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Ocupación

Hangzhou 1931-37

Ese mismo año, una tarde en la que reinaba el olor de las hojas, pasado el Festival de la Cosecha, Hu Mudan entró en la que fuera habitación de Chanyi. Nadie había cambiado un solo mueble de lugar desde su muerte. En las semanas siguientes al funeral, Weiwei y Gu Tai echaron a cara o cruz quién se ocuparía de limpiar aquella estancia hechizada. Pero no tardaron en perder interés en el asunto; Hu Mudan se hizo cargo de la tarea. Ahora olía muy bien, a aceite de madera. Recorrió el cuarto a oscuras, buscando a tientas el borde lacado de una pequeña cómoda. En una esquina del último cajón había escondido una bolsita de raso. Le costó arrodillarse de hinchada que tenía la barriga, pero logró dar con la bolsita y la apretó con fuerza. Al bajar las escaleras se vio obligada a parar para tomar aliento.

No le había dicho a nadie que estaba embarazada, ni siquiera cuando su barriga le reveló la verdad a todo el mundo, y tampoco le había confiado a nadie su esperanza de que fuese niño y, además, fuera de lo común. Ausente Chanyi, ya no tenía a quien contárselo.

Había contratado a un afilador para que le afilase las tijeras de cocina. Para esterilizar las hojas cogió una botella del aguardiente de sorgo más fuerte del mueble-bar del despacho de Wang. Se hizo incluso con un orinal, pues recordó que las parturientas solían soltar el vientre. En un cesto de mimbre había trapos limpios. Estaba todo listo. Cerró la puerta de su alcoba y metió la bolsita de raso debajo del colchón.

Se pasó horas tumbada, en pie y de cuclillas, luchando por no gritar pese a que un par de manos fuertes e indiferentes la estaba abriendo en canal. Entre embestida y embestida de dolor, subió las persianas de bambú y contempló la luna, casi llena, como una cometa de color amarillo limón que sobrevolase el jardín. Volvió el dolor y borró la luna. La habitación adquirió un olor marino, y la atmósfera, agria, se caldeaba con cada resoplido. Hu Mudan no creía que fuese a morir, pues unos sueños recientes le habían mostrado que llegaría a ver vivo a su hijo. Pero aun suponiendo que muriese, tampoco sería el fin del mundo. Se enteraría de qué había sido de Chanyi. Igual hasta llegaba a verla. A lo mejor era verdad eso que decían los Metodistas, que existía un lugar tranquilo donde los amigos se reunían después de muertos.

Fueron pasando las horas; la aurora bañó la alcoba en una plomiza luz de otoño. Alguien llamó a la puerta.

– ¡Pasa! -gritó Hu Mudan con ansiedad, creyendo que tal vez fuese Chanyi. Pero la puerta se abrió de golpe y quien apareció fue una comadrona.

Aunque casi había perdido la vista por completo, a la vieja Mma no le habían pasado desapercibidos los cambios en la voz de Hu Mudan, que ya hacía meses había adquirido el timbre agudo típico de las embarazadas. La vieja se lo había comentado a Junan y le había mandado que buscase ayuda. Conque al final Hu Mudan no tuvo que rematar la tarea a solas. El niño nació durante el almuerzo, preparado por Gu Taitai con tanto descuido que el portero se partió una muela con una china que había en el arroz. El estrepitoso llanto de un bebé resonó en todo el patio. Era niño, como había supuesto Hu Mudan, morenito y de cráneo redondeado, como los norteños, con un casquete de pelo erizado y los ojos del color de la tierra en el fondo de un estanque. Hu Mudan les explicó cortésmente a los demás que ese pelo auguraba pocas luces y semejante cabezón, un carácter muy tozudo. La comadrona lavó al niño, lo arrebujó a conciencia, y guardó el cordón umbilical, pues Hu Mudan había oído una vez una historia en Sichuan sobre lo importante que era dejarlo secar para confeccionar un amuleto que protegiese al niño de todo mal. Más tarde, Mma le dijo a Hu Mudan que se estaba pasando de precavida, como si su hijo fuese algo más que el bastardo de una criada.

A Junan, el embarazo y el nacimiento le plantearon un problema de gestión doméstica. Hu Mudan le había puesto al niño su propio apellido: Hu. ¿Dónde estaba el padre? Junan y Mma repasaron la lista de hombres que habían trabajado dentro o en los alrededores de la casa y concluyeron que era imposible que Hu Mudan hubiese querido nada con ninguno. Con el portero estaba de uñas desde hacía mucho tiempo. El viejo Gu era tan viejo que las encías se le habían vuelto de esponja y sólo comía gachas de arroz. Gongdi, el recadero, era lo bastante joven, sí, pero tan zoquete que no sería capaz de montar a una mujer ni aunque le hiciesen un croquis. Tenía que haber sido alguien de fuera de la casa. ¿El afilador, tal vez? ¿Un calesero? El misterio podría continuar hasta que el niño creciese lo bastante como para revelar su filiación mediante su cara o sus gestos. O tal vez no se llegase a saber jamás. Entre tanto, el bebé, el tal Hu Ran, vivía en la casa como si lo hubiese llevado un hada. Junan opinaba que había que decirle a Hu Mudan que se marchase ya mismo. Pero Mma se negaba. No quería que nadie más, ni siquiera su propia nieta, la ayudase a usar el excusado. Ni Junan ni su padre lograron convencerla. Y en cuanto a un posible apoyo por parte de Yinan, Junan sabía que podía esperar sentada.

Yinan era otro quebradero de cabeza. Desde la boda se había embebido aún más en los libros; solía tener la mano derecha manchada de tinta. Se pasaba horas leyendo periódicos y últimamente la tenía fascinada Ruan Lingyu, la esbelta estrella de cine. Convenció a Junan de que la llevase a ver Una nueva mujer. Junan padeció dos horas de tortura en un cine ruidoso y maloliente, tapándose la nariz con el pañuelo, mientras Yinan observaba hipnotizada la melodramática historia de una bella escritora de talento que se ve obligada a prostituirse para salvar a su hijo enfermo. Durante una de las últimas escenas, mientras la escritora resollaba agonizante en la cama del hospital, Junan oyó un hipido ahogado procedente de la butaca de al lado. Era Yinan, que había roto a llorar. Junan se sacó otro pañuelo del bolso -a su hermana siempre se le olvidaban- y esperó horrorizada a que terminase la película.

Una tarde Junan entró en la habitación de Yinan y percibió un insólito aroma a frutas con azúcar.

– ¿A qué huele aquí, meimei?

A Yinan se le abrieron los ojos y echó una fugacísima ojeada a los cojines de la cama. Junan fue hacia la cama y los retiró.

Se encontró con una caja plana y pulida, decorada con flores rojas y moldura dorada. Levantó la tapa y halló un mosaico de golosinas relucientes en un nido de papel acanalado, unas con forma de lazos a rayas, otras como discos planos con un botón de color en el medio. Apartó la vista de la abigarrada cajita y la posó en la aterrorizada cara de Yinan -ojos como platos, labios fruncidos-, que aún chupeteaba, con aire culpable, la piedra dulzona que tenía en la boca.

– ¿De dónde has sacado esta caja de caramelos, meimei?

Yinan negó con la cabeza.

– ¿Meimei? -insistió con tono de amenaza.

– Es que he prometido no contar nada.

– Sabes muy bien que me acabaré enterando.

Con todo, Yinan se resistió. Después de pasarse media hora insistiéndole y amenazándola en vano, Junan se vio obligada a abandonar. Salió de la habitación con un sentimiento de impotencia y la caja de caramelos en la mano, sin saber nada más acerca del pretendiente de su hermana que lo que acertase a conjeturar.

El hecho de que Yinan tuviese un admirador la preocupaba. Aquel regalo tan generoso la había alarmado, pero más le alarmaba la negativa de Yinan a revelar la identidad del chico. ¿A quién sino a su propia familia debía semejante lealtad? ¿Cómo lo había conocido si apenas salía de casa?

Junan se vio obligada a consultárselo a Hu Mudan. La encontró en el patio, liando un fardo de algodón azul. Hu Mudan se fabricaba sus propios zapatos de tela y era muy maniática con las suelas. Tenía a Hu Ran al lado, tumbado en una jofaina de esmalte y mirándolo todo. La mera presencia del bebé planteaba una pregunta cuya respuesta Junan desconocía. Hizo como si el niño no existiese y fue al grano: le preguntó a Hu Mudan si estaba al tanto de algún admirador.

Hu Mudan le respondió con dulzura que no tenía ni idea de quién podía ser el chico. Que no tenía constancia de admirador alguno, pero que hacía unos días, cuando Deng Xiansheng entró por la puerta, había visto que llevaba algo de colorines -rojo y dorado- metido entre los libros y papeles.

Junan no pudo esconder su sorpresa. Deng Xiansheng era el profesor que le daba clases particulares de caligrafía y escritura a Yinan. Tenía cuarenta y pico años, bolsas debajo de los ojos y una incipiente calvicie que coronaba una frente amplia y redondeada. Iba a la casa tres veces por semana, vestido con un atuendo tan decente como raído; sus métodos eran estrictos y muy serios. De haber nacido treinta años antes, habría sido el típico individuo que se pasaba más de media vida preparándose para el examen jinshi. Pero ahora, en una época en que la vida de estudioso había perdido toda autoridad y relevancia, no le quedaba nada con lo que sentirse realizado salvo lo que pudiese encerrar la pureza de un trazo, o un golpe de pincel enérgico e inteligente.

– Estás de broma -dijo Junan. Yinan ni siquiera era buena en caligrafía. Tenía una escritura artística, pero carente de ambición. La típica labor femenina.

– Casi todo el mundo le coge cariño a alguien. ¿Por qué iba a ser diferente Deng Xiansheng?

– Es completamente ridículo. ¿Es que no tiene vergüenza? Pero si casi le triplica la edad…

– Más viejo no siempre quiere decir malo -dijo Hu Mudan-. Llegará un día en que necesite un hombre que la cuide.

– Ya lo sé. Pero es tan retrasada que me hace dudar. ¿Quién estaría dispuesto a aguantarla? ¿Quién podría saber lo que se trae entre manos, y cómo manejarla?

– Las apariencias engañan. Y en cuanto a un posible matrimonio, a tu padre igual se le ocurre algo.

Junan arrugó el ceño, pero Hu Mudan estaba cosiendo la suela de sus zapatos, afable y ajena al asunto. Hu Ran lo observaba todo desde la jofaina, sin hacer el menor ruido.

– Los contactos de mi padre ya no son lo que eran. -Reflexionó por unos instantes-. Pero lo de la caja de caramelos es un insulto. Es un insulto para todos nosotros que Deng Xiansheng haya podido pensar que toleraríamos semejante apego, por más que Yinan sea retrasada para su edad, y nada guapa. -Junan vio cómo el dedal de Hu Mudan empujaba la gruesa aguja a través de las capas de tela-. Y en buena parte es culpa de ella. ¿Cómo va a pensar nadie que nos importa lo que se trae entre manos, si no se pone ni una sola de las prendas nuevas que me tomé la molestia de encargarle? Y no cuida de sus cosas. Lo tiene todo ajado y arrugado. Parece una lechuga revenida.

– Es que no le gusta ponerse ropa almidonada -dijo Hu Mudan.

– Cada día es más rara.

– No -repuso Hu Mudan sin alterarse-, sigue siendo la misma.

– No se pone nada nuevo hasta que no lleve seis meses metido en el cajón. No le da la gana de aprender a llevar la casa, ni a bordar ni a comportarse. Lo único que hace es leer, escribir y hablar con el pollo ese.

No era rigurosamente cierto, pero andaba cerca. Yinan metía de tapadillo al pollo en casa y, a veces, al pasar por delante de la habitación de Junan, ésta la oía sincerarse con Guagua o preguntarle si quería beber agua. Y entonces se irritaba con Yinan, cuyo comportamiento tanta gracia le hiciera en el pasado. Si su hermanita era lo bastante mayor como para tener admiradores, ya no podía seguir defendiéndola.

Entró corriendo en el cuarto de Yinan.

– Tarde o temprano -le dijo-, te casarás. Entre tanto no puedes ir por ahí aceptando regalitos de pobretones con cabeza de chorlito.

Yinan no respondió.

– Voy a hablar con papá de tu matrimonio. Ya tienes casi dieciséis años.

Mientras esperaba a que dijese algo, Junan volvió a notar que su hermana no había aprendido lo importante que era ocultarles los sentimientos a los seres queridos. Ahora parecía intrigada y asustada a la vez.

– Yo no me quiero casar -dijo.

Aunque estaba bien visto que las chicas afectasen renuencia, Junan tenía claro que en el caso de Yinan no era fingida. No era lo bastante despierta como para saber fingir. Junan frunció el entrecejo a fin de ocultar lo perpleja que estaba. Mirando la cabeza gacha de su hermana y sus lustrosas trenzas, se sintió como si tratase de entablar conversación con una desconocida.

– Tienes que aprender a ser mujer -dijo.

– ¿Cómo son las mujeres?

Junan meditó la respuesta.

– Son pacientes -explicó-. Son astutas y, sobre todo, son cuidadosas, xiaoxin. Me gusta pensar en lo que significan esos dos caracteres: «corazón pequeño».

Yinan no movía un dedo.

– Lo cual significa que has de ser precavida. No debes tener amistades poco apropiadas con ningún hombre.

– Entonces, ¿cómo voy a encontrar a nadie?

– ¿Me estás diciendo que quieres casarte por amor?

Yinan no respondió.

– Tú has visto demasiadas películas -dijo Junan antes de salir del cuarto.

Mientras bajaba las escaleras, decidió aparcar el misterio de Deng Xiansheng. Xiaoxin. Debía tener un corazón pequeño. Junan había leído en el periódico que había chinas jóvenes que leían a Marx, se afiliaban a los movimientos comunistas clandestinos y practicaban el amor libre. Otras, en cambio, eran analfabetas y se deslomaban en el campo para ganarse la vida, una vida antediluviana y miserable. En el ojo de este huracán de cambio, Junan planeaba su trayectoria. Se había embarcado en el matrimonio con unos objetivos personales muy claros: no esperaba llegar a amar a su marido, ni depender de él jamás para su felicidad o bienestar económico.

Visto así, su propio matrimonio prometía. El hecho de que Li Ang no tuviese familia tenía sus ventajas. Como era huérfano, ella podría seguir viviendo con su propia familia. A diferencia de las demás esposas, no tendría que rendirle pleitesía a ninguna suegra marimandona. Podía fabricarse su propio matrimonio, más moderno, libre del trato despiadado y de la terrible soledad que suponía ser la nueva nuera de una gran familia. El trabajo de Li Ang era peligroso, pero la amenaza de una guerra civil había remitido ahora que comunistas y nacionalistas habían firmado una tregua. Ya se encargaría ella de convencerlo de que se buscase un puesto más seguro como oficial del Estado Mayor.

Se convencía a sí misma de que Li Ang era inferior a ella. Era bastante listo, pero nada refinado. Ah, veía su hermoso rostro, su estatura y fortaleza, su don para agradar a los demás; sabía que su marido llegaría a ser alguien. Pero de momento era un soldado y su familia, unos pelagatos. No tenían más que la tienducha del tío, hecha una ruina. Daba por sentado que Li Ang era consciente de su inferioridad respecto a ella y que, por tanto, se mostraría más receptivo a la orientación de su esposa. Junan se aferraba a esta doble ventaja: el matrimonio con Li Ang le había granjeado seguridad, y su familia política era de tan baja estofa que le sería imposible enamorarse de él de todo corazón. Lo cual la mantendría a salvo del destino que había acabado con su madre. No, ella tendría cuidado. Sabía lo arriesgado que era apegarse en exceso, lo peligroso que sería llegar a desear que el hombre con quien se había casado le fuese leal.

Lo de dejar que Yinan se buscase un pretendiente por su cuenta era una idea absolutamente inaceptable. Carecía de la más mínima experiencia con los hombres; era tímida hasta decir basta. Además, Junan no se fiaba de su criterio. Podría estar dispuesta a casarse con alguien sólo porque le daba pena, o por cualquier otro motivo disparatado. Junan no quería ver a su hermana condenada a la pobreza a resultas de una elección sentimental.

Como mujer casada que era, tenía todo derecho a abordar el tema con su padre. Al día siguiente, después de cenar, fue a su habitación. Cuando le explicó la situación, vio cómo se le dibujaba en la cara una inconfundible mueca de hastío y Junan dudó de si no estaría pidiéndole más de la cuenta.

– Su hermano mayor me debe dinero -dijo su padre, refiriéndose a Deng Xiansheng-. Por eso le da clases particulares a Yinan sin cobrar.

– Si se promete con alguien, ya no necesitará más clases particulares.

Su padre asintió con la cabeza.

– ¿Y los Chen? -preguntó Junan.

– Ese chico es todavía peor que ella. Déjame que me lo piense.

Pero en los días siguientes no hizo mención a Yinan, y Junan empezó a preguntarse si no tendría que coger el toro por los cuernos ella misma.

Unas pocas semanas después se llevó una sorpresa cuando su padre le mostró una carta que había recibido procedente de Nanjing.

Vigésimo primer año de la República

13 de diciembre

Primo y hermano:

Recibe, siquiera tardíamente, mis saludos en esta la estación de las heladas y la escarcha.

Te escribo en respuesta a tu reciente carta en la que me hablabas de tu hija menor, Yinan. Desde entonces he estado haciendo indagaciones, aunque sin obtener nada prometedor. Hasta hoy. Lo Dun, de Ningpo, se ha decidido a casarse, y me he tomado la libertad de mencionarle a Yinan.

Como sabrás, Lo Dun es de buena familia y con los años ha conseguido unos ingresos fijos y decentes. Vive con su madre y he pensado que tal vez una mujer de edad podría representar una especie de figura maternal para tu hija. Además, Lo Dun es un hombre sensato y formal. Sus intenciones son dignas de toda confianza. Escríbeme y dime lo que te gustaría hacer.

Tu primo y hermano,

Baoding

Su padre le dijo a Junan que Lo Dun era una persona decente y que por eso había ido a la ciudad y le había mandado un telegrama a su primo pidiéndole que siguiese adelante. Pero su primo le había respondido con otro explicándole que el compromiso no estaba completamente cerrado. La madre de Lo Dun quería un encuentro cara a cara. Al final se acordó que Lo Dun y su anciana madre fuesen a tomar el té a casa de los Wang a la semana siguiente. Y Junan sería la encargada de preparar a Yinan.

Aquella noche, Junan se pasó toda la cena mirando a su hermana con aire pensativo. Yinan comía chuletas, sujetándolas por los extremos del hueso con las estrechas yemas de sus dedos, y doblando con gracia su alargado cuello cada vez que se inclinaba hacia delante. Nunca había sido lo que se dice guapa, pero esa garganta esbelta que desaparecía bajo el cuello fláccido de su blusa sugería una especie de inocencia que trascendía la mera juventud. La cicatriz que le había dejado el shuidou en mitad de la frente, una señal poco profunda, se le podría disimular, quizá con colorete, cuando se encontrase formalmente con Lo Dun.

La tarde en que tenían previsto recibir la visita de Lo Dun y su madre, Junan obligó a Yinan a embutirse en su nuevo chipao de color rosa una hora antes. Se pasó horas aleccionando a su hermana.

– No le dejes adivinar tus sentimientos. Si no sabe lo que sientes, le gustarás más. No te separes el cuello del vestido de la garganta, ni te toquetees la ropa.

– Es que me aprieta el cuello.

– No tengo muy claro qué tipo de familia son. Son comerciantes; lo más probable es que no sean ratones de biblioteca como tú, conque no tendrán ideas muy modernas que digamos. Haz alguna que otra reverencia, sé respetuosa. Procura parecer chapada a la antigua. Y cuando sonrías, no enseñes los dientes, que queda muy ordinario.

A la hora convenida en punto, llegó Lo Dun acompañado de su madre.

Era un hombre delgado que le sacaba unos quince años a Yinan, con un semblante alargado y serio y una mancha de pelo canoso en la esquina izquierda de su frente, amplia y despejada. Lo Taitai parecía ser una vieja bruja de armas tomar, pero Junan se alegró de ver que caminaba a duras penas. No tardaría en morir. Yinan no tendría que sufrir mucho tiempo.

Durante las presentaciones, Yinan hizo una medida reverencia y clavó los ojos en el suelo. Junan, al verla, experimentó sentimientos encontrados. Por un lado pensó que ojalá Yinan no fuese tan tímida y desdichada pero, al mismo tiempo, imaginó que a lo mejor esa timidez complacía a la vieja. Lo Taitai estaba tan consumida que los tendones le sobresalían del cuello, pero actuaba como la típica persona acostumbrada a salirse con la suya.

Miró a Yinan de arriba abajo, posando los ojos en la cara, en la ropa, en los pies y en las manos. Junan se mantenía a la espera, confiada, pues había supervisado personalmente el aspecto de su hermana hasta el último detalle. Le había aplicado un poco de colorete en la cicatriz del shuidou y casi no se le notaba.

Lo Taitai se aclaró la garganta y habló.

– Nació en el año del Carnero -anunció, sin dirigirse a nadie en particular.

– De la Serpiente -la corrigió Yinan.

La vieja apretó los labios.

Junan lanzó a Yinan una mirada de advertencia, pero su hermana estaba escudriñando las vetas del suelo de madera. Ofreció té a los invitados y sintió un gran alivio cuando Yinan se excusó y fue a buscarlo.

Lo Dun se despidió cortésmente. El padre de Junan se mostró optimista. Pero una semana después de la visita, Baoding escribió más cortésmente aún para decirle que Lo Dun se había echado para atrás. No es que tuviera nada en contra de la familia, pero su anciana madre se oponía a la boda. No quería que su hijo se desposase con una mujer nacida en el año de la Serpiente; pensaba que una mujer Serpiente sería más complicada de la cuenta para su hijo. De haber sabido que Yinan era Serpiente, jamás habría accedido al encuentro.

Cuando Junan leyó la carta supo que a Lo Taitai le había desagradado Yinan por el mero hecho de haber hablado.

Le dijo a su padre que no se dejase afectar por el fiasco y continuase la búsqueda, pero él pensaba que habían quedado mal y que habían sufrido un desprestigio. Todas sus amistades estaban al corriente de ese intento.

Mandó llamar a Yinan.

– Lo Taitai ha decidido que prefiere una novia nacida en el año del Carnero -dijo.

– Sí, papá -contestó.

Yinan parecía, sin lugar a dudas, aliviada.

Viéndola, Junan se alegró en su fuero interno de que los planes de matrimonio no se hubiesen concretado. Tal vez habría que plantearse alguien más del gusto de Yinan, una persona que no la intimidase tanto. Pero Lo Dun era un hombre sólido y bien relacionado: un buen partido, se mirase por donde se mirase, tanto para Yinan como para la familia.

Junan se sintió obligada a hablar.

– Tienes que ser más flexible, meimei -le dijo a Yinan-. Recuerda que el junco flexible se dobla con el viento.

– Sí.

Las dos hermanas se quedaron mirándose varios segundos. De pronto Junan tuvo miedo. La estampa lívida e inmóvil del rostro de su hermana se ondulaba y difuminaba ante sus ojos, y era como si una pena insoportable se cerniera sobre las dos. Salió corriendo del cuarto.

Unas semanas después su padre le mostró a Junan otra carta.

Vigésimo segundo año de la República

17 de marzo

Primo y hermano:

En su día conociste a Mao Gao, en el negocio de la seda, en Nanjing. Han pasado muchos años desde que su primera y joven esposa muriese de meningitis. Hace poco que ha decidido volver a casarse y me he tomado la libertad de mencionarle a Yinan.

Si me permites una opinión, no veo nada de malo en que tu hija se case con un hombre que frisa los sesenta, como Mao Gao. Los hombres de edad aprecian a las niñas y ejercen sobre ellas una influencia edificante que les templa el carácter.

Por otro lado, también tengo en mente tu situación. Estoy al corriente de la inestabilidad que últimamente ha sacudido al mercado del algodón. Considero que Mao Gao está bien cubierto y que no sólo podría concederte préstamos para tus aspiraciones empresariales en el norte, sino unos contactos cruciales en la industria en un momento en el que seguramente los precisas. Te ruego que respondas cuanto antes pues les corre cierta prisa.

Con mis mejores deseos de suerte y prosperidad para el entrante año del Gallo,

Tu primo y hermano,

Baoding

– Es demasiado viejo -dijo Junan a su padre.

– Eres muy niña. Tú no sabes de esto.

Le explicó que Mao Gao era un comerciante de gran envergadura. No podía rechazar la oportunidad de vincularse a una persona así. Ya le había mandado un telegrama a su primo diciéndole que adelante.

Junan sabía que no debía manifestarse abiertamente en contra de su padre. Fue al cuarto de Mma y le mencionó el asunto. Estaba segura de que Mma anularía semejante plan.

Pero Mma se limitó a encogerse de hombros. Estaba tan vieja que cuando hacía ese gesto, parecía que los raquíticos hombros se le desprendían del cuerpo.

– Los hombres son todos unos perros -farfulló-. Y un perro viejo no deja pasar la oportunidad de hincarle el diente a un tajo de carne fresca.

Esa respuesta, toda vez que no expresaba disconformidad, equivalía a un visto bueno. Y si Mma daba el visto bueno, a Junan no le cabía objetar nada sin perder el decoro. Hizo una reverencia y fue a hablar con Hu Mudan. Tenía la sospecha de que Yinan había convencido a la lavandera de que no le almidonase ni planchase la ropa. Ahora que Yinan iba a casarse, había que atajar ese problema.

Luchó por reprimir otro ataque de pena tan violento que la dejó sin aliento. ¿Seguro que su padre y su abuela sabían lo que se hacían? No cabía duda de que, en muchos sentidos, ese matrimonio sería mejor que el suyo. Con Mao Gao su hermana llevaría una vida desahogada y, si daba a luz a un varón, recibiría cariño y respeto. ¿Se convertiría Yinan en la virginal víctima a sacrificar para salvar las finanzas de la familia? Trató de quitarse esa idea de la cabeza.

Su padre escribió a su primo, y éste le respondió diciendo que Mao Gao se mostraba favorable a la boda pero que quería ver una fotografía. Esto dio pie a una tormentosa serie de acontecimientos. El chipao rosa de Yinan había desaparecido misteriosamente. Junan interrogó a su hermana, a la lavandera y a la criada. Ninguna de las tres lo había visto. Echó pestes ante este nuevo contratiempo: Mao Gao era un hombre mayor y querría ver a su futura prometida vestida con un traje tradicional. Yinan, que andaba por la casa en pantalones y con una blusa hecha un asco, sólo tenía ese vestido. Junan le hizo probarse uno de sus chipaos, pero no le quedaba bien.

Tras hablarlo con Hu Mudan, Junan decidió que podían hacerle la foto con el vestido que había tenido previsto ponerse para su boda. Era un vestido occidental, pero femenino y caro. Junan se afanó con la cicatriz del shuidou que Yinan tenía en la frente y al final consiguió dejarle la piel tersa, aunque tuvo claro desde el primer momento lo que la fotografía terminaría mostrando: una chica vulgar y corriente, desgarbada bajo aquel disfraz, y con los rasgos afeados por el sufrimiento y la vergüenza.

El fotógrafo le pidió a Yinan que sostuviese una rosa de papel de tallo alargado. Mediada la sesión, se puso a tiritar. Cuando el fotógrafo hubo terminado, Yinan tiró a Junan de la manga y se fueron las dos juntas al cuarto de aquélla, donde se quitó el vestido y se puso la misma ropa que llevaba dos horas antes. Junan desvió la mirada mientras el cuerpo flacucho y aniñado de Yinan emergía de la reluciente seda amarilla para volver a desaparecer enterrado bajo aquella raída combinación de pantalones, camiseta, blusa y chaleco.

– Tienes que dejar de ponerte esos andrajos -dijo-. ¿Así cómo vas a conseguir que tu marido te desee?

Yinan dijo algo inaudible.

– ¿Cómo dices?

Yinan bajó los ojos. Por un momento Junan pensó que la conversación había terminado, pero entonces Yinan insistió.

– ¿En qué consiste?

– No te entiendo.

– Que te deseen de esa manera.

Junan le puso dos dedos debajo de la barbilla y le levantó la cara, frunciendo el entrecejo para ganar tiempo.

– ¿Para qué demonios quieres tú saber una cosa así?

Yinan sacudió la cabeza.

Junan sintió como si tuviese un pajarillo entre las manos. Las largas pestañas de Yinan rozaban sus mejillas.

– Está bien -dijo-. No pasa nada. Ya lo sabrás cuando te ocurra, digo yo.

– Tal vez no.

Junan sonrió con dulzura.

– Eso no es verdad. -Pensó en la pregunta de Yinan-. Es algo bueno -le dijo. Volvió a hacer una pausa-. Sirve para que tu hombre te pertenezca.

– Entonces, ¿tú le perteneces a Li Ang? -dijo Yinan con tono asustado.

– No -respondió Junan-. No seas ridícula.

Pero se preguntó si su hermana habría adivinado su secreto. En uno de los cajones de su arcón, bajo un montón de ropas, había escondido la caja de caramelos que le requisara a Yinan. Se los estaba guardando a Li Ang, para cuando viniese por Año Nuevo. Se dijo a sí misma que era imposible que Yinan lo supiese.

Las primeras veces que hizo el amor con Li Ang, había experimentado un momento de temor cuando él, vencida la cautela inicial, comenzaba a introducirse en su cuerpo, olvidándose de quién era ella. Sus esbeltos brazos y piernas nada podían contra la fuerza de su marido. Se zambullía en ella, como una barca lanzándose contra las olas, mientras ella se quedaba mentalmente en la orilla, contemplándolo todo. Pero al cabo de unos momentos había empezado a disfrutar de su forma de retorcerse y sacudirse, jadeando encima de su cuerpo, como si ella fuese la respuesta a una necesidad desesperada. Esa necesidad física le había procurado una sensación de poder.

Estaba deseando que llegase Año Nuevo. Se negaba a reconocérselo a Yinan, pero lo cierto es que quería tenerlo a su lado. La última vez que habían estado juntos había empezado a gozar del peso de su cuerpo encima del suyo, de la piel tersa y caliente que le cubría los músculos y los huesos, del movimiento de su cuerpo cuando respiraba. Esa última vez, cuando Li Ang le hizo el amor, Junan había comenzado a experimentar la sensación física de internarse en lo más hondo de sí misma. Después, despierta en la cama, analizó esa sensación. Amor no podía ser. Pero tampoco se parecía a nada que hubiese sentido antes. Y se dio cuenta de que sería imposible explorar a fondo ese anhelo sin contar con Li Ang: de que debía pedirle algo, siquiera tácitamente. Se hizo fuerte para no ceder a esa petición, a ese posible endeudamiento. Apretó los dientes y se enfrentó a su deseo. No acertaba a imaginarse en qué podría terminar aquello, ni cómo sería rendirse a esa ansia, darse por vencida.

En la casa comenzaron los preparativos para el año del Gallo. Era la primera vez que Junan se hacía cargo de la celebración de Año Nuevo y sintió vergüenza cuando se enteró de lo poco que tenían para gastar. Trató de compensar lo escaso del presupuesto escogiendo las azaleas rojas más brillantes y chillonas que encontró y los faroles más grandes. Apiló la docena escasa de mandarinas de modo que la pirámide pareciese mayor de lo que era realmente. Le dijo a Gu Taitai que comprase el cerdo vivo en el mercado y lo asase ella misma para ahorrar dinero. El tradicional pollo también lo cocinaría Gu Taitai. Hu Mudan dijo que tenía cómo conseguir un pollo y le prometió a Yinan que nadie tocaría a Guagua.

Una semana antes de la fiesta, Junan puso a macerar tres docenas de huevos en hojas de té, sal y anís. Compró papel rojo y puso a Yinan a trabajar con su pincel de caligrafía. Más tarde, al pasar por delante de su cuarto, la vio sentada en el suelo, haciendo un pájaro de papel y rodeada de banderolas ya listas que había extendido en el suelo para que se secasen.

La víspera de Año Nuevo, su padre las llamó a las dos desde la alcoba de Mma.

– Mao Gao ha dado su visto bueno a la fotografía -les dijo.

– Un perro viejo está a la que salta -murmuró Mma desde la cama.

Junan se vio incapaz de decir nada. Abrió la boca y la cerró. Pese a todos sus preparativos, la noticia la cogió por sorpresa. Por fin se le ocurrió una pregunta.

– ¿Cuándo será la boda?

– Después del Festival de la Cosecha.

Junan cayó en la cuenta de lo pronto que se marcharía Yinan. Dirigió la mirada hacia su padre y su abuela. Mma miraba al frente con sus ojos nimbados, casi ciegos. Su padre apartó la vista. Junan observó a su hermana. Yinan sacudía violentamente la cabeza adelante y atrás, una y otra vez, en completo silencio, como si se hubiese tragado algo y no lograse respirar. Entonces, salió corriendo de la habitación.

En algún lugar de la casa lloraba el pequeño Hu Ran.

Junan se excusó y salió detrás de su hermana. Apenas lograba pensar en algo. Hacía un buen día y el olor a tierra húmeda llenaba el aire. Se sentía ebria, como flotando, pero bajo esa sensación extraña se agitaba una marea de impotencia y dolor.

Yinan tenía la puerta de su cuarto cerrada. Junan llamó, pero no hubo respuesta.

– Meimei -dijo-. Meimei, soy yo.

Se inclinó sobre la puerta.

– Meimei -repitió-. Soy yo, jiejie.

Abrió la puerta.

Yinan estaba sentada en su escritorio, inclinada la cabeza sobre un montón de enseñas de Año Nuevo. Le temblaban los hombros.

– Meimei, deja que te ayude a recoger estos banderines, que se te van a mojar todos.

Sin dejar de temblar, Yinan asintió con la cabeza.

– Sí… Jiejie…

– No llores, meimei. Todavía estarás nueve meses en casa. Nueve meses es mucho tiempo.

– No… me obliguéis… a irme…

En un instante de vértigo, la habitación entera se nubló. Junan recobró la calma como pudo.

– Yo… yo también voy a echarte de menos, meimei, pero Nanjing tampoco está tan lejos. Tienes que casarte, debes casarte…

– Pero jiejie…

Llamaron a la puerta.

Junan levantó la vista. La forma de golpear -fuerte, imperiosa- le resultó familiar. Las dos hermanas se pusieron derechas y se giraron hacia la puerta, que se abrió al instante y reveló a un hombre apuesto, alto y ágil, vestido con un uniforme caqui. El hombre se quedó parado, como frenándose un poco para evaluar la situación. Junan dio un respingo. Era su marido. No lo veía desde su última visita, en otoño. Ahora le pareció un desconocido y, al mismo tiempo, de manera inquietante, una presencia familiar y grata. Notó que le latían las yemas de los dedos y que las mejillas se le ponían al rojo vivo. Sintió un súbito y feroz deseo de correr hacia él y abrazarlo con alivio.

En lugar de eso, lo saludo con la cabeza y le preguntó si había comido.

Aquella noche, cuando se quedaron solos, Li Ang le puso las manos en los hombros. A oscuras, no lograba verle el cuerpo, ni tampoco hizo por tocárselo, pero lo reconoció por la forma y el peso: el torso alargado, los hombros fuertes y definidos, como los del hombre que arrastraba el carrito del hielo. Ella apartó la cara. Aunque él tenía la piel muy caliente, de pronto Junan sintió un escalofrío: no supo si era por miedo o por deseo, o tal vez por prever esa avenida que se abría ante ella y que conducía al abandono. El aliento le olía a la comida que habían cenado: pollo con jengibre, huevos sulfurosos, pescado y aceite de sésamo. Por debajo de todo, subyacía su olor corporal, ya familiar; cuando Junan lo percibió, sintió una involuntaria distensión en la columna. Y él, como si lo hubiese notado, empezó a besarle la boca con ardor. Junan se zafó.

Li Ang se detuvo.

– ¿Qué pasa?

Su voz, tan grave y amable, la asustó.

No podía responderle.

Él le puso la mano en la nuca y empezó a acariciársela; con suavidad, como se acaricia a un niño triste.

– ¿Qué te pasa?

– Para… para… No me… -No podía ni hablar. Como no dejase de tocarla, se echaría a llorar.

Nunca había pensado en cómo sería vivir sin Yinan: sin el pestañeo de sus ojos, sin su rostro estrecho y hermético, sin la serena gravedad de su cuerpo cuando leía o dibujaba, sin la clara voz con que siempre formulaba preguntas imposibles o pueriles, sin el olor y el sonido de su respiración, ni el latido confiado de su corazón.

– ¿Qué pasa?

– Es por Yinan… -Sintió un escalofrío-. Yinan…

– ¿Qué le pasa a Yinan?

Seguía acariciándole el cuello, con dulzura y paciencia. Su tacto le recorrió el cuerpo entero y a ella le costaba contener los temblores.

– Está prometida. La van a casar… y entonces se marchará.

Se le entrecortó la voz. Avergonzada, apartó la vista y se esforzó en ocultarse. Pero él ya estaba consolándola, acariciándole el pelo. No debía ceder. Le estaba acariciando el pelo. Le pasaba la mano por el cuello y por la espalda. Estaban tumbados tan cerca uno del otro que nada habría podido pasar entre sus cuerpos; sintió el calor bajo la piel de su marido, cómo se le hinchaban las costillas, y luego se le contraían, con cada hálito. El techo y las paredes se cernían oscuros en torno a la cama. Xiaoxin, pensó. Xiaoxin. Más abajo, las manos y rodillas de Li Ang le iban abriendo las piernas. No alcanzaba a verle la coronilla cortada al cepillo. Le escrutó el semblante en busca de una expresión pero sólo acertó a distinguir una franja de blanco bajo las pupilas. Junan notó que se le aflojaban los resortes del cuerpo. Luchó por reprimir los gemidos que le entrecortaban la respiración; daba unos jadeos tremendos que la sacudían entera; volvió a evocar la imagen de Yinan, su hermana, moviendo impotente la cabeza adelante y atrás, preguntándole cómo era eso de ser objeto de deseo.

Se estrechó contra él en busca de su peso, deseando enterrarse.

Después se quedó dormida, con la cabeza pesada y la boca abierta, respirando larga y profundamente. Tenía un mechón de pelo húmedo pegado a los dientes. Li Ang, tumbado a su lado, observaba el humo que se desenroscaba de su cigarrillo. A veces no sabía qué pensar de su esposa: una mujer tan celosa de su intimidad, tan reacia a perder el control. Cuando la oyó soltar su involuntario grito de placer, tan crudo, tan inesperado, fue como si se abriese un canal dentro de él. Volvió a sentirse un muchacho, el chico de los recados, de pies ligeros y rebosante de energía, porfiando en despejarle el camino al cabo Sun. Lo revivió todo: la visión fugaz de la granada, la rápida noción de lo que debía hacer, el instante de posibilidad, de destino abierto ante sus ojos. Su propio temple al poner a Sun fuera de peligro de un empujón. El fogonazo de luz cenicienta al explotar la granada. Y, acto seguido, la sensación de ingravidez, el vacío de su espalda. Los gritos del cabo llamando al médico. Y las palabras que le dirigió:

– Esa granada iba dirigida a mí, muchacho. Aguanta con vida, que después de lo que has hecho te ayudaré para siempre.

Le picaban las cicatrices del hombro, pero no quiso moverse por miedo a despertarla. Recordó la mirada que le echó su hermano, tierna y a la vez desdeñosa, el primer día en que se presentó en casa con su uniforme de teniente. Se preguntó cómo le estaría yendo a Li Bing en la universidad de Pekín. Pensó en la voz quebrada de Junan: «y entonces se marchará…». Tuvo la impresión de que Li Bing jamás había estado más lejos.

– Mujer -dijo. Y después-: Junan.

No hubo respuesta. Se quedó esperando unos instantes, con una extraña sensación de desconsuelo. Finalmente estiró el brazo y apagó el cigarrillo.

A todo esto, el cuerpo exánime y durmiente de mi madre encerraba un secreto: en aquel instante de flaqueza, me habían concebido. Al bajar mi madre la guardia, su útero se había abierto y la simiente de mi padre se había introducido en ella como una exhalación. Mi madre salió de cuentas y nací a comienzos de la primavera de 1933, el año del Gallo, escasos días después de que mi bisabuela Mma exhalase su último y rencoroso suspiro -ahorrándose con ello la decepción que le habría supuesto el nacimiento de otra niña- y su alma abandonase su cuerpo envuelta en un revuelo de alas de murciélago. Entonces se elevó a gran altura y se quedó flotando sobre la casa antes de esfumarse, con su último suspiro, rumbo al otro mundo.

Como nací en una fecha tan cercana a la muerte de Mma, mi madre tenía miedo de que el alma tenebrosa y testaruda de mi bisabuela se me pegase y me siguiese de por vida. Así que me puso un nombre que le resultase irreconocible, un ideograma que ni la familia Li ni la Wang usaban. Me puso Hong, palabra que significa rojo, el color de la vida. Una palabra para apartarme de Mma y de todo lo que le incumbía. Una palabra simple para dotarme de mi propia fuerza: tan vulgar y tan sencilla que habría podido ser una campesina. El plan onomástico de mi madre tuvo éxito. Nunca tuve pesadillas ni hube de escuchar el eco de la voz refunfuñona de Mma. Por otro lado, tampoco salí a mi bisabuela. De los atributos más engorrosos de Mma -tales como la mezquindad, el estreñimiento y la cólera solitaria- lo único que heredé fue el insomnio.

Incluso en unos años tan apacibles como aquéllos, me costaba conciliar el sueño. Todas las noches subía a mi cuarto y daba comienzo un prolongado ritual que mi madre había diseñado con el objeto de mandarme al país de los sueños. En primer lugar, mi querida ayi, Yinan, me leía la traducción de algún cuento del libro de los hermanos Grimm mientras los rayos anaranjados iluminaban las páginas de su manuscrito. A través de la única ventana de mi cuarto, que daba al patio, veía cómo se hacían más intensos los colores del cielo y se desteñían en los muros, sepultando el jardín en sombras violetas y añiles. Aún no había cumplido cuatro años, era demasiado pequeña para entender los cuentos, pero así y todo le suplicaba que me los contase. Me encantaba ese ratito con Yinan. Me encantaba la manera en que me hacía partícipe de todo, sosteniendo el manuscrito de modo que yo pudiera verlo, por más que no conociese ninguno de los caracteres. Leía despacio, dejándome flotar dentro de su voz queda y escuchar el sonido de las palabras.

«Había una vez una pobre viuda que vivía en una cabaña. Tenía dos rosales en su jardín, uno blanco y uno rojo. Y dos hijas que eran como los rosales, por lo que una se llamaba Blancanieves y la otra Rosarroja. Eran unas niñas buenas y felices, laboriosas y alegres, aunque Blancanieves era más dulce y más callada que Rosarroja. A Rosarroja le gustaba jugar al aire libre, coger flores y cazar mariposas; Blancanieves, por el contrario, se quedaba dentro de casa haciéndole compañía a su madre y ayudándola en las tareas del hogar.»

Al llegar aquí se detuvo y colocó la mano en la página con aire pensativo.

– Sigue, Ayi -le rogué.

«Blancanieves y Rosarroja se querían tanto que en cuanto salían de la casa se cogían de la mano. Blancanieves decía: "Nunca nos separaremos", y Rosarroja respondía: "No, mientras vivamos". A lo cual su madre añadía: "Todo lo que tengáis, debéis de compartirlo la una con la otra".»

Yinan tenía algo especial. Conocía hasta el más ridículo de mis miedos y la más egoísta de mis fantasías, y todos ellos le encantaban. En esas veladas me sentía más cercana a ella que a nadie en el mundo. Cuando terminó de leer ya era casi de noche. Nos quedamos sentadas, las dos juntas, al amparo de nuestra tienda de luz amarilla.

Oímos las pisadas de mi madre en las escaleras antes de que entrase en la habitación, alta y severa.

– Xiao Hong -dijo, frunciendo el ceño-. Pequeña Hong, ¿todavía estás despierta?

Yinan sonrió.

– No se duerme ni aunque le lea los sutras.

En aquella época, Yinan y yo siempre tratábamos de hacer reír a mi madre. Yo había aprendido a hacerle gracia con mis comentarios acerca de los criados y de mi amiguito Pu Li, cuyo padre, el teniente Pu Sijian, era el mejor amigo del mío. Pu Li era un niño muy simpático con una mentalidad un tanto monótona que a todos nos resultaba muy divertido. Yinan me azuzaba.

– ¿Qué ha hecho hoy Pu Li? -me preguntó-. ¿Ha tenido que volver a atarse un cordel al dedo para recordar con qué mano se cogen los palillos?

Después de sonreímos todos, mi madre comentó:

– Siempre estás burlándote de Pu Li. ¿Por qué no te metes con Hu Ran?

Decía que le parecía cómico que Ran me llamase «señorita» cuando nos pasábamos todo el día jugando y peleándonos como hermano y hermana. Pero me daba la impresión de que mi madre, en el fondo, consideraba apropiada tal formalidad. Una vez me dijo que Hu Ran tenía un cutis de campesino.

– A ver si es que está enamorada de él -dijo, mirando de reojo a mi tía.

– ¡No te burles de mí! -grité.

Entonces mi madre sí que se rió. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada que le salió del alma. A pesar de haberme picado, obtuve el placer que tanto esperaba, la visión de su garganta blanca y de sus hermosos dientes perfectamente alineados: el placer de constatar que era la mujer más guapa del mundo. Yinan pensaba lo mismo: se lo vi en los ojos. Luego nos quedamos calladas, escuchando la noche.

– No te enfades, Xiao Hong -dijo mi madre-. Justo antes de dormir, no, que es malo para la digestión.

Me arroparon bien y me cantaron una nana.

Iba yo por la ancha vereday te cogí de la manga…No me odies, ni despreciesjamás a un viejo amigo.Iba yo por la ancha vereday te cogí de la mano…No me odies, ni despreciesjamás un amor sincero.

Entonces mi tía me dio un beso y mi madre otro, y me dejaron sola. Pero no me dormí. Ya había empezado a pasarme las noches en vela. Me llegaban ruidos sordos del piso de abajo: el leve cloqueo del pollo Guagua, la voz de mi madre hablando, el disco de piano que había puesto mi tía. Yo no sabía qué música era aquélla, pero muchos años después, en unos grandes almacenes de otro continente, solía oír la misma melodía y la reconocía, recordaba el eco de esas mismas notas en una noche de verano, brotando de un disco rayado y diluyéndose en tristeza. Me venían a la memoria las voces apagadas de los criados chismorreando en el patio y, si escuchaba muy atentamente, los chasquidos de las pipas de sandía saladas que partían con los dientes. Recordaba esas noches de mi niñez, confinada en una familia y en un mundo que parecía absolutamente seguro.

Como todo niño, nací en mitad de una historia que me era desconocida, y me criaron para que no supiera nada, tranquila en el centro de todo. Pero mis ojos captaban vislumbres de esa historia. Una noche, cuando todos ya se habían acostado, me pareció oír pasos bajo mi ventana. Me incorporé y eché un vistazo. Pero no vi nada. El patio estaba oscuro y en silencio. Entonces alcancé a ver fugazmente el aleteo blanco de su camisón escabulléndose escaleras arriba en dirección al ala de la casa donde nada había cambiado desde hacía doce años, los aposentos que pertenecieran a mi abuela Chanyi.

La mañana siguiente vi a mi madre zurcirle a mi padre el siete que se había hecho en la manga de la chaqueta. Los fines de semana le hacía traer a casa toda la ropa que se hubiese roto o descosido para remendársela personalmente y que pudiese llevársela de vuelta a la semana siguiente. Era como si la pila de ropa zurcida que lo esperaba fuese la garantía de que habría de volver sano y salvo. Mi madre no dejaba que nadie más le arreglase sus cosas. Ahora se aplicaba a su labor con meticuloso esmero, metiendo y sacando la aguja de la bocamanga de la chaqueta con tanta precisión que las puntadas se entreveraban imperceptibles en la trama de la tela. Tenía varias bobinas de repuesto, de seda y de algodón, exactamente del mismo tono marrón saltamontes de su uniforme.

– Anoche vi a Ayi fuera, en camisón -dije-. Subió al cuarto cerrado.

La aguja de mi madre se detuvo casi imperceptiblemente.

– No importa, Hong.

– Pero es que la vi -insistí-. Parecía triste.

Mi madre sacudió la cabeza con gesto impaciente.

– Xiao Hong -dijo-, voy a darte una clave para ser feliz en la vida: no te tomes en serio todo lo que veas.

Al agachar la cabeza para hacerle un nudo al hilo, percibí una mueca de preocupación en su rostro.

Según me contó Hu Mudan, había sido mi abuelo quien pidió posponer la pedida de mano de Yinan. Quería guardar el debido luto a Mma. Propuso el aplazamiento al poco de nacer yo, durante una visita del novio. Mao Gao era un hombre fornido de estatura media, cuyas mejillas sonrosadas y ojillos penetrantes lo hacían parecer más joven de sus cincuenta y siete años. Rezumaba una energía salvaje, tan montaraz como un olor, que quedaba de manifiesto en cualquiera de sus actos. Devoró en un instante un plato enorme de bolas de cangrejo hervidas. Mientras esperaba a que le trajesen más comida, en lugar de quedarse quieto, se puso a escudriñar la habitación entera con ojos raudos; a Yinan la miraba con idéntico y brusco interés. Hu Mudan sentía una íntima curiosidad: le parecía rarísimo que un hombre con semejante energía no se hubiese vuelto a casar. Pegando la oreja, se enteró del porqué. Mao Gao le contó a mi abuelo que tras la muerte de su esposa se había dedicado a expandir sus negocios, consagrando todas sus horas de vigilia a la financiación, diseño y construcción de nuevas fábricas. Quería que su familia se hiciese con la hegemonía del ramo. Ahora sólo le quedaba engendrar hijos varones.

Mao Gao accedió al aplazamiento. A decir verdad, explicó aprovechando que Yinan había ido por más té, lo mejor sería esperar al año siguiente. Por aquella época tenía previsto viajar al norte a abrir dos fábricas más.

– Gongxi, gongxi, enhorabuena -dijo mi padre-. Es usted la única persona que conozco que se atreve a expandirse tan cerca de los japoneses.

Mao Gao se limitó a encogerse de hombros.

– No le veo el riesgo -contestó-. Me estoy planteando cerrar dos de las cuatro plantas de procesado que tengo y llevarme el negocio a mis fábricas de Shanghai, que son más modernas. -Se puso derecho, como si se dirigiese a un público más numeroso-. En esas dos fábricas la maquinaria es japonesa y produce un tejido de mayor calidad que el de mis fábricas chinas, y en la mitad de tiempo -dijo-. La superioridad de la tecnología extranjera es incuestionable.

Se hizo el silencio y Hu Mudan se preguntó cómo iba a responder mi padre a eso. Ella reconocía a un colaboracionista a la legua. Mao Gao prosiguió:

– Debería existir, como dicen algunos, un «círculo de mutua prosperidad asiática». Más nos valdría aliarnos con los japoneses que con los británicos o los franceses. Los británicos no hacen más que saturar el mercado de productos baratos procedentes de sus colonias. Debemos unirnos contra los blancos. Por lo menos, los japoneses son asiáticos como nosotros. Mucho más preferibles.

Mi abuelo se miraba las manos.

A todo esto, mientras Mao Gao hablaba, los aperitivos que había preparado Gu Taitai seguían desapareciendo entre frase y frase: otra ronda de suculentas y rugosas bolas de cangrejo, que olían a vapores marinos; un plato de pinzas de bogavante; un plato de tartitas de arroz dulce. Yinan corría de aquí para allá con las bandejas de comida y té, mordiéndose la lengua mientras se esforzaba por sostener en equilibrio los platos y las copas. Más tarde, después de que Mao Gao se fuese y Yinan hubiese roto a llorar, mi madre le dijo:

– ¡Cómo come ese hombre! Dos platos hasta arriba de dianxin de cangrejo y no ha dejado ni las cáscaras. Cuando estéis casados, más te valdrá que no lo dejes comer con esa ferocidad alimentos tan estimulantes.

¿Hacía mal Junan en actuar como si su hermana esperase aquel matrimonio con ilusión? Hu Mudan no sabía responder a eso. Por otro lado, tampoco habría estado bien dar pábulo a la infelicidad de Yinan. Mi madre tenía la obligación de instruirla en la disciplina del matrimonio. Por aquel entonces mi madre ya se tenía por una experta en el arte de conservar y manejar a un marido.

Decía que no amaba a mi padre, pero cualquiera se daba cuenta de que no era cierto. Hasta la lavandera, que se fijaba en las minúsculas puntadas que mi madre daba en las mangas desgarradas de las chaquetas de su marido y en los botones, cosidos a conciencia. La mujer se llevaba un rapapolvo por la más mínima manchita o tacha que apareciera en el uniforme. Gu Taitai había aprendido a comprar por sistema, los fines de semana, las comidas favoritas de mi padre. En la cocina, Weiwei hacía comentarios malévolos sobre el humor de mi madre, que mudaba de acuerdo con las visitas de su marido.

Hu Mudan no decía nada. Ella, que conocía a mi madre desde la cuna, veía mucho más. Bajo esas gélidas facciones de marfil, veía la misma actitud posesiva que fuera la perdición de Chanyi. La percibía en todo lo que hacía mi madre. Los zurcidos, precisos y minuciosos, las comidas especiales, la excursión que hizo en persona al sur de la ciudad para hacerse con un valioso manojo de hojas primiciales del té favorito de mi padre, los furibundos sonidos que se oían por la noche procedentes de su dormitorio… Todas estas cosas la delataban. Mi madre aseguraba que todas esas labores las hacía por puro sentido del deber. Pero la palabra deber implica una tediosa monotonía, un vacío, la idea de limitarse a cumplir diariamente con las obligaciones propias de su rol. En cambio, mi madre, pienso yo, llevaba a cabo su tarea como si ejecutase números de magia. Consagraba todas sus energías a tejer hechizos, a fabricar hilos invisibles de confort y rutina destinados a hacer que mi padre no dejase de volver corriendo a su lado.

A resultas del aplazamiento, Yinan siguió soltera hasta bien pasada la edad en la que se casaban la mayoría de las mujeres. En mis recuerdos de infancia, mi tía, a sus veinte años, seguía esperando unirse a un hombre que no le gustaba. No es de extrañar que se volviese un poco rara. Hoy sé que sus traducciones de cuentos de hadas eran innecesarias: los hermanos Grimm ya estaban traducidos al chino. Pero ella se pasaba horas enfrascada en esos cuentos, y en su caligrafía. Aun siendo yo tan niña, ya percibía la avidez con que se refugiaba en ese otro mundo de la página manuscrita, zambulléndose en él durante horas y horas, y emergiendo de las profundidades con la mirada perdida pero limpia de ansiedad y tristeza.

Yinan quería otro profesor particular para ocupar sus largos meses de espera. Mi abuelo señaló que no podía permitirse sufragar más clases; Deng Xiansheng se las había dado gratis. Pero mi madre, para variar, dio con una solución práctica que complació a todos. Le preguntó a Charlie Kong si podría solicitar los servicios del hermano de mi padre, al que habían expulsado de la universidad de Pekín y estaba viviendo, como antes, encima de la papelería de su tío. Mi madre señaló que en la casa había espacio de sobra y que Li Bing podría dedicar su tiempo libre a profundizar en sus estudios.

Mi madre estipuló unas cuantas responsabilidades. Li Bing tendría que darle clases de caligrafía, historia e inglés a Yinan. La ayudaría en sus traducciones y también se ocuparía de ciertas tareas de contabilidad para mi abuelo. Del resto de su tiempo podría disponer a su antojo. Lo habían expulsado de la universidad por manifestarse en contra de las clases obligatorias que el Ministerio de Educación había impuesto bajo coacción del gobierno. Pero podría proseguir sus estudios en nuestra casa, e incluso matricularse en la Universidad de Hangzhou. De esa forma, mi madre le conseguía un profesor particular a Yinan y le echaba otro lazo a mi padre.

Tenía pensado contratar a Li Bing independientemente de cuáles fuesen sus modales. Pero cuando vio a su cuñado, le gustó en el acto. Era un hombre flacucho y desmañado. Del cuello deshilachado de su chaqueta brotaba una garganta fina, con una nuez protuberante. Tenía un pésimo porte y lo miraba todo a través de sus gafitas redondas con una permanente expresión de mordacidad e inteligencia.

No se parecía a mi padre en nada, aunque puede que mi madre y mi tía le encontrasen cierta semejanza misteriosa. Recuerdo lo bien que se llevaban. Se pasaban horas sentados, en ocasiones también con mi padre, comentando afablemente sus lecturas, empezando por los viejos poemas que le enseñaba a Yinan y pasando después a las novelas modernas, a los periódicos y, por último, a las noticias internacionales. Mi madre disfrutaba de la agudeza y sarcasmo de Li Bing, aunque su encanto se viese atemperado por lo que ella consideraba una divertida rigidez moral. Por ejemplo, se mostraba incapaz de debatir sobre las relaciones entre hombres y mujeres sin establecer abstractos paralelismos con cuestiones menos personales.

Una noche en que mi padre estaba en casa se quedaron todos sentados en el patio hasta bien pasada la hora de irme a dormir. Hu Mudan y yo rondábamos por las inmediaciones; yo porque nadie me había mandado a la cama y Hu Mudan por si mi madre le pedía algo. Cuando mi padre mencionó la cerveza, mi madre sacudió la cabeza enérgicamente. Li Bing asintió en señal de aprobación.

– Qué bien -le dijo a mi madre- que Li Ang tenga una mujer como tú.

Mi padre tosió al darle una calada al cigarrillo.

– ¿De qué hablas?

– Pienso que a China le vendría bien que sus soldados se casasen con mujeres a las que no pueden convencer de que los sigan en cualquier empresa.

– ¿Tú crees?

– Ya sabes a qué me refiero. La mayoría de las mujeres dan más y más cosas. Más de la cuenta. Sus palabras enseguida pierden todo significado. En cierto modo son como nuestro país, que permite que los extranjeros se lleven más y más cosas. La mayoría de las mujeres se someten fácilmente. Educan a sus hijos en la debilidad. Tú, Junan, eres diferente. A lo mejor tu hijo pertenecerá a una nueva generación: un héroe chino.

Mi madre cambió de tema.

– Yinan, no leas al anochecer. Es malo para la vista. Y tú, Hong -continuó-, ya es hora de irse a dormir. -Sonaba distraída; no insistió más, así que me quedé donde estaba. Entonces se dirigió a Li Bing-. ¿Y tú, qué? -le preguntó-. Si el matrimonio es tan bueno para tu hermano, ¿qué pasa contigo?

Li Bing alzó la barbilla.

– No me interesa el matrimonio -respondió-. Tengo otras metas en la vida.

– ¿Como cuáles?

– Como preservar la dignidad de nuestro país.

– Quizá tú también deberías casarte para ayudar a crear un héroe chino.

– Exacto -dijo mi padre-. A China le vendría bien un chorro de tu semilla heroica.

Entonces habló Yinan. Se habían olvidado de que estaba allí. Habló sin levantar los ojos de su manuscrito, que sostenía a escasos centímetros de la cara.

– ¿Sabéis una cosa? -dijo-. A veces pienso que unos países son como mujeres y otros como hombres.

Mis padres se miraron entre sí.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Li Bing.

– Las mujeres son neiren, seres de interior, y lo propio es que estén dentro de casa. Los hombres son wairen. Su sitio está en el exterior.

Mi padre se volvió hacia ella con gesto intrigado.

– ¿Y China y Japón, qué?

– China es mujer. Japón es hombre. Es agresivo, echa abajo la puerta de la casa de ella y la ataca para violarla.

Por un instante nadie respondió nada. Li Bing se ruborizó. Entonces mi madre dijo:

– Francamente, no sé de dónde se saca esas ideas tan espantosas. Yo jamás le he contado nada por el estilo.

Li Bing recobró la compostura. Dedicó a Yinan una de sus miradas inquisitivas e inteligentes, y le preguntó con delicadeza:

– De modo que ahora Japón está aporreando la puerta. ¿Qué debería hacer la pobre China?

– No lo sé. -Yinan se quedó pensando-. Podría buscar a un hombre fuerte que se pusiese de su parte y echase a Japón. Pero si no hay tal hombre, creo que debería dejarlo entrar y aprender a convivir con él.

La risa silenciosa de mi padre produjo una bocanada de humo.

– ¡Yinan! -exclamó mi madre-. No tienes ni idea de lo que dices.

– ¿Qué quieres decir, meimei? -preguntó Li Bing-. ¿Te parece que en semejantes circunstancias la mujer debería dejar que ese desconocido se le metiese en casa y viviese con ella?

Yinan clavó los ojos en el manuscrito.

– Sí. Al fin y al cabo, ¿qué más da?

– ¿Te importaría explicarnos a qué te refieres? -insistió Li Bing con tacto-. Nos gustaría entenderlo.

Yinan dirigió la mirada a una mancha del suelo.

– Es algo así -dijo-. El otro día, jiejie, estabas hablando con Hu Mudan, y Weiwei me preguntó si podía ir a la ciudad. Su amiga Jing, que trabaja en la casa del viejo Chen, iba para allá y Weiwei quería acompañarla.

– Hizo bien en preguntar -dijo mi madre.

– El caso es que yo sabía lo mucho que deseaba ir. Ya sabes que el viejo Chen está pensando en marcharse y que Weiwei y Jing son amigas desde hace años. Querían hablar. Pero yo sabía que querías que todo el mundo se quedase en casa a trabajar en el jardín. Y también sabía que podrían hablar después, por la tarde. Conque le dije que no. Y Weiwei salió de la habitación. Pero en el último momento levanté la vista y, según cruzaba el umbral, la vi volver la cara y mirarme con el ceño fruncido, como si me odiase a muerte.

Mi madre meneó la cabeza.

– Esa chica…

– Sigue -le dijo Li Bing a Yinan.

– Bueno, pues es que he estado pensando. Mma solía dirigir esta casa y supervisar al servicio. Pero, al hacerse vieja, realmente eras tú, jiejie, quien llevaba la casa.

– Sí, sí.

– Pero año tras año, todo este tiempo, ¿quiénes son los que han vivido aquí y han hecho todo el trabajo? Gu Taitai, Weiwei, Gongdi y los demás. Luego, me pregunto si verdaderamente les importa quién sea el amo. Ellos son siempre los siervos. Trabajan para nosotros, pero ¿cuánto les importamos? Yo amo a Weiwei, pero ¿me ama ella a mí? ¿De verdad le importa al siervo quién sea su amo?

Li Bing enarcó las cejas. Mi madre le ofreció otro cigarrillo.

– Gracias. Me estáis malcriando, vosotras dos. En la universidad no me podía permitir fumar tanto.

– Faltaría más, tú también tienes que participar del botín de cigarrillos del general -dijo mi madre. Sonrió a mi padre, pero éste ya se había abstraído de la conversación y estaba abismado en sus propios pensamientos.

Li Bing probó a lanzarle un anillo de humo a la luna, que ya trepaba por el cielo.

– Jiejie, tú y tu hermana sois dos mujeres extraordinarias.

– He de reconocer que a veces meimei me sorprende.

Li Bing asintió con la cabeza.

– Tú y tu hermana sois dos flores completamente diferentes nacidas del mismo tallo.

Hablaba a través de una nube de humo. Costaba verle la cara a la luz del crepúsculo; sólo se distinguían los dos círculos de vidrio de sus gafas y el humo que ascendía por el sendero de luz que discurría ante ellas, recogiendo minúsculas motitas de luz.

– Dime, jiejie -le dijo Li Bing a mi madre-, si Japón fuese un hombre aporreando tu puerta, ¿le abrirías?

– Jamás.

– ¿Y si lograse entrar?

Mi madre miró por encima del muro del jardín, hacia las ramas de la morera.

– Si lograse entrar, lo envenenaría.

La marcha del acaudalado Chen, acompañado de su hijo Da-Huan, se vio eclipsada por el escándalo de la declaración de amor de éste. El objeto de su amor era una conocida de mi madre llamada Yang Qingwei, una chica de unos veinticinco años, muy callada y de rostro dulce y pálido, que nunca se había casado porque de adolescente había padecido de tuberculosis. Chen Da-Huan anunció que quería casarse con ella, pero el viejo Chen le prohibió casarse con una mujer de mala salud. Chen Da-Huan, que siempre había sido un hijo obediente, se despidió de su amada y partió con su familia hacia el oeste.

Hu Mudan se preguntaba si mi familia también se iría. Pero mi abuelo no tenía la menor intención de marcharse. Su deseo era permanecer en Hangzhou y vigilar lo que le quedaba de sus negocios de algodón. Mi madre no protestó pues mi padre estaba destinado por allí cerca. Así que, después de que los Chen dejasen la ciudad, las cosas siguieron prácticamente igual que antes. Li Bing continuó dándole clases a Yinan, que, alentada por aquél, empezó a escribir poesía como entretenimiento. De sus bolsillos salían revoloteando trocitos de papel. Mi madre decía, en plan de broma, que como a alguien más de su entorno le diese por la literatura, ella se negaría en redondo.

Ahora que el ambiente familiar estaba tan animado, mi padre nos visitaba en cuanto podía. Siempre me traía un regalo: una galleta, un monederito o una caja de dulces de ajonjolí. Cuando llegaba la hora de mi cena en la cocina, se llevaba a mi madre a cenar a Lou Wai Lou, un restaurante famoso por sus especialidades de pescado y pollo al loto. Salían a la calle por la puerta principal, mi padre con su uniforme recién planchado y mi madre con su espigada figura y su andar garboso, la acompañante perfecta. A diferencia de muchas chinas, sabía cómo vestirse al estilo occidental. Al tener la cabeza pequeña, le quedaban bien los sombreros; las líneas sueltas y estilizadas de las faldas y las blusas ponían de relieve su donaire y confianza en sí misma. Cuando Gongdi, el chico de los recados, se la quedaba mirando, fingía no darse cuenta. Pero yo sabía que estaba al tanto de su admiración, y también de la de mi padre, a quien observaba por el rabillo de sus ojazos.

Esa primavera mi padre se afilió al Kuomintang y en verano lo ascendieron a capitán. El ascenso vino acompañado de un cambio de tarea: tendría que ocuparse de entrenar un verdadero batallón a las órdenes de Sun Li-jen. Era la misión que había estado esperando.

Ese fin de semana llegó a casa con su uniforme nuevo. Lo recuerdo de pie ante nosotros, todo orgulloso. Sólo de verlo se mareaba uno. Corrí para aferrarme a sus piernas y mi madre lo estrechó entre sus brazos.

– ¡Felicidades! -le dijo-. Gongxi, gongxi. -Entonces se inclinó hacia mí, transformada la cara en una radiante máscara pálida, y me ordenó-: Xiao Hong, ahora tienes que irte.

– No me importa -dijo mi padre-. Por mí puede quedarse.

– De eso nada. Hong, ¿por qué no vas a ver qué hace tu tía?

Años después, Hu Mudan trataba de explicármelo.

– Desde de que tu padre empezó a ascender en el escalafón, las cosas ya no fueron las mismas entre los dos.

Esta parte de la historia sólo me cabe imaginarla. La niña que yo era entonces salió del cuarto tan campante, sin el menor pesar, mientras la historia, a puerta cerrada, seguía su curso.

Junan lo rodeaba con los brazos. Bajo el olor a cuero y ropa nueva, percibió el aroma intenso y consabido de su cuerpo. Se quedó quieta, deseando que la llevase al dormitorio.

– Vamos a pasear junto al lago -le susurró él al oído.

Se mordió el labio para reprimir la decepción. Su marido quería exhibir su uniforme delante de todo el mundo. Junan se puso su mejor vestido y su mejor abrigo, y salieron de la casa juntos.

Cogieron una calesa hasta el lago y echaron a andar por el paseo. El aire primaveral era frío; los rayos alargados de la tarde cabrilleaban en el agua calma. Iba fijándose en el reflejo de la luz pálida en las caras de los transeúntes y le pareció que observaban a su marido como si se hubiese transfigurado. Lo miraban y veían a un hombre poderoso. Comprendió que, efectivamente, se había transfigurado; a efectos prácticos, era otro hombre. Al hacerse cargo de eso, tuvo un mal presentimiento. El ascenso de su marido traía consigo una amenaza de cambio.

En el restaurante, mientras comían pescado con verduras, se condujo con tanto tiento como si manejase porcelana. Pese a ser consciente de sus armas -su hermoso rostro, su cuello, sus uñas iridiscentes y estilizados dedos-, tenía la sensación de ir a hacerse añicos en cualquier momento. Le sirvió una segunda copa de vino, dejando, con un preciso golpe de muñeca, que la luz de la lámpara brillase pálidamente a través de la taza de porcelana traslúcida, antes de que la elegante silueta de su brazo desapareciese por la ancha bocamanga de su vestido. El vestido, de raso color crema y bordado con peonías escarlata y rosa pálido, subrayaba el contorno de su cuerpo. Mientras comían, él la miraba repetidamente, y ella ansiaba con toda el alma que su marido la desease.

Finalmente volvieron a casa. Había ventilado la habitación y la había dejado preparada para ellos dos, con la colcha de seda doblada y retirada de la cama. Él le indicó con un gesto que no encendiese la lámpara. La luna, llena y resplandeciente, iluminaba toda la estancia de manera que podían verse las respectivas siluetas recortadas contra un fondo de luz pálida y sombra. Su marido fue hacia el lado de la cama de ella. La rodeó con los brazos, sus dedos se atarearon en los alamares de satén para desabrocharle el vestido, y se tumbaron juntos.

Después de hacer el amor, Li Ang encendió un cigarrillo. A Junan no le gustaba que fumase en la casa, pero esa vez se lo permitió. Li Ang se repantigó en los almohadones y se puso a fumar con una expresión radiante y optimista.

Le explicó a Junan todos los pormenores del ascenso. Le subirían el sueldo; gozaría de más privilegios y tendría mayor responsabilidad. Le habló de la amenaza de invasión japonesa. Estaba tan emocionado que se incorporó y se sentó derecho. Ella permanecía echada, escuchándole y asintiendo con la cabeza.

Al cabo de un rato, Li Ang volvió a recostarse y se puso a soltar anillos de humo en dirección a la lámpara.

– A lo mejor esta vez, sí -dijo.

– ¿Cómo?

– Que a lo mejor esta vez sí que sale bien.

Junan detectó un nuevo tono de franqueza y determinación en su voz. Se le pusieron las manos frías. ¿Qué es lo que quería su marido? ¿Con qué la iba a pillar desprevenida? El nuevo matiz autoritario de sus palabras la puso en guardia. Oyó su propia voz, apacible y calma.

– ¿A qué te refieres?

– Pues a que, bueno, después de esto, ya sólo falta, para que todo sea perfecto, tener un hijo.

Sabía que ahora debería tocarlo, ponerle una mano en el brazo o en el pecho, pero sus palmas y sus dedos, húmedos y temblorosos, delatarían la violencia de sus sentimientos. Se quedó tumbada en su lado de la cama, casi cerrados los ojos, atisbando bajo las pestañas el túnel alargado que formaba su propio cuerpo bajo el edredón. Muy apagada, como un eco, oyó la voz de su hermana, ronca de fiebre, y sus palabras quejumbrosas: «Si yo hubiese sido niño». Sintió que una presencia se cernía sobre el cuarto; la noche batió sus alas negras por encima de sus cabezas.

Finalmente supo que podía hablar sin descubrirse.

– Mi padre quería un hijo -dijo.

– ¿Y tu madre? -preguntó él.

– Mi madre… también.

– Me preguntaba yo si… No es que yo lo piense, de ninguna manera, pero… ¿Crees que es posible que en tu familia las mujeres padezcáis algún tipo de infertilidad?

– ¿A qué te refieres?

Junan dio gracias a la oscuridad por ocultarla.

– Bueno, tus padres estuvieron casados muchos años. Pero tu madre sólo dio a luz dos veces, y las dos fueron niñas. No digo que tengas nada raro, y en cuanto a tu hermana, sólo es un poco fantasiosa, pero me pregunto si…

– Eso es ridículo -dijo Junan-. No hay forma alguna de demostrar que el sexo de los hijos sea un rasgo que se transmita de madres a hijas.

– Probablemente no. Pero es lo que he oído.

– Lo que tú has oído es la típica milonga que cuentan las viudas viejas y las mujeres amargadas. ¿Desde cuándo las tienes de consejeras?

Y ahora, galvanizada por la conmoción, se obligó a sonreír para que la forma de su sonrisa le modulase la voz. Se cogió un gélido mechón de la espesa melena y le hizo cosquillas en el brazo hasta que Li Ang se rió y alargó el brazo para tocarla. Pero una losa enorme se le había alojado en el pecho y a duras penas conseguía hablar. Enseguida se giró, dándole la espalda a su marido, y, tirando de las mantas, se arropó hasta el cuello.

Años después, cuando mi madre y Hu Mudan me hablaban de aquella época, siempre encabezaban sus historias con las palabras «Antes de la ocupación». La primavera antes de la ocupación, cuando ascendieron a tu padre. Eso fue antes de la ocupación, antes de que demoliesen el tramo sur de la muralla de la ciudad: tú no te acuerdas de la tarde aquella en que tu padre te sacó a pasear por lo alto de la muralla. Se pensaban que en aquel entonces yo era demasiado niña como para recordar aquellos apacibles años. Mi madre quería creer que yo no los recordaba; no le gustaba ni que me pusiese a contar mis propias historias de la guerra. Había tratado de protegerme para que jamás llegase a enterarme de lo que ocurría. Creo que mis recuerdos también la asustaban. Si mi memoria abarcaba algo tan remoto como la ocupación japonesa, no cabía duda de que también me acordaba de otras cosas que mi madre preferiría que yo hubiese olvidado.

Es verdad que de mi primera infancia no lo recuerdo todo. No recuerdo la costumbre de sentarme en el regazo de mi abuelo, tirándole de las barbas para ponerme de pie. No recuerdo que me pusiese a berrear cuando Hu Ran tenía dolor de muelas, aunque Hu Mudan me asegure que es verdad. Lo único que me queda son las historias de las frecuentes idas y venidas de mi padre, pues sólo acierto a recordar la alegría que rodeaba sus llegadas, y aquella vez en particular en que mi madre le pidió a la costurera que me cosiese una blusa de marinero nueva, conmigo dentro, porque ya no daba tiempo a tener listos los ojales para cuando llegase mi padre. Me cuentan que cuando se iba me ponía a gritar y llorar hasta que me subía la fiebre; por suerte, no recuerdo nada de esa época.

Tampoco me acuerdo de lo mucho que mi madre se preocupó por él en los días posteriores al 7 de julio de 1937, fecha en que los japoneses cruzaron el puente de Mukden e invadieron China. Me enteré, por los libros de historia, de que los japoneses bombardearon Nanjing y del ataque fallido de la aviación china a los buques de guerra nipones fondeados cerca de Shanghai, un fracaso estrepitoso, digno de aficionados: las bombas cayeron en las calles de la ciudad. Hu Mudan me contó que mi madre quemó todos los libros y periódicos en inglés, incluido el volumen de cuentos de hadas de Yinan. Mi tía se negó a bajar del piso de arriba durante días, mientras mi madre enviaba un aluvión de telegramas implorándole a mi padre que respondiese diciendo que estaba sano y salvo. Mi padre respondió por fin con la noticia de que su mentor, el general Sun Li-jen, había recibido el impacto de trece piezas de metralla y le habían tenido que hacer una transfusión de sangre de urgencia. Posteriormente, ese mismo año, las tropas japonesas pusieron cerco a la capital, Nanjing. Dicen que los gritos de las mujeres violadas y de los hombres asesinados saturaban el aire y que su sangre corría por las calles. Pero la sangre no llegó hasta Hangzhou. Hubieron de transcurrir varios días antes de que nos llegasen noticias, que, además, no pasaban de meros rumores, aterrorizados y con sordina. Y hubo de pasar tiempo antes de que los periódicos diesen detallada cuenta de los estragos sufridos por cuantos corrieron la aciaga suerte de permanecer en la ciudad. Mientras Nanjing caía, mi madre, sentada en su escritorio, se dedicaba a rellenar una hoja de papel cebolla tras otra de telegramas, con la intención de contactar con Baoding, el primo de mi padre, para saber qué había sido de Mao Gao, el prometido de Yinan. No hubo respuesta.

Durante años no supe nada de los asombrosos últimos momentos de mi abuelo, Wang Daming. Hangzhou cayó en Nochebuena, y una noche, poco después, mi abuelo no volvió a casa. No era nada inusitado; con frecuencia se quedaba jugando hasta la mañana siguiente. Pero cuando Charlie Kong pasó por casa y preguntó por él, mi madre se preocupó. Ella y Charlie salieron en su busca. Era un amanecer radiante, poco después de Año Nuevo. Al llegar a su almacén descubrieron sus restos. Tropas japonesas le habían exigido que les «vendiese» el único almacén de algodón que le quedaba. Los «compradores» se habían presentado armados con pistolas, bayonetas y espadas. Mi abuelo, un hombre fracasado, se plantó en la puerta del almacén. Sabía que la suma que le ofrecían era menos de la mitad de lo que valía el algodón. Les pidió un precio más elevado. Lo rechazaron. Mi abuelo rehusó vender. Quiero pensar que, en sus últimos momentos, por fin comprendió en qué creía y encontró un terreno firme en el que afianzarse. Después de que su corazón diese el último latido, los soldados le cortaron la cabeza y la colgaron en la puerta del almacén con una nota explicativa.

En lugar de esos acontecimientos, lo que recuerdo son las cosas de las que nadie habla. Un día de aquel otoño vi desnudo a Hu Ran. Yo debía de tener unos cuatro años y Hu Ran casi siete. Tras pasarse la mañana jugando en la calle embarrada, rodeó la casa para lavarse en el estanque. Mi tía leía en su alcoba; a nuestras respectivas madres no se las veía por ningún lado. Lo seguí con intención de llamarlo por su nombre, pero cuando me asomé entre las escasas hojas del sauce llorón, la curiosidad me tapó la boca.

Ya conocía sus ojos brillantes y extraños, sus orejas, sus atezadas piernas, finas como patas de araña. Pero ahora quería conocer más. Sabía que él no habría querido que lo viese desnudo, lo cual hacía más tentadora la oportunidad. Se retorció para quitarse la camisa y un rayito de sol que se filtraba por las hojas en movimiento le arrancó un destello de la piel morena. Yo estaba tan cerca que le veía hasta la capa de polvo de las manos. Vi emerger los delicados hombros y después, cuando se puso de lado, los huecos oscuros bajo el brazo izquierdo y un pezoncito engarzado en un redondel del tamaño de una moneda. Me fijé en la tensa barriga, aspirando y espirando mientras se ponía los pantalones. En algún rincón del patio se abrió y se cerró una puerta, pero no le presté atención; en lugar de eso, me centré en el pronunciado hueso de su cadera y en su muslo terso y tostado y, surgido de no sé qué lugar de su entrepierna, un pulgar recio y moreno.

– ¡Apártate de ella!

El resol me perforó los ojos. Mi madre había barrido el sauce de un manotazo. Su furiosa silueta se alzó imponente sobre nosotros. Di un chillido. Me cogió con sus largos brazos y me sacó de allí.

Esa noche ella y Hu Mudan entraron en el cuarto de ésta y cerraron la puerta. Desde mi habitación oí primero a mi madre gritando hecha una furia y a Hu Mudan riéndose. Pero a medida que mi madre la recriminaba, fue haciéndose un silencio pavoroso. Entonces mi madre soltó:

– Ya estuvo mal que decidieses criar a ese bastardo en casa. Pero lo que no voy a permitir es que corrompa a mi hija.

– De acuerdo -dijo Hu Mudan-. Muy bien.

A mi madre se le hizo un nudo en la garganta y le menguó la voz.

Al día siguiente, Hu Ran y Hu Mudan se despidieron. Se iban al oeste. Saldrían de la ciudad en un carromato de gallinas y luego remontarían el Yang-Tsé en un vapor hasta el pueblo de Hu Mudan, en Sichuan.

Ni Hu Ran ni yo entendíamos por qué nos separaban. La pérdida era tan súbita como terrible. Se quedó parado delante de mí, todo serio y con su grillo favorito en una jaulita de bambú.

– Adiós, señorita -me dijo-. Puedes quedarte con mi grillo.

– ¡No quiero tu grillo! -chillé entre hipidos-. ¡Se lo voy a dar de comer a Guagua!

– Quédate con mi collar -dijo Hu Ran. Se metió la mano por el cuello de su basta camisa de algodón y sacó el brillante colgante de jade que siempre llevaba.

Pero entonces Hu Mudan se interpuso entre nosotros.

– No -dijo-. Hu Ran, no debes darle eso a una niña a menos que pretendas casarte con ella.

– ¿Y por qué no puedo casarme con ella? -preguntó.

Su madre le pasó la mano por el pelo rapado.

– Porque eres muy pobre para ella.

Hu Ran volvió a meterse el colgante en la camisa.

Hu Mudan se agachó y me apretó el hombro. Sus ojillos almendrados me miraban con dulzura.

– No te preocupes, Hong -me dijo-. Mi destino es estar ligada a tu familia. Volveremos a verte.

Después de aquello estuve muchas noches sin pegar ojo. Una vez oí discutir a mis padres. Estaban hablando del nuevo trabajo de mi padre, a las órdenes de Sun Li-jen. No lograba entender del todo lo que decían, pero sabía que estaban riñendo. Mi madre no paraba de repetir, en un tono bajo, la palabra «guerra».

– No vayas a Hankow -decía-. Deberías dejar de combatir y eludir la guerra. Deberías quedarte en Hangzhou, podrías unirte a la resistencia. ¡No vayas a Hankow! ¿Qué importa otro ascenso? -Oí cómo se le entrecortaba la voz-. ¿Y si vuelven a herirte y te matan, qué?

Mi padre se rió.

– No me van a matar.

– ¡Confías en la suerte! -dijo mi madre-. ¡Nunca deberías confiar en la suerte!

– Yo siempre confío en la suerte.

– Por favor -dijo ella-, envíanos un mensaje al telégrafo de Charlie.

Noté que lo decía de mala gana y comprendí que no le quedaba más remedio. Pero también percibí que seguía asustada.

Esa misma noche, más tarde, se oyó un estrépito sordo procedente de algún lugar en la parte delantera de la casa. Me quedé petrificada pero a la escucha, figurándome que quizá me había quedado dormida y lo había soñado. Volvió a oírse lo mismo. Salí corriendo de mi cuarto, en pijama, y me lancé escaleras abajo. Crucé el patio y me asomé entre las puertas. Desde aquella posición estratégica veía toda la calle. Me quedé de una pieza, deslumbrada por aquella estampa nocturna. La luna reverberaba en el muro enjalbegado de la casa. La calle estaba oscura, veteada aquí y allá de pálidos guijarros espejeantes. El mundo flotaba a mi alrededor, tenebroso e incitante, con la brisa bañando mis mejillas y la quietud tentándome.

Oí la voz de un hombre gritando. Pasados unos segundos, oí gritos más breves, la estridencia de un silbato, y dos golpes muy seguidos, tan cortos que apenas si tuve tiempo de entender lo que había oído. Y luego, maldiciones. Unos pasos golpearon la tierra; se oyó un resuello acelerado. Alguien dobló la esquina de la casa, muy cerca, tanto que me llegó el olor a ajo de su aliento.

El hombre se detuvo, jadeando ruidosamente, y miró por encima del hombro para localizar a su perseguidor. Corría a buen ritmo y llevaba ropa oscura; aún podría darles esquinazo. Entonces echó a correr. Esperé a que volviese. Me había dado la impresión de que no tenía ni idea de adónde ir. No tardé en oírlo acercarse a tranco ligero, firme y constante, volviendo sobre sus pasos. Ahí estaba. Sin pensarlo, abrí la puerta.

El hombre giró el torso con crispada y aparatosa energía. Su cuerpo, doblado el hombro, suspendida la pierna en pleno paso, parecía la viva imagen de la sorpresa.

Traté de verle la cara bajo la sombra de la visera pero apenas capté el leve reflejo de las gafas.

– ¡Métete en casa! -me dijo entre dientes.

Obedecí a esa voz. Pasó de largo, por delante de mí y de la casa.

Lo vi desaparecer calle abajo. Entonces me quedé a la espera, dominada por la curiosidad. De la otra punta de la calle llegaba un repiqueteo: los perseguidores. Al cabo de varios minutos, el repiqueteo se convirtió en un ruido de botas pesadas que se acercaban. Pom-pom-pom, rítmicamente.

Los instantes siguientes transcurrieron tan rápido que casi no me dio tiempo a ver lo que sucedía, y mucho menos a dejarme llevar por el pánico. Esta vez alcancé a ver fugazmente a alguien que corría: un hombre menudo, vestido con un uniforme verdusco y una gorra en la que destacaba el sol japonés. Más pasos raudos, a un ritmo seco e implacable. Surgieron de sopetón otros dos hombres. No hablaban. Se entregaban a su labor de búsqueda con dinámica eficacia. Fueron hasta la esquina de la casa y miraron por el callejón. Aguzaron el oído. Me apoyé en la puerta y cerré los ojos. ¿Ya se iban? Sí, se desvaneció el eco de sus pisadas. Se habían marchado.

Me quedé donde estaba. Algo frío se me escurría por debajo de los brazos. No me atreví a abrir los ojos, pero contra el telón de fondo de mis párpados cerrados seguía viendo el disco rojo. No conseguía olvidarme del ritmo de sus pisotones. Nunca antes había visto un soldado japonés. En ese momento experimenté por primera vez uno de esos miedos que no nos abandonan.

Pasados varios minutos, hice acopio de todas mis fuerzas y volví a mi cuarto.

Lenta y silenciosamente subí las escaleras. En un momento dado reconocí aquella voz apremiante y familiar. El fugitivo era mi tío. No volvería a verlo hasta pasados muchos años.

Como decían que la simiente de un hombre fecundaría a una mujer rolliza y complaciente, a Junan le dio por devorar cuencos rebosantes de gachas dulces y comerse la piel crujiente de los patos asados. Se atiborraba de grasa de puerco y de tiernos panecillos blancos; se encerraba en su cuarto a leer novelas y trataba de no preocuparse de si Weiwei y Gu Taitai llevaban o no a cabo las tareas que les había impuesto. Intentaba distraerse jugando al mahjong, siempre abandonando las partidas antes de que se hiciera tarde, hasta que las otras mujeres empezaron a sonreírle en plan cómplice y a decirle que les debía de estar ocultando alguna buena noticia. Pero el tiempo transcurría sin resultado alguno y se hartó de comilonas, de morderse la lengua y de fingir que no se enteraba de lo que hacía el servicio.

Su marido estaba descontento con ella. Esta sospecha reptaba bajo su aparente calma. Sabía que seguía siendo tan hermosa e inteligente como siempre. Pero ahora sospechaba que eso ya no tenía importancia. No servía para nada; a él le habría hecho igual de feliz una mujer más fea, menos competente, y más fértil. Las noches más sombrías y deprimentes se preguntaba si no tendría razón su marido: si de veras no serían infértiles las mujeres de su familia. Su madre, en cuya muerte no se permitía pensar. Su hermana, que brujuleaba por la casa como un alma perdida con las alas rotas. A ver si es que ella también tenía algo raro… Junan se prohibió pensar en eso.

Corría el mes de diciembre de 1937. Él no tardaría en dejarla para correr en pos de la guerra. Como todo soldado, buscaba territorios sin conquistar. Hangzhou, una vez ocupada, ya no le importaba. Puede que no lograse volver a entrar en la ciudad; las tropas niponas le impedirían reunirse con ella. Un gobierno títere y sus espías se conjurarían para mantenerlo alejado de ella. ¿O acaso sería él mismo, sus propios deseos, quienes lo apartasen de ella?

Una semana antes de partir Junan le dijo:

– Pu Taitai va a trasladar a su familia a Hankow.

Él asintió con la cabeza. A su amigo Pu Sijian también lo habían ascendido y ya había partido hacia el oeste.

– También podríamos marcharnos nosotros.

– No es buena idea -dijo él. Junan notó que tenía la mente en otra parte-. No sé adónde me van a destinar, y además Hankow podría ser objeto de intensos bombardeos.

Junan se esforzó por modular la voz y que le saliese lo más dulce y melodiosa posible.

– Aquí también se corre peligro. Hay más familias que se marchan.

Hubo un largo silencio.

– Mira -dijo él-, tú no te preocupes.

No le contestó.

Él se puso a hablar. Le explicó que aunque bombardeasen los aeródromos, la ciudad de Hangzhou se libraría de los peores ataques puesto que recibiría la protección de su base aérea. En el oeste las condiciones serían durísimas. Insalubre, abarrotada y, desde luego, muy poco indicada para las niñas salvo que no quedase más remedio.

– Como madre que eres supongo que te harás cargo -dijo.

– Soy la madre de tu hija y quiero darte un hijo.

– Pero sé que nunca lo pondrías en peligro.

El aire se espesó de mutua incredulidad. Junan echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

– Vendré a veros -dijo él.

– No podrás; sabes que no puedes cruzar territorio ocupado. Ni siquiera debo decir que sé dónde estás. ¿Es que no lo ves? ¿Es que no ves que esto va a terminar mal? -dijo con voz temblorosa.

– Olvídate, ¿de acuerdo? No te preocupes de eso por ahora.

Su marido seguía tan alegre como siempre.

Ella no respondió: prefirió ahorrarse el bochorno de las lágrimas.

Le quedaba poco tiempo y algo tenía que hacer. Una mañana se levantó sigilosamente de la cama mientras él seguía durmiendo y se puso la ropa más discreta que tenía. Salió de casa en silencio, pasando casi de puntillas por delante del portero y, ya en la calle, cogió una calesa y le pidió al hombre que tiraba de ella que la llevase al barrio comercial de la ciudad. Una vez allí, vaciló antes de entrar en una tienda engalanada de estandartes rojos y blancos.

El interior, una espaciosa estancia, estaba muy ordenado y los suelos barridos a conciencia, pero el acre olor a medicina le revolvió el estómago. Las paredes estaban cubiertas de armarios de madera envejecida por el tiempo cuyos cajoncitos diminutos contenían raíces, semillas y miembros de animales; en la ventana había frascos con serpientes; una calavera humana observaba desde la repisa.

Detrás del mostrador había un anciano vestido con un mandil blanco impoluto.

– ¿Sí?

Aquello, más que voz, era un graznido. El hombre no inspiraba mucha confianza. Pero cuando Junan se fijó en sus ojitos de pececillo detectó una seguridad que sólo podía nacer del conocimiento. Y también se dio cuenta, con disgusto, de que el viejo ya había adivinado lo que quería. Con todo, se obligó a hablar.

– Quiero algo que proporcione felicidad -dijo, y su propia voz le sonó forzada y seca.

Sin decir palabra, el hombre se dio media vuelta y abrió un cajón. Puede que hubiese unos mil cajoncitos en aquellos armarios tan viejos. El tirador de aquel en particular estaba tan gastado por el uso que había perdido el acabado y ya no se leían los caracteres impresos en él. Midió unas raíces y las envolvió en papel blanco.

– Cocer -dijo.

– ¿Cuánto es?

– Siete.

– ¿Siete peniques?

El viejo asintió.

– ¿Cuánto tardará?

El viejo bajó lentamente los ojos. Junan se obligó a permanecer inmóvil. Clavó la mirada en la balanza y en las minúsculas pesas de bronce.

– Le sobra tiempo.

Junan tamborileó con el pie en el suelo.

– ¿No tiene algo más rápido?

– Pastillas -respondió-. Una pastilla, un dólar. De plata.

– ¿Ésa es la única alternativa?

El viejo se sonrió.

– Récele al pusa.

Recordó un bodhisattva <strong>[5]</strong> esculpido en piedra. Oyó la voz de su madre: Guan Yin, songzi. Guan Yin, songzi. Guan Yin, envíame hijos.

– Póngame diez -dijo.

Nunca había sido capaz de tragarse pastillas. Siempre la estrangulaba un reflejo aterrorizado que, al notar el gusto amargo, se las devolvía a la boca. Pero le dio las diez monedas de plata sin decir palabra. Volvió a casa, machacó dos píldoras en el almirez, escondió el polvillo en un bollo de pasta dulce de judías pintas y se obligó a comérselo.

Esa misma noche, mientras hacían el amor, le salió de la boca un torrente de palabras prohibidas, palabras que sin querer oyera hacía mucho tiempo, en una época terrible y tenebrosa:

– Te amo. No me dejes. No me dejes nunca, nunca.

– Soy tu marido -le respondió él con hastío y paciencia.

Y su marido no tardó en partir hacia el oeste. La mañana del día de Nochebuena tropas japonesas entraron en la ciudad y Hangzhou se convirtió en territorio ocupado.

Las lluvias del invierno estrechaban su cerco. Todos los días Junan se afanaba en conseguir las ofrendas para el funeral semanal de su padre. Los toques de queda y las repentinas confiscaciones hacían que resultase peligroso hasta ir a la compra. La llegada masiva de soldados japoneses había agotado las existencias y disparado los precios; costaba encontrar variedad. No había más que peras pasadísimas y pomelos duros y pálidos, procedentes del sur. Tras mucho regatear, Junan compraba setas secas, jengibre y judías para hacerles bolas de masa hervidas a los monjes. Ayudó a componer un gran plato de albóndigas de tofu modeladas con sumo esmero. Sabía que los monjes después lo devoraban todo y que, si se quedaban satisfechos, tendrían una opinión más favorable de ella y de su familia.

En la sexta ceremonia semanal se sentó junto a Yinan en el templo. Detrás de ella, los criados gimoteaban y lloraban la pérdida de su señor. La fragancia del incienso y el olor a cerrado de los monjes le repugnaron. Esa mañana no había podido probar bocado y ahora le temblaba todo el cuerpo del vacío que sentía. Tragó saliva para aguantar el sonsonete áspero y grave de la salmodia.

Se bu i kong

kong bu i se

se chi shi kong

Kong chi shi se

Shou xiang xing shi.

La vida no difiere de la nada, ni la nada de la vida; lo mismo cabe decir de las emociones, pensamientos, deseos y conciencia.

A través del humo trémulo del incienso vio a Yinan hacer sus reverencias. Cuando finalmente se enteraron de la muerte de Mao Gao, Yinan recibió la noticia en silencio. Tras la muerte de su padre se había vuelto todavía más apagada. Iba a costar mucho casarla después de semejante racha de mala suerte. Ahora, hasta Chen, el hijo del vecino, estaba fuera de su alcance, y los jóvenes más prometedores de la ciudad se habían marchado a construir la capital de la China en guerra. A todo esto, Yinan seguía creciendo. Las largas trenzas se le balanceaban con gracia al acercarse al altar. Ya tenía edad de llevarlas recogidas en un moño. Yinan escogió tres varillas de incienso, esperó a que la punta llamease y se encendiese la brasa, y las insertó con cuidado en el incensario de latón. ¿En qué clase de mujer se convertiría? ¿Se volvería más rara que nunca, o quizá esta tragedia la calmaría y la haría más apta para el papel de esposa?

Mientras se dirigía al altar recordó las exequias en honor a su madre. Entonces habían sido tres, además de Hu Mudan, quienes se reunieron para honrar la memoria de Chanyi. Esta vez eran sólo dos: Yinan y ella. Cada vez quedaba menos gente capaz de recordar. Junan acercó las frágiles varillas de incienso a la vela. Cuando prendió en ellas la llama, sopló hasta que las puntas se transformaron en ascuas diminutas y luego las clavó una por una en el montón de ceniza. Al observar aquel polvo gris en el soporte de latón, los restos calcinados de mil varillas de incienso, sintió que la dominaba el miedo. Sabía que era un miedo egoísta: un terror incontenible que no tenía que ver con su padre, que había muerto dignamente, sino con su propia vida. Rezó para que le infundieran el suficiente valor como para responsabilizarse de la familia. El terror persistió durante el lento viaje de vuelta a casa. Le duró incluso después de recibir un telegrama de Li Ang diciéndole que había llegado a Changsha y que no se preocupase.

Los días siguientes la venció un cansancio aplastante. Una sensación de mareo inédita, un cosquilleo en el estómago, la convencieron de que lo había logrado. Con todo, no conseguía relajarse. El miedo le duró semanas, incluso después de saber a ciencia cierta que estaba embarazada.

Un mes después del funeral, Junan entró en lo que había sido el despacho de su padre. Llevaba puesta una túnica negra atada con un tosco cinturón de cáñamo en señal de duelo, y una pila de cartas en las manos. Cerró la puerta tras de sí, con impaciencia.

Desde que alcanzara la suficiente edad como para leer con soltura el periódico y mucho después de haber dominado las matemáticas elementales, Junan siempre había deseado estar a solas en aquel despacho. Se había fijado en el placer que su padre obtenía del dinero y de alguna manera se había dado cuenta de que ella disfrutaría por igual. Llevaba años deseando seguir el hilo de los beneficios en las tablas y anotaciones de sus libros de cuentas. Había soñado con utilizar su ábaco negro.

El despacho estaba tal cual lo había dejado su padre, repleto de cajas llenas de dietarios cubiertas de una fina capa de polvo. Se fue directa al escritorio y se puso a limpiarlo con un trapo. Pero no movió nada de su sitio; quería mantener intacto, en la medida de lo posible, el orden en que él lo había dejado todo. Ese orden sería el único mapa que podría ayudarla a orientarse en el laberinto de sus finanzas.

Forzó la vista para enfocar la página y se sentó muy erguida, moviéndose únicamente para volver a guardar un libro en su sitio o coger otro. El sillón de su padre era de gran tamaño, pero ella era tan alta como él. Repasó lenta y cuidadosamente una página entera de anotaciones. Dedujo que era el detalle de los gastos y los ingresos de su almacén de algodón. Conocía la escritura descuidada y, en ocasiones, inexacta de su padre, pero nunca se había molestado en descifrar sus números: nítidos, apretados y extrañamente barrocos, con nudosas fiorituras en los doses y treses, y primorosas comas. Era como aprender a leer en un idioma nuevo. La primera página la dejó exhausta, pero insistió, cifra tras cifra, y la segunda ya le resultó algo más fácil, y la tercera más fácil aún, hasta que pudo recorrer una página con la mirada y entender lo que veía.

La luz pálida del sol, filtrada por las hojas de la morera, dibujaba una telaraña de encaje sobre el papel que se fue desplazando por el escritorio hasta terminar desapareciendo por completo. Mientras leía, casi le parecía oír el rítmico repiqueteo de las fichas de paigao. Había vencido el plazo para abonar unos intereses y había que amortizarlos. Los gastos de la casa estaban comiéndose lo que quedaba de rentas. Su padre había ido vendiendo terrenos sin parar hasta quedarse solamente con el almacén repleto de algodón que confiscaron los japoneses.

En la caja de caudales lo único que encontró fue una bolsa llena de calderilla en divisas, que en su día habían sido plenamente aceptadas pero que ahora carecían prácticamente de valor. Había monedas de plata de finales de la Dinastía Qing, con la forma abombada de tantos golpes como les habrían dado con su sello de acero los comerciantes para endosarlas. Había dólares mexicanos, con el grabado del águila y la serpiente. Taeles de plata de muchos años de antigüedad, tanto de los normales, de Shanghai, como de los defectuosos liangs, de Filipinas. Revuelto con todo esto había un sinfín de piezas cuadradas con un agujero en el medio, las viejas monedas imperiales.

En el fondo de la caja había una pila de fichas garabateadas con nombres de acreedores y el dinero que se les debía. Eran deudas enormes, escandalosas, que sólo podían haberse contraído jugando. Por último, una hoja suelta de papel, una de las dos copias de un pagaré más formal firmado ante notario: «La escritura de la casa le será entregada a Li Ang cuando se case con mi hija Junan. La propiedad será transferida a la familia Li y a sus herederos varones. Si mi hija no diese a luz a un varón, la casa pasará a ser propiedad de Charlie Kong». El documento, con fecha de 1930, estaba rubricado con sus dos sellos.

Durante la cena no logró articular palabra. La imagen fantasmal de una página, moteada con las radiantes cifras apretujadas de su padre, flotaba ante sus ojos. Su hermana y los criados la dejaron a solas. Se dio cuenta de que la suponían abrumada por la pena. No hizo por desengañarlos sino que se quedó sentada ante la silenciosa mesa, dándole vueltas al asunto. No tenían dinero. No tenían casa. Estaba sola. Tras la máscara blanca de su rostro, se puso a elucubrar. ¿Estaba Li Ang al corriente de todo? Lo dudaba. Su marido no era lo bastante astuto como para ocultarle algo así. Pensó que más le valía no decir nada. Se apretaría el cinturón. Iría a ver a los amigos de su padre y les pediría algo a cambio de sus pagarés. Esa misma noche le pidió a Gu Taitai que le llevase la caldera de latón más grande de la cocina. Colocó una pila de libros de contabilidad en el fondo de la caldera, enrolló una hoja de papel fino, encendió una cerilla y aplicó cuidadosamente la llama al borde de un volumen.

Se convirtió en una de tantas mujeres que se desvivían para dar de comer y vestir a su familia bajo la ocupación extranjera, mientras los anaqueles de los tenderos iban quedándose vacíos. Las existencias menguaban hasta el fondo de los tarros; los granos se vendían mezclados con cagarrutas de ratón. Yinan no le servía de ayuda: estaba destrozada por la desaparición de su pollo Guagua; Junan sospechaba que lo habrían robado y vendido de estraperlo. A Charlie Kong, como a la mayoría de tenderos, le prohibieron cerrar la tienda pese a no tener género que despachar. Su barraca la transformaron en centro de distribución de productos de fabricación japonesa. Había una extraña abundancia de unas cosas y escasez de otras; se declaró obligatoria la adquisición de ciertos artículos. Obligaron a todo el mundo a entregar sus radios de onda corta y a comprar transistores japoneses de poco alcance, que sólo sintonizaban las emisoras aprobadas por el nuevo gobierno. Junan y las otras mujeres acaparaban comida y ropa. En cuanto podían se desprendían de los billetes. Se reunían para charlar y gastarse bromas y jugar al mahjong, pero cuando cerraban las puertas de sus casas, parecían gallinas empollando huevos, taciturnas y preocupadas, escondidas en sus alcobas, agarrando las alhajas y las monedas de oro y plata.

Casi todas esas mujeres eran mayores que ella, o por lo menos lo parecían: rechonchas y vulgares, con las cejas depiladas en forma de finísimas medias lunas, o bien esqueléticas, avinagradas y listillas. No se les escapaba nada, ni a las unas ni a las otras. Eran el canal por el que Junan se enteraba de casi todo lo que sabía de su marido. Desde que lo trasladaron, Li Ang había dado escasas señales de vida. Ya debería haberse imaginado que lo de escribir cartas no era lo suyo. Fue charlando con esas mujeres como se enteró de que el gobierno no tardaría en trasladar la capital más al oeste, a Chongking.

Esa tarde jugaron al mahjong. Junan pensó en que debería haberse llevado la familia al oeste, venciendo la oposición de su marido. Éste había mencionado una vez la posibilidad de que lo trasladasen al destacamento de policía fiscal de Sun Li-jen, en Chongking. Tendría que habérselo imaginado.

Las mujeres sentadas a su alrededor comentaban que muchos de los hombres ausentes tenían concubinas. La noticia se había ido propagando paulatinamente, filtrándose como un rumor. Le acababa de suceder a una conocida de Pu Taitai. La esposa legítima había intentado ahorcarse con el cinturón de su batín de seda.

– Es una chica muy joven.

– No ha aprendido.

– Peng.

La luz de la lámpara, que proyectaba un círculo sobre la mesa, apenas les iluminaba la cara. Eran mujeres cuyos hombres ya hacía mucho que habían dejado de desearlas. El enorme lunar verde de Yao Taitai le hacía sombra en la frente cetrina. Wen Taitai, repantigada y embutida en su chipao, con aquellos ojillos parpadeantes y miopes, le recordaba más que nunca a un reptil. Pero a quien no conseguía quitarle el ojo de encima era a la madre de Wen Taitai, con aquella cara hombruna y esas orejotas arrugadas; con la piel parecida a una gasa descolorida y demasiado holgada que le cubría las carnes, caídas y fofas. Se contaba de ella que, en cierta ocasión en la que su marido había pretendido tomar a una mujer por concubina, ella le pegó una paliza. Ahora, ya viuda, su consuelo eran los nietos y el mahjong. Blandió su palito y, dando un sonoro chasquido, se colocó las fichas en línea.

El descubrimiento de que no les quedaba más dinero trajo aparejada cierta libertad: ya no había negocio que atender y la familia podía marcharse. Junan se pasó por la cochambrosa tienda de Charlie Kong. El tío de su marido seguía tan vivaracho como de costumbre, aunque estaba un poco más flaco toda vez que la escasez de vino se estaba dejando notar incluso entre los bebedores más empedernidos. Ahora se sacaba unos pocos yuanes explotando un telégrafo ilegal en la trastienda.

Querido marido. Me llevo la familia a Chongking. Junan.

Él le contestó casi al instante.

Junan. Por el bien de nuestra familia, quédate ahí. Tu marido.

Esa noche se encontró las bragas manchadas de sangre. Respiró hondo. No tendría que haber ajetreado tanto. Debería tener más cuidado.

Guardó cama durante días. Yacía inmóvil, furiosa; aunque su mente era tan implacable como una trampa de bambú, el cuerpo había vuelto a fallarle. Los siguientes días, la más mínima preocupación, el esfuerzo más leve -agacharse, doblarse, subir escaleras- la hacían sangrar. Instaló su alcoba en el piso de abajo. El bebé tardaba en llegar: a finales de octubre, cuando el Generalísimo se trasladó a Chongking, ella seguía encerrada entre cuatro paredes.

Esta pasividad forzosa se le hacía insoportable. Li Ang le había dejado unas cuantas cosas para que se las zurciese y arreglase. Una tarde se puso con una chaqueta. Pensó que igual le calmaría los nervios concentrarse en una tarea, algo tan simple y repetitivo como apretar un botón que estaba suelto. Cogió el costurero y se llevó la chaqueta al poyete que había bajo la ventana, desde donde vio el peral, cargado de fruta madura, mecerse levemente al viento. Era un radiante día de otoño, tan despejado que toda hoja nervada, toda parra calcinada por la escarcha, se ofrecían a la vista desnudas y como buriladas.

Su marido había dejado la chaqueta hecha un gurruño; además de arrugada, estaba perdida de polvo. Se puso su dedal de latón, que tenía forma de anillo, y enhebró la aguja con el consabido hilo de seda color saltamontes. Buscó el lugar exacto, atravesó la tela con la aguja y cogió el botón.

Siempre había sentido una amenaza indefinida desde la primera vez que ascendieron a Li Ang; ahora, esa molesta sensación, largamente reprimida, abrió una brecha en su calma. El ascenso, aunque bienvenido, había provocado un cambio entre ellos, a ella la había rebajado de categoría y, por más hijos sanos que llegase a darle, por más que lograse darle un varón, eso sólo serviría para consolidar la posición que ahora ocupaba. Pronto volverían a ascenderlo. Junan veía imposible recuperar su antiguo estatus.

Ahora le habían arrancado el velo de los ojos. Era como volver a ser una novia, como apearse del tambaleante y terrorífico palanquín matrimonial y ver, por primera vez, al agente de su destino. Pensó en la impresión que le había causado Li Ang al comienzo de su matrimonio, la de ser un hombre encantador y complaciente. Recordó el elegante perfil de sus anchos hombros oscuros recortado contra las almohadas. Parecía tan fácil llevarse bien con él, siempre bien plantado y sonriente, como un invitado satisfecho. Un hombre que contemplar con cariño y una pizca de desdén. Había llegado a forjarse una imagen de su marido como un ser dulce y vulnerable, un poquito torpe en el hogar, de alguna forma sometido a su esposa y ansioso por ganarse su aprobación. Ahora se daba cuenta de que sus propias percepciones, a fuerza de abusar de ellas, se habían erosionado. Había llegado a observar todo cuanto hacían bajo el prisma de su propio poder, inclusive la concepción que tenía de sí misma. No se le había ocurrido pensar que la fe en su propia influencia podría estallarle en las manos, que ella misma pudiera llegar a apegarse tanto al efecto que ejercía sobre él.

Cosió el botón con primor, haciendo un rabillo cuando terminó de fijarlo para mantenerlo separado de la tela, y atando los extremos de los hilos con una serie de nudos bien apretados. Examinó los demás botones, descubrió que había dos sueltos, los cortó con las tijeras y volvió a coserlos como está mandado. Disfrutaba con la sensación de empujar la aguja con el dedal, dentro y fuera, dentro y fuera. Listo. La chaqueta volvía a estar presentable. Ahora sólo faltaba mandar que la limpiasen. De repente vio lo que parecía una mancha de té en la pechera. Se acercó la chaqueta. El embarazo le había aguzado los sentidos. ¿Había olido algo? Se la apretó a la cara. ¿Qué podía ser? Por un brevísimo instante le pareció haber captado un olor persistente: el perfume de una desconocida, la fragancia empalagosa de las rosas de té. Apartó la cara de la chaqueta y se quedó varios minutos inmóvil, con cuidado de no flagelarse con una respiración repentina.

Un recuerdo, la caricia de una pluma, unas pocas palabras que podrían haberse quedado en anécdota de no ser por la persistencia de unas imágenes testarudas. Había ocurrido años antes, cuando su madre seguía siendo, en sus buenos días, una mujer ágil y hermosa que, al reírse, echaba la cabeza hacia atrás para mostrar los dientes y una garganta fresca y blanca.

Una tarde Chanyi recibió la visita de Kao Taitai, una supuesta amiga que se aferraba a sus privilegios y llevaba la cuenta de las desgracias de los demás. Junan todavía recordaba las ganas que sentía de proteger a su madre de esta visitante de lengua viperina. Kao Taitai llevaba meses vigilando a Chanyi de cerca, a la espera de un instante de debilidad para abatirse sobre ella.

Aquella tarde se arrancó a hablar como si tal cosa, delante de todas las demás.

– Sé de una chica que le vendría que ni pintada. Y además es como una niña, fácil de controlar. Más vale que se la escojas tú antes de dejar que se la busque él solo.

Esa noche Chanyi había terminado encerrándose en su dormitorio. Era el final del otoño, uno de esos días en que el sol se desplomaba rápidamente y el fulgor pálido de la luna bañaba el muro. Junan llegó sigilosamente a la puerta del cuarto de su madre y la oyó llorar.

¿Qué habría sido de Kao Taitai? Era harto probable que no se hubiese marchado de Hangzhou. Puede que un día Junan se topase con ella. Por curioso que parezca, la perspectiva le daba miedo. Llevaba años sin pensar en esa mujer; la odiaba. Pero, ¿la recordaría Kao Taitai a ella? Junan pensó, con cierto alivio, que se había convertido en una mujer muy alta y que igual no la reconocería. Todo el mundo comentaba algo sobre su estatura y sus hombros. «Mi fortachona», la llamaba Chanyi. Ahora, para horror suyo, se le saltaron las lágrimas.

Su cuerpo se agitaba presa de una ansiedad tan venenosa que le agrió el aliento. Su propia guardia la había traicionado. Ahora, sin previo aviso, se sentía arrastrada hacia el peligro de cuya presencia siempre fue consciente pero que, hasta entonces, había sido capaz de evitar. Algo acechante: una caverna, una boca tenebrosa. Era como si de repente se hubiese despertado en una balsa y se viese dando tumbos corriente abajo por un río inexorable, hacia esa tiniebla.

¿En quién podía confiar?

Estaba de pie, cerca de la puerta abierta. ¿Adónde ir? La casa estaba llena de gente. No podía huir; imposible esconderse. El embarazo, al espesarle la sangre, le había ralentizado el cuerpo. De tanto forzar el corazón, sentía un hormigueo en pies y manos. Respiraba entrecortadamente. No soportaba estar de pie ni sentada. Se apoyó en la pared y cerró los ojos, buscando oscuridad en pleno día. Este deseo se le hizo intolerable. Le recordó el olor de la piel de su madre, la curva pálida de una mejilla, una mano delicada en su cogote; venía a ser como anhelar la muerte.

Se obligó a abrir los ojos. Estaba de pie ante la ventana que daba al jardín trasero. La chaqueta tirada en el poyete, allí donde ella la había dejado caer. Justo enfrente, al otro lado del cristal, se alzaba el viejo peral, con sus largos álabes encorvados como manos, cargados de fruta tardía. Durante un buen rato, las hojas que le quedaban lucieron iluminadas por la luz otoñal y ni el menor susurro de viento vino a perturbar aquella estampa. No podía soportar desviar la mirada, ni oír el estallido de una pera podrida reventando contra el sendero de piedra.

Alguien la llamaba por su nombre.

– Junan.

De nuevo, en voz más baja.

– Junan.

Apartó los ojos encandilados de la ventana. Un cerco azul le enmarcaba la visión.

– Junan, ¿qué te pasa?

El azul se fue difuminando. Yinan estaba en su cuarto. Había cerrado la puerta y allí estaba, de pie, con las manos juntas.

Llevaba el pichi negro de tela basta que se ponía para practicar sus pinceladas. Se había recogido el pelo para que no cayese sobre la hoja, y la banda de algodón le dejaba las orejas al aire.

Junan la miró entrecerrando los ojos.

– ¿Qué quieres?

– Estaba la puerta abierta. Qué aspecto más raro tienes. ¿Estás mala?

– Me duele la cabeza -dijo Junan-. He forzado la vista más de la cuenta.

– Se te ha caído el dedal.

Estaba tirado en mitad del cuarto. Yinan se agachó a recogerlo. Viendo que Junan no hacía ademán de alargar el brazo, lo dejó en el poyete de la ventana y se quedó parada junto a ella con aire vacilante.

– Es hora de cenar.

– No tengo hambre.

– Te traeré un cuenco de consomé.

– Te he dicho que no tengo hambre.

El tono brusco de Junan hizo pestañear a su hermana. Sabía que estaba a punto de darse media vuelta e irse. Pero no, tenía que quedarse. Ahora le tocaba hablar a ella.

– Meimei -dijo al fin-. Quiero que me hagas un favor.

– Sí, jiejie.

Junan respiró hondo.

– ¿De qué se trata, jiejie?

– He decidido llevarme la familia a Chongking.

Yinan abrió la boca pero no dijo nada.

Junan escuchó sus propias palabras secas.

– Antes de partir -dijo- voy a tener que esperar a que esta criatura crezca lo bastante como para podérmela llevar de viaje sin que corra peligro. Y hay que ocuparse de algunas gestiones. -Volvió a coger aliento-. Meimei, quiero que esta primavera vayas a la nueva capital y le lleves la casa a tu cuñado. Ya buscaré yo la manera de sacarte de aquí. Tú tenlo preocupado hasta que pueda ir a buscarte.

– ¿Yo sola?

– Te prometo que iré en cuanto pueda.

Yinan no respondió.

– Irás en avión -dijo Junan-, para que llegues a Chongking de la forma más cómoda posible.

– ¿En avión?

Junan se sentó y se puso el dedal. No alzó los ojos cuando Yinan salió del cuarto. Se acordó de la noche de verano del año anterior en que habían comentado la idea de Yinan de que algunos países eran hombres y otros mujeres. Había visto a Li Ang tomárselo a guasa, reírse quedamente mientras soltaba una bocanada de humo. Pero Yinan estaba madurando. Sabría cómo tenerlo preocupado, u ocupado, de sobra. Por un momento quiso llamarla para que volviese, pero se encontró con que se había quedado sin habla. La tranquilizó un pensamiento: ahora, al menos, sabré lo que pasa. Tendré todo bajo control.

Se negó a llorar. Se preparó para el impacto y notó que se le estremecía todo el cuerpo sólo con respirar. Lo tendría todo bajo control. Se le agitaban los hombros. Se agarró las rodillas con fuerza para frenar la tiritona de las manos, pero entonces le empezaron a temblar los brazos, con más fuerza, trepidando desde los codos: primero los brazos y después las rodillas, hasta que se le entumecieron las puntas de los dedos. Se quedó sentada en su cuarto, sola, hasta bien entrada la noche, dejando que la oscuridad la envolviese como una promesa.

Chongking 1938-40

El Capitán Pu ya se lo había advertido a Li Ang: Chongking era un pozo negro de contrabando y corrupción. Todo el mundo le pediría un soborno. Li Ang lo veía de otra forma. El soborno, para él, era como el poquito de sopa que se derrama del cuenco. Puede que se pierda algo de sopa, sí, pero la mayor parte se mantiene en su sitio. Su nuevo cometido era ayudar al general Sun a aprovisionar a sus ocho divisiones. Si unas cuantas cosas se perdían por el camino, Sun no se daría cuenta. Era como un juego, igual que cuando uno oculta sus verdaderas intenciones en una partida de póquer o de mahjong. Quizá Sun le había encomendado ese trabajo precisamente por el don que tenía para el juego.

En concreto, el capitán Pu lo había prevenido contra el general Hsiao Jun que, incluso en fechas tan tempranas, ya controlaba la capital de la China en guerra mediante el contrabando y el chantaje. Li Ang no se preocupó. Hsiao dirigía el cuartel general del suministro militar así que Li Ang estaba obligado, por su trabajo, a congraciarse con él. No le cabía la menor duda de que se llevarían bien; nunca había conocido a un hombre ni a una mujer que se resistiesen a sus encantos. Se dedicó a granjearse la amistad de Hsiao. Cuando jugaban a las cartas, se cuidaba de perder la mitad de las bazas por un estrecho margen; cuando tramitaba una remesa de provisiones, le llevaba alguna cosilla a Hsiao. Le guardaba analgésicos para su dolor de espalda y medias de nailon para su esposa. Cuando el general Hsiao en persona le preguntó si podría tomar parte, junto a otros cuantos oficiales, en una pequeña incursión nocturna en la residencia de unos estudiantes radicales, Li Ang le dijo que sí.

La incursión tuvo lugar un sábado de madrugada. Alguien había oído por casualidad a unos miembros del proscrito sindicato estudiantil en un salón de té y los había seguido hasta su residencia, donde las ventanas con la luz encendida los habían delatado. Los oficiales vigilarían la residencia y la allanarían, encontrarían a los estudiantes radicales en sus cuartos y se los llevarían a la prisión militar. El plan era sencillo y la operación concluiría antes de las clases de la mañana. Los radicales desaparecerían sin dejar rastro.

Li Ang recibió la orden de esperar en la puerta trasera. Por el olor a agua de fregar platos supo que la puerta daba a la despensa y a la cocina. Los estudiantes rara vez usaban esa salida y sospechó que tal vez intentarían escapar por la cocina. Li Ang se quedó haciendo guardia en su puesto. Pronto despuntaría el alba. El edificio no dejaba ver el cielo del este, pero todo había mudado de negro a gris, el mundo se aclaraba en tonos uniformes, de manera que las hojas y la corteza del cercano alcanfor, el gris pizarra del alero y sus propios botones de latón presentaban diversos matices cenicientos. En el porche había unos cuantos tiestos con plantas yertas y descuidadas; en las escaleras, una docena de tejas de arcilla rajadas pero apiladas con sumo cuidado. Li Ang oyó el tañido lúgubre de la campana de la misión y, procedente de la calle, el crujido de un carro y la voz apagada de un hombre que hablaba con su búfalo. Se habían disipado los rumores de un ataque inminente y los granjeros regresaban a la ciudad a pesar del calor. Li Ang llevaba tanto tiempo parado que se le empezaba a cuajar la sangre en los pies, pero aun así no flaqueó. Lo de pasarse horas en pie era un juego para él. Otros soldados, en cuanto los dejaban solos, se ponían a desentumecer los músculos; había incluso quien se tambaleaba y caía al suelo. A Li Ang, en cambio, se le aclaraba la mente, de manera que llegaba a ver el canto afilado de una teja rota o las esquinas de un callejón con inusitada nitidez y riqueza de detalles. En esas ocasiones, sentía dentro de sí una aguda inteligencia física que se le desplegaba por pies, manos y hombros. Ahora, mientras esperaba, se sintió como un halcón cernido en lo alto del luminoso firmamento; veía todas las formas recortadas en el suelo y era capaz de distinguir la más mínima sombra, el más mínimo movimiento de un ratón.

Oyó un crujido sordo y, a continuación, unos cuantos golpetazos rápidos -la puerta abriéndose de golpe- y los pisotones apresurados de unos hombres con botas irrumpiendo en el edificio. Oyó cómo se separaban. Bien: no se habían topado con nada inesperado; se atenían al plan. Unos cuantos se repartirían por las habitaciones del primer piso, incautándose de todo libro o material sospechoso que encontrasen a su paso. Otros subirían las escaleras y encontrarían a los radicales en sus dormitorios del segundo piso. Oyó varios gritos, alguna que otra pregunta en tono de sorpresa y el ruido de una silla derribada. Se mantuvo a la escucha durante un minuto largo hasta que oyó lo que había estado esperando.

Unos pasos más acelerados, solitarios, cercanos. Un único individuo por las escaleras. El sonido del picaporte girando. Rápidamente, sin pensárselo, se fue hacia la puerta y la abrió antes de que el joven que apareció delante de él hubiese soltado el picaporte. Li Ang lo atrapó cuando ya se había lanzado escaleras abajo.

– Queda usted arrestado -le espetó. Lo empujó contra la pared; le retorció los brazos tras la espalda y lo retuvo allí, sin dejar de escuchar. No oyó que se acercasen más fugitivos.

Se quedaron quietos unos segundos. Li Ang sólo le veía la nuca, el lóbulo de la oreja. No podía verle la cara, aplastada de lado contra el muro, pero tuvo la impresión de que el hombre adoptaba un aire contemplativo, como si estuviese escuchando. Se le habían soltado las gafas. Li Ang se preguntó adónde habrían huido los demás estudiantes. Dentro, las pisadas resonaban aquí y allá. Oyó el ligero estrépito de un catre caído y el súbito estruendo de un escritorio derribado. Se volvió hacia su prisionero, que seguía con la mejilla aplastada contra la pared y las gafas colgando de una oreja. Por un momento, los gruesos cristales redondos emitieron un destello blanquecino y reflejaron el cielo de la mañana y las ramas del alcanfor.

Mientras sujetaba al joven contra el muro, se convenció de que ya había vivido todo eso antes. El olor del pelo sin lavar, la forma de la cabeza, la forma de la oreja. Le parecía que aquellos instantes transcurrían lentísimos, ¿o acaso ese pausado asombro no era sino la forma que el incidente adoptaría después en su recuerdo? Lo único que sabía es que reinaba un absoluto silencio. El cielo pálido resplandecía sobre sus cabezas como el interior de una concha.

– Queda usted arrestado -le dijo, esta vez sin alterarse.

El prisionero giró la cabeza. Unos ojos miopes bizquearon en dirección a su cara.

– Gege -dijo.

La voz sonaba apagada; el tono, familiar.

– ¿Cómo? -exclamó Li Ang-. ¿Qué haces tú aquí? ¿Qué te crees que estás haciendo aquí?

– ¿Qué haces tú, gege?

– Chist -dijo Li Ang, recuperándose del pasmo. A su hermano todavía le daría tiempo a escapar-. Si te das prisa…

Se oyeron unas pisadas a la vuelta de la esquina.

– ¿Qué pasa aquí?

Era Pu Sijian.

Li Ang trató de hablar:

– Ha habido un malent…

– Estupendo. Has atrapado a uno.

Y por algún motivo inexplicable, Pu le arrancó las gafas de la cara a Li Bing y las arrojó a la sombra del alcanfor.

– ¿Por qué haces eso? -exclamó Li Ang. Hizo ademán de ir hacia el árbol para buscar las gafas, pero se acordó de su rango. Miró a su hermano. Lo que vio le hizo olvidarse de lo que estaba pensando. Li Bing tenía las manos puestas contra la pared. Permanecía inmóvil, exponiendo su flaca espalda, con la oreja pegada al muro y los ojos cerrados, Li Ang nunca supo si en un gesto instintivo de protección o temiéndose lo que habría de ocurrirle después. El caso es que al verlo con las manos en alto, Li Ang se quedó helado.

Se abrió la puerta y salieron de sopetón otros dos hombres.

– ¡Eh! -gritó Pu, yéndose hacia ellos.

Con idéntica presteza, Li Bing se apartó del muro y se lanzó por Pu, placándolo a la altura de las rodillas. A Li Ang aquel gesto infantil le resultó tan familiar que casi se echa a llorar.

Pu, que era un hombre robusto, derribó a Li Bing como si fuese un becerro de búfalo y lo inmovilizó boca abajo contra el suelo.

– A éste me lo cargo -dijo, poniéndole la pistola en la nuca.

Durante un instante, Li Ang se quedó petrificado. El grito que no dio vibró en el aire: ¡Mi didi! ¡Es mi didi! Pero inmediatamente se dio cuenta de lo que acababa de hacer su hermano. Li Bing se había aprovechado de su propia sorpresa. Había pegado la oreja a la pared y había oído acercarse a sus amigos. Había permitido que los otros dos huyeran. Se había resignado a que lo capturasen. Li Ang cayó en la cuenta de que su hermano era un comunista.

A última hora de la tarde, aunque hacía tanto calor que lo único que quería era darse un baño de agua fría, Li Ang tomó una calesa y le dijo al hombre que tiraba de ella que lo dejase en la carretera general, a escasa distancia de la residencia. Recorrió a pie el resto del camino y se fue por la trasera del edificio. Allí estaba la pared en cuestión, pálida a la luz del crepúsculo. A pesar de la confusión y de la incautación de los libros, muchos de los estudiantes habían vuelto. Salía vapor de la cocina y le llegó un olor a gachas de arroz. Un anciano, un sirviente, sudaba la gota gorda acarreando chirriantes cubos de agua de punta a punta de la cocina. Li Ang escupió en el suelo. Era reacio a acercarse de nuevo al lugar. Trató de recordar dónde estaba el capitán cuando arrojó las gafas. Volvió hasta el viejo alcanfor, con sus hojas caídas e indiferentes. Registró al pie del árbol y luego en la tierra, pero no encontró nada.

Al llegar a la prisión pidió hablar con el carcelero.

– Ha habido un error -dijo-. El detenido en la redada de la residencia de estudiantes no era un radical. No era de los agitadores. Sólo estaba de guardia en la cocina. Ya iba a dejarlo marchar cuando me pidieron que corriese tras los otros.

Se hizo un silencio expectante. Li Ang se dio cuenta de lo ridículo de la situación. El carcelero no quería excusas, quería dinero. Li Ang sacó lo que tenía, tres dólares de plata. El carcelero cogió las monedas y volvió a enfrascarse en el periódico.

Li Bing lo miró con los ojos entornados, cerrados sobre sí mismos como quisquillas secas. Esta vez no pronunció palabra.

– He ido a ver si encontraba tus gafas, pero nada -le dijo-. ¿Necesitas algo?

– Un cigarrillo no estaría mal.

Li Ang respiró hondo.

– Dime, ¿eras uno de ellos… de los radicales, quiero decir?

Li Bing se sonrió.

– Me parece que no te puedo contestar.

Li Ang volvió a intentarlo.

– Mira -le dijo-, es probable que pueda sacarte de aquí. Pero lo que quiero saber es…

– ¿Quién te ha pedido que me saques?

– ¿Cuándo has cambiado? ¿Cuándo te has hecho así?

– No tengo conciencia de haber cambiado.

Li Ang no supo qué responder. Pasados unos minutos se marchó de la prisión.

Los titulares de los periódicos daban cuenta de las últimas negociaciones con Occidente; una vez más, Chiang Kai-chek declaraba la necesidad de dinero y provisiones. Un artículo aseguraba que el último ataque japonés contra Changsha había encontrado una férrea resistencia. A pie de página, Li Ang vio una pequeña noticia acerca de una exitosa redada efectuada la víspera en una residencia de estudiantes. Se habían destruido muchos kilos de material subversivo y se había detenido al cabecilla de una banda de peligrosos estudiantes radicales. Su fianza ascendía a ochocientos dólares de plata.

Por un momento, pensó esperanzado en su tío, sentado en su tiendecita contemplando su poster favorito, el de la mujer sexy fumando un cigarrillo. Pero sabía que Charlie ya no disponía de tamaña suma de dinero. El trabajo de tenedor de bastimentos apenas si rendía beneficios. Li Ang podría haber intentado vender algunos artículos de estraperlo, pero no tenía tiempo para hacerlo como es debido. Sólo le quedaba una alternativa. Se dirigió al cuartel general del ejército.

Querida esposa. Necesito 800. Puedes mandar giro. Li Ang

Hacía once meses que no veía a Junan. Se había llevado una decepción al enterarse del sexo del bebé -otra niña-, pero ahora descubrió que realmente extrañaba a su mujer, y que la naturaleza de su añoranza era concreta y sorprendente. No era amor ni pasión lo que tenía en mente, sino el orden y la claridad que siempre la rodeaban como un clima apacible. Su mujer tenía la capacidad de penetrar cualquier situación. Ojalá la tuviera a su lado, pensó, para poder contarle lo que había pasado y preguntarle, como quien no quiere la cosa: «¿Tú qué opinas?». Ella le habría aconsejado con sagacidad e inteligencia.

La respuesta fue casi inmediata.

Marido. Dificultades financieras. Sólo puedo mandar 200. Junan.

Eso era intolerable. Junan podía reunir el dinero fácilmente. Le telegrafió de vuelta.

¿Puedes conseguir dinero? Necesito los 800. Li Ang.

Esperó toda la tarde en el cuartel. Finalmente llegó la respuesta.

¿Para qué quieres el dinero? Junan.

Se sentó derecho, echó los hombros hacia atrás. ¿Cómo podía negarse? ¿Quién se creía que era? Se le ocurrió que podría haberse salido con la suya diciéndole la verdad -apelando a su compasión y creencia en los valores familiares- o adoptando una actitud sumisa. Pero él no era de ésos. Y tampoco quería que Junan viese lo poco que tenía, con su hermano en prisión y él mendigando dinero como un pordiosero.

Le respondió con otro telegrama.

Olvídalo. Asunto arreglado.

Salió del cuartel y fue andando hasta la ciudad. No tomó una calesa. No tenía claro adónde iba y tampoco quería que nadie percibiese lo alterado que estaba. Caminaba a grandes zancadas en mitad del calor reinante; a un lado y a otro, las casas espejeaban mientras se adentraba en la ciudad: los muros más historiados dejaban paso a los roñosos ladrillos de las viviendas más modestas; calles y callejones se iban haciendo más frecuentes. La población de Chongking se había doblado en los últimos meses. Por todas partes se veían indicios de superpoblación: edificios en ruinas pero habitados, mendigos gimoteando, familias acampadas en las aceras. Oyó una algarabía de dialectos; nativos de acento cantarín se mofaban de los beligerantes recién llegados. Lo agredió el hedor de la col hervida mezclado con el más siniestro de las aguas residuales. La calle se volvió más concurrida; un grupo de mujeres lanzando al patio su sudorosa red de chismorreos; pequeñas pandillas de chiquillos recién salidos del colegio con cometas bajo el brazo; viejos con la vida caducada, sentados y observando desde los márgenes. Se oyó la llamada de un vendedor de té ambulante, seguida del plañido de la flauta de un adivino ciego; un sonido agudo y desconsolado que perforó el aire. El hombre estaba sentado bajo un alero, exhibiendo lastimeramente las suelas gastadas y polvorientas de sus zapatos.

¿Por qué no le habría dicho a Junan, simple y llanamente, que Li Bing estaba en apuros?

No habría podido explicarle el susto que se había llevado al reconocer la cara de su hermano. No acertaba ni a explicárselo él mismo. Recordó la luz grisácea del amanecer, la umbría entrada del edificio con las tejas rajadas en los peldaños. El eco de las pisadas en las escaleras, el salto para atrapar al fugitivo, el empujón contra la pared, sus manos en alto. Aquella voz queda: «Gege». La forma en que su hermano decía «gege», única entre millones de hermanos menores.

Podía ser peligroso para su carrera que Junan se enterase del lío en que se había metido Li Bing. ¿Y si se le escapaba algún comentario, como les pasaba a las mujeres, durante una partida de mahjong Esas mujeres se lo contaban todo unas a otras y después les soltaban la información a sus maridos. Los comunistas y los nacionalistas se habían aliado para luchar contra los japoneses. Ahora que el avance del enemigo se había estancado, las viejas hostilidades estaban resquebrajando la alianza. A Li Ang le habían llegado rumores de que tras las líneas enemigas había estallado la guerra civil.

Pero lo más importante era una cuestión de principio: toda mujer ha de obedecer a su marido.

Tras siete años de matrimonio Li Ang tenía claro que se había casado bien. Muchas otras mujeres eran tontas, incapaces de llevar un hogar, y despilfarraban el dinero de sus maridos en dispendios innecesarios o en opio. Otras envejecían mal y armaban escenitas bochornosas. No le dejaban a uno ni respirar. Junan no tenía ninguno de esos defectos. Era pragmática e independiente, además de hermosa y leal. Debía de imaginarse que de cuando en cuando su marido iba a chaweis y se acostaba con otras: llevaba mucho tiempo lejos de ella, lejos del hogar. Pero no era posesiva. Rara vez trataba de retenerlo.

Se le había sometido físicamente, pero ¿bastaba con eso? Le vino a la mente la imagen de una Junan satisfecha y recostada en los almohadones, con el resuello agitado y el pulso, todavía acelerado, palpitándole brillante en su blanca y esbelta garganta. Ahora ella le había revelado la verdad: le estaba dando largas. Li Ang no era capaz de conseguir lo que quería. O quizá era que nunca había necesitado nada; simplemente se había conformado con lo que ella tuviese a bien darle. Le inquietaba estar casado con una mujer para la cual el más mínimo acto, el más mínimo comentario, eran toda una estrategia. No era ésa la imagen que en un primer momento se había formado de su esposa.

Volvió a su despacho. Su administrativo, un cantonés, chapurreaba un mandarín macarrónico y su ayudante, un nativo, hablaba sichuanés. Los dos se comunicaban exclusivamente a base de escupitajos, muecas y los recados delirantes que se intercambiaban. Trataron de describirle la pesadilla de ineficacia que atenazaba a las líneas de suministro desde Birmania. La carretera de Birmania, aunque recién inaugurada, ya se había convertido en un atolladero eterno: jefes de subestación que sobornar, papeleo que cumplimentar, maquinaria averiada, necesidad de compulsar hasta el más ridículo detalle. Repasó una y otra vez la lista de las provisiones que le había encargado Sun y vio que no sería capaz de obtener casi ninguna. Había confiado en la carretera de Birmania.

Mientras intentaba poner orden en aquel desbarajuste, sentía orbitar su ira en torno a un punto peligroso. Intentó aplacarla, pero se acordó de lo tenso que a veces se le ponía a Junan el labio superior en algunas de las conversaciones que mantenían. Jamás le había dicho que estuviese insatisfecha con él, ni lo había criticado. Pero ahora se le hizo la luz: su mujer no se fiaba lo más mínimo de nada que no controlase con sus propias manos.

Por primera vez se hizo cargo de lo radicalmente distintos que eran. Desde temprana edad, cuando aún usaba calzones abiertos, [6] Li Ang había tenido clara la ventaja de dejar varias opciones abiertas, de mantener sus deseos sueltos y flexibles como la red de un pescador, a la espera de cualquier presa que cayese atrapada en ella. Le había sacado mucho provecho a ese método. Había entrado en el ejército; lo habían ascendido; se había casado con Junan. Jamás se le había pasado por la cabeza que alguien pudiese considerar ese método indigno o poco fiable, como tampoco se le había pasado por la cabeza que pudiese existir una contradicción entre cualquiera de sus deseos.

Junan no funcionaba así. Tampoco es que él hubiese pensado mucho en la naturaleza de la mente femenina, pero sí que había llegado a descifrar una cierta mirada distante y porfiada de su esposa, que significaba que algo quería. Y cuando de veras quería algo, ya no se conformaba con nada más. Li Ang empezó a tomar conciencia de que ella practicaba el arte de albergar un único anhelo, de que escogía un modelo y pedía un deseo y lo lanzaba al cielo como una enorme cometa, espoleándolo, poniéndolo a prueba de los vientos del mundo, largando cuerda, más y más cuerda, hasta dejarlo suspendido sobre su cabeza como una estrella. Entonces ella se quedaba en tierra, aferrándose con todas sus fuerzas a un único pensamiento.

¿Y él? ¿No sería él mismo, simplemente, otra de esas resoluciones que acostumbraba a tomar su mujer? Siempre había considerado su matrimonio con Junan como señal de su propio poderío y buena suerte; nunca le había dado por pensar que la sustancia viscosa que los mantenía unidos fuese el deseo y la fortaleza de su mujer. Tal vez ella le echó el ojo y tomó una decisión, y, desde ese preciso instante, él ya estaba desahuciado. Ahora eran marido y mujer. Ella había conseguido lo que quería. Así y todo, le constaba que su mujer no era feliz a su lado. No porque se hubiese vuelto más feo, ni más cascarrabias, ni fuese menos prometedor que unos años atrás, sino porque estaba empeñado en llevarle la contraria.

Recurriría al general Hsiao. Se preguntaba cómo demonios iba a explicarle el asunto. Estaba claro que sólo aceptaría la verdad, y nada más que la verdad. Se recordó, una vez más, que los comunistas y los nacionalistas oficialmente no estaban enfrentados: tres años antes habían firmado una tregua que seguía en pie. No se consideraría imperdonable tener un hermano comunista. Con todo, tendría que pedirle a Shsiao que no se lo contase a nadie. La mañana siguiente fue corriendo al cuartel general.

– Lamento profundamente tener que molestarle para pedirle un favor -comenzó diciendo.

Se fijó en que Hsiao parpadeó al oír esas palabras. El resto de su cara -huesos redondos y carrillos pálidos y comidos de viruela- estalló en una sonrisa. El general le aseguró que no habría problema en soltar a Li Bing. Ningún problema. En cuanto al favor, estaba seguro de que algún día el mismo Li Ang estaría en condiciones de concederle alguna cosilla que otra. Li Ang recordó la advertencia de Pu, pero sintió un alivio inmediato. Salió animado del despacho.

Esa misma semana recibió un recado de Hsiao Taitai pidiéndole que acompañase a Baoyu, su hija pequeña, y a sus amigas, a la ópera.

El general Hsiao, a quien las niñas le eran indiferentes, había dejado la cuestión de la nominación de todas sus hijas a criterio de su anciana madre, que por haberse criado en el campo tenía debilidad por las flores. Así que fueron Juyu (Crisantemo Jade), Meiyu (Rosa Jade) y Baoyu (Capullo de jade) quienes se ocuparon de peinarle a su abuela el cabello cada vez más ralo y de darle de comer gachas. La anciana, que se había pasado media vida enferma, había sorprendido a todos muriéndose de repente el año pasado; su semblante adusto y apergaminado seguía vigilando a la familia desde un retrato en blanco y negro colocado en la mesa del incienso. En la época en que Li Ang se trasladó a Chongking, las hijas de Hsiao acababan de empezar a vestirse nuevamente de colorines y la casa entera irradiaba un brillo de alivio.

En esa familia, la autoridad estaba en manos de la esposa de Hsiao; Li Ang lo sabía por boca de unas mujeres de la ciudad que, al enterarse de que estaba casado, se habían confiado a él. A pesar de no haber dado a luz ningún varón y a pesar del mal carácter del general, Hsiao Taitai llevaba la voz cantante. Su marido no tenía concubina; se decía que Hsiao Taitai le habría hecho la vida imposible. Hsiao Taitai también movía los hilos de la sociedad capitalina. Había estudiado con los misioneros y hecho amistades cruciales entre las alumnas estadounidenses. Hablaba inglés con soltura y daba frecuentes cenas en su casa, a las que convidaba a sus amigos estadounidenses y a otros extranjeros. Los hombres más ambiciosos ansiaban asistir a esas cenas. La noche en que Li Ang llegó a recoger a Baoyu para llevarla al concierto era la primera vez que entraba en esa casa.

El general Hsiao vivía en la ladera más segura de una colina; en la base estaba excavando un refugio antibombas para uso personal. Li Ang subió los escalones que conducían a un espacioso porche donde lo recibió un portero que le indicó el camino a un salón. Hsiao Taitai le dio la bienvenida. Era una mujer bajita y regordeta de facciones menudas y con el rostro espolvoreado de blanco. Cuando sonrió, los ojos se le agrandaron de alegría y compasión, y Li Ang se dio cuenta de que en su día debía de haber sido bellísima.

– Le pido disculpas, mi hija es muy lenta. Enseguida estará lista.

Hsiao Taitai le presentó a sus dos hijas mayores. Juyu, la primogénita, acababa de prometerse con uno de los favoritos de su padre, el coronel Tang, que había esperado pacientemente durante todo el luto, aunque, a juicio de Li Ang, había contado con un poderoso incentivo. Entre tanto, a Tang lo habían ascendido a general de brigada. Ahora, por fin, iban a casarse. Juyu era bastante alta y, aunque tenía algo de la masculinidad de su padre en su actitud y en las carnosas mejillas, todo el mundo aludía a su belleza.

Su hermana Meiyu era menuda y estilizada, con exquisitas facciones de alabastro. Había aprendido a leer y escribir poesía inglesa y china clásica. Cantaba en el coro metodista y tocaba el piano. Era la más inteligente y guapa de las tres, y llevaba varios años llamando discretamente la atención de casi todos los subalternos de su padre. Pero a Li Ang se le atravesó en el acto; tenía una manera de fruncir los labios que le resultó sentenciosa y monjil.

Se alegró al descubrir que Baoyu era risueña y lanzada, nada que ver con las hermanas. Hoyuelos en las mejillas, labios rojos y curvos, ojillos vivarachos. El gobierno había decretado inmorales e ilegales las permanentes, pero Baoyu llevaba el pelo rizado como una estrella de cine occidental. Li Ang se preguntaba si al tocarlo estaría tieso. Los pechos y caderas redondeadas insinuaban un placer sensual. Mientras salían al encuentro de sus amigas, Li Ang se volvió hacia ella para decirle algo y captó un intenso y dulzón aroma a flores.

Más tarde le contó a su hermano que, comparada con Junan, Baoyu era una chica más normal y corriente, pero muy simpática, de charla fácil.

– Aléjate de ella -le dijo Li Bing-. Ni siquiera la conozco, pero no entiendo a tu general Hsiao. Sabiendo que estás casado y que eres un forastero, ¿por qué querría relacionarte con su propia hija?

– Es muy atractiva -dijo Li Ang-. Le gusta ir a la ópera y sus amigas son chicas bastante fáciles. Es más seguro que la escolte un hombre casado.

Li Bing meneó la cabeza. Los dos hermanos estaban sentados en un salón de té del barrio, donde los camareros servían el té con unas teteras de pitorro fino y alargado, al estilo de Sichuan, esto es, vertiéndolo desde bien alto como si fuese una sustancia letal. Li Ang estaba de buen humor. La velada con Baoyu y sus jóvenes amigas le había levantado el ánimo, y además estaba feliz de ver a su hermano fuera de la cárcel.

A Li Bing lo habían puesto en libertad inmediatamente a petición del general Hsiao. Aunque Li Ang se había visto obligado a decirle a Hsiao que el preso era su hermano, ahora se sentía incapaz de revelarle a Li Bing su papel de mediador en la liberación. Lo que quería, en cambio, era enterarse de qué había estado haciendo su hermano en ese lugar; de cómo podía haberse involucrado en una acción subversiva. Li Ang era el gege, el hermano responsable, y se las había apañado para que soltasen a Li Bing. Pero ahora tuvo la sospecha de que se había pasado de optimista al suponer que podría mantener una charla distendida con su hermano. Li Bing tenía encogidos los huesudos hombros y comía cacahuetes a dos carrillos con un gesto hosco y distante.

Li Ang abrió fuego.

– ¿Qué hacías exactamente en la residencia de estudiantes?

Al oír la pregunta, Li Bing paró de masticar como si hubiese mordido un cacahuete podrido.

– Obviamente, no estaba trabajando con nadie que te interesase conocer. Nada de matones, americanos ricos, burócratas ni contrabandistas.

– Mmm -murmuró Li Ang-. Bueno -volvió a intentarlo, procurando mantener un tono de voz afable-, ¿y qué tal la familia? ¿Cómo está Junan?

– Y yo qué sé, si hace casi un año que no la veo.

– Más llevo yo fuera de casa.

– Me parece que le iba de maravilla. Se bandeaba estupendamente, teniendo en cuenta las circunstancias. Me duele haberlas dejado. Pero es que, o me largaba, o les buscaba un problema.

A Li Ang le molestó esa alusión a la política. Además, el reciente intercambio de telegramas con Junan lo había herido.

– Hombre, tanto como de maravilla…

– Qué sabrás tú -dijo Li Bing, hurgando en el platillo de cacahuetes.

– Es una mujer muy competente.

Li Bing dejó el plato de cacahuetes en la mesa.

– Y muy valiente. Estoy seguro de que quiere venirse a Chongking.

– Está mejor donde está. Pronto derrotaremos a los japoneses y entonces…

– ¿Cómo vais a derrotarlos? ¿Escondiéndoos en este villorrio de mala muerte y emprendiéndola contra los comunistas? ¿Volviendo al pueblo en vuestra contra con esa actitud matonesca? No tienes ni idea de la imagen que tiene el pueblo de vuestra camarilla de generales. Y en cuanto a tu Generalísimo…

– A lo mejor te crees que podéis derrotar a los japoneses vosotros solos…

– Ese Generalísimo vuestro es un vulgar caudillo.

– No -se oyó decir a sí mismo Li Ang con sorprendente firmeza-. Nadie tiene derecho a juzgar a un hombre hasta ver cómo muere y cómo se le recuerda.

Se quedaron callados unos instantes.

– Mira, gege -dijo Li Bing, aprovechando el silencio-. Escúchame. Tú no entiendes por qué desconfío tanto del poder. Es porque cuando has visto la crueldad, cuando la has sentido en tus propias carnes, ya nunca vuelves a ser el mismo.

– Venga, no te pongas tan melodramático, que a los dos nos educaron igual.

– No. Tú siempre fuiste más fuerte. Tomabas parte en todo; nunca tuviste que limitarte a mirar. Esos tipos del gobierno… Ese general Hsiao tuyo es otro Sun Chuan-fang. ¿Y te acuerdas de aquel chico del barrio, en Hangzhou, al poco de mudarnos, que se llamaba Chang? Me tenía acogotado, siempre acosándome a la salida del colegio…

La sombra de un recuerdo le cruzó la mente. Vio, fugazmente, a un niño corpulento cuyo rostro paliducho y ojos pequeñajos mostraban una frialdad perturbadora, inhóspita.

– Eran muchos los niños que te acosaban a la salida del colegio -dijo-. Eras un empollón escuchimizado. ¿Qué quieres, que me acuerde de todos los líos de los que tuve que sacarte?

Li Bing no respondió. En ese momento pasó el camarero y Li Ang le pidió más té con un gesto. Era el momento de volver al tema. Observó con una mueca irónica el enorme chorro de té y cuando el chico se hubo retirado, dijo:

– De acuerdo, esta ciudad está abarrotada de gente. Cuando hasta para servir té hace falta una aptitud especial que sólo se consigue entrenando, está claro que sobra mano de obra y faltan puestos de trabajo.

Siguió un instante de silencio. Li Ang volvió a la carga.

– He oído que en la oficina de enlace están buscando un administrativo que hable un mandarín aceptable para encargarse del abastecimiento.

Nada más pronunciar la última palabra, se dio cuenta de que había metido la pata.

– Muchas gracias -dijo Li Bing-. Es lo que he querido toda mi vida, ser un oficial de abastecimientos.

– Cállate -le espetó Li Ang-. ¿Qué tiene de malo un buen puesto de funcionario?

Li Bing escupió.

– Antes me muero de hambre.

– ¡A veces pienso que eso es lo que te va a pasar! -Li Ang sintió el ardor de su voz, pero siguió adelante-. Bueno, déjame que vea lo que puedo hacer. Preguntaré en la Oficina de la Superioridad Moral.

Ahora supo que se había pasado. Li Bing se quedó lívido. Tenía la misma cara insípida de siempre, sólo que ahora más demacrada e inexpresiva que nunca, toda ángulos y aristas. Por un momento Li Ang se sintió incómodo, casi asustado.

– Venga, hombre -le soltó-. Al fin y al cabo, ni siquiera tú estás hecho de ideales. Tienes que comer y dormir como todo hijo de vecino.

– Si te refieres al hecho de que no me esté quedando en tu casa, no intentes hacerme cambiar de idea. No tengo intención de instalarme allí y trastocar tu vida social.

– Sabes que eres bienvenido.

Li Ang estaba orgulloso de su enorme apartamento.

– No voy a aceptar tu apoyo.

– Sabes que, estrictamente hablando, nuestros bandos están en paz.

– Tengo que irme -dijo Li Bing, llevándose la mano al bolsillo.

– Ni lo sueñes.

– He dicho que quiero irme. ¿Es que no puedo?

– Puedes irte donde te dé la gana. Me refiero a que no sueñes con que vaya a dejarte pagar la cuenta. Aquí el único que tiene trabajo soy yo.

– Exactamente -dijo Li Bing.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que no necesito que lo que en esencia no es sino el ejército mercenario de T. V. Soong [7] me pague el té, por repletos que tenga los bolsillos.

Li Ang se olvidó de responderle. No podía apartar los ojos de su hermano. Lo vio en su rostro: un destello, un fogonazo de agresión física. De pronto, Li Bing se inclinó sobre la mesa y estiró el brazo por encima del hombro de Li Ang. Éste se giró para ver dónde señalaba. Justo delante de sus narices, Li Bing le tendía al camarero un puñado de monedas.

Li Ang no lo pudo resistir y le dio con la cabeza en el brazo. Las monedas saltaron por los aires en todas las direcciones. Li Ang asintió con la cabeza y volvió a mirar hacia la mesa, justo a tiempo de ver cómo Li Bing, con las gafas torcidas, se abalanzaba por encima de los platos vacíos y lo embestía. Li Ang sintió que el mundo se inclinaba. Su silla se cayó al suelo estrepitosamente. Li Bing saltó de la mesa y cayó encima de él.

Li Ang clavó los ojos en los de su hermano y los encontró inmutables, obcecados. Se sonrió. Li Bing era liviano como una mosca y Li Ang sabía que en cuanto recobrase el aliento se lo quitaría de encima con facilidad. Los camareros fueron hacia ellos desde todas las direcciones y los hermanos los apartaron a empujones. Li Bing peleaba con una fuerza y una concentración sorprendentes. Pero la pauta de sus trifulcas infantiles no había variado: Li Ang no tardó en dominar a su hermano. Sentado en las espaldas de Li Bing, pagó la cuenta. Li Bing se puso en pie, macilento y furioso.

– ¡Utiliza el cerebro! -gritó-. ¡Tus generales no están luchando de verdad contra los japoneses! Sólo están esperando ayuda extranjera. ¡Y tu gobierno es un parásito del pueblo chino!

De repente todo el establecimiento se quedó en silencio.

– Ahora compórtate -dijo Li Ang-. Este parásito va a pagar los platos rotos.

Li Bing se alejó con paso acechante. Mientras miraba a su hermano salir del local, Li Ang se percató de que alguien lo observaba desde una mesa redonda situada en un rincón. Era el general Hsiao, sentado con varios oficiales. Se preparó para la reprimenda, pero cuando se acercó a disculparse, el general se limitó a señalar que esa noche su mujer daba una cena para varias personas y que estaba invitado.

Mientras se preparaba para la cena, Li Ang se sintió rebosante de energía y optimismo. Se paseó por su apartamento. Se miró las cicatrices en el espejo; planas y descoloridas, parecían desdibujarse a la luz del crepúsculo. Invirtió más tiempo de la cuenta en cepillarse el uniforme; ya era hora de contratar una criada. Tenía un cuarto libre y además le gustaba la idea de convivir con una chica, una de esas sichuanesas de cintura de avispa y hablar barriobajero.

Su ilusión fue aún mayor cuando vio que lo habían sentado a la vera de Hsiao Taitai. Seguro que a ninguno de los invitados se le habría escapado tamaña muestra de favoritismo. Al tomar asiento le costó reprimir su entusiasmo. Se puso manos a la obra con la cena. Nada más llegar a Chongking había descubierto que, para integrarse del todo, tenía que aprender a comer las fortísimas especialidades locales. La cena de esa noche llevaba todavía más huajiao de lo normal, lo cual decía mucho de la influencia de Hsiao, pues los mejores chiles, como el resto de viandas, amén de escasear, eran caros.

Felicitó a Hsiao Taitai por la comida.

– Mi esposa nunca cocinaba así.

– De modo que está usted casado -dijo ella.

– Sí.

– ¿Por la iglesia?

– ¿Perdón?

– ¿Fue una boda cristiana?

– No -respondió-. Tradicional.

Se arrepintió de saber tan poco del cristianismo. Muchos oficiales de alto rango, incluido el propio Sun Li-jen, habían estudiado en los Estados Unidos o en los colegios de las misiones americanas.

– Debe de ser duro para su esposa estar al otro lado del frente.

– Es una mujer muy independiente -dijo él.

– Ah, bueno, eso es una suerte.

No supo qué responder. Volvió a acordarse del intercambio de telegramas con Junan.

Después de varias semanas visitando a los Hsiao, Li Ang se percató de que la hija pequeña siempre le andaba cerca. Cuando iba a cenar, la sentaban a su lado. Cuando él le decía algo, a ella se le alegraban los ojos. Qué diferente de Junan, que casi siempre recibía sus palabras con una flema inescrutable.

– No habla usted mucho de su esposa -le dijo un día Baoyu, después de cenar.

– Bueno, es que mi esposa… -respondió Li Ang, con un gesto entre afirmativo y desdeñoso.

– ¿Fue un matrimonio concertado?

– Sí, bueno…

Ella asintió con la cabeza y rápidamente cambió de tema.

– ¿Qué le parece Sichuan?

– Es un buen lugar -dijo Li Ang.

Ella arrugó la nariz.

– Venga ya, por favor. En verano te asas de calor y en invierno la lluvia te cala hasta los huesos.

– Quizá es que no llevo aquí lo bastante como para saberlo -dijo Li Ang cortésmente.

– Dígame, ¿se ha planteado afincarse aquí de por vida?

– No lo he pensado.

Un día le describió la conversación a Pu Sijian.

Pu era un alma cándida, un converso al cristianismo que andaba por ahí con la Biblia en el bolsillo y rezaba un padrenuestro antes de cada comida. Pero cuando Li Ang terminó de hablar, Pu sacudió lentamente la cabeza.

– Ahí hay algo raro -dijo.

– ¿A qué te refieres?

– Si saben que estás casado, ¿por qué te presionan con su hija? Además, si la niña fuese decente, no debería alternar con ningún hombre.

– No me están «presionando» con Baoyu en absoluto. Nos caemos bien y punto. ¿Qué hay de malo en mantener una conversación agradable con una jovencita durante la cena?

– Debería estar con sus hermanas.

– Bien, resulta que soy un hombre casado, y los Hsiao quieren un hombre que pueda cuidar de su hija… -se le entrecortó la voz- pero…

– Pero ahí hay algo raro.

Li Ang frunció el ceño. ¿Por qué no debería Baoyu hablar con él? Sin embargo, al pensar en ello, se dio cuenta de que Pu Sijian tenía razón. Recordó el escepticismo de Li Bing. Se moría por tener un cigarrillo entre los dedos, pero Pu no fumaba.

– ¿Te parece que me estoy metiendo en un lío?

– No lo sé. Con tal de que los dos os limitéis a conversar a la vista de todos, no habrás hecho nada malo.

– Suena sensato -dijo Li Ang. Se levantó y agarró a Pu del hombro-. Ya me voy. Hsiao me ha pedido que salga con él esta noche a tomar unas copas. Gracias por el consejo.

Pu asintió. Se quedó sentado, mirándose las regordetas manos.

– Oye, Li Ang -dijo-. Quería pedirte un favor.

– Faltaría más.

– Siempre he tenido la sensación de que moriría lejos de mi tierra. Ahora que me han vuelto a destinar a Changsha, me pregunto si mi destino será morir allí.

– Qué tontería -dijo Li Ang-. No te va a pasar nada.

– Puede ser. Los designios del Señor son inescrutables. He recibido mucho. Espero que cuando me llegue la hora, sepa aceptar mi final con elegancia. Pero quería pedirte una cosa: si me ocurre algo, ¿cuidarás de Neibu y de mi hijo? Mi Neibu no es tan lista como tu Junan. Necesitará ayuda.

Los ojos de Pu, bajo aquella luz, parecían desteñidos. Li Ang volvió a agarrarlo del hombro; lo tenía rígido, encorvado.

– Por supuesto -le dijo-. Por supuesto que sí.

– Gracias.

– No te preocupes, Pu Sijian. Enseguida volveremos a encontrarnos y seguiremos quejándonos del mal tiempo.

Pu asintió con aire ausente. Li Ang se despidió y se fue a tomar copas con Hsiao.

Entre trago y trago de baijiu, el general Hsiao comentó jocosamente que Baoyu no le salía rentable. Estaba hasta arriba de trabajo; la lesión de la espalda le hacía sentirse viejo; no podía con Baoyu. Le gustaría casarla con un hombre dispuesto a aceptarla. Li Ang no supo cómo tomárselo. Casi todas las últimas cenas las había pasado sentado al lado de ella. No cabía duda de que el general se estaba planteando ofrecerle a su hija.

Una vez que se le hubo metido la idea en la cabeza, le costaba quitársela del pensamiento. Los oficiales sabían que tenía una esposa, pero también que había sido un matrimonio concertado. ¿Tan terrible era que un hombre que llevaba tantos meses lejos de su hogar, en época de guerra, buscase apoyo y consuelo en un segundo matrimonio con una mujer respetable? El Generalísimo había hecho lo mismo, y también muchos otros. Como decían todos, era mejor que estar solo. Y a Junan desde luego que no podría importarle; su situación tampoco iba a cambiar mucho. Siempre había sido muy independiente. Junan y él habían llevado una pacífica vida en común, una vida a la que podría no regresar jamás. Ahora la fortuna le brindaba otra opción que satisfaría más que de sobra sus necesidades, tanto las del presente como las de los años de guerra que le esperaban. Era toda una suerte que la familia Hsiao hubiese siquiera pensado en él, teniendo en cuenta su condición de casado. El emparejamiento era de lo más ventajoso y lo llevaría lejos.

Reprimió un súbito recuerdo del rostro plácido y hermoso de Junan, de su grácil figura cuando lo recibía en la puerta. No tenía sentido ponerse sentimental a más de mil kilómetros de distancia. Junan era una mujer hermosa, honorable y -estaba dispuesto a reconocerlo- admirable, pero él, en puridad, nunca la había elegido. Cuando se casó, le pareció estar haciendo lo correcto y más conveniente; fue una especie de oportunidad, pero no fue decisión suya. Por entonces era muy joven, un niño, en realidad. No sabía en quién iba a convertirse ni qué clase de vida terminaría llevando. ¿Cómo habría podido siquiera imaginar que prosperaría trabajando para la Policía Fiscal? ¿Que lo ascenderían dos veces y, más adelante, con un poco de suerte, tal vez una tercera? ¿Cómo iba él a saber entonces que los japoneses penetrarían tanto en el país que haría falta trasladar la capital? ¿Quién sabía lo que depararía el futuro?

Tenía otro problema, tan inútil y desconcertante como el del sentimentalismo amoroso. Había ocasiones -no acertaba a explicárselas, ni se las podría haber mencionado a Junan- en las que tenía la impresión de que los dos llevaban camino de caer en una trampa. En los momentos más placenteros que pasaron juntos, cuando la sacaba a pasear para exhibirla ante el mundo, a veces tenía la sensación de que el suelo se abriría bajo sus pies en el instante menos pensado. De que se precipitarían y se encontrarían perdidos en un mundo desconocido. Ahora, mientras dirigía su atención a Hsiao Baoyu, conjuró ese presentimiento. Era tan absurdo como la aprensión de Pu Sijian. Era una cobardía; era innecesario; no tenía que ver con Baoyu más de lo que había tenido que ver con su esposa.

Un día, al salir del despacho para almorzar, se llevó la sorpresa de encontrarse a su hermano esperándolo en la calle.

– Eh, gege. Tengo que hablar contigo.

– ¿Cómo?

Li Ang se llevó un susto.

– Chsss. Vamos a algún lugar más discreto.

Fueron a casa de Li Ang, que de repente se avergonzó del tamaño de su apartamento.

– ¿Quieres comer algo? -le ofreció.

Li Bing dijo que no con la cabeza. Era evidente que estaba preocupado.

– Me gustaría beber algo caliente -dijo-. Esta lluvia me está deprimiendo.

Li Ang cogió uno de los paquetes de Lucky Strike del general.

– ¿Un cigarrillo?

Li Bing sacudió la cabeza.

Li Ang habló con Mary, la joven criada que Hsiao Taitai le había buscado para que le llevase la casa. Mary no estaba interna pero se pasaba por allí todos los días para ver si Li Ang necesitaba algo. Era una huérfana que habían bautizado y criado los misioneros de la iglesia de Hsiao Taitai. Bajita y regordeta, tenía un lunar cerca de los carnosos labios y otro en mitad de la frente que le daba un aspecto exótico y, a la vez, perversamente religioso.

– Mi té me lo preparo yo, gracias.

– No seas ridículo.

Mary volvió con dos tazas de té. Li Bing torció el gesto pero luego le dio las gracias y se bebió la suya agradecido. Li Ang, en cambio, sólo lograba dar sorbitos, manteniéndose a la espera. Su hermano ya lo había sorprendido una vez y desde entonces Li Ang lo miraba con recelo. Algo tenía ahora en la cara -cierta lividez alrededor de la boca- que puso a Li Ang en guardia.

Finalmente Li Bing habló.

– Tu joven dama fue objeto de un buen escándalo.

– ¿De qué estás hablando?

– He estado haciendo averiguaciones. Dicen que la benjamina de los Hsiao, antes de que aprendiese a hacerse las trenzas, ya estaba liada con hombres. Pero eso no es nada. La verdadera historia, que no todo el mundo conoce, es que hace unos años se quedó embarazada de un soldado raso y tuvo un hijo. Todo eso con la abuela agonizando en su lecho de muerte. Por eso la familia guardó un luto tan prolongado, para poder esconder el embarazo de la chica. Al niño lo están criando en el campo.

– No había oído nunca esa historia.

– ¿Y por qué habría de tener nadie el más remoto interés en contártela, a ti, un extranjero? Además, ya se ocupa la madre de acallar los rumores. Porque otra cosa no será, pero competente, sin duda alguna. Si los generales fuesen la mitad de competentes que ésa, ya tendrían la carretera de Birmania asfaltada y custodiada veinticuatro horas al día.

Li Ang abrió la boca y la cerró.

– Eso es ridículo -dijo finalmente-. ¿Por qué iba a molestarse?

– La Policía Fiscal es una división lucrativa en la que se trabaja poco. Eres un protegido del general Sun, eso lo sabe todo el mundo. Y esta guerra podría prolongarse indefinidamente, hasta que a los Estados Unidos les dé por fin la gana de venir en nuestra ayuda.

– Soy un hombre casado.

Li Ang era consciente, incluso mientras las pronunciaba, de lo engoladas que sonaban sus palabras.

– Para esta gente las bodas no cristianas no cuentan. Mira a Chang Kai-chek.

Li Ang no respondió.

Li Bing cogió el paquete de Lucky Strike. Le quitó el mechero a su hermano y encendió la llama, que relumbró anaranjada entre sus largos dedos.

– Tengo más noticias -dijo-. Zhou En-lai me ha destinado a una aldea del norte. Voy a ayudar a desarrollar el potencial revolucionario de las áreas rurales.

– ¿Qué quieres decir?

– Que me voy de la ciudad -dijo Li Bing-. Lo he pensado bastante y no tengo motivos para no hacerlo. Las cosas están cambiando en este país. La gente está empezando a darse cuenta de que no tiene por qué sufrir acosos ni intimidaciones.

– Así que te vas.

– Sí. Por lo menos hasta el año que viene.

Más tarde, esa misma noche, al volver andando a su apartamento tras la cena en casa del general Hsiao, Li Ang repasó mentalmente la charla con su hermano y se preguntó si podría haberle dicho algo para disuadirlo de su propósito. No lo sabía.

A su alrededor se oían los ruidos humildes y desasosegados de una ciudad nocturna que rebosaba gente a causa de los varios cientos de miles de personas de más que albergaba. El repique de un martillo clavando una estaca en el suelo. El crepitar de miles de pequeños fuegos que escupían miles de pequeñas chispas y calentaban miles de teteras o latas llenas de agua para el té. Un millar de conversaciones silenciosas. Li Bing se marchaba de la ciudad. Li Ang recordó las palabras de su hermano. Había dicho que Hsiao era un matón, otro Sun Chuan-fang. «Tú siempre fuiste más fuerte… nunca tuviste que quedarte mirando… ¿Te acuerdas de aquel chico del barrio, en Hangzhou, al poco de mudarnos, que se llamaba Chang?»

Volvió a recordar aquella cara cuadrada y paliducha, aquellos ojos despiadados. La pelea había tenido lugar tal vez un año después de la muerte de sus padres. Acababan de mandarlos a Hangzhou, a vivir a casa de su tío. Hangzhou estaba a la sazón bajo control del caudillo Sun Chuan-fang, y los matones del barrio lo imitaban.

La tarde de la pelea Chang se presentó con otros dos muchachos. Li Ang se acordaba de la voz asustada de su hermano gritando desde el desván de su tío. «¡Corre, Gege Pero Li Ang se enfrentó a los tres. Li Bing bajó a echarle una mano. Naturalmente, no sirvió de nada: mientras chillaba como un condenado, uno de los grandullones lo tenía sujeto de los raquíticos bracitos.

– ¡Ríndete! -lo conminaron con sus voces ásperas-. Ríndete.

Pero Li Ang no se rindió. Sabía que si aguantaba, se ganaría su respeto. Recordó la sensación extraña y distante cuando se magulló la mano, cuando la costilla se le partió en el pecho. Vio cómo su puño bueno se estrellaba contra la dura narizota de Chang. La brillante y triunfal efusión de sangre. El ruido de Chang resollando por la boca. Por último, la honorable liberación de su hermano. Li Bing tenía los ojos como dos puñaladas en un tomate y la cara churretosa de lágrimas y mocos.

– ¡Idiota! ¡Tenías que haber parado! -gritó-. ¡Podían haberte matado!

Li Ang no había pensado en cómo sería visto desde fuera. Ahora, el recuerdo de la voz chillona de Li Bing le vibró en los oídos.

Dobló por su calle, oscura y desierta. La luna proyectaba en la calzada la sombra lóbrega de su edificio. Se había pasado los últimos días elucubrando un futuro como miembro de la familia Hsiao. El poderoso general, su jefe, habría sido su suegro, y Hsiao Taitai su suegra; habría sido como tener una familia completamente nueva. El hecho de que le estuviesen dando gato por liebre, de que, en esencia, todo el mundo lo tomaría por un primo y un idiota, lo cambiaba todo. Pero ya se había acostumbrado a su fantasía. Sin ella, el mundo parecía menos flexible, menos grandioso, y su vida menos segura.

En la penumbra del recibidor, encima de la mesa, había un sobre.

12 de febrero de 1938

Mi querido esposo:

En los últimos meses he estado pensado en cómo debes de estar buscando comida y compañía en las casas de los demás. No querría que pasases sin esas cosas, pero tampoco quiero contrariar tu deseo de que me quede con las niñas en Hangzhou, así que voy a mandar a mi hermana a Chongking para que te lleve la casa. Le he preguntado si tendría la amabilidad de hacerlo en mi ausencia. Siempre me ha obedecido en todo y está más que dispuesta a complacerme; además, creo que, tal y como están las cosas, este lugar es perjudicial para su salud. Creo que lo que siempre ha necesitado es una vida tranquila, doméstica y provinciana. A fin de resolver tus dificultades cuanto antes, te la he mandado para allá en avión. Llegará poco después de que recibas estas líneas.

Tu obediente esposa,

Junan

Un par de días después, al entrar en el piso, Li Ang notó inmediatamente que había llegado Yinan. El nuevo olor que percibió cuando Mary le abrió la puerta lo aterrorizó.

Estaba sentada en el salón, esperando junto a su baúl como si fuese un paquete que hubiesen entregado y dejado cerca de la entrada para su inspección.

A Li Ang se le cayó el alma a los pies.

– Bienvenida, meimei -dijo-. Gracias por venir. Espero que el viaje no haya sido muy duro.

– Gege. -No se atrevía a mirarlo a los ojos. Se sorprendió preguntándose, igual que había hecho siempre, cómo una mujer tan refinada y segura de sí misma como Junan podía tener una hermana tan ñoña y retraída.

– Ha llegado esta mañana -dijo Mary con un soniquete de hastío-. Le he enseñado la habitación, pero ha dicho que esperaría a que usted le dijese lo que tenía que hacer.

Saltaba a la vista que Mary estaba decepcionada con la visita, pues aquella mujer no impresionaba, ni por su estilo, ni por su autoridad o su conversación.

– ¿Quieres comer algo?

Yinan negó con la cabeza.

– No ha probado bocado en todo el día -dijo Mary-. Se ha dado un baño pero ha dicho que no quería comer nada hasta que llegase usted.

– Está bien -le dijo Li Ang a la criada-. Puedes retirarte.

La chica se esfumó en dirección a la cocina. Li Ang compuso una expresión cortés y se aproximó a su huésped.

Según se acercaba, le llegó un fresco olor a jabón y reparó en los surcos que el cepillo le había dejado en el pelo, peinado hacia atrás muy tirante.

– Me ha escrito Junan diciéndome que aquí estarías mejor -dijo-. No sabía que fueses a llegar tan pronto. Siento no haber estado aquí para recibirte.

– No pasa nada. Gracias por recibirme.

– He pensado que podías instalarte en el cuarto que tengo libre. ¿Quieres verlo?

Yinan asintió con la cabeza. Li Ang cogió el baúl metálico, que por desgracia pesaba lo suyo. Ella lo siguió en silencio; él abrió la puerta del cuarto y la invitó a entrar. Ya no se acordaba de lo pequeño que era. Se tranquilizó al ver el fragmento desflecado de alcanforero que se atisbaba por la angosta ventana. Sonrió, asintió con la cabeza y reculó hacia el pasillo.

Pocos días después, al volver a casa, percibió un intenso olor a quemado. Se encontró a Yinan en la cocina, trajinando entre los platos, el wok y la olla de barro.

– ¿Dónde está Mary?

– Una amiga suya se ha puesto mala. Le he dicho que ya me ocupaba yo de la comida.

– No te molestes -dijo él-. Casi todas las noches las paso fuera por trabajo. Cuando venga a cenar a casa, se lo avisaré a Mary. No deberías ponerte a cocinar nada.

– Junan me pidió que colaborase.

La chica seguía mirando al suelo.

– Lo que no querrá tu hermana es que hagas ningún esfuerzo.

– Me dijo que si yo estaba aquí, cenarías en casa.

– Qué tontería -dijo él-. Casi nunca ceno en casa.

Se enfadó con Junan, que no tenía ningún derecho, desde tan lejos, a decidir dónde cenaba o dejaba de cenar. Miró la mesa con recelo. Había un cuenco con pegotes de arroz -estaba claro que su cuñada no había conseguido cocer el arroz de forma uniforme- y unas cuantas judías verdes chamuscadas que se caían en pedazos. Cerca del fogón había otro cuenco con carne cruda de irreconocible procedencia.

– Se me ha olvidado que tenía que tenerlo todo listo para comerlo a la vez -dijo ella.

– No te preocupes. No tienes que hacer nada -respondió él-. Tu hermana se preocupa con la mejor intención, pero está equivocada. Estoy feliz aquí y me agrada tu compañía, pero no hace ninguna falta que te ocupes de las labores domésticas.

Sentado en la mesa, mientras trataba de engullir sin dar arcadas lo que ella le ofrecía, pensó en lo absurda que era la pretensión de Junan de que alguien quisiese comer nada de lo que guisaba su hermana. Yinan no había hecho otra cosa en toda su vida más que encerrarse en su habitación a leer, fabricar pajaritos de papel o pintarrajear con sus tintas y sus temples.

La mañana siguiente Li Ang le dijo a Mary que le preparase algo de cenar a Yinan pero a él no. Siguió alternando la mayoría de las noches en casa de los Hsiao, y los tres se adaptaron a una rutina. Yinan y Mary eran como dos mujeres que estuviesen cuidando de un soltero. Las veces en que Li Ang, movido por un sentimiento incómodo de culpa y responsabilidad, hizo por trabar conversación con Yinan, las charlas naufragaron en el silencio.

Yinan se levantaba muy temprano y preparaba el desayuno, y él, al bajar y encontrarse la mesa puesta, se sentía con la obligación de sentarse a comer. Sus creaciones siempre lo desconcertaban. Hasta entonces Li Ang nunca había reparado en que la comida buena -la comida casera, y bien preparada-, por sí sola, no llamaba la atención, mientras que la comida mala, por el contrario, no había forma humana de pasarla por alto. Los desayunos de Yinan siempre estaban algo chamuscados y a la vez algo crudos: la chica se las veía y se las deseaba hasta para calentar los panecillos que sobraban de la cena. Una buena compañera de mesa también brindaba compañía y entretenimiento sin llamar la atención; Yinan no proporcionaba ni lo uno ni lo otro. Hablaba poco y se quedaba mirando fijamente un punto de la mesa como si fuese una oración budista para alcanzar la iluminación. Y cuando él dejaba los palillos en el plato, levantaba los ojos con cara de susto, como sorprendida de verlo allí.

Pasaron varias semanas antes de que Li Ang se percatase de que su cuñada tramaba algo. En Hangzhou se atareaba con sus libros y su caligrafía. Ahora se pasaba el día sentada sin hacer nada y su silencio espesaba el aire. Le compró a precio de risa unos cuantos pinceles y unos rollos de papel fino, blancos y suaves, y se los llevó a casa, pero ella se limitó a dejarlos encima de la mesa de su cuarto, y siempre que Li Ang pasaba por delante, veía que ni los había tocado. Le preguntó a Mary, pero la criada se encogió de hombros, torciendo la boca con desdén.

– ¿Cómo voy a saber yo lo que hace, si se pasa el día metida en su cuarto con la puerta cerrada?

Al llegar el verano, cuando empezaron los bombardeos, le pagó a Mary para que se quedase a dormir en el apartamento y así garantizar que hubiese alguien para llevar a Yinan al refugio antiaéreo si él no estaba en casa. Seguía sintiéndose culpable por salir hasta las tantas. Las bombas asustaban a su huésped. A Yinan le dio por pasearse por el apartamento las noches de cielo encapotado, cuando no había peligro. La oía pasar cerca de su puerta. Una noche en que volvió tarde alcanzó a verle la cola del camisón antes de que se esfumase tras el umbral de su cuarto.

Li Ang descubrió que echaba de menos a su esposa. Si Junan estuviese allí, le mandaría a Yinan que hiciese algo, o por lo menos lograría contentarla. Pero el caso es que no estaba, y Li Ang tampoco tenía la menor intención de contarle lo poco que había contribuido a la adaptación de su hermana.

Apenas recordaba con claridad las escasas ocasiones en que Junan le había hablado de su hermana, a la que trataba quizá como se trataría a un niño cariñoso pero retrasado. Al poco de casarse, Junan le contó que Yinan había presagiado su llegada en un sueño, que soñó una vez con un soldado asomado a la ventana. Él se lo tomó a guasa.

– Caray con las mujeres -dijo, alargando el brazo para cogerle un mechón del pelo; con delicadeza, porque Junan no aguantaba que la chinchasen-. ¿Te has fijado en que siempre sois las mujeres quienes tenéis esos sueños mágicos?

– Yo no he dicho que pudiese prever el futuro. Pero es muy sensible. A veces me sorprende.

Empezó a sospechar que, en cierto modo, él tenía la culpa de que Yinan estuviese en su casa. Para empezar, cuando le mencionó a Hsiao Taitai que había llegado su cuñada, la mujer sonrió levemente y dijo algo así como que Junan le mandaba alguien para vigilarlo. La idea, por supuesto, era absurda, pero las semanas posteriores a la llegada de Yinan, Li Ang sentía la necesidad de esconderse. Esa chica tenía los ojos más claros de lo normal. Era como si su cuñada, aun enclaustrada en su cuarto, tuviese la capacidad de ver a través de las paredes. A Li Ang no le preocupaba que ella hablase con alguien sobre sus andanzas. Le daba más miedo lo que pudiese ver dentro de él. Percibiría la trama de su día y día y vería que carecía de sentido. Vería lo perdido que estaba.

Una noche Li Ang no salió a cenar sino que volvió directo a casa. ¿Qué le diría a Yinan? Se sentía obligado a sonsacarle alguna información. No pensaba obligarla a que le contase nada contra su voluntad, pero de alguna manera tenía que enterarse de cómo hacer para mejorar la situación.

Hacía un calor sofocante en el apartamento; se quedó más de un minuto frente la puerta cerrada del cuarto de Yinan. Así no iba a adelantar nada. Llamó.

– Adelante.

Estaba sentada junto a la ventana, donde había más posibilidades de recibir la brisa, recortando lentamente un pedazo de papel blanco con unas tijeras. La luz clara acentuaba su delicado perfil. Li Ang tomó conciencia de su propia estampa, grotesca de tan grande y sudorosa. Reculó hacia la puerta.

– Meimei, estás triste, ¿qué te pasa?

– Estoy bien.

– ¿Hay algo que pueda hacer? ¿Te gustaría salir conmigo a conocer alguna gente de por aquí?

– No, gege, por favor. Prefiero quedarme aquí sentada, pensando.

– Estoy seguro de que lo último que quiere tu hermana es que sigas sentada y pensando.

Yinan giró el rostro hacia la ventana.

– ¿Y qué crees tú que quiere mi hermana?

– Bueno -titubeó-, estoy seguro de que quiere que te relajes y estés a gusto.

– Ella no lo entiende.

– Le contaré a Junan que quieres volver a casa.

Le contestó con dulzura, como si fuera él quien necesitase palabras de consuelo:

– No te preocupes, gege. Estoy bien aquí.

– No quiero que estés triste.

Yinan dejó las tijeras. Durante un largo instante Li Ang se temió que su cuñada fuese a decirle realmente lo que pensaba. Entonces ella miró el papel blanco que tenía en las manos.

– Toma -le dijo, tendiéndole el pedazo de papel con agresividad-. Vete, por favor.

Se fue sumido en el desconcierto. Estaba claro que Yinan echaba de menos a su esposa, pero había algo entre nostálgico y emotivo en su forma de mirar por la ventana: otra emoción en su rostro que Li Ang casi acertaba a definir. También él la había sentido al separarse de Junan; una sensación parecida a la soledad, pero también a la libertad.

A mitad de pasillo miró el objeto que llevaba en la mano. Era un triángulo doblado y surcado de cortes y rasgaduras que formaban intricados dibujos. Lo desplegó torpemente. Estaba cortado en un centenar de líneas diminutas, casi tan finas como pestañas. Aquel copo blanco y hexagonal se le posó en la palma de la mano, con un aspecto tan frágil que parecía que fuese a derretirse: cuánto esfuerzo invertido en semejante nadería. Li Ang se quedó mirándolo fijamente y le hizo pensar en el frío; un frío del que había oído hablar a hombres criados en el norte, un frío más intenso que mil inviernos en el Yang-Tsé.

Al día siguiente envió un telegrama.

Junan. ¿Puedo mandar a Yinan de vuelta? Li Ang

Fue cada hora a ver si le había llegado respuesta, aunque ni siquiera tenía claro que Charlie Kong conservarse aún su servicio de telégrafo. Esperó toda la tarde; el silencio era insoportable. Se imaginó dejando a Yinan, sin más ni más, en un avión de carga vacío, pero sería arriesgado, por no decir descortés, despedirla de esa manera. Esa tarde, al llegar a casa, vio un sobre y lo agarró ansioso, esperando encontrarse con la fluida y cuidadosa caligrafía de Junan. Pero la carta no era de Junan. La letra era más familiar todavía, visceralmente familiar. Tuvo que entornar los ojos para distinguir algunos de los caracteres, como si la tinta se hubiese mojado por el camino. Tenía marcas de agua y los ideogramas bailaban por el papel.

Día del festival de las barcas de dragones 1940

Gege:

Ya llevo dos meses viviendo en la aldea. Tenía previsto escribirte en cuanto me instalase. Disculpa que haya tardado tanto en hacerlo, pero créeme si te digo que escribir estas líneas es la primera actividad personal a la que me entrego desde que me recuperé del viaje. Si tengo tiempo de escribirte es sólo porque hoy es fiesta. Pero aquí no hay barcas ni dragones; los aldeanos desfilan y se empujan al agua los unos a los otros. Es como si pensasen que, en caso de ahogarse alguno, los dioses quedarían apaciguados y nos aliviarían la pertinaz escasez que padecemos.

Tras penurias sin cuento, aquí hemos llegado. Algunos de nosotros, yo incluido, esperábamos poder descansar, pero jamás he experimentado una miseria semejante a la de aquí. En consecuencia, me he convertido en una persona diferente.

Cuando de verdad tienes hambre, cuando has trabajado tanto que al terminar la jornada no te quedan fuerzas ni para mear, ya no tienes la cabeza para poemas ni literatura ni ninguna de las que consideramos cuestiones elevadas de la vida. Después de haber vivido aquí no me extraña que el campo sea un lugar tan atrasado. Yo solía creer que estaba poblado por gentes ignorantes, prácticamente animales, y bien podría afirmar que así es, pero la verdadera historia tiene más significados. Sigo compadeciéndome de esta gente, por subsistir durante siglos, por vivir su vida sin la menor esperanza, pero ahora sé que los han enseñado a verse a sí mismos así. A pesar de la pobreza y de lo que cuesta arrancarle a esta tierra siquiera el más mísero sustento, esos despiadados del Kuomintang les gravan los alimentos a los campesinos, quitándoles el pan de la boca y privándolos así de las fuerzas necesarias para producir más. Por eso he empezado a pensar en la revolución comunista como una batalla contra el fatalismo que los gobernantes han inculcado al pueblo a lo largo de milenios. Ahora nos levantaremos, nos uniremos y tomaremos nuestras vidas en nuestras manos.

Ya está ocurriendo. Aquí hay varias mujeres a quienes se trata igual que a los demás y también se les llama «camaradas», como a todos nosotros; las condiciones imperantes nos obligan a todos a arrimar el hombro y el mérito de las mujeres es evidente. Créeme, se están produciendo cambios en este país, cambios que ni te imaginas. Espero que algún día, cuando nos hayamos quitado de encima la terrible opresión de los «Enanos Marrones», tengas la oportunidad de entender el significado de lo que te describo.

Trabajo en unas condiciones tan precarias como ellos, si bien, gracias a saber leer y escribir, y a mi experiencia como contable, mis quehaceres son distintos: la faena que cumplo no es tan afanosa y, aunque nuestras raciones son las mismas, es esa ausencia de esfuerzo físico la que me permite conservar la suficiente energía como para dedicarme a algunas otras actividades, como escribir esta carta, y colaborar en la trascripción de los textos del Camarada Mao Tsé-tung. A veces duermo menos que los demás, pero hago mi trabajo de buena gana. Sólo ahora, creo yo, estoy tomando conciencia de lo necesitado que está este país de los cambios y las ideas que propugnan mis camaradas.

Te deseo lo mejor.

Li Bing

Li Ang sopesó en su mano la frágil carta. La pared desnuda de su morada provisional se alzaba muy distante. Tuvo la sensación de no conocer a nadie en el mundo.

Esa noche no conseguía dar con una postura cómoda para dormir. Estaba rígido y sudoroso; un dolor de garganta lo dejó al borde de la desesperación. Pensó con nostalgia en la papelería de su tío, donde Li Bing y él se pasaban las horas muertas discutiendo y jugando al go. ¿Cómo había podido dejar marchar a su hermano? Por lo menos debería haberle obligado a aceptar algo antes de irse de la ciudad: dinero, quizás, o un buen abrigo. Se preguntaba cuándo regresaría, y si volverían a verse.

Por la mañana, se paseó por los puestos del mercado. El calor apenas había remitido durante la noche, y ahora el sol se elevaba enorme, del color de una naranja ensangrentada. No sabía que hubiera tan pocos productos a la venta. Las judías eran escasas; las verduras, contadas. Se paró delante de una tinaja de arroz que estaba más vacía que llena, y la vieja sentada junto a ella se lo quedó mirando con un recelo que lo incomodó, haciéndole sentir vergüenza de su ancho pecho y de la ligera barriga que le llenaba el uniforme.

– Hola, tiita -le dijo a guisa de saludo.

La tendera avinagró el rostro. Era un mohín de mujer joven y Li Ang se dio cuenta de que no era un vejestorio, como había supuesto, sino que aparentaba muchos más años de los que tenía. Se fue de allí a toda prisa. A la entrada del mercado había hombres revendiendo los muebles de aquellos recién llegados que habían trocado sus posesiones por arroz: inútiles galas, valiosas reliquias, arcones de palisandro tallado y tapices magníficamente bordados, con sus borlas de seda arrastradas por el polvo.

Cuando salió del mercado el sol ya se había convertido en un delirante fulgor amarillo.

Después, por la tarde, el cielo se cubrió de nubarrones; el sol emergía periódicamente, dorado y extraño. A mitad de camino empezó a llover; las primeras gotas siseaban al contacto con las losas candentes de las escaleras, pero cuando llegó a su casa los adoquines ya estaban oscuros y resbaladizos. Iba pensando en su hermano, solo allá en el norte, y le sorprendió el telegrama que halló encima de la mesa.

La lluvia había empañado la ventana; apenas lograba leer el texto. Abrió la puerta con gesto ausente para que entrase luz.

Esposo. Ya se las arreglará sola. Junan.

Por el rabillo del ojo vislumbró la presencia de alguien y, al levantar la vista del papel, vio a Yinan en el patio. Llevaba años de luto por la muerte de su padre; bajo aquel cielo oscuro, el lazo blanco que tenía en la cabeza parecía una polilla. La visión lo llenó de inquietud. Acaso fue la muerte de su madre cuando era niña lo que había hecho de Yinan un ser tan melancólico. Él mismo, el día en que murió su propia madre, había oído cuchichear a unos vecinos que algunos niños no superaban una pérdida semejante.

Cuando al cabo de unos minutos salió en dirección al club de oficiales, Yinan seguía plantada allí, al pie del mísero alcanfor. Al bajar las escaleras sintió que los goterones le salpicaban la frente.

Señaló hacia la casa.

– Lo siento -dijo-. Escribí a tu hermana para ver si podrías volverte a Hangzhou, pero quiere que te quedes.

Yinan bajó los ojos de manera casi imperceptible, como para ocultar sus pensamientos. Qué ridículo. No había derecho a que Junan los intimidase de esa manera. Pensó que quizá debería obligarla a aceptar el regreso de su hermana, pero se figuró que eso no serviría más que para complicarle aún más la vida a Yinan. Por la razón que fuese, se sentía culpable. Pero no había nada que hacer, ningún consuelo que pudiese ofrecer. Ojalá, pensó Li Ang, pudiese dejarla allí plantada.

– Meimei-dijo finalmente-, entra en casa.

– Gracias, gege, pero prefiero quedarme aquí -dijo-. El aire es fresco y huele bien.

– Tienes el vestido empapado.

– Jiejie me obligó a ponerme las nuevas vacunas.

Li Ang sonrió.

– Y a mí también -dijo-. Viviendo con Junan, no has debido de estar enferma ni un solo día de tu vida.

Por un momento pensó que le devolvería la sonrisa.

– Sólo una vez -dijo-. Estuve enferma una vez. No pude asistir a vuestra boda. ¿Te acuerdas? Pero no fue culpa suya. Es que cogí el shuidou. Me dejo una cicatriz.

Entonces giró la cara y se señaló la ceja. Li Ang se inclinó hacia ella, pensando por enésima vez que Junan tenía razón, que su hermana era demasiado sensible, lo cual resultaba un problema, y se preguntó qué demonios iba a ser de ella en el futuro. Entonces se olvidó de por qué se había arrimado. Tampoco es que estuviese muy cerca, pero de repente tuvo plena conciencia de la luz clara y grisácea, de la textura de los párpados de Yinan, de la curva de su frente y del olor que flotaba en su aliento, el aroma del tofu prensado con ajos tiernos que ambos habían cenado la víspera y que ella debía de haber vuelto a comer en el almuerzo. Yinan volvió a señalársela y él siguió aquel dedo fino con la uña mordida hasta la tenue señal que tenía en la frente, un cráter poco profundo, apenas visible. Mientras contemplaba la delicada cicatriz le pareció recordar el semblante de un lugar largamente olvidado, una geografía que no recorría desde hacía cien años, pero que en su día había tenido grabada a fuego en la mente. La cogió por los hombros y le sorprendió la calidez de su cuerpo. Entonces la soltó y se alejó a toda prisa.

Salió a la calle temprano, antes de que se hubiesen despertado las mujeres, pero esa noche volvió pronto a casa, arrastrado por la sensación de haber olvidado dónde había puesto algo y de tener que buscarlo. Mary estaba en la cocina, cenando a solas. Lo miró por encima del canto del plato, sorprendida. Se levantó de un salto y le sirvió la comida; Li Ang se la llevó a su cuarto. Por el camino echó un vistazo a la puerta de Yinan, que estaba abierta, y vio que no le había hecho ni caso a la cena y que estaba sentada en su escritorio, leyendo y mordisqueándose la punta de su larga trenza. Ella no reparó en su presencia; al cabo de un minuto o dos Li Ang se marchó. Cuando terminó de cenar tomó la firme resolución de quedarse en su cuarto, fue hasta el escritorio y cogió una hoja de papel para escribir a Junan. Tal vez una carta en la que le detallase sus motivos la convencería. Pero se pasó varios minutos sentado sin escribir nada, con la mirada fija en la mano y la pluma.

«Querida esposa -escribió finalmente-, Yinan debe marcharse.» Al escribir esos caracteres, el corazón se le disparó con tanta violencia que le empezó a temblar la mano y salpicó de tinta el papel. Se puso en pie, sin soltar la pluma, y salió del cuarto.

Fue al club de oficiales y volvió varias horas después. Tumbado en la cama, no lograba conciliar el sueño; tenía miedo de cerrar los ojos. Fijó la mirada en la cortina agitada por el viento hasta que se cansó. Pero en cuanto cerró los ojos lo asaltó la visión de la chica plantada en el patio, con el lazo blanco prendido de su espesa melena. Era una noche inusitadamente silenciosa. No se oían sirenas, ni nada que lo distrajese de esa imagen sigilosa que volvía a él una y otra vez.

La noche siguiente fue a cenar al club. Buscó con avidez el bullicio y la compañía de sus colegas. Pero ni siquiera cuando bromeaba con el general Hsiao y discutía con los demás podía dejar de aguzar el oído, de mantenerse atento.

– ¿Qué te pasa? -le preguntaban, y él les decía que le había parecido oír un avión; una respuesta de lo más corriente, aunque todo el mundo sabía que los cielos estaban despejados; en ese momento el enemigo estaba bombardeando Changsha. Le tomaron el pelo diciéndole que tenía los nervios destrozados y que haría bien en irse al frente. Pero no podía evitar estar atento. Por encima del barullo de los comensales, del tintineo de los platos y de las risas y de las bromas con las camareras, lo oía perfectamente: el silencio que surgía del cuarto de Yinan, que crecía y se estiraba por el aire y llegaba hasta él. Al final terminaría volviendo a casa. Era donde vivía. Pero apuró hasta el último minuto, hasta que todos sus amigos se hubieron marchado y sólo quedaban los más borrachos e incapacitados. Entonces miró a su alrededor, sintió un escalofrío, y atendió la llamada de ese grave silencio.

Casi amanecía cuando llegó a casa. Dio una, dos vueltas alrededor del edificio, vigilándolo, y recordó fugazmente aquella otra madrugada en que hiciera guardia en la residencia donde se encontraba Li Bing. De repente, al pensar en su hermano, se vio dominado por la convicción, inédita y pavorosa, de que su propia vida había sido un error, de que todas las oportunidades que había aprovechado y considerado fruto de su buena suerte no habían sido sino una serie de errores estúpidos, decisiones terribles tomadas en momentos de flaqueza.

Dentro del apartamento volvió a sentir aquel silencio expectante que lo empujaba hacia el recibidor. La puerta cerrada del cuarto de Yinan lo atrajo como un imán a una limadura de hierro. Se sentía como un intruso. Y, sin embargo, nadie le había dicho que se mantuviese alejado. Tenía la casa entera a su disposición; era suya. No existía la menor razón para mantenerse alejado. Se paseó de un lado para otro, tratando, al principio, de no hacer ruido, y al final deseando despertarla. Se paró súbitamente delante de su puerta. Se le subieron los colores; volvió a sentir como si se hubiese olvidado algo. De repente agarró el picaporte. Giró con facilidad.

Llevaba todo el día con una hinchazón en la entrepierna. No era el deseo feroz, intenso, que sentía por ciertas desconocidas, ni el apetito posesivo, de amo y señor, que solía sentir por su mujer, sino un deseo imbuido de dolor, como el dolor de una vieja herida.

Entró en el cuarto. La encontró de pie, delante de su escritorio; se acercó y la encaró.

– ¿Cómo estás? -preguntó, y su voz le sonó extraña, sin fuelle, como si hubiese llegado a la carrera.

Ella se quedó parada un instante y de repente se apartó. Llevaba el pelo recogido detrás de las orejas y a Li Ang le dieron ganas de pasarle el dedo por la delicada línea que le separaba la melena del cogote. Como si le hubiese leído el pensamiento, ella levantó lentamente la mano.

– ¿Echas de menos tu casa? -le preguntó-. ¿Quieres volver a casa? -Le salían las palabras a borbotones-. He entrado a ver si… No pareces estar muy feliz aquí. Pareces estar… sola. -La cogió de la mano-. Calma. Está bien. En serio, puedo mandarte a casa si eso te hace feliz. Da igual lo que diga tu hermana.

Ya era incapaz de soltarle la mano.

Entonces ella, por fin, alzó la cara y levantó la vista para mirarle a los ojos. Eran los ojos de una desconocida, oscuros y deformados por el deseo. Se abalanzó hacia ella. Sintió la tersura de su vestido en la palma de la mano. Temblando levemente, se apoyó en su hombro y empezó a desabrocharle los tres cierres del vestido. Yinan había apartado la cabeza y Li Ang podía verle las puntas de las pestañas tendidas sobre la mejilla; a ella se le aceleró la respiración. Cuando abrió el último cierre se quedó parado. Entonces le llegó el olor de su piel -un poco salado, un poco dulce- y deslizó la punta de los dedos por la abertura, bajo la camiseta, alrededor de la curva de su pequeño pecho. Su piel ahí era casi líquida, aunque tampoco estaba seguro del todo. Por alguna razón había perdido sensibilidad en las manos; se las notaba enormes y entumecidas. Le pasó la mano por el pecho, con mucho tiento; notó la forma de sus huesos, las costillas ensambladas en una especie de espoleta y el corazón latiéndole tan desbocado que se asustó un poco. Con la otra mano, muy despacio, le soltó el hombro y, cogiéndole la barbilla, tiró de su cara hacia la suya. Estaba ruborizada, con las orejas de color rosa. Tenía los ojos cerrados con fuerza y los labios apretados, sofocando algún sentimiento: ¿miedo, acaso? No; simplemente estaba concentrada en el movimiento de la mano que la tocaba.

Años después, al recordar aquella noche y analizarla como si le hubiese ocurrido a otro, le parecía que, durante un breve instante, él había estado presente, separado de ella. Pero entonces, cuando trataba de evocar lo que sucedió a continuación, sentía como si lo hubiesen arrastrado al silencioso interior de un sueño, tan profundo, plácido y envolvente como el agua.

Ningún sonido, nada que comprender, sólo agua.

A la mañana siguiente, Li Ang se lavó a conciencia y salió del apartamento con grandes esperanzas de que por la noche, cuando regresase a casa, las aguas hubiesen vuelto a su cauce y él y Yinan volviesen a ser como hermanos. Seguro que ella no se lo contaría a nadie. Pronto la casarían y sería como si no hubiese pasado nada.

Pero a medida que pasaban las horas notó que perdía la concentración. A mediodía, durante el almuerzo con Pu Sijian, se rió y asintió atentamente con la cabeza, pero no por ello dejó de advertir, en todo momento, cómo se ausentaba de la escena, cómo su mente, poco a poco, se escabullía de allí. Por la tarde revisó un montón de cartas. Era incapaz de concentrarse en más de dos o tres palabras de una misma frase sin que lo asaltase una visión fugaz de la puerta de Yinan. Al cabo de unos minutos le ocurría lo mismo. Era como si el sol le disipase la neblina que le ofuscaba la mente, revelándole así el verdadero objeto de sus pensamientos. Se veía a sí mismo, una y otra vez, yendo hacia esa puerta. Sabía que la encontraría allí, leyendo, mordisqueándose la punta de la trenza. Cuando pusiese la mano en el pomo de la puerta sentiría la tersura del metal en los dedos. El interior del cuarto estaría fresco y oscuro. Hallaría solaz. A última hora de la tarde no aguantaba más. En cuanto pudo excusar su salida, se marchó y se fue corriendo a casa, impaciente por subir las escaleras y abrir la puerta y aliviarse contra la piel de ella.

Unas semanas después recibió otro telegrama.

Esposo. Confírmame que estáis bien tras los últimos ataques. Junan.

No respondió.

Enseguida mandó a Mary de vuelta con Hsiao Taitai.

– Ya no la necesito -dijo-. Mi cuñada buscará alguna otra chica que conozca.

Hsiao Taitai arqueó las cejas, finas como trazos de tinta, y dijo que, indudablemente, eso era mejor para su cuñada. Esa noche lo sentaron en la misma mesa de Baoyu. Ella lo saludó; por un momento, Li Ang no logró recordar quién era. De repente la reconoció. Asintió con la cabeza y sonrió mostrando los dientes. Ella hizo lo propio, pero sin la menor expresividad. Ya nunca volvieron a sentarla a su lado. A las pocas semanas se enteró de que estaba prometida a un coronel nuevo que no era de la ciudad.

Esposo. No tengo noticias vuestras. Contesta, por favor. Junan.

Se sentía como si se hubiese caído a un pozo. Por encima, alrededor de él, oía las voces de otras personas. Había vivido muchos años entre ellas, pero ahora eran inalcanzables. Más tarde evocaría las noches que pasaron juntos como un revoltijo de imágenes. La gruesa trenza de Yinan estirada en la almohada. Su rostro brillante a la débil luz de la ventana, solemne y desguarnecido. Por las noches, cuando entraba en su cuarto, a veces ella se volvía hacia él y le tendía los brazos. ¿Cuándo había sentido él algo así antes? ¿Qué era aquello tan preciado que ella le recordaba? A veces, tumbado a su lado, le sobrevenía una necesidad súbita y terrible de apartarse de ella, de levantarse de esa cama arrugada, de abandonar ese cuarto desordenado y salir al mundo. Pero cuando pensaba en la calle, le venían a la mente los escalones cubiertos de escombros, el fragor de los aviones, los gritos de los mercaderes y los gemidos de los pordioseros. Sólo se sentía seguro dentro de casa, con Yinan.

Le hacía partícipe de los tediosos pormenores de su trabajo. Hablaban de Hangzhou, de la ocupación y de antes de la ocupación. Nunca se había parado a pensar en lo que Yinan había experimentado durante esos años. Ahora ella le contó lo de su compromiso, le habló del miedo que le daba casarse con Mao Gao y de cómo la muerte de éste le había dado más miedo todavía. No es que hubiese querido casarse, pero ahora, sin esa finalidad, sin ese destino en perspectiva, el futuro que tenía por delante le parecía una carretera desierta.

– Eso no es cierto, claro que no -dijo él-. Se puede llevar una vida muy apacible sin estar casado.

Ella lo entendió al instante.

– Pero, ¿qué otra cosa voy a hacer? Ya soy muy mayor para ir a la universidad. No soy una intelectual.

– Pero lees. Siempre estás leyendo.

– Por pura pereza.

– ¿Te gustaría ser poeta? -le preguntó.

– Por supuesto. Pero la poesía nunca le ha arreglado la vida a nadie. Y a veces creo que todos los grandes poemas ya se han escrito. Aunque también pienso en esta época que nos ha tocado vivir… y sé que, algún día, alguien intentará reflejarla. Habrá que transformarla en belleza… y en fealdad, y en terror. Hará falta una persona valiente, y yo no soy tan fuerte.

– ¿Qué andas escribiendo ahora?

– Relatos, poesías, cuentos de hadas. Soy especialista en embarcarme en proyectos inútiles.

Li Ang no pudo evitar la risa. Al instante, Yinan se le unió con una suave carcajada que reverberó en las paredes.

Una noche se negó a dejarlo entrar en su cuarto.

– No puedes -le dijo, sujetando la puerta con las dos manos.

– ¿Qué pasa?

Ella desvió la mirada.

– Me ha venido la regla.

– Pero si sólo quiero charlar. Las mujeres, por si no lo sabes, podéis hablar cualquier día del mes.

– Ahora no debes desearme.

– Pues te deseo.

Finalmente lo dejó tumbarse en la cama con ella, pero nada más. Él se encendió un cigarrillo. Se quedaron viendo navegar la luna por el cielo como un farol ardiente. Yinan empezó a hablar, lenta y titubeante al principio. Puntuaba cada frase con una pausa, como si los pensamientos le llegasen desde una caverna muy honda.

– Una vez soñé contigo -dijo-. Fue cuando vivíamos en Hangzhou, antes de que se casase Junan. Soñé que un soldado trataba de colarse en el jardín.

Lo asaltó un recuerdo borroso: aquel paseo por un patio en tinieblas la noche de su boda, el rayito de luz que se escapaba de una ventana solitaria. Fijó la mirada en aquella luna llena que los enfocaba como un ojo gigantesco.

– ¿Querías que entrase? -preguntó él.

– No.

Se giró para mirarla. Estaba tumbada de espaldas, con la colcha de verano doblada a causa del calor y los pequeños pechos al aire, con desenfado, como si fuesen dos hermanitos compartiendo dormitorio en una noche de verano. No se la había imaginado tan espontánea con respecto a la desnudez; su hermana, desde luego, era mucho más remilgada. Él se sonrió.

– ¿Y se puede saber por qué no querías que entrase?

Yinan forzó la vista en dirección a alguna presencia imperceptible en las oscuras inmediaciones del techo.

– En mi sueño -dijo ella- aparecías bañado por la luz de la luna, como si fueses un héroe, pero tu sombra en el suelo estaba torcida, como si estuvieses roto.

Li Ang cogió un cigarrillo. La había visto por la ventana, con la cara entre las manos. Era la postura de una persona aterrorizada.

– ¿Pero aun así querías a aquel pobre hombre roto? -preguntó con dulzura.

– Sí.

No había nada que responder. Con la mano que tenía libre le tiró suavemente de la trenza, que estaba toda enredada y atravesada sobre la almohada. Ella sonrió, y, acto seguido, soltó un gemidito.

– Se ha roto. Y ya no tiene arreglo.

– Tu hermana te quiere mucho.

– Ahora ya no me querrá más.

18 de julio de 1940

Querido esposo:

Te ruego que me disculpes por haber tomado esta decisión sin consultártelo, pero nuestras vías de comunicación parecen haberse roto. No he recibido ninguna respuesta a varios telegramas.

He decidido cerrar la casa y llevarte a las niñas. Nos sentimos cada vez más inseguras viviendo solas y tu segunda hija desea reunirse con el padre que todavía no conoce. Ya sabe decir «Papá» y va siendo hora de que te conozca.

Llegaré en unas pocas semanas. No hace falta que me prepares nada especial. Estoy segura de que el cuarto que ocupas me será suficiente. En cuanto a la casa de Hangzhou, nos la cuidará tu tío. Estoy vendiendo parte de los bienes de mi padre y no dudes de que la mayoría de nuestras posesiones más importantes las he dejado en buenas manos.

Tus hijas y yo estamos deseando reunimos contigo.

Tu esposa,

Junan

Se quedó sentado con la carta en la mano. Los caracteres de tinta negra desfilaban delante de sus ojos, arriba y abajo. Fue al cuarto de Yinan, que leía en su escritorio. La luz de la lámpara le caía de perfil, realzándole la frente, las cejas y la nariz. La imagen le resultaba tan familiar que no se atrevió a acercarse.

– ¿Por qué no entras? -le preguntó. Alzó la mirada-. ¿Qué te pasa?

– Hay carta de Junan.

Ella dejó el libro y lo miró. Li Ang se dio cuenta de que, de algún modo, estaba preparada para aquello, más que él.

No había escapatoria. Al ir a hablar, se le quebró la voz y se vio obligado a parar.

– Hay que hacer algo.

– Tengo que irme.

– No puedes hacer eso, Yinan.

– Ya no puedo vivir con ella. No estoy dispuesta. Todavía no sabe nada.

– No quiero ver tu vida arruinada por culpa de lo que hemos hecho.

– No lo entiendes. Eso es lo de menos. Yo te amo.

Ella le miró a los ojos, en silencio, y lo atravesó con la mirada. Li Ang tenía la sensación de estar precipitándose al vacío. Se aclaró la voz y repitió:

– Hay que hacer algo.

La última noche que pasaron juntos cenaron como de costumbre en la cocina. Sus comidas se habían vuelto de lo más irregulares por culpa de las sirenas antiaéreas. Como Li Ang no quería que Yinan fuese sola al mercado, de camino a casa solía comprar algo. Cuando había fruta en el mercado, comían fruta. A veces se daban un festín de boniatos asados que había comprado por la calle. Aunque Li Ang echaba de menos sus propios guisos sabrosos y a menudo cocinaba para los dos, Yinan se comía lo que la pusieran. Esa noche tocaba ciruelas. Li Ang la observó pelar fácilmente las mondas y comerse las pulpas reblandecidas, casi podridas de tan maduras como estaban. No se había molestado ni en encender los quinqués. Pronto anochecería. El rostro de Yinan, pálido, estrecho y con los labios manchados de zumo, flotaba ante sus ojos como un espectro.

Pensaba que cada mañana traería un cambio. Todas las noches cerraba los ojos convencido de que, cuando los abriese, lo que habían hecho se habría anulado. Así de fácil había sido vivir con Junan. Su esposa le había organizado la vida de tal forma que lo único que tenía que hacer era introducirse en ese orden como quien se enfunda una ropa recién lavada y planchada. Cuando hacía algo para enojarla, ella enseguida recomponía el gesto. Era tan poderosa que conseguía tragarse el enfado; así abordaba también todos los problemas de su vida en común y los hacía desaparecer. Pero su hermana pequeña, por lo visto, carecía de ese don. O tal vez lo que pasaba, más bien, era que ellos dos, Yinan y él, no eran capaces de deshacer lo que habían hecho. No había una sola palabra, ni un solo acto, ni una sola bocanada de aire que hubiesen respirado mientras dormían juntos, de la que pudiesen retractarse jamás. Conociéndola, debería haberlo imaginado. Debería haberlo deducido del estado en que siempre tenía el cuarto, todo manga por hombro: los recortes de papel, los chafarrinones de tinta, las montañas de papeles desparramados. Debería haberlo deducido de los charcos pringosos y los platos sucios en aquella cocina desordenada. Ella era incapaz de olvidar, y ahora esa incapacidad se le había pegado a él.

Yinan se levantó y abrió el cajón para coger las cerillas.

– ¿Qué haces?

– ¿No estaríamos mejor con luz?

La llama temblaba en su mano. Él se acercó y la apagó de un soplo, la cogió de la mano y se la llevó a la cama.

Momentos después empezó a sonar la sirena. Él tiró de su brazo.

– Venga, vamos. Hay que irse.

– No -dijo ella-. Quiero quedarme aquí.

El bombardeo sería en aquella área; era una locura quedarse.

– De acuerdo -dijo él.

La rodeó con sus brazos y trató de perderse en el roce de su piel.

Posteriormente reparó en el siniestro tableteo de un motor. El ruido fue aumentando hasta hacerse insoportable. Mientras este sonido espantoso se cernía en el aire, se produjo una pausa; entonces un estampido sacudió la casa y todo lo que había dentro.

– ¡Oh! -gritó ella.

La agarró y salieron corriendo a trompicones. El terror que sentía Yinan insuflaba un feroz vigor en sus brazos delgados.

– ¡Bajad! -gritaba-. ¡Bajad!

Li Ang comprendió que se lo decía a las bombas. Sus gritos se vieron silenciados por un segundo bombazo que pareció golpearlos por todos los flancos, como rodeándolos. Le pitaban los oídos y no sabía si seguían cayendo bombas o sólo eran los ecos. El cuarto entero trepidó. De algún lugar cercano llegaban los quejidos espeluznantes de maderas que se rajaban, clavos que se doblaban, cristales que estallaban en mitad de un súbito viento entrecortado. Percibió el hedor de su propio pánico y hundió la cabeza en el cuello de Yinan en busca del consabido alivio. Allí estaba.

Se despertó horas después entre sábanas húmedas y descubrió que la casa seguía en pie de milagro. Quería salir a ver qué más cosas habían sobrevivido. Yinan dormía a su lado. Alzó la cabeza y la miró: la columna de la garganta, los delicados huesos y tendones de los brazos y los hombros. Dormía extenuada, con la cabeza vencida hacia atrás y la boca abierta. Mientras la observaba, le entró miedo. Se despegó de ella y la tumbó de espaldas. Le vio una marca en el hombro desnudo, la huella de su mano.

Más tarde, apostado en un alto sobre la bifurcación del río, vio cómo el avión de la compañía nacional china descendía hasta desaparecer del campo de visión, pasadas las chozas y las escaleras y las calles adoquinadas, y se hundía en la mortaja de niebla que ocultaba la estrecha pista de aterrizaje situada sobre las aguas. Entonces miró más abajo, entre la calima, esperando ver a los pasajeros salir del avión y subir a bordo del champán que los cruzaría a la orilla, donde recogerían el equipaje y remontarían en palanquín el empinado sendero que llevaba a la salida. Transcurrió un buen rato hasta ver emerger de la niebla la pequeña figura de Junan. La reconoció al instante. Iba muy erguida, a pesar del tambaleo del palanquín. No se recostó para divisar la ciudad encaramada en el borde del precipicio, ni pareció inmutarse cuando el andero de delante echó a trepar cuesta arriba a toda prisa, balanceándola; tampoco es que se desmayase al comprobar lo escarpado de la pendiente, aunque las niñas, sentadas en el palanquín de atrás, se encogieron del susto al contemplar el terrorífico abismo. Detrás de ellas, seis o siete culíes se derrengaban bajo el peso de sus arcones, baúles y petates. El eco quejumbroso de sus salomas llegaba flotando hasta sus oídos. Junan era como una mujer civilizada procedente de una tierra remota y llegada a estos confines bárbaros para salvarlo. Con ese propósito en mente, abriéndose camino -a sí misma y a las niñas- a base de sobornos, había salido de territorio ocupado, había dejado atrás el frente, había cruzado gargantas y atravesado cordilleras, antes de aterrizar en aquella isla angosta.

Según se acercaba la comitiva, Li Ang esperó a que Junan diese muestras de sospechar, o incluso saber, lo que él había estado haciendo. Pero sus facciones perfectas conservaban su antiguo aplomo. Serenos los ojos, erguido el mentón, se le acercaba tan pura como si llegase sentada en una carroza de novia. Su palanquín ganó la entrada. Hubo una pausa expectante antes de que Li Ang se lanzase a ayudarla a apearse de la silla. Una vez en tierra, los dos se quedaron frente a frente, manteniendo una distancia respetable. La luz del sol rompía contra su melena negra y su rostro ebúrneo. Una ola de pánico lo galvanizó y se fue hacia ella como si tuviese el viento en contra.


  1. <a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Voz sánscrita que designa a los seres que por pura compasión renuncian a acceder al nirvana para salvar a otros, y que son adorados como deidades en el budismo mahayana. [N. del T.]

  2. <a l:href="#_ftnref6">[6]</a> No existe en China, ni siquiera hoy día, la costumbre de colocar pañales a los bebés, sino una suerte de calzón con una gran abertura en el fondo por donde evacúan cuando y donde sienten necesidad. [N. del T.]

  3. <a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Tzu-ven Soong (1894-1971), una de las personalidades más relevantes del Partido Nacionalista chino. Llegó a ser ministro de Economía y, posteriormente, de Asuntos Exteriores del gobierno de Chiang Kai-chek. [N. del T.]