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CAPÍTULO X

El día 2 de junio la familia Alvear vivió, en esa Gerona que los exiliados tanto echaban de menos, un acontecimiento entrañable: el traslado de los restos de César. Ignacio, por fin, cobró, de manos de don Gaspar Ley, los atrasos devengados en el Banco Arús, ciertamente no muy crecidos, pero que alcanzaron para adquirir en propiedad un nicho y una lápida.

La escena en el cementerio fue grandiosa y humilde. Se concentraron allí la familia completa, mosén Alberto, Marta y Mateo. Eran las once de la mañana. El sol, inclemente, caía sin piedad sobre los cipreses, sobre los panteones, y aurificaba las avenidas de gravilla. El sepulturero y dos albañiles acompañaron la comitiva al nicho que decía Familia Casellas, situado a la izquierda. Uno de los albañiles fumaba; emanaba de la tierra como un olor a muerte reciente.

Mosén Alberto había sido llamado y acudió con prontitud y presa de emoción. César significaba para él la inocencia no truncada y a menudo, al celebrar misa, le parecía que si se volvía un poco hacia la derecha todavía encontraría allí al muchacho, arrodillado, con las orejas grandes, fijos los ojos en el altar y a punto de hacer sonar la campanilla. Marta estaba también muy impresionada y se presentó con un ramo de flores silvestres, que le temblaban un poco entre las manos. Mateo caminaba con la cabeza erguida, procurando dominar sus sentimientos.

La familia avanzaba mirando al suelo, presidida por la corbata negra de Matías, corbata que ahora éste podía llevar sin que el catedrático Morales, también muerto, se lo impidiese. Ignacio recordó la madrugada gris en que allí, en aquel mismo lugar, localizó, entre cien cadáveres, el de César. Pilar sentía como si fuera a desmayarse bajo el sol. Y en cuanto a Carmen Elgazu, le ocurría algo singular. Desde el primer momento admitió la posibilidad de que encontrasen incorrupto el cuerpo de su hijo. Sabía que los milagros de esta naturaleza no abundaban. Pero ¿no se mantuvo incorrupto durante siglos el cuerpo de San Narciso, el patrón de Gerona, aun cuando los informes de los médicos 'rojos' afirmaran lo contrario? ¿Por qué, pues, no podía haber ocurrido lo mismo con César? Al fin y al cabo, el muchacho deseó a lo largo de muchos meses morir por Dios. Lo deseó tanto que lo consiguió. Nada tendría de extraño, pues, que incluso su cuerpo hubiera obtenido ya la recompensa.

Pronto llegaron al nicho que decía Familia Casellas. A la derecha de éste y colocado sobre una carretilla de mano, aguardaba ya, destapado, un ataúd negro, flamante, con las iniciales C. A. "¿Por qué sólo las iniciales?", preguntóse Mateo. Tal vez Porque sobre ellas, en relieve, destacaba una cruz, que era como el compendio de todas las palabras.

Los albañiles se acercaron con calma neutral a la lápida que decía Familia Casellas y al término de un hábil forcejeo consiguieron desgajarla y atraerla hacia sí. Los restos de César Quedaron al descubierto. El momento fue solemne y espantoso. Porque allí había todavía carne, aunque corrompida y, perfectamente reconocible, el traje del muchacho. Carmen Elgazu, que no comprendió que la ropa hubiese durado más que la piel, lanzó un sollozo desgarrado que debió de penetrar en la eternidad. Pero no volvió la cabeza. De hecho, la única que lo hizo, con sensación de mareo, fue Pilar. Los demás aguantaron firme. Carmen Elgazu, enrojecidos los ojos y con un rosario colgándole de las manos, presenció incluso cómo los albañiles se apoderaban de aquel cuerpo que, doliéndole jubilosamente, había cobijado en sus entrañas.

Los albañiles, procurando no hacer ruido, trasladaron con sumo cuidado los restos al ataúd. La operación resultó penosa. Una vez terminada, procedieron a clavetear la tapa, con lo que César desapareció para siempre. Su reaparición, bajo el sol abrasador, había sido breve como su vida.

Claveteada la tapa, los albañiles, obedeciendo a una señal de mosén Alberto, permanecieron en posición de firmes al lado de la carretilla. Entonces el sacerdote inició, rota la voz, el Padrenuestro, que todo el mundo contestó. Mosén Alberto cargó dramáticamente la frase "hágase tu voluntad" y remató la oración diciendo escuetamente: "César, ruega por nosotros".

Inmediatamente después, uno de los albañiles tomó la carretilla, cuya única rueda echó a andar. Detrás de él, avanzó la comitiva. Parecióle a Matías que su mujer se tambaleaba y la asió del brazo. Carmen Elgazu se sintió reconfortada, pues, en efecto, por unos segundos la vista se le había nublado más aún que de ordinario, y había sentido como una punzada en la ingle.

El nuevo nicho estaba lejos. Tuvieron que subir una leve cuesta y adentrarse en la parte moderna del cementerio, en el lateral oeste, que el nuevo alcalde, 'La Voz de Alerta', había mandado construir. El hueco del nicho apareció allá al fondo, negro y vampiresco.

La carretilla y sus acompañantes de detuvieron delante de aquel agujero rectangular. Apoyada en el zócalo de la izquierda había una lápida de mármol cuyas blancas letras decían:

Aquí yace CÉSAR ALVEAR que murió por Dios y por España el 20 de julio de 1936 a los dieciséis años de edad.

DESCANSE EN PAZ

Los albañiles tomaron el ataúd en brazos y lo introdujeron dulcemente en el nicho. En cambio, el taponamiento de éste con la lápida resultó laborioso. Y zumbaban moscas y unas hormigas, ante el asombro y la gratitud de todos, prefirieron quedarse con César y se dejaron emparedar.

Cerróse por fin el nicho. Entonces Marta se adelantó y depositó en él su ramo de flores silvestres, que dejaron de temblar. Seguidamente mosén Alberto rezó otro Padrenuestro, esta vez coreado por el propio sepulturero, que, gorra en mano, había acudido. En cambio, los dos albañiles recogieron las colillas que habían dejado en el reborde del nicho contiguo y desaparecieron con su utillaje a cuestas.

Terminada la plegaria, mosén Alberto acabó con la petrificación que se había adueñado de todos. "¿Vámonos…?", propuso. Matías asintió con la cabeza.

La comitiva echó a andar de nuevo, en busca de la avenida central, que conducía directamente a la salida. Esta vez fue Ignacio quien tomó del brazo a Carmen Elgazu, mientras Mateo echaba una mirada al cielo azul que se alzaba por encima de las tapias.

Cruzaron el umbral del cementerio y se encontraron fuera. El coche de Mateo y el taxi que Matías había alquilado a propósito esperaban en la carretera, colocados ya en dirección a Gerona. Antes de subir, Mateo encendió con mano insegura un cigarrillo. Por un momento estuvo tentado de ofrecerle uno a Matías, pero no se atrevió. Matías parecía haber envejecido y no se decidía aún a ponerse el sombrero.

Se repartieron entre los dos vehículos y éstos iniciaron el regreso a la Rambla. Todo el mundo guardaba silencio. Únicamente Pilar, que ya se había recuperado, comentó, como hablando consigo misma:

– Descanse en paz… ¿Por qué no pusimos "en la paz de Dios"?

Ignacio le contestó:

– Es lo mismo. Diciendo paz se sobreentiende que es la paz de Dios.

Los dos coches se detuvieron en el Puente de Piedra y todo el mundo se apeó. El sol seguía cayendo, pero los rostros estaban pálidos, como si llegaran de alguna región lejanísima y helada.

Mateo y Marta se despidieron con emoción y se alejaron. Los demás subieron al piso de la Rambla, cuya puerta Ignacio abrió con respeto extremado, como si dentro los esperara la clave explicativa de todo lo que estaban viviendo.

Pilar alzó las persianas y el comedor se iluminó. Aquella luz súbita fortaleció un poco los ánimos. Carmen Elgazu se dirigió a mosén Alberto y, sobreponiéndose, le preguntó:

– ¿Le apetecería un café?

Mosén Alberto aceptó.

Minutos después se encontraban sentados a la mesa, ante las tazas humeantes.

Ése fue el momento elegido por mosén Alberto para comunicarles una extraña noticia que había de rematar las emociones de la jornada.

– Bueno… -dijo, disolviendo el azúcar con la cucharilla-. Todo esto es muy doloroso, pero he de decirles algo que tal vez les sirva de consuelo.

– Marcó una pausa y añadió-: El señor obispo ha decidido abrir en la Diócesis varios expedientes de beatificación. Uno de ellos expedientes es el de César.

Matías arrugó el entrecejo, pero Carmen Elgazu, que en la Parroquia había oído rumores sobre el particular, exclamó, entre sollozos, simplemente:

– ¡Oh, Dios mío…!

Ignacio, por su parte, había clavado la vista en mosén Alberto. Prodújose un momento de expectación. ¿Soltaría el chico algún exabrupto? Ocurrió todo lo contrario… Mosén Alberto había hablado con su mejor voz de sacerdote y de amigo. Así que Ignacio, al final de su mirada, dijo:

– Desde luego, si alguien merece subir a los altares es mi hermano.

El hecho de que Ignacio dijera mi hermano en lugar de decir César, conmovió a todos de un modo impreciso.

Pilar no pudo con su corazón. Se levantó bruscamente, derramando la taza de café. Y se fue sollozando a su cuarto y se desplomó de bruces sobre la cama, sobre aquella cama desde la cual, cuando llovía, oía el claquear de las gotas en el río.

Nadie acudió en ayuda de Pilar. Todo el mundo permaneció quieto y silencioso en el comedor. El café derramado por Pilar había salpicado la bella sotana de mosén Alberto, pero éste acertó a disimular.