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Cuando tenía treinta y cuatro años, mi abuela Chanyi, que ya no era una moza, cruzó el lago del oeste para ir a ver a una adivina. No le dijo nada a mi abuelo; prefería mantener su destino en secreto. Puede que los años de vida marital hubiesen agudizado su sed de privacidad.
– Tú te vienes conmigo, Junan -le dijo a mi madre-. Para que te adivine un marido.
Mi madre, a sus doce años, no estaba interesada en un marido pero aprovechaba cualquier oportunidad de salir a conocer mundo. Cogió a su hermana de la mano y fueron las dos detrás de Chanyi hacia la calesa que las estaba esperando.
Era casi verano. Las lluvias cálidas habían limpiado la capa de carbonilla de los muros grises de las casas y dejado las calles cubiertas de charcos, en los que proliferaban insectos. El calesero pedaleaba despacio, maldiciendo cada vez que la rueda delantera se le hundía en un charco y le ponía los pies perdidos de barro. Las tres pasajeras apenas le prestaban atención. Chanyi estaba en la luna. La pequeña Yinan le echó al hombre una ojeada medrosa e intrigada, pero enseguida apartó la vista. Mi madre mantenía la serena compostura de que haría gala toda su vida. Como siempre, se guardaba las preguntas. ¿Por qué no iban en su propio carro? ¿Por qué había que mantener el viaje en secreto? Era la primera vez que salían solas. No se tranquilizó hasta que llegaron al famoso lago, donde la brisa fragante y la plácida belleza del lugar le calmaron los nervios. Unas nubes enormes teñían de violeta el lago y el cielo, componiendo así un espléndido telón de fondo para la ruinosa Pagoda de la Cumbre de los Truenos.
– Mira -le dijo a Yinan-. La vieja pagoda se ha desmoronado.
– ¿Está muerta?
– No, tonta, si es de piedra.
Yinan se tapó los ojos. Ciertos objetos la asustaban hasta el punto de no querer ni acercarse a ellos. Se negaba a tocar el asa de madera tallada en forma de ganso de un viejo cubo. O decía que la rosa bordada en un cojín de seda le había hecho una mueca.
Junan se dirigió a su madre:
– Mira qué tonta es, mamá.
Pero Chanyi no respondió. Iba sentada, con el dinero para pagar a la adivina firmemente agarrado, y sus ojos brillaban con decisión y miedo.
Junan volvió a mirar la torre derruida. Ni siquiera la melancolía de su madre podía hacerle perder interés en la pagoda, de la que algo había leído en un libro de historia. Los orígenes del edificio se remontaban mil años atrás, cuando Hangzhou había sido capital de China y los poetas la ensalzaban en sus versos. Ya estaba en pie cuando Marco Polo afirmó que Hangzhou era la ciudad más bella del mundo: una ciudad construida en torno a un lago profundo y calmo, una ciudad de lugares santos jalonada de palacios y templos. La pagoda había sobrevivido a la caída del último emperador. Junan recordaba su estampa, misteriosa y atrayente, en la otra orilla del lago. Pero ahora se había venido abajo. Sólo quedaba un muñón en ruinas, orlado de hierbajos, en el que anidaban las golondrinas.
A veces, cuando Junan miraba alguno de los objetos que asustaban a Yinan, procuraba imaginarse qué habría visto su hermana. Rara vez lo conseguía. Pero ahora, al observar la pagoda, creyó haber dado con ello. Yinan, como toda niña, había oído la leyenda de la pagoda. En el cerro sobre el que se alzaba el templo estaba atrapado un espíritu femenino castigado por su desmedido amor. Tal vez Yinan se había imaginado al espíritu, maltrecho y renegrido, hecho un guiñapo tras padecer durante siglos la acción del agua y las piedras, sin dejar de amar, eternamente cautivo. Tal era el castigo que sufriría cualquier esposa que pretendiese aferrarse a un trotamundos. Ése sería el destino de todas aquellas que recurriesen a hechizos o artimañas. Sólo había una forma de conservar a un hombre: dándole un hijo varón.
A bordo de la lancha que las llevó al templo donde vivía la adivina, Junan clavó la vista en lo que quedaba de pagoda. Esta curiosa excursión le había hecho caer en la cuenta de que un día también ella sería una esposa. En cuestión de unos pocos años dejaría a su madre para irse a vivir con unos desconocidos. Con gesto impasible, ayudó a Chanyi a desembarcar. Mi abuela se movía premiosamente. Durante seis años, antes de que la costumbre cayese en desuso, tuvo los pies vendados y se le habían quedado como caracolas, con el dedo gordo estirado y los otros cuatro enroscados por debajo. Apoyándose en Junan, echó a andar con paso tambaleante. Yinan la cogió de la otra mano.
La figura que vieron en la puerta del templo, vestida con una gruesa túnica marrón y calzada con sandalias de tela, lo mismo podría haber sido un hombre que una mujer. El cabello, canoso y recortado, apenas si se distinguía sobre la piel marfileña del cráneo. Pero cuando Junan volvió a inspeccionarla, reconoció un rostro femenino; el de una mujer soterrada y oscura, replegada con el paso de los años.
– Shitai -dijo Chanyi, inclinando la cabeza y empleando el tratamiento más respetuoso. Hizo un gesto con el paquete que llevaba en las manos-. Soy yo, Wang Taitai. He traído… un regalo para el templo.
La mujer hizo una reverencia y las invitó a entrar.
En el patio percibieron el aroma que deja el deshielo en la tierra. Los alcanfores estaban jaspeados de verde y el huerto que flanqueaba el templo también mostraba unas pocas hileras de puntitos de color verde claro. En uno de los muros de la minúscula casita, una ventana con la persiana echada parecía un ojo que se negase a mirar el jardín.
– Tu jardín es más grande -dijo Chanyi.
– Está hecho un desastre -contestó educadamente la anciana.
Junan sabía que ante semejante alarde de urbanidad su madre se sentiría animada.
– Ésta es mi hija mayor -dijo Chanyi-. Y ésta, la pequeña.
La mujer asintió con la cabeza.
– La mayor nació un año antes de la Revolución y su meimei, en el sexto año.
Esta vez la monja no respondió. Al parecer la Revolución le traía sin cuidado.
Dentro, el suelo resultaba blando, cubierto como estaba con varias capas de esteras. Había otras dos ventanas tapadas con papel de arroz y la consiguiente falta de ventilación, unida a la ausencia de luz solar, hacía que oliese a humedad, como si la casita estuviese construida sobre el agua. En toda la habitación no había más que un cuenco y unos palitos colocados en un estante, y una manta encima de la cama. Junan, sin embargo, sentía la presencia de una sombra en algún lugar de la estancia. De pronto le entraron ganas de darse la vuelta y marcharse. Alargó la mano para agarrar a Yinan, que estaba detrás. La puerta se cerró y se quedaron a oscuras.
– ¿Por qué está tan oscuro? -susurró Yinan.
– Chitón -dijo Chanyi.
La anciana respondió al instante:
– Porque así me hace menos daño a los ojos.
Tenía una voz agradable, pero Yinan se agarró fuerte al codo de Junan.
– Dos niñas. La alta primero. Acércate.
Junan no se avergonzaba de su estatura; sabía lo guapa que era. Se mantuvo quieta, toda estirada y con aire desafiante, mientras aquellos ojos miopes le escudriñaban hasta el último rincón de la cara: la curva del ceño, el mentón, la frente.
– Dame la mano izquierda.
La monja la cogió entre las suyas, viejas y apergaminadas. La estudió largo rato y al cabo la soltó.
– Fuerte -dijo-. Una niña fuerte y osada.
A Junan le complació oír aquello. Se volvió para mirar a su madre y vio el alivio escrito en su rostro.
– ¿Y de matrimonio, qué? -preguntó Chanyi.
– Se casará con un soldado.
– Eso es imposible.
La anciana se encogió de hombros.
– Pero si va a tener una dote de lo más generoso. Mírala bien -protestó Chanyi-. No me digas que no se merece algo mejor.
– Eso lo decidirá ella. Ella misma le abrirá la puerta.
– ¿A qué te refieres?
La mirada de la monja se cruzó fugazmente con la de Junan.
– Estamos entrando en una nueva época -dijo-. En un mundo nuevo, donde rige otro concepto del amor y de la autoridad.
Junan quería preguntarle a la anciana qué quería decir, pero Chanyi sacudió la cabeza.
– Aquí está Yinan -insistió-. No me has dicho nada de la pequeña.
– Es que la meimei no quiere que hable de ella.
Todas se volvieron hacia la niña, que había bajado la cabeza para taparse el rostro con su reluciente melena. Chanyi le acarició la mejilla con delicadeza.
– Meimei, ve con la señora para que te lea la buenaventura.
Yinan no estaba por la labor.
La monja la escrutó pero, al contrario que Chanyi, no se ablandó al verle la carita, sino que la observó sin inmutarse, como si no estuviese mirando a una niña pequeña.
– Meimei -repitió Chanyi-, ¿es que no quieres saber con quién te vas a casar?
Yinan musitó:
– Yo no me quiero casar.
Chanyi bajó la mirada.
– Tal vez sea mejor así -dijo, y volvió a ponerse derecha como para armarse de valor-. Es muy niña para su edad. Ahora marchaos, niñas, que tengo que hablar a solas con la shitai. Salid y esperadme fuera.
Junan vaciló antes de salir. Tenía unas ganas tremendas de quedarse. Hacía ya unos años que había empezado a proteger a su madre de toda situación que pudiese lastimar su vulnerable corazón. Pero en este caso la desobediencia no haría sino empeorarlo todo, conque cogió a Yinan de la mano y salió de la habitación. Una vez fuera, se quitó los zapatos inmediatamente. Yinan, desconcertada, hizo otro tanto. Junan se la llevó descalza, alrededor de la casita, hasta la ventana que había al otro lado. De pie sobre la tierra mullida del jardín de la adivina, las dos hermanas se quedaron mirando y escuchando cómo su madre encaraba a la anciana y se arrancaba a hablar.
Chanyi ya no era tan hermosa como lo fuera en su día. Conservaba la delicadeza de su osamenta y aquel par de ojos alargados y profundos, pero la cara se le había erosionado como la arenisca, afilándole la nariz y dejándole huecos en la boca. Ahora aquella luz mortecina proyectaba sombras profundas bajo sus ojos. Los labios, al cerrarse, trazaban una línea tortuosa y compungida ante lo desdichado de su suerte. A su edad, otras mujeres se tornaban pechugonas y satisfechas. Ella, sin embargo, había alcanzado el cenit de su belleza en sus años mozos y ahora estaba consumiéndose.
– Llevo años -dijo-, desde que nació Yinan, sin tener hijos. Lo he intentado por todos los medios habituales. Sólo hay una cosa que no he probado: la medicina de un boticario. -Hizo una pausa y tragó saliva-. Ya no soy una jovencita -continuó-. Cumplo treinta y cinco en Año Nuevo. Pero otras a mi edad no dejan de parir niños. Quiero que me digas… si voy a tener un hijo varón.
– Tienes miedo de que tu marido se busque a otra. -La monja hablaba con criterio; cada una de sus secas palabras era como la mano de un médico examinando una herida-. Pero existe otro motivo que has de saber. Un motivo más importante.
Chanyi cerró los ojos.
– Padeces una especie de enfermedad -dijo la voz anciana-. Lo veo en las arrugas que te rodean la boca. Te pasas las noches en vela. Te las pasas en vela porque quieres saber lo que va a pasar. Déjame que te diga una cosa que he aprendido. No sirve de nada saber lo que va a pasar. ¿Me entiendes?
La voz flotaba como una hoja seca. Transmitía indiferencia, carecía de resonancia o peso alguno, y Junan sabía que ese desinterés era la prueba de que la vieja decía la verdad. Sintió que se le encogía el cuerpo, como si un dedo huesudo le rozase el cogote.
– Por favor -susurró su madre-. Te pagaré. -Echó la mano al bolso-. En dólares de plata. Cien dólares de plata.
– Taitai, hay mujeres que sólo tienen hijas.
– Mil dólares.
– He prometido solemnemente no mentir.
– Cualquier cosa -susurró Chanyi-. Lo que sea.
– Otras mujeres aprenden a compartir sus maridos, taitai.
Chanyi soltó un grito como si le hubiesen atizado. Estrechó el paquete entre sus brazos y se dio media vuelta en dirección a la puerta, arrastrando los pies como si fuesen piedras.
Junan salió del jardín. Se restregó los pies en la hierba húmeda y le dijo a Yinan que hiciese lo mismo.
– ¡No, tenemos que darnos prisa!
– Límpiate los pies -insistió Junan. Pensaba que su madre no iría muy lejos. Pero a Chanyi el pánico le había agilizado el paso. En su afán por avanzar rápidamente había sacrificado hasta el último átomo de su garbo y, para cuando las niñas la alcanzaron, la madre ya casi había llegado al lago.
– Mamá -gritó Yinan.
Chanyi no pareció oírla. Estaba mirando las aguas, como sondeando sus profundidades.
Años después, Junan se permitía recordar aquella excursión a través del lago. Veía la pagoda derrumbada, en aquel cerro que tapizaban los pétalos lacerados de las flores de los frutales. Pensaba en la anciana, que le profetizó que se casaría con un soldado, y recordaba que Yinan había dicho que no quería casarse. Por último, Junan visualizaba la esbelta silueta de Chanyi recortada contra las nubes, y trataba de imaginarse en qué habría estado pensando su madre entonces.
Tal vez Chanyi estuviese evocando la tarde que pasó en esa misma orilla acompañada de su joven esposo, los dos sentados, felices, risueños y despreocupados, bajo una lluvia de pétalos. Habían alquilado una barca y surcado a la deriva la superficie del lago, compartiendo la esperanza y el deseo de fundar una familia, de tener hijos varones.
O tal vez estuviese mirando hacia el futuro. Es sorprendente cómo una mala noticia aclaraba el panorama. Si seguía sin dar a luz un varón, tendría que aprender a vivir como una mujer caída en desgracia. Compartir un hombre, compartir su hogar… Tendría que luchar por sobrevivir, como tantas otras. Estaba al cabo de la calle. Sus deseos y motivaciones crecerían deformes y retorcidos, y aprendería a odiar a la otra, a la esposa más joven. Conforme fuese marchitándose y encaneciendo, aprendería a hablarle con un puñal escondido, a ponérselo difícil. Lucharía con uñas y dientes para arrancar pequeñas concesiones. Cuando por fin la esposa joven se alzase con el triunfo y diese a luz un niño, Chanyi aprendería a odiarlo, y se afanaría en atrofiarlo, en malograrlo, en destruirlo.
Sabía que era posible sobrevivir a todo ese quebranto, a tamaña vergüenza. Todo era posible. Ahora bien, ¿estaba dispuesta a ser la mujer que resultara de todo eso? ¿Una mujer sin la menor esperanza? De pie ante la vasta e indiferente belleza del lago, Chanyi contempló el mundo reflejado en su superficie: una alameda, un templo, montañas en lontananza. Durante un largo instante todo lo demás se difuminó y desapareció de su campo de visión. Y el lago se le antojó tan profundo y prometedor como un descanso.