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La historia de mi familia es como una piedra. A menudo pienso en sus verdaderas dimensiones, en su peso, en su forma. Hace muchos años la arrojaron a aguas profundas, arrastrando tras de sí un chorro de aire y sin dejar nada más que ondas.
La mala suerte nos golpeó mucho antes de que mi abuela muriese ahogada. Lo sé por Hu Mudan, nuestra antigua ama de llaves, que decía que los problemas empezaron antes de que naciese mi madre. Una noche de otoño, en 1911, un grupo de hombres entró por la puerta principal de la casa, que no tenía echado el cerrojo. Una vez dentro, pegaron fuego a la casa y corrieron a dar parte del acto a la Alianza Revolucionaria. En el último momento, uno de ellos, pensando en los que habría dentro, dio la vuelta y llamó a la puerta una, dos, tres veces. Pero el llamado muro de sombra, construido dentro de la puerta para repeler influencias malsanas, amortiguó los golpes. El fuego se extendió rápida y vivamente con el aire otoñal, y cuando los de la casa se quisieron dar cuenta de lo que ocurría, ya no había quien frenase el incendio.
Sólo una persona oyó los golpes del soldado. Hu Mudan tenía a la sazón catorce años, quince según el calendario chino. Todavía no era nuestra ama de llaves, ni siquiera una doncella. Era una niña famélica y descarriada que había entrado a hurtadillas en la casa para dormir con el chico de los recados en el chiscón que éste ocupaba junto a la puerta. Como la mayoría de los hambrientos, Hu Mudan no dormía bien. Y notó que pasaba algo; tenía buen oído para las desgracias. Así es precisamente cómo describía ella sus recuerdos de la Revolución: el ruido de la desgracia, tres porrazos en aquella puerta de madera maciza que la despertaron en mitad de la noche.
Pom. Pom. Pom.
Hu Mudan recordaba la rapidez con que el fuego consumaba su devastación en estampas de una claridad y un peso extraordinarios. La luz dorada parpadeaba en las ventanas de papel de arroz, iluminándolas como fugaces pantallas llameantes que rápidamente se venían abajo reducidas a cenizas. Las hileras de tejas vidriadas de color verde relucían como escamas de serpiente. Vio a un hombre salir al patio haciendo eses con una pila de dietarios en los brazos. Debería haber escapado a toda prisa, pero en cambio se quedó allí parado, una figura pequeña y de barba cana, contemplando la escena como si no formase parte de la misma. Una viga cargada de tejas se desplomó golpeándole en la cabeza y el hombre cayó fulminado como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos.
Hu Mudan no logró llegar hasta él; los separaba la viga en llamas. Se apartó del fuego tratando de encontrar la puerta trasera para esfumarse, pero entonces vio algo que la hizo pararse en seco. En el ala izquierda de la casa, una mujer joven se encaramaba sobre la barandilla de un balcón. La escalera era pasto de las llamas y el reflejo de éstas avivaba el verde claro de su batín de seda.
Sus miradas se cruzaron; la de la mujer era una pura súplica. Hu Mudan no podía apartar la vista de ella, no podía dejar atrás a aquella mujer que tenía los ojos clavados en el patio como si contemplase las fauces de la muerte. Tenía que llevársela consigo. Tenía que servirle de colchón de seguridad.
Le hizo gestos con las manos.
– ¡Salte, salte! -le gritó. Pero el bronco rugido del fuego se hizo más atronador-. ¡Salte, que yo le ayudo!
La figura verde se precipitó hacia el humo. La mujer cayó al suelo, derribando a Hu Mudan.
Hu Mudan oyó su propio grito, atenuado por el fragor de las llamas, pero el cuerpo que tenía al lado no emitió sonido alguno. Ese silencio la inquietó. Se puso en cuclillas, como a la defensiva. Cogió a la mujer por los hombros y le dio la vuelta. Eran hombros finos, casi afilados, los hombros de una joven esposa. Tenía los ojos entornados y en blanco; sus labios entreabiertos mostraban unos pocos dientes blancos, todos iguales. El resplandor del fuego le proyectaba sombras sobrenaturales en el rostro, por lo demás plácido y terso. Hu Mudan se fijó en el sensual resalte del labio superior, en las sinuosas mejillas, en la frente, amplia y ovalada, y en los ojos, hundidos. Que de repente pestañearon.
– ¡Vamos, levántese! -dijo Hu Mudan, resollando a causa del calor-. Deprisa.
Tiró del batín verde, sintiendo en las yemas el tacto cálido y suave de la seda.
La mujer, tosiendo, señaló la parte trasera de la casa. Le costaba caminar y apoyaba todo el peso en Hu Mudan. Avanzaban penosamente, paso a paso.
Detrás de la casa había un patio más pequeño que, en su día, habían construido para albergar un templo y que ahora estaba muy deteriorado. Tenía un estanque en el medio. En esa época del año el nivel del agua estaba bajo, pero así y todo servía de cortafuegos. Tras rodear renqueantes el estanque, ya no pudieron dar ni un paso más. Se desplomaron sobre la hierba, una apoyada en la otra, y se pusieron a contemplar el fuego. La mujer joven rompió a llorar. Hu Mudan miraba fijamente las llamas, como aturdida. El reflejo incandescente de la casa en el estanque le recordaba un espectáculo de fuegos artificiales que había visto un día en la otra orilla del río.
Por fin, la mujer alzó la cabeza y le dijo a Hu Mudan que se llamaba Chanyi.
– ¿Y tú quién eres? -le preguntó con su habitual tono curioso y amable-. ¿Eres nueva en la casa?
– No.
– ¿De dónde has salido?
Hu Mudan sacudió la cabeza.
– Quédate con nosotros, por favor -dijo Chanyi, y cerró los ojos.
Hu Mudan se quedó allí, en el jardín, aspirando el aroma de los crisantemos otoñales y la dulce y ajada fragancia de las rosas, tenues en medio del olor a chamusquina. La pesada cabeza de la mujer le cayó en el regazo. Una gruesa trenza le resbaló por la pantorrilla pero, aparte de eso, la mujer se quedó inmóvil, con la cabeza vencida hacia atrás, sobre las rodillas de Hu Mudan. Tenía un colgante de jade en el hueco de la garganta y dragones bordados en los bolsillos del batín. Mientras examinaba aquella prenda de color verde claro que hacía aguas y titilaba a la luz de las llamas, Hu Mudan reparó en la ligera protuberancia de la barriga y cayó en la cuenta de que el batín era un regalo de alguien que deseaba con toda el alma que esta nuera suya diese a luz un varón.
El fuego seguía ardiendo. A lo largo y ancho de China, infinidad de casas refulgían envueltas en llamas, irradiando una luz espléndida antes de desvanecerse como espectros reducidas a rescoldos y ceniza. Hu Mudan estaba sentada en el jardín con la joven nuera de la familia Wang. La invadió una sensación de paz y determinación, como una llamarada que respondiese a sus anhelos. Había encontrado alguien a quien consagrar sus cuidados y atenciones. Había estado con muchos hombres, pero hasta entonces jamás había confiado en nadie; ahora supo, por instinto, que confiar en una persona significaba responsabilizarse de ella. Hu Mudan inclinó la palma de la mano para alumbrársela con el fulgor marmóreo del fuego y vio el sendero de su vida trazado ante sus ojos, como un relámpago que se ramificara en la mano.
Había pasado hambre. Había estado sola. En aquella época turbulenta, Chanyi decidió acogerla. Hu Mudan creía en la lealtad a la antigua usanza e inmediatamente se puso a servir como doncella de Chanyi. Era la única que sabía peinar la melena de Chanyi, que le llegaba hasta las rodillas, empezando por las puntas y subiendo con tiento hasta la raíz. Era la única que sabía proteger a su señora del abatimiento que de continuo la rondaba. Después de que Chanyi diese a luz dos niñas y el cabello se le volviese más fino y ralo, Hu Mudan no hizo el menor comentario sino que siguió peinándola con mimo y delicadeza. Cuando se hizo evidente que Chanyi había perdido su hermosura, Hu Mudan no se brindó a adularla ni a darle falsas esperanzas. Y su señora la amaba más por eso. Le regaló su colgante de jade verde y le rogó que cuidase de sus hijas en el caso de que le ocurriese algo.
Cuando Chanyi murió, Hu Mudan juró que nunca se casaría. En lugar de eso, cuidaría de las dos niñas.
Durante los cinco años siguientes, Hu Mudan se sumergió en el hogar del amo y señor que le había robado la belleza a Chanyi, poniéndose al servicio de la suegra que le había comido la moral. Sentaba a la vieja Mma en el orinal y luego la ayudaba a levantarse. Vigilaba a mi abuelo y procuraba, sin mucho éxito, mantenerlo alejado de las partidas de paigao. Y lo que es más importante, velaba por mi madre y por mi tía. Cuidaba de las niñas con la misma ternura con que cuidara a Chanyi. Supervisaba sus modales, su apetito y su crecimiento. Les revisaba las deposiciones, las uñas, las palmas de las manos, el aliento, todo con gesto seco e inequívoco, como temiéndose lo peor pero sin que eso la amilanase.
Le preocupaba que pudiesen padecer la melancolía que había hecho presa en su madre. Pero ninguna de las hermanas apuntaba el menor indicio al respecto. Junan creía firmemente en la justicia y en el orden natural de las cosas. Leía a Confucio, con su estricta jerarquía de obediencias dentro de una familia: la esposa al marido, la hija al padre, los jóvenes a los ancianos. Según estas leyes, ella era responsable de Yinan y Yinan debía obedecerla. Junan, a su vez, debía obedecer a su padre, quien, por su parte, respetaba y honraba a la anciana Mma. Este sistema garantizaba que cuando Junan envejeciese, sus propios nietos se ocuparían de ella.
Era imposible concebir dos hermanas más diferentes. Mientras que la tez blanca de Junan y su afectada serenidad vaticinaban su belleza y aplomo, la carita estrecha y los ojos de renacuajo de Yinan no eran presagio de nada. Mientras que Junan jamás perdía la compostura y no mostraba más que un frío decoro, Yinan carecía de decoro alguno. Lo suyo eran las raíces y los secretos, los tesoros enterrados. Le gustaba cavar en la tierra, construir patios imaginarios con piedras y barro. Cuando la mandaban meterse en casa, se pasaba horas sentada en la cocina, sorbiendo gachas de arroz con azúcar y escuchando las consejas estrambóticas de la cocinera. Prestaba gran atención y rara vez se reía. Era como si intuyese ese velo, tan fino como el papel de arroz, que separa el mundo de los vivos de lo que ya no existe.
Con todo, a pesar de sus diferencias, las hermanas se querían con una pasión que tranquilizaba a Hu Mudan. La forma en que se amaban la reconfortaba y a la vez la obsesionaba. Las dos hermanas siempre habían estado unidas, pero al morir su madre se hicieron inseparables. Todo lo hacían juntas y no reñían jamás. Por las tardes, mientras Junan estudiaba los caracteres chinos, Yinan dibujaba sentada a su lado. Algunas noches en que Hu Mudan no lograba conciliar el sueño, se levantaba de su camastro, salía de su cuarto, situado detrás de la cocina, y llegaba, cruzando el patio, hasta los aposentos de las hermanas. Con frecuencia se las encontraba juntas en uno de los dormitorios, con las oscuras cabezas rozándose y el pelo desparramado por las almohadas como trazos de tinta.
Mi abuelo, efectivamente, se buscó una amante, aunque no se trataba de una mujer de carne y hueso. Siempre había tenido pasión por el juego y cuando Hu Mudan lo conoció, su afición al paigao ya era insaciable. Cualquier otro pasatiempo le resultaba insípido y vulgar. Las cartas podían contarse; las estrategias del ajedrez estudiarse. El paigao era el único juego que le daba lo que él quería: entregarse a la incertidumbre, compartir con los compañeros de partida una misma necesidad de consumirse en la esperanza amarga y delirante del azar.
Le explicó a Hu Mudan que había que reducir los gastos domésticos al mínimo. Sólo debía hacer una excepción con lo relativo a sus hijas y a la anciana Mma.
– No le digas nada a nadie -dijo-. Enseguida saldremos de este apuro.
Pero el apuro duró y los criados, naturalmente, fueron los primeros en notarlo. La cocinera comentaba la mala calidad de las verduras; el chico de los recados se quejaba de que le echasen menos arroz al puchero. Hu Mudan comía menos. De día prestaba atención al chismorreo de los criados del vecindario: era el medio más fiable de enterarse de cuánto dinero había perdido mi abuelo. Las noches en que la partida se jugaba en casa, Hu Mudan convencía a las niñas de que su padre simplemente estaba divirtiéndose; después de acostarlas, se ponía a escuchar a escondidas lo que se cocía en el salón. Así, se enteró de qué jugadores eran unos cobardes y mentirosos, y cuáles unos faroleros.
Mediado el verano, al portero le dio por largarse por ahí y ausentarse durante horas. Mi abuelo ni se enteró, así que tuvo que ser la propia Hu Mudan quien se quedase en la puerta de la calle, esperando. El barro de las lluvias de primavera, al secarse, se había convertido en un rostro cuarteado. De pie bajo un sol oblicuo, Hu Mudan se echó a temblar. Algo se cernía sobre la casa, una sombra de alas negras.
Desde su posición en la entrada de la casa, Hu Mudan percibió un olor a caballo mezclado con otro más próximo a amoníaco. A su izquierda se oía claramente el ruido gorgoteante del chico de los recados haciendo aguas menores. De la cocina llegaba el tintineo de las cucharas de porcelana al rozar los cuencos de porcelana.
Durante media hora no ocurrió nada. Pero entonces oyó que alguien se acercaba por el camino. Atisbó entre los batientes y vio a un hombre caminando calle Haizi arriba procedente del centro de la ciudad. Se trataba, a todas luces, de un campesino, de un desconocido, no de un amigo de la familia. Pese al calor reinante, llevaba puesta una gruesa chaqueta de algodón que hacía imposible verle la forma del cuerpo. Pero a Hu Mudan le sonaba de algo, tal vez por los andares. Se quedó mirándolo mientras se acercaba hasta que casi distinguió sus rasgos bajo el ala de su sombrero de paja: unas facciones duras y castigadas por el sol y unos ojos velados por la sombra. Era el pollero del mercado del barrio. Hu Mudan apenas lo conocía, sólo sabía que venía dos veces por semana desde una granja de gran tamaño propiedad de su familia política y situada en las afueras de la ciudad.
Hu Mudan tenía un hambre inadmisible en una ama de llaves respetable. Se le notaba en los ojos, pequeños y almendrados, más sesgados de la cuenta y con un brillo fuera de lo común; se le notaba en la boca, de aspecto taimado pero capaz de suavizarse y convertirse en un atractivo mohín. Tenía el cuello terso y los pechos erguidos, unos brazos y unas piernas bien torneados, y una piel perfecta del color de la arena. Además, nunca había estado embarazada. Mucho tiempo antes había llegado a sospechar que era estéril, lo cual le proporcionó una libertad que le duró hasta los treinta y tantos.
Ya se había fijado en el pollero unas horas antes, esa misma mañana, una mañana tibia en la que el más mínimo ruido cobraba la viveza del inminente verano. El sol caía a plomo sobre los vendedores y su mercancía, sacando lustre a los pollos y avivándoles el olor. Hu Mudan evocó épocas más prósperas, no mucho tiempo atrás, cuando Mma llegó a mandar que matasen un pollo para cocinar un único puchero de sopa. Andaba Hu Mudan embebida en esos recuerdos cuando, de pronto, reparó en que el hombre la miraba.
Era fornido, de mofletes rubicundos y hombros musculosos, que rebosaba vitalidad en cada gesto. Al ver que ella lo estaba observando, reveló una hilera de dientes blancos y sanos. Acto seguido sacó una flauta de caña y se la llevó a la boca, frunciendo los carnosos labios en torno a la boquilla. Una catarata de notas breves y brillantes surcó el aire, de tal suerte entrelazadas que a Hu Mudan le fue imposible reconocer la melodía. Los pollos corretearon hacia el hombre y se agruparon a sus pies.
Por un instante Hu Mudan se quedó parada, embelesada con los pollos agrupados, con la música del pollero, con aquellas manos de ágiles y largos dedos. Pero cuando el hombre paró de tocar y le sonrió, Hu Mudan se acordó de la familia. Desde que muriera Chanyi había llevado una vida de monja, velando por las dos niñas a su cargo, siempre temerosa de perderlas de vista. No tenía ni dinero para comprarle un pollo ni fuerzas para lidiar con sus galanteos. Se dio media vuelta y se marchó, dando el asunto por zanjado.
Ahora, mientras atisbaba por la rendija, se dio cuenta de que aquel hombre había dado con la casa. Se quedó parado delante de la puerta, con aire cohibido y las manos ocultas en el chaquetón. Hu Mudan notó que se le subían los colores ante tan halagüeña sorpresa. Sabía que el hombre la estaba viendo fisgar por la rendija. Sacó las manos con parsimonia y le tendió una ofrenda: una gallina rechoncha y parda, con lindas pintas negras y los ojos tapados con una capuchita verde para evitar que armase alboroto.
Hu Mudan abrió la puerta.
Empezó poniéndose a la defensiva. Señaló que estaba a cargo de las dos niñas desde que su amo enviudó. Y que en su calidad de mentora, debía respetar y hacer valer los elevados principios morales de la casa. Cuando el pollero le rebatió con rumores -que la difunta señora de la casa se había suicidado y que el amo era un jugador empedernido- Hu Mudan respondió que eso eran patrañas. Valoraba el viejo ideal del xingyi: fidelidad y lealtad. El hombre la escuchaba de buen humor. Le replicó que ésa era la típica palabra que en su día usaran los emperadores para dominar a los cándidos y los ilusos. Al cruzarse con su mirada, Hu Mudan sintió un súbito martilleo en el pecho, como si un desconocido la hubiese llamado por su nombre de pila.
Se había pasado años enclaustrada y ajena a las delicias del tacto. Y ahora que la pena y la preocupación la habían hecho olvidarse de sí misma, esas delicias llamaban a su puerta. Ahí estaba el placer, tan turbador e indiscutible como el perfume del verano. Había criado a mi madre y a mi tía con desvelo, teniendo presente lo que Chanyi habría querido. Pero tenía la impresión de que a la querida y ausente Chanyi, que había sido su amiga, no le habría disgustado aquel hombre.
– Vaya a lavarse a la bomba -le dijo-. Después venga por detrás a la puerta de la cocina.
Hu Mudan cerró la puerta y se recostó contra ella, con la gallina bajo el brazo y una expresión vacía en su rostro tostado e iluminado por el sol.
De no haber sido por el tiempo que hacía, tan cálido y fragante; de no haberse detenido a escuchar aquella melodía encantadora; si aquel hombre no le hubiese puesto aquella capuchita verde a la gallina, ¿habría dejado Hu Mudan desatendida la casa, propiciando así la historia que habría de decidir nuestras vidas? Me pregunto si habría podido hacer algo para protegernos del destino que había estado llamando a nuestra puerta, esperando ese breve momento de descuido para colarse.
Hu Mudan y el vendedor de pollos entraron en su cuartito situado detrás de la despensa. Estaba limpio como una patena. Lo único que tenía en el estante era su sombrero de paja y un tarro de cristal con la tapa agujereada, en cuyo interior los gusanos de seda de Yinan se cebaban con hojas de morera. Se tumbaron juntos. El hombre la miró con sus extraños ojos y le tocó la cara con delicadeza. Hu Mudan notó que la piel se le ponía tirante y la cara al rojo vivo; sintió que toda ella -las yemas de los dedos, las aletas de la nariz, las pupilas, sensibles a la luz- se cargaba de placer. Respiró hondo; era plenamente consciente del olor del hombre, y del suyo propio, que acudía al encuentro del primero. El hombre le sonrió muy cerca de la cara. Ella le sonrió mirándole a los ojos, que eran del color húmedo de la tierra en el fondo de un estanque. No oyó a los invitados de su amo entrando por la puerta, ni cómo lo saludaban con voz alegre y expectante.
Más tarde, en el patio, Junan la llamó.
– ¿Hu Mudan? -Alzó la voz-. ¡Hu Mudan!
Pero Hu Mudan no oía nada.
A sus diecisiete años, Junan no dejaba escapar un detalle. Veía lo mezquinas que eran las raciones y se había fijado en cómo Weiwei, la criada resultona, siempre le echaba el ojo con aire expectante a lo que su hermana y ella se dejaban en el plato. Había notado que el portero se alejaba. De todos estos cambios inquietantes, el más alarmante era el nuevo hábito de su padre, que por las mañanas se sumía en una especie de letargo, reservando las energías, a la espera de las timbas, con ocasión de las cuales se tiraba días sin pasar por casa o encerrado en el salón con sus amigotes.
Tenía grandes proyectos, decía él: en cuanto llegase una buena racha, unas cuantas noches de suerte con las fichas, los llevaría a cabo. Pensaba financiar una expansión hacia el norte, usando el Gran Canal para mandar algodón a un nuevo y lucrativo mercado. Junan le había oído exponerle estos proyectos de expansión a su primo Baoding (sin mencionar, por supuesto, la necesidad de una buena racha con las fichas). Pero ella sabía lo importante que eran las fichas. Era su hija y entendía sus grandiosos designios. Hasta le parecían bien. Lo que la preocupaba eran los planes que su padre tenía para ella. Porque no existían. Es decir, sabía que cuando la cuestión de su matrimonio se hiciese insoslayable, su padre la mandaría a la casa de su amigo y vecino Chen, como un buen partido para el joven Chen Da-Huan.
Junan no podía ponerle ningún pero a Chen Da-Huan. Era un chico muy callado, idealista y cargado de espaldas, que cuando se cruzaba con ella ni la veía, de tan ensimismado como iba en su visión de la futura China. Hacía muchos ademanes con sus blandas manos mientras peroraba sobre los peligros del imperialismo y se declaraba convencido de que había que liberar a China de la opresión de todos los extranjeros y restituirle su pasada gloria. Su idealismo se debía a que su familia era rica y no tenía que preocuparse lo más mínimo por los yuanes que podían ganarse comerciando con los extranjeros.
Quizás el joven Chen Da-Huan pudiese ser un buen marido. Sin embargo, cada vez que Junan hablaba con él, no lograba quitarse de encima la impresión de que a Chanyi le habría disgustado semejante matrimonio. Su madre jamás había mencionado el asunto, pero Junan lo sabía. Siempre que se planteaba la posibilidad de casarse con él, los labios se le crispaban ante la sola idea.
Junan se acercó al despacho de su padre con los labios dibujando una línea recta. Oyó el ruido -chirridos, traqueteo- que hacían los hombres al meter más sillas en la sala contigua. Estaban encendidas las luces y Junan vio a su padre haciéndole gestos al chico de los recados. Mientras los escuchaba y observaba trajinar muebles, el ruido se hizo tan fuerte que le dolieron los huesos y le pareció que la casa fuese a caerse en pedazos.
– ¿Dónde está Hu Mudan? -preguntó. Pero en la cocina no lo sabían. Tal vez había salido a un recado.
Junan decidió sentarse junto a la puerta y esperar. Sabía que no debía ponerse a buscar a Hu Mudan como si la ama de llaves fuese de la familia, pero nadie se dio cuenta. Se sentó en el taburete donde a veces la cocinera pelaba judías. En el patio se espesaba el crepúsculo. De alguna parte de la casa llegó el sonido apenas perceptible de una flauta. Entonces oyó el palmetazo del tapete blanco y el derramarse de los amarracos de hueso, seguidos de un breve silencio y del chasquido de las fichas, roto a su vez por gritos y risotadas.
Ya casi era de noche cuando Junan oyó que llamaban a la puerta. ¿Sería Hu Mudan? Se levantó del taburete y fue a abrir.
Ante ella aparecieron dos hombres jóvenes. Uno llevaba una guerrera desteñida y el otro un uniforme del ejército que le quedaba corto de mangas. Eran demasiado jóvenes y pobres para ser amigos de su padre, pero, así y todo, en la expresión del más alto reconoció un halo de expectación que le resultó familiar. Un parásito, pensó. Percibió en su rostro un no sé qué de imprudencia que no le gustó. Era guapo. El otro era más joven, hermético y de rasgos angulosos, mal porte y gafitas redondas.
– Venimos por Wang Daming -dijo el guapo. Tenía acento de campesino-. ¿Nos deja entrar?
– No -contestó Junan.
– Vamos, mujer -dijo con desparpajo-. Que no te vamos a comer. -Miró por encima de Junan. Se oía perfectamente a los hombres, riéndose en el despacho.
– Vámonos, Li Ang -dijo el más joven-. La chica no quiere que entremos.
– Tú déjame a mí -respondió Li Ang.
– Yo me largo -dijo el otro.
Li Ang aceró el gesto. En ese momento Junan cayó en la cuenta de que eran hermanos. Li Ang no se dio la vuelta.
– Vete a casa a leer -dijo, encogiéndose de hombros-. Ya te enterarás mañana por la mañana de lo mucho que te has perdido.
El hermano pequeño se esfumó en la oscuridad.
Li Ang se quedó allí, expectante. Junan se planteó darle con la puerta en las narices, pero no lo hizo. Su silencio estimuló al joven.
– ¿Y bien? -preguntó Li Ang.
Junan alzó fugazmente la vista para mirarle la cara y la bajó al instante.
Aunque no fue más que un breve parpadeo, aunque apenas si llegó a echarle un vistazo en aquel crepúsculo cada vez más espeso, Junan lo captó por completo, como si hubiese aspirado una bocanada de aire. Vio a un joven, a un niño, en realidad, vestido con un uniforme de alférez de segunda mano y sin gorra, lo que dejaba al descubierto un pelo de punta y unas facciones curtidas por la intemperie. Era poco mayor que ella, tenía las piernas largas y todavía no era un hombre hecho y derecho. Junan intuyó que tenía hambre. Viéndolo, también se percató del efecto que ella misma causaba en los demás, un efecto de distanciamiento creciente. Empezó incluso a percibir una ligera hostilidad hacia sí misma: una chica bonita pero fría, que se mostraba indiferente a apuestos desconocidos. No le molestó. Su postura era tan primorosa que parecía que le habían trazado la columna con una pincelada, y dibujaba circulitos con el dedo en el cerco de la puerta.
El chico se refugió en lo personal.
– ¿Wang Daming es tu papá?
Tenía la voz grave y de una sonoridad sorprendente; hasta las frases más breves apuntaban melodía. Una voz así podía atraer incluso a una mujer empeñada en ser fría. Junan levantó la vista para mirarlo. Unos ojos brillantes y remotos. El chico dio un paso al frente y se le arrimó lo bastante como para tocarla.
Junan lo observó a través de las pestañas.
– Mi padre está ocupado. No puedes entrar.
– Vengo a jugar al paigao, no a obedecerte.
Sonrió. ¿Qué fue lo que le decidió a hacer eso? ¿Cómo pudo darse cuenta, inmediatamente, de que si algo no soportaba Junan era que se burlasen de ella?
Fue un deje de dulzura en la voz del chico lo que le hizo perder los estribos. Junan alargó el brazo y le agarró de la manga.
– ¿Y quién te ha dicho que puedas jugar?
Se quedaron mirándose fijamente. Junan tenía el brazo largo y apretaba con rabia. Si el chico daba un tirón, ella le arrancaría un jirón del único uniforme que tenía. Debió de asustarse, qué duda cabe, al verse ante semejante arrebato de cólera por parte de una niña desconocida. Seguro que tomó buena nota y quedó avisado. ¿Cómo no iba a darse cuenta? Pero no lo hizo. Se limitó a sonreír de nuevo y a esperar que la cosa cambiase. Pasó un buen rato. Hasta que por fin Li Ang vio lo que había estado esperando, un suavizarse del ceño, cierta renuncia en la boca. Junan dejó caer los hombros. La sonrisa de Li Ang había surtido efecto. Ella no lo invitó a pasar ni le mostró el camino, pero le franqueó el paso y lo dejó entrar en el cuarto donde se hallaban reunidos los jugadores.
Li Ang tenía una constelación de cicatrices en la espalda que se extendía desde la paletilla izquierda hasta el centro de la columna. Tenía la piel tostada, y las heridas, al cerrarse, se le habían quedado de color azul lavanda. Cuando se acaloraba o se exaltaba, se le ruborizaba el cuerpo entero, y las cicatrices le refulgían pálidas por toda la espalda, como vetas de carne quemada.
Lo habían herido en Shanghai, durante una provocación japonesa. Se había alistado como voluntario y se ocupaba de los recados; un día vio una granada lanzada contra el joven cabo Sun Li-jen y lo apartó de un empujón. La metralla le desgarró el hombro y se le alojaron unas cuantas piezas junto a la columna, pero Sun salvó el pellejo y, como muestra de agradecimiento, le pagó los estudios en la escuela militar.
Ahora que era oficial del ejército, Li Ang se gloriaba de sus cicatrices. Solía mirarse el hombro en el espejo, estirando el cuello para vérselas en mitad de su espalda tersa y morena. Su padre había sido un pequeño agricultor, prácticamente un labriego, pero ahora él, su hijo, estaba llamado a recorrer una senda más ilustre. Había adquirido ese futuro a cambio de tan sólo un pequeño sacrificio. Su cuerpo no le preocupaba. A decir verdad, había veces en que lo desconcertaba. ¿Le pertenecía, o tenía vida propia al margen de su conciencia, como las imágenes trémulas que proyectaba el cinematógrafo? Ese hombro moteado… ¿se había interpuesto entre el cabo y el enemigo? ¿Estaba realmente salpicado de cicatrices? ¿O bien existía en algún lugar que él no conocía, intacto, como si nada de aquello hubiese ocurrido? Como de costumbre, se sacó esas ideas de la cabeza. Eran tan inútiles como el recuerdo de su madre y de su padre, muertos cuando tenía diez años. No eran más que ecos en el interior de su mente, formas que se demoraban en las márgenes del sueño. El dulce timbre de la voz de su madre, la profundidad de aquellos ojos de suaves párpados. La mano de su padre en la botella de aguardiente de sorgo, con las uñas todas roídas. Li Ang procuraba no pensar en ellos, pues estaban muertos.
El ritmo endiablado del paigao exigía reconocer las combinaciones de fichas y registrar atentamente los movimientos del anfitrión. Li Ang lo había aprendido de su tío, que jugaba a lo que le echasen. Por las tardes, la papelería de Charlie era un hervidero de partidas de go <strong>[1]</strong> y ajedrez. Charlie era un tahúr incluso jugando al bridge duplicado. Una vez él y su mejor amigo se embolsaron cuatrocientos peniques de las arcas de la cristiandad tras merendarse a dos pastores de la Iglesia Metodista de Hangzhou.
Había siete jugadores, entre ellos un coronel calvo cuya brigada había invadido Nanjing en 1911. Le dio un codazo a Li Ang.
– ¡Ajá! Conque te han ascendido, ¿eh?
Charlie mostró el hueco que tenía entre los dientes.
– Vamos a ver si en el ejército no se te ha olvidado divertirte, sobrino.
Li Ang se preguntó por qué le gustaría a su tío jugar al paigao con aquel anfitrión. Wang Daming parecía moderado: no era bullanguero ni escandaloso, ni tampoco grandote ni llamativo en ningún sentido. Tras sus gafas plateadas tenía una mirada acuosa y afable; desprendía un saludable olor. Li Ang no advirtió señal alguna -ni en sus maneras ni en su bien amueblada casa- que lo delatase como jugador. Pero cuando se puso a remover las fichas, Li Ang lo vio claro. Repiqueteaban a un ritmo sensacional, con absoluta precisión, y, sin embargo, los movimientos de Wang parecían obrar en contra de esa exactitud rítmica. Eran místicos y frenéticos: la espalda encorvada, los codos bien abiertos, las manos con un punto de histrionismo. Revolvía las fichas con los dedos una y otra vez, acariciándolas como si fuesen las cuentas de un rosario. Mirándolo y oyéndolo, Li Ang se dio cuenta de que Wang era víctima de una obsesión: creía en el pensamiento mágico como baluarte contra un dolor oculto. Incitaba a hacer apuestas fuertes que luego él igualaba a toda costa. Esa noche podría ocurrir algo inusitado.
El baijiu menguaba en la botella; el cuarto se iba caldeando. Los hombres se volvían cada vez más bulliciosos. Li Ang pensó que los únicos que se lo pasaban bien eran Charlie y el viejo coronel Jiang. Un vecino, Chen, había ido únicamente para apaciguar a Wang. Bebía poco, apostaba con mesura y apenas ganaba ni perdía nada. Algunos bebían más de la cuenta y apostaban sin ton ni son. Y a Wang, ese hombre místico y atribulado, no le hacía ni pizca de gracia. Li Ang decidió impresionarlo y mantuvo la compostura, como su tío.
Dos botellas de baijiu. Tres botellas. Wang removía las fichas. Esta vez se inclinó sobre ellas como tratando de calentar la partida con la fricción de las fichas contra la mesa. A Li Ang le pareció oír que alguien llamaba a la puerta. Se volvió pero no había nadie. Al ver lo que le había caído en suerte, volvió a poner atención en la partida. Un doce y un ocho rojo: la combinación de más valor. Ésta es la mía, se dijo. Apostó todo cuanto tenía en esa baza, y en la siguiente, que también ganó, esa vez con un dos y un ocho rojo. Wang se sonrió y empujó sus fichas hacia delante, y a Li Ang las manos del anfitrión le parecieron algo menos crispadas.
Charlie se encogió de hombros.
– La suerte del novato -dijo.
Y como si una fuerza invisible hubiese escuchado esas palabras, la fortuna le fue esquiva unas cuantas bazas. Pero Li Ang las jugó con cautela. Había empezado a intuir su buena suerte en el repiqueteo uniforme e incesante de las fichas, en el acariciar enloquecido de las manos de Wang. Notaba que le iba llegando poco a poco, como un viento que arreciase.
Las fichas estaban dispuestas sobre la mesa: barritas alargadas de color negro incrustadas de puntitos rojos y blancos. La de diez puntos parecía un ramillete de flores blancas. La de dos puntos, una cara. Juntos, formando combinaciones, los puntitos podían significar victoria, riquezas, suerte; o lo contrario: derrota. En torno a esta mesa reluciente se arracimaban los hombres con sus ojos avariciosos; también estaba la casa; también la noche, inmensa y negra; y en alguna parte, en mitad de aquella noche, se hallaba la sombra de todo cuanto hubiese ocurrido alguna vez, junto con sus consecuencias, buenas y malas. Li Ang se mantuvo al margen de eso; era la única manera de verlo. En un momento como aquél había sido capaz de ver al hombre que le lanzó la granada al cabo.
Ahora volvió a tocarle el doce-ocho, y después las parejas más complicadas. Apostó más fuerte. Había accedido a ese lugar apartado desde el que podía jugar sin que nada lo tocase. Abrieron otra botella. El humo se elevaba hasta el techo. A Li Ang se le escapaba alguna que otra baza, pero las apuestas más cuantiosas se las seguía llevando. Su pila de amarracos se hizo enorme; ya tenía que rodearla para alcanzar a colocar las fichas. Su tío estaba a sus anchas, sin perder su semblante sereno y educado. Pero Li Ang notaba que el hombre estaba escuchando. Se quedó quieto. Ahí estaba: un fragor sordo. La mesa parecía estar muy lejos. Las apuestas le salían limpiamente de la boca, como si se limitase a transmitir mensajes. Gastaron todos los amarracos. Echaron cuentas, los repartieron y empezaron de nuevo. Al cabo de un rato se fijó en que las fichas ya no proyectaban sombras en el tapete. Las bombillas también lucían más tenues; casi amanecía. La partida tocaba a su fin.
De repente sintió que estaba muy cansado. Tenía delante una montaña enorme de amarracos y varios trocitos de papel con sumas. Delante del anfitrión no había nada.
Wang Daming mandó que le trajesen la caja de caudales y la abrió. Dentro, apilados justo al borde, había gruesos fajos de diferentes billetes. Wang contó diecinueve fajos: mil cien del mismo Banco Central, doscientos en billetes emitidos por el Banco de Comunicaciones, y luego seiscientos más en billetes emitidos por bancos británicos, franceses y japoneses.
Cuando Wang terminó de contar esa cantidad se detuvo un instante. Volvió a inclinarse sobre la caja. Extrajo, como el que no quiere la cosa, varias bolsas de monedas de plata y se puso a contarlas haciendo montones.
– Nuestro presidente -dijo, y levantó en alto un dólar Yüan Shi-k'ai, acuñado años atrás con motivo de la esperanzada proclamación de la República.
– El mejor dólar, el más venerable -bromeó Charlie, cogiendo otra moneda más antigua, un Sun Yat-sen de plata acuñado durante la Revolución.
Li Ang se quedó mirando el dinero. Con tres de esas monedas tendría para comer durante un mes. Con diez, su hermano y él vivirían a cuerpo de rey, y aún les sobraría un montón para tabaco y libros. Pronto las monedas serían suyas. Mientras Wang contaba el dinero, el tañido esporádico de dos monedas entrechocándose resonaba con una belleza aguda y reluciente, casi mística. De cuando en cuando, paraba y se reía. Dividió las monedas en montoncitos muy ordenados de veinte cada uno: trescientas monedas para el coronel Jiang, cien para el viejo Chen.
Estaba llegando al fondo de la cuarta bolsa. Sólo había trescientos sesenta y dos de los cinco mil ochocientos que le correspondían a su tío, y Wang ni siquiera había empezado a pagarle a él.
Cuando terminó de contar las de la cuarta bolsa, Wang se dirigió a su tío.
– Para lo que falta de lo tuyo, y para lo de tu sobrino, iré a la ciudad por la mañana.
– De acuerdo.
Su tío y Wang Daming se estrecharon la mano al estilo occidental.
Los hombres se pusieron en pie para marcharse. El coronel Jiang, que había bebido como una esponja, se dirigió hacia la puerta haciendo eses. Chen, el vecino, estrechó la mano de Li Ang y se despidió cortésmente de todos. Mientras se despedía de Wang, el tío Charlie forcejeaba más de lo normal con la manga de su chaqueta.
– Sobrino -dijo-. Ven a ayudar al viejo de tu tío.
Li Ang no tuvo más remedio que ponerse detrás de él y ayudarlo a meter el brazo por la manga.
– Hasta la vista -le dijo Wang a Chen, que casi había salido ya.
– Hasta la vista.
La puerta se cerró de golpe. Estaban a solas con Wang Daming.
– Os pido disculpas por el retraso en el pago -dijo Wang. Estaba de pie delante de ellos, cansado y encorvado pero, de algún modo, aliviado al fin.
– Nada, nada, faltaría más. ¿Qué importa un poco de dinero entre nosotros?
Li Ang sentía la presión del brazo de su tío resistiéndose a la chaqueta. Del cuello de su camisa se escapó una vaharada, el olor del sudor y de la astucia. Seguía hablando:
– Un poco de dinero no es nada. Ahora bien, una copa… ¿Qué tal si nos tomamos una copa?
Una criada soñolienta trajo la botella.
Wang Daming sirvió tres tragos.
– Por vuestras ganancias. ¡Ganbei!
El delicioso licor le escaldó la garganta a Li Ang.
– Por ti -dijo Charlie, alzando el vaso en honor a Wang-. Si hemos ganado, ha sido gracias a ti. Sólo un hombre poderoso puede permitirse tanta generosidad. Eres un buen anfitrión. ¡Ganbei!
Bebieron de nuevo.
– Así y todo -dijo su tío, sopesando el vaso hasta que Wang captó la indirecta y sirvió otra ronda-, cuatro mil yuanes son mucho dinero, hasta para el más generoso de los anfitriones.
Wang se encogió de hombros.
– Lo lamento. Mañana lo consigo.
– Claro que, teniendo en cuenta lo activo que eres, no creo que tengas tanto dinero parado en el banco.
– Pues la verdad es que tengo invertida la mayor parte de mi capital.
– En ese caso, ¿no estarías dispuesto a otra forma de cobro?
Wang pestañeó al clavar los ojos en los de Charlie. Li Ang, perplejo, no movía un dedo. Charlie prosiguió con aire reflexivo.
– Mi sobrino es demasiado joven para tamaña fortuna. En su nombre, como tío suyo que soy, querría saber si tendrías la amabilidad de concederle, en lugar de dinero, alguna otra cosa: pongamos por caso, una de tus propiedades.
Wang sonrió.
– No sabía que a tu familia le interesase el negocio del algodón.
– Lo que es a mí, personalmente, nada. Pero por lo que respecta a mi sobrino… Tienes una propiedad que sí le interesa.
– ¿Y de cuál se trata, si se puede saber?
– De tu hija mayor, Junan.
A Li Ang se le abrió la boca, y la cerró al instante. Los dos adultos se miraban como si Li Ang no estuviese allí. Entonces Wang dio una palmada en el aire y se echó a reír.
– ¡Ja! Ésa sí que es buena, mi hija. Mi hija.
Charlie echó la cabeza hacia atrás y también se echó a reír.
– Ya es mayor de edad y está libre de compromiso.
– No tengo intención de casar a mi hija.
Charlie se encogió de hombros.
– Bien harías en aceptar -dijo, señalando a Li Ang-. Es joven, está sano, como puedes ver, y acaban de ascenderlo. Y lo volverán a ascender. -Hizo una pausa-. Con tantos cambios como se avecinan, lo más aconsejable es tener algún contacto en el Partido.
Li Ang frunció el ceño. Él era miembro del ejército, no del Partido.
– Podrías considerarlo como pago de una deuda familiar -dijo Charlie.
El humo del cigarrillo de Wang pareció detenerse en el aire.
– Si aceptas casar a tu hija con mi sobrino, cancelamos no sólo lo que le debes a él, sino todo lo que me debes a mí. Podrías considerar los cuatro mil yuanes de hoy como mi contribución a la boda.
A través de un velo de baijiu, fatiga y sorpresa, Li Ang admiró la buena cabeza que tenía su tío para los detalles: no podía permitirse sufragar una boda, pero ahora ya tenía el problema resuelto.
Oyó que su tío decía:
– … unos minutos para pensártelo?
Wang se aclaró la garganta.
– Para pensármelo…
– Aún no es de día. Podemos esperar -dijo Charlie-. ¿Por qué no echamos otro trago?
Se echó hacia delante, inclinó la botella sobre el vaso de Li Ang y después sobre el de Wang.
– Por la reflexión -dijo-. ¡Ganbei!
– ¡Ganbei!
Al acabar la siguiente ronda, Wang Daming se excusó y salió del despacho.
Después de que la puerta se cerrase tras el anfitrión, Li Ang y su tío se quedaron varios minutos sentados sin apenas decir nada, esperando. Li Ang le daba vueltas a la cabeza. Estaba deseando volver a percibir la ráfaga sorda y deslizante de la suerte. Pero se sentía tan cansado que apenas conseguía pensar; tenía la mente en blanco. Alzó los ojos en busca de consejo, pero el rostro de su tío no mostraba expresión alguna. Entonces, como si de pronto reparase en la presencia de su sobrino, sirvió con garbo otra ronda.
– Por la reflexión -dijo.
– Por la reflexión.
Charlie había llenado la copa del anfitrión y, tras beberse la suya de un trago, también le echó mano a aquélla. Li Ang agarró la botella y se la llevó a los labios. Su tío le hizo un gesto admonitorio con el índice.
– ¡El brindis!
– El brindis.
– Por el matrimonio -dijo Charlie.
– Por el matrimonio -asintió Li Ang.
Estaba levitando a un dedo de la silla; apenas notaba el peso de la botella en las manos. Cerró los ojos y bebió. El sol mañanero le teñía los labios de un rojo candente; le pitaban los oídos. Lo único que lo mantenía anclado eran los aguijonazos del aguardiente.
– Pero tío Charlie -dijo, soltando cada palabra con sumo cuidado como si fuesen barquitos de papel en el mar-, yo no sé si quiero una esposa.
– Esa decisión ya no está en tu mano.
El tío Charlie le mostró su sonrisa mellada como si le acabase de dar la solución a un problema. ¿Cuánto tiempo hacía que quería ver casado a su sobrino? Se trataba de una pregunta sorprendente a la par que complicada. Li Ang se prometió pensar en ello después. Entonces, la habitación entera giró delicadamente, un par de veces. Apoyó la cabeza en las manos.
Trató de recordar la cara de la chica. Sólo logró traer a la memoria una vaga impresión de su altura, de su elegante frialdad, y de la saña con que le había apretado el brazo.
Alguien abrió la puerta.
– Es que está cansado -oyó decir a su tío-. ¿Ya lo has decidido?
Mi tía Yinan tenía los lóbulos como conchitas de mar, finos y pequeños, presagio de una vida desdichada. Y las orejas delicadas y sensibles al tacto. De niña le tenía miedo al bastoncillo de marfil, fino como una paja, con que de vez en cuando le hurgaban los oídos para quitarle la cera. Sólo Junan sabía manejar aquel instrumento sin hacerle daño. Mientras Hu Mudan sostenía el candil, Junan escudriñaba el túnel sinuoso de las orejas traslúcidas y sonrosadas de Yinan. La mayor tenía el pulso firme y la vista aguda. Años después, Hu Mudan aseguraba que las hermanas se habían criado en un ambiente de tanta intimidad que Junan se sabía de memoria las vueltas y revueltas del conducto auditivo de Yinan. La anécdota pretendía dar fe de lo inseparables que eran.
Era la mañana del día de la boda de Junan. Mientras le limpiaba el oído a su hermana, Junan repasaba con Hu Mudan la lista de cosas que quedaban por hacer. Había que revisar el chipao <strong>[2]</strong> rojo por si tuviera algún botón suelto. Junan lo vestiría para inclinarse ante los antepasados. Luego se cambiaría y se pondría un moderno traje de novia de color blanco, para la ceremonia y el banquete en el hotel. Lo de los dos trajes y los dos rituales separados era una solución de compromiso improvisada a última hora para contentar a la tradicional Mma, que, aunque ya estaba casi ciega, era capaz de distinguir el rojo del blanco.
– Estáte quieta, meimei.
Yinan suspiró.
– Para ser una niña elegante tienes que ir toda limpia, incluidos los oídos.
– Pero es que yo no quiero ser una niña elegante.
– Solamente hoy -dijo Junan.
Yinan accedió y Junan se arrepintió un poco de haber insistido en limpiarle los oídos. No quería someterla a un tormento innecesario. Las dos le tenían pavor a esa separación que se había posado como un cuervo sobre los preparativos para la boda. Junan le había tranquilizado asegurándole que nada cambiaría. Iba a seguir viviendo en la casa de su padre con Yinan. A Li Ang lo habían destinado cerca, iría a visitarla en sus días libres, y todo seguiría igual que siempre. Pero sabía que no sería así. El menor cambio podía traer complicaciones. Al igual que su hermana, desconfiaba de cualquier promesa de seguridad. Sabía que podía desaparecer como una piedra lanzada a un lago.
Le colocó a su hermana un mechón detrás de la oreja. El pelo de Yinan, si bien no era lo bastante negro ni brillante como para merecer el calificativo de hermoso, era abundante y suave al tacto. Al arrimarse, Junan le vio algo en el cuero cabelludo. Se inclinó y apartó las delicadas ondas. Allí debajo, en la raíz del pelo, tenía un grano gordo y rojo, reventado de tanto rascárselo.
– ¿Y esto qué es, meimei?
– No sé. Me pica.
– Te has hecho sangre.
Junan reparó en otro grano. Le bajó la camisa para examinarle el cuello. Tenía más en la espalda y en el pecho.
Entonces consultó a Hu Mudan. La mujer examinó a Yinan y asintió levemente.
– Dime lo que es -le dijo Junan-. ¿Qué enfermedad tiene?
– Tiene el shuidou -respondió Hu Mudan como si tal cosa-. Una enfermedad infantil normal y corriente.
– ¿Y no hay forma de taparle la frente? Se lo va a ver todo el mundo.
Hu Mudan negó con la cabeza.
– Puede venir al hotel, pero no debería asistir a la boda. Esta viruela es muy contagiosa. Y peligrosa para cualquier mujer embarazada o cualquier adulto que no la hayan pasado de niños.
– Lo siento, jiejie -dijo Yinan con la cabeza gacha.
– Lo que hay que evitar es que se rasque. Podemos aliviarle el picor con compresas mojadas. La infección sigue un proceso y tiene que pasarlo.
Junan pensó con rapidez.
– Diles que aparten una silla de la mesa del banquete. Y tú, Yinan, no pongas esa cara. Vamos a tu cuarto.
– ¿Me puedo llevar a Guagua?
Se oía a la gallinita de Yinan cloqueando en el patio.
Junan meneó la cabeza.
– Ni se te ocurra meter aquí a ese pollo. Vete tú a saber si no ha sido ese pajarraco asqueroso el que te ha pegado la enfermedad.
En el cuarto de Yinan, Junan le cortó a su hermana las uñas con las minúsculas tijeras que en su día pertenecieran a su madre. Mandó a Weiwei que le llevase un cuenco con agua y que remojase trapos para aplicárselos a Yinan en la piel cuando se quejase de picores. Hu Mudan había dicho que si se rascaba, el shuidou le dejaría cicatrices y agujeros tan grandes como granos de arroz.
Junan le puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre, pero no notó nada; ella misma sí que se sentía febril. No es que estuviese enferma, sino que simplemente flotaba en el río de preparativos que había ido a desembocar en ese día, el de su boda.
Recordó el instante en que se enteró del destino que le aguardaba. Se había despertado a primera hora de la mañana para encontrarse a su padre sentado a los pies de su cama. Le olía el aliento a alcohol. Estaba hablando, prácticamente sólo, y repetía el nombre de Li Ang. El joven teniente al que había dejado entrar.
– Debemos adaptarnos al futuro -dijo su padre-. En el mundo actual, los contactos políticos que uno tenga cuentan más que su dinero o que su familia.
A través de la ventana, el sol, aún bajo, proyectaba en su cuarto una débil luz; Junan se había quedado mirándola, pensando en el teniente.
Ahora era Yinan quien preguntaba.
– Jiejie, el teniente Li Ang, ¿es buena persona?
– Por supuesto que sí, meimei. Papá no me casaría con una mala persona. El teniente trabaja para que China sea fuerte.
Yinan se quedó callada un instante. Y a continuación preguntó:
– Jiejie, ¿adónde crees que ha ido mamá?
– ¿A qué te refieres?
– Ya sé dónde están las cenizas. Pero, ¿adónde crees que ha ido la otra parte de mamá?
– A volver a nacer. ¿Te acuerdas del cántico del funeral? La otra parte de mamá ha dejado este mundo para dirigirse a una nueva vida y su cuerpo ha regresado al mundo material.
– Ojalá la hubiésemos tenido más tiempo.
– Ya la tuvimos durante un período determinado, y ahora ha vuelto al mundo.
– Ojalá la hubiésemos tenido más tiempo -repitió Yinan. Se dio la vuelta para tumbarse boca arriba y se quedó mirando fijamente al techo con los ojos brillantes.
La propia Junan había buscado el espíritu de Chanyi con vergonzosa ansiedad. La segunda noche tras la muerte de su madre creyó verla. Se había despertado en mitad de la noche y sintió el olor de la escarcha en el aire. ¿Fue el sonido de su propia voz lo que la despertó? ¿Habría ido alguien a verla? Pero no había nada, ni un ruido. Ahora recordó la salmodia budista del funeral:
Se bu i kong
kong bu i se
La vida no difiere de la nada; la nada no difiere de la vida.
Junan echó las persianas para repeler el violento ataque del sol, que la estaba deslumbrando.
– Si yo fuese niño -dijo de repente Yinan.
– ¿Qué estás diciendo?
– Vale, ya lo sé. -Yinan se volvió de cara a la pared-. Pero si yo fuese niño, igual no se había suicidado.
Junan cerró los ojos. La imagen del sol, proyectada a través de los párpados, semejaba un furioso lunar azul.
– Mamá no se suicidó.
– Oí a Gu Taitai decirle a Weiwei que sí.
– ¡Vale ya!
La voz de Junan, que soltó un bochornoso gallo, resonó en todo el cuarto.
Al cabo de un buen rato, Yinan dijo:
– Perdona, jiejie. Duibuchi.
– Nunca más vuelvas a hablar de ese tema.
– ¡Duibuchi! -dijo Yinan con voz trémula.
Junan se tiró de las mangas de la chaqueta para cubrirse bien los brazos. Volvió a cerrar los ojos y se sentó muy erguida con la espalda apoyada en el respaldo de la silla. Su propio nombre, Junan, significaba «como un hijo varón». El nombre de Yinan significaba «la que dará a luz niños».
Pasado un largo rato, Yinan habló entre sollozos.
– Jiejie, ¿te has enfadado conmigo?
Junan no podía articular palabra.
– Por favor, dime algo. No me abandones, por favor. Prométemelo. Ahora que te vas a casar.
Junan apartó la vista.
– No -le dijo a la pared-. No voy a abandonarte nunca, meimei.
Yinan cerró los ojos satisfecha.
– Ni yo tampoco voy a abandonarte nunca.
Más tarde llegó la criada para avisar a Junan de que la llamaba su abuela. Después de que Junan la saludase con la debida reverencia, la anciana le tendió un vaso con una bebida que no reconoció: espesa como un jarabe, de color endrino, con aspecto de llevar dátiles o ciruelas. Mma se acercó para verla alzar el vaso. Junan atisbó, por encima del borde, la turbia mirada de la anciana, inquisidora y vengativa, y se figuró lo que era aquel líquido. Sabía que podría haberse granjeado la compasión de su abuela aferrándose a sus faldas, confesándole sus temores o pidiéndole consejo, pero no era más capaz de revelar tal flaqueza que de rechazar el desafío implícito en la ofrenda de Mma. Conque se llevó la pócima de la fertilidad a los labios y bebió.
Varias horas después Li Ang estaba sentado junto a su novia en la mesa principal de su banquete de bodas.
Junan se había apartado pudorosamente de él, dejando ver el alargado contorno de su cuello, el pronunciado caballete de su nariz, el ángulo de sus pómulos. El tocado, de un blanco rutilante, daba realce a sus grandes ojos y a sus cejas oblicuas. Antes, durante la ceremonia tradicional, había lucido un vestido rojo, con un largo velo del mismo color, para arrodillarse ante los antepasados. Ahora, toda de blanco, estaba despampanante. Combinaba elegancia moderna con pureza de rostro: la suya era una naturaleza virginal, tan perfecta como las imágenes de los santos que Li Ang recordaba haber visto la única vez que entró en una catedral. Todo el mundo se había quedado mirándola de hito en hito cuando entró en la sala. Li Ang se enorgulleció de ello; de algún modo le compensaba el apuro de que casi ninguno de los invitados fuese suyo. De los doscientos comensales, Li Ang sólo conocía a ocho. Aparte de Charlie Kong, el calvo coronel Jiang y el acaudalado Sr. Cheng, no habían invitado a ninguno de los jugadores de paigao. Sus invitados eran sólo tres: su mentor Sun Li-jen, su tío y su hermano. Li Ang se imaginaba que todo el mundo habría comentado lo exiguo de su parentela. Le oyó explicar a su mentor que el novio y su hermano se habían quedado huérfanos tras la epidemia de gripe.
– Me temo que no hemos contribuido con muchos invitados -dijo Li Ang disculpándose ante Wang Daming.
– Por mí no hay problema -contestó Daming-. Dicen que las bodas demasiado suntuosas traen mala suerte.
Al oír eso, Li Bing enarcó las cejas. Li Ang se figuraba el desprecio que su hermano debía de estar sintiendo por la distinguida función que sus parientes políticos habían juzgado apropiado organizar. El banquete se estaba celebrando en una mansión reformada. La fiesta tenía lugar en el ala moderna del edificio, iluminada con luz eléctrica. Había invitados llegados hasta de Nanjing: parientes lejanos, comerciantes amigos y varios funcionarios en representación de cada una de las trece corporaciones y cargos diferentes a los que Wang sobornaba anualmente. A Li Bing no le parecían pensadores progresistas. Estaba sentado junto al joven Chen Da-Huan, que llevaba una larga túnica de mandarín. Chen estaba hablando de restaurar el glorioso pasado cultural de China.
– La literatura occidental nos ha corrompido, ese movimiento hacia el llamado «lenguaje progresista» ha acabado con la dignidad y la musicalidad de la palabra escrita…
Li Bing, nervioso, liaba con sus largos dedos un cigarrillo imaginario. Li Ang sabía que su hermano estaba enfrascado en una traducción, «en lenguaje progresista», de La máquina del tiempo, de H. G. Wells. Sabía que en esos momentos Li Bing preferiría estar leyendo, pero que reprimiría su impaciencia por el bien de su hermano.
Mientras comía, Li Ang le echaba miradas furtivas a Junan, sonriéndola de cuando en cuando. La chica se desenvolvía a la perfección, sin perder en ningún momento la cortesía ni el recato, pese a lo largo que había sido el día. Li Ang no podía sino admirarla; estaba cansado de llevar tanto tiempo sentado. Seguían saliendo manjares, uno detrás de otro. Su favorito era un plato típico de la región, pescado crujiente procedente del lago. Por un momento supuso que lo habían servido en su honor, pero después cayó en la cuenta de que nadie sabía lo más mínimo acerca de su persona. Esa misma mañana había llegado una motora cargada de marisco: enormes langostinos de gráciles bigotes, vieiras, abulones. Para los invitados de fuera de la ciudad se había incluido en el menú un guiso de pollo envuelto en hojas de loto, otro plato típico de la zona. En honor del mentor de Li Ang, que ahora ya era coronel, comieron tripas de cerdo preparadas por un cocinero de Anhui. Y también el plato preferido de la novia, huevos de codorniz. Pero tardaron mucho en servirlos y Junan no llegó a disfrutarlos. A esas alturas ya se había retirado a su cuarto para cambiarse el traje, quitarse el historiado tocado de la cabeza y prepararse para la noche de bodas. De acuerdo con el espíritu modernista de la época, explicó ella, se había negado a escenificar los tradicionales jueguecitos en torno al lecho nupcial. El novio iría después, a solas, a encontrarse con ella en su cuarto.
A Li Ang aquel plato de huevos le resultó casi inasequible. Desde que lo ascendieran, había tenido alguna que otra ocasión de comer con palillos de marfil en lugar de con los suyos habituales, de bambú; pero aquellos palillos de plata, menudos y finitos, le planteaban un desafío inédito. Antes ya se le había caído en los muslos un escurridizo trozo de abulón. A partir de ese bochornoso instante, se había esforzado en pasar por alto la irritación que sentía cada vez que se llevaba una porción de comida a la boca. Los palillos le parecían poco prácticos, engorrosos y cursis. Eran más pequeños de lo normal, con la punta afilada, lo que los hacía más difíciles de usar, y, a su modo de ver, femeninos. Esto le trajo a la memoria un cuento que leyó años atrás, cierta sobremesa amodorrada en la tienda de su tío. Era muy antiguo. A las nuevas esposas del emperador las ponían a prueba obligándolas a comer un plato de huevos de codorniz con palillos de plata. ¿Acaso los Wang ponían a prueba a sus yernos de la misma forma? ¿Se estaban burlando de él? Ruborizado, se quedó varios minutos mirando los minúsculos huevecillos antes de ponerse manos a la obra.
El primero se le escurrió mientras se lo llevaba a la boca; se lanzó hacia delante en un intento vano por atraparlo antes de que rebotase en el plato y desapareciese de su vista. Li Ang se quedó mirando al frente. Cuando tuvo arrestos para mirar alrededor, sus ojos se cruzaron con los de Wang Baoding, el tío de Junan llegado de Nanjing.
Baoding era un hombre apuesto y delgado, con el pelo largo y cuidadosamente peinado hacia atrás, lo que dejaba al descubierto una frente amplia y despejada. Había comido y bebido de sobra y, aunque su rostro conservaba una palidez terrosa, los lóbulos se le habían puesto de color rosado. Ahora, dirigiéndose por primera vez a Li Ang, Baoding se reclinó en la silla y habló.
– Querido sobrino, me vas a disculpar que te haga una pregunta -comenzó diciendo-. Rara vez se me presenta la oportunidad de departir con franqueza con hombres vinculados al ejército. Así que me veo obligado a preguntarte: ¿En qué diantres estaba pensando tu general Chiang Kai-chek cuando accedió a unir sus fuerzas y cooperar con el Partido Comunista? ¿Tiene idea de quiénes son esos hombres?
Li Ang percibió, bajo el tono de complicidad de aquel hombre, el regusto ácido del antagonismo.
– Eso es mucho presumir de mí, Tío -respondió-. Yo sólo soy un militar. Procuro no mezclarme en política.
Charlie Kong meneó la cabeza.
– No es un pensador -dijo risueño.
– Desde luego que no.
Li Ang vio cómo los labios de su hermano se torcían en una sonrisa. Baoding no pareció darse cuenta.
– Déjame preguntarte una cosa -dijo Baoding, volviéndose hacia Li Ang-. ¿Has conocido alguna vez a un verdadero comunista?
– ¿Cómo dice?
– La pregunta es bien sencilla. ¿Has hablado alguna vez con un comunista de verdad?
– Bueno, bueno -terció el viejo Chen-. Éste no es momento de hablar de política. Todos sabemos que el país ha de estar unido para hacer frente a la agresión japonesa.
Chen había sido el anciano escogido para ejercer de testigo oficial de la boda. Se había relamido con el banquete y comió de todos los platos con espléndido apetito, manteniendo inmaculado su terno inglés de importación. Ahora alzó en el aire un huevecillo de codorniz para subrayar su argumento.
Baoding se echó hacia delante. El rostro, alargado y pálido, estaba salpicado de levísimas vetas de color rosa.
– Bueno. Pues yo sí, las cosas como son. Lo conocí a muy temprana edad.
– ¿En serio? -dijo Charlie-. ¿Era ruso?
– No, era un han, [3] Se llamaba Wu Shao y me robó el almuerzo cuando estábamos en cuarto.
Pestañeó y los miró a todos con sus ojos alargados y astutos antes de llevarse la copa a los labios.
– Su abuelo había sido herrero y su padre cargaba hielo. No había tenido una familia como Dios manda, ni educación, ni propiedad, ni dinero alguno. Era tosco e ignorante, y hablaba con un acento muy marcado. Ese día no tenía nada que comer y estaba muerto de hambre.
Sin tan siquiera bajar los ojos, Baoding llevó los palillos al plato y se metió con suma destreza un huevo de codorniz en la boca. Acto seguido escrutó a sus oyentes. Li Ang se obligó a sostenerle la mirada.
– Al terminar sexto curso dejó el colegio y entró a trabajar en una fábrica. Estuve años sin saber qué habría sido de él. ¡Y ahora voy y me entero por el periódico de que es miembro del Partido! Y no un miembro del montón, sino todo un líder local, un organizador. -Soltó un bufido que pareció una risa-. Así que nada, muchacho, quizá para darle un empujón a tu carrera te vendría bien enterarte de quiénes son los comunistas y qué es lo que pretenden. Es muy sencillo. Los comunistas son gente con hambre. Pobres que quieren quedarse con nuestro dinero. Gente sin negocios ni propiedades que envidian a quienes sí los tenemos. Eso es lo que son, y eso no lo cambiará jamás ninguna de sus doctrinas ni de sus reivindicaciones.
»¿Y dices que no has conocido a ningún comunista? Has estado en Shanghai. Has visto mendigos por las calles. Cada vez hay más labriegos y campesinos pobres pululando por la ciudad, donde no hay nada para ellos. Ésos son los comunistas. Sí, ésos son los comunistas. Están por todas partes, en este mismo hotel, incluso. Son ellos quienes han limpiado esta sala. Quienes han acarreado esta agua, quienes han recogido estos huevos y plantado y cosechado estas hortalizas. Quienes nos piden limosna. Quienes nos roban. Y quienes nos odian. ¿Por qué nos odian? No es una cuestión personal. Ni complicada. Tienen hambre y nosotros poseemos aquello de lo que carecen. Nos observan. Están esperándonos. Esperándonos en el umbral. Por la noche, mientras dormimos, ellos velan; están planeando cómo derrocarnos.
Se le acercó tanto que Li Ang percibió en su aliento un olor a huevos sulfurosos. [4]
– Vosotros los jóvenes… ¿Sabes lo que más me llama la atención de las componendas que se trae tu ejército con el Partido Comunista? Que no parecéis daros cuenta de que en cuanto cese la amenaza japonesa, los comunistas no dudarán en apuñalaros por la espalda.
La charla del resto de comensales había ido apagándose hasta morir; media sala se había girado para escucharlos. El viejo Chen se alisó la corbata de seda. Li Ang guardaba silencio, sonriendo tímidamente y tratando de minimizar aquella verborrea. Le molestaba la forma en que Baoding insinuaba que todo eso tenía que ver con él. Echó una ojeada a su hermano en busca de apoyo. Li Bing escuchaba atentamente, pero en su rostro no había expresión alguna.
Más tarde Li Ang atravesó el patio en dirección a la cámara nupcial. La brisa nocturna le enfriaba las mejillas, y él caminaba a paso ligero, sin preocuparse de mirar dónde pisaba. La opípara cena y la charla maliciosa y provocativa lo habían aturdido y fastidiado. Por otra parte, lo que quería era ver, tomar para sí, tocar a su mujer. Todos se la habían quedado mirando mientras desfilaba, con la melena reluciente y recogida en un moño, y el esbelto cuerpo cubierto de blanco, toda luminiscente de perlas. Cuando se hubo alejado un trecho del salón, tras sentir que iba apagándose el ebrio runruneo del banquete, Li Ang aflojó el paso. Durante la breve ceremonia, la novia -su novia- le había parecido elegante y remota, como aquella mujer tan distinguida que de niño viera fugazmente un día subida a un palanquín. Y en su rostro, realzado por trenzas, seda y flores, no había nada que pudiese alcanzar -ninguna felicidad ni alegría- sino más bien una expresión de impenetrable privacidad.
Hoy él y su mujer habían contraído un vínculo, se habían hecho una especie de promesa. ¿Cómo era ella? ¿Sería igual que las otras mujeres que había conocido? Le vino a la memoria un cuarto trasero de Nanjing, con una persiana de bambú que golpeteaba en una noche de lluvia, donde él y varios amigos se habían turnado para pasar un rato con una mujer joven, de miembros redondeados y labios del color de las pepitas de la granada que ella misma humedecía con los posos de un vaso de vino. Tiempo después, hubo otra mujer, que de joven no tenía nada, cuya pálida espalda, hermosa y suave, ocultaba una barriga surcada de estrías: marcas que, por alguna razón, lo habían conmovido.
Había acudido con frecuencia a chaweis con sus amigos, pero no había escogido una sola mujer en cuyos ojos poder buscar aprobación ni valía. Se entregó parcialmente, sin volcarse de lleno, sin sucumbir jamás al poder del sexo opuesto. Se había involucrado hasta cierto punto, pero nunca arrobado. Suponía que pasaría lo mismo con quien ahora era su esposa. No se volvería loca de amor; era tranquila y comedida, inteligente y orgullosa. Y lo había aceptado como marido; al menos alguna atracción debía de sentir por él.
Li Ang escupió al suelo. La atracción daba igual; él era su esposo y punto. De acuerdo, era hijo huérfano poco menos que de un labriego. ¿Y qué? Puede que fuese un don nadie, pero también era una página en blanco que prometía llegar mucho más lejos que toda aquella gente.
La cámara nupcial daba al viejo patio, construido en torno a un jardín con su puentecillo y su regato cantarín, y unas composiciones de piedras preciosas inspiradas en los paisajes del alto Soong. A mano izquierda había dos puertas, pero al recorrer el largo porche no logró recordar por cuál se suponía que tenía que entrar, si por la primera o por la segunda. Se paró automáticamente en la primera. Por la rendija de abajo se escapaba una luz tenue. ¿Cómo iba a saber si había llegado al sitio correcto? Echó un vistazo a la ventana y se fijó en que la cortina no cubría la esquina del cuarto. Tal vez los primos más jóvenes de Junan, los de Nanjing, fieles a la tradición, hubiesen dejado preparada aquella mirilla para gastarles una broma pesada más tarde. Aunque en el pasado él mismo también hubiese participado en tales juegos, Li Ang torció el gesto. Al igual que a Junan, no le hacía ninguna gracia que su propia boda los incluyese. Notó la seriedad con que se estaba tomando el asunto y se sorprendió ligeramente. ¿Por qué implicarse tanto? ¿Por qué estaba tan excitado? A pesar de la nueva ley que prohibía la poligamia, tampoco es que su recién contraído matrimonio fuese a limitarlo a la compañía de esa única mujer. Seguía habiendo chaweis; y las nuevas leyes no definían a las concubinas como esposas. Es más, entre militares, o cualquier otra profesión que conllevase viajar, se las consideraba apropiadas. Mientras fisgaba por la ventana tratando de ver a su esposa, se sorprendió al darse cuenta de que le sudaban las manos y respiraba con agitación.
Vio una pared desnuda y una cama sin adornos. Sabía que el aposento de los recién casados estaría decorado con colgaduras nupciales en rojo y oro, bordadas con aves fénix y dragones. Estaba mirando por la ventana equivocada. Pero se apercibió de que no estaba dispuesto a moverse. La visión fugaz que había tenido anteriormente de los ojos almendrados y negros de Junan, la imagen de su lustrosa melena y de su vestido deslumbrante, la indigesta comilona, el banquete, engalanado en rojo y oro, sus rencillas soterradas y de mal agüero, hicieron que su mente se posase, con cierto alivio, en la quietud de aquella escena.
Las cortinas del dosel estaban abiertas. Alguien había colocado la lámpara cerca de la cama, acaso para leer, y había dejado descorridas las cortinas para que entrase la luz. Era una niña, vestida con un pijama de algodón de color claro y sin forma, con el pelo ondulado y suelto. Estaba tumbada en la cama sin deshacer, boca abajo y con la cabeza apoyada en las manos. En la mesilla de noche había un frasco de medicinas y una cuchara. Su tierna edad resultaba evidente en la forma de las manos, delicadas y marfileñas, hundidas en la oscura melena. Era una niña infeliz, terriblemente infeliz. Se le notaba en la manera de sujetarse la cabeza, en los respingos que daba de tanto en tanto. Lloraba en absoluto silencio.
Li Ang desvió la mirada. Muy de vez en cuando, sobre todo de niño, había experimentado lo que después llegaría a identificar como recuerdo sensorial. Rodeado de amigos o al reírse de un chiste, de repente le venía a la memoria el azul tenue y reluciente del vestido de su madre, el suave tacto del algodón cuando se aferraba a sus piernas. Le ocurría muy de tarde en tarde, y desde que se hizo adulto, casi nunca. Ahora, de pie ante la ventana, recordó un olor agradable y sutil, el aroma de las mejillas de su madre y del hueco entre el cuello y la clavícula, donde, muchos años atrás, había hundido él la cara.
– Bueno, bueno, ya pasó -le había susurrado su madre-. No es tan grave. ¿Verdad que nada puede ser tan grave?
Los labios de Li Ang articularon silenciosamente esas palabras.
Se quedó varios minutos quieto ante aquel cuarto silencioso, sin siquiera verlo ya. Hasta que mudó el viento y trajo una ráfaga de música del exterior. Li Ang recordó el motivo por el que se había separado de los demás. Recobró la calma y echó a andar hacia delante. Llegó a la cámara nupcial y llamó a la puerta.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Juego oriental en el que dos jugadores colocan alternativamente fichas blancas y negras en un damero de veinte por veinte escaques y que gana quien acota un área mayor. [N. del T.]
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Vestido tradicional chino de mujer, de talle ceñido y sin mangas. [N. del T.]
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Término que define a los individuos étnicamente chinos para diferenciarlos de otros grupos étnicos (manchúes, mongoles, tibetanos, etc.) con los que comparten nacionalidad. [N. del T.]
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Se dice de los huevos que, de acuerdo a una receta china tradicional, se mantienen enterrados durante un mes o dos (o incluso más) antes de servirse. [N. del T.]