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Ígur Neblí se reincorporó a la disciplina de la Equemitía para rendir cuentas de su estancia en Bracaberbría, y fue oído por el Secretario Ifact en presencia del Ayuda de cámara.
– ¿Cómo van las gestiones de la Entrada al Laberinto? -le preguntó al final-. ¿Ha habido más problemas burocráticos?
– Gracias a vuestra ayuda, ninguno más. Esperamos la resolución de los problemas técnicos y la respuesta del Secretario del Príncipe Bruijma.
Ifact alargó el silencio hasta el punto de alarmar a Ígur.
– Quizá debieras saber que tienes competencia para conseguir la Eponimia del Príncipe Bruijma. -Ígur ya esperaba algo así, pero desconocía la estrategia consecuente.
– En toda tentativa hay un Caballero de Capilla -dijo-. ¿Podría saber quién es?
– Si tienes intención de desafiarlo, piensa en el código de la Capilla -dijo Ifact-. Es Per Allenair.
Per Allenair era el hijo espiritual de Maraís Vega, y, con algo menos de treinta años, se encontraba en el punto justo entre energía y experiencia; realmente, pensó Ígur, no era un adversario a quien ir a desafiar.
– ¿También es Astreo? -preguntó; Ifact vaciló.
– No exactamente. Pero tiene ciertos compromisos adquiridos.
Ígur se imaginó en medio de un Combate. La intuición siempre le había dado buenos resultados. ¿Compromisos? Se decidió a disparar con los ojos vendados.
– ¿Se trata de las Demeterinas?
Ifact se volvió lentamente hacia el Ayuda de cámara, y mantuvieron un diálogo de miradas tan sutil que Ígur fue incapaz de distinguir el menor movimiento aparente; tan sólo le pareció apreciar una confirmación de cálculos.
– Que nosotros sepamos -dijo el Secretario-, el mercado por ahora se mantiene estable, y el reasentamiento de los Príncipes no tiene por qué afectarlo de forma inmediata. ¿Existe alguna información en sentido contrario?
La jugada se había puesto en marcha, pero Ígur iba con los ojos más vendados que antes.
– No exactamente. Pero no quisiera que la Entrada se me fuera de las manos por una imprevisión.
El Secretario se dirigió de nuevo al Ayuda de cámara.
– ¿Quizá estéis pensando en alguna forma de autocompetencia como solución? -dijo el funcionario.
Ifact lo mandó callar con un gesto y se puso en pie, con una mirada glacial. El Ayuda de cámara hizo una inclinación y salió. El Secretario rodeó la mesa y acompañó a Ígur a la puerta.
– Sigue adelante -le dijo-, y cualquier dificultad nos la comunicas enseguida -Ígur dudaba de si la indiscreción del Ayuda de cámara había sido real o preparada-, y no dejes de mantenerte en contacto, igual que antes -pero, pensó Ígur, si estaba preparada, ¿con qué intención? ¿Despistarlo? ¿O, al contrario, darle subrepticiamente una información que de forma oficial no podía salir del despacho de una Equemitía?-, que los tiempos son procelosos y el mapa del mundo puede cambiar de un día para otro -rió-, sé prudente.
A esa hora Silamo debía de estar en el Atrio del Laberinto, y habían quedado para después en casa de Debrel; Ígur dio una vuelta por los parques del Sudeste, desde donde se dominaba el macizo de la Falera, y después se fue para allá.
Informado por Silamo con meticulosidad, Kim Debrel le ahorró a Ígur el dar explicaciones del viaje a Bracaberbría, y Debrel no acabó de aclararle los motivos de la visita a Erastre. Rió cuando Ígur le repitió los elogios de que había sido objeto, y estaban en plena complacencia dialéctica cuando llegaron Guipria y Sadó.
– Nos han dicho -le dijo a Ígur la mujer del geómetra- que el Señor Caballero de Capilla provocó estragos sentimentales entre las féminas de los Pantanos.
Rieron; Ígur miró a Sadó, vestida de azul marino y más bella que nunca, y ella mantuvo la mirada pero no la sonrisa.
– Las mujeres de Bracaberbría tienen fama de sacarle a los corazones ociosos más de lo que se les tenía pensado dar -dijo con su voz de soprano cálida y sensual-; quizás tengan mucho que enseñarnos.
Sirvieron las bebidas, los canapés y las pastas habituales, y se mantuvieron presentes con intermitencias casuales, dejando que ellos dos continuasen la conversación.
– ¿Qué pasa con las Demeterinas? -preguntó Ígur.
– El conjunto de las Demeterinas reproduce dividido en elementos lo que se ha llamado el espectro perceptivo del animal humano, es decir, todas las combinaciones sensoriales y reconstructivas de la realidad que hasta ahora se han descubierto como capacidades del cerebro.
– Eso ya lo sabía -dijo Ígur-; lo que quiero saber es qué papel juegan en el Imperio, y qué incidencia tienen en la Entrada al Laberinto.
– Los límites de las posibilidades del uso de las Demeterinas por parte del gobierno -dijo Debrel- coinciden, y en muchos casos se sobreponen, a los de los más importantes instrumentos corporativos de operación del Imperio, empezando por el Cuantificador Central que, como sabes, controla el Hegémono, si es que es posible que lo controle alguien. El problema empieza cuando el alcance del Cuantificador, aplicado a todas las actividades comerciales, políticas, artísticas, sociales, delictivas, judiciales, etcétera, topa con la mediatización de las Demeterinas, que demasiado a menudo son obstáculo, disfraz y hasta falseamiento y burla. La Demeterina bien utilizada es un formidable revulsivo social y político, y no acaban ahí sus aplicaciones, porque es a su vez distorsionadora con el Juego y con la Cabeza Profética, y probablemente esté en la base de alguna de las trampas del Laberinto.
– ¿Y cuál es el problema en concreto?
– Quién las controla. Tu Equemitía propicia la ingeniería genética y la mecánica neuronal, y es, por lo tanto, uno de los tres estamentos que regulan la producción de Demeterinas, que son en la práctica el factor de enlace entre el seguimiento del individuo y la política de conjunto del Imperio. ¿Te imaginas, en las manos adecuadas, el instrumento de desestabilización que pueden llegar a ser? -Sadó se sentó en la alfombra con las piernas cruzadas, y con la cabeza apoyada en las muñecas escuchaba con una atención que a Ígur se le antojó caprichosa-. La cuestión es que por una parte la industria de investigación y producción de Demeterinas atraviesa periódicamente crisis sectoriales, y por otra que hay algunas que los Príncipes sospechan que parte de sus beneficios se desvían a La Muta. ¿Qué se puede hacer? Partiendo de la base de que el uso continuado de cualquier Demeterina supone un desgaste severo de salud, en especial de las células cerebrales, la prohibición parecía un buen camino, pero llevada a término de manera radical podría suponer el hundimiento definitivo del sector. La solución del Hegémono Barx está considerada un clásico del intervencionismo pasivo: de entre los cinco bloques genéricos de Demeterinas, declaró tres ilegales, y sometió a los otros dos, uno a un control estricto y el otro a un control nominal; de los tres bloques prohibidos persiguió a dos, y al tercero lo puso bajo una tolerancia oficiosa; los resultados fueron brillantes, y se consiguió estabilizar la situación; así, los traficantes y consumidores a gran escala de las dos Demeterinas perseguidas eran sometidos a castigos ejemplares, de gran resonancia pública gracias a que a menudo se pillaba a personajes famosos. Y cada clase social era, de acuerdo con sus inclinaciones y posibilidades colectivas, consumidora de un sector determinado, prohibido o tolerado, y cada cual vivía sensibilizado por una filosofía, desde las más radicalmente abstencionistas hasta las que, por encima de la certeza racional de cualquier ciudadano con sentido común del hecho de que tanto el consumo de la Demeterina prohibida como el de la permitida beneficiaban a las mismas arcas, propugnaban el favorecimiento de la Hegemonía del Imperio con el uso de las legales o, al contrario, su debilitamiento con el uso de las clandestinas. Pertenece a la literatura del tratamiento social de los mitos la casuística sobre los efectos que cualquier control a ultranza ocasiona por un extremo a los prejuzgadores, y por el otro la propaganda, honesta o arraigada a los más oscuros designios, de personajes prestigiosos en contra de la prohibición y en loa del aspecto liberador y autoafirmativo de un uso no mediatizado. A través de hombres de paja sacrificables, la mayoría de ellos jugadores, la Hegemonía controlaba el mercado negro, y cualquier aspecto inédito de la cuestión acababa por revertir a favor del Imperio, desde la fluctuación de los precios, que se regulaba desde las dos (si es que sólo son dos) orillas de la legalidad, hasta el aumento de dotaciones y de poder de los sectores de control de los Cuantificadores, incluidos Guardias especiales y Fonóctonos, aparte de una inmejorable excusa para eliminar a personajes molestos.
– De ahí sale -intervino Guipria- la distinción entre legalidad legítima, legalidad sobrepuesta y transposición legalítica, que es el dominio del asunto. La transposición legalítica se proyecta en un conflicto de actividad ilegal…
– Está bien -la interrumpió Debrel-, todos sabemos de qué va -y prosiguió-: el caso es que, años después, cuando la mitología moral va estaba asentada, un equipo de investigación dependiente de los Astreos declarados en rebeldía descubrió dos nuevas Demeterinas, de efectos espectaculares y precios notablemente competitivos, y el problema excedió de repente el terreno de la pura autocompetencia; la cuestión de si convenía legalizarlas o perseguirlas se discutió no entre ideólogos, ni políticos, ni altos dignatarios, sino entre los expertos del mercado. Las Demeterinas se convirtieron en un formidable instrumento político, pero no a partir de si hacían tambalearse el Imperio a causa de la reconcienciación liberadora del individuo, que de eso también se podría hablar, sino a causa de una verdadera competencia económica. Eso sucedió hace diez años, y el Hegémono Ixtehatzi ya no se ha molestado, como tan bien supo hacer Barx, en disfrazar de conveniencia moral o de determinación histórica sus jugadas, que dejaban traslucir descaradamente el cálculo mercantil y la invención de obstáculos.
– Desde siempre la moral ha sido materia negociable y cuantificable, pero nunca como ahora se había hecho de forma tan empírica. La cuestión central -dijo Guipria con una cierta impaciencia- es que ciertas combinaciones de Demeterinas posibilitan formas de percepción y comunicación que escapan a los mecanismos del Cuantifícador.
– Dicho de otra forma -concluyó Debrel-, son una herramienta de desestabilización diez veces más fuerte que las bombas de La Muta, por lo que Ixtehatzi no podrá llevar a cabo la reforma si no resuelve ese asunto.
– Y la reforma -dijo Ígur- se dirige sobre todo a reasimilar a los Astreos y a La Muta, que se están fortaleciendo cada vez más con la ayuda del comercio de las Demeterinas, ya lo entiendo; es un pez que se muerde la cola.
– Imagina qué podría romper el círculo -dijo Debrel, y Guipria se anticipó a Ígur.
– La Entrada al Laberinto.
En espera de que volviera Silamo, Debrel retomó el entrenamiento geométrico y topológico de Ígur, y cuando le propuso los mismos problemas que la primera vez, Ígur se sorprendió al salir mucho más airoso, y Debrel le planteó entonces otros nuevos: proyección de hipercubos en tres dimensiones, intersección entre hiperesfera e hipertetraedro, lo que tenía que producir una figura en tres dimensiones, resolución de gratos en varias dimensiones, de nudos de toros de dos ojos; los problemas no debían ser resueltos a la manera convencional, sino que, un vez planteados, se ofrecían seis soluciones, todas plausibles a primera vista, con un tiempo limitado para escoger la acertada. Ígur mantenía un ritmo que a él le parecía aceptable de un setenta por ciento de aciertos, pero cuando tuvo la debilidad de permitir que se le notara satisfecho, Debrel le hizo saber que un error bastaba para fracasar en el interior del Laberinto, y posiblemente morir, y llamó a Sadó para que se sumase al examen. Era imposible conocer las respuestas, porque cada problema era nuevo, emitido por el Cuantifícador a partir de un proceso de aleatoriedad restringida que mezclaba datos del planteamiento asegurándose de no repetir combinación alguna, y ella las acertaba todas con una rapidez tranquila y casi indiferente que sublevó a Ígur.
– Ya jugaba a esto de pequeña -dijo con una sombra de conmiseración que le hizo sentir aún más imbécil.
– Tienes que fijarte más -dijo Debrel sin misericordia.
Para relajar el intelecto, según dijo, Debrel le propuso dibujar un cubo en proyección isométrica, después trazar la diagonal y tomarla por arista de un nuevo cubo que tenía que ser dibujado como el anterior, y así sucesivamente, siempre en la misma dirección y con un vértice común a todos los cubos, de manera que la bondad del dibujo fuera contrastable al comprobar que la arista de cada nuevo cubo fuera superior a la del anterior en la medida resultante de multiplicarla por raíz de tres, lo que generó una inacabable discusión entre Sadó y Debrel, sosteniendo ella que nunca las proporciones de las medidas virtuales de una imagen en perspectiva, sea ésta de la naturaleza que sea, coincidirían con las proporciones absolutas de las medidas (y citaba el caso especialmente perverso del cubo depositado con dos vértices en perpendicular al plano, cuyo perímetro aparente es un hexágono, y cuyas tres diagonales coinciden en medida aparente con el doble de la arista, y la cuarta es un punto), y Debrel defendiendo el caso teórico del cubo con dos caras opuestas en proyección frontal, y las otras cuatro con las aristas a cuarenta y cinco grados aparentes, lo que permitía trazar una diagonal como la hipotenusa de un triángulo rectángulo aparente, pero además coincidente con el real, formado por la diagonal de la cara frontal, que no es' sino un cuadrado, y una de las aristas a cuarenta y cinco grados, de medidas relativas a uno y raíz de dos respectivamente, lo que proporciona una medida de raíz de tres, que Sadó rechazaba impetuosa porque jamás las apariencias de una proyección abstracta, por más que por la propia ilusión de su falacia coincida con la realidad, podrían servir a una relación proporcional, y sostenerlo era, según ella, una muestra de cinismo por parte de Debrel.
Cuando Ígur ya empezaba a encontrarse a gusto, llegó Silamo y de inmediato fue requerido a hablar del Atrio del Laberinto.
– Es tal como lo habíamos previsto. El Atrio tiene un planta rectangular de grandes dimensiones, con una puerta en cada extremo; la Puerta del Atrio tiene una Guardia fija, y la Puerta del Laberinto tiene el emblema de la Mayoría de Gorhgró grabado en medio, partido entre las dos hojas: un pentágono estrellado, con las cinco puntas con ojos, y un sexto ojo situado en el vértice superior del pentágono regular interior del pentágono estrellado invertido inscrito en el pentágono regular interior del estrellado en cuestión. Justo delante de la Puerta está el célebre Rotor, una pieza circular de unos dos metros de altura por poco más de metro veinte de diámetro, con dieciséis ranuras horizontales, que me ha parecido que son para introducir discos de cuantificación, cuyas distancias he anotado al milímetro; el Rotor tiene un disco de base que le permite girar, y unas guías verticales con contrapesos que le permiten elevarse hasta una cúpula sin linterna. Pero ojo, no hay que olvidar que estamos en la Falera, y que el peñón mide, según consta en el contrato, exactamente mil setecientos veintiuno coma cuarenta y siete metros de altitud; la guía hacia la cúpula es, por lo tanto, una excavación cilindrica en la roca de algo más de tres metros veinte de diámetro, así es que al final sólo hay un punto de luz, y si se ve es gracias a que el interior del conducto está pulido como un cañón. -Silamo hizo una pausa y miró a Debrel sonriendo, como si esperase una aquiescencia que no se manifestó-. Entre la Puerta y el Rotor hay un espacio de un poco más de cinco metros veinte, ocupado a sangre por una plataforma móvil que mide el ancho de la Puerta, la misma medida que el agujero de la cúpula. Aparte de eso, nada más, la estancia está desierta y sin ninguna otra abertura.
– ¿Cuánto mide el Atrio exactamente? -preguntó Ígur.
– Por lo que vi en las especificaciones del contrato de inspección del Conde Barclí -consultó un papel-, mide algo menos de doscientos once metros, cuatrocientos veintiuno y medio de largo, y poco más de doscientos treinta y cinco y medio de alto interior; todo excavado y pulido en la roca. -Se volvió a Debrel-. ¿Qué te parece? ¿Es como en Bracaberbría?
– Me apostaría lo que fuera -dijo el ex consultor-; y te diré más: seguro que con esas medidas y lo que ya tenemos bastará para descifrar todo el Laberinto. De todas formas, parece que el que las ranuras transversales del cilindro acojan elementos de superposición, y el que se haya instalado una chimenea telescópica tan sólo puede deberse a que el mecanismo de superposición sea lumínico, y que, una vez colocado, se haga ascender el Rotor hasta lo más alto del lucernario; y ésa es la cuestión: ¿mecanismo solar o nocturno? Si es solar, estamos a cero y tenemos que comenzar de nuevo; por puro optimismo, pensaremos en un mecanismo astral, ya que disponemos de veintisiete estrellas, y, aún mejor, de una selección de siete.
– Si no lo he entendido mal -dijo Ígur-, se trata de poner la figura adecuadamente perforada en la ranura pertinente del Rotor, y, una vez puesta, automáticamente -Debrel y Silamo asintieron-, el Rotor asciende hasta la boca de la cúpula; si el momento, la ranura y la perforación son las correctas, la Puerta se abre, y si no…
Debrel, Silamo, Guipria y Sadó se miraron, y hubo una fluctuación, que marginaba a Ígur, del fatalismo a la ironía y la crueldad. Al final habló Debrel.
– Para que el Rotor ascienda, existen unos mecanismos fotosensibles que lo bloquean si hay cualquier cuerpo extraño en la sala que no esté situado encima de la plataforma; eso se ha hecho para evitar testigos presenciales de la Entrada, y así, hasta los Guardias y el Agon deben salir, y también para que si la tentativa fracasa no haya supervivientes; porque, para evitar intentos frivolos, todos los participantes en la Entrada han de situarse sobre la plataforma, si hay alguno fuera, el mecanismo no se pone en marcha; si algo está equivocado, hay una penalización terrible, que ya os explicaré otro día. Si todo es correcto, asciende y abre la Puerta.
Después de un silencio, Ígur se rió.
– ¿A quién se le ocurrió? ¿A los de la Apotropía de Juegos?
Debrel se rió.
– Se trata de ser selectivo. Una vez sabes con qué juegas, cada decisión tiene un valor difícil de trivializar; y eso es tan sólo el principio. Todo el Laberinto está formado por trampas mortales.
– Entonces -dijo Silamo-, se trata de encontrar la selección de estrellas o astros que activen el mecanismo.
– Entiendo que si las estrellas no son las adecuadas, se vaya todo al agua, pero ¿y si está nublado? ¿O está parcialmente nublado, y una de las estrellas está oculta? -preguntó Ígur.
– La luz de la totalidad de las estrellas mantiene la Puerta cerrada, y la interrupción de todas las estrellas también; cuando hay nubes -dijo Silamo-, el mecanismo fotosensible se complementa con un sensor de radiaciones que actúa de la misma manera.
– Hay quien sostiene -dijo Debrel- que a ese tipo de mecanismos ya no se les hace responder a estímulos reales, sino que se superponen a una grabación digital que sustituye el efecto, precisamente para evitar que una nube interfiera en el momento preciso, que pase un pájaro o un helicóptero, lo que, aunque la probabilidad sea del orden de milésimas sobre cien, no deja de ser imposible -rió-; pero yo creo que no es así, que el mecanismo funciona de verdad con los agentes reales exteriores.
– Se trata -dijo Silamo- de descubrir qué abre la Puerta, es decir, cuáles son las estrellas, si es que lo son, en qué posición se encuentran, por lo tanto a qué hora, y en qué disposición se han de situar en el disco para activar el mecanismo; para todo eso necesitamos saber la forma que tiene la matriz de recepción y también en cuál de las dieciséis ranuras hay que poner el disco para que la proyección llegue correctamente.
– La intuición me dice que vamos por buen camino -dijo Debrel, y se disponía a proseguir cuando el sello de Ígur emitió una señal, y Guipria le ofreció el Cuantificador.
– Habla desde abajo, si quieres -le dijo, pero Ígur recibió el mensaje allí mismo.
– El Jefe de Ceremonias de la Cabeza Profética me hace saber que Frima ha emitido otro augurio para nosotros.
Debrel sonrió.
– Perfecto, justo a tiempo. El primer poema era un indicio. El de ahora seguro que lo aclarará.
– O acabará de volvernos locos -dijo Guipria, y todos se rieron.
– Ve, no los hagas esperar -dijo Debrel a Ígur-, Silamo y yo estudiaremos lo que tenemos; podríamos encontrarnos mañana por la tarde para tener una sesión a fondo.
Sadó acompañó a Ígur hasta la puerta y la abrió, permaneciendo después en una postura perfecta para que él, al salir, la rozara. La rozó, sin querer pensar en la oportunidad de entretenerse ni en la inocencia de los propósitos de la bella cuñada, y se dijeron adiós con una precipitación sospechosa. Por la calle, un pesar ya demasiado localizado perseguía a Ígur, que como sensación de lo inevitable comenzaba a soportar entre los caprichos de la memoria la envenenada presencia de los ojos de Sadó.
En la Anagnoría de la Cabeza Profética, Ígur fue directamente conducido al despacho del Maestro de Ceremonias, que lo recibió con esa amabilidad meliflua que, una vez conocida y más delicadamente apreciada, no dejaba de parecer demasiado fácilmente transformable en dureza despiadada. Ígur acabó de ponerse en contra de aquel individuo, y se complació, durante los saludos, imaginándose descuartizándolo con un hacha.
– Espero que vuestras gestiones para el Laberinto progresen a buen ritmo -dijo el Maestro de Ceremonias finalmente.
– No os quepa ninguna duda.
Ígur se encontraba a disgusto, y procuró que el Maestro fuera al grano.
– Aquí tenéis el mensaje que la Cabeza ha emitido para vos y vuestros propósitos -dijo el dignatario, y le dio un papel.
Ígur leyó:
Yo y el Piloto en la Estrella,
Y los Contrarios se han de alejar,
Enfrentados todos al Guardián:
Coge al que huye de la más Bella.
– ¿Esta vez no hay mayúsculas? -preguntó, pensando en el significado de que la estrofa fuera formalmente más sencilla que la anterior.
En cada gesto y en cada entonación daba a entender la consideración que la Cabeza Profética le merecía, y el Maestro de Ceremonias enfrió su cortesía.
– Confío en que aunque no estéis en disposición de apreciar los beneficios de una profecía proporcionada a tiempo, el tiempo y las circunstancias os llevarán a ello.
Ígur se precipitó a hablar sin haber decidido si se las tenía que ver con un reproche más o menos inofensivo, con una advertencia o con una amenaza.
– Me gustaría saber -increpó- qué vendéis exactamente. ¿Creéis en lo que vendéis? Si no os lo creéis, lo que sería la única opción sensata que se me ocurre, ¿cómo podéis dormir sabiendo que os hacéis rico con la sangre de los imbéciles y los desesperados?
El Maestro le sorprendió con una carcajada; pero su mirada se había vuelto durísima.
– ¿Desde cuándo os preocupa la sangre de los imbéciles y los desesperados? -cambió de tono-: creo que sois el menos indicado para cuestionar los aspectos morales de mi deontología. ¿Por qué no os preguntáis por la vuestra? ¿Qué mejora del mundo habéis emprendido? ¿A quién darán de comer vuestras aventuras?
Ígur sintió aguas pantanosas bajo sus pies.
– Yo nunca he pretendido iluminar la vida de nadie, nunca he dicho que mi actividad guiará a las conciencias por el buen camino. No necesito gratificarme sintiéndome un hombre bueno, ni dignificarme prestándole un servicio a nadie más que a mí mismo, lo cual no sé, ni me interesa, si me dignifica o no. Tampoco tengo ningún interés en cuestionar vuestro negocio, pero este procedimiento de transmisión de datos insulta mi inteligencia. ¿Por qué no me los envían por correo?
– ¿Por qué creéis que no? -dijo el Maestro, ya con dureza declarada-. ¿Porque el Imperio ha de mantener a los dignatarios que no son capaces de trabajar? ¿Porque la sensibilidad de los gobernantes está tan embotada que ya no son capaces de impedir la proliferación de cargos a los cuales la población nunca será capaz de encontrarles utilidad, y que los que los ocupan se mueren de risa porque saben que sólo sirven para llenarles los bolsillos a manos llenas? ¿Para haceros creer que la Administración es un servicio, os parece que no se nos ha ocurrido nada mejor?
Ígur se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, pero dar muestras de debilidad le pareció una incitación al desprecio institucional y una invocación al desprestigio.
– ¿Sabéis a qué destinaría yo vuestra Cabeza Profética? -dijo-. A atracción barata de feria.
El Maestro le dirigió una mirada de desprecio.
– ¿Imagináis que es la primera vez que oigo algo así? ¿Qué os creéis que estáis haciendo ahora mismo? ¿Probando hasta qué punto sois necesario para entrar en el Laberinto? ¿Jugando a haceros matar por un funcionario resentido? -Sonrió y lo miró fijamente, y de repente a Ígur no le pareció servil y rastrero, sino poderoso y magnífico-. Creedme, concentraos en la resolución del Laberinto, trabajo os queda, y si vuestra actitud general está de acuerdo con la que habéis exhibido aquí, os queda mucho camino por recorrer.
Y dio la entrevista por acabada, dejando a Ígur con la duda de si había valido la pena granjearse un enemigo por una necesidad casi física de lo que entonces le parecían principios y quizá algún otro día encontraría tan sólo gratuito y absurdo.
Ígur hizo una copia del segundo poema profético y lo envió por Cuantificador a la terminal de Debrel, y a media tarde se abandonó al azar de las calles de la parte más antigua de las ciudadelas de Gorhgró, en aquel tiempo reducidas a barrios marginales, como gran parte de Bracaberbría, y también lentamente devoradas por la suciedad y la miseria. Cuando ya era noche cerrada, tuvo un impulso y se fue al Palacio Conti.
Allí, con el afán de que no quedase nada por descubrir, optó por hacer uso de la puerta principal, y se recreó admirando la fachada y adivinando los elementos añadidos de entre las rigurosas proporciones Astreas. Cuando entró se encontró con que, además de que el sello no permitía abrir la puerta grande, también disparaba una alarma que convocó de inmediato a cuatro Guardianes que sin mediar palabra le apuntaron con sus armas. Ígur no tenía motivo de alarma, pero de forma instintiva hizo cálculos sobre sus posibilidades de éxito si optaba por rebelarse.
– El sello, rápido -le imprecó de mala manera el Jefe.
– He venido a ver a Madame Fei -dijo Ígur sin inmutarse.
– ¡Silencio! -dijo el Jefe-. He dicho que me des el sello.
Ígur se lo sacó del bolsillo y se lo mostró sin acercárselo.
– Ven a buscarlo -dijo con calma; el Jefe palideció, y el de su lado le habló en voz baja al oído; Ígur sonrió-. Quizá prefieras ir a buscar a Madame Fei.
– ¡Silencio! ¡Madame Fei no está!
– Entonces ve a buscar a Madame Conti -dijo Ígur imperiosamente; sabía que controlaba la situación porque ningún Guardián desconocía su sello en Gorhgró, pero las armas continuaban apuntándole. El Jefe hizo un gesto al segundo, éste salió, y volvió a los cinco minutos con la dueña del Palacio, que irrumpió en el vestíbulo con los brazos abiertos y riendo.
– ¡Pero hombre, a quién se le ocurre entrar por esta puerta sin avisar! Ven a mis brazos, deliciosa criatura, y vosotros ya os podéis retirar, y otro día fijaos más. ¿No conocéis al Caballero de Capilla más guapo del Imperio? -Los Guardias salieron, y ella tomó a Ígur del brazo y se lo llevó por otra puerta-. Chico, perdona, pero es que ahora con ese jaleo del Cuantificador que se ha vuelto loco nos llega cada colgado por la puerta grande que como comprenderás, si no has avisado, pero en fin, hablemos de ti, cada día estás mejor, ¿qué tal por Bracaberbría?
– le guiñó un ojo-, ya me han dicho que no dejaste escapar ni una. -Y le pasó la otra mano por la entrepierna de una forma tan inesperada que Ígur, instintivamente, echó el culo hacia atrás-. Así me gusta -rieron los dos-, buenos reflejos.
– Tus gorilas me han dicho que Fei no está.
– Fei, Fei, siempre Fei -remedó una entonación celosa-, a ver qué día me vienes a ver a mí -y con la boca muy abierta y expresión jocosamente feroz hizo un movimiento obsceno con la lengua, y después soltó una carcajada-; no te preocupes, claro que está Fei, estos días sólo hablaba de ti, ¡ay, estás hecho un buen castigador! Ven, le daremos una sorpresa. -Ígur temió llevarse él la sorpresa, y Madame Conti se lo debió notar-, ¡Vaya unos héroes, matan a montones y después se cagan al pensar qué se encontrarán en la cama de una mujer! Quizá te imaginas que en esta casa pasa algo que yo no sepa. -Lo acompañó hasta la habitación de Fei y abrió la puerta sin llamar-. ¡Sorpresa, sorpresa!
Ella estaba sentada de espaldas, leyendo un libro con los pies en el pretil de la ventana, y se levantó de un salto.
– ¡Si es mi Caballero de Capilla! -Y se echó en brazos de Ígur; llevaba una camiseta y unos pantalones ajustados de estar por casa, iba descalza y con el pelo suelto.
Madame Conti los dejó solos, y ellos se contemplaron de arriba abajo, retardando el estallido del sexo que ya los empujaba a aumentar la urgencia. Fei dispuso platos fríos y bebidas para toda la noche.
– Hoy sí que no me esperabas -dijo Ígur.
– Komm, du schóne Freudenkrone, bleib nicht lange. Deiner wart ich mit Verlangen.
Y, con las manos en la nuca, se dejó subir la camiseta hasta los brazos, y sin soltarse cayeron de rodillas entre almohadones. Habían alcanzado ese punto en el que los amantes conocen tan bien el propio cuerpo como el del otro, y toda la energía que antes alimentaba el deseo en forma de incertidumbre, de pesar o de duda, hasta de miedo al enfrentamiento o al rechazo, ahora era puro deseo autoalimentado en la seguridad de realización.
– Tenía tantas ganas de verte… -dijo él, y, sin salir ni desempalmarse, continuaba moviéndose con lentitud y profundidad, presa de las asociaciones de ideas más extrañas estrellándose en la mirada de ella perdida en círculos, en los movimientos de sus labios enrojecidos a más no poder.
La noche rebosaba de sonidos difíciles de identificar, y los vaivenes de la dedicación de los cuerpos conducían a horas ilocalizables, a situaciones con un regusto terminal. ¡Y, sin embargo, quedaba aún tanto por decir! Fei se detenía en miradas que dejaban al deseo la enormidad de todas las elocuencias, y aún Ígur no sabía dejar de insistir para que ella le dijera lo que se resistía a decirle, y que a él le parecía una tara en el dominio del placer y de la vida. ¿De qué servía hacerla chillar de emoción pellizcándole intimidades del cuerpo si no podía hacerla gemir de inquietud pellizcándole las intimidades del alma?
– Pero yo te quiero a ti -dijo ella con la risa triunfal de mujer-niña, cuando ya clareaba.
Odiarse en incomplitudes de la entrega sentimental, zarandear presuntas provisionalidades del deseo, tales eran los temores de Ígur cuando se quedaba sin argumentos al contemplar a Fei, al reconocer el mapa del mundo entre su cuerpo, el Imperio entero sobre un trapecio.
– El otro día -dijo Ígur- soñé contigo. Teníamos una conversación en un paraje desconocido. Tú llorabas y me decías «¿por qué no me has avisado, si lo sabías?», y después retrocedíamos a un sitio más conocido, y me decías «avísame rápidamente, todavía estás a tiempo; tú no sabrás de qué, pero yo sí»… Y así desaparecías. -Fei se rió-. He aquí la historia… Te aviso, pero no sé de qué. ¿Lo sabes tú?
– Ven, querido, abrázame.
Ígur sentía esa inestabilidad inconcreta e insistente de cuando uno se olvida de algo y no sabe de qué, y quizá ni sabe que se olvida algo, pero tiene un impedimento animal: el cuerpo le advierte, y la cabeza no sabe cómo hacerle caso.
– ¿Sabes de qué te aviso?
– Sí, y me doy por avisada -dijo, e Ígur estaba casi seguro de que ella se lo había tomado como un juego y por condescender lo seguía.
Pero, sin más datos en la mano, tal vez ella lo había interpretado correctamente, y él era el más perdido de los dos. Dentro de un juego temporal subjuntivo, se dio cuenta de que él ya había fallado, de que no había sabido advertirle de lo que debía, y ni tan sólo podía saber a qué se había referido cada suposición recíproca.
– Pronto -dijo Ígur-, cuando todo cambie… Crees que tú y yo…
Fei no dijo nada. Las luces de Gorhgró, empapadas en niebla, se anticipaban al alba y pisaban su inicio. Hacía frío en todas partes, e Ígur se fue a su casa a intentar dormir unas horas.
A media mañana lo despertó el sello, y, al ponerse en contacto, el Secretario de la Equemitía reclamó su presencia. Hacía sol y había amainado el viento, y los indigentes del portal ya no estaban; en cambio, en la plazoleta de enfrente, dos mimos, uno clown y otro augusto, representaban su número con escaso público. Ígur se entretuvo lo justo para comprobar que no valía la pena perder ni un minuto, y se fue a la cita.
En el Palacio de la Equemitía, conducido directamente al despacho de Ifact, le sorprendió encontrar allí a Mongrius. Se saludaron con efusión mediatizada por el silencio del Secretario.
– Deseo que la estancia en Bracaberbría te haya sido provechosa -dijo Mongrius, y puesto que no hizo ningún movimiento para marcharse, Ígur entendió que su presencia guardaba relación directa con el motivo del requerimiento de Ifact.
– Ígur Neblí -dijo el Secretario-, por razones que ahora sería largo de especificar, se ha puesto de manifiesto la conveniencia de que Per Allenair no obtenga la eponimia del Príncipe Bruijma, y aunque la expedición Simbri parece ya bastante avanzada, ha decidido optar por tu candidatura. Me he ocupado en persona de algunas gestiones, y he podido saber que pronto serás citado por su Secretario de Relaciones Exteriores. He querido hablar contigo en persona para que sepas que en cierta medida tus intereses son los nuestros, y no te olvides de que, también en cierta medida, nos representas, y debes actuar en consecuencia. -Ígur sintió cómo renacían en él las dudas y la indignación que le había llevado al exabrupto ante el Maestro de Ceremonias de la Cabeza Profética, y pensó que era un buen momento para empezar a controlarse; Ifact prosiguió-. El Secretario del Príncipe es un hombre de guardadas formas y muy celoso del protocolo, y no conviene darle motivos de inquietud. Por otra parte -le entregó una cásete minúscula-, aquí tienes tus órdenes -Ígur lo miró con recelo-, no te quejarás, a cambio de sueldo y cobertura oficial, no te hacemos trabajar demasiado. -Él y Mongrius se echaron a reír, pero no Ígur-. El mensaje depende aún de dos variantes que hay que introducir en el Cuantificador central a lo largo del día, y no será legible hasta medianoche; pero no hay código de alarma una vez esté a punto, de manera que conviene que no se te olvide.
Ígur se lo guardó, y el Secretario lo despachó entre observaciones intrascendentes. Mongrius lo acompañó a la puerta, y una vez allí se unió a él para buscar transporte.
– ¿Tienes presente que eres mi padrino de Acceso a la Capilla? -le dijo, con aire de hablar de una fiesta.
– Claro que sí -dijo Ígur.
– El Combate es el veinticinco de Marzo, exactamente dentro de tres días, a las diez de la mañana.
– Allí estaré.
Mongrius sonrió.
– ¿No me deseas suerte?
Ígur lo escrutó.
– Yo no creo en la suerte, y menos en un Combate a muerte entre dos. Pero -dulcificó la expresión- te deseo todo el acierto del mundo.
Mongrius notó que Ígur no deseaba su compañía para ir allí adonde iba, y lo dejó solo.
A media tarde, Ígur fue a casa de Debrel.
Cuando llegó, coincidió en la entrada con Sadó y Silamo, que, de muy buen humor, le hicieron saber que Debrel no tardaría. Sadó llevaba un precioso vestido blanco bordado con motivos geométricos, y el pelo recogido en un moño cruzado que remataba una cola de caballo alta; estaba alegre y comunicativa, e Ígur hizo un esfuerzo por no echar un exceso de leña a ese optimismo. Se instalaron los tres en la sala de arriba, sirvieron bebidas y los habituales caprichos para ir picando, y se abandonaron a la contemplación de la puesta de sol sobre Gorhgró. El día era excepcionalmente claro y benigno, y la Falera se recortaba como una masa troncocónica oscura en medio de las oleadas de edificios, entre las que se dibujaba a la perfección el curso del Sarca, que exhalaban huidizas tonalidades doradas en las que costaba distinguir entre reflejos de sol poniente y transparencias de fachadas porticadas. Cuando ya la Falera lo había ocultado, las formaciones de nubes tenían una magnificencia de formas y colores que obligaban a quien contemplaba a ceder a la ilusión de estar viendo el mundo, o de estarse viendo a sí mismo, y al menos en seis direcciones parecía haber puntos de fuga al infinito del horizonte. Ígur fue presa de una tierna ferocidad, y cuando ya se había precipitado al deseo de tener delante al Príncipe Bruijma, al Anágnor de la Cabeza Profética, al Apótropo de la Capilla y hasta al Hegémono Ixtehatzi para decirles lo que pensaba de su ruindad, la conversación fue aguándole lentamente los caminos de la adrenalina. Pero el dominio de la puesta continuaba, en ese momento con lilas y matices verdosos de negritud, e Ígur cogió la mano de Sadó; sorprendido él mismo por su gesto, inesperado de tan imaginado, se preparó para cualquier reacción, desde el rechazo cortés o crispado hasta una aceptación más o menos calurosa y participativa, y se encontró con la más absoluta de las indiferencias; Sadó ni retiró la mano ni lo animó a persistir, hasta continuó hablando y riendo como si no pasara nada. Eso excitó a Ígur, y hubiera aumentado el volumen del requerimiento si no llega a aparecer Debrel, que enseguida lo preparó todo para ponerse a trabajar con Ígur y Silamo. Sadó, sin embargo, se sumó a la discusión como una observadora atentísima y sonriente, dejando a Ígur turbiamente intrigado con sus procesos mentales.
– Ya lo tenemos todo resuelto -anunció Debrel-; por cierto, el poema que nos enviaste ha sido la confirmación perfecta. Creo -rió- que podrás subirte a la plataforma del Rotor razonablemente tranquilo.
Todos rieron.
– De algo hay que morir -dijo Ígur en voz baja, y estuvo a punto de soltar una carcajada, porque acababa de descubrir que le interesaba más Sadó que el Laberinto, y puestos a elegir en aquel momento la hubiera escogido a ella.
– ¿Le has echado un vistazo a la Ley del Laberinto? -le preguntó Debrel, a lo que Ígur reconoció que no-; no importa, de todas formas te aconsejo que lo hagas antes de la Entrada.
Ígur se comprometió, y todos se dispusieron a escuchar a Debrel.
– Los Laberintos del Tercer Anillo se dividen en sectores, cada uno de los cuales se rige por los conjuntos de leyes de funcionamiento específico, llamados Protocolos. Cada Protocolo tiene su Apótropo, título que, en este caso, tiene un carácter iconográfico y designa la deidad protectora o advocativa de un determinado elemento o parámetro, y no se debe confundir con las superintendencias tutelares del Gobierno. La localización de los Protocolos constituye, juntamente, y muchas veces consustancialmente, con la apertura de la Puerta, el enigma principal del Laberinto. El modelo clásico, al que correspondía el de Eraji, y también, creo, hay muchas probabilidades por el final de la selección de estrellas en los Tres de que corresponda al de la Falera, consta de tres partes: la primera es un semiretículo con callejones sin salida de entrada única (eso no tiene discusión) y diversas salidas posibles, como mínimo cuatro y como máximo nueve, que conducen a retículos perfectos de una única entrada cada uno, con el problema de que cada uno de los retículos está perfectamente aislado de los otros y que tan sólo uno tiene una salida correcta; el peligro de tomar uno equivocado no está, en principio, en que haya ningún obstáculo concreto, ya que no tienen salida y se comportan de nuevo como callejones sin salida, sino en una pérdida de tiempo y de orientación, y en una dificultad adicional para reencontrar la entrada, que puede comprometer gravemente el éxito de la expedición y hasta la supervivencia. Una vez localizado el retículo adecuado, y resuelta su salida, lo que en principio no ha de suponer ningún problema si se conocen las reglas de los Laberintos canónicos, llega la tercera parte, que geométricamente constituye un árbol; así como en la primera parte y en la segunda (que, en realidad, con rigor tipológico, podrían asimilarse como una sola, y la distinción no proviene más que de las dimensiones y de la textura ambiental) el enemigo es el tiempo, porque se presta a repetir recorridos y, una vez perdido el camino correcto, a acumular equivocaciones y a alejarse de la resolución, ¿cuál es aquí el verdadero peligro? Que no es posible ninguna equivocación, porque su estructura sin cruces impide las reiteraciones, y también, por lo tanto, las rectificaciones; todos los dilemas son entre izquierda y derecha, y todas las terminaciones acaban en una trampa irreversible excepto una, que es la salida; la clave de la resolución de esa parte acostumbra a presentarse al principio en forma de enigma. ¿Cuál es el gran dilema? Dónde y cómo se proyectan en esas partes los Protocolos que hemos obtenido.
– Quizá -dijo Silamo- sea el momento de recordar los Protocolos detectados.
– Tenemos -dijo Debrel- el Uno, Arcturus, los Dos, Thuban y Aldebarán, y los Tres, Algol, Canopus y Vindemiatrix. Tal y como te dije el otro día, pensábamos que las tres partes del Laberinto correspondían a los Tres Protocolos, y que los Dos eran un Metalaberinto que se aplicarían uno al conjunto y otro al Uno, o al mecanismo de Entrada, pero ahora ya no lo veo tan claro.
Sadó se echó a reír.
– Creía que lo teníamos todo resuelto.
Debrel la miró con ternura.
– Sólo con los datos, difícilmente podremos ir más lejos; el problema esencial es conocer el grado metalaberíntico de la Falera: qué número de claves previas conducen a los Protocolos finales, y hasta qué punto los propios Protocolos se indican en metaclaves, con lo que podríamos hablar de Metaprotocolos. Hso es lo que primordialmente resolverá la Entrada, por analogía o por el procedimiento que sea, y para eso será decisiva la experiencia de Arktofilax. Antes de pasar a la cuestión de la Entrada propiamente dicha, te recordaré la naturaleza de los Protocolos que pertenecen a este Laberinto -vaciló-, aunque Arktofilax la conoce mejor que nadie.
Entró Guipria, y tras los saludos de rigor, se sumó al grupo.
– Por favor -rió-, aquí soy la menos importante. No os interrumpáis por mí.
Tras las protestas obligadas, Debrel prosiguió.
– Comencemos por los Dos. Thuban es el Alfa del Dragón, estrella polar en tiempos lejanos, y estrella polar en tiempos futuros más lejanos aún. Hasta qué punto, como emblema del eje inmóvil que ha perdido su cualidad intrínseca pero que continúa poseyendo el mecanismo (no olvidemos que la constelación del Dragón contiene el Polo de la eclíptica), gobernará la apertura de la Puerta, ya lo veremos. Respecto a posteriores utilidades, hay que recordar la doble naturaleza apotropaica del Dragón, una dentro del Protocolo de Heracles, ligado por lo tanto a las Hespéridos, y ojo porque puede ser indicativo de algún aspecto crepuscular en la resolución del Laberinto, la hora de Entrada por ejemplo, y otra dentro del Protocolo de Jasón, lo que nos devolvería a Aries, y por lo tanto a Hamal, y de ahí, en simetría de los veintisiete, a Algol, o bien a Frixo y Medea, que no tienen en ese caso relevancia apotropaica, salvo que puedan tenerla en el orden solar. Si me tuviera que pronunciar, me inclinaría por el Protocolo de Heracles; recordad que el Poeta dijo que Tobas es la ciudad criadora del Dragón. Pasemos a Aldebarán, el Toro minoico que representa el centro del Laberinto propiamente dicho. Se acoge al Protocolo de Teseo, pero atención a la dimensión solar, que no es otra que la de Zeus raptor de Europa.
– Entiendo -dijo Guipria- que presentas alternativas sin cuantificación estadística, sometidas más tarde al criterio de la Entrada.
Debrel asintió.
– Pasemos ahora a los Tres, que pueden regir el centro del Laberinto o bien, según criterio de la Entrada como dice ella, los pasos intermedios de las partes: de la primera a la segunda, de la segunda a la tercera, y la salida. Tenemos en primer lugar a Algol, la cabeza del diablo, es decir, la cabeza de la Medusa en manos de Perseo, que es el Apótropo de este Protocolo. Tendrás que tener en cuenta, llegado el caso, que es el que rige el Fuego, y que puedes encontrar un enigma relacionado con ondas lumínicas o con algún tipo de explosiones. A continuación está Canopus, que por su posición, tanto como estrella por sí misma, por su significado, como por el lugar central que ocupa en la serie de los Veintisiete y en la de los Tres, merece consideración aparte. Se trata de la gran Suhel, la que atrae a las dos Sirras, Sirra la Llorosa, que no se ha atrevido a cruzar la Vía Láctea, también llamada Procyon, y Sirra la Brillante o Alhabor, la que sí la ha cruzado detrás de Suhel, conocida también como Sotis, o Sirius, la estrella más brillante que vemos. Canopus es el piloto del barco de Menelao, y su historia es ya lo bastante conocida como para ser repetida aquí ahora. Pertenece a un Protocolo dudoso, porque casi nadie le concede a Menelao una naturaleza apotropaica, y aunque la relación de Canopus con el mar es inmediata, yo creo que no basta con adscribirlo sin más al Protocolo de Poseidón o de las Sirenas. En todo caso, prepárate, porque si una parte del Laberinto está dedicada a él, será una resolución hidráulica, probablemente con espejos añadidos y con resolución negativa ligada a la muerte por ahogo. Atención, finalmente, a la curiosa relación que guarda con Capela, la estrella maestra de la serie: aunque Capela es propiamente la cabra que sostiene el auriga, admitiendo la metonimia, se trata de dos pilotos: el del Carro y el del Barco, con toda la carga emblemática que conllevan uno y otro, y que sería inacabable intentar recordar. Finalmente, tenemos a Vindemiatrix, la vendimiadora, y así nos internamos de lleno en el Protocolo de Dioniso; la Vendimiadora es en este caso el Vendimiador, el amigo de Dioniso, y eso lo confirma el que Ámpelos sea el nombre de una especie de leopardo sin cola que tiene la característica de que si lo mira una mujer, enferma de repente, y el leopardo es la montura de Dioniso.
– La referencia del poema de la Cabeza Profética está clara, en ese caso -dijo Ígur.
– Después hablaremos del poema -dijo Debrel-; de los dos poemas. Hay que tener presente que ésta es una zona del cielo dedicada a Dioniso, y en general a las deidades clónicas; Vindemiatrix pertenece a la constelación de Virgo, que es en realidad la diosa de las cosechas, ya sea Deméter como, en versiones más corruptas, Perséfone, o incluso, por extensión nutridora. Afrodita, a partir de la cual se convierte en la virgen posterior al clasicismo; la estrella brillante de la constelación es Spica, la espiga, y en dirección opuesta está Arcturus, cuyo papel como emblema geodésico es de sobras conocido; al otro lado está la Corona Boreal, regalo de boda de Dioniso a Ariadna, lo que nos devuelve, por cierto, al Protocolo de Teseo, pero en este caso claramente en oposición. Ahora vamos directamente al problema de la Entrada.
– ¿Y el Uno? Me imagino que las posibilidades interpretativas de la Materia de Bretaña lo deben dejar fuera de esta disquisición -dijo Ígur.
– En el Uno quiero pensar con más calma -dijo Debrel.
– Yo, cuanto más lo pienso -dijo Guipria-, más clara veo una referencia directa a Teke Hydene.
Debrel sonrió.
– Sí, quizá nos tendríamos que espabilar para encontrarlo pronto. De momento tengo que reconocer que se me resiste -se interrumpió de nuevo. Ígur contempló a las dos mujeres, sentadas de medio lado, en busca de los rasgos comunes de la sangre, y terminó fijado en Sadó, que se arreglaba el pelo con una mano, y se metía la otra por el cuello del vestido con un gesto en cuyo resultado la inocencia daba alas a una sensualidad imprevisible; ella lo miraba como si fuera realmente inocente, y antes de concentrarse otra vez en el razonamiento de Debrel, Ígur se juró que esa mujer sería suya-. Pensando en la Entrada, una de las cuestiones que me llamaba la atención era que, así como tanto Arcturus y Aldebarán como los Tres tenían la suficiente entidad física como estrellas para no precisar de la energía iconográfica para constituir una base protocolaria sólida, el caso de Thuban era más problemático; dentro de la constelación del Dragón lo único que parecía justificar la elección era su carácter polar, aunque fuera en pasado o en futuro, y eso mismo lo descolocaba; ¿por qué no se había escogido a Eltanín, o bien Pastaban, que son más importantes y, además, pertenecen a la cabeza del Dragón? Que se tratara de la alfa de la constelación no se puede considerar determinante, ya que tampoco lo ha sido en el caso de Algol y de Vindemiatrix. ¿Se trataba de eludir interferencias con la iconografía de la Cabeza, adjudicada enteramente a Algol? Quería eliminar cualquier duda de orden simbólico, y me centré en el carácter versus-polar de Thuban, que me condujo de nuevo a Vega, y de ahí, por asimilación de Águilas, a Altair. Pero pronto vi que eso no resolvería la Entrada, y abandoné ese camino.
– No acabo de entender -dijo Silamo- la identificación de la estrella Vega como un águila que se precipita. ¿Adonde se precipita, a la cabeza del Cisne?
– No se precipita a ningún sitio, sino desde un sitio -dijo Guipria-. Vega era el águila inmóvil en el Polo Norte del cielo, que sólo movía levemente la cabeza, y su caída no marca ningún final de la Edad de Oro, como tantas veces se ha pretendido, ni la expulsión del paraíso dentro del círculo zodiacal, del que el Águila nunca ha formado parte, ni ha guardado contacto alguno con el Escorpión, constelación de la que está lo bastante distante como para reducir al absurdo cualquier especulación en ese sentido. El Águila ha perdido su inmovilidad polar y se ha lanzado al movimiento, primero lentamente como tortuga, y después, una vez perdida la naturaleza circunpolar, como la Lira de Orfeo (lo que la incluye en vuestro círculo celestial de deidades crónicas, dentro del cual no desmerece Heracles, que está entre la Lira y la Corona Boreal), velocidad orbitadora que continúa en aumento, hasta que llegue al punto de máxima distancia del Polo, a partir del cual El-Nasr-el-Waki, cumplido su objetivo, retomará el vuelo en sentido contrario, cada vez más lentamente, hasta recuperar la inmovilidad polar de donde salió, del nido si se quiere -Guipria se rió-, y entonces se habrá cerrado la reintegración propugnada por los apocaleptas.
– Es decir, el último fin del mundo -dijo Ígur, y todos rieron.
– Y sin embargo -dijo Debrel-, quizá debiéramos estudiar a fondo el papel de las dos Águilas en la serie.
– Eso ya no tiene interés para nosotros -dijo Guipria con una carcajada-. ¡Todos sabemos dónde está el centro del mundo!
– Ah -dijo Silamo-, pensaba que él se refería al poema -recitó:
De un Iokaán al otro,
Parada por parada,
De cuervo decapitado
A Profeta Geómetra.
Más tarde, Sadó y Guipria prepararon una cena ligera. Y entonces, quizá no tan de repente como quiso imaginar, Ígur reparó en la sabiduría de Debrel, más firme cuanto menos combativa quería parecer; en la incisiva vigilancia a Guipria, que en la mejor ironía quería esconder la pasión y la ternura; en el orgullo irreflexivo y petulante (quizá como el suyo propio) de Silamo y Sadó, y sintió por primera vez en su vida que era prisionero de una dependencia afectiva, que podía manifestarse tanto en anhelos de continuidad como molestarlo con vaivenes de reciprocidad. Sus ojos se clavaron en una arruga del vestido de Sadó, hasta que la insistencia sobre la parte del cuerpo que cubría le hizo desistir.
– ¿No terminas el cordero? -dijo Guipria.
Ígur no lo terminaba, y sentía el precario equilibrio que se había propuesto conmover con la Entrada al Laberinto, y cómo el inicio del vuelco arrastraría poco a poco certezas, escogiéndolas de forma imprevisible y turbadora, y, recreado en el placentísimo vértigo que le proporcionaba la ferocidad de la incertidumbre, deseó imperiosamente no descender nunca de la expectativa de la pasión y de su cumplimiento, y se sintió vorazmente ligado por el afecto a Debrel y a todos los de su entorno, entre los que Sadó era la estrella que culminaba la figura.
– ¿Por qué brindamos? -dijo Silamo cuando abría la botella de los postres.
– Por el Laberinto -dijo Ígur, y las copas se enlazaron.
Después de una larga sobremesa, Debrel retomó la cuestión de la Entrada.
– Sobre la naturaleza de Thuban, comprobé en un mapa estelar el conjunto que forman el Uno, los Dos y los Tres, y el significado del Alfa del Dragón respecto a las demás estrellas de la constelación salta a la vista desde el primer momento; es la única estrella significante visible desde nuestra latitud simultáneamente a la demás, en especial a Canopus. Sumando eso al mecanismo fotosensible que Silamo ha detectado, quedan pocas dudas respecto del principio sobre el que se rige la Entrada: se trata de una alineación lumínica selectiva de las seis estrellas de que disponemos; dicho sobre el papel, tenemos una figura de base con seis fotosensores dispuestos de un cierto modo, y la jugada consiste en introducir un disco perforado de tal manera que, en el momento adecuado, la luz de las seis estrellas se proyecte a través de las perforaciones sobre los seis fotosensores de la figura base; el problema, en la práctica, no es tan sencillo, porque se trata de saber cuál es la figura base, y a partir de ahí reconstruir las perforaciones que permitan la operación, y situar el disco en la posición adecuada. El problema es que, lógicamente, el Rotor ha de ascender por la linterna excavada en la roca hasta el exterior para recibir la luz de las estrellas, y la operación sólo es posible si todas las personas presentes en el Atrio se sitúan encima de la plataforma entre la Puerta y el Rotor, porque hay un mecanismo de células fototérmicas que la bloquea si hay alguien fuera, con el fin de no tener espectadores, ni tan siquiera la Guardia, y la ceremonia de Entrada se reserva en exclusiva a la expedición; no tan sólo eso, sino que los entradores tienen que permanecer absolutamente inmóviles hasta que el mecanismo abra la Puerta; si hay error, si las perforaciones están mal situadas, si hay tan sólo una de más o de menos, no sólo no se abre, sino que el propio Rotor está dotado en la parte inferior de un haz de lásers que fulmina de inmediato a los ocupantes de la plataforma.
Hubo enormes carcajadas, y Silamo le puso la mano en el hombro a Ígur.
– Más vale que afinéis en vuestras sabias deducciones, no he llegado hasta aquí para ser achicharrado delante de la Puerta -dijo el Caballero.
Debrel continuó.
– Creemos saber cuáles son las seis estrellas, y conocemos su disposición en el firmamento; la gran pregunta es: ¿Cómo están situados los seis puntos fotosensibles que tienen que recibir la luz? Sólo hay una respuesta razonable, si vemos el pentágono estrellado de la Puerta, que tiene seis ojos, uno en cada punta, y el otro en la intersección de las uniones entre los vértices superiores cruzados del pentágono regular interior. Y ahí continúa el problema, porque para trazar los orificios del disco selectivo que interpondremos tenemos que saber antes que nada la medida del pentágono estrellado, después la orientación y finalmente qué estrella corresponde a cada ojo. Para empezar, interpreto que la posición del sexto ojo se ha escogido con la idea de distinguir una de las cinco puntas, porque si no fuera así se habría situado en el centro geométrico de la figura. Por lo tanto, tenemos de entrada un vértice especial, y también, por lo tanto, un eje. Silamo y yo creemos que se trata del eje Norte-Sur, y que en ese sentido está situado el pentágono estrellado en la base. Lo confirma el hecho de que la Puerta de la Falera está situada perfectamente al Norte, por lo tanto tenemos resuelto el problema de la orientación: la estrella de la Puerta se transporta al Rotor no por abatimiento, sino por giro con desplazamiento. Ahora pensemos en la correspondencia de las estrellas con los ojos, porque no hay duda de que cada sensor debe ser estimulado por el tipo espectral propio de cada estrella, y por su intensidad lumínica aparente.
– ¿Y si es un día de niebla? -preguntó Sadó.
– El registro no se rige por los valores absolutos, sino por los relativos. Si el día no es claro, será así en todo el cielo, y la relación de luminosidad, pongamos por caso, entre Canopus y Vindemiatrix, se mantendrá; y, como ya he dicho, en el caso de que se interponga una nube delante de una estrella, el sensor actuará por radiaciones. Al principio -Debrel mostró un plano del cielo donde figuraban las seis estrellas, unidas los Tres en triángulo, los Dos por una línea, y Arcturus rodeado de un doble círculo rojo- pensamos en una transposición inmediata: Arcturus en medio, Algol en el vértice superior, bastante verosímil tratándose de la Cabeza, y después, en sentido horario, Aldebarán, Canopus, Vindemiatrix y Thuban; pero el problema es que la lectura orientada del triángulo de los Tres indica inversión, con la punta hacia abajo, y la punta es Canopus.
– No entiendo que eso sea motivo de preocupación y no lo sea, pongamos por caso, cómo se otorga a Arcturus un papel aparte en el razonamiento -dijo Ígur, y Silamo intervino.
– Es la Ley del Laberinto. El Uno pertenece al centro, por definición.
– Obtuvimos estas posiciones -prosiguió Debrel-, y a partir de ellas construimos por proyección los discos con las perforaciones pertinentes -se los mostró-; la cuestión de la medida y las distancias se resolvió en seguida por reducción: sabiendo la medida del Rotor y, por lo tanto, el diámetro de admisión, y la distancia del disco receptor de base, las únicas medidas razonables eran éstas, y la ranura correspondiente al disco de interposición queda también determinada. -Ígur pensó que en realidad todo era lo bastante relativo como para plantarse en la plataforma de Entrada habiendo hecho testamento-. A partir de ahí buscamos una razón definitiva para escoger una solución en vez de otras. -Miró a Silamo y se rió.
– Y no encontramos ninguna -dijo el discípulo, dejando que el geómetra prosiguiera.
– Hasta que no recurrimos a los poemas de la Cabeza Profética -pusieron las copias encima de la mesa-. En el primer verso del segundo, que dice: «Yo y el Piloto en la Estrella», es la Cabeza Profética la que habla y, por extensión, Algol, y el Piloto es Canopus. Fijaos que en la solución correspondiente al giro, las posiciones de Algol y Canopus corresponden a la proyección vertical del Pentágono estrellado de base, por lo tanto se trata de la acertada. Y no es incoherente, porque la centralidad de Canopus dentro de los Tres queda destacada ocupando el ojo superior, con los demás en los vértices inferiores, el Uno en medio de la figura y los Dos en los vértices más separados, confirmado a su vez por el poema, en este caso por el segundo verso «Y los contrarios se han de alejar», aunque yo más bien creo que se trata de la figura de interposición, en la que efectivamente Thuban y Aldebarán corresponden a los dos orificios más separados; el tercer verso remarca la presencia de Arcturus en el centro del Pentágono, desde donde, sin duda, todos se le enfrentan. Respecto al cuarto verso, mucho me temo que carece de proyección en esta parte del Laberinto, y tendrá que obtenerse el significado en el interior.
– Sin perjuicio, me imagino -dijo Guipria-, de que también los tres versos anteriores se proyecten en el interior del Laberinto.
– Efectivamente -dijo Debrel, y se dirigió a Ígur-: dentro del Laberinto no debes obsesionarte por si te han quedado versos o cualquier otro dato por localizar; normalmente se incluyen elementos de camuflaje, que en el momento adecuado hay que saber diferenciar.
– ¿Y el primer poema? -preguntó Ígur, pensando en cómo se podría distinguir la belleza entre las estrellas, y si el último verso no se referiría a su vida.
– Es más complicado -dijo Debrel-. Parece estar claro que el Leopardo es cabalgado por Dioniso, y la referencia es Vindemiatrix. Las mayúsculas del primer verso indican Noel, pero también León, y tanto una cosa como otra tienen proyecciones astrales, o por lo menos en el calendario, tanto en un caso como en otro, en el mismo sentido: son signos solares; pero sin otros datos no veo cómo afectan a la solución. -Y aunque se refiera a mi vida, pensó Ígur, ¿quién es la más bella? ¿Fei o Sadó? ¿Y quién es el que huye a quien yo he de coger?-. El segundo verso es especialmente curioso: «Que UNo de los Dos, de los Tres con la PROcura»; parece que, por lo tanto, hay que desestimar la utilidad de Vindemiatrix en beneficio de uno de los Dos, es decir, Thuban o Aldebarán, porque parece claro que los Dos son los Dos, y los Tres son los Tres; pero la procura de los Tres se mantiene -Ígur miró a Sadó, y ella le sonrió-; las mayúsculas de UNo se me escapan, quizá haya que invertir la palabra y obtener NÚ, con lo que, atendiendo al último verso, el poema entra en la autorreferencia. Más enigmáticas son las tres mayúsculas iniciales de la PROcura, palabra con tantas referencias, y en concreto, yo creo, sobre el poder. Al principio pensamos en Procyon, pero eso cuestionaba la selección final de estrellas, hasta que caímos en la cuenta del nombre griego de Vindemiatrix, el precursor de la vendimia que más tarde será Almuredín; si hubiera sido Procyon, la C que ocupa el cuarto lugar de 'procura' se habría asimilado a la kappa de , y además el hecho de ser tres las mayúsculas confirmaba que el poder de Vindemiatrix, una vez resuelta su discriminación inicial en favor de uno de los Dos, no debe ser olvidado. El tercer verso es el más oscuro de todos, y lo cierto es que Silamo y yo no vemos otra posibilidad que el interior del Laberinto. Tu divisa, Ígur, es el hacha doble, y encontrarás alguna referencia a ella en la parada final dentro de la Falera; pero no hay que olvidar la posibilidad de que ahora la divisa para TU presente sea el propio poema, que procede de la Cabeza Profética, y por lo tanto desentraña el dilema sobre quién es uno de los Dos en favor de Algol. El último verso, en cambio, es tan rico en posibilidades que lo que resulta difícil es escoger.EL OSo es claramente Arctos, aquel a quien vigila Arcturus, pero también es el SOL, el astro rey.
– ¿Y cuál es la solución acertada? -preguntó Guipria aburrida.
– ¿Quién lo sabe? Una de ellas, más de una… ¡Todas, ninguna! -dijo Debrel-. El final es la parte más curiosa de todas, porque «Al BlanCO cuerpo deSNUdo» es una clara referencia a los versos '', recogidos por Virgilio: 'nudus ara, sere nudus', donde, por cierto, la alusión es al Bootes, es decir, a la constelación de Arcturus, con una metarreferencia, dentro del mismo verso, al Oso. Pero el pasaje es aún más curioso, y la solución -miró a Silamo y rieron- se nos presentó casi por casualidad. Fijaos que 'Al BlAnCo cuerpo deSNUdo" contiene siete letras mayúsculas; pues bien, si las situamos en un heptágono regular y construimos el estrellado cada cinco vértices -lo ilustró sobre el papel-, obtenemos CANOBUS, que constituye una aproximación aún más fiel a la grafía original .
– ¿Seguro que Canopus es al que tiene que vencer? -preguntó Guipria-. Porque gramaticalmente la transposición resulta más bien equívoca: "Que allí do arribéis, divisa para TU presente/AL OSo vencerás, CANOBUS.'
Con la observación de Guipria en mente, Ígur miró a Sadó; es como el caso de la diagonal del cubo que le discutía a Debrel: falsear el conjunto de la figura para obtener un detalle coincidente con la realidad.
– No, no -dijo Debrel-, creo que Canopus es de alguna forma el propio emblema de Ígur, es él mismo -sonrió con tristeza-. Lo que no sé es hasta qué punto tendrá que vencerse a sí mismo.
Porque en esas operaciones siempre se pierde, supuso Ígur después de un silencio; la conversación derivó hacia interpretaciones más literarias, y pareciéndole a Ígur que tenían poca relación práctica con la Entrada al Laberinto, desconectó para perderse en pensamientos y observaciones caprichosas. La velada se alargó, Guipria dijo que estaba cansada y se retiró; los demás continuaron hasta más tarde, y ya pasadas las primeras horas, Sadó llevó algo más de cena que apeteció mucho a Ígur, y Debrel y Silamo se excusaron y se levantaron. Como era una noche inhóspita, Debrel ofreció a Silamo y a Ígur quedarse a dormir, y ambos aceptaron, el primero de inmediato, y dejó solos a Ígur y Sadó en el salón del último piso, uno con buen apetito, ella sólo picando de vez en cuando acompañándolo, eso sí, en la bebida. Al principio, a él le pareció que lo más conveniente era irse a dormir cuanto antes, ya que la compañía de ella obedecía más al compromiso de la cortesía que, orgulloso como era Ígur y poco propenso a alimentar ilusiones inútiles, al verdadero deseo de que se quedaran a solas, pero poco a poco se despejaron las distancias, y no hubo más reticencias y ambigüedades que las destinadas a complacer la expectativa.
Los restos de la cena reaparecían al alba sobre la mesa, como ruinas convertidas en rememoraciones lejanas, y la luz diferente trocaba cada cosa en una insólita alternativa de sí misma. La ininterrumpida conversación reinaba ahora en las rosadas delicias posteriores, Ígur se levantó a buscar agua.
– ¿Quieres alguna otra cosa? -preguntó, y Sadó negó con la cabeza.
Tras beber Sadó, bebió él del mismo vaso, y sintió de repente un vacío terrible, próximo a la náusea, que los esplendores recientes no hacían sino aumentar y enfrentarle a ello. Sentado a poca distancia, se esforzó en volver a su favor dentro de sí el triunfo de ese incomparable cuerpo desnudo, tumbada boca abajo, una pierna estirada y la otra doblada por la rodilla y balanceando el pie, reclinada sobre los codos, con los pechos a intermitencias ocultos entre los gestos de los brazos y las manos; ella era tal como Ígur la había imaginado, placentera tanto en el conjunto como en los detalles, en los que se revelaba la maravillosa textura de cachorro que justo ha acabado de crecer, por ejemplo los pies, o las manos, diferentes de las de Fei, que eran más fuertes y ya con los huesos y las venas ligeramente marcadas, aunque en el caso de Fei el efecto lo acentuaban las largas uñas pintadas de rojo; Ígur recorrió con los ojos la espalda y el flanco suavísimo, con algunas costillas tenuamente marcadas y, por efecto de la postura, la cintura se le veía aún más turbadoramente delgada contra las caderas, iluminadas en media luna, de proporciones insuperables, y acentuando el sutil vértigo que en el amante impaciente despierta la idea de la desnudez recién descubierta. El reposo entre gestos y comentarios menores no lo aligeraba de las sorpresas pasadas, sino que aún aceleraba más su imperiosa necesidad de conciliarias con todo lo que tan erróneamente había supuesto.
– ¿Por qué no vienes a echarte aquí? -dijo ella, bajito y con una voz más grave de la habitual.
Ígur se arrodilló delante de ella. Le había sorprendido deliciosamente encontrarse a una feladora tan desinhibida, meticulosa y apasionada, una amante tan eficaz y tan pródiga del más expeditivo repertorio de variedades y movimientos. Se miraron con ojos remolones y se entrelazaron de nuevo, alternando posturas para mejor sentir la tensión y la actividad de cada músculo del cuerpo contra otros de absoluto abandono; porque una vez resuelta la urgencia que, enemiga del erotismo, limita a los amantes al sexo, al deseo ya no lo anima más vértigo que la libertad de la autocontemplación, e Ígur se abandonó con todas las morbideces de la calma al deambular de las sensaciones: cómo el rictus de la sensualidad, que tantas veces se parece tanto al de la náusea, instala tantas suposiciones extrañas, cómo la respiración gimiente de Sadó, que más de una vez aquella noche se había resuelto en chillidos, se acompasaba tan perfectamente a la entrada y salida del sexo que parecía mantener con ello una relación directa de causa y efecto, como si la gobernase un mecanismo hidráulico o neumático completamente ajeno a cualquier intervención inteligente, dominio pleno del animal imperturbablemente metódico y arrebatador. Le pareció oír ruido en el piso de abajo, y eso aún aumentó más el sentimiento. Después de correrse, y una vez recuperadas las respiraciones, Ígur fue a por más agua, y de repente, con la súbita claridad mental que emerge de las turbulencias del insomnio, le vino a la memoria la orden de la Equemitía.
– Tengo que usar el Cuantificador -dijo.
– Aquí mismo tienes una terminal -dijo ella-. ¿O prefieres ir abajo?
– No, en absoluto.
Puso en marcha el aparato, introdujo la cásete que Ifact le había dado y el sello, sin el cual el mensaje no le sería entregado, y esperó respuesta. Mientras tanto bebió, le llevó más agua a Sadó y se sentó a su lado. Sonrieron en silencio. Se oía el suave zumbido de la máquina.
– Quizá la terminal emisora todavía duerma -dijo ella, y rieron.
Los hirió el primer rayo de sol. Era un día clarísimo, agresivamente claro. Se miraban a los ojos, y la máquina emitió un silbido intermitente.
– Es extraño -dijo Ígur, y se levantó; ella lo siguió con la mirada sin moverse.
La pantalla del Cuantificador contenía un único mensaje:
«Sólo en presencia del Caballero de Capilla Ígur Neblí. Confirmar.»
Ígur miró a Sadó de reojo, y empezó a preocuparse. Apretó el botón de confirmación con el código personal correspondiente. La pantalla cambió de inmediato:
«No habrá emisión en papel. La Orden de la Equemitía de Recursos Primordiales aparecerá una sola vez en pantalla y por espacio de diez segundos. Confirmar.»
A Ígur se le aceleró el pulso, y miró a Sadó de nuevo; ella se volvió y se retiró el pelo con una mano, manteniéndolo apartado de la cara, y le hizo un guiño riéndose. Ígur se sorprendió a sí mismo temblando; el estilo de la comunicación indicaba gravedad, o por lo menos circunstancias extrañas. Apartó los ojos de Sadó, y volvió a la pantalla. No sabía de qué forma, pero estaba seguro de que nada a partir de entonces iba a ser igual. La palabra 'Confirmar' inició una rápida intermitencia, Ígur apretó el botón. La pantalla cambió de nuevo.
«Orden para el Caballero de Capilla Ígur Neblí de terminar de inmediato a Kim Debrel y Guipria Comisca.»
El mensaje desapareció efectivamente a los diez segundos, e Ígur, petrificado, continuaba mirando la pantalla vacía.