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CAPÍTULO PRIMERO

Día 1 de abril de 1939. "La guerra ha terminado". La guerra había durado exactamente treinta y dos meses y once días. El panorama de España era desolador. Imposible precisar el número total de víctimas habidas en los frentes y en la retaguardia. Tampoco podía conjeturarse las que ocasionaría en lo sucesivo la represión iniciada por los vencedores -"¡esto clama al cielo!", seguía gritando mosén Alberto- ni la gente que moriría por haber contraído alguna enfermedad. Según cálculos del doctor Rosselló cabía presumir que, sólo de tuberculosis, sobre todo en la España que fue 'roja', sucumbirían, a consecuencia del hambre sufrida, muchos millares de personas. ¡Oh, sí, la guerra era una amputación! Amputación de cuerpos y de almas. En efecto, el número de almas muertas en la vorágine era también muy elevado. Las de los que fueron asesinos. Las de quienes andaban repitiendo una y otra vez: "ni olvidaremos ni perdonaremos". España, de punta a cabo, de Galicia a Cataluña, de Bilbao a Tarifa, se había convertido en una inmensa fosa, sobre la que el cardenal Gomá podía trazar una definitiva cruz.

Materialmente, el desastre era también incalculable. Aparte la expoliación de las reservas de España y las deudas que satisfacer a Alemania e Italia, el país había quedado convertido en solar y se tardaría mucho tiempo en restablecer los medios de comunicación. Los trenes, despanzurrados; las carreteras, intransitables; los puentes, hundidos. Franco parecía dispuesto a adoptar como se adopta a un hijo, como los Alvear habían adoptado a Eloy, una lista de ciudades y pueblos que habían sido borrados del mapa, con la promesa de reconstruirlos "alegres y sonrientes": Madrid, Brunete, Belchite, y tantos y tantos. Ahora bien ¿con qué medios se llevaría a cabo eso? El periodista Bolen había dicho: "los españoles tendrán que apretarse el cinturón". Pero es que, además, faltarían los técnicos y la mano de obra especializada. No es que hubieran sucumbido, como pretendía Mateo, "los mejores", pues la muerte es mil veces ciega; pero sin duda habían caído en su garra gran cantidad de hombres maduros, forjados en el duro vivir y que según el profesor Civil constituían la médula de la sociedad. Los 'rojos' se habían ocupado de suprimir, en su zona, a la clase burguesa y dirigente; los 'nacionales' habían hecho lo propio en la suya con un amplio sector de la masa trabajadora, o la habían encarcelado u obligado a exiliarse, a repartirse a voleo por el mundo. Faltarían, por lo tanto, médicos, abogados, ingenieros, mecánicos, carpinteros, electricistas y también muchos campesinos. La situación sería difícilmente remontable. Tal vez se produjera el milagro. Tal vez la palabra paz, la certeza de que ya no aparecerían en el cielo aviones de muerte y de que las armas de tierra habían también enmudecido, empujara a las familias a arrimar el hombro, a trabajar con redoblado esfuerzo, obedientes a una ley de compensación similar a la que después de las guerras ocasiona un automático aumento de la natalidad. Pero ello no era seguro, ni mucho menos. ¿Quién garantizaba que la hecatombe habría modificado el temperamento de la raza? Numerosos teorizantes afirmaban que sí, que España, liberada del acné político, que atávicamente le intoxicaba la sangre, y canalizada con mano firme en una sola dirección, rendiría el ciento por uno y resucitaría con vigor inesperado. Esos tales argumentaban: "Ahora, en vez de perder el tiempo en los locales de los Partidos y en las huelgas, la gente trabajará. Por lo demás, las mujeres querrán vivir mejor, normalizar definitivamente su hogar e impulsarán a los hombres a rendir el máximo. Y con tantos huecos como se han producido, oportunidades no faltarán…" por el contrario, los teorizantes pesimistas preguntaban: "¿De qué rendimiento estamos hablando, si puede saberse? Las familias han quedado diezmadas o divididas por odios que durarán dos o tres generaciones. La juventud ha quedado truncada, marcada para siempre. Durante años España será un país de vagabundos, de hombres que se dedicarán al pillaje, a tomar el sol y a pecar contra el sexto mandamiento".

Se vislumbraba, ¡a qué dudarlo!, un punto de luz en el horizonte. El que había empujado a los gerundenses a reunirse en la Catedral para cantar el Te Deum. El que había decidido a los Alvear a entregar al Tesoro Nacional nada menos que la cadena y la medalla que Ignacio rescató del cadáver de César. Cierto, por encima de la catástrofe, de las divisiones y de los recuerdos horribles, se había producido un singular contagio de entusiasmo, que alcanzaba incluso, tal vez en razón del cansancio, a seres que habían militado en el bando de los vencidos. Las palabras Religión y Patria, que durante la contienda habían saltado de monte en monte y se habían arrastrado por las vaguadas, no parecían tan desprovistas de contenido o tan faltas de garantía de continuidad como hubieran podido sospechar los componentes de la Logia Ovidio. Era preciso evocar la figura del doctor Relken cuando le dijo a Julio García, en el Hotel Majestic: "El enemigo ha conseguido la unidad". Unidad cimentada sobre dos pilares: Dios y España. Unidad de millones de españoles que creían que Dios amaba a España con amor de predilección, de lo cual era prueba concluyente la victoria alcanzada por quienes combatieron enarbolando a la par la bandera nacional y el crucifijo.

Este contagio, perceptible en las calles de las urbes y en las más remotas aldeas, se veía afianzado por la conciencia de haber prestado, con dicha victoria, un servicio inapreciable a la civilización occidental. Espíritu mesiánico, subrayado con la sangre de tantos y tantos mártires como Laura, como mosén Francisco, como el anónimo falangista Octavio. Mesianismo contra la Rusia Soviética primero, y luego contra las "podridas democracias" de que hablaba 'La Voz de Alerta' cada día en el periódico. La antigua Iberia, como en tantas otras ocasiones de su historia, "había hecho sonar sus trompetas contra el lejano invasor asiático y contra la cercana herejía". La antigua Iberia había gritado: "¡basta!". Y ahora el mundo tendría que agradecérselo, a la corta o a la larga. Porque una cosa no ofrecía la menor duda: de haber ganado los 'rojos', España se hubiera convertido en la cabeza de puente de Stalin en el Oeste, haciendo tambalear toda la zona geográfica adscrita al cristianismo.

El sentimiento de orgullo era fuerte, intenso. La gesta podía compararse a la de Colón, a la Reconquista y a la victoria contra los turcos. De ahí que existiese el proyecto de invitar a todos los municipios de España a que regalasen a Franco una espada conmemorativa, réplica de la del Cid. De ahí que se pensase en reconstruir cuanto antes el monumento al Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles, que los milicianos de Madrid habían fusilado, y en poner a España, de una vez para siempre, bajo la advocación de la Virgen del Pilar. De ahí que se hablase de Imperio y de influir doctrinalmente en el mundo, dándole ejemplo de coherencia, decisión y espiritualidad.

Tratábase, era evidente, de un propósito nacional de signo totalitario, pero con características peculiares, originales, según habían admitido los propios Aleramo Berti, representante del fascismo italiano, y Schubert, delegado, en Burgos, del nazismo alemán. La originalidad del Alzamiento nacionalista capitaneado por Franco consistía en incorporar al sistema jerárquico de gobierno y a la idea de raza, de patria y de pueblo, la idea anteriormente apuntada: la idea de Dios. En fundirlas, por así decirlo, de tal manera, que servir a la Patria y a su Caudillo fuera, por modo automático, un acto religioso. Si acaso, tal actitud podía parangonarse en un orden simbólico con la del Japón, donde también desde siglos se habían unido y solidificado los conceptos de Dios y de Emperador.

Por supuesto, la responsabilidad de semejante planteamiento era enorme y parecía exceder a las posibilidades humanas. Pero el mar colectivo de fe y de esperanza ahogaba cualquier titubeo, como la adolescencia del Ferrete había quedado ahogada en el frente de Aragón. Por otra parte, el Alzamiento español había sido denominado, por la propia jerarquía eclesiástica, Cruzada, lo cual no podía decirse de ningún otro movimiento político contemporáneo. Y por si cupieran dudas, ahí estaba el mensaje radiofónico que Pío XII acababa de dirigir a España: "Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros Nuestra paterna congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos". Tales palabras significaban el espaldarazo concluyente a las que Franco pronunciara en 1936: "Yo os aseguro que mi pulso no temblará, que mi mano estará siempre firme. Llevaré la Patria a lo más alto, o moriré en mi empeño". Afirmación en la que iba implícita la seguridad de que la trayectoria de la paz sería tan gloriosa como lo fue la de la guerra.