meditadores, Dimitri Malduin: Excelentísimo Señor: Por la presente tengo el placer de notificar que nuestro bienamado Lutaris XII, Emperador por el fulgor del Sol y las otras estrellas, y por benevolente declinación suya este Secretario del Jefe de Ocupación, ha dispensado la merced de aceptar su tan gentil solicitud de jubilación anticipada, y se congratula y le honra con la más alta consideración personal, que contemplando la constancia y la abnegación de sus años de servicio nunca encontrará mejor premio que su imborrable reflejo en la memoria personal de los contemporáneos y en la historia de los sucesores, por el ejemplo civil que su actitud magnifica. Y para que conste a un solo efecto y para siempre en cualquier otro, en Gorhgró, a trece de Febrero del 394 -hubo un silencio indolente mientras el dignatario pasaba la hoja-. Acta de nombramiento del Agon de los Meditadores en la persona de Dan Oibuleus: Yo, el Apótropo de Ordenes Militares, con el concurso conjunto de Su Majestad el Emperador por benevolente declinación en el Secretario del Jefe de Ocupación, y de la Hegemonía por mediación de su Excelentísimo Parapótropo, vengo a investir con la Excelencia de la Agonía de los Meditadores a Dan Oibuleus, para mayor Gloria del Imperio y en la confianza de su servicio. Con todas las firmas, a catorce de Febrero del 394.
De pie, entre olíbanos y un gran silencio, el Apótropo invistió al nuevo Agon, le entregó el sello recuantificado y un pliego de títulos, y se abrazaron con prosopopeya. Acto seguido, Oibuleus abrazó a Malduin (cuyo destino Ígur desconocía), y el Apótropo de Órdenes Militares cedió la palabra al nuevo dignatario.
– Excelentísimo Apótropo, Excelentísimo Parapótropo, nobles y dignatarios, me tenéis ante vosotros como resultado de una difícil elección que ha acongojado mi ánimo en las horas y los días que han precedido a este momento; pero más difícil que la resolución de mis dudas es, ¿quién podría cuestionarlo?, la hora presente que nos toca vivir, y en mí se ha acabado imponiendo el sentido del deber por encima de cualquier fácil y cómoda consideración prioritaria personal. Quienes me conocéis sabéis que siempre he antepuesto la devoción a Su Majestad el Emperador al afán de lucro, la voluntad de servicio a la laxitud del cuerpo y el alma, la exigencia de la comunidad a la actividad bien remunerada, la labor callada y oscura al honor público. ¡Cuánto más sencillo habría resultado para mí continuar viviendo de las rentas, alejado del peso de los problemas y los compromisos!
– ¡Qué cinismo! -exclamó un noble situado a poca distancia de Ígur, lo suficientemente alto como para que se volvieran con discreción los de su alrededor, pero no lo bastante como para que lo oyeran desde el estrado-. ¡Después de las multitudes que ha tenido que asesinar para robar el cargo, aún tiene el aplomo de seguir el protocolo!
Ígur pensó que para una asesino no debía de ser problema el participar sacrílegamente en el protocolo; después, recordando las instrucciones, consultó su plano de personal. Se trataba del Infante de Arnael.
– Pero acceder a las justas imploraciones -proseguía el nuevo Agon- es para las horas difíciles, y en la actual no me ha sido posible desoírlas, cuando han llamado a mi puerta con tanta insistencia y terminal premura.
– Cuesta creer que nadie detenga esta farsa -dijo De Arnael, subiendo el tono.
Ígur echó una mirada circular, y topó con los ojos furiosos y perentorios de un Oficial de Guardia situado en un ángulo próximo, pero alejado del alcance de su sector; unos ojos que tenían la fijeza incisiva de una orden.
– Os ruego me excuséis, Infante -dijo Ígur al oído del escandaloso inconformista-, permitidme recordaros la obligación de cortesía de mantener las formas en un acto oficial de toma de posesión.
– Caballero -dijo De Arnael, volviéndose con ostentación y sin bajar la voz-, os dispenso del deber que me ampara de ser saludado por vos como un miembro de la aristocracia, sin que tal merced actúe en perjuicio de recordaros que puedo expresar la opinión que me dé la gana. Oibuleus es un ladrón y un criminal y nadie me obligará a tragarme esas falacias.
– Por tanto -proseguía el Agon-, he tomado la decisión de arrinconar la tendencia en mí natural al fervor de la vida retirada y, en contra de las inclinaciones tranquilas de la facilidad, hacer el sacrificio de aceptar este cargo, cuyas ingratas y gravosas responsabilidades infligidas a quien lo detente le serán compensadas, espero y deseo, por la más discreta satisfacción del deber cumplido.
De Arnael resopló ostensiblemente, y de nuevo el Guardia empujó a Ígur con la mirada.
– Infante -dijo Ígur, quizá con más energía de la necesaria, para así aplastar su propia incomodidad-, ante vuestra insistencia, me veo en la obligación de conminaros a que al salir de aquí os pongáis a disposición del Jefe de la Guardia de esta Apotropía, con la advertencia de que si persistís en vuestras manifestaciones me veré comprometido a sacaros fuera yo mismo.
De Arnael se volvió con ojos furiosos, pero Ígur se mantuvo impasible; unas filas más allá se volvió Galatrai, y se miraron largamente. El discurso del dignatario investido finalizó, y el Apótropo de Ordenes Militares cerró el acto con unas palabras.
– Nuestro querido hijo Dan Oibuleus, a quien deseamos la mayor fortuna y tino, se ha referido a momentos difíciles, y ciertamente lo son, principalmente para nuestras tan queridas, y no lo quiera la providencia, tal vez pronto lloradas instituciones; porque a pocos como a nosotros nos ha sido confiada la carga de penar por la división de los mundos, de soportar y mantener para el progreso una realidad fundamentada en la confrontación. ¿No valdría más, por tanto, enfrentarnos sin más, sin sentir absurdos como obstáculos, victorias como impedimentos ni derrotas como confirmaciones, como el que reprochando un suicidio ajeno por amor a una persona en favor alternativo de un suicidio anímico por amor a una idea, por más absoluto que tal idea contenga, no hubiera sido capaz de reprochar un suicidio en nombre de la vida misma, o como aquel otro que, acusado el primer sabio de barbado delirante y el segundo de anquilosado circunlocuaz, no tiene reparo en copiar a aquel a quien el primero a quien he aludido pretende reducir tan sólo a modelo útil para aprender a expresarse? Podemos detener el sol para ganar una batalla, pero no va bien encaminado el que crea que así se detiene el tiempo. Lejos para siempre de nosotros la prisa y la vanidad de los eversores, y por siempre humildes en el empequeñecimiento que a diario proporciona el abnegado servicio a la comunidad y a la preservación de su último sentido.
Acabado el acto, el Infante De Arnael cayó rápidamente en manos de la Guardia, que lo hizo desparecer sin que Ígur tuviera ocasión de tener que preocuparse. Pasaron a un saloncito contiguo, mucho más acogedor (también menos espacioso), y allí Ígur se situó para no perder de vista a Galatrai, que, tal vez consciente de una amenaza, centrifugaba miradas con inquietud. Ígur se encontró metido en un círculo de desconocidos (para él casi todos los asistentes lo eran) que discutían las noticias del día con una mezcla fluctuante de frivolidad y pasión; el caso en controversia era un atentado, presuntamente perpetrado por La Muta, contra un transporte del Gobernador de Taidra, que se había saldado con trece muertos entre los sirvientes y veinte más entre la población civil.
– Basta -decía un anciano peligrosamente enrojecido- con aplicar la vieja preceptiva literaria: busca a quién saca partido del crimen: a las organizaciones de seguridad, a los de presupuestos militares.
– Eso es una simplificación trivial -dijo uno a su lado-; de esa forma nunca se encontrará ninguna explicación, y supone además reducir la humanidad ya no a la miseria discernidora, que eso aún supondría una capacidad de aprendizaje, y por lo tanto, de elección, sino al más salvaje analfabetismo moral.
– Hablar de moral cuando se habla de asesinos es un antídoto para el pleonasmo -dijo un tercero.
– Sí y no; ciertamente, si la hemos aceptado en las instituciones, no veo por qué no podemos hacerlo en las contra-instituciones. El problema es que no tenemos contra-instituciones creíbles. -Se hizo el silencio para escuchar al pretencioso personaje que hablaba-. No, señores, yo no creo que La Muta sea una organización honesta en el sentido de que sea lo que aparenta ser. Si quieren agitar con coherencia a favor de una causa, ¿qué ganan con matar a ciudadanos anónimos? ¿Por qué no atenían contra los Apótropos? ¿Por qué no apuntan al Príncipe Nemglour?
– ¡Cierto! -dijo otro-. ¿Por qué no asesinan al Hegémono?
Se hizo un silencio. Ígur se abandonó a la lógica.
– ¿Por qué no al Emperador? -dijo, de repente convertido en centro de gravísimas miradas.
– Caballero -dijo el iniciador del discurso sobreponiéndose a un coro de toses y frases divagadoras-, yo no quería llegar tan lejos. La Muta pretende el contenido del frutero, y tan lleno como sea posible; ¿qué iba a ganar con dinamitarlo?
– Sólo asesinan Emperadores los locos o los que creen que después los nombrarán a ellos -dijo alguien, y todos rieron.
– Quizá sea lo mismo -dijo Ígur, distendido el ambiente.
– Y, sin embargo -decía el hombre enrojecido, respirando con dificultad-, ¿por qué nos está permitido decir este tipo de cosas en público? ¿Por debilidad del poder? ¿Por ambigüedad? No nos engañemos: el gobernante tiránico es el inseguro; es el que se siente fuerte el que sabe que hay que permitir a ciertos personajes decir ciertas cosas en determinados momentos, que incluso le conviene que las digan, porque no sólo no cuestiona el ejercicio del poder, sino que, por contraste dadas las escasas consecuencias, demuestra la debilidad del adversario y aún los refuerza.
La conversación derivó hacia la moralidad de la Ley Imperial que penaba duramente el pago de los rescates de secuestros de nobles, práctica habitual de La Muta; un dignatario minúsculo ponían en cuestión el célebre emblema moral del Hegémono de que una vida humana es lo más valioso, porque incluso una ley establecía que su valor está por debajo del de un principio político.
– Una vida humana no puede estar por encima de toda consideración desde el momento en que, impidiendo el pago del rescate, se confirma, ¡y se ejecuta!, el precio establecido por los secuestradores por ley y refrendación hegemónica oficial.
Ígur no veía la forma de salir de las viejas historias de facciones: La Muta y los Astreos convienen al gobierno, que mantiene la adversidad hecha a medida; como siempre, pública intransigencia, acuerdos privados.
– ¿Y cómo podría ser, si no? -dijo un anciano con pinta de militar retirado-. Nunca ha salido nada bueno de los discursos amenazadores y retrógrados. ¿Queréis una sociedad estable? Dad motivos a la mayoría para que se vuelva conservadora.
– ¿Se necesitan motivos para volverse conservador? -dijo Ígur-. De pequeño me advirtieron que es ley de vida.
– Joven Caballero -dijo el hombre rojo-, hay distancias que aproximan.
Entonces Ígur miró hacia donde estaba Galatrai, al que había visto hacía unos segundos, y ya no estaba; seguramente acababa de salir, y, dejando a los interlocutores con la palabra en la boca, se fue a toda prisa; alcanzó al Infante en el pasillo, cuando se alejaba a paso ligero.
– Infante Galatrai -le dijo, una vez a su lado-, quedáis detenido en nombre del Imperio; os ruego que no ofrezcáis resistencia. Tengo orden de conduciros al puesto de información más próximo.
El noble lo miró con una amargura inconmensurable, e Ígur se sintió disminuido por su ignorancia sobre aquel hombre de mediana edad y aspecto que revelaba distinción, por no saber, y por tanto ser inferior, las esperanzas y los afanosos pasados que como simple instrumento él truncaba. De repente se le ocurrió cómo le hubiera aliviado que aquel hombre se hubiera rebelado, o que hubiese intentado huir, pero no sucedió nada de eso. Con una tristeza que llevó al límite la incomodidad del Caballero, se dejó llevar.
– Como podéis ver -dijo con una sonrisa crispada-, estoy a vuestra disposición.
En silencio salieron a la calle nevada, y se dirigieron hasta el puesto de información; allí Ígur introdujo el sello en la terminal del cuantificador, y en pocos segundos salió una tarjeta con la respuesta cifrada. Galatrai, presa de gran tensión, se volvió de espaldas, y rutinariamente Ígur leyó:
«Este hombre no debe llegar a ningún otro edificio oficial. Orden de terminarlo inmediatamente.»
El texto pilló a Ígur desprevenido, y tuvo que hacer un esfuerzo de autocontrol esperando el momento en que la víctima se diera la vuelta; de todas formas, el Infante parecía estar pendiente incluso de su respiración. Seguramente, desde el principio ya sabía qué le esperaba.
– Salgamos -dijo Ígur, y se adentraron en unos jardines solitarios.
Debía de estar todo calculado, pensó; sabían que me pondría en contacto desde aquí, y tenían previsto este sitio como escenario ideal. Fue enfureciéndose poco a poco, estrellándose mentalmente en la estrechez de no poder exteriorizar ningún sentimiento. ¿Qué querían, comprometerle? ¿No se les había ocurrido nada más macabro que la sangre para tenerlo bien atado? Ígur había matado en combate, pero era diferente. ¿Por quién le habían tomado, por un Fonóctono? Poco a poco se fue calmando. El asunto tenía toda la pinta de un examen. La Equemitía probaba su fidelidad. ¿O a lo mejor su imbecilidad? ¿Cuál sería el precio de la desobediencia?
– No soy tan ingenuo como para imaginarme que estamos aquí para disfrutar del clima -le interrumpió Galatrai, su voz con una modulación perfectamente controlada, tan sólo delatora de sentimientos extremos por su debilidad-. Os ruego que acabemos cuanto antes.
Ígur le miró a los ojos, lo que no había hecho desde que se había enterado de la orden. De repente le pareció odioso, indigno, una rata de alcantarilla. De rebote, también se lo pareció a sí mismo. ¿No existía dignificación posible?
– Pues yo no soy un asesino de hombres indefensos, así es que os ruego que os defendáis. -Y le ofreció un arma.
– Sé perfectamente quién sois, Caballero Neblí, y las posibilidades que tengo de sobrevivir en un Combate contra vos. -Rió con la mirada enturbiada por la desesperación-. ¿Qué queréis, descargaros de culpa? ¿Una justificación os permitirá dormir más a gusto esta noche? ¿Queréis que os diga que es inútil que me dejéis escapar, porque mañana enviarán a otro? ¿Queréis que intente huir, o, mejor aún, que intente mataros? No, Caballero Neblí, os habéis puesto a la cola del poder y tenéis que tragar la mierda y la sangre que os corresponde. Aún tenéis suerte, ¡os podían haber endosado trabajos peores! Pero no esperéis que yo os ayude a pagar la cuota; yo pongo el pellejo, y vuestra parte es a vos a quien le corresponde ponerla.
Galatrai sudaba, a pesar del frío de aquel maldito mediodía. Ígur se impacientó ante aquellos ojos orgullosos que no le dejaban respirar, que le dañaban más que la indignidad de todos los encargos insultantes del Imperio juntos. ¿Qué se había creído aquel desgraciado? ¿No se había enterado de que a él le daba igual cargar con una culpa, que el único problema era la pura transferencia estética, la traición al propio sueño? De repente se volvió a indignar, se dio cuenta de que era débil, y que todo eran excusas y dilaciones, que si Galatrai se lo hubiese llegado a proponer, él incluso le habría ayudado a huir. Daba lo mismo si Ifact le había elegido la víctima adecuada para ponerlo entre la espada y la pared o si, realmente, toda la especulación pertenecía tan sólo a su delirio y ese hombre desafiante que se agitaba delante suyo era únicamente un criminal a quien sus superiores, que confiaban en él, le habían encargado que enviase donde le correspondía. Sí, debía de ser eso; era extraño que no se hubiera dado cuenta a simple vista de que no era más que un degenerado y un criminal.
– ¡Basta de cháchara! -dijo, y de un solo golpe de espada a dos manos le cortó la cabeza en redondo; saltó hacia atrás para no salpicarse y, una vez el cuerpo hubo resuelto su caída y se hubo asentado en la horizontalidad definitiva, lo arrastró lejos de la evidencia del público y extrajo de él las tres pruebas obligadas para demostrar que el trabajo se había cumplido escrupulosamente.
Aquella tarde, después de la visita de rutina a la Equemitía, en donde se le notificó la formalización de la cita con el Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma para el sábado por la mañana, Ígur fue a la Anagnoría de la Cabeza Profética. Allí fue recibido de inmediato por el Maestro de Ceremonias, un hombrecillo untuoso, de aire afeminado, que se frotaba las manos sin cesar, que le invitó a pasar por la entrada especial, lejos del público.
– Si hubierais anunciado vuestra visita, Caballero Neblí, no se habría producido el lamentable incidente de los funcionarios de la entrada -Ígur intentó excusarlo, pero el Maestro no se dejó interrumpir-, y yo mismo os habría recibido el primer día. No sé si el motivo del honor que nos dispensa la presencia del más joven Caballero de Capilla, y uno de los más brillantes, es de orden técnico o consultivo, pero en cualquier caso acabo de dar orden de bloquear los accesos a la Cabeza Profética, que está a vuestra disposición por tanto tiempo como os sea preciso.
Le hizo pasar a una salita.
– Estoy en trámites para iniciar una Entrada al Laberinto, y me interesa todo lo que en el orden técnico me pueda ser de utilidad.
El Maestro de Ceremonias lo miró con una sonrisa, mezcla de adulador y máscara de una intensa concentración.
– ¿Puedo preguntaros quién es vuestro Príncipe Epónimo?
– Estamos en proceso de negociación -mintió Ígur, vacilando, y el otro levantó las cejas con escepticismo-, muy avanzado.
– ¿Quién os asesora en el aspecto técnico? -dijo el Maestro con aires de no merecer la pena continuar la conversación sobre el Laberinto si la respuesta volvía a ser negativa.
– Kim Debrel.
Ígur se sintió de repente examinado, y en falso. Encontró débiles sus aspiraciones, improvisadas o con una base poco seria o fundamentada. El Maestro parecía afectado por la revelación de aquel nombre, pero Ígur no conseguía adivinar si positivamente.
– Mucho me temo -se destapó finalmente el dignatario- que en el aspecto técnico no pueda enseñaros nada que no podáis aprender al menos tan bien al lado de Debrel. Creo que lo más útil -la mirada se le iluminó de repente- es que le hagáis una consulta a la Cabeza.
Ígur se sobresaltó… No tenía ninguna intención de entrar en ese juego bárbaro y atávico, materia de analfabetos y bromistas.
– No creo que tenga un interés en concreto…
– Para vos, la consulta es gratuita -inmediatamente extendió las manos en señal de excusa-; ya sé que no es ésa la cuestión, pero la Apotropía, ¿entendéis?, estaría muy honrada si le aceptaseis una admonición como obsequio. -Y, viendo la cara de Ígur-: ¿Tampoco? Qué se le va a hacer, supongo que por lo menos querréis verla. -Sonrió, y bajando el tono de voz-: Nunca se sabe qué sorpresas puede deparar el interior de un Laberinto…
Ígur accedió (¿qué, si no, había ido a hacer allí?), y el Maestro le hizo pasar por un corredor transparente y con una iluminación violentamente blanca, como la de un hospital; todo, en realidad, tenía en el interior de ese edificio el aire malsano de un hospital sagrado y terminal. La sala de la Cabeza Profética era un volumen de planta hexagonal y altura igual a una quinta parte del diámetro de la circunferencia circunscrita, lo que significaba cinco metros en los ángulos, medida que se reducía a tres en el centro, ocupado por la Cabeza de Turudia encima de un pequeño podio, coincidente con una depresión casetonada del techo que ocupaban los diferentes aparatos de iluminación y acondicionamiento, y de donde colgaba la campana de cristal que protegía el insólito objeto. Ígur y el Maestro entraron por las escaleras del subterráneo (las paredes no tenían aberturas), por un ángulo que correspondía a la nuca de la Cabeza, de forma que la primera visión fue posterior, y, por tanto, no excesivamente brusca. El espacio se rodeaba de los corredores periféricos para el público, vacíos en ese momento. Al lado de la Cabeza de Frima, dos técnicos con batas blancas se ocupaban de vigilar las constantes y las emanaciones proféticas, en apariencia ajenos a los movimientos de los consultantes; los aparatos de acondicionamiento emitían un grave ronquido de fondo, casi inaudible, y se percibía un olor difícil de situar entre los animales, vegetales y minerales, y del todo imposible de describir, pero ante el cual el visitante primerizo pasaba de la intimidación a la inquietud, y acababa en horrorizada renuncia a perseverar en su intento de clasificación; además, cuando se había llegado hasta ahí era inútil hacer nada, porque se estaba totalmente impregnado de él.
A medida que daban la vuelta para situarse de cara, una vertiginosa incertidumbre inundó la voluntad de Ígur Neblí. La Cabeza Profética parecía menor que una cabeza normal, quizá por efecto del aislamiento y la distancia, quizá por la falta de pelo, y la imagen intemporal de la base criminal de las filosofías se impuso por encima de cualquier pensamiento, acompañada de forma creciente por una excitación difícilmente situable en relaciones de causa y efecto. La costumbre y los antecedentes han cargado la decapitación de una agitación sexual irreversible y salvaje, y pocos, ante la belleza sin esperanza de la Gran Cabeza Profética, podían apagar su aceleración. De repente, el recuerdo de Galatrai, el más reciente decapitado, se le impuso con un sobresalto retrospectivo de revelación, y a la sensualidad anterior se sumó la de una naturaleza pujante, la del goteo de la sangre en la nieve virgen, el surco por fusión, de levísimo vapor de origen humoral, la barbarie apestosa de la disolución del alma, de la soledad contemplada desde la más implacable univocidad.
– Dominio de Aidoneo -dijo uno de los Guardianes de bata blanca.
– Como podéis ver, ahora descansa -dijo el Maestro.
Ígur había preferido mirar la estancia durante el trayecto, para reservarse la visión de la Cabeza cuando la tuviera de cara; en ese momento la miró de frente. La Cabeza estaba cortada a la altura de la barbilla, y tenía un sospechoso color rosado, uniforme y opaco. A Ígur le pareció que perfectamente podía ser de plástico; pero, quizá producto del ambiente, algo de horror sagrado habían conseguido que la rodeara. Cuando con más indiferente racionalidad la estaba contemplando, porque aquellas facciones le recordaban a alguien y no conseguía descubrir a quién, la Cabeza abrió los ojos de par en par con violencia. Ígur sintió un vuelco en el pecho y en el estómago.
– Señor -dijo uno de los Guardianes al Maestro-, la cinta graba.
– Fijaos, Caballero -dijo el dignatario.
Los ojos y los labios de la Cabeza se movían con gran lentitud, y emitían un sonido apagado que recordaba malignamente un zumbido de abejas silabeado. Ígur se sentía preso de una parálisis dulce y pegajosa, que empezaba por las rodillas y acababa por el habla. La apoderada racionalidad combatía furiosamente en su interior, pero no sabía contra qué.
– ¿Qué es eso? -dijo Ígur, incrédulo y afectado a la vez.
– No hace falta que luchéis -dijo el Maestro con benevolencia-. ¿Dominio de Aidoneo, habéis dicho? -se dirigió a los empleados-: Hacedme una copia cuando esté, y antes limpiadla -y, de nuevo a Ígur-: no tenéis que explicaros nada que os cuestione, Caballero. La profecía es una dimensión moral; no una superstición en el sentido de transferencia de la conciencia ni, por lo tanto, irresponsabilidad del pensamiento, sino mayéutica del estado de cuestión del yo; la Profecía científica llega a donde nunca soñó llegar el psicoanálisis; no es revisión exterior del futuro, sino estado de cuentas de tu presente. ¿Porque qué es el tiempo, sino intención?
– El tiempo es la muerte -exclamó Ígur.
– Sois un sentimental. Caballero, y exageráis injustamente; el tiempo es la vida, y ahora no me vengáis con que la vida es la muerte. -Miraron a la Cabeza Profética, que cerraba los ojos con una lentitud constante e inhumana que recordaba la puesta de un astro. Eso es lo terrible de la vida, pensó Ígur; creer que es otra cosa, y redescubrir cada día que no hay nada más que lo mismo. Uno de los Guardianes le llevó al Maestro un papel en una bandeja-. Veamos qué tenemos aquí -dijo, y lo leyó; después se lo pasó a Ígur con una cierta ceremonia que no suavizaba una sonrisa amable-: Es para vos, si queréis concedernos el honor de aceptarlo como nuestra contribución a la gesta de la Entrada al Laberinto.
Ígur no podía rehusar, y lo cogió con una inclinación, a la que correspondió el Maestro cuando tuvo libres las manos. Se trataba de un poema, o de cuatro líneas dispuestas como tal:
Más NO EL leopardo cabalgado es regalo,
Que UNo de los Dos, de los Tres con la PROcura,
Que allí do arribéis, divisa para TU presente
AL OSo vencerás, Al BlanCO cuerpo deSNUdo.
La Cabeza parecía perfectamente dormida, pero Ígur creyó adivinar en sus labios la brasa de una burla.
– Pero yo no he preguntado nada -adujo.
– La Cabeza es soberana de sus prerrogativas -dijo el Maestro-, y tan pronto puede no responder a quien le pregunta, como dirigirse a quien cree que no tiene nada por descubrir.
Acompañó a Ígur a la salida, y le despidió con toda suerte de buenos deseos y ofrecimientos, así como una invitación formal a volver.
En su casa aquella tarde, Ígur recibió notificación de Debrel de que la decodificación había dado resultado, y una invitación para el día siguiente a la hora que quisiera. Más tarde, a través del Cuantificador del sello, que tenía obligación de tener conectado cuando estaba en casa, recibió una alerta de disponibilidad de la Equemitía; cuando pidió ampliación de datos, se le dijo lacónicamente que, en caso de abandonar la residencia, mantuviera abierto el sello.
Buscó información en los informativos, y no tuvo que esperar mucho, porque la noticia había puesto en estado de alerta a todo el Imperio: el Príncipe Nemglour acababa de morir, y la lucha por el poder estaba abierta.