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CAPÍTULO XLVI

El año de 1941, recién estrenado, se anunciaba pródigo en acontecimientos de toda índole. La población vivía pendiente de lo que pudiera ocurrir en el momento más impensado.

Por de pronto, las noticias por aquellas fechas subrayadas en rojo por Jaime, fueron las siguientes:

"En Barcelona van a iniciarse los festivales Wagner, por la Compañía Nacional de Francfort, al tiempo que será abierta al público la Exposición del Libro Alemán, con abundante exhibición de literatura nacionalsocialista".

"En Valencia ha sido entregado a las chicas de la Sección Femenina un lote de gallos reproductores, para que la Hermandad de la Ciudad y el Campo cuide del mejoramiento avícola de la comarca".

"La hija del Caudillo, Carménala Franco, ha visitado en Madrid una exposición de juguetes, siendo obsequiada con una muñequita y con un gato vestido de mosquetero".

"La Guardia Marroquí del Jefe del Estado ha celebrado la Pascua Musulmana en el Pardo. La esposa de Su Excelencia, doña Carmen Polo, ha hecho en ella acto de presencia y ha probado la comida".

"En el Teatro Cómico, de Barcelona, ha sido estrenada una revista, con abundancia de vicetiples, titulada Las Stukas".

"Buques mercantes han descargado, en diversos puertos españoles, carne congelada procedente de la Argentina. Dicha carne será repartida inmediatamente entre la población".

"En Inglaterra han sido detenidos en masa los afiliados al Partido Fascista Británico, con Sir Oswald Mosley, su jefe, a la cabeza".

"Existe el proyecto de convertir en santuario el dormitorio del protomártir Calvo Sotelo".

"También se proyecta entregar imágenes de la Virgen del Pilar a todas las oficinas de las Bancas oficiales".

Etcétera.

Imprevisible año 1941… ¿Qué ocurriría? Cada hombre sabía que la vida no era un lago, que era un mar. Que en cualquier momento podían servirle carne congelada o arrestarlo, como era el caso de Sir Oswald Mosley. Que se despertaban apetencias dormidas y que otras morían para siempre. Y así Sólita, la enfermera del doctor Chaos, advirtió que sentía por éste una admiración tal que empezó a alarmarse. Y Pablito, enamorado más que nunca de Gracia Andújar, cada día al salir del Instituto se iba a la Biblioteca Municipal a leer las historias de Pablo y Virginia, ¡y de Romeo y Julieta! Y el bueno de Cacerola, el amigo de Ignacio, llevaba ya tres semanas de inspector en la Fiscalía de Tasas y todavía no había levantado un solo atestado ni se había sentido con ánimo para imponer ninguna sanción.

Tía Conchi fue, inesperadamente, el mejor testimonio de que, en un segundo cualquiera, las apetencias podían morir para siempre. Porque tía Conchi murió. ¡Ah, sí, Jaime hubiera podido subrayar también la noticia! Tía Conchi murió en un estúpido accidente de tren, cerca del pueblo de Sils, en la línea Gerona-Barcelona; uno de los muchos accidentes que ocurrían a diario y que habían obligado al mando militar a hacer público que cuidaría de investigar las causas, por si se trataba de sabotaje.

Tía Conchi había salido de madrugada, por encargo del patrón del Cocodrilo, en busca de aceite para venderlo al margen de la ley. Y he aquí que en una curva unos cuantos vagones se salieron de los rieles, dieron una vuelta y acabaron incendiándose. Tía Conchi fue llevada en una ambulancia al Hospital, pero falleció en el camino.

Fue una noticia cortante como una navaja cabritera. Luto en la familia, que desfiló entera por el Hospital. Pero tía Conchi había sido ya bajada al depósito de cadáveres y no todos sus allegados se atrevieron a penetrar allí para verla.

Paz y el pequeño Manuel se abrazaron llorando, incapaces de admitir del todo que el hecho fuese real. En el cuarto de tía Conchi todo estaba intacto, pobre y sucio, como esperando el regreso de la mujer: revueltas las ropas de la cama y un par de horquillas en la almohada, colocada de través al borde del colchón.

Carmen Elgazu se tapó la cara con las manos, pensando que a su cuñada no le habría dado tiempo a confesarse. Matías recibió una impresión fortísima. Era quien mejor se llevaba con la que fue mujer de su hermano. Sabía tratarla e incluso arrancar de ella alguna sonrisa. Precisamente por Reyes la había obsequiado, sin decírselo a nadie, con un modesto reloj de pulsera.

El problema era el siguiente: ¿dónde enterrarla? Descartóse la fosa común, pero no había nichos disponibles en el cementerio. El Municipio ampliaba constantemente los pabellones, pero las muertes se daban prisa en invierno y todo estaba siempre abarrotado, como en la Gran Feria.

No cabía sino una solución: el nicho de César. La idea brotó… y pareció un escopetazo. En el piso de la Rambla corrió como un escalofrío. ¡César! ¿No habría algo sacrílego en aquel emparejamiento, en aquella promiscuidad?

Pero ¿quién se atrevía a decir en voz alta una cosa así? Matías planteó el asunto con tal autoridad, que ni siquiera Pilar se atrevió a oponer ningún reparo.

Celebróse el entierro. Las mujeres se quedaron en casa sentadas en semicírculo, sin apenas hablarse. Los hombres acompañaron la carroza fúnebre. El pequeño Manuel presidió el cortejo, con un traje que en cuestión de horas fue teñido de negro. Matías, Ignacio y Eloy se compraron corbata negra y se colocaron un brazal. En la comitiva formaban también Mateo, Pachín, el dueño de la Perfumería Diana, el patrón del Cocodrilo, los amigos de Matías y todos los componentes de la Gerona Jazz, los compañeros de Paz.

El momento en que se descubrió el nicho en que descansaban los restos de César fue particularmente dramático. Otra vez los albañiles en acción… La lápida cedió por fin. Manuel miró con ojos desorbitados el féretro de su primo. Matías e Ignacio se mordieron los labios hasta casi hacerlos sangrar. El ataúd de tía Conchi quedó depositado encima del de César y el nicho fue cerrado de nuevo. Hacía frío en el cementerio. Todas las coronas en torno se habían marchitado y los cipreses se elevaban como siempre, destacando sin fuerza contra el cielo grisáceo. Mosén Alberto rezó: "Padre nuestro, que estás en los cielos…" Y todo el mundo contestó a coro, con voz muy queda. Los albañiles se habían retirado empujando la carretilla.

La ceremonia concluyó. ¡Con qué rapidez sucedían las cosas eternas…! Allá quedaban, unidos para siempre, César y tía Conchi. Sí, el maridaje era extraño, insólito. La vida -y la muerte- realizaban carambolas de fantasía.

En dos coches volvieron los hombres a la ciudad. En la calle de la Barca, los que no pertenecían a la familia se dispersaron. Los demás se reunieron en el húmedo piso de Paz. Pachín subió también… por vez primera. Faltaban sillas, de modo que el futbolista se situó al lado de la chica y le puso la mano en el hombro, como protegiéndola. De pronto, un tanto cohibido, se despidió de todo el mundo y se fue.

Nadie sabía qué decir. La expresión de Paz, vestida también de negro, era indefinible. Una mezcla furiosa de rabia y de dolor. De vez en cuando decía: "Esto es absurdo… La vida es absurda…" Carmen Elgazu no se atrevía a proponer que se rezara en voz alta el rosario.

Pilar, viendo a su prima enlutada y sin pintar, sintió pena por ella. La vio… huérfana, sobre todo a partir del momento en que Pachín se despidió. Su sangre tuvo una noble reacción y se ofreció para prepararle a Paz una taza de café. Paz miró sorprendida a Pilar y le dijo: "Sí, gracias, me sentará bien…"

Matías e Ignacio hubieran querido consolar a Manuel; pero de ello se encargaba Eloy, sentado a su lado, quieto, con las manos sobre las rodillas. Por otro lado, Manuel parecía como hipnotizado. Sin duda reflexionaba profundamente. El traje, teñido de prisa, se le había empequeñecido y le daba un aspecto que en otras circunstancias hubiera sido risible.

De repente se oyó como un gemido, proveniente del cuarto que había ocupado tía Conchi. Allí estaba el gato. Gol, acurrucado. Ignacio fue por él y se lo entregó a Paz, que tomó en sus manos al pequeño animal y lo sentó en su falda, acariciándolo.

Se hizo de nuevo el silencio. Y todo el mundo miraba a Gol, como si fuera el verdadero protagonista de la tragedia.