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Una tarde, justo a esa hora del día en que el terrible calor de finales de verano resulta más sofocante, Hu Mudan se bajó del trasbordador que cruzaba el Jialingjiang y emprendió la larga ascensión por las escaleras de la ciudad en dirección a las calles donde vivían los oficiales nacionalistas. Como buena nativa de la provincia, se había vestido para protegerse del calor: un ancho sombrero de paja y ropas de algodón holgadas que ocultaban su cuerpo. Después de dar a luz se había quedado más delgada. Con sus caderas escurridas y su zancada suelta, podía parecer un hombre menudo que subiese las escaleras con cierta agilidad precavida para evitar un contacto prolongado entre sus sandalias de suela de tela y la ardiente temperatura de las losas. Pero la misión que la ocupaba era típica de mujer. A pesar de lo empinado del camino, a pesar del calor achicharrante, se veía obligada -por la curiosidad, la ansiedad y otra emoción a medio camino entre el amor y el deber- a encontrar la casa que buscaba.
El día antes, mientras compraba en el mercado, notó que alguien la observaba desde el puesto de las judías. Alzó la vista y se encontró con un rostro de mujer, fatigado, avejentado. La conocía de algo. Conocía esos ojos de forma agradable pero de expresión algo mezquina y desabrida. La mujer no era tanto delgada como fláccida, y Hu Mudan recordó cuando esos mismos huesos apuntalaban carnes firmes. Se acordó de las tejas verdes glaseadas y de la morera; y por un instante casi creyó ver los delicados contornos de la casa de los Wang, algo desmoronados, y oler las rosas reventonas del jardín de Chanyi.
– Weiwei.
– Me has reconocido -dijo la mujer, y un fugaz rictus de coquetería destelló en la comisura de sus labios.
– Te reconocería en cualquier lugar -le aseguró Hu Mudan.
– Tampoco he cambiado tanto. -Y ya con menos seguridad, añadió-: Han sido unos años muy duros.
– ¿Sigues trabajando para la familia? ¿Dónde viven?
– En la colina.
Percibió un deje de cautela en la voz de Weiwei. Hu Mudan sintió enfriarse el sol que le daba en la espalda.
– ¿Y los demás? -preguntó.
– Gongdi emprendió el viaje conmigo pero murió en las gargantas.
La piel del rostro de Weiwei se quebró en minúsculas arruguitas. ¿Qué había pasado? Hu Mudan respiró hondo.
– ¿Y la señorita? ¿Cómo está Yinan?
Weiwei bajó los ojos y los fijó en el rimero de judías.
– Ya no vive con nosotros.
– No me digas que Yinan se ha casado…
– No. Se marchó de casa.
– ¿Y dónde está? ¿De qué vive?
Weiwei se encogió de hombros.
Hu Mudan se acercó. Le daban ganas de agarrar a Weiwei con las dos manos y sacudirla hasta que soltase toda la información, pero llevaba un cesto. Todos esos años, desde que saliera de casa de los Wang, se había preocupado por Junan, pero sobre todo por Yinan. Y ahora le venía Weiwei y le contaba unas noticias tan impactantes, pero a cuentagotas, como si por contar la verdad fuese a quedar en evidencia. Hu Mudan ya no era de la casa. La habían echado. Notó que Weiwei quería dar marcha atrás. Le sonrió, dando marcha atrás también ella, y le preguntó en qué parte de la colina vivía la familia. Una pregunta inofensiva. Entonces le dijo que pronto les haría una visita, y detalló cuánto, y de qué forma, se asemejaba Weiwei a la niña que en su día había sido. Luego se despidió de ella y la vio perderse entre la multitud.
Esa noche sus pensamientos volvieron una y otra vez a las hijas de Chanyi. Recordó las largas noches posteriores a su muerte, cuando recorría toda la casa y se las encontraba a las dos dormidas en la habitación de Yinan, con las oscuras cabecitas rozándose y el pelo desparramado por la almohada como trazos de tinta. La que más sufrió fue Yinan; era frágil, como su madre. En los meses posteriores a la muerte de Chanyi, Hu Mudan se pasó horas acunándola, protegiéndola y consolándola. Junan, en cambio, no estaba dispuesta a pedir ayuda. Incluso de niña, ya guardaba un brazo de distancia con Hu Mudan y sólo aceptaba a su madre, como si el consuelo de cualquier otra persona fuese indigno de ella. Cuando su madre falleció, se blindó contra su muerte y apechugó solita.
El día de su boda, Junan, alta y pálida, con su nariz curva y su boca de granada, se mostró tan fría con su apuesto marido que cualquier observador espontáneo habría dado por sentado que todo aquello le traía sin cuidado. Pero Hu Mudan sabía la verdad. Sabía, desde hacía mucho, que bajo esa fachada esquiva y distante se escondía un carácter propenso a la obsesión. Y ahora, al enterarse de que Yinan vivía por su cuenta, Hu Mudan se vio dominada por la necesidad de saber qué había ocurrido entre las dos hermanas.
En cuanto a Li Ang, Hu Mudan siempre se había mostrado escéptica. Cuando lo conoció estaba embarazada y no necesitaba nada de lo que él pudiese ofrecerle. Intuyó que lo mejor que tenía que ofrecer de sí mismo, lo ofrecería en la cama. Se fijó en su cuerpo, duro y ágil, en su rostro oscuro y contundente, en sus ojos centelleantes, y percibió una vitalidad prodigiosa. Sí, de acuerdo, era generoso con las mujeres, y con frecuencia amable, pero esa amabilidad era del peor tipo posible, fruto de la irreflexión antes que del cálculo premeditado o incluso de la lujuria. Ahora, mientras subía los escalones que conducían al barrio de los militares, Hu Mudan se figuró que Li Ang sufriría a causa de esa irreflexión. La amabilidad despreocupada tenía un precio, y la generosidad despreocupada, también.
El tufo de los que sufrían cuando apretaba el calor espesaba el aire. Los últimos tres años la ciudad se había hinchado como un tumor con todos los recién llegados, además de con sus soldados, sus burócratas y sus refugiados. Estaba casi irreconocible. Por las noches caían más bombas, se derrumbaban más edificios y más gente se quedaba en la calle. Ahora, la ciudad estaba repleta de famélicos, sentados o tumbados en las escaleras, y ahí dormían, mendigaban, se consumían. Una niña tenía en brazos un bebé con moscas en los ojos. Hu Mudan le puso un penique en la mano. No podía ayudarlos a todos.
El destino los había abandonado. A duras penas llegó al barrio de los militares y preguntó a las mujeres que estaban junto al pozo las señas de la casa del oficial Li Ang.
Sí, Junan la había despedido. Pero la responsabilidad de Hu Mudan para con la familia se remontaba a la época en que Junan no era más que una bola en la barriga de Chanyi. Seguía siendo la responsable y, como tal, testigo de lo que las hijas de Chanyi hiciesen en vida.
La vi llegar desde mi ventana en lo alto de la colina. Observé cómo subía las escaleras, moviéndose cansina pero resueltamente a través del calor. Al llegar a la entrada se detuvo y miró la casa, inescrutable el rostro bajo el ala del sombrero. Se invitó a entrar. Salí de mi habitación y corrí a la puerta. Estaba tan emocionada que casi atropello a mi madre y a mi hermana. Mi madre estaba más tiesa que un florero de porcelana. Todas y cada una de sus partes -el tronco, recto y alargado, las finas manos, la intensa sonrisa- estaban absolutamente bajo control.
– Bienvenida, Hu Mudan.
– He venido a ver cómo andabais.
– Por supuesto -dijo mi madre-. Gracias por venir.
Su magnánima sonrisa pretendía ocultar un tropel de emociones: irritación, confusión y, sólo tal vez, gratitud. Se daba aires de reina, aunque fuese una reina que echaba el resto para vivir en un pisito indescriptible: feo, diminuto, y, aunque se negase a reconocerlo, indigno de ella.
– Xiao Hong -dijo mi madre, poniéndome la mano en el hombro-, dile hola a Hu Mudan. ¿Te acuerdas de Hu Mudan?
Enmudecida por la repentina felicidad y vergüenza, no dije nada.
– Hola, Xiao Hong. ¡Cómo has crecido! Hu Ran está aquí, en Chongking. Seguro que le encantaría verte. -Hu Mudan me examinó-. Es igualita que tú -dijo, mirando a mi madre. El comentario era de lo más incorrecto, hasta yo me di cuenta. Todo el mundo decía que yo había salido a mi padre.
– Ésta es Hwa -acerté a decir.
– Hola, meimei.
Hwa frunció el ceño. Apartó la cara y se refugió entre las piernas de mi madre.
– Tú no puedes llamarme así -dijo.
– ¿Cómo debería llamarte?
– Tú no eres de mi familia y no tienes derecho a llamarme así.
Hu Mudan se rió.
– Ésta es más parecida a ti todavía -dijo.
Esa vez fue mi madre quien puso cara de pocos amigos.
– ¿Y dónde está tu meimei, Junan?
La pregunta cayó como una piedra. Mi madre se removió en la silla.
– Yinan ya no vive con nosotros.
– ¿Por qué no?
Mi madre suspiró y levantó una mano, larga, blanca, en un ademán indefinido.
– Pasó varios meses aquí, sola -dijo-, llevándole la casa al coronel. Dice que es por algo que hizo. Pobre Yinan. Es muy joven. Yo le dije que no se preocupase, que no importaba, pero ella insiste en tomárselo todo muy en serio.
Sonrió como si Hu Mudan fuese a entenderlo perfectamente.
Pero Hu Mudan no le devolvió la sonrisa.
– ¿Dónde está Yinan? -preguntó de nuevo.
– Dice que no quiere recibir visitas.
– Vergüenza debería darle -dijo Hu Mudan-. Todos estos años he estado pensando en ella. Está fatal eso de no querer ver a las viejas amistades. Es una verdadera vergüenza que viváis separadas. No es lo que habría querido tu madre.
– Ojalá te oyese Yinan. -Mi madre se inclinó hacia Hu Mudan como si fuese a hacerle una confidencia-. Se ha puesto como una loca, y por una tontería.
– Igual necesita que alguien escuche su versión de los hechos.
Mi madre volvió a sonreír.
– Gracias por venir -dijo-. Si necesitas cualquier cosa, ya sabes dónde estamos.
– Tal vez debería ir a verla.
– Gracias por pasarte a vernos.
El silencio se podía cortar con un cuchillo. Hu Mudan se agachó hacia mi hermana y le chasqueó la lengua; Hwa desvió la mirada. Mi madre se puso tensa, deseando con toda el alma que Hu Mudan se marchase. Yo quería que Hu Mudan resistiese. Necesitaba que se quedase y me ayudase a entender el desconcierto en que estábamos sumidas. Pero mi madre ya había tomado una decisión.
Hu Mudan echó a andar hacia el poniente. Iba tan tensa que no podía ni levantar la mano para protegerse los ojos.
No se relajó hasta llegar a las escaleras. Las bajó muy despacio; de repente, se sentía fatigada. La ciudad giraba alrededor de ella: bajo sus pies, la empinada escalera; más abajo, el Jialingjiang en sombras. Largos rayos rojos y anaranjados relumbraban en las tejas polvorientas y en las casas parcheadas y construidas sobre pilotes. Lo único que podía hacer Hu Mudan era concentrarse en sus propios pasos: decidida a cuidar de sí misma, miraba dónde pisaba. No reparó en las personas sentadas en las escaleras ni movió un dedo para sacudirse el mosquito que se le posó en el brazo.
Llevaría andado medio kilómetro en dirección al río cuando oyó que alguien corría tras ella. A nadie se le ocurriría llevar prisa con ese calor; y muchos tampoco se arriesgarían a sufrir un accidente bajando a la carrera esas escaleras atiborradas de gente. Hu Mudan se dio la vuelta. Allá en lo alto vio a Weiwei, asustada, con el rostro bañado en sudor.
– Hu Mudan… -Weiwei se esforzó en recobrar el fuelle-. Me ha mandado al mercado…
Hu Mudan se quedó a la espera.
– … y he pensado que igual bajabas por este camino.
Weiwei se quedó sin aliento. Tiró a Hu Mudan de la manga, sin pronunciar palabra, y a ésta la embargó la tristeza. Nunca le había tenido mucho aprecio pero ahora, asintiendo con la cabeza, clavó los ojos en el rostro envejecido de la mujer. Weiwei se arrimó a ella y le dijo:
– Sé dónde está. Vive con Rodale Taitai, una señora americana, en la vieja carretera de la Plaza del Pozo, cerca de la Puerta del Dragón Vigilante. Hazle una visita. Se sentiría mucho mejor si viese a alguien conocido.
La Puerta del Dragón Vigilante quedaba un poco más adelante, siguiendo el curso del río. Cuando Hu Mudan llegó a la plaza, preguntó por la americana, Rodale Taitai. Aunque nadie la conocía personalmente, todo el mundo sabía dónde vivía. Le explicaron que era una misionera que se había casado con un chino. Aunque nunca armaba escándalos, más allá de pasearse por la calle del brazo de su marido, era bien conocida en el vecindario, donde todavía se la llamaba «Rodale Taitai» por su nombre de soltera, Kate Rodale. Como no era china, no se mezclaba con las demás, y como se había casado con un chino, las esposas de sus compatriotas no terminaban de aceptarla del todo. Estaba apartada de todo el mundo, aunque empeñada en vivir entre ellos; una mujer grandota y sombría, algo envarada y siempre con aspecto asustado.
La verdad es que jamás habría podido integrarse en el ambiente. Tenía la piel blanca -pero blanca de verdad, no rubicunda, como aquellas caras británicas que Hu Mudan veía a veces en Hangzhou- y los ojos extraordinariamente grises, casi incoloros. A Hu Mudan no le entraba en la cabeza que un chino se hubiese casado con una mujer así. Tenía curiosidad por conocerlo y ver cómo era.
Rodale Taitai hablaba chino con parsimonia y claridad. Hu Mudan observaba cómo su boca fina y descolorida formaba las palabras en mandarín y escuchaba fascinada; era como ver hablar a una piedra. Por su forma y color se asemejaba a una piedra, y el idioma premioso y lógico en el que se expresaba bien podría ser el que hablasen las piedras. Le estaba diciendo que Yinan no estaba. Que había salido a hacer un recado, pero que podía esperarla dentro y charlar con ella cuando llegase.
Bajo el porte solemne de Rodale Taitai, Hu Mudan adivinó cierta garra. Debía de tener un temple aventurero para vivir tan lejos de su tierra. Además, se preocupaba por Yinan y parecía estar deseando hablar de ella.
– Lleva aquí menos de un mes. Le he preguntado mil cosas pero no le gusta hablar, y cuando habla, no siempre acierta a explicarse de forma que yo pueda entenderla.
Hu Mudan la miró de hito en hito y la instó a seguir hablando.
– Madame Hsiao me pidió que la acogiese. Yinan se negaba a quedarse a menos que la contratase como señorita de compañía, para que pudiese ganarse el sustento.
– Qué paciencia debe de tener usted.
– Ya sé a lo que se refiere. Le cuestan un poco las tareas del hogar. Pero es inteligente e interesante. Me viene bien estar acompañada. Últimamente mi esposo anda muy ocupado. Por mucha ayuda que yo quiera prestarle, por mucho que me niegue a convertirme en una de esas mujeres chinas que se queda sentada en casa -y ya sé que usted no es de ésas, salta a la vista-, es innegable que, en los tiempos que corren, el deber de una mujer es quitarse de en medio y no suponerle una carga al marido.
Hu Mudan hizo caso omiso de esas palabras. No le veía sentido a toda esa polémica interminable sobre las diferencias entre la concepción que occidentales y chinos daban al papel de la mujer. Todo ese asunto no era más que la cháchara ociosa de gente a quien le sobraba tiempo para pensar y le faltaba trabajo en que ocuparse. Demasiado ajetreada andaba ella intentando ganarse la vida como para tener que preocuparse de esos asuntos.
– ¿Qué es lo que ha pasado?
– Lo que sé me lo contó Madame Hsiao. Me explicó que Yinan es de muy buena familia y que ella no tiene la culpa de lo que les ha ocurrido. Parece ser que la hermana de Yinan -es su hermana mayor, ¿no?- es la mujer de Li Ang y la única familia que le queda a Yinan. Estaban muy unidas. Si le soy sincera, es un alivio que haya aparecido usted. Yinan necesita del consuelo de una amiga.
– Pero ¿qué ha pasado?
– No estoy segura del todo. Sólo sé que Yinan… tuvo un lío con el coronel. Ahora se está castigando; se ha expulsado a sí misma de la familia. Pero la hermana la ha perdonado. Así que se está castigando por otro motivo.
– ¿Y él, qué quiere? ¿Quedarse con las dos?
La americana la miró gravemente con sus ojos incoloros. Pero cuando habló, lo hizo en un tono apesadumbrado y comprensivo.
– Sí, es cierto. Sabemos que podría quedarse con las dos. Muchos de los militares tienen concubinas. Aducen que sus matrimonios fueron concertados, que realmente no estaban enamorados de sus primeras esposas. Es legal. Así lo decretaron los tribunales. Pero creo que en este caso no se trata de eso. Es algo entre ella y su hermana.
– Ella adora a su hermana.
– Y su hermana quiere que vuelva a casa.
Hu Mudan sacudió la cabeza. Las suposiciones de Junan, imposibles de puro simples, no solucionarían el problema tan fácilmente. Había algo gravísimo en todo aquello.
– Procuraré hablar con ella -dijo en voz alta.
Se oyó un ruido en las escaleras. Hu Mudan reconoció el eco de las pisadas. Titubeantes, con los mismos zapatos viejos y blandos de siempre. Familiares, aunque no exactamente iguales.
Se abrió la puerta y entró Yinan. Cuando vio a Hu Mudan, soltó un grito de alegría, pero torció el gesto al instante.
Hu Mudan llegó hasta ella y la estrechó en sus brazos. Yinan estaba temblando. Hu Mudan notó que su propio rostro se le crispaba en un mohín de llanto.
– Vamos, vamos -dijo, dándole palmaditas en el hombro-. No llores. ¿Por qué lloras? Se supone que el reencuentro de dos viejas amigas es algo bueno.
– ¿Has visto a mi jiejie?
– Sí.
– ¡Cómo me alegro de que te haya explicado cómo encontrarme! Está… enfadada conmigo por vivir aquí, pero ya sabía yo que si algún día aparecías, ¡querría que me vinieses a ver! Dime, ¿cómo está?
– Parece estar bien.
– ¿Me echa de menos?
– Creo que sí.
Yinan lloró más todavía.
– Bueno, eso no es malo -dijo secamente Hu Mudan, pero Yinan no le prestó atención. Se apoyó en Hu Mudan. Ésta cerró los ojos. El peso de Yinan le resultaba tan familiar como el de un hijo. Entonces recordó que Yinan ya no era una niña. Algo le había alterado el olor, modificado las moléculas de su sangre. Aquella cara estrecha de ojeras moradas y sienes ensombrecidas parecía haber conocido la pasión.
Rodale Taitai estaba cerca.
– No sabía que estuviese tan mal…
– Ya se le pasará -dijo Hu Mudan. Sentó a Yinan en la silla que había ocupado ella-. ¿Cuándo vas a ir a hablar con tu jiejie?
– Ya lo intenté una vez. Pero ella no lo entiende.
– Tendrás que volver a intentarlo.
Rodale Taitai intervino:
– ¿Tienes hambre? Come algo; siempre que comes te sientes mejor.
La observación sorprendió a Hu Mudan. Desde niña, cada vez que Yinan se exaltaba, perdía el apetito.
– Ay, no -dijo Yinan con voz quejumbrosa-. No puedo.
Miró a Hu Mudan.
– Yo ya he comido -mintió Hu Mudan.
Rodale Taitai sacó un plato de la alacena: restos de pollo a la mendiga. [8] Las hojas de loto plegadas despedían un suculento aroma.
– Ming está siempre recibiendo regalos a cambio de favores -explicó Rodale Taitai-. Trabaja para el coronel Jiang, y como tiene acceso a una persona tan importante, la gente no hace más que darnos cosas.
Hu Mudan asintió. Hasta ella había oído hablar de ese coronel; era el recadero de Madame Chiang Kai-chek. Yinan abrió las hojas de loto y el olor a pollo inundó la sala.
– ¿Su marido trabaja en la colina? -preguntó Hu Mudan para ganar tiempo mientras observaba a Yinan-. ¿Ve al Generalísimo?
– No mucho. Aunque una vez, en un apuro, le dejaron guarecerse en el refugio antiaéreo que hay detrás del despacho del Generalísimo, con la familia y unas cuantas secretarias, y llegó a mantener una conversación de lo más amena con Madame Chiang.
Hu Mudan miraba cómo comía Yinan. Sujetaba el muslo de pollo con ambas manos, separando la pata de la articulación con sus finos dedos, arrancando hasta la última brizna de carne y chupando los huesos. Comía a un ritmo constante, sin perder la concentración, y al masticar, se le ponía una expresión tranquila y distraída. Se le iba borrando la pena de la cara; de vez en cuando cerraba los ojos en un gesto de placer y se relamía la grasa de los labios. Cuando dio cuenta de la última migaja, se limpió las manos, las entrelazó en el regazo y prestó atención a la conversación con una mirada íntima y alerta que Hu Mudan recordaba de otra época. Rodale Taitai le había preguntado a Hu Mudan dónde había nacido y cómo había ido a parar a Chongking. Hu Mudan apenas si logró responderle. Se había quedado pasmada -y preocupada- ante lo que acababa de ver. La chica estaba embarazada.
Hasta en sus días más negros y desolados, la capital de la China en guerra era una ciudad de reencuentros. Desde sus valles sepultados en la niebla hasta los faroles encendidos en lo alto de las colinas para advertir de un ataque inminente, desde las ribereñas chozas de adobe hasta las mansiones de los cerros, por toda la ciudad tenían lugar reencuentros entre gente que se había separado. Dueños de fábricas y molinos desmantelados y transportados pieza a pieza desde las ciudades ocupadas, volvían a montar su maquinaria y reabrían sus puertas a los obreros que los habían seguido. Antiguos vecinos se encontraban en nuevos restaurantes bautizados con el nombre de las provincias de procedencia. Compañeros de colegio, hermanos, amigos y amantes, todos ellos separados por el enemigo, se buscaban unos a otros en este último gran baluarte situado al oeste.
Y así nos reunimos nosotras con mi padre. Aún recuerdo la primera vez que lo vi después de dos años. Sentada al lado de Hwa, me eché hacia delante en aquel palanquín tambaleante y lo divisé en la colina. Allí estaba esperándonos, con su uniforme, iluminado por el resplandor y la niebla. Parecía puro chi, listo para elevarse por el aire, y en ese momento lo creí capaz, con su energía y su arrojo, de mantenernos a salvo -a nuestra familia y al país entero- de la confusión que nos abrumaba. Yo estaba desbordante de gratitud por su fuerza y ligereza. Después de haber depositado en él tantas esperanzas, sabía que no podía fallarme. ¿Cómo podría no amarme, amándolo yo a él tanto como lo amaba?
Pero por dondequiera que pasásemos, veíamos los avisos colocados por quienes no habían tenido tanta suerte.
Perdido el 14 de septiembre cerca de la vieja carretera del elefante: Huang Dai, niño, 7 años, 1,20 m de altura, dos lunares grandes en el tobillo izquierdo. Se recompensará.
Busco a mi madre, Hwa Neibu, de la provincia de Jlangsu, perdida en el segundo ataque a Changsha. se recompensará.
Memei, Memei, ¿dónde estás? Te espero en la puerta del embarque de viajes larga distancia.
Chongking también era un lugar de caos y separación. Desde mi ventana avistaba, allá abajo, las escaleras atestadas de los que habían sobrevivido a la separación de la guerra: hombres y mujeres agobiados bajo el peso de fardos andrajosos con todas sus posesiones dentro; mugrientos niños famélicos, y chuchos callejeros. La tumefacta ciudad se hallaba dividida en facciones. Las oleadas de refugiados desbordaban las murallas, pero los antiguos residentes ahí seguían, y recibían con desprecio a los forasteros. Al principio mi madre pensaba que las placas de las calles resultaban ininteligibles en el dialecto local. Luego se enteró de que los nativos se referían a las calles por su antiguo nombre, convirtiendo así la geografía de la ciudad en un palimpsesto intransitable.
Al poco de instalarnos, una grieta en zigzag rajó el recién enjalbegado muro de adobe de la cocina. Una olla de barro se cayó al suelo. Weiwei ponía parches y pasaba la escoba, pero no había forma de reparar las roturas. La pérdida era enorme. Hu Mudan y Hu Ran estaban en algún lugar de la ciudad, pero mi madre ni los mencionaba. Además, entre mi madre y mi padre pasaba algo raro. Volvían a estar juntos pero yo echaba en falta la palpable alegría que solía irradiar mi madre en sus reencuentros de antaño. Tampoco es que hubiesen sido muy habladores, pero ahora conversaban con frases inconexas, parándose cada dos por tres, esperando la intervención de una tercera persona.
– Echo de menos a Ayi -dije una noche durante la cena.
– Yo también -dijo mi madre-. Pero últimamente no se encuentra bien, y necesita estar tranquila una temporada.
– Nos leía cuentos -le dije a Hwa-. ¿Te acuerdas de Ayi?
– No.
– ¡Hwa! -exclamó disgustada mi madre, pero le puso otro trozo de pollo en el plato. Luego miró a mi padre-. Pobre Yinan -dijo.
Mi padre no respondió. Pero una noche, a esa misma hora, mientras mi madre acostaba a Hwa, me llamó con un gesto y sacó de su bolsa un paquete de papel marrón.
– He encontrado esto para ti, Hong -dijo.
Era una antología de cuentos de Grimm en inglés, impresa en grueso papel satinado y con ilustraciones a todo color.
– Pronto aprenderás inglés -dijo-. Te estás haciendo mayor.
Estábamos los dos solos. Lo miré a los ojos con detenimiento, tratando de encontrar al padre que yo recordaba en esa expresión que, tan misteriosamente, se le había transformado y dulcificado en los dos últimos años. Vi que me sostenía la mirada con tristeza y supe que todavía me quería.
– Gracias, papá -le dije.
Me toco la coronilla.
– Ahora vete a la cama.
Más tarde mi madre me advertiría que no leyese muchos cuentos de hadas. Decía que eran como el opio y que podrían hacer de mí una mujer inútil. Quise enseñarle el libro a Hwa, pero, sintiendo que la habían hecho de menos, estaba furiosa y no quería ni mirarlo. Yo apenas sabía unas pocas palabras en inglés pero me pasaba horas estudiando los cuentos y mirando las ilustraciones. Escondía el libro bajo la almohada y, a finales de la primavera, cuando empezaron los bombardeos, era lo único que me llevaba al refugio.
Sólo llevábamos juntos unos meses cuando, de repente, mi padre se marchó de Chongking. Mi madre nos dijo que lo habían destinado al sur. Esa explicación fue bastante para Hwa, que sólo lo había conocido durante esos breves meses. Pero mis recuerdos iban más allá. Yo había esperado el regreso de su optimismo burlón y el achuchón de sus fuertes brazos. Había esperado, como mi madre, estar con él una vez más. Él era la razón de que hubiésemos viajado hasta Chongking. Su nueva partida me dolió. Sumida en mi propia decepción, no me paré a pensar lo mucho que debió de dolerle a mi madre.
Ella jamás nos abandonaría. Nos mantuvo a salvo hasta de los bombardeos japoneses. Los días nublados, cuando la visibilidad era escasa, pasábamos el rato igual que en Hangzhou. Cantábamos canciones, aprendíamos poesías y jugábamos. Los días despejados, estábamos expuestas al enemigo. Observábamos las señales de los faros, nos manteníamos a la escucha de las sirenas, y cuando los faros se ponían rojos, salíamos corriendo a los refugios antiaéreos. Allí comíamos las provisiones que mi madre había acaparado: huevos salados, panecillos duros y frutos secos. Nos turnábamos para hacer nuestras necesidades en un orinal comunitario. Mi madre se esforzaba en mantenernos limpias, pasándonos un trapo mojado con agua, ahora tan apreciada.
Nos enseñó a cerrar los ojos, como si la oscuridad fuese elección nuestra, y con el tiempo nos acostumbramos a ella. Entonces llegaron las bombas, dioses enormes que obraban una poderosa destrucción. Eran crueles y descomunales, pero si nos quedábamos completamente quietas, escondidas al lado de nuestra madre, no nos hacían daño. Hwa y yo aprendimos a escuchar el sonido de su pulso. Nos familiarizamos con el latido y el coraje de su cuerpo, recobrando el conocimiento que poseyéramos mucho tiempo antes, durante los meses que pasamos inmersas en su palpitante oscuridad. Nos aferrábamos a ella, Hwa dormida y yo despierta. Yo la sentía ágil y alerta bajo muchas capas de ropa, unas finas, otras gruesas, que amortiguaban y suavizaban las sartas de perlas y abalorios que llevaba alrededor del cuello. Cuando me acurrucaba junto a ella, aquellas espirales duras y macizas se me clavaban en la cara, pero yo no decía nada. Sabía que no debía mencionarlas jamás. En ellas confiaba mi madre para hacer frente a un desastre mayor que los que ya habíamos padecido.
Una tarde de mediados de verano, Hwa y yo andábamos remendando los zapatos de mi hermana. Antes de eso, mi madre había contratado a una chica de pueblo para que la ayudase con las suelas, que consistían en varias capas de tela unidas con engrudo. Una vez endurecidas las capas, se perforaban con una lezna y se cosían con hilo de lino grueso. Todo iba bien con la chica hasta que un buen día mi madre, al volver de un recado, se la encontró comiéndose el engrudo. Fue tal el asco y la lástima que le dio, que se le hizo imposible soportar su presencia. La mandó a casa con unos cuantos boniatos y decidió que nosotras mismas nos ocuparíamos del trabajo.
– Ya va siendo hora de que aprendáis a coser -me dijo-. Tenéis que practicar las labores del hogar. No sabéis la suerte que tenéis; vuestra abuela tuvo que aprender a caminar con cascabeles cosidos en el dobladillo del vestido. Y si le tintineaban al andar, la castigaban.
En mis zapatos me bordé el ideograma de «victoria» con hilo de algodón basto. Ya estaban listos, y me los puse ese mismo día. Pero mi madre insistió en que le bordase a Hwa unos crisantemos de otoño en los suyos, una flor muy complicada que exigía cientos de puntaditas. Llevaba una hora bordando cuando llamaron a la puerta. La forma de llamar, delicada y cortés, me resultó familiar.
Hwa y yo corrimos hacia la puerta. La abrí de golpe y reculé sorprendida. Tenía delante a mi tía Yinan, que llevaba un vestido suelto. A su lado estaba Hu Mudan, con una cesta cargada de paquetes de papel. Detrás de ella había un chiquillo alto con una espesa pelambrera rebelde.
Hu Ran fue el primero en hablar.
– Hola, señorita.
– ¡Ayi! -grité.
Yinan sonrió como en los viejos tiempos, con una de esas sonrisas que siempre me daban la impresión de ir dedicadas exclusivamente a mí. Por un momento pareció a punto de estrecharme entre sus brazos. Entonces la sonrisa desapareció de sus labios y desvió la mirada a mi espalda. Acababa de entrar mi madre.
– Li Taitai -dijo Hu Mudan mirando por encima de mi hombro. Tendió el paquete: chiles fragantes y una caja de tortas de ajonjolí.
En ese fugaz instante temí que mi madre las echase. No habíamos vuelto a ver a Hu Mudan desde el día en que mi madre la presionó para que se marchara. Pero mi madre hizo un gesto triunfal y me di cuenta de que se alegraba de que su hermana hubiese ido a visitarla. A Yinan se le saltaban las lágrimas. Hu Mudan le entregó los paquetes a mi madre.
– Voy a ponerlos en la cocina -dijo mi madre. Les hizo una seña y las dos mujeres fueron detrás de ella. Hwa entró en el cuarto de baño y Weiwei la siguió.
Miré de soslayo a Hu Ran. Era ya un adolescente y se le habían perfilado las facciones de adulto: pómulos prominentes, nariz curva y un par de ojos alargados, de aspecto mogol, que le conferían una expresión alerta. Echó un vistazo alrededor de la habitación, fijándose en la radio, en las labores de costura desperdigadas, en los muebles y cortinas que mi madre se había traído de Hangzhou. Entonces posó su mirada curiosa y chispeante en mi rostro. Nos clavamos los ojos. Miró hacia la puerta y, sin pensármelo, fui tras él.
Hu Ran bajaba con soltura las escaleras de la ciudad. Yo le seguía más despacio, cuidando de no mancharme de polvo los zapatos nuevos, con la vista fija en los codos cuadrados y morenos que le salían de las mangas de la camisa. El bajo de los pantalones se le subía hasta la mitad de las robustas pantorrillas. Me explicó que no tenía ropa nueva porque su madre le estaba pagando el colegio. Era mucho más alto que los demás niños, pero no le importaba. Quería aprender a leer. Todos los días, al salir de clase, alquilaba una bicicleta para sacarse un dinero haciendo recados. Los dos peniques de la bici llegaban a rendirle hasta siete peniques de beneficio. Con eso se compraba su propia tinta y material escolar, y estaba ahorrando para comprarse su propia bici.
Sus modales eran de lo más naturales y amistosos, pero mientras me hablaba de esas cosas -de su colegio, de sus peniques, de la bicicleta- yo me retraje. Me sentía excluida de su nueva vida. Y estaba claro que sabía más de Yinan que yo. ¿Cómo podía él tener derecho a saber cosas de mi tía cuando a mí, que era su favorita, me habían dejado de lado?
Luego estaba el tema de los cambios físicos. Antes Hu Ran olía simplemente a salado, como todos los chicos, pero ahora desprendía un olor tan desconcertante que tuve que desviar la mirada. Ahí estaba de nuevo -el misterio de aquella tarde detrás del sauce-, sólo que esta vez yo ya era lo bastante mayorcita como para saber que no había lugar decente al que dirigir mi curiosidad.
– Has cambiado -le solté.
Hu Ran asintió con la cabeza.
– Son las raciones extra de los americanos. Crecí quince centímetros en un solo año. -Miró hacia el río-. Todos te echamos de menos. Sobre todo tu ayi.
– Parece diferente.
Quise decir más pero algo me cerró la garganta.
Hu Ran se quedó mirando un junco vacío que parecía navegar por encima del agua.
– Se encuentra bien -dijo él-. Tiene un trabajo. Y por las noches sigue escribiendo poesías.
Los ojos me escocían de las lágrimas.
– ¿Qué más cosas sabes? -le pregunté.
– ¿Qué es lo que no te han contado?
– No sé nada.
– Va a tener un hijo.
Me quedé parada y lo miré fijamente.
– ¿Cómo es posible?
– ¡No te lo puedo decir! -exclamó Hu Ran, ruborizado.
– Volvamos a casa -dije yo, presa de un pánico que no era capaz de expresar.
Subimos las escaleras en silencio. Hu Ran llegó a casa unos cuantos pasos por delante de mí y se detuvo en el umbral. Pegó la oreja y entonces me indicó por señas que me alejase. Pero yo ya no aguantaba que me siguiesen protegiendo ni un minuto más. Atravesé el barro y llegué hasta la ventana abierta.
Yinan y mi madre estaban sentadas una enfrente de la otra. Mi madre había sacado la tetera buena y sonreía gentilmente a mi tía como si fuese una invitada de honor. Al observarlas, sin embargo, me dio la impresión de que estaban enzarzadas en un curioso combate. Mi madre se parapetaba tras un muro de simpatía y desenvoltura. Yinan, sentada enfrente, agarraba con fuerza los brazos de la silla y, frunciendo el entrecejo en un gesto entre afligido y resuelto, se inclinaba hacia mi madre. Hu Mudan se mantenía al margen, con los ojos apretados, como si tuviese jaqueca, escuchando y meciéndose en la silla.
– No puedo quedarme -se disculpó Yinan-. Rodale Taitai me necesita. Pero debo hablar contigo y contarte lo que pasó. Cuando me haya confesado, tendrás que decidir si todavía puedes perdonarme.
– Pues claro que te perdono. Son cosas que pasan a diario, meimei.
– No, no son cosas que pasan a diario.
– Que sí, mujer, no te preocupes. Igual te crees que estoy enfadada, pero no has de preocuparte. ¿Qué te crees, que no he visto u oído algo así antes? No podías evitar que ocurriese; fue cosa de la cercanía.
– No.
– Es normal que te sientas confundida; ya se te pasará -dijo mi madre-. Es como un catarro fuerte.
– Por favor, jiejie.
– Puedes quedarte aquí hasta que des a luz. Luego te buscaremos un buen hombre. En los tiempos tan descabalados que corren, nadie te reprochará nada. Puedes olvidar este incidente, hacer borrón y cuenta nueva.
– No puedo vivir aquí.
Mi madre encogió sus gráciles hombros.
– Ya te lo he repetido cien veces: que estás perdonada.
– Déjame que te cuente lo que pasó, por favor.
– Me lo imagino.
– No es lo que tú te piensas. Las cosas… cambiaron mientras estaba allí.
– No, meimei. Eres demasiado cándida para entenderlo -dijo mi madre, echando la cabeza hacia atrás, más hermosa que nunca, y escudriñando a mi tía a través de las pestañas-. ¿Te preocupa que él esté en casa? Pero si no está ni en el país…
– No -dijo Yinan entre sollozos-. No estoy pensando en él. Ése fue mi destino y ahora mi vida está destrozada. Pero eso no me importa, no como tú piensas. Eres tú quien me importa, jiejie. Por favor, escucha qué es lo que te pido que me perdones. Cuando me pediste que lo mantuviese ocupado yo no te entendí. Pero cuando llegué a su casa y lo vi, entonces sí que lo supe. Supe qué era lo que esperabas. Y las cosas cambiaron. Él cambió. Yo cambié.
– Ya te he dicho que eso ahora no importa.
– Me convertí en una persona.
– Qué tontería.
– Ya no soy más tu meimei.
– Eso es ridículo. Somos familia -dijo mi madre.
– Y Li Ang es tu marido -replicó Yinan con voz apenas audible.
Cuando mi madre oyó ese nombre, se le demudó el semblante en una extraña expresión. No dijo nada, pero alzó la cabeza ligeramente, como si estuviese pendiente de escuchar la manifestación de una fuerza que siempre hubiese temido pero se negase a nombrar.
Sus miradas se cruzaron. También Yinan estaba esperando. Respiró hondo.
– Jiejie -dijo-, ¿por qué crees que decidió marcharse de Chongking e ir a Birmania?
El rostro de mi madre se cerró como la superficie de un lago. Permaneció uno, dos segundos con los ojos cerrados. Cuando habló, la voz le salió atonal, áspera.
– Recibió órdenes. Del general.
Yinan, extenuada, se dejó caer sobre el respaldo.
Por un momento no hubo la menor evidencia de la herida: ni sorpresa ni arrugas de angustia, sino un semblante completamente terso y hermético. Era como si a mi madre se le hubiese congelado la cara. Habló en un tono desabrido.
– No necesito que me digas cuáles fueron sus motivos -dijo-. Ve a «convertirte en persona» con otro hombre. Yo te consigo otro soldado, si eso es lo que te gusta.
– No, jiejie. Adiós, jiejie.
Casi no escuché lo que se dijeron. Yinan se levantó con ciega dignidad y fue hacia la puerta. Oí cómo se cerraba y el eco de sus pasos, lentos y aturdidos, por el sendero. Entonces me acordé de mis zapatos: demasiado tarde. Los barrizales bajo las frondas me los habían echado a perder.
Dentro de casa, Hu Mudan recogía su cesta.
– Vete de aquí -dijo mi madre-. Deja de entrometerte en mis asuntos, y llévate a ese mocoso.
Hu Mudan obedeció. Cuando llegó a la puerta, se volvió tranquilamente hacia mi madre.
– Te conozco desde que llevabas calzones abiertos -dijo. Su voz seca quebró el exhausto aire de la sala-. Tienes miedo de que el bebé sea un niño.
Y ya no hubo más visitas ni más menciones a mi tía. Nuestra única compañía era la de las mujeres del mahjong. Hwa observaba las partidas. Mi madre me mandó fabricarme un par de zapatos de repuesto y me puse manos a la obra, sentada en el dormitorio, acompañada por el repiqueteo incesante de las fichas. A mis siete años, trataba de repasar mentalmente los fragmentos de conversación que había oído. Me pediste que lo mantuviese ocupado. Clic. Es como tener un catarro fuerte. Clic-clic. Me convertí en una persona. Clic. Recibió órdenes. Del general. Ahora mi madre tenía miedo de Yinan. ¿Cómo era posible?
Una noche de finales de verano me desperté en el refugio antiaéreo. Lo primero que sentí fue una breve desorientación, al recobrar la conciencia a oscuras. Después busqué a mi madre y hermana. Hwa dormía a mi lado, pero mi madre estaba despierta. De pie, a escasos metros, hablaba con una mujer extraña. Estiré el brazo para tocarle el tobillo. En la oscuridad, sentí lo tensos que tenía los músculos; era toda atención.
– Espera -dijo-, tengo que hablar con la niña. -Se agachó y me rodeó con sus largos brazos-. Estate quieta -me dijo- y presta atención: tienes que quedarte aquí y ser buena.
– ¿No puedo ir contigo?
– No.
– ¿Y qué pasa con meimei?
– Hwa está durmiendo. Tienes que quedarte aquí, ser buena y esperar a que yo vuelva. Le he pedido a Pu Taitai que os vigile. Pórtate bien y quédate con Pu Taitai.
– ¿Adónde vas?
– Aquí cerca. -Me puso la mano en el hombro-. Quédate aquí con Hwa.
Se dio la vuelta y le dijo a Pu Taitai que se iba.
– Hao -dijo Pu Taitai.
Mientras se alejaban, oí preguntar a mi madre:
– ¿Dónde está?
– Más adelante, por el túnel de la izquierda.
Y desaparecieron. Hwa seguía durmiendo a mi lado. Le toqué el hombro.
– Hwa -susurré-. Despierta, Hwa. Despierta.
Pero se limitó a bostezar, se dio la vuelta y volvió a zambullirse en el sueño.
– Déjala tranquila -dijo Pu Taitai, tirando de mí hacia su regazo. Sentí que me asfixiaba el olor de su perfume de sándalo-. Ven a sentarte un rato conmigo -dijo-. No te preocupes, que Dios nos protegerá.
– Hola, Wong -musitó Pu Li-. No tengas miedo.
Había llovido mucho desde la época en que mi tía y yo nos burlábamos de él por no saber ni dónde tenía la cabeza.
Pu Taitai me rodeó la cintura con ambos brazos.
– No debo quitarte el ojo de encima -me dijo-. Tu madre es muy amiga mía, ya lo sabes.
A veces me quedaba viendo a Pu Taitai y a las demás mujeres jugar al mahjong con mi madre. Pu Taitai andaba siempre preocupada por su marido, y las demás siempre hacían por consolarla. Mi madre era diferente a todas, más guapa, con su cara serena y ovalada y su cuello blanco. Y también más fuerte. No le iba con penas a nadie. Yo sabía que Pu Taitai pensaba que mi madre era su amiga porque le prestaba dinero para apostar. Pero no creo que mi madre, por su parte, pensase otro tanto.
Pu Taitai siguió hablando.
– Algunas mujeres de nuestro grupo están convencidas de que tu madre, en una vida anterior, fue hombre -dijo-. Juega como un hombre. Yo la admiro mucho, hasta cuando me gana. Antes de irse al sur, mi marido solía decirme: «¿Cómo, que ya tengo que darte más dinero? ¿Has vuelto a jugar con Li Taitai?». Pero yo se lo explicaba: «Es que es más lista que todas nosotras».
Hizo una pausa y aguzó el oído con nerviosismo.
– Tu padre estaba a cargo del abastecimiento -prosiguió- y tu madre podría haber tenido lo que se le antojase, pero yo vi lo que comíais y era tan simple como lo que comíamos nosotros.
No dije nada. Pu Taitai no sospechaba la verdad. Mi madre era demasiado lista como para llamar la atención viviendo a lo grande. El estraperlo -de cigarrillos, de medias, de penicilina- floreció durante la guerra, y a mi padre, de cuando en cuando, le caía en las manos alguno de esos productos. Mi madre, mediante una ingeniosa alquimia, se había encargado de transmutarlos en oro.
Acababa de callarse Pu Taitai cuando oímos el rumor inconfundible de un avión.
– Dios nos protegerá -susurró. Pero me di cuenta de lo asustada que estaba. Traté de zafarme de sus brazos.
– No tengas miedo -añadió Pu Li. Aun en el refugio antiaéreo, seguía siendo un niño reposado e imperturbable. En el recreo hablaba con la misma parsimonia que en clase y ahora, bajo tierra, lo hacía exactamente igual que en el recreo.
Se oía un runrún sordo, cada vez más cerca.
Pu Li susurró:
– No te preocupes, Hong, que estoy aquí.
Pu Li me caía bien pero no me apetecía que me tranquilizase. Intenté separarme de él, pero no veía adónde ir.
– Yo te protegeré, Hong.
Me encogí de hombros.
– Es lo propio. Un día seremos marido y mujer.
– De eso nada.
Había conseguido captar mi atención.
– Que sí, Hong. Que tu madre le ha dicho a la mía que sí.
¿Sería posible? Algo en su voz me dijo que no estaba mintiendo. A nuestro lado, Hwa roncaba ligeramente. Me solté de un tirón de Pu Li y salí como una flecha en la dirección que había tomado mi madre.
– ¡Hong! -oí gritar a Pu Taitai-. ¿Adónde vas? ¡Vuelve con nosotros!
Los demás le chistaron para que se callase. Me abrí paso en la oscuridad, tropezando con personas y con sus pertenencias. Nadie me detuvo ni reparó siquiera en mí. Giré a la izquierda como había hecho mi madre; sentía, olía su presencia, un poco más adelante. Allí estaba. Su mano blanca y alargada resplandecía bajo la luz mortecina de un farol con pantalla. Me acuclillé, esforzándome por atisbar entre un espeso bosque de piernas.
Se oyó un sonido sobrenatural procedente de aquel escondrijo. ¿Eran sirenas? Me puse en guardia, medio esperando que llegase mi madre y me lo explicase. Entonces volvió a oírse el sonido, como un lamento en la oscuridad. Tardé un cierto tiempo en percatarme de que estaba oyendo a un ser humano, una voz de mujer que se elevaba hasta estallar en un aullido ininteligible de dolor. Las palabras así vociferadas reverberaban, borrosas y retorcidas, en los muros.
Entonces la voz empezó a hablar. Era una voz trémula, de otro mundo, pero al mismo tiempo me resultaba familiar. No identifiqué al hablante.
– Tengo miedo -dijo la voz.
– Chsss -oí que decía una vieja-. Enseguida terminamos.
Luego dijo algo en el dialecto local. La vi estirar la mano y coger un brazo, subirle la manga y sujetarle la muñeca con el pulgar y el índice. Una muñeca esbelta, como el estambre de un flor.
– Tiene el pulso acelerado, y muy fuerte.
– ¿Y eso qué significa, Cho Puopuo? ¿Puedes controlárselo?
– Tenemos que sacarle la sangre que le sobra. Necesitamos sanguijuelas.
– Imposible.
– Entonces agua caliente.
– No podemos arriesgarnos a hacer humo.
La tal Cho Puopuo, que estaba en cuclillas, era una mujer diminuta con un protuberante labio inferior.
– Traed la vajilla -dijo-. Hay que sajar el cordón con porcelana recién rota para que el corte sea limpio. -Volvió a tomarle el pulso-. Cortad un trozo de tela en tiras.
Me metí detrás de una maleta, donde nadie podía verme. Debí de quedarme un rato dormida porque cuando volví a mirar, el corrillo de mujeres se había desplazado, despejándome la perspectiva de la escena. Mi madre y otra mujer estaban de pie junto al paciente. Entre sus piernas alcancé a ver un semblante humano, un rostro de mujer transido de dolor, con los ojos desorbitados, en blanco.
– Jiejie, por favor, lo siento.
Era mi tía. Yinan, la dulce Yinan. Ahí estaba, presa del dolor, tal vez agonizando. Quería ayudarla pero me quedé quieta, por el miedo. Y la cara de mi madre seguía tan blanca y delicada como el polvo.
– Por favor, ¿me perdonas?
– Empuja -dijo Cho Puopuo.
– Por favor -dijo Yinan, casi murmurando-. Si lo has perdonado a él, ¿no podrías perdonarme a mí también?
En las profundidades del silencio, la voz de mi madre resonó fría como el hierro.
– Tú eres mi hermana -dijo-. Él sólo es un hombre.
– Empuja.
Le sobrevino una tiritona espantosa y prolongada, y de nuevo comenzaron los gritos. Esta vez, sin embargo, logré distinguir las palabras. «¡Jiejie! ¡Jiejie! ¡Jiejie! ¡Jiejie…!» Era el sonido de alguien que había perdido toda esperanza. Chistaron desde todos los rincones: la oscuridad bullía de siseos. «¡Que se calle! ¡Haced que se calle!» Entonces, un estallido enorme ahogó todo sonido. Fue como si estuviésemos metidos en un tambor gigantesco.
Teníamos al enemigo encima.
– ¡Ayi! -grité-. ¡Ayi!
Pero Yinan no me oía.
Desde entonces he aprendido a detectar cierta expresión en la cara de la gente: el gesto típico de las personas que viven temerosas de una experiencia concreta, de un lago tenebroso que se les abre en la memoria y las engulle. Hay momentos del pasado que no podemos olvidar por más que ansiemos extraviarlos en el sueño, el amor o la sabiduría. Así, pasados todos estos años, cuando la memoria me engulle y me devuelve a aquella época, no consigo recordar el final de los bombardeos. No pienso en la subida a la superficie, tras pasar varios días bajo tierra, ni en la salida a la luz grisácea y aplastante. En cambio, lo único que veo es oscuridad, nada más que oscuridad y el temblor de los muros. Y recuerdo, en lo más hondo, en el mismísimo corazón de aquella fuerza detonante, la determinación de mi madre. Nada de alivios ni consuelos; nada de claudicar ni de perdonar.
Durante una pausa, alguien dijo:
– Es niño.
Mi madre creía que el temperamento violento de Hwa le venía de Chun, su ama de cría. Según contaba, se había precipitado al escogerla. Había tenido que buscar una nodriza en mitad del caos en el que se había convertido Hangzhou durante la ocupación, pues no era cuestión de criar al bebé con gachas de arroz, y las mujeres de clase alta no daban el pecho a sus hijos. Pese a la prisa que le corría, había escogido con esmero -consciente de que los niños, cuando crecen, salen a las mujeres que los amamantan-, pero por querer seleccionar en función de la inteligencia, pasó por alto los feroces ojos de la chica. Al principio, Chun, que era de un pueblo perdido de Hunan, parecía una mosquita muerta. Pero con el tiempo, sin el ardor de las especias, comenzó a languidecer y a quejarse, y mi madre, distraída, la dejó prepararse su propia comida, permitiendo así que la pequeña Hwa mamase su leche salvaje. Cuando el carácter de Chun se hizo patente, Hwa ya crecía sana y saludable alimentándose con esa leche tan fuerte, y no había forma de que aceptase otra. Se convirtió en una niña despierta y perfectamente obediente siempre que no se enfadase, porque entonces se ponía a llorar y a berrear hasta que nos plegábamos a sus caprichos. Los berrinches de Hwa ponían a prueba incluso a mi madre, que se lamentaba de haber desatendido la armonía del hogar por culpa del tumulto de la guerra. Era uno de los contados errores que admitía.
Pero Hu Mudan había visto la verdad. No hacía falta irse tan lejos para dar con la causa de la ferocidad de Hwa: su genio era una réplica del de mi madre. Al igual que ella, Hwa esgrimía su cólera para proteger un corazón sensible. De niña no soportaba que se mofasen o la dejasen de lado. Era como si intuyese que no había sido deseada. No sé cómo lo sabía, porque mi madre jamás mencionó que habría querido que Hwa fuese niño. Se había tragado su deseo y la había aceptado desde el momento en que nació, reivindicando a su nueva hija con su visceral sentido de la lealtad.
De modo que esa actitud defensiva Hwa la llevaba en la sangre, así como el ansia de respuestas, la pose distante y su indecisión a la hora de confiar en los demás. Con el tiempo aprendió a desenvolverse. No perdía el control ni le abría el corazón a nadie. A mi padre apenas si lo conocía, pero tenía una fe absoluta en el amor de nuestra madre. Años después, ya afincadas en los Estados Unidos, bien lejos del tumulto de nuestra niñez, Hwa seguía teniendo devoción por ella y siempre le proponía que se fuese a vivir con ella a California. Creía a pies juntillas en lo que mi madre quiso contarle. Y se mostraba incondicionalmente a favor de la actitud que adoptaba nuestra madre con respecto a nuestro pasado. Hwa no se molestaba en ponderar la historia de la familia ni secundaba mis esfuerzos a ese respecto.
– Tú te crees -me dijo una vez por teléfono- que por rumiar lo bastante todo este asunto, al final le hallarás un sentido. Pero es que aunque así fuese, ¿qué más daría? Al fin y al cabo, todo te ha ido bien. Tu vida no es peor que la de cualquiera.
– Eso es verdad -dije-. Y puesto que es verdad, ¿qué hay de malo en que vuelva a China de visita?
– Pues que sería como tratar de rescatar el pasado -me contestó-. Y eso es imposible.
– Pero llega un momento en que debemos reflexionar sobre nuestras vidas. Tenemos que pensar en aquellos a quienes hemos querido, y en cómo nos ha cambiado ese amor.
– Hablas con Hu Mudan más de la cuenta.
– Pienso en quiénes eran esos seres queridos y en cómo eso influyó en las decisiones que tomaron. Pienso en la época que les tocó vivir… a ellos y a nosotras. La idea comunista de derrocar el poder. Mamá siempre fue la mayor y ejercía el poder. Por eso no veía a Yinan con claridad, no pudo predecir lo que hacía o sentía.
– O igual es que Yinan no quería mostrarse -dijo Hwa-. Igual tenía sus propios planes, desde un principio. Me dijiste que había estado prometida y que al final eso quedó en nada. Se estaba haciendo vieja. ¿Qué otra opción le quedaba?
Meneé la cabeza.
– No era de esa clase de personas.
– ¿Y tú qué sabes?
– Conocí a Yinan. La recuerdo. De todas maneras, la cuestión es que estaban sorprendidos.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Estaban sorprendidos de sus propias emociones. Los tres, pero sobre todo mamá. Ya sabes la rabia que le da eso. De no haberse llevado semejante sorpresa, ¿cómo te crees que podrían haber acabado como acabaron?
Se hizo un silencio.
– Lo que de verdad quieres decir -dijo finalmente Hwa- es que tú no habrías acabado como acabaste.
Mi madre me advirtió una vez que no me enorgulleciese demasiado de lo mucho que era capaz de ver. No creo que fuese orgullo sino genuina curiosidad lo que me impulsaba a esforzarme por percibir cosas. Curiosidad mezclada con la necesidad de descubrir lo que fluía bajo la calma de nuestro hogar, una corriente de dolor oculta que nadie mencionaba. La había visto en mi abuelo, con aquella mata de pelo cano y aquel mirar sesgado, como si el resol le hiriese los ojos. La había visto en mi solitaria tía. Ahora, en los días posteriores al nacimiento de Yao, la veía en mi madre. Era como vivir con otra presencia. Una presencia que no era humana, pero que tampoco era un fantasma. Mi madre se esforzaba en ocultarla, pero no desaparecía. Nada la derrotaba: ni la devoción de Hwa ni las notas tan buenas que yo sacaba en el colegio; ni siquiera el alijo de oro y joyas -cada día más nutrido- de mi madre.
Había planeado utilizar a Yinan para mantener ocupado a su marido. Pero ocurrió algo que no entraba dentro de sus planes. ¿Cómo iba a imaginarse algo así? Ella, que se había negado a ver la fuerza de su propia pasión; ella, que llevaba tantos años amándolo sin jamás mencionárselo ni saber nada de los deseos de él. Mi madre, movida por el afán de saber exactamente cómo había escapado aquel plan a su control, debió de repasar todos y cada uno de los telegramas y de reconstruir todos y cada uno de los acontecimientos. Aun así, el misterio fundamental de aquellos meses en Chongking nunca llegó a desvelarse. Había un elemento huidizo y pertinaz que no podía haber previsto. Era algo embarullado, algo que le rompía los esquemas. Se le había acercado sigilosamente, como una de esas raíces ocultas que pueden destruir los cimientos de una casa. Ahora, poco a poco, fue dándose cuenta de lo que había tratado de decirle Yinan y que ella se había negado a ver. Había perdido a Li Ang. Yinan ya no era la hermana que conocía. Yinan la había traicionado.
Lo que de verdad la había traicionado, más que ninguna otra cosa, más aún que el hijo que tuvieron, era el amor que sentían el uno por el otro. Ese amor era lo verdaderamente imperdonable.
Recuerdo la tarde aturdida de sol, en los caóticos albores de la posguerra, en que vi a mi hermano y primo Yao con ocasión de una inusitada visita.
El chiquillo tenía cinco años por aquel entonces. Se movía con atlético garbo, como mi padre, y, al igual que él, tenía un carácter alegre y abierto. Cautivaba a cuantos lo conocían, sobre todo a mi madre. Durante sus raras visitas, había llegado a formarse un vínculo entre ellos. Todas las fiestas mi madre le mandaba un regalo, siempre en un hermoso envoltorio y dirigido a su nombre. En plena guerra le hacía llegar ropa de gran calidad, hecha a máquina, y unos juguetes estupendos. Aquella tarde en particular le regaló un traje de «victoria» que llevaba una minúscula banderita nacionalista bordada en el bolsillo de la chaqueta, y lo engatusó para que se lo pusiese. Hacía mucho calor para semejante ropa, pero Yao se dignó a complacerla, pavoneándose de acá para allá antes de detenerse todo ufano junto a su madre.
– Es la viva imagen de la fuerza -dijo mi madre-. Fuerte como un guerrero y además afable. -Se volvió hacia Yinan-. Lo estás criando muy bien.
– Qué aduladora eres, jiejie -dijo mi tía. Pero cerró la mano de manera protectora en torno a la morena muñeca de Yao.
– Tiene cinco años. Seguro que dentro de poco, cuando esté listo para ir al colegio, vas a necesitar ayuda para darle una buena educación.
Yinan sacudió la cabeza.
– Los colegios de los misioneros son excelentes. Y teniendo en cuenta que trabajo para Rodale Taitai, no tenemos por qué preocuparnos.
Mi madre insistió.
– No querrás que reciba una educación extranjera. Hay que hacer de él un buen patriota.
Yinan no contestó.
– ¡Mira qué guapo y qué listo es! Un futuro héroe chino, radiante como una estrella. Hay que darle todas las oportunidades posibles -dijo mi madre, sentándose derecha en la silla-. Ni que decir tiene que le pagaré el colegio. A nuestro niño hay que darle lo mejor.
Mi madre le tendió los brazos y Yao se acurrucó entre ellos. Le acarició el suave pelo y el niño correspondió a sus atenciones con una sonrisa. Era el mismo encanto irreflexivo de mi padre. Mi madre no se daba cuenta. Respondió a la sonrisa de Yao con una expresión que yo nunca le había visto: orgullosa, llena de adoración y anhelo. Me dejó impresionada el ansia de aquella mirada. Traté de restarle importancia: no tiene nada que ver conmigo, me dije. Pero conforme los hoyuelos de las mejillas de Yao se le hacían más marcados, me puse furiosa. Si es posible odiar a un niño, yo lo odié por ser chico, por su desparpajo, por su forma de regodearse con las atenciones de mi madre sin tener ni idea de lo que eso la induciría a sentir o a creerse.
Yinan estaba lívida. Se levantó, dijo adiós con la voz entrecortada y se llevó a Yao hasta la puerta.
Poco después, mi madre envió a un hombre a casa de Yinan con el dinero para Yao. El mensajero llamó a la puerta pero no hubo respuesta. Miró por la ventana y vio que el apartamento estaba vacío. Yinan había escapado. Mi madre, discretamente, hizo averiguaciones y se enteró de que Yinan y Yao se habían marchado de Chongking. Habían vuelto a Hangzhou con Katherine Rodale, y Hu Mudan y Hu Ran también se habían ido con ellos.
Más tarde, en el cubo de la basura de la cocina, medio tapadas con mondas de ñame, encontré un montón de fotografías en blanco y negro. Algunas estaban enteras, otras eran recortes de fotos mayores. En todas salía mi tía. En una de ellas aparecía muy niña, con una coleta tiesa en lo alto de la cabeza. En otra ya era una jovencita y se veía el brazo de alguien -¿el de mi madre, tal vez?- colocado de manera protectora por encima de sus hombros. Otra fotografía, con el borde festonado, mostraba a mi tía con un vestido claro y holgado, y en la mano una rosa a medio abrir. Me miraba con aquellos ojos tan familiares, dulce y desdichada. Ésa me la guardé en el bolsillo. Fui al cuarto que compartía con Hwa y lo exploré en busca de un escondrijo, pero no hallé nada apropiado. Al final la escondí detrás de otra fotografía. La inserté en un marco, debajo de la foto de la boda de mis padres.
Una semana después de la huida de Yinan, mi madre anunció que nosotras también nos mudábamos al este, a Shanghai. Para entonces yo ya conocía a mi madre y adiviné los motivos de su decisión: Shanghai estaba cerca de Yinan, pero no demasiado. Las siguientes semanas fueron un puro trajín, con las amigas de mi madre trayéndonos viejos muebles y atavíos en pago por sus deudas de mahjong. Nos hicimos con un botín de pergaminos, un juego de mesas y hasta un violonchelo. Entonces, en la primavera de 1946, a mis trece años de edad, nos instalamos en una elegante casa de Shanghai, cerca del viejo barrio francés.
Los años siguientes crecí como las espigas, larga, esbelta y con el cuello vencido hacia delante. Mi madre me lo advirtió:
– Serás una mujer muy atractiva, no la típica belleza. Has sacado una mezcla muy variopinta de nuestros rasgos.
Tenía los ojos alargados de mi madre pero las cejas espesas de mi padre; la cara ovalada de ella y el cutis atezado de él. Mi padre, que aseguraba ser de ascendencia norteña, me había legado la estatura y la piel ocre de los bandidos mogoles.
– Pero no te olvides -dijo mi madre- de moverte con donaire. Tu padre es general y tu belleza deberá basarse en tener eso presente.
Lo de que mi padre era general me lo recordaba cada dos por tres. Si trataba mal a Hwa o levantaba la voz, me decía:
– Acuérdate de quién es tu padre.
Yo llevaba una vida muy limitada, de casa al colegio y del colegio a casa, pero mi madre, no sé cómo, siempre encontraba algún pretexto para recordármelo. Sus amonestaciones me dejaban perpleja. ¿Por qué insistía en que me sintiera orgullosísima de mi padre cuando su relación con él la causaba tanto dolor? Yo no soportaba su dolor. Y peor aún, no me fiaba de mis propios sentimientos hacia mi padre. Lo añoraba con tanta furia que me daba vergüenza.
En medio del caos que era el Shanghai de la posguerra, Hwa y yo llevábamos una vida de niñas ricas. Todos los días nos despertaba una doncella, que ya nos había dejado preparada la ropa que habíamos de vestir. Mi madre nos matriculó en un colegio privado donde recibíamos clases de inglés intensivo, así como de historia, literatura y matemáticas. Entre semana, Hwa y yo nos poníamos nuestros uniformes almidonados y cogíamos el autobús del colegio; los sábados y domingos íbamos al Bund a mirar escaparates. Hwa se adaptó al cambio con una facilidad digna de admiración. Era una cabeza más baja que yo, y con su blusa blanca, su faldita escocesa y sus mocasines pulidos, parecía de lo más casta y recatada. Enseguida hizo buenas migas con nuestras compañeras de colegio y sus hermanos, con todos menos con Willy Chang, un chiquillo delgado y vivaracho que tenía una hermosa caligrafía. Siempre que Willy andaba cerca, Hwa fruncía el ceño y se quedaba prácticamente inmóvil, como si batallase interiormente con algo.
Yo lo pasé peor. No me interesaba la vida social; me pasaba el día leyendo novelas, cuentos de hadas y los escandalosos folletines que me llevaba a escondidas a mi cuarto por las noches. Crecía tanto que mi madre tenía que encargarme los zapatos en una tienda especial y comprar tela adicional para alargarme el uniforme del colegio. Gracias a ella y a Hwa yo llevaba el peinado, el abrigo y los calcetines adecuados, pero lo que no me controlaban era la mente, que seguía bulléndome desenfrenada, dando rienda suelta a los pensamientos más peligrosos y atormentados. Rodeada de corrección y decoro, segura bajo la protección de mi madre, empecé a sentirme parte de un plan perturbador.
En el libro de cuentos de Yinan, un forastero salvaje y harapiento se transformaba en un joven apuesto. Los deshollinadores resultaban ser reyes. Y mendigos misteriosos poseían una iluminación digna de santos. En Blancanieves y Rosarroja, dos hermanitas acudían a ver quién llamaba a la puerta de su cabaña y, al abrirla, se encontraban con un oso negro y feroz, pero cuando se hacían amigas de él, el oso se convertía en un hermoso príncipe. Me di cuenta de que en la oscuridad había pasión. Y supe que, como mujer, terminaría cayendo en esa oscuridad.
Iba a cumplir los dieciséis: pronto entraría en edad casadera. Mi madre casi nunca hablaba de Chanyi, pero yo intuía que mi abuela había muerto en circunstancias trágicas. Suicidarse no era el destino de mi madre -era demasiado fuerte para eso- pero, así y todo, había hecho frente a la desdicha de ser mujer y eso la había cambiado. Yo me preguntaba qué iba a ser de mí. ¿Cuál sería mi destino? ¿Cuándo tendría que encarar el desafío que había acabado con mi abuela y curtido a mi madre? ¿Cuándo experimentaría el terror, aparentemente genético, que poseía a todas las mujeres de nuestra familia? ¿Lo encontraría por mi cuenta o me vería acorralada en un matrimonio con un hombre escogido por mi madre? Recordaba la infelicidad de mi tía, la música doliente que sonaba en su fonógrafo. Me acordaba de cómo susurramos todos cuando perdió a su prometido. ¿Fue su desventura lo que la condujo por ese camino? ¿O habría sido igual de desdichada casándose con Mao Gao?
Supe que eran nuestros cuerpos los que nos arrastraban a esas simas de la desesperación. La pasión y el deseo, ésos eran los tétricos acicates que nos espoleaban. La pasión había colocado a mi madre a merced de mi padre. La pasión había derrotado a Yinan, la había hecho sucumbir, la había obligado a traicionarnos a todos. La pasión se había adueñado de mi padre, aunque yo no soportaba pensar en ello. Me superaba. Los pezones se me pusieron morenos y puntiagudos, los pechos redondos, y mis axilas comenzaron a desprender un olor acre y adulto. Según me cambiaba el cuerpo, comencé a tener miedo de que mis deseos se apoderasen de mí.
Poco antes de cumplir los dieciséis, mi madre y yo fuimos en taxi a la vieja zona británica para encargar un par de zapatos nuevos para el colegio.
El coche avanzaba lentamente por la congestionada calle. Nos rodeaban muchas personas, que Hu Mudan habría descrito como gente abandonada por el destino. Vi una campesina en cuclillas y con una taza delante, tan mal alimentada que el pelo, quebradizo y falto de nutrientes, se le había vuelto bermejo. Vi un hombre de unos treinta años, sin un solo diente, pidiendo limosna en un cruce. Mi madre miraba hacia adelante, sin ver nada de eso. Ya me había dicho una vez que ella no podía dar de comer a todo el mundo. Ahora, sentada a su lado, me preguntaba cómo no se le partía el alma viendo el hambre y la miseria de esas gentes. ¿Cómo podía guardarse para ella sola su casa, sus posesiones, su oro?
Pasamos por delante de un grupo de acróbatas callejeros. Dos hombres sostenían entre las manos a un tercero en equilibrio como si tal cosa. Me fijé en uno de los miembros de la troupe, un hombre musculoso, con el pelo cortado al rape y una sonrisa ausente congelada en el rostro. No podía quitarle los ojos de encima a aquel personaje, felizmente inabordable al otro lado del cristal.
Miró hacia mí. Era mayor de lo que aparentaba. Me calibró con unos ojos rodeados de sombras. Niña rica que vas en coche, parecían decir con expresión divertida, ¿qué pensamientos te remuerden?
– No te quedes mirando -dijo mi madre entre dientes-. ¡Recuerda de quién eres hija!
Un impulso rebelde me soltó la lengua.
– ¿Y qué? -le espeté- Pues anda que somos pocos…
Me cruzó la cara con la mano abierta y le dijo al taxista que diese la vuelta. Al llegar a casa, me mandó a mi cuarto, y allí me quedé, apretándome la mejilla con un vaso de agua fría y experimentando una sensación de triunfo e inquietud, la lógica consecuencia de haber revelado lo que sabía.
Poco después, Pu Taitai nos llevó a Hwa y a mí a la primera sesión de una película americana, Juana de Arco. Había unos señores que vendían cacahuetes y chocolatinas americanas. Me resultó muy difícil seguir el diálogo. Mi madre me había dicho que no leyese los subtítulos porque quería que practicase inglés. Así que me las vi y me las desee para entender el argumento. Juana de Arco era una chica muy valiente de duras facciones occidentales que iba vestida de hombre y que dirigía sus tropas a la batalla.
Alguien me tocó los dedos y colocó la mano alrededor de la mía. Pu Li me estaba cogiendo de la mano. Miré a Pu Taitai de reojo; no parecía darse cuenta. Pensé que Hwa lo habría visto, pero enseguida volvió a fijar los ojos en la pantalla.
Pu Li me daba muchísima pena. Su padre había muerto al cruzar las montañas volviendo de Birmania -lo mató la malaria a pesar de los esfuerzos que hizo mi padre por sacarlo de allí- y desde entonces yo sentía un respeto reverencial por él. Mi propio padre había caído herido, pero seguía con vida. La muerte de su padre hizo de Pu Li un niño sagrado cuyo estatus de huérfano había que proteger a toda costa. Pu Li me había adelantado a lomos de su caballo y había entrado en batalla. En cierto modo, se había llevado el golpe que iba dirigido a mí. Si ahora le pasaba algo, si yo lo lastimaba de alguna forma, nada me libraría de ocupar su lugar, nada libraría a mi padre de la muerte.
Miré hacia adelante toda modosita, pero las imágenes se esfumaron de la pantalla. En lugar de la película vi a mi tía Yinan, triste y pálido el semblante, diciéndole a mi madre que no podía vivir con nosotras. Vi el rostro inflexible de mi madre. Apreté la mano de Pu Li con fiereza, consumida por un deseo que no podía expresar con palabras. Pero su manera de tocarme no iba más allá de la mera cortesía, como el gesto educado de un embajador extranjero. No pasó nada. Cuando terminó la película, le solté la mano.
Esa misma semana me encontré debajo de la almohada un sobre cerrado con mi nombre escrito. Las únicas que podían haberlo puesto allí eran mi hermana o Weiwei. Por un instante, dudé de si sería cosa de Pu Li: hasta llegué a desearlo. Pero lo tenía muy calado como para creer que fuese a venirme con secretitos. Era un chico práctico. No le hacía falta ocultar sus intereses; podría perfectamente hablarlo con nuestras madres y obtener su permiso para que nos viésemos a solas. Seguro que era el mensaje de un admirador anónimo, algo que a menudo le ocurría a la heroína de mi folletín favorito. Manché el sobre con el sudor de los dedos; estaba demasiado nerviosa para abrirlo. A la mañana siguiente, lo metí entre las hojas del libro de historia y me lo llevé al colegio. Una vez allí, pedí permiso para ir al servicio, rasgué el sobre y desdoblé la hoja de papel. Aquella letra desconocida me confundió durante un breve instante antes de que los toscos ideogramas saltaran del papel.
Señorita:
Esta semana estoy en Shanghai en viaje de negocios. ¿Podría encontrarse conmigo mañana (miércoles) a eso de las cuatro en el Café GG?
Hu Ran
El plan para quedar con Hu Ran exigía contar con la complicidad de Hwa.
– ¿Y qué pasa con Pu Li? -preguntó.
– Eso digo yo, ¿qué pasa? -le contesté.
Hwa sacudió la cabeza pero me prometió decirle a mi madre que al salir de clase me había quedado jugando al baloncesto. La mentira funcionó gracias a mi estatura, aunque cualquiera que entendiese de deportes habría visto que yo era demasiado indecisa y despistada como para hacer otra cosa que defenderme de un balón volante. Mi madre, que no tenía ni idea de deportes, creía que el baloncesto podría enseñarme a no ser tan rara.
Dejé que Hwa se subiese sola al autobús del colegio y yo cogí otro para recorrer un kilómetro escaso, luego me apeé y fui caminando las últimas manzanas antes de llegar al barrio francés. Las piernas me temblaban de pánico a cada paso que daba. Respiré hondo, profundas bocanadas de aire frío salpimentado de humo de carbón y olor a guisos. Llevaba mucho tiempo deseando salir sola por la ciudad, lejos de mi madre y de todo lo que me reprimía, y, sin embargo, ahora que estaba en la calle, inmersa en ella, me sentía invisible, o distante, como si estuviese al margen, como si siguiese contemplándolo todo a través de un cristal. La calle era un hervidero de actividad y rebosaba una cruel belleza. Había mendigos sentados bajo los flamantes carteles que anunciaban el año del Buey. Un viejo calesero de músculos delgados como cuerdas, tiraba de un carrito en el que iba sentado un ricachón cuya barriga le sobresalía por los bordes del chaleco bordado. Por todas partes se veían personas acarreando mercancías, agobiadas bajo el peso de sus bolsas y canastas repletas de valiosos artículos tales como arroz, chiles y aceite de cacahuete. En lo alto, ristras de ropa tendida flameaban como banderolas.
El Café GG resultó ser un gran salón cuadrangular, cargado de humo y con lámparas de pantalla, ventiladores en el techo y láminas francesas enmarcadas en las paredes. La clientela era más bien joven, cosmopolita y algo bohemia, y se podía pagar en yuanes, francos, libras y dólares. Esperé un cuarto de hora, observando las formas borrosas y relucientes que se movían tras el cristal: una vieja tocada con un pañuelo amarillo y acuclillada detrás de una docena de birriosas muñecas hechas de farfolla; dos peatones enfundados en lujosos chaquetones de suave lana, abrigados e impasibles. El más alto de los dos sacó una mano para tirar el cigarrillo, y, cuando la colilla incandescente cayó al suelo, la vieja estiró el brazo y la cogió.
Un chico bien parecido se acercaba por la calle con una basta chaqueta de faena y unos zapatos de suela gruesa. Tenía un remolino en el flequillo y llevaba el pelo bien corto, lo que dejaba ver unos huesos fuertes, unas cejas espesas y una nariz con caballete. Un chico del montón, sí, pero que desbordaba seguridad en todos y cada uno de sus movimientos. Caminaba con la cabeza alta, leyendo los letreros de las tiendas y de los toldos, y su rostro despierto irradiaba inteligencia. Cuando vio lo que iba buscando, llegó hasta el café y echó la mano al picaporte.
La puerta se abrió. Era Hu Ran.
– Señorita -dijo en el dialecto de Hangzhou, el dialecto de nuestra niñez. Tenía la voz ronca, de tenor. No podía dejar de mirarlo. Era como si, al salir de la calle, Hu Ran hubiese devuelto el mundo a la realidad.
– Hu Ran -dije. Le tendí la mano y dejé que me la cogiese-. ¿Cómo estás? ¿Qué andas haciendo ahora?
– Vivo con mi madre, en Hangzhou.
– No bebo café -le dije.
Su sonrisa dejó al descubierto una hilera de dientes parejos.
– Yo tampoco. Nunca había estado aquí. Pero quería que nos viésemos donde nadie nos conociese.
Mientras nos bebíamos el té, traté de dominar el miedo. Lo observaba con cautela, intentando taparlo con el vaso: la boca generosa, la mirada atenta y enérgica. Estaba nervioso. Se puso a hablarme de la guerra, para lucirse. Yo escuchaba su voz, la voz de la niñez, renovada y ahondada con las cadencias de un extraño conocido, teñida con el leve acento cantarín de Chongking. Me habló de sus propias andanzas en Chongking, de cómo una vez hubo de llevar un mensaje durante el apagón antiaéreo, en plena noche. Había visto a la policía del Kuomintang matar a un hombre por fumarse un cigarrillo durante el apagón. Mientras el hombre chillaba y se retorcía de dolor, la minúscula brasa de luz roja seguía incandescente en el suelo. Otra noche vio cómo los del Kuomintang ejecutaban a todos los hombres que hicieron bajar de un camión, acusados de cometer pequeñas fechorías.
Por detrás de mis asentimientos y mis respuestas, mi mente maquinaba una estrategia. Sin dejar de mirarle a los ojos, hice un círculo con los labios y soplé sobre la superficie reluciente. El vapor que se elevó de mi taza le difuminó el rostro.
– Cuando nos mudamos a Hangzhou -dijo- mi madre me hizo escribirle una carta a la tuya en la que le explicaba que estaba cuidando de Yinan y de Yao. Esperaba que a tu madre le sirviese de consuelo.
Mi madre no me había mencionado nada.
– Tiene una casa enorme -dije para defenderla-. No necesita que la consuelen.
– No es eso lo que piensa mi madre.
Cogí la taza con ambas manos buscando confortarme con su calidez.
– ¿Y qué es lo que piensa tu madre?
Levantó la barbilla sin dejar de mirarme.
– Que lo que de verdad vale en la vida es tener conciencia de haber sido generoso con los demás. Que los bienes materiales no significan nada cuando te apartas de los demás.
– ¿Es eso lo que tú piensas?
– No lo sé. Sólo sé que no tengo ningún interés en hacerme rico.
¿Qué clase de combate era aquél? En un momento dado de nuestra charla, el aire se había espesado entre nosotros y había comenzado a centellear. Recordé el brillo del sol otoñal a través de las hojas del sauce, los destellos entrevistos del radiante cielo de otoño. Lo niños que éramos entonces.
– ¿Cómo está Yao? -pregunté.
– Creciendo. Le está cambiando la cara; se parece a tu madre. A veces se parece un poco a tu hermana.
El comentario me pilló de sorpresa.
– ¿Pero te acuerdas de Hwa?
– La he visto aquí, en Shanghai. -Hu Ran miró la taza-. La vi una vez con Weiwei, creo que iba a casa de una amiga. Así es como se me ocurrió buscar a Weiwei y darle un mensaje para ti.
– ¿Ya habías venido a Shanghai?
– Muchas veces.
– ¿Y me habías visto antes?
Miró a otra parte.
– Bueno… -Hizo una pausa-. Después de ver a Hwa y a Weiwei pasé por delante de tu casa. Un día vi tu lámpara. O al menos eso creo, que era la tuya, en la ventana del piso de arriba, la de la izquierda. Todos los demás se habían acostado. Me figuré que estarías leyendo, como Yinan, o haciendo los deberes. Algo tienes que me recuerda a ella. Y no es la cara.
Absorta ante semejante posibilidad, no acerté a responder nada. Un escalofrío me recorrió la columna: el terror latente que acechaba en mi sangre.
Me entraron ganas de echar a correr. Pero mantuve la compostura. Charlamos un poco más, sin el menor entusiasmo, hasta que dije que tenía que irme.
Hu Ran respiró hondo.
– ¿Quieres que quedemos la semana que viene?
– Vale.
– ¿Qué vas a decirle a tu madre?
La pregunta me pilló de sorpresa. Me quedé mirando aquellos ojos oscuros de color indefinido.
– Que me voy a dar una vuelta con Pu Li -dije-. Pu Li le gusta.
Supe que había ganado.
Hu Ran insistió en pagar la cuenta. Debido a la profunda inflación, llevaba el dinero en un bolso muy pesado colgado a en bandolera. Salimos juntos del café. Era esa hora de la tarde en que el sol parece detenerse en su periplo por el cielo, antes de dar un último acelerón y rematar el día. Ese momento nunca parece tan terriblemente inerte como en esa época del año, cuando los últimos rescoldos del cielo invernal desaparecen diluidos en el crepúsculo. Caminamos durante un rato. Se me quedaron helados los dedos y pensé que más me valdría coger un autobús. Vi acercarse uno, pero me fui hacia él de mala gana. No quería irme a casa. No quería encontrarme con el rostro hambriento y la mirada glacial de mi madre cuando yo me sentía tan fuerte y tan llena de vida.
Esa noche, mientras me cepillaba el pelo, Hwa llamó a mi puerta. Antes de vivir en Shanghai siempre habíamos compartido habitación, pero ahora mi madre decía que teníamos que acostumbrarnos a vivir como habríamos de hacerlo en el futuro. Así que teníamos cuartos separados, lo que obligaba a cierta formalidad en las visitas. Era una situación curiosa. Hwa se quedó en el umbral, esbelta e insistente. La invité a entrar; cerró la puerta: otra situación curiosa. Le dije que iba a volver a verme con Hu Ran la semana siguiente. Se sentó con firmeza en la cama.
– ¿Estás enamorada? -preguntó-. ¿Lo amas?
No me esperaba esa pregunta y no podía responder en el acto.
– Creo que no.
Hwa descruzó las piernas y volvió a cruzarlas.
– ¿Cómo se sabe?
– ¿Cómo se sabe qué?
– Si amas a alguien.
Podría haberle dicho la verdad: que no lo sabía. Podría haberme dado la vuelta y esperar a que se fuese. Pero había cierta tensión en su voz, como en una cuerda estirada, y eso me animó a consolarla.
– Claro que lo sabes -dije-. Ya has visto lo que siente mamá por papá.
Hwa no dijo nada.
– O lo que sientes tú por Willy Chang -añadí, en una segunda tentativa.
Apretó los labios.
– No hables de Willy.
Me giré hacia el espejo. Vi a una chica esbelta con una cara como un óvalo de oro, vestida con un pijama blanco y holgado que relucía igual que un par de alas iluminadas al trasluz. Yo no era hermosa al estilo de mi madre, cuyo rostro, incluso en la madurez, poseía la simetría inmóvil y delicada de los intrincados pliegues del papel de arroz. Pero era expresiva y vital. Detrás de mí estaba Hwa, toda repipi y con la boca fruncida en un mohín amargo. Era atractiva, flexible, despierta; pronto ella también sería guapa.
– No -dijo de pronto-. No quiero estar en poder de nadie.
Le ardían los ojos.
A mí tampoco me pasaría eso. Yo no iba a ser como mi abuela, ni como mi madre, ni como mi tía. Yo podría huir de ello, como hacía Hwa, o controlarlo. Si conservaba mi propio poder, nadie podría lastimarme jamás.
Hu Ran se alojaba en el Y, en un chiscón minúsculo con un ventanuco y las paredes sin pintar. El único lugar donde sentarse era el jergón. Me senté. Él se quedó de pie con aire incómodo. Lo cogí de la muñeca y tiré de él hasta que se sentó a mi lado.
A raíz de mi experiencia en el refugio antiaéreo venía mostrándome reacia a que me tocasen. No lograba perdonar la furia silenciosa de mi madre, ni la falta de piedad y el sufrimiento subyacentes en su actitud. Ahora Hu Ran y yo estábamos tan cerca que nos olíamos mutuamente el aliento. Su cercanía me afectó como una enfermedad. Allí, en aquel cuartito sin ventilación, una emoción física me embargaba los sentidos como una niebla envolvente. De repente sentí la necesidad de ponerle la mano en la desnuda garganta. Alargué el brazo a través de la niebla y noté el sólido palpitar de su pulso a través de las yemas.
– Hazme el amor.
– No -dijo-. No debo causarte problemas.
Me encogí de hombros.
– Quiero hacerlo.
– Me siento responsable.
– Eso es por el xingyi -le dije-. La lealtad de los criados.
Él puso cara de vergüenza; yo sonreí.
– Señorita…
– Que no me llames «señorita».
– Hong -dijo, enfadado. Y luego, más bajito-: Hong.
Una vez más atravesé la niebla y le puse la mano en la cara.
– Bésame.
– Hong, esto no está bien.
– ¿Es que no quieres?
Apartó la mirada.
– Pues claro que quiero.
Sentí un hormigueo en las manos.
– Hazlo -le dije-, o le digo a mi madre que lo has hecho de todas formas.
Se fue a por mí con rabia. Tenía los labios muy suaves.
Deslicé la mano entre los botones de su camisa y sentí los furiosos latidos de su corazón. Nos agarrábamos fuerte pero no lográbamos acercarnos lo bastante; forcejeábamos con alguna presencia invisible que llevábamos dentro, que nos separaba. Me apreté contra él, cada vez con más fuerza. Quería olvidarme del terror que llevaba en la sangre; quería viajar rumbo a lo oscuro. Pero mientras nos embarcábamos en ese viaje que nos esperaba desde que éramos niños, tuve la sensación de volverme más radiante y poderosa que ninguna otra mujer antes de mí. Mis yemas percibían los matices más sutiles del tacto; mis ojos veían a través de su piel, y no sé qué otro sentido, más potente que la vista, resonaba en mi interior. Tuve la intuición de que, alrededor de nuestro cuarto, la ciudad era pasto de las llamas. Las calles saltaban por los aires. China entera ardía. Caían derrocados los gobernantes y las torres se desmoronaban. Remolinos de agua azotaban las costas. Y, en medio de todo ese caos, corrí detrás de los que me habían tomado la delantera: de mi abuela, de mi madre, de mi padre y de Yinan. Los seguí con la esperanza de encajar en el mundo que ellos habían creado.
Había estado viajando por el delirio durante un período indeterminado y salió de él a duras penas, con las piernas temblorosas y los ojos deslumbrados. Tenía conciencia de haber escapado de algo, de haber sobrevivido.
En cuanto llegó Junan, supo que tenía que marcharse de Chongking. Pidió un destino con la esperanza de poder alejarse lo suficiente como para que todos olvidasen lo que había hecho. No sabía cómo podría terminar aquello. Lo único que sabía es que quería acción, entrar en combate de una vez por todas y poner fin a aquella bochornosa sensación de inutilidad.
Pero mientras se disponía a abandonar la ciudad no lograba sacudirse la sospecha de estar olvidándose de algo. Pronto sobrevolaría las montañas sin llevar encima algún artículo esencial, algo que podría salvarlo, algo que echaría en falta. Le pidió a Junan que repasase su lista. Ella le revisó el equipaje, incluyendo las vitaminas y las píldoras de quinina, y le garantizó que no le faltaba nada. A medida que se aproximaba la fecha de su partida, cayó en la cuenta de lo que había dejado sin terminar. El último día que pasó en Chongking acudió a casa de la americana.
Era esa época del invierno en que el frío es más intenso pero los días se van haciendo más largos. Un olor a carbón quemado sazonaba el aire. Yinan abrió la puerta vestida con un grueso jersey de lana gris que le ocultaba el cuerpo. Por lo menos tenía la piel clara y llevaba el pelo limpio. Su aspecto era bueno, parecía incluso rolliza, pero, a juzgar por aquella mirada retraída, no parecía alegrarse de verlo. Sin decir palabra, lo llevó hasta el salón. Había sillones de mullidos cojines, muebles de nogal, anaqueles pandeados bajo el peso de un sinfín de volúmenes en inglés y en chino, apuntalados con sujetalibros con forma de elefante. La estancia olía a libros, a cera para muebles y a un indefinible olor a raza blanca.
Yinan se sentó con los pies juntos, austera y remilgada, como una niña de colegio de monjas. Él se había olvidado de lo silenciosa que era. No quería quedarse mirándola, de modo que apartó los ojos, pero tuvo la sensación de que el vistazo fugaz que le había echado lo había devuelto a las tinieblas. Era como si estuviesen en una habitación sin luz donde lo único que percibía era el cuerpo de ella en la silla, y sólo mediante el tacto podría identificar su cara estrecha, con aquella cicatriz apenas visible en la frente. Casi sentía entre los dedos los espesos mechones de cabello que le caían por el cuello.
– Me marcho -dijo finalmente-. Me voy a la guerra. Quería despedirme.
Ella asintió con la cabeza.
– Todo lo que pasó… fue culpa mía. Me sentía solo, llevaba mucho tiempo solo. Nadie va a echarte la culpa.
Yinan estaba completamente inmóvil, como alguien que esperase una respuesta de Guan Yin.
– Si volvieses con tu familia, no habría ningún problema… Tu hermana lo comprendería. Estoy seguro de que te perdonaría.
– Por favor, Li Ang -dijo ella-, ten en cuenta tus sentimientos.
También ella estaba buscando a ciegas, tanteándole el corazón con sus delicados dedos. Él no soportaría enterarse de lo que ella podría encontrar.
– Por el momento -dijo-, tu sitio está entre ellas. Después todavía tendrías tiempo de casarte.
Al oír eso, ella lo miró con tristeza, como si de veras fuese su hermana y lo conociese tan cabalmente como una hermana conoce a sus hermanos. Vio a través de su nube de planes y ajetreos. Por la cara que puso, él se dio cuenta de que Yinan sabía, sin asomo de censura pero tampoco de duda, que estaba perdido.
– No puedo volver -dijo ella-. Te amo.
– Para -dijo Li Ang, levantando la mano.
– No debemos vernos nunca más -dijo ella.
Salió de Chongking y se abandonó al viento silencioso y racheado de la fortuna. Los años siguientes han sido expurgados de su historia. Sólo sé que le duró la suerte mientras luchaba por adaptarse. Pu Sijian le echó una mano. Se arrepintió muchas veces de haber tomado la decisión de ir al frente, pero muy pronto sus cuitas personales se vieron sepultadas por una batalla mucho más grande y desesperada.
En diciembre de 1941, cuando el enemigo atacó por fin a los Estados Unidos, la gente se echó a las calles a celebrarlo, creyendo que los americanos aplastarían a los japoneses y que la guerra concluiría en breve. Pero los Estados Unidos necesitaban prepararse, y a medida que iba pasando aquel largo invierno, se hizo evidente que Chongking era vulnerable desde el sur. El imperio británico se iba al traste. Singapur cayó en manos del enemigo. Luego, Japón atacó una zona de Birmania peligrosamente cercana a la carretera del mismo nombre, esto es, la principal ruta de abastecimiento. La división de mi padre era una de las muchas destacadas en Birmania a las órdenes del general estadounidense Joseph Stilwell. A comienzos de la primavera de 1942, su regimiento tenía tomada la ciudad de Toungoo y estaban casi rodeados por el avance nipón.
Todos estos años he intentado imaginármelo: una columna de soldados chinos extendida a través de los bosques y las colinas del centro del país, bajo el fuego cruzado de la artillería, en medio de aldeas en llamas. Aviones japoneses sobrevolaban sus posiciones. Mi padre no era más que una mota diminuta en ese mapa, más pequeño que una chinita en un tablero de go. Y puede que él mismo se viese como una ficha de un juego enorme, al pie de montañas que se inclinaban sobre ellos como gigantes encorvados.
Mi padre se dedicaba a marchar, dormir y combatir. Disparaba a las sombras, a los matorrales, a los animales y a los hombres. Mató a más de uno. Pero en cada escaramuza se veían obligados a retroceder y correr para ponerse a salvo de los aviones que los bombardeaban. Se despertaban con el fragor de los cañonazos, meándose en los pantalones; vomitaban de agotamiento y terror. El enemigo tenía mejores tanques y fusiles. Con el paso de las semanas fueron perdiendo uno, treinta, sesenta kilómetros. ¿Dónde estaban los refuerzos? Le llegó el rumor de que otras tres divisiones, incluida la trigésimo octava de Sun Li-jen, venían tras ellos, pero su viejo comandante estaba a ciento cincuenta kilómetros, esperando la confirmación de las órdenes del Generalísimo. Para el caso era como si estuviesen en la Luna. Chiang Kai-chek no estaba dispuesto a sacrificar más tropas de élite. El regimiento de mi padre ya lo habían dado por perdido y los pocos que quedaban no tardarían en huir en desbandada hacia las colinas.
Los birmanos, furiosos tras largos años de dominación británica, no lamentaron su marcha. Algunos guiaban a los convoyes japoneses por pistas de tierra y carreteras secretas, y atacaban al regimiento por la retaguardia. Así perdieron Toungoo. Por esa época les llegó la noticia de que los británicos habían pasado Prone de largo y perdido Pyinmana. A primeros de abril, Mandalay era pasto de las llamas. Sólo quedaba en pie el palacio real, fulgurante por el resplandor de los incendios. A mediados de abril, los británicos se batieron en retirada, arrasando valiosos yacimientos petrolíferos a su paso. El cielo estaba cubierto de humo y llamas, y crepitaba con el parloteo de los aterrorizados monos. Li Ang tenía el pelo impregnado del hedor de la gasolina y los cadáveres.
Un día se despertó espantado al oír un rugir de motores en lo alto. Salió disparado de la tienda, descalzo, y se refugió entre los árboles. Entonces vio al general Chou Gaoyao que se acercaba corriendo hacia él. A menos de siete metros, Chou se paró en seco con una violenta sacudida y cayó al suelo como un saco de patatas. Esa noche incineraron el cadáver de Chou y le dieron las cenizas a su primo, Chou Tuyao, para que se las llevase a la familia. El lugar de Chou pasó a ocuparlo el coronel Kwang, ascendido a tal efecto. Kwang era el oficial intachable que se había casado con Hsiao Meiyu, que ya le había dado una hija. Dio muestras de singular arrojo al dirigir lo que quedaba de su brigada contra una unidad japonesa que los doblaba en número. Pero el final estaba cerca. Al este, los japoneses rompieron el cerco aliado. Las tropas enemigas cortaron la retirada de los soldados aliados, y el regimiento de Li Ang se dispersó a los cuatro vientos.
Los que quedaban con vida emprendieron el largo regreso a China, cargando cuanto pudieron en los pocos jeeps abandonados por los británicos. Llevaban consigo armas y agua. A sus espaldas, los japoneses proseguían su avance.
Una mañana cálida y radiante a comienzos de la primavera, llegaron a un puente. Atrás había quedado el enemigo; delante y alrededor de ellos, los refugiados en huida: campesinos, labriegos, tenderos. Tantos, que oscurecían los dos carriles del puente.
Al frente de la retirada iba el general Mao. Li Ang lo acompañó a reconocer la situación y, durante un buen rato, se quedaron sin habla. Vieron dos coches abandonados en mitad del puente que entorpecían la circulación fluida de la muchedumbre. Los refugiados avanzaban lentamente hacia lugar seguro cargados con sus preciados enseres: un viejo baúl de hojalata; un pato de madera; un fardo enorme de muselina roñosa. El aire era caliente y pegajoso, no se movía ni una hoja y apestaba a humanidad. Li Ang se giró en dirección a Birmania. Zarandeado por aquella multitud en movimiento, chocándose con un hombro tras otro, cruzándose con una cara tras otra, sollozantes la unas, concentradas las demás, algunas sencillamente inexpresivas, Li Ang empezó a sentir una inquietud rayana en la claustrofobia. Era por la densidad del gentío y su silencio. Nadie tenía fuerzas para hablar. La ausencia de conversación era antinatural; sólo se oían órdenes: «Más deprisa», «Por aquí», o gritos y consignas repentinas.
Se volvió hacia el puente. El muslo se le trabó en una soga tensa y se trastabilló. De no ser por los refugiados que lo rodeaban, se habría caído al suelo.
Se percató de que había tropezado con la cuerda que enlazaba a una madre y su hijo que avanzaban en dirección contraria, hacia Birmania.
– ¡Cuidado! -dijo el niño. Su voz resonó en el aire; una vibrante nota de ferocidad en mitad de aquel silencio fantasmal.
Li Ang le miró a los ojos. Era un niño enjuto y pequeño para los diez años que debía de tener, con una cara huesuda y triangular y unos ojos perspicaces. Llevaba el pelo corto y se le veía el cuero cabelludo, de color verdoso. Su fatigada madre tenía un pañuelo rosa en la cabeza. Li Ang reparó en sus bolsas vacías y cayó en la cuenta de que debían de cruzar el río todos los días, para venderles mercancías a las hordas de refugiados que ya habían llegado a la otra orilla, tras lo cual regresarían a este lado sólo para cruzar nuevamente con más productos, siempre atados por la cintura para no extraviarse entre la multitud.
– ¿Qué pasa? -dijo Mao a su espalda-. No se detenga.
Li Ang se hizo a un lado para dejar pasar a la madre y al hijo.
– Por aquí -gritó Mao, señalando a la derecha, donde la multitud había formado un remolino.
Li Ang se abrió paso a empujones hacia el pequeño espacio vacío.
– Tenemos que volarlo -gritó Mao. Escupió y aguardó a que Li Ang respondiese-. Hay que esperar a que llegue el enemigo, tal vez incluso mientras lo cruzan, y dinamitarlo; que salte por los aires.
– Pero seguirá abarrotado de civiles -dijo Li Ang.
– ¿Qué se cree, que podemos invitarlos a que crucen ellos primero? Que llamen a Chang.
Chang era muy poquita cosa -Li Ang apenas lo veía acercarse entre la muchedumbre- pero muy espabilado y se le daban bien las armas y los explosivos. Mandó a sus hombres que colocasen cargas de dinamita en el puente y que instalasen el detonador en el puesto de control del lado chino.
Fue pasando el tiempo. La multitud avanzaba premiosamente, callada y ansiosa. Vio cómo los hombres de Chang colgaban la dinamita de los pilones desde la orilla birmana. Una vez terminada la faena, treparon hasta el puente. Ellos dos -Li Ang y Mao- fueron los últimos de su grupo en cruzar el río.
Sano y salvo en la orilla china, Li Ang oyó el remoto eco de la artillería. Desde el puesto de control, de pie junto a Chang, contempló los desfiladeros bañados de sol y, más abajo, el río oscuro que discurría entre las sombras. No lograba quitarse de la cabeza al chiquillo y a su madre. Los labios finos del niño, la barbilla puntiaguda y las orejas grandes le habían resultado extrañamente familiares: se parecía a su hermano cuando tenía esa edad.
– Eh -dijo Chang-, mira aquel fulano de allí.
– ¿Qué fulano?
Li Ang le cogió los prismáticos.
– Aquél, el del blusón azul.
Li Ang buscó entre la multitud. De pronto lo vio: un hombre menudo que cruzaba el puente. Se figuró que habían sido esos andares los que habían puesto en alerta a Chang. Bajo aquella indumentaria de campesino, reconoció el ritmo rígido e implacable del enemigo.
– Japoneses vestidos de campesinos -dijo Chang-. Están cruzando. Ya están aquí.
Y sin decir ni media palabra más, hundió la palanca hasta el fondo. Más tarde, Li Ang recordaría una especie de pausa -un instante en el que no sucedió nada- y luego una súbita explosión. Por un momento el puente pareció flotar ingrávido en el aire. Entonces la sección intermedia se combó -la estructura de madera se tambaleó, se rompió, cayó hacia un lado- y un millar de gritos les taladró los oídos. A través de los prismáticos de Chang, Li Ang vio al hombre vestido de azul dar un último paso rígido, inclinarse hacia delante, caer de rodillas y resbalar al vacío. Alrededor de él, hombres y mujeres se precipitaban braceando frenéticamente, unos de cabeza, otros en las más extrañas posturas. Una mujer con una blusa añil que colgaba aferrada a un madero resbaladizo, dejó caer su hatillo -un bebé- y saltó al agua tras él.
Más próxima a la orilla china, cerca ya de la salvación, la pequeña figura de la mujer del pañuelo rosa en la cabeza se escurrió, cayó hacia atrás y quedó suspendida sobre el precipicio. Su bolsa, esta vez repleta y enganchada a los hombros y a la cintura, la arrastraba hacia abajo. Pero estaba amarrada a algo que continuaba en el puente: otra figura que forcejeaba asida del pasamanos de madera. Entonces, lentamente, bajo la atenta mirada de Li Ang, la mano del hijo se soltó. El chiquillo resbaló y se precipitó detrás de la madre.
En el lado chino, la gente salía en tropel de la carretera. Resonaban los gritos de los pisoteados, de los extraviados.
Li Ang se quedó donde estaba. Era uno de los pocos que habían gozado de la protección de saber lo que iba a ocurrir. Ese hecho le remordía la conciencia y no le dejaba dar un solo paso. Se hizo cargo de que no era un tipo con suerte ni mucho menos. Jamás lo había sido. Llegaría a viejo y recordaría hasta el último de sus actos.
Más tarde, uno de los soldados recogió un perro abandonado y se negó a soltarlo. Lo alimentaba con trocitos de comida, le daba de beber valiosa agua, lo mimaba. Li Ang y Pu Sijian comentaban en privado si el general Kwang no haría mejor en deshacerse del perro. Eran veintiocho supervivientes, incluyendo cuatro heridos, y todos ellos padecían diversos grados de agotamiento, pánico y fiebres palúdicas. Se habían despojado de todo menos lo imprescindible. ¿Cómo podían estar desperdiciando valiosa comida en un perro?
Las carreteras eran atroces. Por todas partes veía Li Ang el detritus de un imperio: aguamaniles, ropas, jaulas que todavía tenían dentro cacatúas y loros muertos. Marmitas vacías. Un oso de peluche tirado boca abajo en el polvo. Vendas manchadas de sangre. Polvo. Carcasas de vehículos abandonados que yacían como fósiles en la carretera, incendiados por otros que habían pasado por allí antes que ellos y que trataban de impedir que les diese alcance el enemigo. Los japoneses les seguían los pasos a un ritmo, según dijo alguien, de más de treinta kilómetros al día. Li Ang y Pu Sijian estaban a cargo de la vigilancia de retaguardia y del cuidado de los rezagados. Dos de los heridos murieron a los pocos días. Los otros dos aguantaban renqueantes. Li Ang tenía que desandar el camino constantemente para llevarlos junto al grupo. Le faltaba valor para dejarlos atrás. Pero la abulia, el miedo y la desilusión le fueron bajando los humos. Sin saber cómo, se hizo un corte en el pie izquierdo. Tenía los dedos enrojecidos e hinchados, y no podía doblarlos.
A Mao lo había aplastado el tropel que huía del puente en estampida. Pu Sijian estaba demacrado y tiritaba a causa de la malaria. Al general Kwang lo picó una serpiente. Li Ang era el único oficial lo bastante sano como para ocupar su lugar. Luchó denodadamente para no perder los hombres que le quedaban, pero casi todas las mañanas alguien amanecía muerto o había desaparecido. Algunos morían de un catarro, arropados con harapos a pesar del buen tiempo. Otros se internaban en la selva en busca de privacidad y terminaban dándose por vencidos en medio de los árboles empapados, de los monos y los elefantes, de las moscas, los mosquitos, las hormigas y las termitas. Sucumbían a sus heridas tumefactas, rezumantes y purulentas, a la sarna, a la disentería y al beriberi. Una noche desapareció el que cuidaba del perro. Otro soldado le pegó un tiro al animal y lo asó a la brasa.
Li Ang tenía el pie surcado de vetas rojas. Iba escudriñando los cadáveres al pasar, por si veía una bota más grande. A todo esto, Pu Sijian se hundía cada vez más en la fiebre. Se desplomaba y se quedaba tirado con la Biblia metida en el bolsillo de la guerrera y las huesudas manos tiritando a causa del delirio. Antes de que la fiebre le hurtase el raciocinio, le recordó a Li Ang que cuidase de su esposa e hijo, y éste le prometió que así lo haría. Trató de mantener a su amigo con vida, turnándose con los doce hombres que quedaban para transportarlo en unas parihuelas improvisadas con bambú y trapos. La fiebre le trabucaba los huesos y lo agitaba con tanta violencia que las varas de bambú de las parihuelas vibraban en las manos de los porteadores.
En sus últimos días, la marea del delirio inundó la ordenada mente de Pu Sijian. Creía que lo habían capturado y que era el enemigo quien lo acarreaba. Creía que pronto lo rescatarían a cambio de un avión. Dejó de citar pasajes de la Biblia y empezó a gritarle a Li Ang que lo rescatase, bregando desesperadamente con sus captores. Sin embargo, llegó un momento en que esas fuerzas maníacas lo abandonaron. Se consumió hasta los huesos y quedó hecho un guiñapo en el camastro.
– ¡Li Ang! -gritó con voz ronca y angustiada.
– Estoy aquí.
Pu no dio señales de haberle oído.
– ¡Li Ang! ¡Ven conmigo!
Entonces lo estremeció un último y vasto escalofrío, y se fue.
A Li Ang lo llevaron a un hospital de Kunming donde no conocía a nadie. Le amputaron cuatro dedos del pie y las enfermeras lo trataban como si le hubiesen extirpado los testículos, canturreándole cancioncillas ñoñas mientras le acercaban las gachas a la boca y le daban la vuelta en el catre. Su amigo estaba muerto; su hermano, perdido. No podía dormir. Los dedos que le faltaban le dolían, luego le picaban, luego le volvían a doler. Aunque le daban quinina, la malaria persistía, y flotaba en la cama como una hoja en el agua, fluctuando alrededor de un surtidor de imágenes. Vio la cara de un niño que lloraba. Una mujer con el pelo todo alborotado dando de mamar a un bebé. Una madre y su hijo, unidos por una cuerda, cayéndose de un puente.
– ¡Li Ang!
Era Hu Mudan. Su rostro menudo flotaba ante sus ojos.
– Vete -le dijo.
– ¡Li Ang! Sé que estás despierto.
– Déjame en paz. Estoy tomando quinina.
– Escúchame, tonto.
No le caía bien a esa mujer. Desde el primer día.
– ¿Me oyes, Li Ang? Cuando vuelvas a Chongking tienes que ir a ver a Yinan.
El torbellino cesó al oír ese nombre.
– Yinan -dijo él.
– Es importante.
– No puedo -dijo-. Hicimos un pacto.
Por fin se marchó la mujer. No volvió más, y Li Ang lamentó haber deseado que se fuera.
Los pies le dolían y le picaban. La fiebre le subía y le bajaba, dejándolo mareado y con los ojos vidriosos por la extenuación. Mil ecos resonaban en su mente. Todas las noches soñaba. Estaba con Li Bing en el puente. Alrededor de ellos, el mundo se hacía pedazos. Entonces el puente se resquebrajaba entre ambos y Li Bing desaparecía sin dejar rastro.
Junan fue a verlo al hospital. Le puso una fotografía enmarcada de sus hijas junto al cabecero. Se negaba a llevarle el periódico, pero le leía poesía y novelas de kungfu. Siempre que le volvía la fiebre, se la encontraba sentada a su lado, fuerte y serena, enjugándole la frente con un paño húmedo.
Una tarde trató de explicárselo.
– Es como si me faltase algo.
– El pie se te curará enseguida. Te pondrán una almohadilla en el zapato y podrás caminar con toda normalidad.
No volvió a mencionarlo.
El viento de la historia le pasó por encima. El general estadounidense Joseph Stilwell asumió el mando de los regimientos que habían logrado escapar a la India. Allí, él y el general Sun planeaban una nueva ofensiva para romper el cerco japonés desde el oeste y coger al enemigo por sorpresa. A todo esto, el ejército nipón se acercaba por el este. Una vez más, contaban con tanques, artillería y bastimentos. La infantería china no tenía vehículos, sólo un batiburrillo de armas de antigüedad y procedencia indefinidas. Cada soldado marchaba con una ración de arroz colgada del cuello. Los trenes iban llenos hasta los topes de refugiados que viajaban agarrados hasta del quitapiedras y dormían encima de los vagones. Cuando Guilin cayó en poder del enemigo, las puertas de los edificios vacíos, tabicadas con tablones, aparecieron empapeladas con carteles rojos y negros que llamaban a la resistencia.
Li Ang se encontraba entrenando tropas en Kunming cuando los estadounidenses bombardearon Hiroshima y Nagasaki. Tras la rendición japonesa, lo ascendieron a general y lo recompensaron por su extraordinario valor. Pero no tuvo mucho tiempo para celebrarlo. La derrota de los japoneses dio paso a una nueva guerra. A Li Bing y a sus camaradas les había ido bien en el campo y el país estaba a punto de caer en manos de los comunistas. Li Ang recibió órdenes de entrenar a soldados del ejército nacionalista. Procurarían mantener el control del país el máximo tiempo posible. Pero la probabilidad de la derrota, de la huida, se hizo inevitable. En la primavera de 1948, Li Ang fue trasladado «temporalmente» a Taiwán. Hasta allí le llegaron con regularidad mensajes de Junan y a veces de sus hijas. De Yinan o de su hermano, ni una palabra.
Fue durante su estancia en Shanghai cuando cobró plena conciencia de que le faltaba algo. Esta evidencia no se debió a ninguna crisis. Se trató más bien de un período de calma durante el cual el mundo se volvió diáfano y ligero, y sus percepciones paulatinamente más lúcidas. Se percató, una vez más, de su singular dilema. No echaba de menos su antigua convicción de que saldría ileso de este mundo. Ésa la había perdido junto con su paso firme y su vigor irreflexivo. Eran dones que nunca le habían pertenecido. Lo que le habían hurtado era otra cosa, algo más esencial.
Siempre que evocaba Chongking, con su calor y sus escaleras empinadas y atiborradas de gente, con sus calles y sus casas, destruidas con la misma rapidez con que habían sido levantadas, esos recuerdos se le hacían más vívidos y precisos que el mundo exterior. En esa época había estado presente, vivo, en posesión de un entendimiento que ahora se le ocultaba. Se pasaba el día y la noche acordándose de Chongking; sus recuerdos eran como una enfermedad que sumía en un mundo de ensueño cuanto le rodeaba.
Ella le había dicho que lo amaba. Supo que lo decía de corazón, pero aquella actitud alerta, aquel candor lo habían desconcertado. Una vez hecha semejante declaración, ya no había forma de ignorar lo ocurrido.
«No podemos volver a vernos», le dijo, y él no fue tras ella; su alma, en cambio, sí que la siguió, en cierto modo por lealtad a un vínculo que él no había identificado. No sabía a ciencia cierta cuándo había empezado a obsesionarse por ella. Lo que ocurría, sencillamente, era que, con el paso de los años, había terminado por contemplar el período posterior a su aventura con Wang Yinan -la época en que se marchó de Chongking rumbo al frente y todo lo que aconteció después- como una especie de secuela. Nada de lo sucedido aquellos años le merecía el menor interés, ni siquiera el ascenso a general. Sólo le importaba un período concreto: los meses que Yinan y él habían pasado juntos en Chongking.
Escribió a Junan preguntándole si había tenido noticias de su hermana. Era lo más que se atrevía a hacer. Recibía respuestas desenfadadas y repletas de noticias -de la casa, de sus dos hijas, de la viuda de Pu- pero ni la menor mención de Yinan. No había habido reconciliación.
Lo más probable era que Yinan hubiese encontrado a otro. Esperaba que así fuese. Con todo, tenía sus dudas, que eran como un dolor fantasma. Volvía a ser de nuevo un niño, con la marca orgullosa de sus leves cicatrices y las miras puestas en sacarse un dinero fácil en una timba de paigao en casa de un mercader del barrio. Era un joven en su noche de bodas, con una confianza a prueba de balas y grandes ilusiones, que atisbaba por las ventanas con el corazón desbocado. En la habitación contigua lo esperaba su destino ataviado con un rutilante traje de novia. En cambio, se quedó mirando por la ventana a una niña vestida con un pijama del color de las polillas.
Ella le había arrebatado algo. Tenía en sus manos un trozo de su deseo. Y sin eso, era un inválido.
Junan escribió avisándole de que pronto se reunirían con él en Taiwán. De tan flemática misiva dedujo que la situación en Shanghai se había agravado. La ciudad no tardaría en caer en poder del enemigo. Por fin estarían juntos, decía Junan.
Bebió más de la cuenta para celebrar el Año Nuevo Lunar. Se quedó tumbado en su cuarto, desorientado, escuchando la algarabía de la calle, unos jóvenes de parranda. Puede que fuesen sus propios soldados, que quizá no se imaginaban que los habían arrancado de sus hogares para siempre y que ya habían emprendido una vida de emigrantes.
– ¡Li Ang! ¡Li Ang!
El rostro de Hu Mudan volvía, una vez más, a flotar ante sus ojos.
– ¿Qué pasa?
– Vamos, borracho idiota, debes darte prisa. Todavía tienes oportunidad de encontrarla.
– Yinan está en el continente. Muy lejos.
– Sabes que los tuyos perderán el país. Como no vayas a verla ahora, los comunistas te cerrarán el paso.
Hu Mudan había envejecido en los últimos años. Sus pequeños ojos almendrados se le habían hundido y tenía arrugas más profundas en las comisuras. El tiempo la había desgastado, como habría de desgastarlos a todos.
La semana siguiente cogió un avión a Shanghai. Un estadounidense que había conocido en Kunming, piloto de las viejas líneas aéreas nacionales, iba a sacar del país a unos amigos. Li Ang lo arregló todo para volar con él. No se lo contaría a Junan. Tenía previsto enviar un telegrama a la iglesia metodista de Hangzhou. Luego, cogería el tren a Hangzhou y, una vez allí, iría a la iglesia y preguntaría por la americana. Ella conocería el paradero de Yinan. No ensayó lo que iba a decirle cuando la viese. Ni siquiera tenía claro el propósito de la visita. Quería verla, eso era todo, y esta necesidad reemplazaba cualquier cosa que pudiera decir.
El avión se aproximó al Yang-Tsé, siguiendo el ancho delta que se adentra en el continente. Li Ang divisó las huestes del Octavo Ejército Comunista. Había miles de soldados concentrados en la orilla norte, a la espera. Eran tantos que ennegrecían la tierra. En el propio río había reunidas unas pocas docenas de juncos y gabarras. Al sur del río no vio nada.
Mientras veía congregarse al ejército que habría de tomar la ciudad, le vino a la memoria la historia, oída años atrás, de Wu Shao, el niño que le había robado el almuerzo a Wang Baoding en el colegio. Recordó la imagen de Baoding inclinado hacia él, con aquella cara de amargado veteada de manchas vinosas, los ojos alargados y astutos, y los labios descoloridos. «Era un niño sin una familia como Dios manda, sin educación, sin ninguna posesión, sin dinero…» Ahora Li Ang cayó en la cuenta de que Baoding se estaba refiriendo a él. Qué pensaría Baoding si lo viese ahora, se preguntó. Pero Baoding llevaba mucho tiempo desaparecido, muerto o desterrado por los mismos japoneses cuya importancia había minimizado.
Sintió un dolor punzante en el pie. Había sufrido lesiones en los vasos sanguíneos y cuando llevaba un rato sentado sin moverse, le dolía. Sentía un hormigueo en los dedos amputados y tenía ganas de restregárselos, de rascárselos. El aire estaba enrarecido; le temblaban los párpados; se quedó dormido. Volvió a ver, esta vez desde lo alto, la mesa del banquete. Vio a su hermano, que observaba atentamente. «¿Sabes, jovencito, lo que más me llama la atención de las componendas que se trae tu ejército con el Partido Comunista? Que no parecéis daros cuenta de que en cuanto cese la amenaza japonesa, los comunistas no dudarán en apuñalaros por la espalda.»
Y entonces se alejaba de la boda. O igual es que sus pensamientos sencillamente lo abandonaban y se internaban por una senda vagarosa que la malaria había desbrozado. Hacia el norte, la infantería comunista seguía formando en grupos bien disciplinados y los juncos y gabarras se congregaban en el río. Más cerca de Shanghai, el terreno, abancalado a conciencia, albergaba verdes y exuberantes arrozales. Vio filas de campesinos vestidos con harapos azules y pardos que cavaban trincheras y levantaban empalizadas de bambú en torno a la ciudad. Dentro de la ciudad, vio almacenes y embajadas, islotes sitiados en medio del caos. Vio el humo de las pequeñas lumbres de carbón con que la gente se calentaba las manos y bancos asediados por muchedumbres que pedían oro a gritos.
El peligro de todo eso radicaba en que a uno le hacía pensar. Mientras miraba desde las alturas, Li Ang se asombró del derrotero que había seguido su vida. Si se hubiese quedado en la comarca donde nació, ¿se habría unido a los nacionalistas? ¿O estaría en el otro lado, apiñado al norte del río, esperando a irrumpir en la ciudad como una exhalación y tomarla para entregársela a las gentes del campo que la alimentaban? Recordó a su hermano apretujado contra el muro de la residencia de estudiantes, la curva de su oreja, la forma de la cabeza apenas visible en la luz del amanecer.
Horas después, ya en tierra, Shanghai desfilaba ante sus ojos como una sucesión de vívidos fogonazos, trágicos y absurdos, mitad conocidos, mitad extraños. Vio una joven esbelta, vestida con unos pantalones viejos y una blusa suelta, que le resultó familiar. Se fue hacia ella corriendo pero cuando la chica se dio la vuelta, vio la cara de una desconocida.
– ¿Tiene algo para vender? -le ladró.
Li Ang le cambió una moneda de oro por un buen fajo de dólares suaves como el jabón. Los habían lavado y planchado para que valiesen más al cambio. Pasó por delante de una pequeña papelería y entró. El consabido olor a papel y tinta hizo que le temblasen las manos.
– ¿Dónde puedo mandar un telegrama?
El tendero se limitó a fruncir el ceño; tal vez hablase otro dialecto.
Salió de la tienda y de nuevo se echó a deambular por las calles. La ciudad rezumaba malestar: gente destrozada, caras destrozadas. Se planteó qué hacer a continuación.
Fue entonces cuando le pareció oír que alguien lo llamaba por su nombre.
– ¡Li Ang! ¡Li Ang!
Sintió un escalofrío y apretó el paso.
– ¡Li Ang!
Más cerca. Li Ang se dio la vuelta muy despacio.
Un hombre menudo y de mediana edad llegó corriendo hacia él, haciendo caso omiso de semáforos y de los demás peatones. No era un militar: el gesto ansioso y la actitud abierta lo delataban. Cogió a Li Ang de la mano.
– Chen Da-Huan -dijo-. Soy yo, Chen Da-Huan, de Hangzhou, hace mucho, antes de la ocupación. No me extraña que no te acuerdes de mí. Han pasado más de diez años.
Poco a poco, el nombre ascendió a través de los estratos de los años transcurridos. Los Chen habían sido vecinos de la familia de Junan en Hangzhou. El padre, el viejo Chen, había estado presente en aquella partida de paigao y fue el testigo de su boda. Ahora que tenía a Chen Da-Huan delante, visualizó al viejo, un hombre bajito enfundado en un traje cruzado inglés perfectamente planchado, que exhibía los palillos al llevarse un huevo de paloma a la boca.
– Chen Da-Huan -dijo Li Ang.
– Han pasado muchas cosas. Oí que te habían herido. Tienes aspecto de haber sufrido lo tuyo. Pero sigues sano, con vida.
– Me manejo bastante bien.
– Pues teniendo en cuenta lo que oído, eso significa que eres un tipo con suerte.
Li Ang asintió con la vista fija en Chen. Él también había sufrido: no había más que ver aquellos ojos avejentados prematuramente, parecidos a los de los soldados, aunque sin el hastío vital que aflige a quien ha presenciado, cuando no causado, una muerte violenta.
Chen seguía hablando en el dialecto de Hangzhou que le resultaba tan familiar…
– … hermano y yo fuimos a la universidad de Lianda. Después, durante la guerra, pude finalmente mandar a buscar a Yang Qingwei y casarme con ella en Kunming.
Sí, Li Ang lo recordaba: Chen Da-Huan se había enamorado de una amiga de Junan llamada Yang Qingwei, de la cual había tenido que separarse a raíz de la ocupación.
– Celebro oírlo -dijo-. ¿Qué estás haciendo en Shanghai?
– Hemos venido a ver a un especialista. -Hizo una pausa-. Está embarazada. Pero ha sufrido una recaída de la tuberculosis. Me temo que se va a morir.
Li Ang meneó la cabeza. Apenas recordaba a Yang Qingwei, una niña dulce de sonrisa nostálgica. Nunca habría imaginado que pudiese sobrevivir a la ocupación, al viaje hasta Kunming y a la guerra.
– Me sorprende verte aquí. Me habían dicho que estabas en Taiwán -dijo Chen Da-Huan.
– He vuelto… por poco tiempo.
– Vaya momento más extraño para volver, amigo mío.
– Es por trabajo -dijo Li Ang.
Chen Da-Huan asintió con la cabeza. Parecía extenuado, con aquella cara gris y la mirada atormentada.
– ¿Cuánto llevas viajando? -preguntó Li Ang-. Deberías descansar.
Chen Da-Huan sacudió la cabeza.
– Tengo una cita. Voy a visitar a una persona… a ver si saco un dinero para ayudar a Qingwei.
– ¿Quién es?
– Un hombre influyente. Estoy tratando de comprar oro al precio oficial para venderlo en el mercado negro. Estos años, con tantos problemas, terminamos perdiendo la casa de Hangzhou y la que teníamos en el campo. La de Shanghai la vendimos al terminar la guerra. La habían saqueado y ya no podíamos mantenerla. Además, los precios estaban bajos… y no paraban de caer. Teníamos unas fincas al norte, en el campo. Pero los campesinos… -Paró de hablar-. Se avecinan tinieblas, unas tinieblas que jamás me habría imaginado. Ya no somos nadie, no tenemos nada. Pronto estaremos perdidos. Y Qingwei… Ha empezado a toser sangre… Algún médico hay -a uno lo he conocido aquí- que todavía podría servirnos de ayuda. Pero con esta inflación… Cuando salimos hacia aquí tenía cuatro millones de yuanes. Pensaba que con eso nos llegaría hasta Hong Kong. Pero durante el viaje los precios no han hecho más que subir… -Se calló y miró a otro lado-. No tengo bastante -dijo-. Hemos llegado hasta Shanghai. La he llevado al especialista y me ha dicho que sólo pueden salvarla en Hong Kong.
Li Ang pensó en el dinero que llevaba encima. Le habían advertido de la inflación y, en previsión de contratiempos, se había traído una cartera de más llena de monedas de oro. Desde que se casó, apenas si había vuelto a pensar en Chen Da-Huan. Pero la historia de aquel hombre -su lealtad, su amor constante, lo unidos que habían estado y, ahora, la muerte de ella- se le había hecho real gracias a su relato. Echó mano a la bolsa y sacó las monedas.
– Por favor -dijo-. Ten.
– No puedo aceptarlo.
– Mi suegro era buen amigo de tu padre. Seguro que habría querido que hiciese esto.
Quería que Chen se fuese. Le tendió la cartera, se la metió entre las manos. ¿Sería bastante? Se sacó la pitillera de oro, la del monograma, la abrió, la vació de cigarrillos y se los guardó en el bolsillo. Le tendió la pitillera.
– Li Ang, esto ya es demasiado.
– Los cigarrillos no, que cuestan muchísimo. Guárdate la pitillera y espera una buena ocasión para cambiarla por algo. Ahora he de irme. Por favor. Tengo que irme. -Tragó saliva-. Ya me contarás cómo ha ido todo.
Chen Da-Huan asintió con la cabeza. Le brillaban los ojos con un fulgor desolado.
– Cuídate -dijo Li Ang.
– Sí, sí. -Aturdido, hizo una reverencia-. Algún día mi familia te lo agradecerá de algún modo. Te estaremos eternamente agradecidos.
Se quedó quieto en la acera, agarrando el oro y mirando cómo Li Ang se alejaba a toda prisa.
Se percató de que trataba de no forzar el pie malo. ¿Conseguiría llegar a Hangzhou? Tenía que mandarle dinero a Yinan y decirle que se marchase. Había hecho bien en darle el monedero a Chen, pero si quería ayudar a Yinan, más le valía conservar el oro que le quedaba.
Tenía sed. Se sentía fuera de su ambiente en Shanghai, sobre todo en esa parte nueva de la ciudad. Un olor intenso a agua salada y una brisa fuerte le indicaron que se aproximaba a los muelles y atarazanas. Alguien le dijo que cerca de un salón de té había un telégrafo. Pero luego, preguntase a quien preguntase, todo el mundo lo miraba de arriba abajo y le decían no saber nada de ese salón de té. Nadie había oído hablar de él. Al cabo de unos minutos empezó a sospechar que había entendido mal las indicaciones del primer hombre. Finalmente, al doblar una esquina, fue a dar a un patio, donde oyó el tintineo de unos platos y el grato eco de unas voces.
Siguiendo los sonidos, cruzó el patio y recorrió una balaustrada hasta llegar a un salón de té con un viejo letrero encima de la puerta. Era una sala espaciosa y bien construida, con celosías enmarcadas en paneles de madera oscura. El establecimiento estaba concurrido. Se detuvo en el umbral. Varios parroquianos se lo quedaron mirando y oyó a alguien a su espalda.
Se le acercó el propietario.
– ¿En qué puedo ayudarle? -le preguntó.
Sonó cordial, pero parecía tener algo en mente. Li Ang volvió a inspeccionar el local. Había dos hombres jugando al go bajo la ventana; las blancas estaban casi rodeadas.
– Quería mandar un telegrama -dijo.
– Lo siento -contestó el hombre-. Me temo que no podemos ayudarle.
– ¿Pero qué pasa?
Li Ang quería irse. Esta gente era irritante, sin los más mínimos modales. Alguien se movió detrás de él, arrimándose demasiado.
– Lo siento -repitió el hombre, acercándose al umbral de forma casi imperceptible y mirando fugazmente hacia la entrada.
A Li Ang se le erizó el pelo de la nuca. Un metal frío le oprimió la oreja.
– No se mueva.
Todos los presentes dejaron de mirarlo y se metieron en sus asuntos.
Alguien más entró en la sala, esta vez desde la cocina. Era un hombre de cierta edad con el pelo cortado al cepillo y un rudo semblante del que asomaban un par de ojos taimados.
– Es él. El general de división Li Ang.
Lo detuvieron y le amarraron las manos.
Cuando Hu Mudan se hizo vieja y el pasado empezó a interesarle más que el presente, se pasaba tardes enteras reviviendo sus recuerdos. Decía que notaba cómo le bullían en los huesos. Hablaba de su infancia en Sichuan, de cuando faenaba en los campos bajo un sol de justicia que abrasaba el mundo y lo dejaba empapado en sudor. Describía los años posteriores a su salida de nuestra casa, cuando regresó con Hu Ran a su aldea natal. Y me contaba historias de Chanyi, su amiga del alma. Hablaba de su delicadeza, de su generosidad, de su frágil corazón. Relataba lo mucho que amaba a su hija Junan y cómo la vieja Mma le tenía prohibido a Chanyi pasar mucho tiempo jugando con ella.
Cuando Junan aprendió a sostenerse en pie, Chanyi empezó a preocuparse de que la niña pudiera sentir calambres en los dedos, como si de algún modo hubiese heredado el sufrimiento de su madre, como si existiese una memoria corporal que pasase de madres a hijas junto con la textura del cabello o la forma de la cara. Junan no dio muestras de sufrir trastorno alguno, pero cuando aprendió a andar y correr, su energía despreocupada llenó a Chanyi de una secreta aprensión. Sin un dolor aplastante, sin el oprobio de la inmovilidad, ¿cómo iba a aprender su hija la desdicha inevitable de ser mujer? Chanyi no estaba dispuesta a hacerlo, no lo soportaría. Y fue por eso que mi madre terminó moviéndose con tanta gracilidad y desenfado. La confianza le brotaba de los pies, y la ambición corría detrás. Quien se cansó fue su madre. Cuando Junan tenía doce años, Chanyi buscó la paz del Lago del Oeste, dejando que Junan aprendiese sus desdichas por sí sola.
Si yo pudiese transmitir mis propios recuerdos, legarlos a través de la sangre, mis hijas se enterarían de lo que pasó entre Hu Ran y yo.
Pero a mis hijas les costaría entender mis recuerdos. Se han criado con esa certeza moderna de que el amor ha de superar todos los obstáculos. Su fe en el amor y en el poder de sus propias vidas es tan sólida que las dos han puesto fin a idilios felices para poder dedicarse a satisfacer sus ambiciones académicas, laborales o viajeras. Alguna que otra vez también han dejado de lado estos intereses por un idilio. Nunca entenderían realmente lo mucho que me costó aceptar lo que sentía por Hu Ran. Se quedarían perplejas. Y, desde luego, no puedo pretender que sepan por todo lo que pasé. No hay forma de entender a nuestros hijos ni a nuestros padres. Puede que sea esta ignorancia lo que otorgue a cada generación la confianza para vivir.
Ni Hu Ran ni yo teníamos nada que pudiese guiarnos. En el transcurso de una hora, arrastrados por mi temeridad, traspasamos todas las fronteras de la amistad, la decencia y la clase social. Años antes, lo había visto desnudo detrás del sauce y mi curiosidad había provocado nuestra separación. Ahora, estos impulsos, reprimidos por nuestras madres, nos habían redescubierto y, aunque esta vez propiciaron nuestro reencuentro, los dos éramos lo bastante mayores como para saber que lo que hacíamos era inconcebible. Por eso nos amamos con la crueldad de los atemorizados. El nuestro no era un amor tranquilo, y no siempre fue amable. Yo le hacía daño con confidencias y él me hería con sus secretos. Él pensaba que yo no valoraba mi riqueza y yo que se tomaba demasiado a pecho su pobreza. Entonces no me daba cuenta, pero éramos un reflejo del mundo que nos rodeaba. Era la lucha que libraba el país encarnada en nuestros actos y palabras.
Mi deseo se había hecho realidad: había irrumpido en el mundo de Yinan y de mi padre. Pero mi terror seguía ahí. La presencia de Hu Ran podía disiparlo temporalmente, pero con cada despedida se volvía tan fiero como siempre. Podía estar sentada en el pupitre del colegio, con la vista fija en una página de inglés, o dando un paseo con Pu Li con permiso de mi madre, cuando, de pronto, la sombra de mi ansiedad me nublaba los ojos.
Así que le decía a mi madre que me iba a jugar al baloncesto, y cuando ese tiempo no era suficiente, le decía que iba a ver a Pu Li. Yo nombraba a Pu Li y me iba a pasear por los jardines de la ciudad. No era mentira. Pu Li y yo salíamos efectivamente a pasear. Ya me encargaba yo de eso, como también me encargaba de contárselo a Hu Ran. Le explicaba que era necesario ir al cine con Pu Li y su madre de vez en cuando. Le explicaba que era necesario que me vieran de la mano de Pu Li. Pero a Pu Li no le contaba que me veía con Hu Ran. Me aferraba a unas cuantas salidas apacibles con Pu Li para resistir la impetuosa pasión de la otra relación. Era una forma de recordarme que mi vida anterior, mi verdadero yo, seguía estando a mi alcance.
En el estrecho jergón de su cuartito, hablábamos más de lo que nunca había hablado con nadie, a excepción de mi hermana. Hu Ran era lo bastante mayor como para acordarse de detalles que Hwa había olvidado. Se acordaba de Hangzhou, mientras que Hwa apenas tenía tres años cuando nos marchamos de la ciudad. Recordaba la época en que mis padres se ponían de punta en blanco para ir a cenar a Lou Wai Lou. Se acordaba de Charlie Kong; me contó que había muerto de una apoplejía sufrida tras celebrar la rendición japonesa. Hu Ran tenía más noticias. Su madre trabajaba en casa de un hombre rico convertido al metodismo. Yinan hablaba inglés con soltura y colaboraba con la iglesia como traductora. La vieja residencia de la familia la habían ocupado los soldados.
Yo le contaba cómo se vivía en la gélida casa de mi madre. Le hablé del dinero que había amasado a base de acaparar las provisiones que mi padre se agenciaba y de venderlas de estraperlo. Ahora estaba acumulando los muebles viejos y demás cachivaches que había ganado jugando al mahjong. Y el dinero lo guardaba en lingotes de oro ocultos en un escondrijo tan recóndito que ni siquiera Hwa, con lo observadora que era, lograba dar con él.
– Una vez nos dijo a Hwa y a mí -le conté a Hu Ran- que, en el mundo moderno, tres eran las cosas que daban poder a una mujer. Las casas, el dinero y las joyas.
Hu Ran torció la boca para componer una mueca sardónica.
– ¿Y a ti qué te parece? -me preguntó.
Miré hacia otro lado.
– Yo creo que lo que importa es el amor.
Al cabo de un momento respondió:
– Sí. Pero pongamos que el amor ya lo tienes. Pongamos que el amor es algo que nos merecemos como derecho fundamental. ¿No te gustaría alguna otra cosa? ¿No hay nada que te gustaría hacer?
Las palabras me vinieron rápido a la boca.
– Siempre he pensado… -¿Qué había empezado a decir?-. Siempre he querido ser una especie de escritora, una poetisa, o incluso una periodista.
– Suena sensato.
Qué charla tan osada.
– Esto es lo que quiero -dije, y le pasé la mano por la clavícula. Entonces me miró y yo me abandoné a las nacientes e inéditas potencias de la libertad y la pasión.
Pese a compartir tantas cosas, había ciertos temas que Hu Ran y no comentábamos. No hablábamos de la guerra civil, de aquella lucha por el destino y el corazón de China. Ni nos atrevíamos a abordar la cuestión de nuestro futuro.
Siempre que yo mencionaba la guerra civil, Hu Ran cambiaba de tema. Decía que no quería preocuparme. Poco a poco fui percatándome de que, en su geografía particular, los nacionalistas, los afines a mi padre, ocupaban un lugar tan definido como el de un amigo íntimo; igual que un peón negro, como me dio por pensar una vez al observar despreocupadamente una partida de ajedrez en el café, es consciente de todas las piezas blancas que hay en el tablero. Me volví más cuidadosa, compitiendo con él en astucia y recurriendo a cuantos trucos lograba idear a fin de sonsacarle datos. Hu Ran formaba parte de la clandestinidad comunista, un movimiento tan vasto e influyente que se había convertido en un secreto a voces.
Desde niña había dado por sentado que terminaríamos encontrándonos. Incluso cuando estábamos separados, había dado por sentado que teníamos una vida en común, tal vez imaginaria, pero siempre existente, siempre constante. Pero ahora que nuestras citas dependían del deseo, veía con más claridad todo lo que no compartíamos. Yo iba a un colegio caro y vivía en una hermosa mansión. Un collar de mi madre valía más que todo lo que Hu Ran había ganado en su vida. Yo a veces la odiaba por poseer algo así, odiaba su riqueza. Pero ni siquiera cuando el cuerpo de Hu Ran se fundía con el mío, ni siquiera cuando procuraba herirla con todos y cada uno de mis actos, dejaba de oír el eco de su voz diciéndome que lo que Hu Ran y yo compartíamos no era nada.
Un sábado, durante las vacaciones de Año Nuevo, recibí un mensaje que decía: «Hong, acude lo antes posible al lugar de siempre. Es importante».
Fui a buscar a Hwa.
– Tengo que salir -le dije-. ¿Le dices a mamá que te parece que he salido con Pu Li?
– Jiejie -dijo-, ¿no crees que estás siendo desleal con Pu Li?
– ¿Y qué pasa?
– Que le gustas de verdad.
– Mira, Hwa -dije-, Pu Li es buena persona, pero no me cabe en la cabeza que ninguna chica pueda interesarse por él desde un punto de vista romántico.
Hwa lo entendería: estaba locamente enamorada del carismático Willy Chang. Pero, para sorpresa mía, no respondió. Por un instante no movió ni un dedo. Me di media vuelta, cogí la chaqueta y salí por la puerta.
El cielo estaba bajo; no tardaría en llover. Al llegar corriendo al café, vi a Hu Ran junto a la ventana. Lo saludé con la mano. Me vio pero no me devolvió el saludo. En lugar de eso, se levantó inmediatamente de la silla.
– Ran -dije. Me senté en la silla de enfrente y me puse a tamborilear con los dedos en la mesa-. ¿Ran? ¿Qué pasa?
– Tienes que venir conmigo -dijo.
– Acabo de llegar. Me gustaría tomarme un té.
– Han detenido a tu padre. Aquí, en Shanghai.
Me puse en pie. Casi se me paraliza la mente. Traté de dar con una pregunta, la adecuada, pero se me ocurrían demasiadas. ¿Estaba bien? ¿Cómo lo habían cogido? ¿Por qué estaba en Shanghai y no en Taiwán? Pero antes de que lograse hablar, Hu Ran intervino.
– Vamos.
Echamos a andar por la calle a toda prisa, buscando un ciclotaxi libre. Hu Ran me contó que el rumor de la detención de mi padre había llegado a Hangzhou la noche anterior.
– ¿Y ahora qué hacemos?
– Se lo he preguntado a mi madre. Me ha dicho que viniese a Shanghai y que buscase a Li Bing, el hermano de tu padre. Ahora es coronel y mi madre dice que es el único capaz de poner en libertad a tu padre. Si vienes conmigo, tu tío verá que no miento.
Hu Ran se detuvo y miró a la calzada; alzó el brazo rápidamente y un ciclotaxi vacío vino hacia nosotros. Los asientos estaban salpicados de gotas de lluvia. Hu Ran dio una dirección y el taxista contestó con un gruñido como si estuviesen conchabados. Recorrimos un buen trecho sin mediar palabra. La lluvia se hizo más intensa. En las aceras, los hombres vestidos con camisa y chaleco empezaron a enrollar la ropa que tenían expuesta y a recoger, haciendo un burujo, las medias de nailon, las medicinas y los artilugios. Un hombre ajustaba la tasa de cambio en un letrero colgado en la puerta de una cabina: ese mismo día el yuan ya se había devaluado doce veces. Una casa tenía las ventanas entabladas y las puertas cerradas con candados. Uno de mis compañeros de clase había vivido allí; su padre era funcionario y la familia se había marchado a Taiwán a finales de enero.
Pensé en las frecuentes palabras de mi madre: cuando volvamos, cuando volvamos. Me parecían un refrán enquistado sin que hubiese nadie encargado de decidir cuándo nos iríamos. Cuando volvamos, voy a plantar un melocotonero. Cuando volvamos, voy a mandar cercar la casa con una verja de hierro. ¿Cuándo había empezado mi madre a planear nuestra fuga? No era de extrañar que no se hubiesen dado cuenta de mis escapadas. Cada día que pasaba mandaba guardar más cosas. Hacía poco me había encontrado a Weiwei completamente inmóvil, escoba en ristre, y tuve la sensación de que ni me veía. Le había dicho a mi madre que prefería quedarse en el continente. Ciertos libros y periódicos habían desaparecido de las repisas sin dejar rastro, pero el olor a quemado me hizo sospechar adónde habían ido a parar. Vi cómo las palabras esfumadas de esos libros y revistas que ya no era prudente conservar salían de nuestra chimenea y se elevaban en una delgada columna de humo.
No había vuelto a ver a mi tío desde la noche en que lo vislumbré huyendo de los soldados japoneses, cuando me quedé parada detrás de la puerta y él me mandó entrar en casa. Desde entonces había crecido tanto que ya era más alta que mi madre. ¿Cómo iba a reconocerme Li Bing?, me pregunté mientras el ciclotaxi se abría paso por las calles abarrotadas. ¿Cómo me reconocería yo misma? Las últimas semanas mi mente y mi cuerpo habían experimentado tantos cambios que tenía la impresión de que aquellos años en Hangzhou habían tenido lugar en una vida anterior. Me llamo Li Hong, recité para mis adentros. Soy la hija de tu hermano. Durante una época, vivíamos todos juntos en la casa de la calle Haizi, en Hangzhou. Yo era tu sobrina favorita, la que se sentaba a jugar en tu regazo. ¿No te acuerdas?
Pero al llegar al salón de té, mi tío me echó una ojeada y vino corriendo hacia mí. De no ser por eso, igual ni lo hubiese reconocido.
Se había convertido en un soldado. Se me plantó delante, un hombre delgado, tostado por el sol y vestido de uniforme. Llevaba una gorra con una estrella roja, el emblema que acababa de adoptar el Nuevo Cuarto Ejército; bajo las gafas, unos pómulos descarnados proyectaban un triángulo de sombra sobre la boca.
– Xiao Hong -dijo-. Eres toda una mujer. -Tenía los dientes manchados de nicotina. Miró a Hu Ran y volvió a mirarme a mí-. ¿Qué haces aquí?
– Éste es Hu Ran -dije-. Necesitamos tu ayuda.
Mi tío, adusto y con el rostro surcado de arrugas, se inclinó hacia nosotros. Hu Ran le transmitió lo que le había contado Cheng, un vecino de Hangzhou de quien Li Bing había oído hablar aunque no lo conocía personalmente.
Lo que sí sabía era el lugar donde habían capturado a mi padre. Apenas el nombre del salón de té salió de los labios de Hu Ran, mi tío me agarró del brazo y nos sacó del local rápidamente.
Guardó silencio dentro del ciclotaxi, como si no percibiese el tumulto de la calle ni las gotas de lluvia en la cara. Me figuré que estaría evocando momentos compartidos con mi padre, recuerdos de la niñez que pasaron juntos en Hangzhou. Quizá se lamentase de que hubiesen terminado así. Era imposible saberlo.
Finalmente volvió en sí. Me miró, y con aquel tono suelto e irónico que yo recordaba, me dijo:
– Vaya susto te has llevado al verme, Hong. ¿Seguro que no te parezco un desconocido?
– No -contesté-. Pero es que no te he visto en diez años. Pareces… -Fruncí el ceño-. Pareces cambiado. -Me costaba traducir mis pensamientos en palabras, responder con laconismo y enjundia a la parquedad gestual de mi tío. Finalmente le solté-: Pareces estar viviendo con una idea entre ceja y ceja.
Se relajó y esbozó una sonrisa.
– Como todas las mujeres de tu familia posees una sensibilidad fuera de lo común. Pero yo no vivo en función de una idea. Es más bien la idea la que vive a través de mí. Por encima de todo, existe un propósito; luego están los planes y las expectativas. Es como si yo, en lugar de una persona, fuese una pieza más de un gigantesco diseño. A veces, cuando estoy con mis camaradas, incluso en mitad de una discusión relevante, tengo la sensación de no estar presente. Me observo: soy yo el que habla, pero no sé quién me dicta las palabras. Diría que somos como una barca en mitad de un vendaval. Las velas están tensas y henchidas de viento, pero lo único que tenemos es la arrogante y falsa ilusión de llevarlo todo bajo control. Y el viento puede cambiar; de hecho, no espero otra cosa. A veces lo percibo, un viento taimado, dispuesto a destrozarnos.
Siguió hablando: un torrente de palabras. Mi padre lo había ayudado una vez; ahora mi padre necesitaba de su ayuda. Bajo su aparente fortaleza, mi padre, tan generoso, tan cegado por el optimismo, siempre había sido un bobalicón. Pese a su aguda inteligencia, no le extrañaba que hubiese caído, por puro azar, en manos de una pequeña célula de activistas. Siempre igual, mi padre, tan seguro de sí mismo que no paraba de caer en trampas, sin enterarse jamás de cuándo estaba bajo el yugo de otro, ya fuese hombre o mujer. Al decir esto último, Li Bing se calló. Durante un instante no dijo nada. Luego, se volvió hacia mí. Habían cogido a mi padre, de acuerdo, ¿pero teníamos que culparlos por eso? ¿Tan horrible era luchar por los ideales del comunismo, darles un poco de poder a los hombres y mujeres pobres, hacer que se sintiesen partícipes? ¿Tan sorprendente era que, una vez liberados de sus opresores, se alzasen en armas para defender esa libertad y se rebelasen contra el destino que los condenaba a semejante sufrimiento?
Yo escuchaba sin decir palabra, pues me daba la impresión de que no era a mí a quien se dirigía. Hu Ran, sentado a mi lado, asentía con la cabeza por agradarle.
Una hora después, cuando mi padre salió del cuarto trasero, la luz se derramó a su espalda; unos rayos plateados perfilaron su alargada silueta y sumieron su rostro en sombras. Por un momento, era la imagen que yo llevaba tanto tiempo atesorando en la memoria, un puro chi a punto de levitar. Tuve la sensación de que, de alguna manera, era diferente a cualquier otro ser humano: más radiante, con toda su fortaleza recortada contra la luz del cielo. Entonces vino hacia mí y esa imagen se desvaneció. Le vi la cara ensombrecida, la ropa arrugada y, a cada paso que daba, la lesión que había destruido sus andares, el instante de indecisión al plantar el pie derecho en el suelo.
– Hong -dijo. Sus palabras me llegaron muy tenues, como si hablase a distancia-. Hija mía. Hu Ran.
– General Li -dijo Hu Ran.
Cuando mi padre vio a su hermano de pie a nuestro lado, no fue capaz de encontrar palabras de bienvenida. Se quedaron un buen rato parados uno frente a otro, mirándose.
Li Bing fue hacia él.
– Gege.
– Didi.
Casi toda la sala tenía los ojos puestos en ellos, pero ninguno de los dos se daba cuenta.
– Gege -repitió mi tío, cogiendo a mi padre del brazo-. Siéntate. -Se lo llevó a una mesa-. Por favor, siéntate conmigo un momento. Todo ha sido una equivocación. Pido perdón por lo ocurrido. No sabía que eras tú hasta que vino a verme Hu Ran. Habría venido inmediatamente.
Li Bing se volvió hacia Hu Ran.
– Gracias, muchas gracias -le dijo.
Mi padre sonrió a Hu Ran y lo saludó.
Entonces mi tío me miró.
– Hong, vete a casa y espera a tu padre. Tenemos cosas de que hablar. Llegará en una hora o dos.
Hizo un gesto para que les sirviesen té. Hu Ran y yo salimos de la sala. Los vi inclinarse el uno hacia el otro, veladas las facciones de mi padre por el humo que ascendía de su taza. Años después, cuando mi padre contaba esta historia, nunca revelaba lo que se dijeron el uno al otro.
Hu Ran paró otro ciclotaxi y le dimos al conductor las señas del Y. Recorrimos varias manzanas dando botes bajo el toldillo sin cruzar palabra. El aire era frío y húmedo. Yo me iba fijando en los destartalados tendajos, con sus letreros y carteles de papel colorido flameando con bravura bajo la lluvia.
Hu Ran se decidió por fin a hablar.
– He oído que te han prometido a Pu Li en matrimonio.
– Eso no es verdad -me apresuré a explicarle-. Es que mi madre y la suya son amigas. -Él no mudó la expresión-. Bueno, a decir verdad, no creo que a mi madre le caiga bien la suya. Pero me parece -traté de explicar- que nuestros padres eran amigos.
– La parejita perfecta.
– No -insistí. La rueda del taxi se metió en un charco y tuve que agarrarme a un lado-. Pu Li y yo no estamos prometidos -dije-. Sólo es algo que mi madre le dijo a Pu Taitai hace muchos años. Estoy segura de que mi madre ya lo ha olvidado.
– ¿Por qué estás segura?
Su mirada era de lo más intensa.
– No lo he pensado nunca -le dije.
– ¿De verdad crees que tu madre se olvida de algo?
Mi mente se movía lentamente.
– ¿Por qué habría de prometérselo a Pu Taitai? -pregunté.
Hu Ran se encogió de hombros.
– Dicen que Pu Taitai es una mujer generosa. Igual le ha hecho algún favor que otro a tu madre.
– Mi madre no necesita que le hagan favores.
– ¿Te gusta Pu Li?
Me fijé en las piernas del taxista, en constante movimiento giratorio. Pensé en Pu Li, pequeño y robusto -más bajo que yo- con su espesa mata de pelo suave y su cara redonda y blanca. Tenía una serenidad bondadosa que me reconfortaba.
– ¿Qué es lo que quieres saber?
– Me han dicho que estás prácticamente casada con Pu Li.
No dije nada. Recordé las palabras que pronunciara Pu Li años atrás, bajo las bombas, en el refugio: «Tu madre se lo ha prometido a la mía».
– No lo entiendo -dije-. ¿Y si es verdad, qué? Sigo sin creerme que pueda ocurrir.
– Bueno, ocurrirá a menos que tú te opongas.
Escuchamos el repiqueteo de la lluvia en el toldillo.
– ¿Por qué no le haces frente a tu madre? ¿Es que quieres pasarte toda la vida sometida a ella?
Recordé lo que le dijo mi madre a Hu Mudan: «… y llévate a ese mocoso». Quería explicarle a Hu Ran que la cosa no era tan simple.
– ¿Y a ti qué más te da? -le pregunté, esforzándome en controlar la voz-. No vas a tener que irte. Este país será tuyo.
Se quedó quieto unos instantes, clavando la vista al frente, más allá de la bamboleante espalda del taxista.
– Podrías quedarte, Hong. Quédate conmigo.
– ¿Quieres que me quede?
– Este país podría ser nuestro.
Cuán súbita surgió ante mí la oportunidad de escoger mi destino. Mi madre había intentado protegerme como si me tuviese en una vitrina. Ahora podría salir al mundo con Hu Ran, su madre y mi tía. Podría dejar atrás a mi madre y vivir una vida de pasión. Podría quedarme y vivir el futuro de China.
Hu Ran me cogió de la mano. Parecíamos dos niños buenos, sentados en aquel ciclotaxi, posados en el ojo del huracán. Enseguida concluiría el trayecto. El mundo regresaría dando vueltas y lo encontraríamos más cambiado de lo imaginable.
– Me quedaré contigo -dije.
– ¿Estás segura, Hong? -preguntó con voz dulce.
– Lo estoy.
Se metió la mano en la chaqueta. Cuando la abrió, tenía en la palma el colgante de jade verde que había tratado de darme cuando no éramos más que unos críos.
– Este colgante se lo dio tu abuela Chanyi a mi madre -dijo-. Le explicó que era un símbolo de amor y amistad, y que siempre, pasase lo que pasase, conectaría al que lo daba con el que lo recibía. Ya no soy un niño. Estoy seguro de que mi madre y tu abuela lo entenderían.
Agaché la cabeza y me puso el colgante. La cadena estaba fría, lo noté en la garganta, pero el jade estaba caliente.
Más tarde, cuando salimos de su cuarto, nos deslumbró la suave claridad, y ya en el ciclotaxi, tuve la sensación de que estábamos bajo el agua. Nos movíamos despacio, como si estuviésemos sumergidos, y, a nuestro alrededor, todos los colores empapados refulgían con mayor viveza que antes. Era como si mi decisión hubiese disuelto por fin la barrera que me separaba del mundo. Ahora me encontraba en mitad de un mar inmenso, fluctuando, codo con codo, con todos los habitantes de la ciudad. Miles de personas flotaban por delante de nosotros acarreando fardos y pertenencias. Una mujer con un paraguas rojo chillón desprendió una brillante gota de lluvia que vino a parar a mi ventanilla. A nuestra vera, un hombre tiraba de una calesa. Me llegaba el olor -a coliflor y soja- de su resuello, denso y cargado.
Tardamos un rato en llegar a mi calle. Los olmos majestuosos se erguían ante nosotros; nunca había visto sus hojas tan verdes, ni tan negros los troncos. Goteaban sobre las tímidas mansiones, muchas de ellas tabicadas con tablas para hacer frente a la marea del cambio. Pronto llegarían los soldados y arrancarían las tablas. Pronto tomarían posesión de las casas y de todo lo que había dentro. Pronto. Pero la casa de mi madre estaba toda iluminada, como si fuesen su fuerza y su determinación las que irradiasen la luz desde dentro, y al andar por el sendero, sentí un extraño escalofrío.
Hu Ran y yo cruzamos el umbral.
Mi padre y mi tío estaban allí. Los oí desde el vestíbulo y, mientras me acercaba al salón, también oí la voz de mi madre. Junto a ellos estaba Hwa, atenta y tan formal como siempre. Estaba acicalándose para una fiesta de Año Nuevo cuando llegaron los hombres, y todavía tenía puesta su brillante blusa roja, perfectamente planchada hasta dejar la seda tan plana como el papel.
– … que me echases una mano con unas cuantas cosas -estaba diciendo mi madre.
– Estoy en deuda contigo, jiejie. Por supuesto que los funcionarios harán la vista gorda a uno o dos envíos.
– Gracias -dijo mi madre-. Son sólo muebles. Pero es que les tengo muchísimo apego. Ya me duele tener que marcharme como para encima… -En ese momento nos vio a Hu Ran y a mí en el pasillo. Ya le había soltado la mano, pero mis dedos, sabiendo que él estaba presente, seguían tibios. Mi madre me recorrió entera con la mirada: el pelo, los ojos, las mejillas, la boca. Durante unos buenos momentos me sentí desprotegida. Después, ella también se me antojó vulnerable.
Fue mi padre el primero en hablar.
– Junan, ¿te acuerdas de Hu Ran?
– Oh, sí -dijo mi madre cortésmente, recobrando la compostura-. ¿Qué tal estás, Hu Ran?
– Bien.
– De no haber sido por este jovencito -dijo mi padre-, estaría muerto.
Mi madre sonrió con frialdad.
– Gracias por traer al general a casa -dijo-. Te mereces una recompensa.
– De ninguna manera -respondió Hu Ran.
– Bueno, entonces, gracias por tu xingli.
– Muchacho -terció mi tío-, me parece que es hora de que tú y yo nos vayamos. Tenemos mucho de qué hablar. -Hizo un gesto en dirección a la puerta-. Hasta la vista -le dijo a mi madre.
– Gracias por tu ayuda, Li Bing.
– Adiós -dijo, mirando a mi padre-, y piensa en mi consejo.
– Lo haré.
Hu Ran me guiñó un ojo. Miré alrededor para ver si alguien se había dado cuenta.
Me asomé a la ventana y los vi salir de casa y recorrer el sendero hasta la verja, Hu Ran con la cabeza gacha, escuchando a mi tío.
Y allí nos quedamos los cuatro, mi madre y mi padre, Hwa y yo, sentados en las cuatro sillas sin cubrir, bajo las luces brillantes que se reflejaban en las ventanas salpicadas de lluvia. El resto de los muebles, un sofá, dos sillones y un diván, estaban cubiertos con sábanas.
Ahora que mi padre había vuelto de improviso, ahora que se hallaba sano y salvo después de haber estado en peligro, mi madre no paraba de temblar. El amor que sentía por él la atravesaba; le crispaba la espalda; le refulgía en los ojos. Por encima de todo, la avergonzaba.
– Ya he embalado todo lo que podemos llevarnos -dijo-. Estoy lista para partir, y, con la ayuda de tu hermano, los muebles y otras cosas llegarán sin problemas a Taiwán.
Mi padre no respondió nada.
– Nos vamos dentro de dos días -dijo mi madre.
Tampoco dijo nada. Se miraba las manos.
– ¿Qué pasa, Li Ang?
– Junan -dijo mi padre-, eres una mujer generosa.
– ¿Qué es lo que quieres?
– Junan -repitió-, hablemos de esto a solas.
Pero mi madre nos hizo un gesto a mi hermana y a mí para que nos quedásemos donde estábamos.
– No creo que tengas que decirme nada que no puedan oír nuestras hijas.
Mi padre me miró primero a mí y luego a Hwa, con expresión de impotencia, antes de volverse hacia mi madre.
– Le he mandado un telegrama a tu hermana.
Oí una inhalación brusca. Miré a Hwa de reojo, pero estaba inmóvil en la silla, con su blusa roja y la espalda tan recta como la de un joven soldado.
– ¿Y qué le has dicho? -preguntó mi madre.
– Que correrá peligro. -Mi padre alzó la voz. Percibí un deje de emoción creciente, y también de expectación. Estaba descubriendo lo que había deseado decir desde hacía tanto tiempo-. Lo sabes tan bien como yo -dijo-. Yinan no estará a salvo. No tiene familia ni influencia. Tiene a los americanos, pero cuando caiga la República… Con los comunistas en el poder los americanos se irán. Y será vulnerable.
– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
Mi padre respiró hondo.
– Quiero que venga con nosotros.
En el largo minuto que siguió, el sonido de la lluvia se hizo más tenue y se alejó. Por la ventana vi acercarse lentamente los faros de un coche que aparcó delante de nuestra casa. El chófer abrió la puerta y se bajaron dos mujeres.
Una era Hu Mudan; la otra no me resultaba familiar, aunque me dio la sensación de que debía de conocerla.
Era delgada y más baja que mi madre, con un semblante descolorido y angustiado, y una media melena recogida por detrás de las orejas. Llevaba un sencillo atuendo: una falda larga de color gris ribeteada de lluvia, una blusa blanca de manga larga y unos mocasines. La falda y la blusa estaban arrugadas y parecían deliberadamente austeras y deliberadamente occidentales -de hecho, eran un donativo de Katherine Rodale, la misionera estadounidense-; tal vez fue por esas ropas que tardé en reconocerla. Recordaba a mi tía como una mujer muy joven, más bien feúcha, sin mucha gracia, que conservaba la dulzura de la niñez. Esta mujer era más vieja, desde luego, pero había envejecido de un modo singular. Para empezar, ya no era fea; más que guapa era agradable a la vista, atractiva de puro sencilla. Era como si los años hubiesen ido limando su anterior personalidad, dando paso a esta nueva Yinan. Sólo al cabo de unos momentos logré reconocer en sus ojos la antigua expresión vigilante, la ternura de siempre, transformadas en un gesto de apacible comprensión.
– Ayi -solté de repente. Hwa me echó una mirada furibunda. Me esforcé en hablar con propiedad-. Ayi.
Me salió rotundo, rebosando una alegría radiante e incontrolable y unos flecos de tristeza.
Yinan trató de sonreír. Mi madre ni se movió.
– Li Taitai -dijo Hu Mudan.
Mi madre no respondió.
Hu Mudan se ofreció a esperar en el coche y se retiró.
Cuando hubo salido del salón, mi madre habló.
– Hola, Yinan.
Mi padre se levantó. Dio un rápido paso al frente, pero algo lo detuvo.
La precisa voz de mi madre rompió el silencio.
– Adelante. Saluda a Yinan.
Avanzó tambaleándose, dando pasos torpes y pesados. Fue entonces, al ver a mi tía y a mi padre, cuando lo entendí. Aunque se quedó quieta, su cuerpo lo decía todo. Lo único que hacía era mirarlo, pero se lo vi en los ojos. Mi padre estaba parado y en silencio. Sus ojos, sus rodillas, la caída de los hombros, los ademanes de las manos, todo él acusaba la presencia de mi tía.
– Yinan.
Ella alzó la vista, despacio, desde los pies hasta la cara de mi padre, por todo lo largo de su cuerpo. Lentamente, se le iluminó la cara. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Percibí su felicidad, su dolor y algo más que -ahora que había estado con Hu Ran- logré reconocer, una corriente de sentimiento imposible de ignorar.
Yo nunca había sentido esa clase de poder, un poder capaz de sumir a tantas personas en una impotencia y un silencio semejantes.
– Entonces estás bien -dijo finalmente mi padre.
– Tu pie…
– No es tan grave.
– He recibido tu telegrama, Li Ang. Pensaba mantenerme alejada, pero cuando Hu Mudan me dijo que te tenían preso, tuve que venir.
– Me tenían preso, pero me han soltado. ¿Y tú cómo estás?
– Bien.
– Tienes que salir del continente -dijo-, aquí correrás peligro.
– Katherine, la mujer americana, ha convencido a la iglesia de que me ofrezcan refugio en Hong Kong.
– No -dijo mi madre.
En el rostro de mi madre vi una determinación inédita e imponente que sólo podía haber surgido del dolor.
– Pero Junan… -dijo mi padre.
– He dicho que no -replicó mirando a mi tía-. Aunque Li Ang quiera que vengas, yo no pienso permitirlo.
Yinan se miró las manos.
– No me opondré a tus deseos.
Al cabo de un momento, mi padre habló.
– Son unas condiciones muy rigurosas.
– De acuerdo, pero son mis condiciones.
– Yo esperaba que después de tanto tiempo…
– Pensabas que me habría olvidado -dijo mi madre sonriendo-, meimei, ¿te acuerdas de aquella charla con Li Bing en Hangzhou, hace muchos años? Te preguntó qué harías si el enemigo se te presentase en casa y tú dijiste que aprenderías a vivir con él. Qué tonta fui. Pensé que no eras más que una niña.
– Jiejie, no fue así…
– Tú querías que ocurriese -dijo mi padre.
Tenía las mejillas sonrojadas y la mirada fija en mi madre.
– Ahora ya no puedes hacer nada. Entiéndelo, por favor. Tú lo empezaste, tú lo pusiste en marcha. De acuerdo, la culpa fue mía. Pero no me digas que mi debilidad no entraba dentro de tus planes.
Mi madre le miró a los ojos. Tenía un semblante pálido e implacable.
– Estás dispuesto a romper nuestra familia -dijo cuidadosamente, antes de desviar la mirada-. Tú también pretendes quedarte.
– Después de haber sido capturado, he tenido que aceptar la realidad. Yo…
– ¡Sabes que tienes que marcharte! ¡Eres un general nacionalista!
– No, ya no. No soy un verdadero nacionalista, nunca lo he sido, ni tampoco un comunista. Sólo soy un hombre. Soy chino y sufriré lo que sufra mi país.
Nos quedamos sentados sin decir ni media palabra. Fuera había oscurecido y en las ventanas salpicadas de lluvia flotaban nuestros reflejos borrosos: la blusa de Hwa, una mancha roja, y, levitando espectrales a nuestro alrededor, los muebles amortajados de blanco.
Mi madre estaba muy tiesa en la silla. Conservaba la piel clara, los huesos largos, pero en un momento dado, durante la guerra, su belleza se había marchitado.
– Te crees que Li Bing va a protegerte. Pero escucha lo que te digo: ya vendrás a suplicarme de rodillas. -Se levantó-. Adiós, Li Ang. Adiós, meimei.
– Jiejie.
– Junan… -dijo mi padre, llevándose cansinamente la mano a la frente.
– Ya vendrás a suplicarme de rodillas -respondió mi madre, mirándolo con una sonrisa irracional. El dolor que sentía era insoportable. Nos quedamos paralizados, como si el menor movimiento fuese a despedazarnos. Mi madre seguía en pie. Quería que se fuesen.
Yo no acertaba a mirarlos a los ojos. Me giré para ver sus reflejos en la ventana, cercados de sombras. Mi padre, con gesto hastiado y apoyado en su bastón; Yinan, pálida y llorosa. Nos abandonaban. Iban a dejarnos, a mí y a mi madre, a quien habían despojado de todo cuanto tenía. Sólo le quedaba la pura voluntad, soldada a los huesos, aquellos huesos blancos y alargados que me eran tan familiares como los de un amante.
Comprendí que no podía quedarme en China. ¿Cómo iba a dejar a mi madre, con lo que estaba sufriendo? ¿Cómo iba a quedarme con la gente que tanto daño nos había hecho? La pena y la oscuridad me desgarraban. Quise correr hacia mi padre y mi tía, agarrarme a sus rodillas y gritar: «¡Me quedo con vosotros!». Pero al mirar el reflejo desolado de mi madre en el cristal, supe que no lo haría.
Llegamos a Taiwán enfermas de derrota. La isla entera padecía la misma afección, una fiebre que habíamos traído desde el continente, a través de las aguas, quienes habíamos huido de nuestros hogares y abandonado nuestras vidas, acarreando hasta esa tierra desconocida las cuatro cosas que pudimos salvar. La dolencia -que se manifestaba en forma de ceguera contagiosa, de tentadora amnesia- se había apoderado de los menos imaginativos. Así, ciertas mujeres que en su día habían llevado vidas serias y responsables, ahora se abismaban en el mahjong, sin cruzar palabra, limitándose a chasquear las piezas y a deslizar pilas de fichas por el tapete blanco, una partida tras otra, sin tregua, con tal de no pensar, hasta que les ardían los ojos y les dolían los brazos y la luz de la lámpara se diluía en el amanecer. Y hombres valerosos que en un principio se mostraban decididos a volver al continente y a reconquistarlo a la fuerza, ahora, en cambio, derrengados y en inferioridad numérica, se batían en retirada hasta los últimos confines de la isla, donde consumían sus fuerzas luchando por defenderse, sojuzgando a los nativos y tratando de empezar de nuevo en ese lugar pedregoso, humeante y lavado por la lluvia.
Todavía recuerdo el olor exuberante de la primavera en flor mezclado con el torbellino de la esperanza y el deseo. Las primeras semanas me pasaba horas enteras sentada a solas, con el colgante que me había regalado Hu Ran, y escribía una carta tras otra con destino al continente. De cuando en cuando, soltaba la estilográfica y miraba por la ventana, más allá de esa isla populosa y de las pardas aguas turbulentas, hacia el lugar donde seguía mi viejo país de vastas playas y calles oscurecidas por el gentío. Durante siglos, el mar que separaba la isla del continente había sido una membrana permeable que veleros, barcos de vapor y, ya en nuestro siglo, aviones, cruzaban con facilidad. Los dialectos llevaban milenios separándose y volviéndose a entrelazar. Eran muchas las familias con miembros en ambas orillas, siempre intercambiándose paquetes de ayuda humanitaria llenos de latas de té y otros productos típicos enterrados en un lecho de setas secas. Con tantas y tantas cosas como habían viajado de un lado a otro, seguro que habría alguna forma de borrar lo que yo había hecho. Hu Ran y yo teníamos que volver a encontrarnos, como siempre habíamos hecho, contra todo pronóstico.
«Lo siento -le escribía una y otra vez-, no podía abandonar a mi madre.» Le invitaba a Taiwán, dándole las señas de nuestra casa en Taipei. Hice las promesas más insensatas de que volvería al continente. Mis palabras sonaban huecas, incluso a mí. No tenía cómo regresar al continente ni cómo mantener a Hu Ran en Taiwán.
Pasaron dos, tres semanas. Guardaba las cartas y, cada pocos días, salía de casa a hurtadillas y echaba a correr por las atestadas calles hasta llegar a la oficina de correos. En una de estas salidas clandestinas me tropecé con Pu Taitai. Estaba canosa y fatigada, pero encantada de verme. Acababa de enviarle una carta a Pu Li. Había logrado arañar el dinero suficiente para mandarlo a Macao, y allí estaba el muchacho, esperando un visado de estudiante para los Estados Unidos. Yo asentía toda sonriente pensando en mis propias cartas. ¿Adónde iban a parar? Era imposible que desapareciesen sin más, que se hundiesen en el abismo cada vez mayor que separaba los dos mundos.
Esa tarde llamaron a la puerta. Salí corriendo de mi cuarto con el corazón en un puño, abrí la puerta sonriendo de oreja a oreja, con los ojos llenos de lágrimas… y me llegó el aroma familiar del perfume de sándalo. La visitante era Pu Taitai; nuestro encuentro casual en la oficina de correos había servido para reuniría con mi madre. Hwa también se llevó un chasco. Pero mi madre salió de su postración y sonrió como si la reaparición de esa mujer, con su voz chillona y su amorfa blusa gris y azul lavanda, fuera un buen presagio.
– ¡Li Taitai! -gritó Pu Taitai.
Hwa enarcó las cejas a espaldas de mi madre. Pu Taitai entró y se puso a ensalzar la habilidad de su vieja amiga: ¡Había encontrado una casa decente! ¡En una ciudad tan hacinada! Dijo que teníamos muy buen aspecto a pesar de los pesares. No hizo mención de la ausencia de mi padre. Ni una pregunta ni un comentario de pasada. Mi madre tampoco le preguntó cómo se las arreglaba, ni de qué vivía. En lugar de eso, mandó a la criada que preparase dianxin.
– Siéntate, siéntate -le dijo mi madre. Y nos reclutó a Hwa y a mí para echar una partida de mahjong.
Pu Taitai se puso a comer. Se tomó una docena de ciruelas saladas y varios cuencos de puré de judías verdes. Comió cacahuetes y pipas de sandía. Comió bolas de masa y albóndigas de pescado como para tres personas. Los mofletes se le tiñeron de un color saludable; sus ojos se desorbitaron y empezaron a brillar. Fingimos no darnos cuenta. El crepúsculo dio paso a una oscuridad acogedora. La noche se posó sobre nuestra casa como una gasa reconfortante y nos relajó con su quietud. Hubo un apagón. Bajamos la luz de los candiles y dejamos que se oscureciese la estancia hasta que casi no se veían las fichas sobre el tapete.
Pu Taitai no paraba de hablar. Se vanagloriaba de su hijo, que había obtenido una beca para estudiar ingeniería en California. Nos contó historias heroicas de los generales nacionalistas que habían defendido las islas y de los focos de resistencia que quedaban en el continente. Se refirió con pesar a mi padre; creía que lo habían capturado -tal vez tendiéndole una trampa- y que lo habían dejado tirado, puede que tras asesinarlo. No sé de dónde habría sacado esa idea. Supongo que mi madre le habría contado un cuento para guardar las apariencias. Entonces Pu Taitai entonó el eslogan de la época:
Primer año: preparativos
Segundo año: contraataque
Tercer año: saodang (avance arrollador)
Quinto año: éxito
Enumeró nuestras victorias una y otra vez: la valerosa defensa de la isla llevada a cabo por el general Hu Lian, la última detención de un espía comunista. De la derrota no decía nada, ni del cansancio, las capitulaciones, las pérdidas o la muerte. Mi madre sonrió y le señaló un platito de dulces de ajonjolí; Pu Taitai cogió uno y se lo comió. Al menos ellas dos eran verdaderas amigas. Me alegré por mi madre; hasta entonces no había tenido una sola amiga de verdad. Pero algo de aquella compasión me trajo a la mente el recuerdo de Hu Ran, y mientras Pu Taitai agitaba el dado para comenzar, tuve la sensación de estar presenciando la partida desde muy lejos.
– Tenemos que criar una nueva generación de patriotas chinos -decía Pu Taitai-. Cuando mi Pu Li se case con tu Hong, mezclaremos la sangre de dos grandes generales y esa combinación producirá un héroe chino.
Me miró encantada de la vida. En ese momento, mi madre también me miró y sonrió: una sonrisa irónica y de complicidad que me dejó sin habla.
Me quedé anonadada, en completo silencio. Pu Taitai revolvía y mezclaba; las fichas repiqueteaban sin cesar. La sonrisa de mi madre me reveló lo que yo no me había permitido saber. Debería haberme dado cuenta, podría haberme dado cuenta, pero estaba demasiado preocupada para advertirlo. Es verdad que las señales eran pequeñas y parecidas a los síntomas típicos de la desubicación. Las náuseas, la fatiga, las lágrimas y aquel apetito inexplicable me habían parecido lógicos en un nuevo lugar. Pero otra fuerza se había apoderado de mi cuerpo, hinchándome los pies y el estómago, propagándose por todo mi organismo hasta las mismísimas raíces del pelo, que, efectivamente, se me habían puesto tan espesas y frondosas como las de las embarazadas.
Por supuesto que mi madre se había percatado del cambio, claro que lo había notado. Había presenciado esos cambios físicos en Hu Mudan, en ella misma y en su hermana. Conocía las señales tan a fondo como la pena.
Ahora colocaba verticalmente las fichas que le habían tocado, con toda delicadeza.
– Uf, qué malas. Paso.
Una arruga diminuta se formó entre sus cejas y enseguida desapareció. Tuve la sospecha de que aquella mano mi madre la jugó mal a propósito. Pu Taitai se congratuló de su victoria y la velada concluyó sin que nuestra invitada se enterase de nada de lo ocurrido.
Esa misma noche, mucho después de marcharse Pu Taitai, fui a ver a mi madre. Estaba en su dormitorio, de pie ante el armario, hurgando en su lujoso contenido como si buscase consuelo. Me quedé detrás de ella, a la espera, pero no me hacía ni caso.
– Lo siento -dije-. Ya sé que es una deshonra.
Siguió acariciando el cuello de piel oscura de un chaquetón.
– Era… es… un buen chico. Tú lo sabes. De no ser por él…
– Tienes que ir a ver al boticario.
La última vez que la había oído hablar en ese tono fue en Shanghai, la noche en que mi padre la abandonó. Entonces, viéndola tan dolida, me ablandé. Pero ahora sentí una frialdad rebelde en la punta de los dedos. Respiré hondo.
– No -dije.
Se dio la vuelta y me clavó los ojos. Los músculos se le tensaron bajo los huesos. Acto seguido se volvió hacia el armario. Y con esa decisión la abandoné, tan segura como si me hubiese quedado en el continente.
Tuvo que ser duro para ella enterarse de mi estado. Toda la vida había tenido que soportar las flaquezas de sus escasos seres queridos: la de mi abuela, la de mi padre, la de mi tía, y ahora la mía. Ella nos amaba, y nosotros se lo pagábamos con traición y humillación.
Había dejado marchar a Hu Ran con toda tranquilidad, dando por hecho que podría volver o que él podría venir a verme, como si nuestros cuerpos fuesen paquetes que uno podía meter en un buzón cuando se le antojase y que aparecerían, con independencia de la situación política, al otro lado del mar.
Sin embargo, en los meses siguientes, empecé a entender que Hu Ran no tenía cómo hacer el viaje. Me llegaron rumores de que las últimas tropas nacionalistas estaban rodeadas, luchaban, caían derrotadas. Hordas de refugiados corrían a embarcarse rumbo a la isla. Algunos de los buques estaban preparados para afrontar el viaje; otros eran decrépitas barquichuelas con más agujeros que un colador y menos marineras que las lanchas del Lago del Oeste. Se había interrumpido el correo. Las rutas fundamentales sufrían el bloqueo comunista. Las cañoneras patrullaban las costas a la caza de posibles fugitivos. El tráfico entre Taiwán y el continente se redujo al mínimo. Sólo Hong Kong seguía siendo accesible, y cada semana que pasaba el trayecto se hacía más peligroso. El telón de bambú se fue haciendo cada vez más impenetrable hasta que el angosto estrecho se convirtió en un ancho océano.
Por las noches me enfrentaba al legado de la vieja Mma. Oía a mi madre dando vueltas en la cama en el cuarto contiguo. Durante el día hablábamos lo menos posible, aunque en una casa tan pequeña era imposible no cruzarse. Hubo una vez, por aquella época, en que llegó a llamarme por el nombre de su hermana. Yinan, dijo detrás de mí. Yo me di la vuelta y le respondí con toda naturalidad para que no se diese cuenta de lo que había dicho.
18 de julio de 1949
Querida Hong:
Gracias por tu carta. No me había llegado hasta ahora, al cabo de varios meses, pues han tenido que reenviármela a Hong Kong, donde me encuentro actualmente a la espera de regresar a los Estados Unidos.
Tengo que darte una triste noticia. Hemos perdido a Hu Ran. Por lo visto, había decidido salir del país por el estrecho. Una noche, mientras su barco esperaba el momento de zarpar fondeado en el muelle, sufrieron un ataque. Dicen que alguien del barco avisó a las cañoneras comunistas. En la refriega que tuvo lugar a continuación, Hu Ran se cayó al agua y se ahogó. Hu Mudan lo supo por boca de uno que logró llegar a la orilla. Pagó a otra persona que venía a Hong Kong para que me escribiese contándome lo ocurrido y rogándome que te encontrase, pero en todos estos meses he sido incapaz de descubrir tu paradero.
No acierto a imaginar cuán difícil debe de resultar recibir una noticia tan terrible de una desconocida. Con todo, te pido por favor, Hong, que no me consideres una desconocida. Hu Mudan, Hu Ran y tu tía Yinan eran para mí como de la familia, y espero que también tú me consideres una amiga. Avísame, por favor, cuando recibas esta carta. Escríbeme y dime cómo estás.
Atentamente,
Katherine Rodale
Fue Hwa quien desafió el silencio y se atrevió a llamar a mi puerta. Correcta, casi apocada, guardando las distancias. ¿O era yo quien las guardaba? Lo sucedido en ese último año nos había separado por completo. Nunca volveríamos a ser dos niñas que vivían juntas. Hwa lo sabía. No trataba de fingir que no había pasado nada. Pero seguíamos siendo hermanas, conque se sentó en mi cama y me dio la noticia. Me contó que mi madre le había dicho que no mencionase mi secreto. Con el tiempo, mi estado hablaría por sí solo, y para entonces, ya se encargaría ella de manejar el asunto.
– ¿Qué más te ha dicho? -le pregunté.
Hwa sacudió la cabeza.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó-. ¿Puedes quitártelo de encima, de alguna forma? Tal vez así todavía podrías casarte…
No quería quitármelo de encima.
– No me quiero casar.
– … ¿y darle el niño a alguien? Sería duro, ya lo sé, pero con el tiempo lo superarías…
– No quiero dárselo a nadie.
– Sé que cuesta verlo, pero a la larga, pasados unos años… La única manera de poder salir adelante será olvidando todo esto.
Escuché en silencio hasta que se calló y, en vista de que no le respondía, dijo adiós y se marchó cerrando la puerta tras de sí.
Guardé la carta de Katherine Rodale en la caja de cosas que no había que recordar. Había una fotografía enmarcada de la boda de mis padres y, escondida debajo, un retrato de mi tía con una rosa a medio abrir en la mano, la copia que había rescatado furtivamente del cubo de la basura de nuestra cocina en Chongking. Había un libro que me había regalado mi padre: los cuentos de Grimm en inglés. Entre las hojas del libro había guardado los mensajes que me escribía Hu Ran. Espérame en el parque. A las cuatro en el café. Ya había empezado a borrarse la tinta. Puede que el parque, o incluso el café, siguiesen existiendo en alguna parte, al otro lado del mar, pero, cuando los evocaba, me daba la impresión de que mis recuerdos eran en tonos sepia, como reliquias que una corriente arrastrase, suave e inexorablemente, hacia el pasado.
Escribí a Katherine Rodale dándole las gracias por la carta. Nunca la había visto, no tenía una imagen mental de ella, pero sus amables palabras me animaron a escribirle. En mi carta, le hablé a esa americana, a esa desconocida, de Hu Ran y de mí. Le expliqué que yo había sido la causante de la muerte de Hu Ran. Me había marchado de China después de haberle prometido que me quedaría, y él había muerto por intentar seguirme. Le conté que estaba embarazada, que quería tener al niño, y que no sabía qué iba a ser de nosotros.
Katherine Rodale me respondió con preguntas. Mi destino, decía, le interesaba personalmente. Quería saber más cosas. ¿Qué quería hacer? ¿Qué planes tenía? «No sé nada de mí -le respondí-. No tengo deseos. No tengo planes. Intentaré pensar en ello.» Y con estas frases desmañadas en inglés supe que había declarado la verdad. ¿Quién era yo? No lo sabía. Jamás en mi vida, salvo con Hu Ran, había sido una persona, sino más bien una pieza integrante de otra cosa: de mi familia, de mi país y, ahora, un fragmento desperdigado de su derrota. Era una niña a la que habían llevado de acá para allá por todo un continente. Era un par de ojos, un par de orejas, el testigo de terribles acontecimientos que yo había ocultado en mi mente a la espera de poder analizarlos, como fotografías prohibidas guardadas en una caja. Había visto a mi tío huyendo por las calles, perseguido por soldados japoneses. Había visto a una mujer con el pelo todo alborotado y los pechos resecos dando de mamar a un bebé famélico, y a otra colgarse de un árbol en las escaleras empinadas y repletas de gente de una ciudad desgarrada por la guerra civil. Era una hija obediente, una jiejie y una alumna aplicada. De no haber sido por Hu Ran, no cabe duda de que me habría casado con Pu Li. Pero los momentos arrebatadores que pasé con Hu Ran lo habían cambiado todo. Había sido cruel con él; lo había utilizado para separarme de mi madre; y al final los había traicionado a los dos. Es más, me había traicionado a mí misma. Ahora supe cuál había sido el origen de mi terror. Ahora supe que había amado a Hu Ran con toda mi alma.
En los meses siguientes, mientras esperaba, me dediqué a pensar en todas estas cosas; algunas se las contaba por escrito a Katherine Rodale y otras me las guardaba. Era la primera amiga adulta que tenía desde Hu Mudan. Si tenía que comunicarme con ella en otro idioma, lo haría. Me devanaba lo sesos durante horas para expresar mis ideas y pensamientos en inglés. «Fui una cobarde -le escribí-. Ojalá me hubiese quedado.» Y luego: «Quiero saber cómo están mi padre y mi tía. Espero que estén bien». Meses después escribí: «Pronto nacerá el bebé. Hu Ran nunca lo verá».
Mientras escribía, tachaba y volvía a escribir, sentada a la mesa de mi cuarto, empecé a tener la sensación de que cada palabra me fortalecía, me proporcionaba una base sólida sobre la que afirmarme. No sabía en qué terminaría todo aquello. Pero según le iba escribiendo a mi nueva amiga todas esas frases y párrafos en inglés, empecé a divisar el perfil, apenas visible, de mi propia persona; era como discernir una constelación en el firmamento nocturno. La preocupación por mi madre y por Hwa se diluía en el resplandor de esas estrellas remotas.
Soñé que estaba tumbada dentro de una cueva. La oscuridad era mi abrigo, mi refugio, mi capullo. Sentí que allí dentro me transformaba, me crecían ojos y orejas hasta entonces ocultos, delicados órganos sensoriales, incluso alas, como las minúsculas criaturas aterciopeladas que hacían sus cubiles en los bordes de las piedras.
Luz y dolor. El rostro de mi madre cernida sobre mí.
– Ahora empuja, Xiao Hong. Empuja.
No me dejaba descansar. Me ordenaba que lo intentase. Yo la odiaba, a mi madre, tan implacable, con esa alma de hierro, oscura y fría. Pero era mi madre. Me había parido. Busqué en lo más hondo de mí y acaté sus órdenes.
Me di cuenta de que la oscuridad presentaba diversas formas. Algunas de ellas las conocía, otras eran personas que me sonaban de las historias de mi madre. Había una mujer triste y pálida que esperaba en silencio con los brazos tendidos y las manos vacías. También estaba Hu Mudan, acuclillada en la alcoba, ferozmente sola, esperando a que llegase su hijo. Me pareció sentir la presencia cercana de Hu Ran: su rostro resplandeciente, sus esperanzas, el fulgor de su alma. Luego, me acordé de Yinan en el refugio antiaéreo, rodeada de gente pero sola, y lloré por ella, y por mi madre, y por mí misma. Me pareció que el mundo entero reverberaba con los gritos de los que se habían quedado atrás.
Y sentí que desde ese lugar oscuro donde habitaban los desaparecidos me llegaba ahora mi pequeñín, mi hijo.
– Ah -dijo mi madre-. Es una niña.
Un gemido de bebé se elevó por el cuarto como una sirena y me sacó de la niebla. Más tarde, cuando la cogí en brazos, me miró intensamente con unos ojos que eran del color de la tierra en el fondo de un estanque.
Desde el preciso instante en que vino al mundo, la pequeña Mudan conjuró el viejo maleficio que impedía a las madres amar a sus hijas. Desde el preciso instante en que apareció, con aquel gemido tan potente y aquella fuerza en los dedos, sin la más mínima intención de disculparse, extrajo de mí la energía suficiente para cargar con las dos. Nació el 2 de diciembre de 1949, el año del Buey, y a fe que iba a necesitar de todo el vigor y la resistencia de un buey para salir adelante en la época en que le había tocado nacer.
La historia de mi madre estaba siempre presente. Fluía incesante alrededor de nuestro hogar; era nuestra atmósfera, el aire que respirábamos. Bañaba con su luz todo lo que mirábamos y tocábamos. Mi madre estaba derrotada. Yinan la había derrotado. Había salido del continente muerta de vergüenza. Ahora, lejos de ellos dos, se juramentó para construirse una nueva vida lo bastante grande y espléndida como para ahogar su vergüenza. Le había dicho a Pu Taitai que mi padre había caído prisionero y que seguramente lo habían asesinado. A raíz de eso, hizo de la muerte de mi padre una fortaleza inexpugnable.
Vestía ropas oscuras para llorar su pérdida. Con la ayuda de Pu Taitai, se reencontró con las otras que también habían abandonado el país y las agasajó cuando fueron a darle el pésame. Durante esas visitas se cerraron muchos tratos. Le bastó un año para conseguir lo que buscaba: un anticuario de un gusto impecable que conocía a todo el mundo pero que sabía ser discreto. El señor Jian era un hombre calvo y delgado de Pekín, con la típica nariz larga y aristocrática de los norteños que le servía para husmear el dinero que entraba a raudales en la isla.
Aquel aciago día, meses atrás, en otra vida, mi madre le había pedido a Li Bing que la ayudase a sacar el cargamento de muebles, obras de arte y demás objetos de valor que almacenaba desde hacía tanto tiempo. Mi tío no se desentendió y los envíos burlaron el bloqueo. Mi madre lo escondió todo y se puso a esperar. Tenía la sospecha de que aquellos símbolos de la vieja China no tardarían en tener su demanda, y dio en el clavo. Todo el mundo quería algo. El señor Jian cobraba unas cantidades exorbitantes y luego le contaba a mi madre quién había adquirido esto y quién lo otro. Una mujer de Hangzhou compró un paisaje del Lago del Oeste y lo pagó con lingotes de oro. El conservador de un museo de Taipei se llevó varios objetos. Hasta Hsiao Taitai pagó en oro por los pergaminos que años atrás había desechado en Chongking, y el señor Jian se las ingenió para que la mujer no se enterase de que mi madre no la tenía en tanta estima como para regalárselos. Los refugiados se rodeaban de símbolos del pasado y mi madre se embolsaba más dinero, que luego dedicaba a invertir de cara al futuro.
Yo estaba enfrascada en otro tipo de futuro. Apenas mostraba interés por nadie que no fuese mi hija. Nos pasábamos el día juntas en mi dormitorio. Yo misma le daba el pecho y, por las tardes, mientras Mudan dormía la siesta, leía novelas de kungfu o miraba por la ventana o contestaba las cartas de Katherine Rodale. Como estábamos tan unidas, Mudan casi nunca lloraba. Las visitas de mi madre llegaban y se marchaban sin acordarse de que había un bebé en la casa. Pasábamos el rato inmersas en nuestro mundo privado: yo, amando y añorando, y Mudan, en su propio universo de sueños de bebé. Era muy joven para saber que no tenía padre y que yo, su madre, había traicionado a todos cuantos había amado.
La fuerza de nuestras dos familias se veía en la espalda recta de Mudan y en su espléndida pero contenida energía. Enseguida consiguió ponerse de pie, y yo disfrutaba viendo con qué facilidad aprendía a andar y correr. Mi madre también se fijaba en esas cosas, pero miraba a la pequeña Mudan con cierta reticencia. Me daba la impresión de que veía en ella el vestigio de una época que prefería olvidar. O quizá es que la tomaba como la prueba evidente de mi deshonra. Nunca hizo el menor comentario, pero con el paso del tiempo, fui dándome cuenta de que otros no eran tan cuidadosos. Hasta Pu Taitai evitaba a Mudan, y con el tiempo, fui apartando a mi hija de las amigas de mi madre. No quería que la hiciesen daño con sus prejuicios y menosprecios.
Un día, cuando Mudan tenía casi tres años, mi madre me llamó a su cuarto.
– Tengo algo para ti, Hong.
Sacó una caja de madera normal y corriente, del tamaño de una caja de zapatos. La puso encima de la mesa y la abrió con una llavecita.
Empezó a enseñarme, uno por uno, los collares que había juntado durante años. Había sartas de jade verde y de jade rojo. Había perlas de agua dulce con forma de capullos de gusanos de seda y de diminutas velas de cera. Recordé los momentos que había pasado acurrucada contra ella, sintiendo las hileras de perlas alrededor de su cuello. Las últimas tres sartas eran perfectamente redondas. Había una ristra muy larga de esferas de color plateado, grandes e impecables, y otra de un blanco cremoso. Por último, sacó un collar de perlas rosas a juego, perfectas, lo bastante largo como para dar dos vueltas alrededor del cuello.
– Quiero daros parte de mis joyas a ti y a Mudan -dijo mi madre.
Me quedé mirando al suelo, sorprendida.
– He estado observándola. Tiene una personalidad muy concreta. Sus alas la llevarán lejos, si se le da la oportunidad. Como la enjaules, no te lo perdonará. Mira, Hong, éste no es un buen lugar para… para una niña sin padre. Tienes que buscar un lugar seguro, para ti y para Mudan.
– ¿Adónde debería ir?
– Donde nadie te conozca, a un sitio donde nadie te eche en cara tu pasado. A algún lugar donde puedas afrontar el futuro con la cabeza bien alta. Te hará falta dinero. Deberías vender el jade y las perlas de agua dulce y guardarte las perlas a juego para ti y para tu hija.
Me estaba diciendo que me fuese. Hablaba con voz resuelta, con una mueca de determinación en los labios.
– Desciendes de una línea de mujeres nacidas con mala estrella. Todas hemos vivido encorsetadas por las circunstancias. Tu abuela, por una sociedad implacable. Yo misma he tenido que luchar para salir adelante en medio de una guerra. Y tú, Hong, has caído en la red que tú misma te has tejido. Entiéndelo. Tienes que evitar que tus decisiones acaben perjudicando a tu hija.
Cogí una perla entre los dedos. Era tersa y lustrosa, de color blanco plateado, una profanación oculta en una concha refulgente.
– ¿Y Hwa? -pregunté.
– Hwa se casará.
Cogió el collar de perlas rosadas y lo dejó a un lado.
– Hwa se casará.
Me había pasado años recluida en los apremios de la maternidad, dejando que Hwa se las arreglase sola. Me venía con pucheros pero, viendo que no le hacía caso, dirigió la atención a sus amigas. Se volvió sociable, segura de sí misma, jovial y ambiciosa. En un cierto momento, durante esa época, se enamoró de Willy Chang, que había madurado y se había convertido en un joven ágil y moreno, guapo de cara y sensible de carácter. Antes de salir de China, el padre de Willy había invertido todo el dinero de la familia en oro y, en consecuencia, el chico era un partidazo.
Todo parecía indicar que los intereses que compartían Willy y Hwa eran estrictamente académicos. A él le apasionaba escribir poemas y mi hermana se especializó en literatura para hacerle compañía. Se pasaban los apuntes en la biblioteca y rara vez se veían a solas. Hwa negaba estar enamorada, pero sus palabras la delataban.
– Es un chico complicado -me dijo un día-. Es como una piña, áspero por fuera, pero dulce y tierno por dentro.
Le encantaban sus poemas y sus travesuras, y estaba tan orgullosa como una amante de lo guapo que era.
Willy también gustaba a muchas otras chicas. Para contrarrestar ese interés, Hwa hubo de echar mano de toda la perseverancia y estrategia que en su día aprendiera observando las partidas de mahjong de mi madre. Sobre todo le preocupaba Yun-yi, la nieta de Hsiao Taitai e hija única de Hsiao Meiyu. Viéndolo retrospectivamente, sé que debería habérselo contado todo a mi madre, pero por aquel entonces me importaba mucho más que Hwa valorase la lealtad y los secretos.
– Un buen chico -me dijo un día mi madre por aquella época-. Un chico con una reputación sólida… una buena reputación… y de buena familia, con una profesión bien pagada.
Me di cuenta de que no se refería a Willy Chang.
– ¿Piensas que a Hwa le va a hacer falta un marido con dinero? -le pregunté.
– No -dijo-, el dinero lo tenemos nosotras. En el mundo moderno, es más importante que tenga una profesión que una fortuna.
– De todas formas, me parece que Hwa querrá elegir su pareja por sí sola -dije.
Mi madre sacudió la cabeza.
– ¿Qué te crees, que no me doy cuenta de nada? Tú espera y verás.
Los problemas de Hwa empezaron el verano previo a su último año de universidad. Lo recuerdo como si fuese ayer. Había dejado a Mudan unas horas al cuidado de mi madre para ir con Hwa a unos grandes almacenes y ayudarle a buscar un vestido para una fiesta de graduación, un modelito que le gustase a Willy. Se había dejado el pelo largo, lo llevaba recogido en un moño muy elegante, y había empezado a usar faldas y jerséis americanos. Hwa encontró un jersey de punto de color rosa claro que le quedaba muy bien, pero no tenía con qué combinarlo. Quería una falda de verano con un estampado de flores; pensó que podía ponérsela con el jersey y con su blusa blanca favorita, que tenía el cuello bordado.
Según llegábamos a las puertas de cristal, vimos a Hsiao Meiyu y a su hija Yun-yi en la acera, a punto de entrar en los almacenes.
Allí en Taiwán, mi madre conocía a Hsiao Meiyu por frecuentar los mismos círculos; de cuando en cuando coincidían en una cena. Ahora que su madre había muerto, Meiyu había eclipsado a sus hermanas. Se había convertido en una mujer arisca y con fama de esnob que sólo alternaba con las familias de los generales. Habría preferido evitarla, pero hasta yo sabía que debíamos ser corteses.
Lo que sucedió a continuación fue cosa de un momento. Meiyu y Yun-yi entraron por la puerta. Nosotras sonreímos y las saludamos con la mano. Meiyu miró en nuestra dirección; casi diría que su mirada se cruzó con la mía. Entonces ella y Yun-yi se desviaron. Fuimos hacia ellas -todas sonrientes, con los ojos abiertos y las manos extendidas- pero pasaron de largo. Seguimos adelante, salimos por la puerta giratoria y un segundo después estábamos de pie en la acera barrida por el viento.
– ¿Nos ha visto? -preguntó Hwa.
– ¿Qué más da? -dije burlona, aunque el encontronazo me había dejado helada-. Creo que no.
– Pues yo creo que sí. Vaya si nos ha visto.
Fuimos a otra tienda, pero la visión de Meiyu y Yun-yi había ensombrecido la excursión, y no tardamos en volver a casa. Hwa no hablaba de otra cosa. Traté de consolarla, diciéndole lo bien que le quedaba el jersey rosa que se había comprado y que nadie más en la fiesta tendría un jersey tan bonito… Pero estaba preocupada.
– ¿Te diste cuenta -dijo- de que este fin de semana mamá no fue a la fiesta de Hsiao Taitai?
La semana siguiente nuestra madre alternó como de costumbre. No le dijimos nada del incidente. Pero a los pocos días volvió a pasar lo mismo, esta vez con otra compañera de mahjong de mi madre con quien Hwa se topó cuando volvió a casa desde la parada del autobús. Con todo, tardamos varios días en enterarnos de lo que pasaba. Naturalmente, fue Hwa quien reconstruyó los hechos.
– Hsiao Taitai y los padres de Willy están hablando de casar a sus hijos -dijo-. Hsiao Taitai ha oído que Willy y yo tenemos una amistad especial y se lo ha contado a la madre de Willy. Ahora sus padres le piden que les explique qué es lo que hay entre nosotros.
– ¿Y él que les ha dicho?
– Que no lo sabe.
– ¿Nada más?
– Eso es lo que me ha dicho él.
Hwa se tapó la cara con las manos.
– Pero Hwa -dije yo-, ¿cómo va a saber lo que hay entre vosotros si tú no le dices nada? Si supiese la verdad, tal vez se opondría al matrimonio.
– No sé yo si lo haría.
– Tienes que hacerle saber cómo te sientes.
– ¡No!
– Pero Hwa, él no puede saber que lo amas si tú no se lo dices. Muéstraselo. Díselo. Míralo a los ojos.
Durante un largo instante se esforzó en hablar. De repente soltó:
– ¡No pienso hacerlo!
– ¿Qué quieres decir?
– Que no puedo.
– Pero Hwa, si no hablas con él, lo vas a perder.
Al oír eso, enderezó la espalda y se alisó la falda por encima de las rodillas. Vi cómo se le demudaba el rostro en un gesto de pena y determinación. Sólo horas después, tumbada en la cama sin poder dormir, conseguí recordar dónde había visto yo antes ese gesto categórico de renuncia y supe que Hwa nunca abriría su corazón a Willy. No quería estar a merced de nadie.
Poco después nos enteramos de que Willy se había prometido.
A Hwa se le partió el alma. Se le notaban todos los huesos. Las menstruaciones la martirizaban. Perdió todo interés por las fiestas de graduación. Mi madre asistió a todo ese proceso sin abrir la boca. Sabía de sobra lo que pasaba. Pero cuando yo le mencionaba el tema, se limitaba a decir:
– Tiene que seguir luchando. Tiene que tirar para adelante. Tiene que aprender a renunciar.
– Por las noches la oigo llorar a través de la pared.
– Ya encontrará a otro.
– No creo que sea eso lo que quiere.
Mi madre apretó los labios.
– Ya habrá otro hombre que la proteja -dijo-. Una mujer nunca estará a salvo mientras no se dé cuenta de que lo mismo da un hombre que otro.
No dije nada. Silencios así eran necesarios entre dos mujeres adultas que vivían bajo el mismo techo.
2 de enero de 1954
Querida Hong:
Te escribo ilusionadísima. Debido a las leyes de extranjería, Ming y yo hemos tardado más de lo que pensábamos en afincamos en los Estados Unidos, pero estoy contenta porque por fin puedo darte una buena noticia. Mi iglesia está ofreciendo una beca a un estudiante chino de mérito. Te escribo en nombre de mi iglesia para ofrecerte la beca siempre que apruebes el examen del gobierno de Taiwán y consigas que te acepten en una universidad estadounidense. El gobierno de los Estados Unidos también exige que los becados dispongan al menos de dos mil dólares al año.
Estoy segura de que con lo inteligente y seria que eres no tendrás ningún problema para pasar el examen ni para destacar en una universidad estadounidense. Te resultará difícil separarte de Mudan, pero puede quedarse en Taiwán, con tu madre, mientras tú completas tu educación. Podrás verla todos los veranos. Es una oportunidad de oro y espero que la aproveches. Dime si hay algo que pueda hacer para ayudarte.
Un abrazo,
Katherine
Todo aquel que quisiese estudiar en los Estados Unidos estaba obligado a aprobar el examen del gobierno. Quien sacaba una nota lo bastante alta y encontraba una universidad que le subvencionase los estudios, recibía un visado de estudiante. No sería nada fácil competir con los alumnos más cualificados de Taiwán en aquella época. Pero el destino de mi hija me serviría de acicate. No quería que se criase en un ambiente como aquél, rodeada del prejuicio de mujeres como Hsiao Meiyu. No quería que viviese eclipsada por lo que yo había hecho. Gracias a mi madre, yo disponía del dinero para ir a los Estados Unidos, las alhajas que llevaba bajo la ropa mientras nos bombardeaban.
Así que me puse a estudiar inglés más a fondo, empezando por el viejo libro de cuentos de Yinan y después pasando a gramáticas más complicadas. Repasé las matemáticas, apelando al gusto por los números que llevaba en la sangre. Por último, estudié la historia del país que habíamos dejado atrás. La había aprendido de niña -como todo colegial chino- y ahora volví a leérmela entera, sentada en mi escritorio, en aquella isla cercana al continente, luchando contra el sueño y la pena. Estudiaba con detenimiento las listas de los grandes emperadores que habían unificado el país desde las llanuras amarillas del norte hasta el salvaje suroeste y las ricas costas del sureste. Leía acerca de las dinastías, de sus triunfales inicios y su postrera desintegración; surgían, se alzaban y caían a lo largo de milenios y, cuando caían, siempre dejaban atrás un grupo de refugiados que huía a los últimos confines del imperio y, en ocasiones, a la isla donde se había afincado mi familia. Me sorprendí leyendo cada vez más despacio, temerosa de llegar al final, pues echaba de menos a Hu Ran y a mi tío, a mi padre y a Yinan, y a Yao mi hermano y primo. Y cuando llegó la hora de subir al avión rumbo a San Francisco, pensé que los estaba dejando atrás a todos.
Todas las semanas me llegaba una carta nítida y escueta de mi madre en la que me informaba, con sequedad, de las actividades de la pequeña Mudan. Si me las hubiese escrito en un tono un poco más compasivo, podría haberle confesado el suplicio que me había supuesto separarme de mi hija. Pero las palabras de mi madre no invitaban a semejante franqueza. «Te echa de menos -me escribía-, pero le enseñó una foto tuya y le explicó que te has ido porque quieres construir un nuevo hogar para ella. Es una niña razonable y está deseando que llegue el verano para verte.»
Al principio, Hwa me escribía con frecuencia. Se sentía muy sola y el otoño se le estaba haciendo eterno y cuesta arriba. Lo más duro fue el día de la boda de Willy Chang y Yun-yi. La invitaron, pero se quedó en casa. Me escribió una carta para desahogarse conmigo. «Aunque ahora mismo me parezca imposible -decía-, sé que un día me casaré. En el fondo, siempre he deseado casarme con alguien a quien amase de verdad. De algún modo, serviría para compensar todo lo que nos ha pasado. Aunque quizá este sueño de amor no sea más que el sueño de una chiquilla.»
Busqué palabras que pudieran ayudarla. Rara vez acudía a mí.
«Podrías presentarte al examen y venir a los Estados Unidos -le contesté-. Vivir aquí es muy interesante y seguramente conocerías a otro chico. O igual puedes ir a Hong Kong -añadí-. Seguro que mamá tiene una amiga, o conoce a alguien allí, que podría echarte una mano si te matriculases en la universidad. Así podrías aprender a vivir por tu cuenta y a ser independiente.»
Estuvo un tiempo sin responder. Hubo de transcurrir más de un mes antes de encontrarme uno de sus habituales sobres azules en el buzón.
22 de febrero de 1956
Jiejie:
Te escribo para contarte que Pu Li y yo nos vamos a casar el 3 de junio, aquí en Taipei. Inmediatamente después viajaré a los Estados Unidos para buscar casa en California y Pu Li empezará el segundo año de su master en la universidad de Stanford. Pu Taitai quiere quedarse en Taiwán. Todavía tiene esperanzas de que el Generalísimo reconquiste pronto la China continental. Espero que cuando tengamos hijos, mamá venga a los Estados Unidos, a vivir con nosotros. Así volverá a haber tres generaciones de la familia viviendo bajo el mismo techo.
Sé que todo esto te parecerá un cambio muy brusco. Pero ya ha pasado mucho tiempo desde que Pu Li era aquel crío que quería cogerte de la mano en el cine. Estoy segura de que lo entenderás. Gracias por los consejos de tu última carta, pero después de pensarlo bien, he decidido hacer las cosas al estilo de mamá. Tenía ciertos reparos ante la idea de casarme, pero ya los he superado y está todo decidido. La verdad es que estoy sumamente contenta. Y mamá está muy orgullosa de mí.
Meimei
Mi madre y Pu Taitai se encargaron de los preparativos de la boda. Envalentonadas por el dinero de mi madre y los contactos de Pu Taitai, organizaron un festejo descomunal, al que invitaron a todas sus amistades, a los amigos de las dos familias, y a las familias de aquellos que habían conocido al padre de Pu Li y al mío. La capilla fue idea de Pu Taitai; la mujer estaba influida por el recuerdo de las bodas cristianas de postín celebradas en los viejos tiempos. Tras la boda habría un enorme banquete, y Hwa se había hecho con otro traje, un chipao rojo de lo más historiado, para la segunda ceremonia, que, por deseo expreso de mi madre, se oficiaría en estricta observancia de la tradición china, con su anciano, su testigo y su reverencia ritual a los antepasados.
Volví a Taiwán para asistir a la boda. Taipei estaba azotada por los últimos coletazos del monzón. Los edificios se hundían y reflotaban entre inmensos nubarrones, irguiéndose oblicuos como si la ciudad y todos sus habitantes girasen atrapados en un remolino. Llovía cuando llegamos a la iglesia, llovía con tanta intensidad que, aunque eran las once de la mañana, parecía estar anocheciendo y, ya en el interior del templo, bajo aquella luz mortecina, cuando mi madre y Pu Taitai traspasaron el umbral de la puerta, fue como si surgiesen de las nieblas del pasado. Mi madre, con su hermosa y abundante melena ya entrecana, lucía un porte exquisito. Ahora que frisaba en los cincuenta se había quedado muy delgada, pero conservaba su garbo e inteligencia, así como la vieja aureola de entereza y circunspección.
Hwa también había perdido peso. En su día tenía los pechos redondos y los hombros curvos, pero con el ajetreo de la boda había adelgazado hasta convertirse en la mujer que sería por el resto de sus días: chiquita, huesuda, con los ojos penetrantes y el pelo, aquella preciosa melena, corto y marcado con permanente. Los preparativos de la boda la habían enflaquecido. Había envuelto el vestido con unas telas y lo había guardado en una caja enorme, pero así y todo tenía miedo de que, en el trayecto hasta la capilla, se le mojase con la lluvia. El chófer le iba protegiendo la cara, toda maquillada, con un inmenso paraguas rojo, pero ella, de todas formas, sostenía una gabardina sobre la cabeza. Al final, tanta precaución resultó un acierto. Según se apeaba de la limusina, el rugido de un trueno nos dejó a todos sordos y el chófer, un emigrante como nosotros que de niño había vivido la ocupación de Nanjing, se llevó tal susto entreverado de recuerdos, que el paraguas se le venció peligrosamente hacia un lado y tuvo que ser un viejo amigo del difunto general Pu quien, renqueante y todo, se lanzase a rescatarlo.
En el vestíbulo me tropecé con Pu Li. Estaba espléndido con su esmoquin completo de brillantes tachones dorados y unos zapatos de charol que relucían en sus pequeños pies. Me pregunté cómo habría hecho para llegar con ellos así a la iglesia, con la que estaba cayendo. Resultó que se había presentado allí antes de la lluvia para cerciorarse de que todo estaba tal y como Hwa y su propia madre querían.
– Felicidades -le dije-. Me alegro de que vayas a ser mi hermano.
No bien me salieron de la boca, pensé en lo estúpidas e insultantes que debían de sonar esas palabras.
Pero Pu Li se limitó a sonreír y me dijo:
– Jiejie.
Tras la ceremonia, él y mi hermana pasarían una semana juntos en Taipei. Luego él se volvería a California para reanudar sus estudios. Hwa se reuniría con él pasados unos meses. Pu Li me preguntó qué planes tenía, y le expliqué que pensaba especializarme en psicología e inglés. Me felicitó por ello. Yo también lo felicité y le deseé que fuese muy feliz. Me di cuenta de que nunca me había gustado tanto como en ese momento. Entonces se retiró, para ocuparse de no sé qué detalle, y me quedé sola en mitad de aquel vestíbulo atravesado de ecos. Si no hubiese vuelto a ver a Hu Ran -o si hubiese acudido al boticario- esa boda podría haber sido la mía. Poco a poco, el instante de arrepentimiento se transformó en alivio.
Mi madre y yo nos sentamos en nuestros bancos. Al instante, Hwa entró a solas en el templo. Iba tan tiesa como un general y con una expresión de inescrutable serenidad en el rostro. No teníamos parientes ni amigos que la llevasen del brazo al altar. Los amigos varones de mis padres, como tantos otros de su generación, habían muerto. Hwa llegó lentamente al altar y allí se quedó parada, austera y hermosa con su traje blanco.
El pastor leyó en mandarín:
– Por más que hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no poseo amor, no seré más que un ruidoso gong o un platillo estrepitoso. Por más poderes proféticos que tenga, por más que entienda todos los misterios y todos los saberes, y mi fe sea tanta que mueva montañas, si no poseo amor, no seré nada. Por más que regale todas mis posesiones y haga entrega hasta de mi cuerpo con tal de gloriarme, si no poseo amor, no ganaré nada.
»El amor es paciente y amable; el amor no es envidioso, ni jactancioso, ni arrogante, ni descortés. No porfía en imponer su voluntad; no se irrita ni guarda rencor; no se regodea en fechorías, sino que se regocija con la verdad. Lo soporta todo y todo lo cree, lo espera todo y todo lo resiste.
»El amor nunca acaba.
Pu Li estaba muy serio; la expresión de Hwa era de resolución. A mi vera, del otro lado del pasillo, Pu Taitai alzaba el rostro hacia el pastor con gesto fervoroso, como embebida en sus palabras, pero al observar con detenimiento sus ojos ojerosos, una se daba cuenta de lo lejos que estaba.
Mi madre estaba inmóvil como una estatua. Tenía la cabeza vuelta y sólo yo vi sus lágrimas.
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Receta tradicional china de pollo marinado con salsa de soja, jengibre y vino de arroz. [N. del T.]