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CAPÍTULO VIII

La ciudad de Figueras, tan próxima a la frontera, había de significar para Ignacio algo así como lo que antaño significara Para él la entrada en el Banco Arús: el súbito contacto con un mundo desconocido. Apenas se apeó en la estación, llevando en la mano un sobre verde en el que estaban anotadas las señas del Servicio de Fronteras, relacionó lo que veía con lo que viera al incorporarse al Banco Arús: un determinado número de "caracoles humanos", al mando de un jefe. En el Banco, los "caracoles humanos" eran los empleados, y el jefe el Director; en Figueras, los "caracoles humanos" eran toda la población, y su jefe el coronel Triguero, nacido en Sevilla, cincuentón, separado de su mujer.

Figueras era un pequeño Cafarnaúm. Las calles rebosaban de tropa, de guardias civiles, de vendedores ambulantes y de chatarra. Muchas bicicletas, en cuyas ruedas, incrustados entre los alambres, tableteaban cartoncitos triangulares pintados con la bandera nacional. Muchos camiones, transportando hombres con aspecto de prisioneros. Sonaban las ambulancias, abriéndose paso. Ignacio pensó: "Diríase una ciudad muy próxima al frente". Innumerables letreros ponían: "Prohibido pasar".

El coronel Triguero era, en efecto, un "tipazo" tan singular que mientras rasgaba el sobre verde que había tomado de las manos de Ignacio, iba formulándole al muchacho, atropelladamente, toda clase de preguntas:

– ¿Cómo está el camarada Dávila? ¿De dónde eres? ¿Te ha gustado este pueblo? ¿Crees que en esta pocilga se puede trabajar?

Ignacio escuchaba al coronel con expresión divertida. Tuvo que mirarlo tres veces para cerciorarse de que no llevaba patillas. Era alto y fornido, pero Ignacio le gastó, como solía hacer con los militares, una mala pasada: lo imaginó vestido de paisano. Y el resultado fue espectacular. Le pareció mucho más bajo, menos seguro de sí y como si le hubieran regalado el traje.

– ¿Cómo te llamas, eh?

– Ignacio Alvear.

Al oír la voz del muchacho, el coronel Triguero se dignó mirarlo a la cara. Y entonces su actitud cambió. Abrió la boca como si estuviera tocando el clarinete. Evidentemente se había calmado, pues formuló sus preguntas por orden y de manera espaciada. E Ignacio se las contestó con tal precisión, que al final el coronel Triguero exclamó:

– ¡A lo mejor resultas inteligente!

– Es usted muy amable, coronel…

Se rieron. ¡Ah, quién no iba a reírse en aquella oficina del Servicio de Fronteras? Era en verdad una pocilga, pero con una mesa repleta de extravagantes cachivaches requisados -un despertador, un abanico, una polaina, varias pipas…- y, por si fuera poco, sentadas a un lado, ante sendas máquinas de escribir, había dos mecanógrafas "que valían por todo un batallón".

– ¿Da usted su permiso para mirarlas, coronel?

– ¡No faltaba más, hijo! Estás en tu casa.

Las dos mecanógrafas se ruborizaron e Ignacio las invitó a fumar. Ellas rechazaron, moviendo repetidas veces la cabeza. Ignacio se fijó de un modo especial en una de las chicas, de larga cabellera y ojos gatunos. La miró con tal intensidad, que la muchacha se bajó la falda por debajo de la mesa. Ignacio le preguntó:

– ¿Puedo saber cómo te llamas?

– Me llamo Nati…

Ignacio sonrió y comentó:.

– Debí figurármelo…

Servicio de Fronteras… Mundo complejo, con aspectos agradables y otros dramáticos. Ignacio se sintió muy pronto tan atraído por él, que en cierto sentido lamentó que el Gobernador lo hubiera nombrado, con buena intención, su "enlace personal", lo que lo obligaba a vivir a caballo entre Gerona y Figueras, llevando y trayendo mensajes. El muchacho casi hubiera preferido quedarse en Figueras tres o cuatro días a la semana. ¡Ocurrían tantas cosas en la "pocilga" del coronel Triguero! Nati le decía a menudo: "¡Lo que te perdiste anoche, chico!".

El coronel Triguero, que evidentemente era frívolo y bebía en exceso, pero que llevaba el Servicio con buena mano, se dio cuenta de la curiosidad del muchacho y le dio facilidades… Le permitió visitar en Figueras los barracones en que se albergaban los 'rojos' que regresaban de Francia por haber recibido ya el correspondiente aval, que la familia les había enviado desde España. Dichos barracones estaban emplazados en un barrio extremo, llamado La Carbonera, y los custodiaba la Guardia Civil.

– ¿Son muchos los exilados que regresan?

El coronel Triguero le informó:

– El promedio es ahora de unos cuatrocientos diarios.

A Ignacio le pareció que la cifra era muy elevada.

– ¿Y qué se hace con ellos?

– Pues… interrogarlos. Lo natural, ¿no?

– Claro…

Un grupo de estos repatriados los observaba, con disimulo.

– ¿Te apetecería interrogar a alguno? -le ofreció el coronel.

– ¡No por Dios! No he nacido para eso.

– Entonces, ¿para qué has nacido?

Ignacio no se inmutó.

– Para ir mirando… Sí, eso es -repitió, girando la vista en torno-. Para ir mirando.

¡Bueno, el coronel Triguero lo complació! Le permitió presenciar en la "pocilga" de la que era dueño, en la oficina, la apertura de treinta cajas conteniendo objetos diversos, que constituían el último lote devuelto a España por las autoridades francesas, gracias a las gestiones que realizaba el Servicio.

– El camarada Dávila me habló de eso. De que el Servicio se ocupaba en recuperar obras de arte, joyas, etcétera.

– ¡Aspiramos a mucho más! Aspiramos a recuperar varias toneladas de oro -Álvarez del Vayo se llevó un buen pellizco-, e incluso barcos. ¡Sí, barcos! ¿Te sorprende? Hay una serie de barcos españoles en puertos franceses…

Las treinta cajas en cuestión contenían una fascinante mezcla de joyas religiosas: custodias, cálices, coronas… y de joyas mundanas: pendientes, broches, anillos, pulseras…

– Todo volverá a su lugar -comentó el coronel-. Las coronas, a los santos y a las vírgenes; los pendientes y demás, a las damas de la alta sociedad… y a las amantes de los Gobernadores Civiles.

Ignacio, al oír esto último, miró al coronel y éste lanzó, riéndose, una de sus frases favoritas.

– ¡Corrígeme si me equivoco!

Nati, la de los ojos gatunos, procuraba también satisfacer la curiosidad de Ignacio. Un día lo llamó para que asistiera a una escena chocante. Aquella mañana había cruzado la frontera una expedición de niños españoles, de los muchos que durante la guerra los 'rojos' habían enviado a diversos países de Europa. Y resultó que uno de esos chicos, que tenía siete años, ¡sólo hablaba flamenco! Ni una palabra de español, pese a que se sospechaba que era de Talavera de la Reina. Lo había adoptado una familia belga, que había resuelto devolverlo a la "Falange Exterior", que funcionaba en Bruselas.

– ¿Qué te parece el chaval?

– ¿Qué va a parecerme? Muy majo… Muy flamenco.

Nati se rió.

– ¿Te das cuenta de la papeleta si localizamos a sus padres? ¡Tendrán que enseñarle a hablar!

Otro día Ignacio coincidió en la oficina con los capitanes Arias y Sandoval, los cuales, con permiso del general Sánchez Bravo, andaban por la zona ocupándose de misiones muy varias. Dichos capitanes extendieron sobre la mesa gran cantidad de avales espléndidamente falsificados en una oficina de Montpellier, a nombre de 'rojos' que pretendían colarse en España con el propósito de rehacer su vida en algún pueblo que no fuera el suyo, sin ser molestados.

– ¡Hay que ver! ¡Han falsificado hasta el sello de los Ayuntamientos!

También funcionaba, en un piso aparte, una Sección dedicada a censurar las cartas que llegaban del extranjero, e Ignacio se maravilló viendo con qué astucia dos hombres ya de edad, expertos en la materia, leían entre líneas… Y se acordó de David y Olga cuando en Gerona, en Correos, se dedicaron durante una temporada a idéntica labor.

– De todos modos -preguntó Ignacio al coronel-, ¿por que tanta cautela? ¿Qué puede hacer esa gente?

El coronel se acarició sus imaginarias patillas.

– Tú conoces el japonés, ¿verdad? No, claro… Pues bien. Hay un proverbio japonés que dice: "Después de la victoria, ¡átate bien el casco!".

– Ya…

Ignacio iba sintiendo por el coronel una simpatía 'in crescendo'. Desde luego, le estaba agradecido. Pero es que, además ¡era tan imprevisible! Siempre quería apostar algo. "¿Te apuestas veinte duros a que hoy cae un pez gordo?". "¿Te apuestas la corbata a que mañana lloverá?".

Sin embargo, el muchacho intuía que el coronel no jugaba del todo limpio… ¿Por qué tantos viajes a Perpiñán -en un Citroen que había pertenecido al alcalde 'rojo' de Figueras- sin llevarlo nunca con él, pese a la promesa del Gobernador? ¿Y por qué al regresar descargaba de vez en cuando misteriosos y minúsculos paquetes, que pronto desaparecían sin haber sido abiertos? Tales paquetes ¿contenían realmente objetos recuperados?

Nati sonreía.

– 'Chi lo sa…'

¡Ay, mejor no meterse en honduras! Lo importante era que, gracias a él, Ignacio, cada vez que regresaba a Gerona, tenía algo interesante que contar a la familia y a las amistades. "Papá, el coronel trajo ayer un montón de periódicos franceses… ¿Será verdad lo que cuenta el padre Forteza: que Hitler tiene ganas de pelea?". "Pilar, toma esto, de parte del coronel. Es una barra de labios que no deja huella… Lo último que ha salido en París". "¡Oh, muchas gracias! A ver si le traes otra igual a Marta". El profesor Civil, al que Ignacio iba ahora a visitar a menudo, le encargó unas medicinas para su mujer, cuya piel de pronto había empezado a caérsele como en escamas. "El doctor Chaos me ha dado el nombre de ese producto. Toma, ahí lo tienes anotado, en este papel". Por su parte, Carmen Elgazu le preguntaba cada dos por tres: "Bien, hijo, pero ¿cuándo te traes el Tapiz de la Catedral, de que te habló el Gobernador?".

La familia gozaba escuchando a Ignacio y viéndolo contento. Y no obstante, era bien cierto que no todo lo que el muchacho veía y vivía en el Servicio de Fronteras era agradable. Existían en él tintes dramáticos que afectaban hondamente a su sensibilidad.

Probablemente, el peor de todos era el espectáculo que ofrecían las innumerables personas que, acuciadas por la impaciencia, iban llegando a Figueras a diario, sin recursos, sin cobijo, en espera del retorno de algún familiar exiliado. Nati decía de esas personas: "Comprendo su situación, pero ¡hay que ver la lata que nos dan!". En su mayor parte eran mujeres. Mujeres Procedentes a lo mejor de muy lejos, del centro de España, o el Sur. Ignacio varias veces había coincidido en el tren con algunas que procedían de Málaga, donde el muchacho había nacido, por lo que se tomó interés por ellas. Habían enviado a Francia, a sus "hombres", el papel mágico, el aval y tenían confianza. "Teniendo el aval no pueden tardar ¿verdad usted?", trataban de usted a quienquiera que llevara uniforme o una insignia en la solapa. Ignacio no se atrevía a desanimarlas. "Claro… claro… Si tienen el aval, es posible que el día menos penado lleguen con la caravana".

La caravana… La caravana diaria de camiones -veinte, treinta, procedente de Perpiñán, con los "afortunados" de turno.

El convoy solía cruzar la frontera en dirección a Figueras a media tarde y lo encabezaba invariablemente un Fiat, en el que iban las autoridades francesas y un empleado del Consulado Español de Perpiñán.

Imposible conseguir que esas mujeres enlutadas, de moño seco y triste, aguardaran a su "hombre" -al marido, al hijo, al hermano- en La Carbonera, donde todos habrían de quedar concentrados. A mediodía ya no podían con su corazón y se iban a las afueras de Figueras esperando el momento de ver aparecer el convoy. Se entretenían por las cunetas mascando hierba y suspirando. Ignacio se mezclaba con ellas o a veces las observaba a distancia, solo o en compañía de los guardias civiles. Hasta que, de pronto, el convoy aparecía a lo lejos. Entonces se oía como un rumor de oleaje y las mujeres se plantaban en mitad de la carretera, interceptando el paso. El Fiat que abría la marcha, como aturdido ante aquella muralla negra, disminuía la velocidad, mientras detrás de él avanzaban gusaneando los camiones. Y en cuanto el vehículo se detenía y se apeaba de él el empleado del Consulado se producía el bombardeo: "¡Eh, señor! ¿Viene un tal Amadeo Sánchez?". "¿Viene mi hijo, Sergio Velasco?". Preguntas angustiosas que obtenían invariablemente idéntica respuesta. "Pero ¿estáis locas? ¿Cómo voy a saber? ¡Luego, luego, en La Carbonera!".

Los guardias civiles luchaban a culatazo limpio para que el convoy pudiera pasar. Pero a veces ocurría que uno de aquellos nombres lanzados al aire hacía diana, era recordado por el empleado. En este caso éste respondía: "¡Sí, ahí viene! ¡Creo que en el cuarto camión!". Entonces se oía un grito más fuerte que los demás. "¡Bendita la madre que te parió!". Inmediatamente las otras mujeres rodeaban a la "afortunada" y la felicitaban o, por el contrario, la miraban con envidia y rencor.

Por fin pasaban los camiones, en ruta hacia La Carbonera, donde unas horas más tarde todo el mundo sabía a qué atenerse. Porque allí estaban las listas y los encargados de consultarlas y dar fe. "¿Cómo dice? ¿Esteban Soto? No, no viene ese nombre". "¿Cándido Vázquez? Tampoco". "Tal vez mañana…"

Tal vez mañana… Ignacio, al oír esto, sufría. Porque sabía que la mujer a la que iban dirigidas estas palabras debería esperar con sus ojos inútiles veinticuatro horas más. Y porque sabía también que había hombres que no regresarían nunca. Ni "mañana", ni pasado, ni nunca. ¿Qué harían, pues, sus esposas, sus hijas? Ignacio también lo sabía: seguir esperando. Así se lo habían dicho sus conocidas de Málaga y otras muchas mujeres vestidas de negro. Cada tarde volverían a la carretera, a la misma hora, a mascar hierba en la cuneta. Y entretanto, al llegar la noche, dormirían a la intemperie, o en casas destruidas por las bombas, o en los desalojados nidos de ametralladoras que decían: NO PASARAN. Y comerían un vaso de agua y un poco de primavera. A menos que encontraran una casa donde hacer la limpieza; o que les dijeran sí a los numerosos desaprensivos que, en cuanto se ponía el sol, empezaban a moscardonear a su alrededor, blandiendo un chusco de pan.

Por fin Ignacio oyó, de boca del Gobernador, la frase tan esperada:

– ¡Bueno, por fin vas a ir a Perpiñán! Entrega esta carta personalmente a Leopoldo, en el Consulado. Leopoldo sabe ya quién eres.

– ¡Muchas gracias, camarada Dávila!

Dicho y hecho. Ignacio, al día siguiente, cruzó la frontera por primera vez en su vida, en compañía del coronel Triguero, quien le ofreció un sitio en su Citroen. Y desde el primer momento le ocurrió que en Francia se sintió a gusto. Aquélla no tenía nada en común con la versión que le dieran Mateo, Jorge de Batlle y el mismísimo Gobernador. Le pareció respirar allí un aire de cultura antigua, tal vez debido a la geometría de los viñedos del Rosellón. ¡Había oído hablar tan despectivamente del país vecino! Cierto que la gente tenía las mejillas un tanto coloradas y que los quepis de los gendarmes resultaban un tanto grotescos. Pero las personas eran más robustas, otra raza, fruto sin duda de la buena alimentación; y la abundancia era visible por doquier. Vehículos de gran potencia circulaban por las carreteras, había tractores en los campos, el mar era hermoso. Los niños jugaban a placer y hasta los ancianos que tomaban el sol se le antojaban más tranquilos. Teníase la impresión de que todo el mundo se sentía allí protegido, a resguardo de las sequías, de la miseria, del trauma de la guerra.

El coronel Triguero, al darse cuenta de la reacción de Ignacio, le dijo:

– Pues a mí esto no me tira. ¿Dónde has visto tú que los machos vayan por el pan y la leche?

– ¿Y por qué no han de ir? Me encanta este detalle, ya ve usted…

Una vez en Perpiñán, Ignacio quedó sumergido de lleno en el mundo de los exiliados. Estaban allí, paradójicamente más inquietos y derrotados que los internos en La Carbonera. Abarrotaban los cafés y había en su rostro algo rabioso y espectral.

En el Consulado Español se presentó seguidamente a Leopoldo, quien al leer la carta del Gobernador le dijo a Ignacio, amistosamente: "Por lo visto te atrae el barullo, ¿eh?". Hicieron buenas migas, aunque Leopoldo era bastante mayor. Le prometió llevarlo, en cuanto tuviera un respiro, a visitar los campos de Argeles, de Saint-Cyprien, etcétera. "Allí verás. Millares y millares de desgraciados. Se pasan el día rumiando si no les valdría más morirse".

En ese primer viaje no habría ocasión, pues el coronel le había dicho a Ignacio: "No te muevas del Consulado. Regresaremos a España a mediodía". Pero pronto el muchacho hizo un segundo viaje, y un tercero y un cuarto. Y su curiosidad iba en aumento, gracias a los informes que le facilitaba Leopoldo, el cual siempre le decía que lo que más le gustaba de Francia era el chocolate. Los exiliados habían empezado a ser llamados, en bloque, "La España peregrina", poética denominación, y era evidente que formaban un mundo real y patético, del que en Gerona Ignacio no podía hablar con nadie, pues la suerte de los 'rojos' no interesaba. En cuanto abordaba el tema, todo el mundo le contestaba lo mismo: "Allá ellos. Se lo tienen merecido".

Ignacio también lo creía así. Y el día en que pudo, ¡por fin!, visitar los campos de concentración de Argeles y Saint-Cyprien, situados en las playas, a la vista de aquella inmensa muchedumbre famélica, harapienta, sintió que una oleada de repugnancia le atenazaba la garganta. Aquellas playas eran el resumen de todas las teorías antipatrióticas, de todas las crueldades y hasta de la muerte de César. Ignacio hizo: "¡Puah!". Leopoldo, hombre de fina cachaza, comentó: "De todos modos, no creas que toda esta gente es culpable. Y aparte, piensa un momento en los niños…"

Hubiérase dicho que le daban a Ignacio un golpe en el pecho. He ahí una palabra -niños- que apenas si contó nunca para él. Como tampoco contaron los vegetales y los minerales. Y no obstante, en aquellas circunstancias, lo dañó. Contempló a los niños en las playas y se le antojaron lagartijas desesperadas, víctimas inocentes de un terrible castigo colectivo. Leopoldo le explicó que muchos de ellos morían y que eran enterrados en la misma arena, en un hoyo. Que otros se habían ahogado al caerse en las letrinas que orillaban la zona acotada, vigilada por senegaleses. Que las madres tenían seco el pecho. Que los más espabilados eran utilizados por los mayores para sortear las alambradas en busca de algo que comer.

Ignacio recordó su niñez, la de Pilar, la de César… ¿Por qué ocurrían tales cosas? Miró al mar y le pareció hostil.

Leopoldo consiguió distraerlo. "Hay que hacerse a la idea. Las cosas son como son". Y le informó a Ignacio de que el reparto de fugitivos españoles hacia Bélgica, Inglaterra, Sudamérica, Rusia, Legión Francesa, África, ¡Alemania!, etcétera, proseguía. Aunque parecía confirmarse que el contingente mayor se quedaría en Francia.

– ¿Te basta con eso, o quieres ver otras playas… y más senegaleses?

– Me basta con eso.

El coche que conducía Leopoldo, uno de los asignados al Consulado, dio la vuelta y emprendió el regreso a Perpiñán.

Se produjo un largo silencio. Ignacio contemplaba el paisaje francés, los viñedos y los cañaverales, éstos inclinados por la tramontana, e iba reflexionando sobre el espectáculo que acababa de presenciar. Cerca ya de la capital del Rosellón, preguntó:

– ¿Qué profesión tiene el grueso de los exiliados? Leopoldo contestó, sin vacilar:

– Son campesinos. Un tercio por lo menos son campesinos, Ignacio movió la cabeza.

– Sí, claro. España es labriega.

Una vez en Perpiñán, Ignacio sintió una imperiosa y repentina necesidad de localizar, aunque sólo fuese para verlo de lejos, algún exiliado de Gerona. ¿No se reunirían los de Gerona en algún café determinado?

Leopoldo le dijo:

– Concretamente los de Gerona, no sé. Pero el café 'La Bonne Nouvelle' suele estar lleno de catalanes.

Ignacio, libre de acción esta vez por cuanto había ido a Perpiñán sin el coronel Triguero, en una ambulancia de la Cruz Roja, se dirigió sin pérdida de tiempo al café 'La Bonne Nouvelle'. Sentóse a una mesa roja, situada en un rincón, y se tapó la cara con un periódico que hablaba del hambre en China. De vez en cuando echaba un vistazo, con disimulo: no reconocía a nadie. Sólo le resultaban familiares el idioma y las inflexiones de las voces. Y, por supuesto, las blasfemias de los hombres acodados en la barra. Uno de ellos, que llevaba un gorro a lo Durruti, exhibía una cicatriz en el cuello, de la que parecía hacer responsable a todo el santoral.

Al cabo de una hora de infructuosa espera abandonó el café. Cariacontecido, se dirigió al Consulado. Leopoldo le dijo:

– ¿Tanto interés tienes?

– Compréndelo… Me gustaría saber lo que ha sido de varios amigos.

– Luego añadió-: Me interesa sobre todo un primo hermano mío, llamado José Alvear…

Leopoldo hizo un gesto de comprensión.

– Aquí tenemos un fichero -dijo, señalando un armario-. Pero sólo de los que han muerto en algún hospital y de los que han decidido quedarse a vivir en esta región.

Ignacio abrió los ojos con expresión esperanzada.

– ¿Te importaría que lo viera?

– Tuyo es.

Ignacio tomó del armario los montones de fichas y se sentó a la mesa. E inició la tarea. Leopoldo le dijo: "Es buscar una aguja en un pajar".

El resultado de la operación fue teatral. Entre los muertos, ningún conocido; entre los vivos, sí, uno. Pero no era ni José Alvear, ni Julio García, ni David, ni Olga; era Canela. Allí estaba la ficha, con la fotografía, que parecía sacada por Ezequiel y las señas de la muchacha. "Isabel Cortés Amat, alias Canela, veintiséis años, prostituta, domiciliada en Perpiñán, 23, fue de la Provence".

– ¿Qué? ¿Encontraste algo? -le preguntó Leopoldo.

– ¡Casi nada! -contestó Ignacio-. ¡Mi primera novia!

– ¿Qué dices?

Ignacio quedóse absorto. ¡Cuánto tiempo había pasado desde que Canela, estando él desnudo, lo perseguía por la habitación haciéndole cosquillas! Entonces ella era una gacela joven y veloz; ahora, en la fotografía, se la veía ajada, con una cicatriz no en el cuello, sino en el alma. Ignacio no pudo menos de recordar su enfermedad venérea, la mancha de pus en la cama, el bofetón de su madre y el comentario de su padre, Matías: "Y además, esas mujeres creen saber la verdad de todo y no es así. Sólo conocen la cara fea de la vida".

No lo pensó más. Despidióse de Leopoldo y diez minutos después se encontraba en 23, rué de la Provence. Efectivamente, Canela vivía allí, con un monsieur, también español. Un monsieur tres important'. Pero apenas paraba en casa. Se pasaba el día en el café de enfrente, 'chez Jean'.

Ignacio cruzó la calle y penetró en el café. Tuvo suerte. En una mesa al fondo, sola, haciendo solitarios, ¡con cartas francesas!, reconoció a Canela.

– Pero… ¡Ignacio!

– ¡Pssh…! No hables fuerte. Estoy de servicio…

– ¿Cómo?

Canela se levantó y haciendo aspavientos abrazó al muchacho y lo besuqueó repetidamente en ambas mejillas.

– ¡Por favor, Canela!

– Pero ¿qué te pasa? ¿Será verdad que has venido a detenerme?

– Nada de eso, Canela. He venido a saber qué tal estás…

Por fin Ignacio consiguió que Canela se sentara; y él hizo lo propio, situándose frente por frente.

– ¡Menuda sorpresa!

– Nada de sorpresas. Andaba buscándole… El diálogo, en un principio, fue cordial. Canela tenía mucho mejor aspecto que en la fotografía, aunque se le notaba en los ojos que bebía demasiado. Y era evidente que su alegría al ver a Ignacio fue sincera. Se rieron evocando sus encuentros en Gerona. "Me tenías chiflada. ¡Eras tan crío! Tuve que enseñártelo todo, ¿te acuerdas?".

Ignacio simuló estar de vuelta…

– ¿Y ahora, qué haces? -preguntó el muchacho-. Llevas muchas joyas…

– ¡Bah! -Canela encendió, con aire hastiado, un pitillo-. Un comisario me sacó del campo y me tiene retirada. Pero ya lo ves. Me paso el día en el cine, aunque no entiendo ni jota, o en este cafetucho haciendo solitarios.

Ignacio sintió de pronto una gran compasión por aquella mujer, cuya roja cabellera despedía extraños reflejos.

– Te sientes… sola, ¿verdad?

– ¿Y tú no? -le preguntó Canela.

– Pues… yo, la verdad, me las voy arreglando.

– Ya te llegará.

Los hombres del mostrador miraban a Canela y uno de ellos, que sin duda la conocía, le hizo un gesto obsceno. Canela barbotó:

– Asquerosos…

Ignacio intervino:

– Hablando de tu comisario… ¿Lo quieres?

Canela eructó, lo que rompió el encanto de la alusión.

– ¿Querer yo? Ya quise una vez. Pero el hombrecito voló.

– ¡Ah!, ¿sí? ¿Dónde está?

– En Toulouse. Lo mantiene una madame. Es lo normal.

Ignacio se mordió el labio inferior.

– ¿Cómo se llama? -preguntó.

– ¡Ya lo sabes! José Alvear…

La conversación prosiguió, sincopada. Canela, que iba poniéndose nerviosa, saltaba sin conexión de un tema a otro y no paraba de beber.

– ¡Eh, 'garçon', trae algo para 'mon ami'…! Y dime, ¿tú qué haces? ¿Por qué estás en Perpiñán?

– Todavía no me han licenciado. Estoy en Fronteras.

– ¡Ah!, ya…

'Mon ami'… La frase había gustado a Ignacio, sin saber por qué. Y también le gustaban los extraños reflejos de la roja cabellera de Canela.

– Cuéntame, Canela. Todo eso… es duro, ¿verdad?

– ¡Claro que lo es! Pero vosotros tenéis la culpa, ¿no?

– Bueno, mujer, no te pongas así.

El 'garçon' trajo un coñac para Ignacio, coñac que olía a gloria.

– ¿Ves? -comentó Canela, cambiando el tono de voz y mirando la copa-. Si en vez de nacer en España yo hubiera nacido aquí, en Perpiñán, ahora no sería Canela. Sería una madame.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque sí. Mis padres me hubieran llevado a la escuela… ¿Comprendes lo que te digo?

– Claro…

Ignacio no quería ver sufrir a Canela y cortó preguntándole si había permanecido mucho tiempo en el campo de concentración.

– Poco. Los mandamases y nosotras… pudimos salir pronto. Allá sólo se pudren los tontos.

Ignacio se disponía a comentar que aquello era una canallada. Pero le pareció tan obvio, que se calló.

El forcejeo era difícil e Ignacio optó por preguntarle, ya sin más dilación, por el paradero de sus amigos.

– Dime. ¿Sabes algo de Julio García?

– ¿El poli…? -Canela entornó expresivamente los ojos y por un momento volvió a parecer una niña-. Otro punto. Es millonario. Robó lo que le dio la gana, como mi comisario.

– No estará en Perpiñán, por casualidad…

Canela soltó una risita nerviosa.

– ¿En Perpiñán? Pues sí que estás bueno… Está en París, con los jefazos…

– Y con doña Amparo…

– ¡Ah, eso no sé!

Canela no sabía nada de David y Olga; nada de Cosme Vila; nada de Antonio Casal…

– No me preguntes más, ¿quieres? No me interesa esa gentuza. Me intereso yo. Canela. ¡Eh, 'garçon', otro Martini! -Canela eructó de nuevo, pero esta vez dijo: "Perdona".

Ignacio pensó: "No, el exilio no es una fiesta. ¿Por qué en Gerona no se darán cuenta?".

De pronto, Canela miró a Ignacio a los ojos. Era la primera Vez que lo hacía. Estaba borracha.

– Continúas siendo un crío. Sí, me gustas…

– Anda, no digas tonterías.

– ¿Te apetecería estar conmigo?

Ignacio casi retrocedió. Canela volvió a reírse nerviosamente. Echó una rectilínea y segura bocanada de humo.

– ¿Te has vuelto marica, o qué?

– No es eso… -Ignacio añadió-: por favor. Canela, cálmate…

– ¡Si estoy tranquila! Mira, ¿ves? -Bruscamente cogió las cartas y simuló que se ponía a hacer solitarios de nuevo.

Ignacio quería ayudarla, pero no sabía cómo.

– ¿Te acuerdas de Gerona? -se le ocurrió preguntarle.

Temió haber metido la pata, pero no fue así. Por un momento los ojos de Canela se iluminaron.

– ¡A que no adivinarías lo que echo de menos de todo aquello!

– No sé…

– El tabaco… -Miró el paquete de 'gauloises' que tenía en la mesa-. Éste me marea.

– Luego añadió-: ¡Y otra cosa! La Dehesa…

– ¿La Dehesa?

– Sí, la Dehesa. Una tiene derecho a que le guste la Dehesa, ¿no?

– ¡Oh, claro! Ahora está preciosa…

Canela volvió a irritarse.

– ¡Qué va a estar! Con tanto uniforme…

Ignacio hizo un mohín. Canela se tomó su Martini de un sorbo y prosiguió:

– ¿Y la Andaluza?

– Ya puedes figurarte -informó Ignacio-. Haciendo su agosto.

– Claro, los moros joden que da gusto, ¿verdad?

La conversación se hacía incómoda. Ahora Canela parecía glacial. Se había ausentado. Miraba afuera, a la calle, con la mirada vidriosa.

– ¡Mira que morirme yo en Francia! -exclamó, inesperadamente.

Ignacio la miró con asombro.

– ¿Morirte…? ¡Qué tonterías dices!

En ese momento entraron en el café tres hombres barbudos, con aspecto de llegar del frente. Debían de ser tres "jefazos", que andarían tramando irse también a París.

– Puercos… -barbotó Canela-. Han abandonado a todo el mundo.

– Su expresión era colérica.

El más alto miró a Canela y sonrió. Canela sacó la lengua.

Ignacio se sintió tan abatido que se levantó para despedirse.

– Escucha una cosa, Canela. Si algún día quieres regresar a España, vete a Fronteras y pregunta por mí.

Canela se quedó rígida.

– ¿Regresar yo…? ¡Eh!, ¿por quién me has tomado?

Ignacio hizo un gesto ambiguo.

– La vida… cambia, ¿no crees?

Canela le sonrió con afecto.

– Salud, fascista…

Ignacio se acercó al mostrador dispuesto a pagar las consumiciones, pero el 'garçon', después de consultar con Canela, negó con la cabeza.