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A la mañana siguiente, Ígur se presentó en casa de Debrel, y lo encontró en compañía de Silamo, enfrascados en el trabajo; una vez más, faltaban Guipria y Sadó. Ígur empezó por comentar la nueva situación una vez desaparecido el Príncipe Nemglour, pero Debrel parecía más interesado en otros asuntos, y pidió que le relatara los acontecimientos de los dos días anteriores; a Ígur le sorprendió el grave silencio de Debrel al escucharlo, en contraste con la gracia que la vez anterior le había hecho el ataque de los Fonóctonos. Acabó por hacer una alusión casual al poema Profetice, y Debrel y su discípulo levantaron la cabeza como ante un factor vital.
– ¿Lo tienes aquí? -preguntó Silamo.
– Por supuesto -dijo Ígur, y se lo mostró; prácticamente se lo arrebataron de las manos; él también lo volvió a leer, sorprendido ante el calibre del interés mostrado y, tal vez por no saber muy bien qué decir, intentó ironizar-. No conocía vuestra afición a las disciplinas oraculares.
Debrel sonrió por primera vez, sin retirar la mirada del papel.
– Una observación que no honra a tu inteligencia, y una actitud que debes corregir con urgencia si quieres conservar la vida. -Silamo rió, y Debrel miró a Ígur fijamente a los ojos-. No, joven Caballero, soy uno de esos podridos numeristas que hay que lograr que se extingan, y no creo en las virtudes proféticas de ese dudoso trozo de gelatina regenerada; pero la disciplina oracular, como tú la llamas, se ejerce en la recepción y la interpretación del fenómeno, por más dudoso que sea el fenómeno intrínsecamente, y el Cuantificador de la Anagnoría de la Cabeza Profética está conectado con la red cuantificadora central del Imperio. Este papel, dependiendo de en qué bando juegue el Anágnor, es o bien un regalo inapreciable, o bien una trampa mortal.
Debrel lo copió a mano antes de devolvérselo, Ígur lo releyó dos o tres veces, sin atreverse a reconocer su más absoluta incomprensión del contenido.
– Naturalmente -intervino Silamo-, ahora no nos dice nada, y seguro que incluso cuando tengamos algún indicio a la luz de otros elementos, se necesitará un desciframiento exhaustivo.
– Guárdalo bien -dijo Debrel-, más adelante nos puede resultar muy útil; ahora ocupémonos de acabar esta decodificación; pero antes, Silamo te explicará qué hemos descubierto hasta ahora.
Y mientras Debrel continuaba trazando en los papeles, el discípulo le mostró otros a Ígur.
– Como puedes ver, la cinta de la segunda decodificación ha llenado mucho material -dijo Silamo-, y el programa no ha localizado más que un punto coherente, que corresponde una vez más al alfabeto griego; es una frase, quizá un título: '
– Para llegar a Arktofilax no se precisaba tanto trabajo -se desilusionó Ígur, pero Silamo lo atajó con un gesto.
– Como dice el Maestro -Ígur supuso que se refería a Debrel-, los Códigos son enrevesados y acostumbran utilizar el autorretorno en donde menos se espera. Es posible que nos remita al Entrador de Bracaberbría, pero fíjate que 'Sobre Arktofilax' no es la única traducción de o, en todo caso, habría que adentrarse también en el sentido profundo de la palabra traducida. o 'sobre', tiene tanto el sentido de 'tratado sobre tal materia o tal concepto', como el digresor, hasta en el aspecto físico, es decir 'Acerca de', o 'Encima de'.
– ¿Piensas quizá en el nombre antiguo de la constelación del Boyero?
Debrel y Silamo se miraron, y el discípulo prosiguió.
– No hay que dejar de tenerlo presente pero, aparte de esa opción, hemos considerado que 'sobre' es recurrente, y a su vez indica que hay que dirigirse a la palabra Arktofilax, o a la misma frase 'Sobre Arktofilax'; fíjate que la se mantiene en el decimocuarto lugar del número de letras del conjunto de la frase; si revisamos los antecedentes, me refiero a la jurisprudencia decodificadora, nos encontraremos con una clara confirmación de la hipótesis. La palabra Arktofilax contiene en sí misma diez letras, y si capiculamos la diferencia o, más sencillo y con igual resultado, numeramos la frase, la letra que ocupa el décimo lugar es la que ocupa el sexto en la palabra, la No parece que la coincidencia del 6 y la , letra bastante resonante y literada, sea casual. El Maestro ha optado por la correspondencia 6 lugares, y en ese caso considerar ya el retorno, es decir, procesar el resultado de los números, no el de los alfabetos, porque el listado de números obtenido puede considerarse el código original decodificado.
– ¿Y entonces qué? -dijo Ígur impaciente.
– Ahora sólo hay que descubrir su naturaleza, identificar la referencia. A las ocho de la mañana hemos introducido el listado en el Cuantificador, con los programas adecuados, y esperamos el resultado de un momento a otro.
– El programa -intervino Debrel, apartando la silla de la mesa repasa metódicamente todas las posibilidades: desde fechas históricas hasta pesos específicos de elementos, cuentas bancarias, matrículas de documentos, páginas de diccionarios, etcétera -rió-; no te quiero engañar, si hay suerte lo conseguiremos, pero si no, pueden pasar meses.
– ¿Y si hemos equivocado el camino? Quiero decir, y no os lo toméis a mal, ¿estáis seguros de que ese último desfase de seis lugares es el adecuado? -Debrel se encogió de hombros-. ¿En qué sentido lo habéis aplicado?
– En los dos -dijo Silamo sin vacilación-, así no habrá posibilidad de error.
– De acuerdo con el mecanismo -dijo Debrel-, sería lógico el sentido retrógrado, es decir, los números seis lugares atrás de las letras, pero hay veces en que la metacodificación tiene un mecanismo de autodisyuntiva que introduce trampas de ese tipo, como una protección más y, aunque dupliquemos tiempo y esfuerzo, vale la pena no arriesgarse a tener que repetirlo todo.
El Cuantificador emitió un leve timbre intermitente, y en la pantalla apareció un marco rojo también intermitente. Los tres se miraron, y Debrel se adelantó.
– Ha habido suerte -dijo con flema; los otros dos esperaban sus observaciones, y Silamo, más impaciente, se acercó a la pantalla; Ígur se sumó, y no vio más que una nueva colección de números con signos positivos y negativos, ordenados en columnas; Debrel habló con rapidez-. Son coordenadas astrales, en ascensiones rectas y declinaciones -tecleó otro programa-; veamos a qué corresponden; fijaos -dijo de inmediato-, la primera localización está repetida.
El Cuantificador emitió un listado numerado de nombres de estrellas, y Debrel imprimió tres copias.
1 – Capela
1 – Capela
2 – Arcturus
3 – Thuban
4 – Polar
5 – Aldebarán
6 – Spica
7 – Regulus
8 – Algol
9 – Castor
10 – Acrux
11 – Betelgeuse
12 – Procyon
13 – Canopus
14 – Sirius
15 – Achernar
16 – Rigel
17 – Deneb
18 – Polideuces
19 – Hamal
20 – Antares
21 – Vindemiatrix
22 – Altair
23 – Vega
24 – Alcyone
25 – Mizar
26 – Fomalhaut
27 – Dubhe.
Silamo se echó las manos a la cabeza.
– Aquí hay más de medio cielo.
– No te pongas nervioso -dijo Debrel- que ése es el primer objetivo de los codificadores. Como no tenemos nada más, hemos de volver atrás.
El geómetra manipuló el Cuantificador, y dispuso las estrellas en círculo, después las hizo corresponder en simetría, la primera con la última, la segunda con la penúltima, y así hasta la decimotercera con la decimocuarta, y les hizo observar cómo las coincidencias indicaban la bondad de la disposición, en especial de la curiosa repetición inicial: Mizar y Arcturus, la osa y su guardián; Spica y Vindemiatrix, las dos agrícolas; Regulus y Antares, los habitantes del Desierto; Algol y Hamal, los dos cráneos (atención, remarcó Debrel, aquí puede entrar la Cabeza Profética); Castor y Polideuces, los didimoi; Acrux y Deneb, las dos cruces; Betelgeuse y Rigel, las dos de Orion; finalmente las cuatro centrales se podían, según Debrel, considerar dentro del célebre misterio del piloto del barco que entra por la desembocadura del río, en compañía de sus dos perros, con Canopus y Sirius, las dos estrellas más brillantes, en el centro de la serie. Contemplaron en silencio los listados, y surgieron nuevas asociaciones, por ejemplo la ubicación en torno a las dos agrícolas de los cuatro emblemas cardinales: Aldebarán, Regulus, Antares y Altair, con la curiosa transposición del ángel en escorpión caído.
– Thuban es una ex polar, y tiene por vecina a la actual -dijo Silamo-, y también a las dos águilas. Vega, la que se precipita, y la que vuela, Altair, están a su lado.
– Excelente observación -dijo Debrel-; y fíjate que lo cierto es que Vega es también una futura polar, así es que si la asociamos a la actual, nos queda libre el enfrentamiento Thuban-Altair: el Águila en vuelo contra el Dragón, por lo tanto, la mirada solar del espíritu sobre el Guardián del Laberinto.
– Cuya naturaleza se desvela a partir de saber con certeza que el Dragón es su Guardián.
– No corramos -dijo Debrel-, pensad que también tenemos a los Perros y al Toro.
– ¿Puede tratarse de un Laberinto Total? -dijo Silamo con inquietud.
– Por ser el último, no estaría mal -rió-; desentrañarlo sería la culminación de nuestra carrera, ¿no te parece?
Ígur empezaba a sentirse excluido de la búsqueda y, además, el camino empezaba a parecerle un ciempiés de incontrolable proclividad a ramificarse.
– ¿No se os ha ocurrido -dijo- que si hay que ocuparse de todas las posibilidades, en la práctica el Laberinto resulta indescifrable?
– En parte tienes razón -dijo Debrel-, pero no en el concepto; pretender construir un Laberinto indescifrable es por principio imposible, porque no hay camino de pensamiento ideado por una mente que otra no pueda reconstruir; se trata, pues, de idearlo tan complicado, y complicación puede querer decir diversificación de elecciones, que el tiempo de resolución sea tan largo como para quedar excluido del que en una vida se considera esfuerzo y dedicación razonables, considerando que, por la propia naturaleza consecutiva del discurso deductivo, sea imposible repartirlo entre los suficientes investigadores como para reducir sustancialmente la duración, y que tampoco resuelva nada el simple procedimiento de librarlo al Cuantificador, porque la profusión de respuestas alternativas dadas, sin preferencia de selección o con preferencias engañosas, nos devuelva por posibilidades de elección al punto inicial.
– En ese caso, si es sólo una cuestión de tiempo -dijo Ígur-, y el tiempo excede el razonable, ¿cuál es la solución?
– La solución -dijo Debrel- es el conocimiento profundo de la tradición que todo el mundo se afana tanto en destruir.
– Pero si los procesos deductivos están llenos de engaños, ¿qué valor tiene el conocimiento? -preguntó Ígur.
– Eso que tú llamas engaños no son más que las últimas sutilezas de la tradición.
– ¿La Ley del Laberinto es un tratado de costumbres? -dijo Ígur, y Debrel, lejos de sentirse provocado, se rió.
– Sí, en cierta forma, si quieres llamarlo así…
Silamo se había apartado de la conversación para continuar especulando sobre los datos, y aprovechó el último silencio para intervenir.
– Maestro, he pensado que la repetición inicial de Capela necesariamente ha de contener una clave esencial.
– Bien pensado, Silamo, estoy totalmente de acuerdo. Veamos, Capela es la alfa de la Auriga, y Aur, emblema de la constelación, se reduce a Au, signo del Oro; la asociación del oro con una serie nos conduce a la serie áurica, confirmada en este caso por la repetición del primer elemento, porque tratándose de elementos, por lo tanto de la correspondencia con los números naturales, habrá que asimilarla a la serie aditiva de Fibonacci; veamos: uno, uno, dos, tres, cinco, ocho, trece, veintiuno, treinta y cuatro… no, el treinta y cuatro ya no entra, porque la última estrella es la veintisiete, la veintiocho si contamos la repetición. ¿Qué tenemos?
Silamo marcó las estrellas de la serie.
– Capela dos veces, Arcturus, Thuban, Aldebarán, Algol, Canopus y Vindemiatrix.
– Por lo tanto -prosiguió Debrel-, siete estrellas; veamos, puesto que el mecanismo áurico ha servido para obtenerlas, repitámoslo en la serie resultante. ¿Qué tenemos? Señala también el ordinal contando el desdoblamiento de Capela, es decir, veintiocho estrellas.
Silamo dispuso las agrupaciones al margen, y también la doble acotación indicada por Debrel.
– Es curioso -dijo Silamo-, la numeración correspondiente a veintiocho estrellas, que aumenta en una cifra la anterior, produce coincidencias notables con las cifras que hemos manipulado hasta ahora: el 22 de Vindemiatrix, el 14 de Canopus, el 9 del Algol, el 6 de Aldebarán; son todas cifras de los pasos anteriores. Veamos, el problema ahora radica en si hay que quedarse con las siete estrellas o aún se tiene que eliminar una más.
– ¿Podría ser que el desdoblamiento de Capela fuera un indicativo de eliminación? -preguntó Ígur, y Debrel asintió.
– Y que el desdoblamiento de la en el lugar decimocuarto fuera la eliminación del 7, que es su mitad. Fijaos que la reaplicación de la serie aditiva a las estrellas seleccionadas nos lleva a un nuevo desdoblamiento del 1, que ya no es Capela solamente, sino también Arcturus.
– Tari sólo es preciso otro indicativo del 6 para eliminar Capela -dijo Silamo-. Además, las eliminaciones del 7 y del 28 están asociadas: 7 X 4 = 28, y, por contra, 9 X 3 = 27.
– Ya lo tengo -dijo Debrel-, esta juventud, siempre tan lenta de reflejos -rió mirando a Ígur-; volvamos a Arktofilax: tiene diez letras, y la que ocupa el sexto lugar es , emblema del número de oro; si aplicamos la sección áurea a la propia palabra Arktofilax, es decir, 'sobre' Arktofilax, 10/, tomando =1,618 obtenemos 6,18 y, por aproximación, el lugar que ocupa la letra. Por lo tanto cerramos el círculo, y se confirma que 6 es el número de estrellas a considerar.
– Muy bien -dijo Ígur-, pero ¿cómo sabemos que hay que eliminar Capela y no Vindemiatrix?
Debrel se rió; Ígur miró a Silamo, y el gesto de su cara le consoló de que sus conocimientos en ese punto no le permitieran compartir el sentido del humor del Maestro.
– '' también quiere decir más allá de Arktofilax, que, no lo olvidemos, es la constelación que contiene a Arcturus, y por lo tanto indica escoger lo que va después y eliminar lo que hay antes, es decir, Capela.
Ígur se hizo el firme propósito de leer la Ley del Laberinto tan pronto como le fuera posible; los criterios de selección le parecían de una arbitrariedad escandalosa, y no entendía en qué se basaban para decidir si una reiteración o una coincidencia servían para descartar una solución o para darla por válida.
– ¿Y ahora qué? -preguntó.
– Ahora hay dos cosas que hacer: primero, no perder de vista la serie de las veintisiete iniciales, porque aún pueden ayudar a resolver alguna duda, y segundo, centrarnos en los seis que hemos encontrado: el Uno, los Dos y los Tres: veamos -dijo a Silamo- qué nos puedes decir.
– Empecemos por los Dos -dijo Silamo-, Thuban y Aldebarán, las alfas de las constelaciones del Dragón y del Toro, emblemas claramente laberínticos, en cierta manera enfrentados y por otra parte complementarios: el Dragón pertenece al Protocolo de Heracles como Guardián de las manzanas de oro, o al de Jasón como Guardián del vellocino de oro; Guardián de oro en cualquier caso. El Toro pertenece al Protocolo de Teseo, y por lo tanto indica claramente su protección del centro del Laberinto, y en cierta manera representa el peligro de la resolución final, así como el Dragón, sin dejar de ser a su vez una gran amenaza, protege la Entrada y es, por lo tanto, un obstáculo más específico. -Debrel asintió con un gesto que no le comprometía a ninguna aprobación clara, y Silamo continuó-: Algol, Canopus y Vindemiatrix me parecen indudables emblemas del fuego, del agua y de la tierra, y los adscribiría, por lo tanto, a los Protocolos de Perseo como Cabeza de la Medusa, del Nilo como piloto del barco de Menelao, y de Afrodita, que no era otra la virgen del Zodíaco, aunque la asociación con las cosechas la haya identificado con Deméter o incluso con Perséfone; un factor a no desestimar es el nombre clásico de la constelación, Astrea, a quien advocan los Astreos como todos sabemos, y donde se podría encontrar una fuente ciertamente inquietante.
– Creo que con los datos de que disponemos es prematuro buscar conexiones de ese tipo -le interrumpió Debrel.
– En cualquier caso, los Tres corresponden a tres estratos diferentes de la resolución del Laberinto -concluyó Silamo.
– No lo entiendo -dijo Ígur-; ¿no habíamos quedado en que los Dos se refieren a la Entrada y a la Resolución? ¿Dónde se sitúan, entonces, los Tres?
Silamo iba a explicarse, pero Debrel le indicó con un gesto que se quería ocupar él mismo.
– Las tres divisiones entre el Uno, los Dos y los Tres responden a estratificaciones conceptuales, o categorías de pensamiento, sobre el Laberinto. Los Dos cumplen claramente una función de puente, y así, el Toro se aplica al nudo del Laberinto, es decir a los Tres, y el Dragón, como animal metafísico, indica la resolución de la Entrada, ya completamente en el terreno mental de las intenciones, pero a partir de ahí también representa el Laberinto en conjunto, y en concreto se aplica al Uno, que es Arcturus. Atención, porque el verdadero obstáculo del Laberinto es Arcturus: el Único, el Vigilante de la Osa inmóvil, y del concurso de los Dos y de los Tres resultará la manera de vencerlo.
Silamo cogió el poema de la Cabeza Profética.
– El último verso dice: '¡Al oso vencerás, al blanco cuerpo desnudo!'
Debrel se echó a reír.
– Queda mucho por decir, pero me parece que por hoy más vale que lo dejemos. Las seis estrellas proporcionan un abanico inconmensurable de claves en lo que respecta al interior del Laberinto, pero os recuerdo que aún no nos han resuelto la Entrada. Creo que ahora lo más importante es avanzar en los pasos siguientes.
– ¿Localizar a Arktofilax? -preguntó Ígur.
– Ya me estoy ocupando, y Arktofilax será difícil de encontrar; de momento parece que nadie sabe nada; en cualquier caso, resolveríamos poca cosa teniéndolo aquí, porque él es en esencia un hombre de acción, y la digresión teórica intelectual le pone nervioso -se detuvo y sonrió-; claro que con el tiempo puede haber cambiado. -Se dirigió a Ígur-: ¿Cuándo vas a ver al Secretario de Bruijma?
– El sábado por la mañana.
– Perfecto. Una vez hayáis llegado a un trato, haz que te consiga una autorización para visitar el Atrio del Laberinto; nos la traes, y que vaya Silamo, que conoce los mecanismos y sabe en qué se tiene que fijar para descubrir los adecuados esta vez. Además, a partir de ahora conviene que te concentres en las cuestiones estratégicas y nos dejes las técnicas a nosotros, y así te ahorrarás quebraderos de cabeza conceptuales.
Ígur se levantó resignado a no ver a Sadó. Silamo lo acompañó abajo, y por el camino se le ocurrió que era sospechosa la facilidad no tan sólo con la que resolvían los problemas técnicos, sino sobre todo cómo obtenían facilidades de las instituciones. Se lo comentó a Silamo, pensando en una cosa, y el discípulo del geómetra lo interpretó referido a otra.
– No te engañes -dijo, en el umbral de la puerta-, la suerte ha sido trabajar con el Maestro: él tiene una prioridad de programas que no ha conseguido depurar nadie más, en manos de otro aún estaríamos en la primera decodificación. Pero no te hagas demasiadas ilusiones en cuanto a las facilidades iniciales, ya conoces el refrán: Quien mucho corre, pronto se para.
El sábado por la mañana Ígur hizo dos horas de antesala en el vestíbulo del despacho del Secretario de Relaciones Exteriores del Príncipe Bruijma. Cuando, finalmente, fue recibido, la excusa que pronunció el Secretario tenía el tono rutinario de la frase hecha sin la menor intención de que el interlocutor se la crea, pero con la violenta seguridad de que no tendrá más remedio que tragársela. Ígur sintió las mieles de la ira agitando sus intenciones. Pensó que algo así nunca se habrían atrevido a hacérselo a Arktofilax, y estuvo tentado de soltar un exabrupto y desaparecer.
– Vos diréis el motivo de vuestra visita -concluyó el Secretario, un tal Pauli Francis; Ígur optó por atenerse a las formas establecidas, va que eso era lo que parecía exigírsele.
– De acuerdo con la Euménide Equemitía de Recursos Primordiales, y con la benevolencia de la Capilla del Emperador, hemos tenido la osadía de iniciar gestiones para informar y practicar la Entrada a la Falera, y de acuerdo con los usos y la tradición consagrados por la devoción a las más nobles iluminaciones del Imperio, y con todo el respeto, humildad y sumisión, tengo el honor de solicitar a este Excelentísimo Secretario el favor de las diligencias para la bendición eponímica del suyo, que es también el nuestro, Príncipe magnánimo y nobilísimo.
La expresión impenetrable de Francis dio a entender a Ígur que quizás no se había sobrepasado con la retórica, y con cierto espanto se imaginó las consecuencias de un defecto en la apreciación en la que, para recrearse, había imaginado exceso; eso redobló su furia, y se sintió ridículo: la ferocidad disfrazada de sumisión ante una estatua de piedra.
– El momento es difícil y complicado -dijo el Secretario-, y hay que meditar cada paso con atención y detenimiento. ¿Puedo saber de qué asesoría técnica disponéis?
Ígur se asustó. ¿Qué pasa, pensó, tan ocupados estáis conspirando para ocupar el sitio de Nemglour que no os queda ni un hueco para otra decisión?
– El geómetra Debrel tiene la bondad de ocuparse de ello -dijo, en el mismo tono.
Francis continuaba inmutable. Era un hombre de unos sesenta años, frente alta, pelo escaso y canoso, de figura imponente y fisonomía helada.
– Nos os puedo responder en este momento, Caballero -ni te has dignado a aprender mi nombre, pensó Ígur, y si lo has hecho, lo desprecias-; las gestiones son diversas, y no sería conveniente entrar ahora en un conflicto de intereses. Sin embargo, podéis contar con que vuestra petición será atentamente considerada, y que nos pondremos en contacto tan pronto como hayamos llegado a una conclusión; entre tanto, si existe alguna otra cosa que pueda hacer por vos, tendré mucho gusto en complaceros.
– Podríais, y os lo agradecería mucho -dijo Ígur-; necesitaremos una autorización para acceder al Atrio del Laberinto. -El Secretario enarcó las cejas, Ígur, viéndose encima una negativa, reprimió sus ganas de maldecirlo y, sintiéndose liberado de formalismos por tal posibilidad, continuó-. Comprendo que pongáis en reserva la petición de un desconocido, sin perjuicio de vuestros intereses y compromisos, pero os ruego que os hagáis cargo de que estamos en un momento en que nos es indispensable el estudio del Atrio para progresar en las investigaciones, y si no conseguimos el acceso no podré ofreceros mucho más de lo que dispongo ahora -la mirada de Francis había alcanzado un distanciamiento insultante, e Ígur hizo el último esfuerzo-; si el problema es comprometer el nombre del Príncipe, se puede buscar una solución transactiva; como la persona que entrará no seré yo, se podría encontrar una fórmula al margen de la burocracia.
El Secretario revolvió papeles con su expresión más agria, y consultó el Cuantificador, sin prisas y sin una sola palabra. Ígur inhaló los vapores del poder con más intensidad que nunca desde su llegada a Gorhgró; ni tan siquiera la cátedra vacía de la Capilla del Emperador le había producido semejante ahogo de excesos en juego.
– ¿Quién será la persona destinada a observar el Atrio? -preguntó Francis.
– El estudiante Silamo Aumdi, discípulo del geómetra Debrel.
– Muy bien -sentenció el Secretario-, el veintiuno de Marzo a las siete de la mañana dispondrá de veinticinco minutos en el transcurso de una inspección sanitaria de rutina a cargo del Conde Barclí. -Ígur iba a agradecer la deferencia pero Pauli Francis llamó a su secretario y le hizo un gesto con la mano-. Nos mantendremos en contacto. Caballero. Podéis retiraos.
Ígur se levantó brutalizando al máximo la marcialidad, y se fue.
Pasado el mediodía, Ígur se presentó en casa de Debrel, y lo halló en compañía de Guipria y Sadó; Silamo, en cambio, no estaba; fue invitado a tomar infusiones y licores, y desplegó un relato colorista y sin ahorrarse ninguno de los adjetivos que le merecía la actitud del dignatario, que fue coreado con comentarios no menos jocosos de las mujeres y el silencio discreto de Debrel.
– Yo diría que si no se presenta ningún imprevisto, la cosa está hecha -dijo Guipria.
– En donde nos movemos, todo son imprevistos -dijo Debrel, y se dirigió a Ígur, que no había estado pendiente de nadie más que de él-; no ocurre nada que no haya tomado en consideración, no te desanimes; ahora bien, hasta al veintiuno de Marzo falta demasiado tiempo para quedarnos de brazos cruzados. Lo aprovecharemos para que tú y Silamo viajéis a Bracaberbría, a visitar el Laberinto y a establecer algunos contactos. Lo prepararé para que salgáis mañana mismo.
– Que vayan a ver a Ali Erastre -dijo Guipria, y Debrel se impacientó.
– Es en lo primero que había pensado -y, a Ígur-: Erastre fue el técnico de la Entrada a Bracaberbría, esperemos que no se haya hecho tan viejo que haya perdido el norte; intentaré comunicarme con él y veré si os puede alojar -soltó una risa triste-; Bracaberbría es un lugar complicado para quedarse.
Guipria sonrió a Ígur.
– Te gustará Erastre, pero ten cuidado con los argumentos -rió-, ¡es un determinista tecnológico!
La conversación derivó hacia la situación abierta con la muerte de Nemglour, al que la siempre malintencionada Guipria mostró la convicción de que se había dado un ligero empujón hacia el traspaso, y a las posibilidades de Simbri y Bruijma después de la provisionalidad de Togryoldus, que nadie dudaba de que se acabaría más deprisa de lo conveniente para que los dos más jóvenes limasen diferencias. En cualquier caso, el equilibrio entre Bruijma y Simbri era suficiente para no tener que sufrir en caso de que finalmente fuera Simbri quien se situase en la cumbre.
– Quién sabe, el Laberinto podría inclinar la balanza -dijo Sadó interviniendo por fin, con sus ojos puestos en los de Ígur, y él hizo un esfuerzo por encontrar defectos en la figura y apartarse así de la aceleración emocional que le producía la joven cuñada, que parecía mejor dispuesta que otros días. Se le ocurrió la posibilidad real de ellos dos, y la conversación se esfumó de repente para él; Debrel y Guipria lo debieron de notar, porque intercambiaron miradas irónicas.
Ígur informó de que tenía trabajo con más brusquedad de la necesaria y, desde luego, de la deseable si se pretendía discreto, y se encaminó a la puerta. Le acompañó Debrel, recordándole que no se verían hasta que él y Silamo volviesen de Bracaberbría, y ofreciéndole una muestra de elegancia al limitar el mutis a los buenos deseos, sin aderezarlos, como Ígur temía, con recomendaciones severas y cargantes advertencias seniles.
A continuación, Ígur fue a la Equemitía a hablar con Ifact, y sufrió su segunda sesión del día de escollos administrativos; en este caso estaba obligado a fluctuar entre el compromiso formal y la cortesía de una laxitud difuminada, y su falta de experiencia lo alejaba por igual del valor, entendido como conjunto de recursos formales, necesario para notificar una decisión, y del trámite de solicitar un permiso, porque, en cualquier caso, era imposible pasar dos semanas en Bracaberbría sin notificarlo. Ifact estaba de buen humor y se lo puso fácil, incluso con el alivio de un encargo adicional, que, afortunadamente, no consistía en hacer daño a nadie; tan sólo se trataba de una gestión diplomática que no le pareció difícil. El Secretario de la Equemitía se interesó por los progresos del Laberinto, e Ígur le respondió sin mala gana a todo lo que le preguntó. Después, hacía días que lo esperaba con impaciencia, se dirigió al Palacio Conti, a ver el anunciado espectáculo preparado en colaboración con la Apotropía General de Juegos del Imperio.
Ígur llegó demasiado pronto a casa de Madame Conti y, cuando la camarera habitual, la del primer día, le acompañó al Salón central, lo encontraron perfectamente desierto y, aunque la iluminación era menos de la mitad, sin humo ni público parecía más claro, y le impuso un poco. Se dio cuenta de que lo había ansiado demasiado como para que la felicidad no le escondiese alguna trampa, y que todo, cargado de expectativas, se incubaba latente bajo la frialdad aséptica y silenciosa de antes del sarao, de catedral antes del Te Deum, de estadio antes del partido, de quirófano antes de la exhibición.
Se sentó en la grada del centro, donde estaba el mismo estrado del día de las gemelas, procurando no desvelar el eco, y apenas un minuto más tarde llegó Madame Conti a saludarlo.
– Querido amigo -le obsequió con su mejor sonrisa-, ahora mismo te mando traer lo que quieras, ¿un aperitivo para empezar?, ¿sí? ¡Espléndido! Tienes un aspecto excelente, qué contenta estoy de verte y de que hayas venido antes, así podremos charlar un rato tú y yo -le cogió del brazo- antes de que empiece el follón -se detuvo y le miró fingiendo una provocación procaz-, ¿vienes a ver a Fei? ¡Ah, ya me lo parecía! Podrás verla después, Fei se está preparando para la representación -le guiñó un ojo-, hoy Fei es la estrella del espectáculo, ¿qué te parece?
Le llevaron un aperitivo, y dejó que la anfitriona prosiguiera el arabesco de su amabilidad, exquisita y empalagosa a la vez. Ígur observó una instalación completa de trapecio volante y, como no había red, a lo largo del recorrido del vuelo del columpio se habían retirado asientos y cojines.
– ¿Veremos circo esta noche? -preguntó, y ella se rió.
– Un circo tan especial que te costará olvidarlo. No te preocupes, te guardaré localidad de sangre.
Ígur se sobresaltó pensando en Fei. Localidades de sangre se llaman a aquéllas especialmente cotizadas donde el espectador corre el riesgo de ser salpicado.
– Naturalmente, a tu lado.
– No faltaría más.
Se abstuvo de preguntar por el contenido del espectáculo, imaginando que Madame querría guardar la sorpresa, y se concentró en las características formales de la sala; reparó en que el octógono de la planta no tan sólo no era regular, sino que por las diferencias entre las dimensiones de unos lados y otros, casi podía considerarse un cuadrado con los ángulos recortados; los lados largos, supo, medían veintiséis coma cuarenta y seis metros, y los cortos, once coma cincuenta y seis; la galería del piso superior ocupaba solamente los lados largos, y en los cortos había en uno un tapiz, en el otro un chapado de cerámica, en el otro un fresco y en el cuarto una vidriera, todos del techo al suelo (las entradas estaban en los lados largos) y representando escenas eróticas en ambientes naturales; la distancia interior en perpendicular entre los lados largos era de cuarenta y dos coma ochenta y dos metros, y entre los cortos, de cuarenta y nueve metros justos; dichos lados cortos se unían opuesto con opuesto a todo lo ancho de los once metros y pico por dos franjas de acceso que dejaban cuatro triángulos rectángulos equiláteros residuales, donde propiamente se colocaban las sillas cuando había espectáculo, de dieciocho coma setenta y uno de cateto, y se cruzaban en el centro coincidiendo con la proyección de la cúpula en donde estaba la depresión de los tres escalones y, ocasionalmente, el entarimado de las representaciones, o el palio, o el baldaquín de las solemnidades; la altura libre interior del salón era de treinta metros coma veintiocho, y en el centro se añadía la cúpula semiesférica, adaptada con pechinas, de once metros coma cincuenta y seis, en cuyos lindares se había colocado la parafernalia de los trapecistas, de donde colgaban dos cuerdas doradas a dos metros del estrado. Ociosamente, para evadirse de la charla de Madame Conti, Ígur se imaginó a Debrel a su lado proponiéndole la forma más rápida de calcular la superficie del salón, si hallar la de uno de los dos cuadrados ideales que formaban los lados paralelos y restarle los cuatro triángulos resultantes de recortar en el lugar oportuno los ángulos a cuarenta y cinco grados para producir los otros cuatro lados, o bien sumando los cuatro triángulos ocupados por las sillas del público, el cuadrado central proyección del espacio de la cúpula y los cuatro rectángulos que la unían con los lados cortos, es decir, un triángulo más un rectángulo, multiplicado por cuatro, más el cuadrado central.
– Mil setecientos metros cuadrados -dijo interrumpiendo a la anfitriona, que quedó un instante desconcertada.
– Espléndido, amigo mío -dijo ella, y lo abrazó por la cintura-, veo que el entrenamiento de los viejos geómetras es eficaz; ¿o es que os interesáis por la arquitectura? La geometría es un culto en desuso, pero en los tiempos en que se construyó este palacio…
Ahora se hace la estrecha, pensó Ígur. Contemplaron las ángulos del salón.
– Geometrías áuricas, ¿no? -dijo pensando en las estructuras de la Capilla; no le había pasado por alto la incongruencia canónica de mezclar temas dinámicos-. Sin embargo, los lados largos pertenecen al cuadrado, es decir, a raíz de dos. Deben ser posteriores al resto.
– No se os escapa nada, amigo mío; efectivamente, lo habéis acertado, la galería con el altillo proviene de un añadido, y entre eso y el resto, aunque se ha redecorado, recargado, malogrado dirían los puristas, a ojos expertos el edificio no puede ocultar su origen.
– Así es que estamos en un palacio Astreo -dijo Ígur.
Madame Conti soltó una carcajada, y le acercó los labios a la oreja, hasta que él se le arrimó esperando palabras en voz baja, y entonces le dio un beso.
– Me parece que tenemos compañía.
Ígur dio media vuelta, y vio a Mongrius.
– Querido Caballero Neblí -dijo, amparándose en un remedo de la untuosidad cortesana-, ¡cuánto tiempo sin vernos!
La situación a tres era lo bastante extraña como para hacer sospechar a Ígur que la presencia de Mongrius no era casual; lo que más probable le pareció es que Madame Conti le hubiera enviado aviso; pasado el primer momento de ambigüedades, la anfitriona se fue, requerida por los operarios que instalaban la orquesta en el ángulo de uno de los triángulos del público; Ígur aprovechó entonces para indagar acerca de los Príncipes.
– ¿Cuánto durará Togryoldus? -preguntó por deferencia.
– Togryoldus no puede ni durar ni dejar de durar, por la sencilla razón de que ya no está; su espectro ha hecho una sopa con la pugna de Bruijma y Simbri -esbozó un gesto de indiferencia-; cuestión de dos días y todo quedará aclarado: el comercio para Bruijma y la tutela del Emperador para Simbri, y veinte años más de aburrimiento.
– ¿Y qué pasa con Ixtehatzi?
– Es demasiado fuerte como para que alguien lo pueda tocar. Aunque los Príncipes se juntaran, él solo aún sería más fuerte -se rió-; quizá haya que esperar a que se muera, como Nemglour.
– No sé cuál sería la historia de Gorhgró sin la muerte -dijo Ígur.
Empezaba a llegar gente, y se tomaron otra copa en un reservado para charlar sin estorbos.
– He decidido optar a la Capilla, y desearía que fueses mi padrino -dijo Mongrius después de un silencio.
Ígur lo había esperado, pero el padrinazgo de Lamborga le planteaba un conflicto de intereses. Si resultaban emparejados, no podría acompañarlos a los dos.
– ¿Ya sabes que Lamborga vuelve a optar?
– Sí, pero no me preocupa -respondió Mongrius, a dos velas de los motivos de la observación de Ígur-; si tengo que enfrentarme con él, andará bajo de facultades después de combatir contigo, y si espera a encontrarse bien, yo ya estaré en la Capilla.
Ígur sonrió, pensando en las cosas que le podría decir. Pero no dijo nada, y cuando les llevaron más bebida renovaron el brindis por cualquier tópico de la existencia y del futuro y, una vez aclarado que Ígur le haría de padrino de inscripción, continuaron hablando, de cuestiones más ligeras cada vez, hasta que una camarera (esa vez, desconocida de Ígur, y no menos bella que las anteriores) les avisó de que empezaba el espectáculo.
El gran salón brillaba esplendoroso a plena luminaria, y la orquesta, presidida al fondo por un órgano positivo, mezclaba melodías de mobiliario en el ángulo opuesto a donde Madame Conti compartía una cierta presidencia de la celebración con cuatro personajes que, a juzgar por la Guardia que vigilaba los alrededores del espacio, eran fácilmente identificables como altos cargos de la Administración. Ígur y Mongrius fueron invitados a sentarse cerca de Madame Conti, en el ángulo recto del triángulo, en el ámbito, por lo tanto, de la cúpula, localidades ciertamente de sangre, en medio del parloteo de un público proclive a no quedarse estacado al asiento, a hablar a viva voz y a exteriorizar deseos y pasiones.
– Ígur Neblí, Caballero de Capilla, Mista Mongrius, Caballero de Preludio -presentó Madame Conti, espectacularmente vestida de oro y plumas blancas, y maquillada con reflejos hirientes-, el Duque Constanz, el Barón Boris Uranisor, cuñado del Príncipe Bruijma -recalcó, mirando a Ígur. Se olvidó de los otros, supuso él, porque un Caballero no tiene estatus para serles presentado en público, o porque eran tan importantes que necesitaban del anonimato, o porque lo eran tan poco que no valía la pena.
– Caballero Neblí -dijo el Duque-, permitidme que os felicite por vuestro brillante acceso a la Capilla, del que hemos sido ampliamente informados. ¿Y ahora qué, el Laberinto?
La orquesta atacó el primer Coro de los Jenízaros; la primera voz eran flautines, oboes y teñeras, los bajos violones y un salterio, y había abundante percusión: carracas de diversos tipos y registros, triángulos y campanillas, cineinos, tamburo turco y timbales, y al fondo un pórtico con gongs, de más de dos metros el mayor.
– El Laberinto es para mí la máxima esperanza de demostrar mi amor al Imperio -dijo Ígur mirando al Barón Uranisor, en cuya juventud le pareció percibir buena predisposición y simpatía.
– Muy inteligente, teniendo en cuenta que el Imperio somos todos -respondió el noble con una sonrisa.
– Barón, la caridad bien entendida empieza por uno mismo.
– Llamadme Boris, amigo mío; tengo la impresión de que nos veremos a menudo.
Los olíbanos y las luces de un rosa dorado y frescores acuáticos invadieron el espacio. Un personaje vestido muy chillón en blanco y negro, verde, rojo y amarillo, azul y oro, con la cara completamente cubierta de maquillaje y un peinado alto complicadísimo, subió al estrado con una agilidad sorprendente para su envergadura, y con una reverencia le tendió la mano a Madame Conti; ella se la tomó, a la vez que la orquesta atacaba una versión furiosa de la Marcha Racoczy, con las trompetas naturales y los timbales en áspero delirio perfectamente calculado, y subió con él al estrado; después de tres toques de timbal, se hizo el silencio.
– ¡Amigos míos -dijo Madame Conti con voz bien timbrada-, bienvenidos y que la felicidad culmine en todos y para todos! -aplausos-; ahora dejo paso a la representación, que como siempre guiará nuestro Trujamán. -Más aplausos, y la orquesta interpretó con percusión unos pasajes propios de marcha ceremonial, hasta que Madame Conti abandonó el estrado. Cuando bajó la luz general para intensificar la de escena, la orquesta se redujo a un cuarteto de cromemos y un clavicémbalo, en favor del cual el teclista había abandonado el salterio, que tocó una melodía lenta y suave; el Trujamán fraseó una escala ritual con una espléndida y helada voz de contratenor, y en modo dórico de recitativo comenzó:
– A ti, diosa obedecida por los perros y los pájaros terribles de los cielos, ánima y eco de todo bien y todo mal que, hijos de la necesidad cuyo aliento eres tú misma, vive en toda construcción de los hombres, invoco fuerzas, equilibrio y espíritu diestro para iluminar esta verdadera historia que aquí, para bondad, atención y beneficio de vuestras noblezas, se representa al pie de la letra, savia y sangre como son de la flor cenital de la montaña que sostiene el amor de nuestro divino Emperador y el valor y la constancia de tantos de los presentes y tantos otros de los ausentes que perduran en nuestro recuerdo y en el uso de sus obras, no menos inmortales que las aguas por donde respira la tierra y los azules por donde chillan los aires, y no menos estremecedores, cuando se pierden en la memoria, que aquel aroma irrepetible o el llanto de un niño. Veréis a continuación, paradigma de las divisas y los colores de los elementos, la trágica historia de los Reyes de Sirtes, para quienes el precio de la vanidad superó con creces el latido de los días felices y de la contemplación, en otra edad de nuestros sueños, en otro lugar del tiempo. Aquí tenéis a los personajes: en primer lugar -redoble de timbal, unísono piano sostenido de los cromornos y un foco azulado en la puerta-, ¡el criado Kiretres! -entró corriendo a grandes zancadas un joven con semimáscara neutra clavada con agujas en el cráneo parcialmente afeitado, en quien con un inexplicable latigazo de resquemor Ígur reconoció al partenaire sexual de Fei cuando tocaba el piano la primera vez que la vio, subió al entarimado y de un salto (porque el cabo estaba a más de dos metros de la superficie) se agarró a la cuerda y, sin tocarla con los pies y moviendo el cuerpo al son de la música, trepó en cuatro brazadas a la primera banquina-, el hombre justo que estaba en su sitio y de donde nunca nada lo hubiera hecho salir de no ser por el rebuscar insidioso que el tedio extrae de los más sombríos rincones del alma que ya no sabe qué quiere -el teclista abandonó el clavicémbalo y, para acentuar la expectativa, pulsó en trémolo los registros álgidos del órgano-; ¡a continuación, el Rey Gandiulunas! -trompas y timbales en fanfarria burlesca, en armonía jonia, órgano en disonancia, y entró, al mismo ritmo quizá un poco solemnizado, un personaje vestido de negro con adornos rojos-; ¡salud, oh padre Kronos hoy en tu día, salud! ¡Salud y miseria, relojes y temblor de los recordadores! -y, sólo con el órgano y el timbal in crescendo, el segundo actor trepó por el mismo procedimiento a la banquina correspondiente, enfrentada a la otra-; ¿qué se le puede pedir a la amistad? ¿Qué digo? ¿Qué más se le puede pedir a la amistad que su sola presencia? Vean a dos hombres que lo tenían todo, reyes tanto el uno en su entera existencia como el otro en su dignidad y aceptada condición, y cómo la fortuna de los humores del cuerpo los condujo al enfrentamiento más feroz; ¿por causa de quién? Por quién, sino por ella -de nuevo timbales militares de fondo, pero ahora el salterio, el oboe d'amore y el cromorno soprano por delante en arabesco-, ¡la Reina Aretra! -Y apareció una figura femenina, con atuendo de acróbata como los demás, pero ella en plata, brillantísima; tras el ceñidor negro, las pulseras negras y la semimáscara negra de halcón, Ígur reconoció a Fei a primera vista, pero antes de haberla podido ver bien o hacerle una señal, ella ya se había encaramado a lo más alto, con mayor agilidad y rapidez que los otros dos aunque pareciera imposible, y compartía la banquina del Rey Gandiulunas.
– ¿Aretra o Arietra? -inquirió el Duque Constanz con voz lo bastante fuerte como para que el Trujamán vacilase al oírlo.
– Si llega a decir Araitra o Arictra lo quemamos por Astreo renegado -dijo el Barón Boris riendo.
– ¡Vean, señores, a la luz bondadosa de los dioses la vida de los reinos! -continuó el Trujamán, subiendo la tesitura media octava, y en un momento los actores asieron las barras, y primero Kiretres y después Gandiulunas marcaron un piqué-tourné; la música se convirtió en un continuo del órgano recorriendo los tonos entre toques ocasionales de un instrumento, el oboe da caceta o la flauta dulce, en momentos culminantes-. ¡Vean cómo pasa la confianza de un corazón a otro, cómo la vida se mueve entre el sol y la tierra, cómo Aretra vive entre la luz del Rey Gandiulunas y el respeto del sirviente Kiretres! ¡Canta, hija, salta, baila! -y después de que Kiretres se lanzara en corvas en la barra, Fei agarró la suya, con un fuet, recuperó suspensión atrás y ejecutó un doble superior hasta alcanzar las manos del portor, ante la contención del público, grito final y fanfarria; recuperación en pirueta dextrógira en la barra, y allí, de otra mecida, mise-en-ventre, y después de recibir en bandera los aplausos del público, arco triunfal, otra bandera, y a la banquina junto a Gandiulunas, aplausos y fanfarria de reanudación; el Trujamán, en el tono más grave del registro del contratenor-: Pero el Rey no tiene bastante con ser admirado en el respeto, y ansia ser admirado en el absoluto, lo que prende un fuego que nadie sabe cómo apagar -retumbar del órgano, paso al modo mixolidio, cromorno bajo, tuba, contrafagot y contrabajo, toques secos de trompetas naturales y timbales-, ¡atención, vean, señores, la danza de los astros!
Gandiulunas coge fuegos artificiales, los prende y se los coloca en los pies, en los hombros, y en la cabeza a Fei, que se lanza y hace un passage de jarrettes, el Rey recupera la barra, y en segundo portor se lanza mientras Fei, sujeta de los pies por Kiretres, cruza el gran salón de punta a punta lanzando estallidos de fuego, que dejan una estela de oro, un rastro de chispas, una y otra vez columpiándose, y Gandiulunas le pasa un pequeño incensiario que ella hace oscilar llenando el espacio de un olor renovado.
– ¡A él! ¡A él! -gritó el público, enardeciéndose.
Ígur se dio media vuelta.
– Tranquilo, no es lo que parece -le dijo Mongrius, y la música se volvía cada vez más sincopada.
– ¿Qué es, entonces?
– ¿No te has dado cuenta? ¿No conoces la historia? Fíjate y lo entenderás.
Mientras tanto, Fei había acabado de lanzar las luces de fuego, había llenado el aire de explosiones, con peligro de tímpanos propios y ajenos, y de medusas de luces de colores y nubes de olíbano y, después de un triple superior con pirueta que fue el delirio del público, Gandiulunas la recuperó de manos y volvieron a la banquina.
– ¡Dioses del renacimiento tecnocrático! -prosiguió el Trujamán-, ¿qué es el fuego si no piel?, ¿qué la vanidad, si no sangre?, ¿qué la mirada si no venganza? El Rey ha convertido al sirviente en Príncipe al servirle a la Reina como recompensa de ambos, del Rey como metapremio a ser Rey, del criado por buen contemplador. -Y entonces aparecieron dos auxiliares con dos picas de unos ocho metros de altura con los extremos acabados en estrellas de cinco puntas de unos treinta centímetros, y hoja y punta afiladísimas, y las clavaron en dos agujeros del entarimado, separadas un metro sesenta, es decir, dejando un metro justo entre las puntas enfrentadas, coincidiendo con el recorrido de los trapecistas y en el punto central, donde alcanzaban la máxima velocidad. El público aplaudió enloquecido, y el Trujamán subió una vez más el tono-: ¿Y qué es el Juego, si no peligro? ¡Contra la debilidad de exhibir, el placer de devorar! ¡Contra el vicio de negar, la virtud de arrebatar! -Y los acróbatas repitieron los pasos anteriores, de nuevo con música sincopada, cada vez con más resonancias de himno, pero esa vez los fuegos artificiales estaban en los extremos de la barra, y el Juego consistía en pasar al ágil de un portor a otro, y a cada impulso del columpio a manos de uno o de otro, ya fueran manos o pies de Fei, le despojaban de una pieza de ropa, y en dos pasadas sólo llevaba cubiertos el pecho y el sexo, además de las zapatillas y la máscara-. Vean qué puede más, si el vértigo del placer o el vértigo del peligro; si el placer del Rey que juega a caer o el horror del criado que juega a vencer. -Y en cada pasada cruzaban a gran velocidad el estrecho espacio comprendido entre los estiletes de las picas.
– ¡Mentira! -chilló un espectador de primera fila, en pie de un salto-, esta farsa es intolerable! ¡Los Gúlkuros nunca han robado el Imperio de ninguna exhibición Astrea! ¿Dónde está la Guardia? ¡Viva la memoria del difunto Emperador!
– ¡Muy bien -dijo Mongrius a Ígur-, ése lo ha entendido todo!
– Excúseme, mi señor -dijo el Trujamán continuando tan bien con la entonación que parecía que el diálogo estuviera preparado (aunque, al ver la cara que ponía Madame Conti, las sospechas de que lo estuviera realmente se redujeran al mínimo)-, pero ésta no es más que una escenificación en honor de las bellas musas de un antiguo ejemplo moral.
– ¡Tanto da el significado -se levantó un segundo espectador-, sean quienes sean los personajes, el fondo moral está pervertido! La vanidad es un error, pero ¿cómo se puede calificar que se responda con la traición?
Los que protestaban se enfrentaron entre sí, pero la mayoría del público atendía al espectáculo, y el griterío los aplacó, porque Fei acababa de ser despojada de la pieza superior, y los pechos más espléndidos del Imperio cruzaban boca arriba o boca abajo como centellas cada pocos segundos casi rozando los afilados aceros.
– ¡Verdad perversa! ¡Fuentes de la gravedad! -cantaba el Trujamán, alargando las tónicas al modo de los viejos prosodas; la música, de himno se había convertido en marcha sanguinaria, ya en pleno modo frigio, y las trompetas y los timbales no parecían suficientes para tal anhelo de marcialidad.
– ¡A ras! ¡A ras! ¡A ras! -gritaba todo el público, puesto en pie entre el chisporroteo y la exuberancia de los fuegos.
– ¡Oh vicio, única pasión auténtica, sin excusa ni reciprocidad, sangre de todos los crímenes! -cantaba el Trujamán-, ¡hasta el final!, ¡hasta el final! -Y las diminutas bragas de Fei fueron arrebatadas y quedaron en manos del criado Kiretres.
– ¡Ras! ¡Ras! ¡Más a ras! -rugían como un solo hombre al ritmo de los timbales, el órgano tronando y las trompetas en agudo continuo.
– ¿De qué lado caerá la espada? ¿Resplandecerá la justicia en el fondo del vaso apurado de la pasión? ¿Hasta dónde tendrá el Rey que soportar el abuso y penará tanta imprevisión? -Y en ese momento, Kiretres dejó las bragas de Fei clavadas en una de las puntas.
– ¿Pero cuál es el papel de Fei? -se atrevió a preguntar Ígur a Mongrius a grito pelado.
– ¿No lo ves? ¡Fei es el Imperio en persona!
Trompetería, carracas, címbalos y diquelas.
– ¡Sangre! ¡A sangre! ¡A muerte! ¡Más a ras!
– Ved, almas en resonancia con el espíritu de la conservación de todas las aretraciones, como un amor sirve para herir, como el peligro es un arma que el fuerte en pasión puede volver a su favor, cómo así Kiretres ha catado el veneno de la Reina Aretra, y cuando lo ha hecho no puede ser sino Rey o muerto; pero ¿qué vértigo permite que el amor sea medida del acuerdo que otro desea más que del acuerdo que ya pertenece a uno mismo? ¿Cómo se muere por el amor de la Reina más que por el propio desamor, sino por el acero del enemigo, aunque sean sus labios de rosa final lo que lo contiene? -cantaba el Tujamán, y Fei, con movimientos cada vez más espectaculares y convulsos, acariciaba en cada pasada el sexo de los portores, con las manos, con los labios, o bien, con los brazos en cruz, les atrapaba la cara entre los muslos para colgarse hacia atrás.
Después de una figura a tres, al paso de un trapecista, una de las picas vibró con violencia, y se hizo un repentino silencio: ¿quién la había tocado? Había sido Gandiulunas, que, con el brazo lleno de sangre, volvió a la banquina.
– ¿Desde cuándo -protestó otra vez el de antes- la habilidad de los comediantes determina un desenlace? ¿Hasta dónde tendremos que soportar tanta informalidad y tanta burla? ¿Hasta cuándo tendremos que maldecir los beneficios del renacimiento tecnológico?
– ¡El premio es un castigo, el castigo es un premio! -cantó el Trujamán al son de un fugado de las cuerdas en pizzicatto-, y cada cual canta en la medida de su sueño -timbales-; ¡atención, señores, al último avatar de la Reina Oscura! ¡La gallina pinta de perfil entre las rosas efesias!
Fei culminaba la exhibición; sujeta por las manos al portor Kiretres marcó fuet, recuperó con piernas abiertas y, con gran placer del público, las cerró en el último momento, justo al cruzar las picas armadas, las abrió de nuevo y volvió a la banquina.
– La Reina le dice adiós al Rey que la ha traicionado y se dispone a cambiar de dueño -modo mixolidio, ahora tan sólo el circunloquio de un armonio, y Fei, que bajo el vestido no llevaba sino sutileza de maquillajes metálicos, se restregó contra Gandiulunas, que la llenó de sangre-. ¡Un minuto que será una hora, y aquí no hay red! -lo rodeó como una serpiente, lo besó y volvió a la barra-, ¡jamás habrán visto a ninguna Reina reinando como ésta! ¿Quién dice a ninguna Reina? ¡A ninguna Diosa! ¿Quién dice a ninguna Diosa? ¡A ninguna Mujer!
– ¡Epanórtota de mierda! -gritó alguien desde las últimas filas del público-; ¿no tenemos ya bastante retórica con la Administración?
Fei saludó, y a Ígur le parecía poder respirar el latido, la sangre y el sudor; las medias y la semimáscara parecían desnudarla aún más, abierta a las suposiciones la exultante nobleza de tantos olores excitantes. Con la barra en las manos, se encaramó con un pie en cada hombro a Gandiulunas, y de allí se impulsó, marcó fuet y recuperó suspensión atrás; más impulso y concentración, Kiretres la espera en corvas, timbales y tensión, silencio hasta de respiraciones, y cuádruple salto mortal.
– ¡Viva la Reina! -gritó el público, mientras ella hacía triple pirueta levógira y volvía a la banquina.
– La Reina en Rosa, la Reina en Cruz -corearon todos un célebre vodevil, meciéndose hacia los lados abrazados en filas de diez o doce, y hasta la orquesta se sumó; en pleno paroxismo, Fei saludó y retomó la barra, en corvas se dejó deslizar hasta quedar colgada por los pies, lo que hizo gritar al público, porque parecía que caía de cabeza, marcó sirena-ballena, después diversos equilibrios con la cabeza en la barra, sin dejar de columpiarse, después puesta en pie y sin manos, y al final colgada por los talones. Ígur imaginó un instante a la concurrencia formada íntegramente por amantes de Fei.
Abajo, en el estrado, se desató el movimiento; un individuo saltó a la palestra y se enfrentó al Trujamán.
– Esto se ha acabado por hoy. Recoged todo ahora mismo.
Madame Conti acudió corriendo, seguida por el Duque y el Barón; a Ígur y a Mongrius les pareció más discreto no ir también, pero para no dejar dudas del partido que tomaban y de cuál era su disponibilidad, se quedaron de pie junto al estrado, con las manos en las empuñaduras de las armas.
– Estamos inmersos en la ortodoxia de la tragedia -dijo Madame Conti al intruso, que resultó ser un funcionario de la Hegemonía.
– De ninguna manera. El argumento se ha tergiversado, y además se les ha escapado de las manos.
– ¡Cuidado, que huye! -gritó alguien del público; efectivamente, Gandiulunas se había deslizado por la cuerda y corría hacia la salida.
– ¡Detenedlo! -gritó el funcionario, y el actor se encontró encañonado por todos lados.
– ¡Muerte a Gandiulunas! -gritó otro espectador saltando a la palestra, y fue rápidamente reducido por la Guardia. Fei y el otro actor continuaban cada cual en su banquina, esperando el desenlace del conflicto, y la Guardia devolvió a Gandiulunas al estrado; la orquesta se detuvo, y hubo unos instantes de desconcierto; el Duque Constanz se puso en pie, y al anunciar el funcionario que se acogía a su decisión, todas las miradas convergieron en él.
– ¿Cuál es el determinio? -preguntó, y el Trujamán se le dirigió en voz baja, agachándose desde el estrado.
– Es el Juego; Gandiulunas ha perdido -dijo con una voz grave muy diferente de la de la actuación; Ígur y Mongrius, que se encontraban cerca, pudieron oírlo. Al actor se le apreciaba más edad que en el escenario; las manos arrugadas y con artrosis. Ígur saltó.
– ¿Se aviene a morir? ¿Cómo puede ser?
El Duque y el Trujamán lo miraron.
– La Apotropía de Juegos no lo aceptará de otra forma -dijo el actor al noble; el público cada vez gritaba más.
– Adelante pues -dijo el Duque, y se volvió a sentar, haciéndole una señal a la Guardia, que indicó al portor la cuerda de ascenso a la banquina; en ese momento Gandiulunas se rebeló, y un espectador saltó a la palestra para ayudarlo; en pocos segundos fueron reducidos por los hombres armados, y quedaron ambos tumbados en el suelo a la espera de indicaciones.
– ¡Un momento! -gritó Ígur, en pie junto al estrado-; este hombre se ha ganado el derecho de vivir.
– ¿Qué haces? -le dijo Mongrius-; ¿te has vuelto loco?
– ¿Queréis sangre? -prosiguió Neblí, la mano en la empuñadura del arma-, ¡pues venid a por mí!
Todo el mundo había quedado paralizado; Mongrius le tiraba del codo.
– Siéntate ahora mismo, te estás buscando la perdición.
Ígur miró hacia arriba, anhelando la mirada tiunfal de Fei, que no se la escatimó desde la perspectiva más arrebatadora, en la banquina, una pierna avanzada de la otra, una mano en la cintura y la otra más alta en la cuerda, y todos sus atributos alineados, en conjunción como dirían los sabios, de entre tanta maravilla la lejanía de la sonrisa tan sólo el astro extremo, el final de la honda.
– ¡A mí no existe quién me pierda! ¡Si ha de haber muerte, que haya lucha, no un espectáculo de matadero!
Una furia irracional se apoderó de Ígur; en vista del Juego no paraba de preguntarse por qué había dejado vivir a Lamborga, ni dejaba de compararlo con Galatrai.
– ¡Fuera los contramoralistas! -gritó el público-. ¡Contra inventos, final canónico! -Y otros, batiendo palmas a coro-: ¡Ras! ¡A ras! ¡Más a ras! ¡A sangre a ras!
Los inciensos se estratificaban por colores y consistencias en el aire detenido, densas humaredas entorpecían la visión por un sitio, por otro enmascaraban la procedencia de un grito.
– ¿Qué es esta montaña de carne? -dijo Ígur, mirando a su alrededor-. ¿Es éste el porvenir del Imperio? ¡Me gustaría ver el más allá para auguraros la eternidad dentro de un cubo de mierda hasta las orejas!
El Duque se puso en pie de nuevo, esta vez con una sonrisa en la que la autoridad brillaba mejor que en las armas.
– Caballero Neblí, por la admiración que os profeso, agradezco profundamente vuestra inesperada y generosa contribución al espectáculo. Ahora os ruego -recalcó la expresión- que permitáis que los determinios continúen su curso, a menos -extendió los brazos y miró a su alrededor acentuando la sonrisa- que no nos queráis poner a todos bajo vuestra advocación.
Ígur vio algunas armas de los Guardias apuntándole lentamente, y pensó en la Capilla, en la Equemitía y en el Laberinto; el honor le llevaba a la muerte, y la única salvación era recurrir a la mala educación, pero cuando todo parecía perdido en su mente, sintió como si alguien con azules pupilas de terrible fulgor acudiera a calmar su furia con la promesa de futuras compensaciones, y se sentó no demasiado satisfecho de sí mismo, sin dejar de dudar del alcance real del peligro de la situación.
– Arriba -indicaron a Gandiulunas, quien, aunque herido, trepó por la cuerda; después, al espectador retenido lo echaron del entarimado sin contemplaciones-: Y tú, lárgate.
– Te ha salvado el ser quien eres -dijo Mongrius a Ígur en voz baja-; en pleno Juego, delante de un Duque…
La música se reanuda con fondo de cromornos y el órgano, gong y redoble de timbales. Los dos portores en corvas, y el ágil del uno al otro.
– Vean, señores, la culminación del Juego de la Justicia -prosiguió el canto tenebroso de contratenor del Trujamán-; una vez convertido en leña el árbol de la fruta del bien y del mal, el usurpador mata para no ser muerto, y nada más que la imagen de la Reina es su arma: ¡Pantera entre Tigres, Reina de los Dos Corazones, maravilla de los tres mundos, sepulcro de las cuatro esperanzas, cántico de los cinco tormentos, espejo de las seis maceraciones! -Fei se lanzó una vez más, fuet, recuperó suspensión atrás y passage de jarrettes en doble superior y medio, y pies a Kiretres, que la esperaba en corvas; Kiretres llevaba dos dagas en el cinto y, en el balanceo, Fei se las quitó y, mientras que una vez más lo acariciaba de pies a cabeza, se las encajó en bayoneta en las tobilleras, sobresaliéndole la hoja un palmo de la planta de los pies; se impulsaron de nuevo, y entonces los sensores de humo y los termostatos pusieron en marcha los extractores más potentes, y un vendaval acompañó el movimiento de los trapecistas con figuras de aire»]ue ellos atravesaban bien rompiéndolas, bien modificándolas, bien complementándolas, turbulencias de colores por allí, velocísimo remolino lanzado a un orificio por allá, con grandioso agitar de polvo, de papeles, de capas y de cabelleras-: ¡Negrura de los espíritus, sangre de la gravedad, rayo sobre el mar enfurecido, estrella del desierto! ¡Escándalo de la verdad!
Esa vez nadie parecía dispuesto a detener la representación del Juego; Fei se soltó de las manos de Kiretres en salto mortal inverso, y cuando Gandiulunas se aproximó para recogerla, ella lo esquivó y con toda limpieza, al son del gong mayor le clavó los cuchillos con los pies, uno en cada plexo, justo bajo el pezón; el propio impulso los llevó a volver así enlazados, hasta que la gravedad y la distensión pendular permitió a Fei recuperar atrás, incorporarse y desasirse, para por fin volver a la banquina entre la ovación del público. Gandiulunas se quedó colgado de la barra, oscilando aún entre aplausos, y provocando con el goteo de su sangre movimientos en el público, para apartarse los elegantes, para salpicarse los supersticiosos, porque una vieja costumbre beomia sostenía que cualquier excrecencia de los perdedores en el Juego inmunizaba durante siete años contra la mala suerte. Los movimientos casi acuáticos del conjunto de la gente podían llegar a hacer creer que todos los que no querían salpicarse estaban en posición de serlo, y los que reclamaban sangre se habían colocado fuera de su alcance.
– Ahora atención -advirtió Mongrius a Ígur-, alguien puede intentar una acción imprevista.
– ¿Y tú y yo qué se supone que tenemos que hacer?
– Respecto a la chusma nada, como si se quieren triturar todos; tú y yo hemos de procurar que no se acerquen a Madame Conti y a este par -le señaló discretamente a los de la nobleza-. Si ves a alguien demasiado cerca y no te gusta, no lo pienses dos veces y córtale el cuello.
La orquesta en pleno, al bajo el clavicémbalo en lugar del órgano, crótalos, címbalos y gong, atacaba un pasacalle solemne.
– Quien todo lo quiere, nada conservará -cantaba el Trujamán-, la grieta entre ambiciones absolutas condena al hurgador impío a morir convertido en ejemplo; el tiempo no es una herencia, y se miente a sí mismo el que confía en una futura jugada. -Hizo una señal a los operarios especializados, y con láser tocaron los extremos de la barra que sostenía el cuerpo inerte de Gandiulunas, que se desprendió y cayó de cabeza, por muy poco casi sobre la gente, que con un furor sacrificial que Ígur encontró repugnante se le echó encima, hasta que la Guardia la apartó sin miramientos, para permitir que se lo llevaran con parihuelas, mientras el Trujamán acababa el recitado-: ¡Mirad el soberbio y el impío a donde puede conducir el anhelo de exhibir una arrogación, mirad cómo termina el que no tiene bastante con tener, el que se alimenta de miradas de ansia, el insaciable de devociones, el delirante de amor adorador! ¡Que por su muerte resuene la música de guerra y las pompas! -Marcha fúnebre y silbidos del público-. ¡Decimos adiós a los inmortales! ¡Marchad todos en paz, la Comedia es finita!
Por la puerta grande hicieron entrar dos enormes cisternas con ruedas, de base redonda de más de dos metros de diámetro y bastante más altas que un hombre, arrastradas de las asas por operarios de negro, máscara y turbante incluidos, y colocaron una debajo de cada banquina; acto seguido, Fei y su partenaire se columpiaron cada uno en su barra, y después se colocaron en corvas.
– Atención -dijo Madame Conti-, vámonos de aquí.
Protegidos por Ígur y Mongrius, y por cuatro Guardias de la escolta, Constanz, Boris, los otros dos nobles y la anfitriona se situaron en la puerta, justo a tiempo de ver cómo, uno tras otro, Fei y el actor que hacía el papel de Kiretres se lanzaban en salto mortal por entre las picas de afilada estrella y caían cada uno dentro de la cisterna contraria, levantando grandes salpicaduras y derramando un líquido rojo espeso que dejó rociado y goteando medio salón y a sus ocupantes, ya precipitados en el paroxismo que los sonidos triunfales de la orquesta subrayaban. Ambos actores salieron de un salto del recipiente y abandonaron el recinto por otra puerta, custodiados por la Guardia que, con las armas en mano, tenía que mantener a raya a la masa aplaudiente que, sobre todo a Fei, no se contentaba con sólo tocarlos.
– ¿Qué es? -preguntó Ígur-. ¿Sangre?
Madame Conti se echó a reír.
– En otros tiempos era sangre -abrió mucho los ojos-, de vaca, naturalmente, no te puedes ni imaginar el trabajo que suponía degollar animales y tener en marcha el descoagulante durante la función, pero ahora es agua con aditivos de textura, gusto y color; no es lo mismo, pero qué le vamos a hacer, el público quiere lo de siempre.
Aumentaba el descontrol de chillidos y empujones de la gente que Ígur miraba fascinado, y los que no estaban por los suelos o se encaramaban a cualquier sitio, corrían de acá para allá. De repente se le acercó el hombre que había intentado ayudar a Gandiulunas; Ígur temió una agresión y se puso en guardia, pero con gran sorpresa suya el hombre le besó la mano con un temblor que parecía ajeno al naufragio envolvente.
– Caballero, os quiero dar las gracias por lo que habéis hecho.
– ¿De qué habláis? ¿Quién sois?
– Soy Yamini Cuimógino, administrativo de carrera, y el actor que vos y yo hemos intentado salvar era mi hermano.
En ese momento, un vaivén de los más desbocados se les echó encima, y Madame Conti y los nobles desaparecieron por la puerta.
– ¿Qué ha hecho vuestro hermano? ¿Por qué han querido matarlo? ¿Había participado en un Juego?
Tuvieron que quitarse de encima a dos mujeres que se empujaban entre aullidos.
– No os lo puedo explicar ahora con detalle; sabed tan sólo que os quedo en deuda de honor y agradecimiento para toda la vida, y os buscaré para regraciaros, aunque por más que haga siempre será en ínfima medida.
Otra oleada sin control de frenéticos aullantes se llevó a Cuimógino, y aunque Ígur intentó retenerlo por el brazo, la fuerza de siete u ocho era excesiva; también él hubiera acabado en medio del salón si Mongrius, ancorado en el marco de la puerta, no lo llega a sujetar.
– ¿Dónde está la Guardia?
La Guardia, una vez había dejado a los nobles y a la anfitriona en lugar seguro, protegía a los músicos y a sus instrumentos en la otra punta del local.
– Mongrius, ayúdame -gritó Ígur, viendo cómo Cuimógino desaparecía en la maraña de un bosque de brazos y piernas palpitantes y manchadas de rojo.
Pero Mongrius tiró de él hacia adentro antes de que volviera a enfrentarse al mundo, y, cerrada la puerta de golpe, se adentraron en las dependencias privadas, dejando tras de sí el alboroto, menguante con la distancia, del gran salón objeto de un desenfreno y una exacerbación de vorágine como un Caballero de Cruiaña nunca habría sabido imaginar.
– Hace aún más tiempo -explicaba el Duque Constanz-, en los buenos tiempos de verdad quiero decir, los del Hegémono Barx, era en la sangre descoagulada de los enemigos donde aterrizaban salpicando los comediantes después de la función, y el pueblo nunca hubiera visto con buenos ojos que los espectadores distinguidos se escabulleran.
– Afortunadamente vivimos tiempos corruptos -dijo Isabel Conti soltando una carcajada (aunque a ella también la habían manchado), y condujo a los invitados a un delicioso saloncito surtido de lujosos caprichos y comodidades.
Hacía más de media hora que Constanz, Boris y los otros dos bebían y comían y se habían puesto a disposición de las cortesanas, las ya conocidas de Ígur Ismena y Rilunda y alguna más, cuando Fei no había hecho acto de presencia, y no era que el sonido y la visión de las medias satisfacciones ajenas fueran para Ígur motivo de inquietud, ni que le aburriera la fluctuante conversación de Mongrius o de Madame Conti, sino que la melancolía emergía de su conciencia de añoranza absoluta infligida por la pianista-modelo-acróbata-pornógrafa, de la idea inquebrantable de que tal inquietud, enfermedad y felicidad a la vez, no podría sembrar en su vida más que obstáculos y dispersión, y la idea aún más nítida de que eso no le importaba, que no sabría renunciar a ello ni por la absoluta seguridad del Laberinto.
– ¿Cuántas bajas tendrás hoy? -preguntó Mongrius a la anfitriona.
– A ojo, es difícil de precisar. La última vez fueron catorce, y el día de las siamesas cuarenta. Espero que hoy no lleguemos a tanto.
Constanz le explicó a Ígur que las entradas y las invitaciones de la Apotropía de Juegos incluyen un antiseguro, una exención total de responsabilidades, para evitar las reclamaciones posteriores de lesionados o herederos de víctimas, terreno en el que, al margen de cuestiones morales sobre el derecho a indemnización de quien debiera saber en dónde se mete, la picaresca había hecho su agosto.
– Cuanto más vasto es el público -concluyó para que le rieran la gracia-, más basto es.
Finalmente llegó Fei, con tres músicos y una cantante que se pusieron en acción enseguida, y, por suerte para Ígur, que ya pensaba cómo se las ingeniaría si aparecía, sin el actor que hacía de Kiretres y, tras las felicitaciones de rigor, en el curso de las cuales desplegó una inolvidable exhibición de simpatía combinada con distancia y de negativa disfrazada de provocación, se sentó con Ígur y le cogió las manos con ternura.
– ¡Tenía tantas ganas de estar contigo!
Limpia y arreglada de nuevo, de nuevo maquillada y peinada, con todo el pelo hacia atrás y tan pegado al cráneo como si lo llevara afeitado, le pareció más bella que nunca, y el ir vestida con más elegancia la hacía parecer mayor, más convencional y quizá más austera, pero de una forma que aún resaltaba más todos sus esplendores; ¿o así se lo parecía a Ígur porque ya los conocía? El vestido negro hasta las rodillas, los zapatos altos y el peinado mojado le conferían una severidad un poco intimidadora, en ese momento Ígur sintió una vertiginosa mezcla de felicidad y resquemor.
– Vámonos ahora mismo.
Ella sonrió sin negar, y con un gesto ambiguo se levantó para hablar con Madame Conti, que mantenía un animado diálogo con el Duque Constanz; Ígur no dejaba de prepararse por si alguno de los nobles reclamaba la compañía de Fei, inquieto por la reacción de ella y por la propia; la música sonaba, y se distinguía la voz de la cantante en melodías procaces que subrayaba con una expresión muy sugerente y pasos de danza en los momentos oportunos; en los divanes, en Boris y en los demás y en las mujeres ya dominaba la desnudez por encima de los vestidos, de la conversación se pasaba al silencio, y del silencio a los suspiros. Mongrius se acercó a Ígur.
– Cuidado con tu relación con Fei. No te conviene que trascienda hasta este punto; con tus aspiraciones…
– ¿A qué te refieres? -le increpó Ígur secamente, poco dispuesto a discutir estrategias morales.
– ¿No lo sabes? -se miraron a los ojos, pregunta contra pregunta-; ya veo que no -bajó aún más la voz-: Es una Astrea. ¿Lo entiendes ahora? Existen dudas sobre su verdadera filiación, está vigilada desde las instancias más altas.
Ella volvió, y Mongrius le cedió el asiento con una sonrisa que Ígur consideró el súmum de la hipocresía. Fei debía de haber oído algo, porque una vez solos soltó una risa susceptible.
– ¿Qué te decía Mongrius?
– ¡Ya ves! -Ígur se rió-; no hay verdadera tragedia sin el contraste de la comedia.
Fei perdió de golpe la sonrisa. Ígur sintió con ahogo y delectación que la revelación de Mongrius había multiplicado por mil su interés por esa mujer.
– ¿Crees que me resulta fácil? Hoy he matado por ti.
– ¿Por mí? Quizá tenga que afanarme menos de lo que crees en devolverte el favor -dijo, sin pararse a considerar el significado de la frase de ella, y le tomó la mano de nuevo-; entonces, qué has decidido,¿vamos?
– Claro que sí. -Y todo en ella era tensión entre rosas oscuras y acentos metálicos, desde los ojos dorados a la voz perfumada.
En la habitación de siempre, Ígur tuvo que repetirse que tenía ante sí mucho más que un cuerpo, por más que ese cuerpo solo ya lo fuera todo, y unas horas después, desde las últimas cimas de la pasión culminada, la contemplaba medio dormida, pensando lo bien que sabía pararles los pies a los que se excedían, y que, realmente, llevaba mucha guerra a sus espaldas, pero no tanta como él se imaginaba. En realidad, comparándola con la que podía llegar a llevar a lo largo de los años, era casi el principio, pero eso Ígur no sabía que lo sabía, y no tenía tiempo de distinguir entre deseo y amor, ni conciencia suficiente de la propia vanidad para ser feliz.
Antes del alba, cuando el olor guiaba todas las ternuras, Ígur quiso conocer sus sentimientos sobre la jornada, suponiéndola ya repuesta de la agitación.
– Quien solamente me ha visto no se ha llevado nada de mí -dijo ella con un orgullo no demasiado alejado de la broma, e Ígur apartó las sábanas con la mano, más abajo con el pie-; por eso gusto y olfato son sentidos más íntimos que vista y oído, porque en ellos se produce la invasión real, es decir -le hablaba con los labios rozando los suyos-, una modificación química, y por lo tanto una huella perdurable del ser percibido dentro del perceptor. -Y labio entre labios, dulcificaba la explicación, perdido él en el espeso aroma de la sangre.
– ¿Y el tacto? -prosiguió Ígur, poniéndose encima.
– El tacto participa de las dos naturalezas, ya sea seco o húmedo -dijo muy bajito, con la dulce ronquera de la horizontalidad.
Media hora después clareaba, Ígur quiso saber qué había detrás del muro del jardín y salió desnudo a subirse encima. El Palacio Conti quedaba tras la habitación, y el pequeño muro, a Levante, era una de las almenas del acantilado sobre el Sarca, negro y turbulento a más de cuarenta metros en caída vertical. Fei salió tras él a ponerle una manta por los hombros.
– Mira -señaló Ígur entre las nubes más bajas justo ante sus ojos y una negrura de tormenta en fase de revelarse-, la Blonda del Pastor.
Ella le besó el cuello y murmuró:
– Mein alies in allem, mein ewiges Gut, wie schön leuchtet der Morgenstern…