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CAPÍTULO XLI

Pocos días antes de la Feria se produjo la catástrofe que mosén Alberto presintió cuando flotaron sobre la ciudad aquellas nubes con carga dramática. El notario Noguer, por una vez, había pecado de optimista. La tramontana no le obedeció. Sobrevino la inundación, llevándose consigo la euforia de 'La Voz de Alerta', el encantamiento de la Feria, los arcos de triunfo de las calles engalanadas, algunos puentes, algunas casas, unas cuantas vidas humanas.

Un día u otro tenía que ocurrir. El agua formaba parte de la historia de Gerona con mucha más antigüedad que Cosme Vila, que el Gobernador e incluso que el héroe de la guerra de la Independencia, el general Álvarez de Castro.

Empezó a llover el sábado por la tarde y no paró hasta el lunes al amanecer. Hubo un momento, cuando el agua llevaba ya varias horas cayendo, en que el cielo tenía el color del barro. Un cielo pardo, reumático, tan oscuro que, según el señor Grote, recordaba algunos pasajes del Evangelio. ¡Cómo llovía! Daba miedo. Lloraban las fachadas, los árboles, los letreros de los comercios. Fue cortada la luz y se apagaron los faroles de gas. El agua caía en diagonal, sesgadamente. Ráfagas de viento doblaban los cables telegráficos y paralizaban los relojes públicos. El vecindario se había congregado en los lugares estratégicos para contemplar el espectáculo. Las calles céntricas, la plaza Municipal, el barrio de la Barca, eran ríos desbocados.

A la mañana del domingo las noticias no podían ser peores. Dado que llovía también en el Pirineo, el Ter llegaba enfático y con ira, lo que significaba que el Oñar no podría desahogarse en él y se desbordaría. Así fue. El agua, pese a las medidas tomadas por el vecindario tapiando apresuradamente las entradas, empezó a penetrar en los establecimientos, como si quisiera encaramarse a los mostradores y a los estantes. La Gran Vía, donde ya se habían instalado los autos de choque y los tiovivos, era un canal. El Café Nacional fue arrolladoramente violado por el agua, que alcanzó la altura de los espejos. Lo mismo ocurrió en la "Perfumería Diana", en la barbería de Raimundo, en los estancos y en la tintorería recién abierta por la viuda de Corbera.

Nada podía hacerse. La inundación era un hecho. Cualquier intento significaba ser arrastrado por la corriente. La gente rezaba en las casas -los Alvear, a salvo gracias a la altura del piso, rezaban el Rosario- y la Andaluza había encendido velas a Santa Bárbara y, en unión de sus pupilas y de 'El Niño de Jaén', no paraba de santiguarse.

El puente situado frente a los cuarteles de Artillería fue barrido. En la calle de Pedret se hundieron dos edificios ruinosos. En el Seminario los detenidos, apelotonados en las ventanas enrejadas, pensaban: "A lo mejor podemos huir…" En el Hospital los enfermos, azorados, querían abandonar las camas. Un ciego preguntó: "¿Qué ocurre?". Y la monja de turno le contestó, tapándolo con una manta: "Inundación". En el cementerio, los panteones quedaron sumergidos y en el interior de la fosa común, convertida en barrizal, los huesos antiguos y recientes, de unos y de otros, se mezclaron más que nunca. Se hablaba de personas aisladas en tal o cual tejado. Algunos gatos eligieron lugares inverosímiles para salvaguardarse. En las cuadras de la calle de la Rutila, los caballos relinchaban. Pero lo peor ocurrió detrás de la piscina, en las márgenes del Ter. Dos familias andaluzas, que se habían construido allí sus casuchas, fueron arrastradas camino del infinito mar. Nadie se dio cuenta de la tragedia. Sólo las despidió un trueno, nacido en el vientre del Apocalipsis.

Todo el mundo se mordía impotente las uñas, mientras el agua continuaba cayendo implacable. Sólo algunos héroes desafiaron anónimamente la hecatombe, a riesgo de sus vidas. Uno de ellos, mosén Falcó, el joven consiliario de Falange. Saltó desde su balcón al de la casa vecina para poner a salvo a la vieja paralítica que vivía en el entresuelo. Fue el suyo un salto inverosímil, que bien pudo depositarlo en el más allá. Otro héroe, ¡tía Conchi! Tía Conchi, por su cuenta, colocándose un saco a modo de capucha, salió disparada y consiguió trasladar a buen recaudo dos niños que descubrió sentados temerariamente en el alféizar de un ventanuco, frente al bar Cocodrilo.

No dejó de llover hasta la madrugada del lunes, momento en que las nubes acusaron fatiga y se abrieron algunos claros. Los equipos de rescate, ¡por fin!, pudieron actuar. Sus componentes exhibían las más absurdas prendas de ropa, como aquellos anarquistas que se fueron al frente de Aragón. El Gobernador, con un casquete y un impermeable que llevó durante la guerra, parecía un comisario ruso. Alfonso Estrada se enfundó una cazadora que había pertenecido a su padre y se calzó unas polainas. Los coches de los bomberos avanzaban contracorriente, tocando la sirena y formando abanicos de agua, en dirección a las zonas bajas de Gerona: la calle de la Barca, el barrio de Pedret. Los pescadores de San Feliu de Guíxols y de Palamós irrumpieron en las calles con sus barcas de remo, provistos de cuerdas y escalas. La consigna era trasladar los accidentados al Hospital, donde el doctor Chaos lo había dispuesto todo de antemano para poder atenderlos.

El nivel del agua tardó mucho en decrecer. Pero por fin lo hizo y empezaron a asomar de nuevo los pretiles de los puentes. A media mañana lucía incluso el sol. Gerona ofrecía un aspecto sobrecogedor y las paredes olían a bosque. Los colores herían la vista, como al salir fuera después de una larga permanencia en un lugar oscuro.

Todos los gerundenses se afanaron en la tarea de desbloquear las alcantarillas y de evacuar el agua. Se habían formado por doquier montones de escombros y aparecían aquí y allá muebles, palanganas, ¡y ovejas muertas! En las tiendas y en los sótanos, el trabajo era febril. Algunos hombres, acostumbrados a cavar trincheras, accionaban la pala con singular maestría. Las mujeres, con pañuelos a la cabeza, anudados al cuello, se parecían un poco a las que Cosme Vila veía quitando nieve en las calles de Moscú. En cada inmueble surgía un líder, que daba órdenes. La brigada municipal de barrenderos se multiplicó. Salió Marta, en cabeza de las muchachas de la Sección Femenina, con su famoso botiquín que decía CAFÉ. Los aficionados a la fotografía se subieron a la vía del tren para contemplar el impresionante panorama que ofrecían la Dehesa inundada y el Ter, que se empeñaba en bajar dándose importancia. Félix Reyes, con su bloc de notas y su lápiz, tomaba apuntes desde la azotea.

La tropa se había movilizado y los capitanes Arias y Sandoval recorrían a bordo de una barca pintada de rojo las cercanías de la Plaza de Toros, colaborando en el tendido de pasarelas e infundiendo ánimo con su presencia a los dañados por la riada. El capitán Sánchez Bravo se fue al Estadio de Fútbol: era un lago tranquilo, aunque las gradas, recién construidas, habían desaparecido, así como las pistas de tenis tan amadas por Esther.

La pesadilla había cesado, pero Gerona era un lodazal y lo sería durante mucho tiempo. El edificio donde estuvo la fundición de los hermanos Costa se había venido abajo. Por otra parte, se sabía que las aguas no habían causado estragos sólo en Gerona, sino en extensas zonas de la provincia, especialmente en aquellas que el Ter cruzaba. Sin duda el balance de las pérdidas sería aterrador.

Inundación, broche de luto en el otoño de la ciudad y provincia. Durante años se recordaría aquello y mosén Alberto tomó buenas notas con destino al Archivo Municipal. Las víctimas eran numerosas y había desaparecido gran parte del ganado que el Ejército había entregado a los campesinos.

Los datos referidos a la catástrofe llenarían durante muchos días las páginas de Amanecer. Pero, en medio de todo, prodújose un hecho consolador. España entera se hizo eco de lo ocurrido. Una vez más se puso de manifiesto la eficacia de la cohesión existente entre todas y cada una de las regiones de la Patria. En efecto, en el Gobierno Civil empezaron a recibirse, además de innumerables telegramas de condolencia, víveres, ropa y dinero. Abrióse en todo el ámbito nacional una suscripción Pro damnificados por las inundaciones de Gerona, encabezada por un generoso donativo del propio Caudillo.

Mateo, que se encontró con la hecatombe a su regreso de San Sebastián, y que fue encargado de contabilizar las aportaciones, a medida que la cuenta engrosaba le decía al camarada Rosselló:

– Es maravilloso… ¡No cabe duda! España constituye una unidad.

El camarada Rosselló asentía con la cabeza e iba contestando:

– Sí, desde luego…

Sin lugar a duda, dejando aparte las víctimas y sus familiares, el hombre psicológicamente más afectado por la catástrofe era el Gobernador, el camarada Dávila. Después de haber recorrido la provincia, y de punto a cabo la ciudad, comentó:

– Es calamitoso. De todo lo hecho, lo único que ha quedado intacto es la fábrica Soler. Habrá que volver a empezar…

El tanque acuático había arrasado los campos. La población vivía un mes de noviembre negro como la sotana de mosén Obiols, el sacerdote de los pies larguísimos y la voz tronitronante. El Gobernador presintió en seguida que la situación iba a ser idónea para que los desaprensivos se lanzaran más que nunca, como aves de presa, sobre la gente necesitada. De todas partes le llegaban informes al respecto, y a menudo los protagonistas eran las propias autoridades locales -alcaldes, jefes o secretarios del Partido o de los Sindicatos- que él mismo había nombrado. Todo aquello recordaba la entrada de los moros en los pueblos destruidos, cuando la batalla había sido dura y los jefes les habían prometido derecho al botín.

El Gobernador pasó una crisis de desmoralización. La guerra no lo había anonadado nunca; lo anonadó el agua, como les ocurriera a los italianos en la ofensiva de Guadalajara.

Se dio cuenta de que la indisciplina socavaría los cimientos del edificio patriótico y de honradez que había intentado levantar desde su llegada a Gerona. Y se dio cuenta de que la frase de José Antonio: "Inasequible al desaliento", resultaba a veces superior a las fuerzas de un hombre.

Su confidente fue una vez más Mateo, quien, pese a que en las reuniones de San Sebastián quedó patente que la Falange tenía menos poder del que el hombre de la calle imaginaba, dio pruebas de una entereza envidiable. Mateo fue quien le aconsejó que debía actuar en dos direcciones. La primera, hacer lo imposible por restablecer la situación; la segunda, mostrarse implacable en los castigos. Mateo añadió:

– Además, te consta que todos te ayudaremos. Que nos tienes a todos de tu parte, desde el Fiscal de Tasas hasta el conserje de mi despacho.

El Gobernador, sentado en su mesa, no conseguía sonreír.

– Sí, lo sé. Conozco bien vuestra buena disposición. Sin embargo, yo he de dirigir la orquesta. De todo cuanto ocurra el responsable seré yo: el Gobernador. ¿Y en nombre de qué? ¿Y en nombre de quién? Ante mi nadie presenta armas, porque esto no es un cuartel. A mí nadie me besa el anillo ni me pide la bendición, como al señor obispo. Ni siquiera soy el jefe de Falange; el jefe de Falange eres tú… Este despacho es incómodo, te lo aseguro. Fíjate en esta mesa. ¡Y los teléfonos no paran! "Se lo diremos al Gobernador…" "El Gobernador resolverá…" ¿Y si me equivoco? El general me meterá en la cárcel o me invitarán amablemente a que me retire a Santander, "agradeciéndome los servicios prestados…"

Mateo comprendía a su jefe y amigo. Los problemas eran realmente babélicos. Y era obvio que lo que más repugnaba al Gobernador era emplear la violencia.

– Me hago cargo, camarada Dávila. Sin embargo, no creo que esto te pille de nuevas… En definitiva, el meollo de la cuestión es el mismo de siempre, el que tú has citado: la responsabilidad. La responsabilidad del mando. Ahora bien, ¿es que un general no ha de santiguarse tres veces antes de decidirse a atacar por la derecha o por la izquierda? ¿Y si se equivoca y por su culpa mueren cien hombres o dos mil? Eso es peor que retirarse a la tierra natal… Anda, saca tu tubo de inhalaciones y respira fuerte. Y lee el periódico de hoy: los japoneses se han unido oficialmente al Eje. El Eje es ahora Berlín-Roma-Tokio. ¿No te reconforta eso un poco? Bueno, entiendo que en estos momentos esas palabras te suenan lejos… Pues haz otra cosa: contempla las fotografías de tus hijos, Pablito y Cristina. Por suerte, la inundación los respetó también…

El camarada Dávila seguía sin poder sonreír. Sus gafas negras continuaban siendo dos discos negros, impenetrables. Lo cierto era que en aquellos momentos tan lejos le parecían las fotografías de Pablito y Cristina como Tokio. La realidad lo aplastaba. La gente pasaba estrecheces, no llegaba a fin de mes. Ni los funcionarios, ni los obreros, ni las viudas. El Fiscal de Tasas, que Mateo había citado, acababa de comunicarle que varias fábricas, alegando carecer de materias primas, lo que parecía ser cierto, estaban decididas a cerrar sus puertas. El profesor Civil le llamó diciéndole que un enjambre de familias se le había presentado en Auxilio Social. Obras Públicas le proponía un viaje a Madrid para tratar del impracticable estado en que se habían quedado las carreteras…¡Por los clavos de Cristo! ¿No recibiría alguna buena noticia?

– Anda, háblame de tu boda, a ver si me animo un poco. O dile a Manolo que venga y me cuente un chiste…

Mateo sacó su mechero de yesca…

– Por lo visto, has olvidado lo que dijo don Juan de Austria después de la victoria de Lepanto: que se hallaba como todo español se halla siempre en el día de su mayor gloria: falto de víveres, de dinero, de medicamentos…

– ¿Es que me parezco yo a don Juan de Austria? ¿Y qué Lepanto he ganado, vamos a ver? Si a esto le llamas el día de mi mayor gloria… -El Gobernador blandió un papel en el que estaban señalados los pueblos que habían quedado prácticamente incomunicados.

– Cuando te pones así me entran ganas de reír. Primero, porque me das una prueba de confianza. Y segundo porque sé que estás más seguro de ti que nunca. ¡Los cuatro hermanos Dávila! Fuisteis famosos, ¿verdad? No me cabe en la cabeza que uno de los cuatro se declare vencido porque en su feudo han caído unas gotitas de más… ¡Bien! Te dejo solo. Será lo mejor. En estos casos lo que conviene es meditar un poco y mirar fuera a través de la ventana. Verás que los campanarios siguen ahí; que las mujeres cosen en sus hogares; y que el cielo… vuelve a estar azul, como el día en que terminó la guerra.

Mateo añadió: "¡A tus órdenes, siempre!". Y se retiró.

¡"Curioso hombre Mateo! -se dijo el camarada Dávila-. No habla porque sí. Este sillón debería ocuparlo él. A punto de casarse, y votó en favor de la entrada de España en la guerra…"

El Gobernador, efectivamente, se quedó solo. Le dijo al camarada Rosselló, que aguardaba fuera: "No estoy para nadie. Ni siquiera para mí".

Y se puso a meditar… Fueron unos minutos de concentración intensa, como los del doctor Gregorio Lascasas al entrar en la Cuaresma. Contrajo los músculos del abdomen. Se levantó… ¡y miró fuera! Y entonces le vino a las mientes el refrán que durante la batalla del Ebro le oyó a un centinela marroquí, perteneciente a la Mehalla: "Luna recién nacida, a vigilancia convida". El Nuevo Estado acababa de nacer: había que vigilarlo.

No había opción. Sintió que recobraba las fuerzas. La alusión a los cuatro hermanos Dávila lo espoleó. Y también la entereza de Mateo. Y la de Marta, quien, domeñando su enorme tristeza -¡qué jugarreta la de Ignacio!-, andaba recorriendo la cuenca del Ter en la cabina de un camión, repartiendo lo que pudo arrancar de la Delegación de Abastecimientos. Se volvió y vio en la mesa el periódico. No le llamó la atención la noticia del Eje Berlín-Roma-Tokio, sino un anuncio de la Agencia Gerunda dirigido a todos los ciudadanos y que decía: "Se lo resolveremos a usted todo. Confíenos sus asuntos. Agencia Gerunda lo resuelve todo". Y el fundador era un pobre muchacho de la UGT, al que llamaban la Torre de Babel…

La palabra disciplina le martilleó la despejada frente. Cogió el teléfono y llamó al comisario de Investigación y Vigilancia, comisario Diéguez, cuyo contacto hasta entonces había rehuido en lo posible. El comisario se encontraba en la planta baja, en la Jefatura de Policía, y subió los peldaños de cuatro en cuatro.

– ¿Deseaba usted hablarme?

– Sí. Tome asiento, por favor…

Las órdenes que le dio fueron inesperadas.

– Mande usted por ahí a sus hombres y demos un escarmiento. Vamos a imponer multas a la población. Me repugna, pero no hay más remedio.

– Si pudiera usted precisar los objetivos…

– Los que usted quiera, comisario. Multas por derrotismo; por propagación de bulos; por no observar el descanso dominical; por no levantar el brazo cuando se interprete el Himno Nacional; por irse de caza sin la debida licencia de armas; por no llevar luz en la bicicleta; por resistencia a la autoridad; por no admitir la chapita de "Auxilio Social"… ¡Por lo que usted quiera! Naturalmente, lo único que evitará usted será inventarse la infracción. La falta debe haber existido, ¿comprende?

– Comprendo.

– Cuando el infractor sea un jefe local, un alcalde, en fin, una autoridad cualquiera, me lo hace usted constar en el informe de manera visible…

– Tres cruces rojas, si le parece…

El Gobernador fue una ametralladora intentando abarcar todos los campos posibles que atañesen a su autoridad. Su frase final fue: "Quiero llevar el control de todo".

El comisario Diéguez, que lo había escuchado sin apenas pestañear, al llegar a este punto, al punto final, se miró un momento el blanco clavel de la solapa. Sentíase feliz. Él tuvo siempre esas ideas, no por política, sino por psicología, y estaba seguro de que el Gobernador, "tan liberal y humano", un día u otro entraría en su terreno. Pues bien, ya había entrado.

– Creo que le he comprendido a usted, señor Gobernador. Pero ¿me permite una pregunta?

– Hágala.

– ¿A qué se debe este cambio de actitud?

– Se debe a los embutidos.

– ¿Cómo? ¿Qué dice usted?

– Sanidad ha descubierto que se venden por ahí embutidos adulterados con toda clase de porquerías, y ello me ha puesto sobre aviso. ¡No puede haber ejemplo más gráfico!

El comisario Diéguez se levantó, satisfecho.

– Si me permite, voy a poner manos a la obra…

– Aquí me tendrá usted, a mí o a alguien que me represente, las veinticuatro horas del día.

– Hasta pronto…

– ¡Arriba España!

Arriba España… El Gobernador se quitó las gafas, ¡por fin!, y se secó el sudor. Era duro luchar contra el propio temperamento. Se acarició el dedo de la mano, el dedo que durante un tiempo llevó vendado. Todavía le dolía a veces… Ahora le dolía. Pensó en el coronel Triguero: no quería que él, y muchos como él, se salieran con la suya. Pensó en el general: no quería que éste tuviera razón cuando afirmaba que lo único puro y fiel que existía era el Ejército. La Falange, que en la reunión de San Sebastián había efectuado un balance realista de la situación, debía salvar el bache. Pensó en el obispo: decidió seguirle la corriente, tener a la Iglesia de su parte. La religión era una fuerza terrible, decisiva. Pero ¡Dios!, ¡a veces se ponía ridícula! Con todo lo que estaba sucediendo, y a Su Ilustrísima no se le había ocurrido otra cosa que organizar la Semana de la Joven, para las virgencitas de Acción Católica, y publicar otra Pastoral sobre la falta de pudor y de recato.

Ahora el Gobernador se sentía lanzado. Llamó a 'La Voz de Alerta' y le ordenó que publicara en Amanecer diariamente, durante un mes, el siguiente comunicado: Tu deber es afiliarte a Falange. Los rezagados serán tenidos por indiferentes; más adelante, por adversarios del Nuevo Estado. Segundos después se preguntó: "¿No estaré exagerando?". No…De nuevo el periódico que tenía en la mesa acudió en su ayuda. En efecto, era absurdo que Boisson Blanche pudiera anunciarse todos los días diciendo: "Vigilad vuestro aliento. Limpiad y sanead vuestro tubo digestivo" y él no pudiera anunciar algo similar para acabar con la indiferencia y con el retorno al egoísmo individual.

Una objeción: ¿Qué le daría a la población a cambio de esos cien ojos que controlarían sus movimientos cotidianos? Ahora se tambaleaba incluso la palabra "paz…" La dulce palabra que la gente había paladeado desde el 1.° de abril de 1939.

Le daría la seguridad del orden público; de acuerdo. Y la certeza de que todo se hacía para el bien común, para mantener vivo el principio de autoridad, cuya dimisión había llevado a España al cataclismo. Pero ¿y el racionamiento? Los rojos, lo había dicho mil veces, perdieron en gran parte la guerra por culpa del hambre. Y he ahí que pronto iba a crearse incluso la Tarjeta del Fumador… Don Emilio Santos, en la Tabacalera, tenía ya los impresos sobre la mesa. ¿No podría darles a los hombres todo el tabaco que les hiciera falta? ¿Y las mujeres no podrían comprar a gusto sábanas, pañuelos, blusas de seda… para poder continuar cosiendo en el interior de sus hogares?

El Gobernador pegó un manotazo al ya inútil teléfono amarillo y se acercó de nuevo a la ventana. Vio revolotear fuera algunas gaviotas; sobre el Oñar se habían concentrado por docenas, pues el río era su lugar preferido. Se acercaba el invierno. ¿Por qué había inviernos en la vida de los pueblos? Churchill había anunciado a los ingleses "sangre, sudor y lágrimas". Pero los ingleses eran ricos y habían provocado a medio mundo y lo habían explotado. Ahora les llegaba su merecido. En cambio, España, sin haber provocado a nadie, se encontraba deshecha, según la expresión empleada por el camarada Rosselló a su regreso del Puerto de Santa María.

Sintióse fatigado y entonces pensó en su mujer, María del Mar, que cuando la inundación, al verlo salir con casquete y con impermeable, insospechadamente le dijo: "¡Mucha suerte, cariño!".

Le invadió una oleada de ternura hacia ella. Y olvidando todo lo demás experimentó el súbito deseo de ver a su esposa, de abrazarla. ¡Llevaban tantos años compartiendo la vida!

Dicho y hecho, abandonó el despacho y cruzando el largo pasillo -al mismo tiempo le dijo al conserje: "Ya puedes irte. Hasta mañana"-, penetró en la parte del edificio destinada a vivienda.

"¡María del Mar!", exclamó desde la puerta.

María del Mar tardó unos segundos en acudir. ¿Dónde diablos estaría? Por fin apareció.

– ¿Ocurre algo? -preguntó la mujer.

El Gobernador la miró con fijeza… y con dulzura.

– No, nada. Tenía ganas de verte…

María del Mar se quedó asombrada. No era corriente que su marido entrara en casa a aquella hora, y menos que la mirara de aquella manera y le hablara en aquel tono. ¡Con los días que el hombre estaba pasando!

Sin embargo, la mujer disimuló. Y advirtiendo que tenía las manos ocupadas con las agujas de hacer calceta, las dejó en el acto encima del primer mueble que encontró al alcance y preguntó:

– ¿He oído bien?… ¿Has dicho que tenías ganas verme?

– Sí, eso he dicho.

Los ojos de la mujer se iluminaron. Lo suficiente para expresar su alegría y también para darse cuenta de que el Gobernador estaba cansado.

– ¿Necesitas algo… de mí?

– Sí. Necesito darte un beso.

María del Mar se emocionó lo indecible. Avanzó un paso. Él también. Por fin se fundieron en un abrazo y se besaron con fuerza, con fuerza inusitada. Hacía meses que el Gobernador no la besaba así.

Al separarse, ella tenía las mejillas enrojecidas y el corazón le latía como cuando en la guerra él le anunciaba que tendría un día de permiso e iría a verla.

– ¡Juan Antonio…! Me has dado una alegría inmensa. ¡Ha sido tan inesperado!

– Sí, ya me lo imagino… La vida que llevamos… es dura para ti. Y a veces me olvido de que tengo esposa.

María del Mar en esos momentos se sintió dispuesta a todo.

– No te preocupes. ¡Ya lo ves…! -Miró hacia el mueble que tenía al lado-. Estaba haciendo calceta.

– Sí. Pero quién sabe en qué estarías pensando.

María del Mar hizo un mohín coqueto.

– ¿En qué quieres que pensara? En ti. Y en los chicos…

Los chicos… La palabra se incrustó en el cerebro del Gobernador. Pablito y Cristina, como le dijera Mateo. Entonces el hombre sintió la necesidad de completar su combinatoria sentimental.

– ¿Dónde están? -preguntó.

María del Mar casi sintió celos. Le hubiera gustado prolongar la escena.

– Por ahí andarán, cada uno en su cuarto.

El Gobernador miró otra vez a su mujer. Le dio otro beso, ahora en la frente, y le dijo:

– Con tu permiso… Necesito verlos también.

María del Mar no se atrevió a seguirlo. Recordó que iba un tanto desarreglada y, dando media vuelta, se dirigió en busca de un espejo.

Entonces el Gobernador echó a andar hacia el cuarto de Cristina. De repente, pensando en la niña, se había sentido alegre. Oh, claro, Mateo tenía razón: sus hijos -y María del Mar- habían escapado a "las gotitas que habían caído de más".

La puerta del cuarto de Cristina estaba abierta. El Gobernador entró de puntillas y fue acercándose a la muchacha por la espalda, hasta sorprenderla tapándole los ojos con las manos.

– ¿Quién soy?

– ¡El Gobernador!

El Gobernador… El hombre sonrió. Pellizcó a la pequeña, le tiró de las trenzas.

– ¿Qué estás haciendo?

– Ya lo ves. Vistiendo muñecas. Las monjas nos lo han encargado para Navidad.

– ¿Para Navidad?

– Sí, para los niños pobres.

Los niños pobres… Cristina pronunció esa palabra como si le quedara también muy lejos.

– ¿Estás contenta, Cristina?

– Sí, papá. ¿Por qué?

– ¿Qué quieres que te traigan los Reyes este año?

– Pues… no sé. ¿Tan pronto? ¡Bueno, una bicicleta! Para ir a la Dehesa…

– ¡Jesús! ¿Con el barro que allí hay?

– Ya se habrá secado, ¿no?

– Seguramente…

Cristina, que se había sentado en las rodillas del Gobernador, dijo de pronto:

– ¡Me gusta verte sin las gafas!

– No las llevo por capricho, ¿sabes? Los ojos me duelen.

– ¡Bah! Tú eres fuerte. A ti no te duele nada…

Extraña criatura. Se sentía a salvo de cualquier contrariedad y creía de verdad que su padre era todopoderoso.

Charlaron un poco más. Hasta que el Gobernador oyó un pequeño ruido en el cuarto de al lado, el de Pablito. Entonces sintió ganas de proseguir su itinerario. Depositó con suavidad a la niña en el suelo y estampó un fuerte beso en su frente.

– Bueno me voy… Prometida la bicicleta.

– ¡Gracias, papá!

Éste se levantó y, despidiéndose de su hija, salió de la habitación y se dirigió a la de Pablito.

La puerta estaba cerrada y llamó con los nudillos.

– ¡Adelante!

Entró. Pablito estaba sentado de codos ante la mesa, estudiando. La temperatura de la casa le permitía ir en pijama, que era lo que le gustaba. Estaba hecho un hombrecito.

– ¿Estorbo?

– ¡No!

Pablito se volvió. También se sorprendió de que su padre entrara a verlo a aquella hora y que su expresión fuera tan cariñosa.

Produjese un breve silencio, pues Pablito quedó a la expectativa, sin atreverse a preguntarle "si ocurría algo".

El Gobernador se acercó al sofá que había al lado de la mesa en que Pablito estudiaba y tomó asiento, con aire fatigado.

– ¿Estás cansado?

– Un poco… -Pablito volvió hacia él la silla, que era giratoria-. ¿Qué estás estudiando?

– Un tostón: Química…

– ¡Oh, Química!

El Gobernador no quería de ningún modo que su hijo se diera cuenta de que había ido a verlo por necesidad. ¡Pablito era un hombre!

– ¿De veras no te estorbo?

– De veras.

– Eso de la Química es tan serio…

– ¿Serio? Ya te lo he dicho: un tostón.

El Gobernador sonrió.

– Te tira más lo otro, ¿verdad? La Historia, la Literatura…

– ¡Desde luego!

Pablito estaba también un poco emocionado. ¿A qué venía el interés de su padre por él? ¡Lo quería tanto, pese a que fuera "un virrey"!

– Has salido a mí, chico. También a mí las Ciencias me parecían detestables… -Acto seguido añadió-: Ya no me acuerdo de nada…

Pablito se chanceó.

– Bueno. Pero tú no tienes que examinarte.

El Gobernador dibujó una sonrisa y se sacó del bolsillo un caramelo de eucalipto.

– ¿Quieres?

– ¡No, no, por favor!

El Gobernador suspiró.

– No tienes idea -prosiguió, recostando la espalda en el sofá- de las cosas que uno va olvidando… -marcó una pausa-. ¡El Bachillerato! ¿Dónde queda eso?

Pablito preguntó:

– Será cuestión de memoria, ¿no?

– ¡No! -protestó el Gobernador-. Lo que no se utiliza, se pierde…

Pablito, al oír esto, se tocó el lóbulo de la oreja. Lo cierto es que la visita de su padre lo había exaltado. Reflexionó unos segundos y se le ocurrió una peregrina idea.

– ¿De veras has olvidado muchas cosas del Bachillerato?

– Figúrate… Y con la guerra por en medio.

– Me divertiría -dijo Pablito, de pronto- comprobar eso…

– ¿Cómo?

– No sé… Jugando a hacerte preguntas.

– ¿Preguntas?

– Sí. Como si yo fuera un tribunal.

– ¡Me niego! -exclamó el padre-. Me niego a jugar a eso.

– Pero ¿por qué?

– Porque no quiero que me pierdas el respeto.

– Eso es imposible.

– De verdad, Pablito… Que no quiero decepcionarte, que se olvidan muchas cosas…

Pablito se había entusiasmado con la idea y no se mostró dispuesto a dar su brazo a torcer. Mordió el cortapapeles que había cogido de la mesa y sin más preguntó:

– A ver… ¡Te prometo que no va a ser nada de Química! Por ejemplo… ¿en qué año nació Miguel Ángel?

– ¿Quieres decir… el año exacto?

– Sí.

El Gobernador movió la cabeza.

– No lo sé.

Pablito mordió de nuevo el cortapapeles.

– ¿Cuántos obispos se reunieron en el Concilio de Trento?

El Gobernador soltó una carcajada.

– Muchos…¡Muchísimos, diría yo!

Pablito se había embalado y se convirtió en un cohete.

– ¿Quién fue Noab?

El Gobernador miró al techo con expresión sanadora.

– ¿Noab?… Eso me suena. Me suena a Antiguo Testamento.

– ¿Sabrías dibujar un prisma poligonal?

El Gobernador optó por continuar riéndose.

– Por favor, hijo, no digas palabrotas…

Pablito se rió también. Pero era evidente que se había quedado preocupado. Tuvo la impresión de que si le preguntaba a su padre por el primer verso de la Eneida tampoco lo sabría. Y que tampoco sabría la distancia exacta que había de la Tierra a Marte.

Ahora había dejado el cortapapeles y jugueteaba con la pluma estilográfica que su padre le había regalado a principios de curso.

– ¿Tantas cosas se olvidan, papá…?

Pablito habló en un tono enigmático. El Gobernador temió que verdaderamente Pablito sacara de aquel juego conclusiones exageradas.

– Hijo… Ya te lo advertí antes. Todos esos… datos acaban perdiendo importancia, según la profesión que luego se ejerce… Y si en un momento dado los necesitas, los encuentras en una Enciclopedia.

Pablito había arrugado el entrecejo.

– Pero… todo esto es cultura, ¿no?

– ¡Cuidado! -replicó el Gobernador-. ¿Quién te ha dicho que saber quién fue Noab signifique cultura? Se puede ser un memorión y ser un ignorante de tomo y lomo…

Pablito escuchaba con suma atención.

– No acabo de verlo claro…

– A ver si acierto a explicarme -prosiguió el Gobernador-. Una cosa es aprenderse unas asignaturas -que es lo que se hace al estudiar el Bachillerato- y otro cosa es ser un hombre culto. Tener cultura… es tener sentido del mundo. Haber vivido… Conocer pronto a las gentes… La cultura no tiene nada que ver ni con las fechas ni con los prismas poligonales.

Pablito guardaba silencio. Por fin preguntó:

– ¿Por qué no me pones un ejemplo que me explique la diferencia?

Al Gobernador le hubiera gustado en aquellos momentos fumar en pipa y que el humo se elevara en espiral.

– Muy fácil… Me has preguntado por el año exacto en que nació Miguel Ángel. Un hombre culto es el que al contemplar una estatua del artista siente que comprende lo que éste quiso

expresar, el significado de la obra, aunque ignore la fecha en que Miguel Ángel nació.

Pablito respiró, un tanto aliviado. Por nada del mundo hubiera querido que su padre lo decepcionase. No obstante, la teoría de éste se le antojó un poco cómoda tal vez.

– Lo ideal sería conocer las dos cosas, ¿no papá?

El Gobernador estuvo a punto de contestar: "¡Ah, claro!", pero reaccionó interiormente y aclaró:

– Pues… te diré. Difícilmente las dos cosas van unidas. La gente instruida… acaba examinando en un Instituto. O trabajando en un laboratorio. O en una oficina… La gente culta va mucho más allá. Es la que crea algo, la que mueve el mundo… -el Gobernador añadió-: Junto con los artistas, claro…

Pablito continuaba sumamente interesado.

– En Gerona, por ejemplo… -preguntó-, ¿a quién llamarías tú una persona instruida y a quién una persona culta?

El Gobernador reflexionó.

– Una persona instruida… no sé. Supongo que tu profesor de Historia lo es. ¡Y nuestro querido Alcalde, por supuesto! Una persona culta…, pues el doctor Andújar. Y también lo son el doctor Chaos y el profesor Civil… ¡E incluso Mateo!

– ¿Mateo?

– Sí. ¿Por qué pones esa cara? Mateo es culto. Supongo que ha olvidado también el número de obispos que se reunieron en Trento. Pero se ha formado… un concepto de la verdad, ¿comprendes?

Pablito, al oír esto, arrugó el entrecejo de nuevo. Y objetó:

– ¿Un concepto de la verdad…? Supongo que hay hombres cultos que tienen de ella opiniones muy distintas. Estoy pensando en la religión. El doctor Chaos, del que has dicho que es culto, es ateo. En cambio, el doctor Andújar y el profesor Civil son muy religiosos…

El Gobernador explicó:

– Eso es natural. Yo no te dije que el hombre culto poseyera la verdad, sino que tiene un concepto de ella. De modo que tienes razón. Esos conceptos pueden ser no sólo distintos, sino incluso opuestos.

Pablito pareció inquietarse. Iba encogiéndose en la silla, achicándose.

– Entonces… ¿la cultura no garantiza estar en lo cierto?

– No.

– En ese caso, ¿para qué sirve?

– Para avanzar poco a poco…Para ir eliminando errores. Sirve, por ejemplo, para saber rectificar -el Gobernador sintió deseos de tomarse una taza de café…-. Por ejemplo, cuando esta guerra termine, se sabrá quiénes tuvieron razón: si ellos, los anglófilos, o nosotros, los que creemos en Alemania. Y se habrá avanzado un poco…

– Sin embargo, tú ya tienes una convicción. Y me has enseñado a mí a tenerla.

– Claro…

– ¿Y estarías dispuesto a rectificar?

El Gobernador se hubiera puesto a gusto las gafas.

– Confío en que no será necesario…

A Pablito se le ocurrieron mil objeciones, sobre todo pensando en Manolo y Esther. Manolo debía de ser también hombre culto, y deseaba que ganaran los ingleses. Se disponía a decir algo, pero de pronto advirtió que su padre le miraba con tal amor, con un amor tan inmenso, que se olvidó de las objeciones y le pareció comprender que aquello sí era una gran verdad. Una verdad que duraría toda la vida…

Se puso contento. ¡Cuánto tiempo hacía que no tenían ambos un diálogo así!

– ¿Sabes lo que te digo? -añadió Pablito-. Que prefiero a los artistas. Tengo la impresión de que son los que avanzan con más rapidez.

– ¿Lo dices porque tú escribes versos? -ironizó el Gobernador.

– No, no, nada de eso…

Pablito miró también a su padre con ironía. También lo quería mucho. No obstante, la tesis de éste planteaba, el grave problema que desasosegaba al muchacho, desde hacía tanto tiempo. Si nada era a priori verdaderamente seguro, el acto de gobernar, de ser "virrey", y no digamos el de imponer una doctrina determinada -so pena de castigar con multas… o con cárcel- era muy arriesgado.

Llegó a pensar que un hombre verdaderamente culto no se atrevería nunca a dar ninguna orden. Pablito se embarulló un poco y una vez más se sintió torturado al reflexionar sobre aquello.

– Papá…, ¿puedo hacerte una pregunta sin que te molestes?

– ¡Claro, hijo! Para eso estoy aquí, charlando contigo…

– Un chico de mi edad, ¿qué ha de pensar de vosotros, los mayores? Del general, de Mateo… e incluso de ti. ¿Que habéis sido cultos?

– No sé a qué te refieres.

– Me refiero a que hicisteis una guerra… Y a que ahora hay otra guerra. Y la guerra es algo espantoso, aunque uno de los dos bandos defienda una verdad.

El Gobernador se puso serio.

– No es fácil contestarte, Pablito… Comprendo muy bien tu objeción. Pero hazte cargo de que la vida obliga a concretar. Si crees que una cosa es injusta, tienes que combatirla. Y en el mundo hay siempre cosas injustas… -El Gobernador, inesperadamente, se fijó en que su hijo, enfundado en el pijama, parecía todavía un niño, y ello lo enterneció-. Además… ¿no escribiste tú una especie de himno a José Antonio cuando su traslado a El Escorial? ¿Qué te impulsó a hacerlo? José Antonio había hablado de utilizar las pistolas…

Pablito se quedó desconcertado. Por un momento, admiró mucho a su padre.

– Yo creo que lo que me impresiona de José Antonio es que era un poeta… -dijo por fin.

– ¡Pamplinas! -replicó el Gobernador-. Se expresaba poéticamente, pero era un pensador… Defendía una doctrina. La historia le dará la razón. Y ello demostrará… que fue un hombre culto.

Aquí terminó el diálogo, porque en ese momento entró, acicalada, María del Mar… con las zapatillas de su marido ¡y con una taza de café!

– ¿Qué? -preguntó en tono dulce-. ¿Están de acuerdo padre e hijo?

El Gobernador, que casi le agradeció a María del Mar su interrupción, contestó:

– Desde luego.

Pablito rectificó su postura en la silla, sentándose con mayor seguridad, y habló mirando a su madre también con dulzura:

– Pues te diré… Me parece que sólo ha quedado claro que la Química es un tostón.

– ¿Sólo eso? -protestó María del Mar, arrodillándose a los pies de su marido para quitarle los zapatos.

El Gobernador comentó:

– Pablito desearía que la vida fuera una multiplicación: dos por dos, cuatro, y ya está.

María del Mar movió la cabeza.

– Pues menudos chascos se va a llevar el hombrecito.

Pablito miró a su madre.

– Yo no he dicho que me gustaría que la vida fuera eso. Pero me preocupa, eso sí, darme cuenta de que nadie sabe lo que es.

María del Mar se levantó y miró a su hijo.

Tu madre lo sabe… -dijo, con convicción.

– ¡Ah!, ¿sí? Pues dímelo…

– La vida es amor. La vida es conseguir que la gente se ame.

– ¿Lo estás viendo? -intervino el Gobernador, dirigiéndose a su hijo-. Tú ganas… Tu madre es también una artista.

Pablito miró al suelo. Marcó una pausa. Y por fin dijo:

– Lástima que tú no lo seas también.