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Bracaberbría, veinte años después de la conquista y posterior y paulatino declive de su Laberinto, era una región urbana en decadencia y descenso de población, ennegrecida momificación del brillantísimo atrio palatino de otros tiempos en que, capital cosmopolita y liberal, imán de la vida licenciosa cortesana y tolerante, del más extenso solaz, de los placeres, el teatro y la música, la geometría y demás artes que conviven al abrigo del lujo que emana del comercio floreciente y la autocontemplada perduración de un acuerdo general, abandono y desamor la habían transformado; Bracaberbría había sido el gran crisol del renacimiento tecnológico del Siglo III, cuando Jétales, Beomios y Astreos habían hecho de sus parajes áridos campos de batalla, y Gorhgró no era más que una fortaleza espartana sobre un roquedal, brutalizada por las leyes marciales, la censura y la necesaria rigidez de costumbres. En ese sentido, las evoluciones paralelas de las dos urbes eran paradigmáticas, y una advertencia a la vertiginosa hipertrofia de Gorhgró, cinco veces menos extensa y veinticinco veces más densa en tiempos de Ígur Neblí que antes de la caída Bracaberbría. Porque, ¿cómo puede evolucionar un reducto de intransigencia puritana de origen militar como Gorhgró, baluarte fronterizo preso en un asedio permanente, y por tanto sometido a los rigores prolongados de la estricta vigilancia, sino hacia la eliminación, en otro extremo de cosas, de esas férreas costumbres cuaresmales, de esa mística que para sobrevivir tantos años tuvo que inventarse y mantenerse al altísimo precio del sacrificio del diálogo y de la autocontemplación que conduce a la filosofía y al placer? Pertenecen al mito los tiempos de severidad iluminada de Gorhgró, la ciudad más antigua del Imperio según la leyenda, así como los del esplendor de Bracaberbría, en los que cuanto más brillaban los palacios de los Príncipes, más se debilitaba su fuerza dinástica; pero los tiempos eran procelosos, y a la decantación de Gorhgró hacia el dominio comercial y urbano no la acompañaba, como en el caso de la mítica Bracaberbría, la magnificencia estética, moral y espiritual, sino la brutalidad de costumbres, el selvatismo social, la explotación y el desorden, y el único refinamiento era la corrupción, el vicio y el delito, los últimos signos, también, de vitalidad de Bracaberbría, aunque sin la furia y la ebullición de intereses que aún hacían de Gorhgró una ciudad viva, por más que sanguinaria; porque en Gorhgró la inestabilidad era por exceso y acumulación estridente, por colisión de voracidades, y el escondrijo de los delincuentes era el tumulto, la confusión y el camuflaje entre iguales, en tanto que en Bracaberbría se había llegado a ella por desolación y senectud, por ostracismo de los supervivientes, por náuseas retrógradas y racistas, y todo ello había sido el refugio terminal de la última nobleza, de la aristocracia estéril, de los activistas sin esperanza, de los artistas melancólicos y los comerciantes caídos en desgracia, traspasado el límite que aboca a la irreversible cloaca en la que una sociedad se envilece convertida en el payaso de sí misma. Gorhgró hería, Bracaberbría ponía enfermo.
La expansión urbana ocupaba el Delta y las marismas del Oybiris, canalizado desde el Siglo II gracias a la iniciativa Yrénida que había permitido arrebatarle a Gorhgró la primacía ostentada hasta entonces como cuna del Imperio. La actual ciudad, idéntica en superficie a la del momento de máximo esplendor, pero como un edificio desamueblado y en ruinas, era una vasta organización de avenidas monumentales con palacios a ambos lados, semiinvisibles tras exuberantes terrenos ajardinados, y grandes canales cruzados por amplísimos puentes, en una geografía absolutamente plana en la que los únicos promontorios, insignificantes en relación al conjunto, eran los montones de escombros. En aquellos tiempos, dos de cada tres edificios estaban abandonados y más de la mitad de las ocupaciones eran ilegales, llevadas a cabo por parte de bandas organizadas en diversos grados de indigencia y marginación; la vegetación descontrolada, imparable en ese clima cálido y húmedo, lo engullía todo allí donde la mano del hombre aflojaba su dominio, retornando las intermitencias urbanas a una selva de insectos, zarzas, pájaros y reptiles, ciénagas pestilentes y emanaciones mefíticas, fuente de una suma de enfermedades infecciosas que obligaban al visitante a un extenso programa de vacunas, casi siempre obsoleto a causa de una última epidemia, la más virulenta, aún sin estudiar por las autoridades sanitarias. El conjunto de región urbana, al no existir ningún promontorio próximo lo bastante importante desde donde abarcarlo, era imposible de captar y, una vez en el interior de la ciudad, producía la fascinación inquietante de una extensión sin fin, de perspectivas repetidas, entre las que, cuando el foráneo creía haber descubierto la principal, encontraba enseguida otra que le parecía más imponente o significativa, donde era tan fácil perderse como no salir jamás, de horizontes inacabables que se repetían en la calina; por efecto de las grandes distancias de separación, no había palacio grandioso que uno no encontrara insignificante, y tan sólo parecía romper la implacable regularidad la esbeltez de alguna torre, a la que, si el forastero conseguía subir, tan sólo servía para aumentar el desasosiego al comprobar que desde allí arriba todo era igual, que las visiones de nuevos hitos, quizá más altos, tampoco le mostraban los límites de la ciudad. En el brazo central del Delta parecía más fácilmente identificable el límite de la edificación, por lo menos en importancia y volumen, pero la marisma aún resultaba demasiado extensa para poderse ver el mar abierto, y persistía la impresión de ciénaga inacabable con restos de instalaciones portuarias, entre las que proliferaba una multitud de casas flotantes en las aguas estáticas, la mayoría balsas o barcazas inútiles para la navegación, habitadas por los estratos más bajos de la población, y, entre los escombros, alguna edificación marginal más allá de la última línea de los palacios; justo en ese límite estaban los restos del Gran Laberinto.
La primera impresión del visitante primerizo en Bracaberbría era la decepción no tan sólo por la falta de imagen central de la ciudad y la angustiosa dificultad para orientarse y distinguir las partes, o la impresión de pasar siempre por el mismo sitio, y la duda final de estar dando vueltas realmente, sino porque una vez alcanzado el lugar que, finalmente, los planos o el guía indican que es verdaderamente el núcleo (la distancia máxima entre edificaciones pertenecientes a la ciudad es de más de doscientos ochenta kilómetros), la esperada localización del mayor Laberinto conquistado hasta la fecha se diluía en la constatación de que su estructura formaba parte de la fragmentada estructura de la ciudad, y que sus calles y trampas, una vez conquistado por Arktofilax veinte años atrás, dentro de la tónica crepuscularista general que la huida del Emperador había propiciado, habían sido objeto de todas las modalidades posibles de especulación, desde la puramente urbanística a la más primaria, como pueda ser el derribo de entrepaños enteros de muro para venderlos a trozos como amuleto. El Laberinto, cuadrado (o, para ser precisos, ligeramente trapezoidal), habría podido mantener visible la magnífica estructura exenta o al menos sus límites, y ser aún apreciable en forma y dimensión, al contrario del de Gorhgró, donde nunca sería posible porque el roquedal de la Falera, los desniveles y las edificaciones adosadas lo impedían. Las ocultaciones principales del Laberinto de Bracaberbría habían sido sistemáticamente estropeadas, se habían abierto perspectivas destructivas que desvirtuaban completamente los efectos originales, y por contra se habían obturado las más significativas con nuevas edificaciones, absolutamente detonantes por la falta de comprensión de las preexistencias, por su mal estilo y su dejadez. Veinte años habían bastado para descuartizar a la fiera y repartirla entre el público: una avenida de asfalto cruzaba en diagonal el ángulo Nordeste, desde el centro de la fachada Norte hasta casi el ángulo Sudeste, y en la fachada Sur había obras de derribo de viviendas adosadas (operación bastante inútil, ya que había más de un centenar en el interior), con vistas a vender la imagen de un intento de restauración. El sector estaba lleno de Guardias armados para proteger a los albañiles de la furia de los vecinos afectados, que por las noches atacaban con fuego de artillería y de día tenían instalada una manifestación permanente en la explanada de delante. El único lado que se mantenía medianamente entero era el Oeste, quizá porque coincidía con un exterior especialmente húmedo. La impresión en conjunto, pues, era deplorable. Por cien créditos era posible hacerse una fotografía, y por doscientos una película, rodeado de pavos reales blancos en la Puerta Aurelia, la que comunicaba los recintos tercero y cuarto, la única aceptablemente identifícable, y en la salida Oeste, la parte mejor conservada, había una terraza-restaurante resguardada de los dominios del cuervo y del buitre donde servían platos precocinados a precio de restaurante de lujo, y cada noche, de diez a doce, el Ónfalo del Laberinto, donde se dice que murió el Comandante Beiorn (y en donde se les explica a los turistas que descansa en paz, porque de allí no salió), se iluminaba de colores para representar, en celofán de drama sacro y sonido en play-back, la conquista del Gran Laberinto de Bracaberbría, el más extenso, difícil y peligroso de todos, con la bendición y la admonición del divino Anderaias III, y para la gloria del magnánimo Epónimo el Príncipe Nemglour, que perviva muchos años en nuestra memoria, y los horribles y misteriosos sucesos que allí ocurrieron.
Todo eso vieron Ígur y Silamo en su primer día de estancia, después de instalarse en un alojamiento del centro y contratar los servicios de un guía razonablemente entendido y no demasiado ladrón.
A la mañana siguiente, una vez apalabrada para media tarde la visita a Erastre, Ígur quiso volver a examinar el Laberinto, esa vez él y Silamo solos, si es que eso era posible entre los rebaños de visitantes completamente incapaces de distinguir nada.
Intentaron identificar el aspecto exterior del recinto con el de Gorhgró, aunque la gente, los perros y las palomas hicieran tan difícil imaginar el horror sagrado que durante tantos años lo había regentado, que Ígur llegase a cuestionarse el propósito de conquistar su Laberinto, si el triunfo había de comportar un resultado semejante. Se lo hizo saber a Silamo, y el estudiante se echó a reír.
– Gasta compasión ahora que no importa; cuanta menos te quede para cuando llegue el momento, mejor.
Pronto llegaron a la conclusión de que sobre el terreno no aprenderían nada más acerca del Laberinto de los Pantanos (así se le particularizaba, igual que al de Gorhgró lo llamaban La Falera) que no pudieran saber estudiando los planos que se diseñaron después de la conquista de Arktofilax y, puesto que incluso la idea de presencia de la mítica construcción costaba de evocar tras la evaporación total de peso y sentimiento histórico a que el lugar había sido sometido, decidieron encaminarse al azar a cualquier otra parte.
Vista la dificultad para descubrir las maravillas de los miles de palacios, uno de los principales atractivos de Bracaberbría para el visitante errabundo eran los puentes, tan diferentes de los de Gorhgró, que, por la abrupta travesía del Sarca, tenían algo de fortificación, y a menudo habían sido necesarias grandes audacias de ingeniería para unir vertiginosamente niveles muy diferentes, como en el caso de los de acceso a la Isla de Ixtar, y allí la propia naturaleza del terreno y del río obligaba a construirlos de un solo arco, o con dimensionados irregulares. Gracias a que la única dificultad técnica que planteaban era la distancia a salvar y la firmeza del terreno, y, por lo tanto, no tenían problemas para ser construidos en el más perfecto orden estructural, los puentes de Bracaberbría, vistos en conjunto, eran un formidable recital de estilo y ejercicios formales que ofrecían una continua y agotadora competición de elegancia en la que cada uno superaba al anterior, con inacabables variedades de curvas, perfiles y combinaciones de elementos auxiliares; había una extensa bibliografía sobre historia, tendencias expresivas, soluciones técnicas y maestros y escuelas de la póntica de Bracaberbría, e Ígur se empapó del catálogo canónico para identificar las épocas y los géneros. Los había de todas clases, desde puras pasarelas metálicas de menos de diez metros (catalogadas con un número y en el índice final en letra pequeña), que unían callejuelas marginales, hasta los más cercanos al mar, propiamente viaductos de unos cuantos kilómetros de largo, más anchos que la más ancha de las avenidas, algunos hasta con torres, cuerpos escalonados y terrazas ajardinadas con árboles de cuarenta metros de altura que, de lejos, parecían matojos insignificantes sobre el lomo de un animal fabuloso; los más antiguos y famosos tenían nombre propio, advocación y una historia más o menos tabulada, recogida en poemas esculpidos en lápidas sobre las puertas de acceso. Contando todos los brazos del Delta y las canalizaciones mayores, había exactamente quince mil ciento cincuenta y un puentes catalogados, de los que eran utilizables tan sólo un treinta y cinco por ciento; el resto estaba en ruinas (de muchos no quedaban más que los pilares o las torrecillas de acceso) o bien eran reutilizados como viviendas, de diversos grados de ilegalidad y tolerancia, siempre más posible ésta en la otra cuando no se ocupaban vías principales o próximas al centro; la guía tenía un asterisco para identificar los practicables y ahorrar trayectos vanos, pero aun así era imposible estar al día de todos los derrumbamientos. Al final de un dilatado recorrido por una avenida que por el otro extremo no parecía tener final, Ígur y Silamo se encontraron ante uno de los catalogados como útiles que había caído hacía una semana; la arcada central había cedido a la altura de uno de los pilares, y el tramo correspondiente, de casi trescientos metros, reposaba aún suspendido del otro pilar, como una serpiente abrevando o un paquebote hundiéndose. Detenidos en aquel canal a más de un kilómetro y medio del paso cortado, y teniendo que retroceder, como mínimo, dos o tres más para poder seguir en esa dirección, Ígur y Silamo recalaron como en un remanso, fascinados por la magnificencia del desastre y en extraña comunión silenciosa. La tarde caía lentamente y la corriente del río, contagiada también por la lentitud de los astros inmensos o inmensamente lejanos, les parecía el más inexorable reloj de su destino, acogida en su luz violeteante igual que el cansancio definitivo del puente la pasión del cazador de un solo tiro.
Se hacía tarde y estaban muy lejos del lugar de la cita con Erastre. Emprendieron el camino cambiando a menudo de transporte y recorriendo algún tramo a pie, porque la coordinación vial de Bracaberbría era problemática como consecuencia de la subdivisión municipal propiciada por la situación; la ciudad, al contrario de Gorhgró, que se estructuraba como un densísimo anillo residencial en torno a la Falera y de un centro comercial y administrativo donde prácticamente no dormía nadie, se había asentado como una retícula difusa de densidad residencial irregular con tendencia decreciente a medida que se alejaba del antiguo núcleo condensado a partir del Laberinto, donde por razones de seguridad y confort se concentraba la residencia, y que, una vez abandonada y perdida la imagen de conjunto, inducía al forastero a transponer su imagen al resto y, por tanto, a perderse en la inmensidad, todo él dilatación y distancia, del Delta, no tanto por la complicación intrínseca geométrica sino por la acumulación agotadora de repeticiones, por la angustia de lo inalcanzable, por el ahogo anticipado de lo indefinido, del desconocimiento del límite y de la terrible presunción del infinito.
Ígur y Silamo encontraron la residencia de Erastre, situada muy al interior, en una isla menor de la parte oriental del Delta, en una zona oscura de acumulación de corrientes en la que era difícil distinguir el terreno sólido del líquido, el transitable del fangoso, invadido todo por películas vegetales en esporádicas ebulliciones, de efluvios de metano y fuegos fatuos, de formaciones hojosas con bulbos excrecentes, que a ojos del espectador desprevenido o demasiado imaginativo parecían ocultar vigilantes monstruosos que cualquier imprudencia podía desvelar, todo ello rodeado de un crepúsculo continuo y bochornoso abrazando mortalmente cualquier diferenciación, sin nada lo bastante fuerte ni lo bastante alto para romper el horizonte, y un curioso crepúsculo de sutilezas verdescentes con malignas cualidades de sumersión en un aire espeso del eco gravísimo y profundo del gong lejano y a la vez presente de la nada. Allí en medio, entre los rumores insondables, sonidos acuosos y aullidos que la indiferencia y el desgaste del pánico querían creer de pájaros, entre la inquietud húmeda, el calor del tiempo suspendido y las neblinas pestilentes que las autoridades sanitarias habían advertido pobladas de malaria, cólera y fiebre amarilla, se ocultaba el viejo Palacio que el Mayor de la ciudad había donado, en premio, al descubridor del secreto del Laberinto de los Pantanos, una estructura de madera alzada para emerger del cieno, y con una pelada y no demasiado segura pasarela de acceso, también de madera y con una sola barandilla.
Un hombre aplastado hasta en la mirada por la habitual indolencia de los criados de amos que ellos consideran vulgares condujo a los visitantes a una sala en la que el anfitrión había congregado expresamente a un grupo de especialistas y acólitos. Ali Erastre era un anciano de expresión severa hasta el temor de los niños, con una enorme testa braquicéfala, feroces ojos hundidos en cuencas moradas y profundas arrugas por toda la cara. Llevaba largo su escaso pelo y caminaba encorvado, y la voz cascada de bajo remataba un cuadro que Ígur encontró siniestro y Silamo familiar.
– En nombre de la Comunidad de la Contemplación Perpetua del Ser Necesario -alerta, pensó Ígur, eso es La Muta-, sed bienvenidos -dijo Erastre-, confío en que nuestro querido hermano Kim Debrel se encuentre bien y los tiempos le sean propicios.
– Kim Debrel se encuentra muy bien -dijo Silamo-, y tenemos el placer de enriquecer nuestro saludo más afectuoso y cargado de buenos deseos con el que él envía para vos y vuestra noble Comunidad.
Ígur no sabía nada de comunidades, y se inclinó con inquietud.
– ¿Qué os ha parecido Bracaberbría? -prosiguió Erastre, sin presentar a los demás, que mantenían una atención respetuosa y callada-; en fin, lo que queda…
– Llegamos directamente al Aeropuerto de los Pantanos, y sólo hemos paseado por las islas mayores y el centro antiguo -explicó Silamo.
– Claro -dijo Erastre-, si hubierais querido salir lo teníais difícil. El peral espinoso ha bloqueado más de un setenta por ciento del perímetro, ¡pero de todas formas tampoco hay adonde ir! -se rió-. Ya sabéis a qué me refiero, supongo. -Ígur no lo sabía, y no quería pasar por alto otro sobreentendido. Erastre lo miró sin curiosidad, y le dio una explicación-: La proliferación del peral espinoso proviene de un experimento botánico propiciado por la Apotropía de Juegos del Imperio, la Apotropía de los tiempos en que el Imperio estaba en el Imperio, es decir, en Bracaberbría. -Se echó a reír y todos los demás se sumaron, como si hubiera tenido una salida muy aguda, salvo Ígur y Silamo, que no llegaron más que a la cortesía de descomponer la neutralidad de la expresión facial-. Se trataba de reproducir el Laberinto recién conquistado, en versión reducida y con elementos vegetales, como si se tratara de un jardín de sorpresas; el problema era que los que no encontraban la salida acababan por estropear las cercas de tuyas o las columnas de boj, y como la Ley del Laberinto prohibe expresamente reproducir los canónicos con construcciones perdurables, el Departamento de Genética Botánica preparó un peral bulboso que resistiera hachas, artillería ligera, incluso un láser de baja potencia, que es lo máximo que un ciudadano puede llevar al hombro por ahí, y con ese vegetal construyó la reproducción del Laberinto en la costa Este del Oybiris, justo antes del inicio del Delta. Dos años más tarde, hubo un conflicto de atribuciones entre la Comisión de Mantenimiento y el Departamento de Genética, y la Apotropía de Juegos lo resolvió cancelando un setenta por ciento de los presupuestos para seguimiento de la evolución del nuevo individuo, con lo cual el peral sufrió una mutación inesperada, y cuando se quiso reconducirla, se reprodujo el conflicto, esa vez entre la Apotropía de Juegos y la Mayoría de la ciudad de Bracaberbría; el Departamento de Genética Botánica eludió responsabilidades alegando incumplimiento de contrato por el asunto de los presupuestos, y su filial, la Comisión de Mantenimiento, se desentendió por el mismo motivo y porque la Apotropía, según ellos, había impuesto su criterio en cuestiones que no le correspondían; el litigio se alargó meses y meses, y el peral, mutando a espinoso, crecía en progresión geométrica sin que nadie lo detuviera; finalmente se pactó un presupuesto para afrontar el problema, pero por culpa de los aplazamientos se encontraron con que en el momento de aplicarlo estaba totalmente desbordado por el crecimiento, y, con el inconveniente de que la Mayoría de Bracaberbría se negaba a reconocer los arbitrios designados por el Imperio, se tuvo que renegociar y, finalmente, que imponer un nuevo aumento del presupuesto, que de nuevo resultaba insuficiente a la hora de gastarlo, hasta que se llegó a un punto en que el peral había crecido tanto que el esfuerzo social necesario para eliminarlo superaba el déficit de la ciudad de Bracaberbría; en cualquier caso, el peral crece más deprisa que el tiempo necesario para controlarlo con un esfuerzo razonable. En una palabra: el peral puede destruirse si se quiere, pero no sólo resulta más caro de lo que valen los terrenos correspondientes, sino que hacerlo sería a costa de arruinar cincuenta veces al Imperio. Actualmente, la superficie que ocupa es casi el doble de la de la urbe de Bracaberbría, y ha topado con sus límites naturales: el mar, la selva y el desierto; contra el mar y el desierto no puede hacer nada, a la selva dicen que comienza a ganarle batallas, pero el resultado de la guerra aún está por ver; tiene un cuarto límite natural, sobre el que hay diversas teorías, que es la propia ciudad de Bracaberbría; en el margen Este del río y en la isla central dicen que ya ha cubierto más de doscientas manzanas. Ignoro cuál es el estado de la cuestión ahora, pero si les interesa, el coronel Iazata se lo puede explicar, él dirigió durante un tiempo las milicias autónomas de detención del peral.
El aludido, un hombre grande y sudoroso como todos, de unos sesenta años, dejó escapar un bufido de resignación.
– Era como matar un elefante con un palillo. El peral, no sé si lo han visto alguna vez, mide entre dos y tres metros de altura, dependiendo de las zonas, y tiene una consistencia bulbosa, densa, durísima y ligeramente elástica, capaz de resistir una descarga de dinamita; excreta una resina siliconada que lo hace incombustible, y tan sólo cede ante el láser pesado; otra posibilidad de ataque son las inyecciones de cianuro en la raíz. El láser tiene el inconveniente de ser muy lento, y tan delicado que la tasa de accidentes lo haría adecuado para incluirlo entre los Juegos peligrosos, y el cianuro aún es peor, porque además de peligroso y caro, tiene el problema de que deja al peral muerto in situ, y perfectamente trabado, de manera que hasta que no se ha secado es como si estuviera vivo, y una vez se ha secado se convierte en un objeto de consistencia leñosa, que mantiene las dimensiones y la incombustibilidad de la planta viva, agravado por el añadido de una dureza digna del mejor acero. El caso es que, tanto vivo como muerto, el terreno ocupado por el peral espinoso resulta tan intransitable como si estuviera protegido con el más feroz de los alambres de púas electrificados; lo cierto es que si no fuera por la imposibilidad de control y el peligro que eso supone, sería el elemento de protección convencional perfecto. Hace unos años el Departamento General de Mecánica Genética depuró una nueva especie de oruga, la RQHE-390, que se alimenta en exclusiva del peral; están instaladas todas las existencias, pero, a pesar de que está demostrado que sin la RQHE-390 la situación sería mucho peor, las curvas de crecimiento de las dos poblaciones son claramente divergentes, y la oruga no llegará nunca a conseguir el crecimiento cero del peral, a partir del que se podría empezar a pensar en la disminución. Es más, la curva de crecimiento de población del peral parece saltar de geométrica a exponencial.
– Pero -objetó Ígur- Erastre ha dicho que el peral ha encontrado límites naturales; me parece que eso supone una cierta estabilización.
– El peral -prosiguió Iazata- atraviesa en este momento dificultades para extenderse en un ochenta por ciento de sus límites, pero como no puede dejar de crecer, se comporta densificándose y formando oleadas de presión; en la práctica es como una inmensa bomba de relojería, y no hay duda de cómo se comportará, pero sí de qué dirección tomará, si es que no acaba tomándolas todas. En realidad hay lugares en los que la bomba ya ha estallado: la selva retrocede y hay canales de la Isla Central del Delta atravesados por el peral; hay teorías que prevén una mutación en planta acuática, lo que en principio salvaría la presión… pero imaginad en lo que se puede convertir el mar dentro de unos años. Además, se añade un nuevo problema: la oruga es un lepidóptero que se convierte en una especie de polilla de casi tres centímetros de envergadura, que no se alimenta sólo del peral, sino de toda clase de hidratos de carbono, y que, lógicamente, en los límites del peral se convierte a su vez en una plaga, a pesar de que, afortunadamente, es ahí donde vuelve a anidar. -Se pasó la mano por la cabeza-. La última vez que vi el peral, os lo aseguro, no sé qué me impresionó más, si su extensión y la densidad brutal que lo hacía parecer a punto de echársenos encima, sacudiéndose continuamente para desenredarse, o la nube de polillas que casi impedía ver el sol.
– En cualquier caso -intervino una joven muy atractiva, pero con aire de necesitar quince días de reposo absoluto-, se han elaborado estudios de población sobre el peral con resultados curiosos: si consideramos crecimiento cien el del peral en condiciones óptimas y sin la presencia de la oruga, y crecimiento menos cien el del peral asediado por la oruga en inmejorables condiciones de devoración, una gráfica de posiciones intermedias con el consecuente estudio de otros factores de incidencia como pueden ser el terreno, el clima, la naturaleza de los límites o la proximidad o hasta el fracaso de una población de orugas, puede determinar un horizonte de sucesos con una fiabilidad estable, lo que permite relacionarlo con la incidencia de recursos disponibles, entre los que la oruga continúa ocupando el primer lugar; el problema es que las condiciones óptimas de crecimiento de las orugas pasan por la devoración del peral, es decir, que puesto que toda la población de orugas está dedicada a ello, es imposible que aumente, porque no hay en ningún otro lugar, y para llevar orugas a devorar a un sitio determinado hay que sacarlas de otro, con lo que, contando el tiempo que se pierde con la extracción, el transporte y la reaclimatación, además de las que se mueren en el proceso, resulta del todo contraproducente.
– Aún te has olvidado de un factor -la interrumpió Erastre, porque nadie más que él hacía caso del discurso de la joven salvo otro individuo, el más sudoroso de todos, que no paraba de echarle furtivas miradas al escote-: que no se conoce la esperanza de vida del individuo pero, por su evolución celular, existe la sospecha de que puede superar los dos mil años, así es que la política actual es de tratamiento de prioridades, y el orden me parece recordar que comienza por los palacios principales y continúa por la industria, el comercio y las comunicaciones y, finalmente, la residencia social, el río y el desierto -se detuvo un momento, y esbozó un gesto de impaciencia, como si la cuestión fuera un lugar común de las conversaciones y no mereciera la pena extenderse-. El peral espinoso es la causa de muchos problemas, pero también hay quien dice que es la excusa para no solucionarlos, cosa que está por ver que se hiciera de no haberse producido la invasión vegetal: Bracaberbría vive en orfandad comercial, porque el transporte aéreo es antieconómico salvo el de pasajeros, y la única vía para las mercancías pesadas es por Marlú, y a partir de ahí, donde el Sarca es navegable, hasta el puerto; pero por el Sur, entre la selva de Sadelac, la montaña y el peral, estamos prácticamente aislados de las Ovbinas medias, y con Perighart sólo existe relación por aire.
– ¿Y el desierto de Irgul? -preguntó Silamo.
– En caso de necesidad se puede cruzar, claro está -dijo la joven de antes, una tal Ivana-; incluso hay rutas turísticas organizadas, pero para el tránsito comercial es inviable.
– Tal vez se debería pensar en la relación que tiene el estado presente de cosas con la evolución de las filosofías del bienestar -dijo Ígur, con ganas de comprometer ideológicamente al anfitrión.
– Desde hace más de trescientos años -dijo Erastre-, la justicia social se ha enterrado, según se nos continúa queriendo hacer creer, por razones prácticas, y sobre los escombros han aparecido formas más o menos selváticas y originales de ética personal, por decirlo de una forma que se entienda, pero con todas las reservas. Parece ser que entre las dos revoluciones, es decir a mediados del Siglo II, Bracaberbría como polis había llegado a construir una sociedad ideal, un mundo perfecto, no guerrero, no cerrado, no coercitivo, y las poblaciones vecinas, ya plenamente, o aún plenamente si se quiere expresar de forma optimista, delictivas y corruptas, ayudaban a mantenerla con un respeto extraño y un orgullo ajeno sobre el que se han construido muchas teorías: el pago de una deuda, expiación, cada cual que piense lo que quiera. Los fundamentalistas sostienen que se trataba de la preservación de un misterio, quizá incluso de amplia dimensión crematística: quien tiene todas las manzanas podridas, ¿qué no hará por conservar la sana? Todo el mundo había predicho que el paraíso estético, ético y espiritual de Bracaberbría se acabaría con una invasión exterior, quizá como última forma de esperanza, pero el gusano se formó dentro de la propia manzana sana, lo que permitió inferir que tal bondad no había sido más que una apariencia engañosa inventada y mantenida con oscuras finalidades; ¡pero de qué manera se lo habrían creído los que murieron serenos en la edad de oro de Bracaberbría!
– Lo cierto es que los signos de decadencia eran palpables para quien no se empeñara en cerrar los ojos a las evidencias -dijo el coronel Iazata-; cuando en una ciudad grande el puerto entra en quiebra, y el de Bracaberbría lo hizo en favor del de Eyrenodia, es un signo inequívoco, y viendo la experiencia de los dos Laberintos anteriores, que el de Eraji es una ruina arqueológica ajardinada y el de Perighart constituye los cimientos y las plantas bajas de media urbe, se podía haber hecho un esfuerzo para conservarlo.
– Esperemos -dijo Ígur, cada vez menos esperanzado de abandonar la reunión con conclusiones útiles y positivas para su empresa- que eso sirva para que al menos en la Falera no pase lo mismo.
– La Falera -dijo Erastre- tiene la ventaja de asentarse como un sandwich entre dos formaciones rocosas. Pero he oído decir -rió- que hay facciones opuestas en la propia Hegemonía que defienden diferentes proyectos de reutilización del Laberinto.
– ¿Ah sí? -dijo Ígur-. ¿Y cómo lo piensan reutilizar?
– Eso significa -dijo Ivana queriendo ser amable- que confían en que lo consigáis.
– No necesariamente nosotros -puntualizó Silamo.
– Pues ya te lo puedes imaginar -respondió a Ígur Erastre-; como Depósito de Reservas del Banco Imperial, que ahora ya no es el Banco Nemglour, o bien como Catedral Magna de la Apotropía de Juegos, como Prisión Terminal, como Granja Central del Departamento de Mecánica Genética.
– ¿Cuál es vuestro programa de actuación para la Entrada al Laberinto? -le preguntó Ivana a Silamo.
– No sé si sería peor eso que destruirlo -dijo Ígur.
– ¡Esos puritanos Astreos -dijo Erastre-, nunca se sabe qué harán! ¡Son capaces de meter el Mercado General de Abastos en el Laberinto! -Y todo el mundo se echó a reír.
– Estamos a la espera -dijo Silamo- de una Entrada técnica al Atrio; la resolución logística sigue su curso normal.
– Me gustaría poder ayudaros -intervino Iazata.
– ¿Creéis que Gorhgró seguirá el camino de Bracaberbría si no se consigue que el Laberinto sobreviva a la Entrada? -preguntó Ígur.
– ¡Quién sabe! -dijo Erastre-; en cualquier caso, el cuadro no es halagador: la Entrada inminente, los Astreos, la lucha por la sucesión y, sobre todo, la permanencia del conflicto, porque, a medida que Nemglour envejecía, el Hegémono le ganaba terreno a los Príncipes, y que ahora se tengan que enfrentar entre ellos no les favorecerá para recuperarlo, y todo eso entre treinta y cinco millones de habitantes. ¡No me extraña que el Emperador no quiera vivir allí! -Hubo risas.
– Debrel -explicó Silamo a Iazata y a Ivana- duda aún sobre qué Protocolo rige nuestro Laberinto; parece seguro, sin embargo, que la Puerta tiene un mecanismo fotosensible.
– En todo caso -dijo Ígur-, nadie discute que nada será lo mismo después del Ultimo Laberinto. En lo que respecta a Gorhgró, aunque el Emperador no viva allí, seguro que algún Jefe de peso tendrá que quedarse, si no cae el potencial humano.
– ¿Un mecanismo fotosensible? -dijo Iazata-; ¿artificial o solar?
– Mixto, imaginamos -dijo Silamo-. Tenemos un código estelar como primer paso de decodificaciones.
– Después del Laberinto, dudo que quieran vivir allí ni los Príncipes -dijo Erastre-. Posiblemente el mecanismo fotosensible de la Puerta de Entrada sea el último vestigio de los viejos tiempos, cuya desaparición acabará de impulsarlos a huir; me apostaría cualquier cosa a que si habéis obtenido un código de estrellas, la relación con la Puerta sea la clave de Entrada -rió-. Será decir bellamente adiós a toda una época.
– Tenía entendido -dijo Ígur- que esa época ya está liquidada, y quizá no tan bellamente.
– Así se puede considerar, en efecto, depende de cómo se mire. Los tiempos de las matemáticas como imagen tenían un nombre propio incomparable, las estrellas. Ése era el origen, una función casi física: la necesidad somática de ver el cielo, así como la función clorofílica de las plantas y la función astral del pensador nocturno. Y ése también es el origen de la paranoia colectiva de las ciudades, la carencia urbana del cielo, el olvido de las estrellas -Ígur se rió recordando que Guipria había dicho que Erastre era un determinista tecnológico; si Debrel le había enviado a visitarlo para ampliar el punto de vista del Laberinto, no se podía decir que no había tenido sentido del humor-; ése es -proseguía Erastre- el gran invento de la humanidad: ni la rueda ni el fuego, que con propiedad habría que llamar descubrimientos, sino la analogía como herramienta de conocimiento.
– Analogía que también reproduce su propia historia -dijo Iazata, y se rieron; viendo a Ígur interesado, Erastre se extendió.
– Los observadores, y hay opiniones diferentes acerca de hasta dónde de repente, hasta dónde a través de generaciones, se dan cuenta de la correspondencia temporal entre el clima, los ciclos agrícolas y biológicos en general, y los movimientos de los astros, a partir del recuento de los días, de la utilidad de las estrellas como calendario; en realidad, lo que acabo de decir es una redundancia incorrecta, un anacronismo lógico, porque la observación de los ciclos astrales es anterior al calendario, y en realidad constituye su raíz conceptual. La apreciación de lo menos mutable a escala humana, las estrellas, es la medida de lo más mutable (el clima y los seres vivos), y establece sobre la realidad una primera jerarquía de categorías. La analogía avanza a partir de una causalidad muy sencilla: sabiendo que cuando en la tierra pasa tal cosa, en el cielo, a tal hora de la noche, hay tales objetos, sabremos que cuando tales objetos, siguiendo su ciclo, se acerquen a esa posición, se repetirán esos sucesos en la tierra. Hay una primera ilusión: que los acontecimientos del cielo determinen los de la tierra, pero eso, claro, desaparece con el empirismo. En cualquier caso, el establecimiento de la relación, suponiendo que no haya sido cosa de muchas generaciones, o incluso siglos, debió ser un momento apasionante.
– Quizá fuera el descubrimiento de un individuo -le interrumpió Ivana.
– Muy sentimental, amiga mía -dijo Erastre-, pero lo dudo. En cambio, sí me atrevería, como mínimo, a especular sobre la posibilidad, y hablo siempre en el terreno colectivo, de que ése sea el proceso consustancial a la construcción del sistema de conocimiento y de comunicación; de hecho, los residuos del origen son aún visibles en nuestra cultura.
– La cuna del lenguaje… -dijo Iazata con poco interés, medio pregunta, medio constatación.
– Y de la filosofía -dijo Erastre-. A partir de ese momento, el conocimiento se bifurca en dos grandes direcciones: una, de orden práctico, cultiva la técnica para establecer con la máxima precisión los movimientos del cielo, y hoy la llamamos astronomía; la otra, de orden supraestructural, intenta explicar la analogía hasta su razón fundamental: ése es el origen de la astrología, pauta, cuando se le añade la necesidad de situar la vida, del sentimiento mítico sagrado, y, ya de forma más distante, con las sistematizaciones formales y de poder, de las religiones en general.
– Si en origen -dijo Iazata-, astronomía y astrología son una sola ciencia, igual que química y alquimia, el proceso que conduce a la división actual no podemos contemplarlo con ojos inocentes, nunca podremos dejar de verlo desde la mediatización del resultado.
Erastre sonrió.
– El distanciamiento entre una cosa y otra lleva a pensar en un pasado de términos identificados, sí, pero es difícil establecer relaciones de dependencia histórica entre disciplinas científicas, artísticas y filosóficas. No deberíamos confundir la evolución de una disciplina, su buen funcionamiento como sistema, con su utilidad y, aún menos, con el grado de verdad que encierra para cada cual. El problema es la conciliación, o, si se quiere, reconciliación de las ramificaciones en una disciplina única que intente explicar el mundo, porque la relación que las distanciaba no pertenece a una causalidad razonablemente abarcable y, por lo tanto, es difícil de situar fuera del elemento más amplio, quizá las religiones, cuando no se dispone de más acuerdos racionales o lenguajes en común, pero tampoco se la puede tirar por la ventana, porque es lo que ha propiciado la aparición de la ciencia astronómica, es decir, de las matemáticas y la física, por más que en origen fueran subsidiarias de la astrológica, y la poesía, subsidiaria de la cual es la filosofía.
– ¿El advenimiento de la ciencia, es decir, el triunfo de la filosofía sobre la poesía, es un movimiento de lógica histórica? -dijo Silamo-; Debrel no lo ve como sustitución, ni como derrota de una cosa por la otra, ni tan sólo como alternativa estratificada en el aspecto de categorías.
– ¿Lo ve como las dos caras de una misma moneda, pues? -dijo Ivana.
– Suponiendo que la moneda sólo tenga dos caras -dijo Erastre-. La cuestión continúa siendo cómo ligar los dos grandes bloques de visión del mundo, hayan estado unidos o no en origen, y cómo situar en ellos la experiencia personal. El aprendizaje del recuerdo colectivo, desde luego, no puede lograrse si no es a través del recuerdo individual, que actúa por compensación: acumula en el plato de la balanza del conocimiento y la capacidad de expresar lo que vacía del plato del sentimiento y el deseo. El Anágnor Harsafes sostenía que el conocimiento colectivo sigue un camino parecido, y que en nuestra época estamos aproximadamente a una tercera parte del conjunto, pero ¡quién se atrevería a mantenerlo a ultranza! La sabiduría, eso sí es cierto, se adelanta al envejecimiento y aleja la muerte, a pesar de que hoy ya nadie se hace la ilusión de forzar la realidad con un concepto. ¿Cuál ha terminado por ser el instrumento que mejor se adapta a una visión utilitariamente simplificada del mundo? La cuantificación: estadística, probabilidad, la cuadriculación del mapa en términos identifícables como combinaciones cartesianas de otros más elementales, ¡ésa es la verdad en porcentajes! ¿De qué orden se puede esperar vivir, en tales condiciones? Aparte del fracaso al que la operación está condenada como sistema de pensamiento, pensad en los perjuicios en el ecosistema de la felicidad social, vital y espiritual que conlleva el intento.
– Un intento devastador, sin duda -dijo el coronel Iazata, pero parecía que no hubiera escuchado.
– Un intento que conduce, como toda moral, a un sistema encarnador, a una iconografía significante que en unas épocas eran los dioses, en otras el arte, en otras la glorificación de los avances de la industria; con nosotros son los Juegos. Naturalmente -miró a Ígur y Silamo con soberbia-, aquí no llega la magnificencia de la Apotropía, ni la iniciativa privada se puede permitir los espectáculos de Gorhgró o del Lago de Beomia, y eso significa que los jugadores han de usar la imaginación si no quieren acabar en las naves desiertas y medio en ruinas del antiguo Palacio General.
– Aún funcionan mil salas, y del orden de cien máquinas en cada sala -puntualizó Iazata-, lo que no significa gran cosa cuando el Palacio había llegado a tener cinco mil salas y trescientas máquinas en cada una.
– ¿No creéis que la causa del descenso se debe más a la reforma de los porcentajes? -preguntó Ivana, e Iazata se vio obligado a explicarle el caso a los forasteros.
– La principal modalidad de las tragaperras era la ruleta rusa, basada en la jugada tradicional; el cliente, en la variante punitiva, jugaba con cien créditos a un sexto de posibilidades de muerte frente a cinco sextos de premio de mil créditos; a cada punto de aumento de probabilidades, lo que sería el equivalente de las balas, aumentaba linealmente el importe de la jugada y el premio, es decir, con dos probabilidades de muerte contra cuatro, la jugada valía doscientos créditos y el premio dos mil, hasta que se objetó que en función de la metaposibilidad, los premios debían aumentar en proporción geométrica (incluso había un sector que propugnaba la exponencial), porque la metaposibilidad (en realidad deberíamos llamarla posibilidad real) de morir en el Juego no queda realmente explicitada en la constatación matemática de que cuatro sextos es el doble que dos sextos, sino que en un caso existen verdaderamente más posibilidades de morir que de ganar, y es por eso por lo que se decidió primar geométricamente los premios, manteniendo el aumento lineal de los costes. Pero resultó que las arcas del Palacio no eran suficientes para hacer frente a los pagos, a pesar de que las máquinas estaban, según se ha demostrado, trucadas, y las probabilidades de muerte eran mayores de las indicadas, ¿recordáis la cantidad de empleados que llegó a tener el servicio permanente de identificación y recogida de cadáveres?
– Desde luego -dijo Erastre-. Y el servicio se colapsaba cada sábado, cuando los recogedores morían en tropel en las máquinas tragaperras… les faltaba tiempo para ir a gastarse el sueldo.
Hubo carcajadas.
– El caso es -prosiguió Iazata- que enseguida empezaron los impagos a ganadores, con el desorden social consecuente: bandas de afectados asaltando las salas y destruyendo las instalaciones, procesos a los empleados por distraer los fondos de las cajas de las máquinas antes de cargarlas, o por embolsárselos una vez registrados, y a partir de entonces el inicio de la decadencia del Juego.
– La discusión de fondo -dijo Erastre- ha beneficiado mucho al Hegémono para arrebatar poder con el impulso de la famosa reforma institucional: ¿cuánto vale un hombre?, ésa era la cuestión, y la respuesta es la verdadera ideología sobre la que se asienta el Imperio. Distinguimos entre valor activo y valor pasivo. Valor activo: cuánto vale, en términos mercantiles, la persona, en tanto que resultado de la división entre el presupuesto que se dedica a 'a materia humana del Imperio y el número de individuos; así se obtiene una cifra determinada que sin más referencias no clarifica nada, y que, corregida con el coeficiente comercial pertinente, es lo que tendría que pagar por un hombre un hipotético comprador, en caso de que un hombre fuera explícitamente una mercancía, al margen de que en otros términos no deje de serlo. Valor pasivo: cuánto está dispuesto a gastar el Imperio, siempre como promedio, para evitar la destrucción de un hombre, en la misma medida en la que invierte para salvar un puente, pongamos por caso, una carretera, o lo que sea; en ese caso dependerá del hombre; el promedio del conjunto de la población está ligeramente por encima de uno, pero es gracias al enorme potencial que el Imperio dedica a la preservación de unos cuantos, el Emperador por encima de todos, lo que ocasiona que el resto quede por debajo, y la práctica ha obligado a reconsiderar los términos del cálculo. Hoy en día, finalmente, la cifra concreta de cada cual, por supuesto no accesible para el público en general, se cuantifica a través de una complicada fórmula matemática que, integrando factores esenciales o circunstanciales, por ejemplo edad, bienes producidos, estado de salud y excedentes en la profesión, establece una proporción entre lo que el Imperio pagaría por salvarle la vida y lo que pagaría por eliminarlo. Como el valor negativo de la mayoría es mayor que su potencial social, y, por supuesto, pecuniario, para evitar que los destruyan de oficio no les queda más remedio que el Juego, que de esa forma actúa como impuesto pasivo, no tan sólo desde el punto de vista económico, donde aporta diez veces más activo que los impuestos indirectos y directos, sino sobre todo sobre el excedente de población.
– ¿Heroísmo de consumo? -rió Ivana-; ¿convertirte en un héroe por cien créditos y solucionar un mes de vida? Quizá sí sea ésa la trampa con la que el Imperio recupera gastos. Nunca lo hubiera conseguido por decreto.
– De ahí surgió la controversia -dijo Iazata-, porque los baremos del Juego tasaban una vida humana muy por encima de su valor real, y el mercado oficial no lo ha resistido. -A Ígur se le apareció la imagen del mimo vagabundo instalado en el portal de su casa, un hombre ya bastante viejo y maltrecho, que dormía a la intemperie en la más completa indigencia-. De ahí que los verdaderos jugadores tengan que organizar privadamente las timbas valiéndose más de la imaginación que de grandes presupuestos. En otro momento -se dirigió a Ígur y Silamo- ya os contaré alguna.
– El problema práctico con que topa desde hace tiempo la inacabable reforma de Ixtehatzi -dijo Erastre- es la destrucción real del sentimiento de la imagen colectiva, que excede los propósitos del político histórico, y el anhelo retrógrado de la población, que está mucho más lejos en sentido opuesto, y en ese caso el punto medio no sirve. ¿Mantener los Juegos? Imposible tal y como están: potenciarlos o suprimirlos, y ésa es la paradoja, porque tampoco es posible ni una cosa ni otra. ¿Añadir poder al Gran Cuantificador? Muy bien, pero ¿qué pasará cuando estos señores resuelvan el Ultimo Laberinto? ¿Tensar al individuo entre el Cuantificador y las Demeterinas? Más valdrá cortarse las venas que presenciarlo y, sin embargo, ya nos han atrapado los tiempos en los que las características del pasado se ven no ya como anacronismos, sino como ambigüedades difíciles de situar. ¿Qué opináis del asunto de las Demeterinas?
– Cuando se tiene el control del mercado no hay más remedio que asumir el enriquecimiento material como una carga de autoridad moral, y actuar en consecuencia -dijo Ígur con solemnidad.
– Eso está bien -dijo Iazata-; ¿y respecto a la propaganda?
– Una buena manera de ridiculizar a los enemigos es reducir a esquemas primarios sus pensamientos, atribuirles visceralidades y crispaciones irresolubles, intenciones dogmatizantes -prosiguió Ígur, con la vaga esperanza de que si detrás de esa reunión estaba La Muta, alguien saltaría, pero no fue así, quizá, pensó, porque estaban demasiado acostumbrados a los Juegos en los que es vital no mostrar las bazas; sólo Erastre sonrió.
– Volviendo a las Demeterinas, ¿sois partidario del control o de la liberalización? -Ígur vaciló-. No hace falta que contestéis, no vayáis a creer que os queremos comprometer. Únicamente quiero que no olvidéis que habéis emprendido un camino en el que no sólo tendréis que bregar con enigmas poéticos o geométricos, sino que también se encuentra imbricado el problema del control de un cierto tipo de recursos en los que, por desgracia, la política tiene un peso muy importante, y no creo que, por sabio que sea Debrel, os resulte posible manteneros al margen. Por cierto -se encogió de hombros-, no entiendo por qué os ha enviado a visitarnos; yo, al menos, no tengo nada que añadir a sus enseñanzas, y me atrevería a decir que en el aspecto técnico no tiene interlocutor en todo el Imperio.
Ígur se reafirmó en la idea de que la visita a Bracaberbría tenía una dimensión política. ¿Había que estar a buenas con La Muta? Debrel podía haber sido más explícito. Miró a Silamo con desconfianza. ¿Colaborador o vigilante? Pero Debrel no parecía el más insondable de todos.
– Debrel es un genio, ciertamente -dijo Ivana, con mirada evocadora.
– ¿Un genio? -dijo Erastre-. La idea de genio está reñida con la materia ética que preside la resolución del Laberinto. Se puede hablar de un pianista genial, de un matemático, hasta de un estratega militar o financiero, y casi propiamente de un criminal, y en todos esos casos se revela claramente que la conciencia de la contemplación del genio comporta algo que, siendo susceptible de contraste, y por lo tanto de confrontación, es en esencia no cuantificable, en el sentido en que nadie se referirá nunca a un moralista como genial, dando con ello la población parlante cuenta de hasta qué punto está poco predispuesta a recibir sorpresas en dicha materia. Debrel es un genio de la deducción positivista, pero tendrá que abandonar tal facultad cuando llegue al corazón del Laberinto -miró a Ígur-, y a vos también os convendrá olvidar que sois un espadachín invencible -miró indefinidamente adelante, como hablando para sí-; no podréis olvidarlo, y después os lamentaréis, cuando ya no habrá tiempo.
Erastre ofreció una cena a sus huéspedes, al final de la cual se retiró a reposar en nombre de los recursos y las prerrogativas de la edad, brindando, sin embargo, a los demás la posibilidad de alargar la tertulia en el salón, gentileza amablemente rehusada por Iazata y por Ivana, que propusieron a Ígur y Silamo que se apuntaran a una fiesta privada en casa de unos amigos; Ígur iba a decir que no, pero Silamo se le adelantó.
– Aceptamos con mucho gusto -dijo.
Iazata e Ivana llevaron a los invitados con el transporte a través de la inacabable y agonizante estepa urbana de Bracaberbría, donde los reductos habitables eran islas en medio de un océano de abandono y miseria, hasta otro Palacio, más lujoso que el de Erastre y, bajo una masa de magnolias con madreselva, mimosa y heliotropo, casi invisible para el peatón no avisado. Allí se celebraba una orgía ya medio empezada, en ese punto indefinible entre la indecisión indolente de unos, la impaciencia de otros y el afán de organización de la anfitriona, una tal Tálela, que, aunque sin duda más joven, no resistía la comparación con Madame Conti.
– Adelante, mensajeros del Imperio -dijo-, estáis entre amigos.
– Yo no diría tanto -dijo un viejo maquillado-, estáis entre actores.
Taleia les presentó a dos mujeres en una fase también ambigua de embriaguez.
– Destoria y Fornesdipra. -Y señaló a la rubia y a la morena, que a Ígur le recordó a Sadó por el físico, y por los movimientos a una buena amiga de Cruiaña.
Se intercambiaron las cortesías de rigor, y la tal Destoria se puso a contar desaforadamente los problemas que la Mayoría de la ciudad le estaba ocasionando por unos impagos de impuestos.
– ¿Es que ahora el Imperio tiene acceso directo a los créditos particulares? -repetía una y otra vez-; que sepan lo que haces, pase, pero que te roben las reservas, ¡por ahí no trago!
– Debes haber transgredido las leyes fundamentales de la convivencia -dijo Iazata con una sonrisa perversa.
– ¿Cuáles son? -preguntó ella levantando la cara.
– Te guardarás de proferir mirada de ira alguna que no provenga del celo -dijo Fornesdipra, poniéndole una mano en el muslo a Ígur-, te guardarás la apoteosis de los labios si no es para impulsar más sangre, te guardarás de enseñar a los niños grandes falos arrebatadamente succionados por opulentas mujeres perdidas ardientes de espasmos, sudores y gemidos, te guardarás la avidez que sólo lleva a la brevedad -Destoria la interrumpió de una carcajada-, no permitirás que el más impotente se quede ni siquiera las migajas…
– ¿Queréis que juguemos? -intervino Madame Taleia.
Ígur se separó y dio una vuelta por la sala, un espacio distribuido en tres naves desangeladas, partidas por columnas de hierro que soportaban un techo de madera a unos cuatro metros, perdido en una maraña de madreselvas y plantas tropicales que desprendían olores y humedades sofocantes, mezclados con otros sobre cuyo origen más valía no indagar. Iazata, tal y como había prometido, explicaba las características de un Juego, con la rubia Destoria sobre sus rodillas.
– Es una variante poética del Juego de la Confianza del Lobo: cuatro jugadores en cabinas aisladas tienen la opción blanco o negro: si todos eligen blanco, obtienen cinco mil créditos cada uno; si alguien elige negro, independientemente de lo que hayan elegido los demás, tendrá la obligación de jugar a un sexto de posibilidades de muerte por electrocución contra cinco sextos de una ganancia de mil créditos, y los que hayan elegido blanco serán electrocutados de inmediato. La estadística mostraba un elevado porcentaje de jugadas en las que, por intuición de gato viejo, o a saber por qué, hay quien afirma que por acuerdos fraudulentos, todos los jugadores escogían lo mismo, o blanco o negro, y se resolvió introducir, como quinto jugador, un factor aleatorio de un tercio de posibilidades de negro y dos tercios de blanco, pero entonces los jugadores optaban sistemáticamente por el negro, y se inventó la variante poética, que obliga un poco más a la imaginación: se explica una historia sencilla, normalmente extraída de los antiguos, basada en los grandes sentimientos elementales: triángulo amoroso con alcahueta tendenciosa, dos parejas intercambiadas, hija y padre y tres pretendientes, en fin, cualquier cosa, y por sorteo se le adjudica un personaje a cada jugador; el texto contiene en forma de enigma, y también como conclusión moral, por lo tanto con dos caminos válidos para encontrar la pista, la postura adjudicada a cada personaje, blanco o negro, y el jugador tiene que escoger en un tiempo limitado; de ahí resulta una matriz de posibilidades mucho más rica, basada no tan sólo, como antes, en el contraste entre personajes, sino con posibilidades de re-salvación o re-condena en caso de coincidir cada cual con su color adjudicado; así la elección tenía de entrada cuatro posibilidades: que el jugador al que le había correspondido personaje blanco eligiese blanco o negro, por lo tanto que acertara o fallase, y lo mismo correspondiéndole negro; en caso de acierto en blanco, el personaje se salva, pero se va sin una perra con independencia de lo que hayan conseguido los demás; los personajes negros pueden ser desde uno único hasta todos; el que lo es y lo acierta salvará la vida y obtiene la muerte de todos los que se hayan equivocado; para obtener los cinco mil créditos tendrá que esperar a un error propio y que al menos uno de los demás se haya equivocado (siempre, por supuesto, que ningún negro haya acertado, porque en ese caso moriría en el acto), y entonces tendrá la obligación de jugárselos a muerte a un cincuenta por ciento, y a un diez por ciento si todos los demás han acertado pero ninguno con negro.
– ¿Y si todos aciertan? -preguntó Ígur.
– Era difícil que todos acertasen; entonces se repetía el Juego con diez mil créditos de premio a la jugada, pero con una historia mucho más complicada y con la mitad de tiempo para resolverla.
– Demasiado difícil -dijo Madame Taleia-, creo que nunca me metería en algo así.
Iazata rió.
– Los Juegos de ahora son una bagatela comparados con los de la vieja escuela gulkuriana de los Pantanos. Hay que ir a los Palacios de los Duques arruinados de Eyrenodia para encontrar a alguien que aún sea capaz de construir un Metajuego Gnomónico.
– ¿Queréis decir basado en proyecciones astrales? -preguntó Ígur.
– Quiero decir regido por un canon dinámico, generalmente la mediana y la extrema razón. Las reglas del Juego también forman parte de ese canon, la combinación de los resultados anteriores confecciona las reglas de cada jugada, hasta un grado de expresión y complejidad inimaginable. Las leyes generadoras de normas y sus relaciones con las jugadas, a través de correspondencias que asimismo establece y modifica el Juego y lo ponen en relación con características intrínsecas modificadoras que el jugador ha de tener presentes en todo momento, se designan las unas como Jefes de Ahrimán, es decir los Planetas, y las otras como Jefes de Ormuz, por lo tanto los Signos del Zodíaco, y responden a codificaciones de series que siguen espirales logarítmicas de diversos órdenes, generalmente relacionadas homotéticamente entre sí, y sujetas al grado de aleatoriedad establecido en las premisas, aunque, como todas las demás leyes, modificable a lo largo del Juego, y en cualquier momento cuantificables las posibilidades, que aumentan en exponencial, con un polinomio no determinista.
– ¿Cuál era el objetivo? ¿El placer intelectual? -preguntó Ígur.
– Por encima de todo estaba -dijo Iazata- la idea de obligar al jugador a una cultura, a unos conocimientos de la tradición y a un poder adquisitivo que descartase de entrada a cualquiera que no fuera un Príncipe o un alto dignatario, de Agon para arriba. Y, una vez el Juego en marcha, el efecto de las normas era de una complicación tal en la defensa frente a factores imprevistos y, por lo tanto, en la modificación de estrategias, que hacía casi imposible la estabilidad de relaciones de confianza. La esencia del Juego llevada a las últimas consecuencias.
– ¿Te acuerdas del gran jugador de confianza? -le preguntó Ivana a Iazata.
– ¡Claro! -dijo el Coronel-. Tenía un no sé qué furioso de femenino. -Destoria le metía mano por los pantalones.
– Imposible -dijo Fornesdipra-, le gustaban las mujeres más que nada.
– He dicho femenino, no homosexual, que es muy diferente. -Y desnudó a Destoria a tirones, físicamente incómodo por las manipulaciones a que ella le sometía-. Se complacía fingiendo que era una mujer, proyectando en el Juego esa imagen embriagada y desnuda ante los espejos, labios jóvenes y piel enjoyada, luz propia tras ventanas entreabiertas, o en playas de septiembre abrazada a otras mujeres exuberantes y ágiles como ella, multiplicando la sensualidad con un poco de frío y un poco de miedo -y quedaron en primer término los grandes pechos de Destoria, con aros en los pezones-, como en el Juego, precipitándose como la espera del resultado dentro de la cabina con tactos inusuales de pies y brazos, acariciándose hasta desfallecer.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Ígur.
– Se llamaba, el pobre -dijo Iazata, sin mirar a la mujer desnuda que tenía en el regazo.
– Tenía demasiada afición a jugar al negro -dijo ella, riendo de una forma que a Ígur le pareció que más que a la conversación, se debía a lo que se dejaba hacer.
Iazata se entusiasmó analizando el contraste entre los gustos del personaje en cuestión y la ausencia de aromas homosexuales en sus inclinaciones, pero cómo de hecho se podía considerar así a partir de la perspectiva de que era una mujer, y, en tanto que inclinada hacia las mujeres, lesbiana.
– Un metahomosexual -dijo Fornesdipra, acercando a Ígur su frondosa orquestación de olores y de incisiones aéreas.
– Se veía mujer más que nada para gustarse como tal -dijo Iazata-, y no le interesaba saber hasta qué punto desde otra perspectiva.
– Su locura -dijo Ivana- buscaba el máximo furor erótico dirigido a la feminidad que pudiese conseguir.
– Las ternuras más erizadas -corroboró Iazata con fruición porque Destoria avanzaba en el recorrido del cuerpo-, las cavidades más cálidas y convulsas de deseo y de belleza.
– El roce y el desmayo más inalcanzable -lo animó ella con la respiración arrastrada-, sin cuidado de extinción, el tránsito continuo entre el rosa y el rojo.
– ¡La transformación circunstancial, dirigida -dijo Fornesdipra- y, dentro de su absoluto descontrol, como el Juego, una vez fuera de los límites, controlada!
– Pensarás que la fiera estaba enjaulada -dijo Ivana, gustando de la aproximación de Silamo-, pero la jaula era tan grande y estaba tan bien surtida como para no añorar la selva.
Ciertamente, pensó Ígur, y aún lo era demasiado para ser su fosa, y ya cansado de tanto roce a medias, le clavó la mano en el culo a Fornesdipra, con el dedo central en barrena. Las divisiones del grupo por afinidades le sugerían asociaciones destructivas y, cuando la cortesana se dio la vuelta fingiendo más sorpresa que entusiasmo, la convirtió sin la menor pasión particular en el libro en el que se leía la historia de aquel lugar, su maravilloso pasado de galerías porticadas, columnatas de oro rosado reflejadas en estanques de contornos de mármol modulados en pálidos lilas carnosos, con vetas como finísimas arterias expresando la terrible palabra olvidada, especies vegetales exóticas y amistosas, pájaros como peces, peces como mariposas, mariposas como pétalos, pétalos como miradas, y en las miradas la señal precisa de aquel instante. Pero la actividad sexual multiplica todo lo que toca: en la juventud, el atractivo y la belleza, pero cuando no la hay, el resquebrajamiento y las más sórdidas repulsiones. Bracaberbría misma, formada por límites, tenía la fascinación inestable de la decadencia que, aún no en plena decrepitud en el sentido en que la diferencia entre lo bella que era en conjunto y a distancia y cuánto entristecía de cerca y lugar por lugar no era todavía demasiado trágica, sabe olvidar el cénit de la vitalidad y el resplandor en lo sazonado y la autocontemplación melancólica en la que se complacen los más perturbadores parajes de mundo, las perspectivas más de ensueño y los escenarios más descorazonadores.
Silamo se ocupaba de Ivana, Iazata había ensartado a Destoria sin moverse de la silla, Ígur arrastró a Fornesdipra por los rincones más oscuros de la estancia, a los cobijos que dejaban libres los montones de cuerpos que no quería reconocer, con jadeos sin voz en los que resonaba la feroz analidad de azufre de la antigua disciplina espintriana, hasta que, en un receso, ella se abandonó, como tantas mujeres entusiasmadas, al parecer de Ígur, con toda su pretendida independencia, a la obsesión de repasar experiencias, de mezclar en ellas al amante que tenía entre las piernas, magnificadas hasta lo absoluto vivencias que a Ígur le parecían tópicas y vulgares y, viendo que él la dejaba hablar, se autocomplació hablándole de otros hombres de su vida y de momentos inolvidables, que Ígur encontró estúpidos algunos y más que superables los demás, hasta que vio a Destoria desocupada, una vez el desarbolado Iazata recalaba en el abrevadero terminal de la mesa del medio, y la llamó para que lo salvara de tanta intimidad moral indeseable. Pero Fornesdipra no estaba dispuesta a perderlo, por lo que Ígur se las tuvo que ver con la voracidad capiculada del doble de agujeros que antes, hasta que los horrores de la revelación del alba dejaron al descubierto las victorias no deseadas, y aun Ivana, que no había tenido bastante con Silamo, reclamó las últimas ganas del Caballero conmovido por el desorden de los sentidos.
Al día siguiente Ígur y Silamo se extenuaron una vez más en cuerpo y alma por la inacabable reiteración geométrica de Bracaberbría, y dos días más tarde concluyeron que aquel lugar no les aportaría más que desgaste y disolución, así es que Ígur cumplió su misión burocrática, que resultó completamente irrelevante, y los días que les quedaban los pasaron en un lento retorno por la ribera del Mar del Sol Poniente, por el Delta del Sarca hasta el puerto de Eyrenodia, desde donde retrocedieron hasta las marismas, y de allí en helicóptero hasta Póntira, y en transportes tradicionales y justo antes de la entrada del equinoccio, hasta la lanza del Sarca, que remontaron hasta las puertas de Gorhgró, donde llegaron en la más brillante ebullición de la noche, una noche roja bajo el indescriptible cielo blanquecino de cuando no ha soplado la furia norte del Gran Arturo.
Ígur y Silamo se despidieron después de tantos días sin perderse de vista, y cuando el Caballero llegó a su residencia, encontró el pórtico ocupado por media docena de indigentes, como si la memoria inmediata, resistente a abandonarlo, montase guardia en la más directa y eficaz de las proximidades.