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El lago de los sueños

Nueva York y Palo Alto 1989-93

Cuando era pequeña mi tía me contó una vez el cuento de una mujer china que le llevó un naranjo plantado en un tiesto a una amiga coreana a la que le encantaban las naranjas. En China, el naranjo daba esferas de oro pálido cargadas de gajos dulces y brillantes, envueltos en piel traslúcida y apergaminada. La coreana colocó el arbolito en una ventana orientada al sur. Cuidaba de los azahares y esperaba con impaciencia, pero, con el paso de los meses, se dio cuenta de que las naranjas no eran las mismas. Eran más pequeñas, tanto como mandarinas, de piel escarlata y con hoyuelos. Por fin una de ellas maduró y, al ir a tocarla, se quedó con ella en la mano. La mondó con ansiedad: los carnosos gajos se habían contraído y teñido de un carmín oscuro. Parecían haberse encerrado en sí mismos, como para conservar las fuerzas en su nuevo hogar. La coreana comprobó que el sabor, si bien seguía siendo delicioso, era algo más ácido y peculiar.

Hoy en día, siempre que pienso en la suerte que corrimos, nacidas y criadas en un país y emigradas a otro, me acuerdo del cuento de Yinan.

Pu Li creció en direcciones imprevistas y sus raíces prendieron con solidez en suelo extranjero. Sus virtudes siempre habían sido la diligencia, la formalidad y el buen carácter. Con los años, su talento para cumplir con su trabajo y congeniar fue cristalizando en un ascenso tras otro hasta llegar a jefe de uno de los departamentos de la floreciente empresa de software en la que trabajaba, donde tanto superiores como subordinados lo admiraban y tenían por un hombre justo. También demostró ser un marido tierno y generoso, y aunque Hwa jamás lo sacaba a colación, me consta que tácitamente se enorgullecía de ello.

Hwa quería empezar de cero en los Estados Unidos. Construyó para su familia un mundo de claridad y orden, estudiándose los programas de televisión y suscribiéndose a revistas que le enseñasen el estilo de vida americano. Convenció a Pu Li de que se pasase a los filetes con patatas y los postres americanos. Cuando tuvo a su primer hijo, un niño, su designio estaba completo. Decidió que a Marcus lo criarían en inglés, un idioma sin las palabras precisas para dar nombre a los dilemas que nos habían atormentado. Instaló una moqueta blanca que empezaba en el borde del recibidor y se extendía por todas las habitaciones. Todo el que entraba debía quitarse los zapatos y ponerse unas zapatillas bordadas. Las visitas solían comentar lo espléndida que era la moqueta y lo nueva que estaba, y siempre que Hwa esperaba invitados, hacía una batida por toda la casa para alisar marcas y rozaduras hasta dejarla como un manto de nieve blanca y reluciente que hubiese caído uniformemente por todas partes.

¿Y qué decir de mi vida en los Estados Unidos? Al final, como decía Hwa, igual resultaba que no era ni mejor ni peor que la de cualquier otra persona.

Al terminar la universidad me traje a la pequeña Mudan a Nueva York, donde Rodale Taitai me consiguió un trabajo en una organización subvencionada por la iglesia para asistir a inmigrantes recién llegados. Me ocupaba de presentar los unos a los otros, explicarles las leyes y resolverles el papeleo. Cuando en 1965 se pusieron barreras a la inmigración, aprendí cantonés y me convertí en defensora de los que pretendían traerse a sus parientes cercanos. Asistía a clases nocturnas, hice un master en trabajo social y conseguí un trabajo en un organismo municipal.

Durante años, la gran urbe, enorme e indiferente, me procuró consuelo. Nadie sabía nada de mí ni conocía a mi familia. La pequeña Mudan era una niña grácil e imprevisible; había sacado el pelo de su padre, azul de puro negro, y sus expresivas facciones. Después de haber estado separadas tanto tiempo, era un alivio poder irme a la cama sabiendo que estaba en el otro cuarto, leyendo tebeos de Hong Kong bajo el edredón, a la luz de una linterna. Hasta lidiar con sus problemas de adaptación al nuevo país me suponía un alivio. Con el tiempo se fue aclimatando y poco a poco aprendió a hablar inglés. Estábamos muy unidas, aunque no me contaba nada de la época que habíamos pasado separadas.

Yo había dado por hecho que Hu Ran me acompañaría siempre, que caminaría a mi lado, como un recuerdo parejo de todo lo que habíamos padecido. Pero, conforme pasaba el tiempo, las ondas de nuestra separación se hacían más anchas. Cada mañana me alejaba un poco más. Trataba de retener su imagen en la memoria, me esforzaba en mantener vivo el olor a humo de sus ásperas ropas, el color de sus ojos, la forma de su boca. Sufrí esta comezón durante años, hasta que, finalmente, mis recuerdos se calmaron como el sueño y dejé de sentir la presión de sus dedos en los míos. Al cabo de varios años, ya no era capaz de recordar a Hu Ran sin concentrarme, sin forzar la imaginación.

No debía de parecer diferente a muchas otras neoyorquinas, más espigada, si acaso, y con aspecto de llevar menos tiempo en la ciudad, con una expresión más distante. Había estudiado inglés, había encontrado trabajo y me había adaptado al estilo de vida americano. Viéndome, nadie podría imaginarse la historia de mi vida ni la de mi familia. Pero lo cierto es que esa herencia, las separaciones y traiciones de mi país, de mi familia, las mías propias, me habían destrozado. Durante años guardé las distancias hasta con Hwa y mi madre. Sólo las veía en vacaciones. Me mostraba indiferente cuando me insinuaban que debería encontrar a alguien, tal vez un viudo, que pudiese pasar por alto lo que ellas consideraban la vergüenza de la pequeña Mudan. Les decía que no tenía interés en casarme. En realidad, lo que tenía era miedo. ¿Cómo podría amar a otro hombre después de haber dejado tan claro que no se podía confiar en mí? Conocía demasiadas de mis flaquezas. No me veía con fuerzas para intentarlo. Sólo hacía una excepción con mi hija. Estaba decidida a no fallarle. Por ella me levantaba de la cama todas las mañanas, y por ella volvía todas las noches corriendo a casa.

Conocí a Tom Márquez en el master. Me sentí segura haciéndome amiga suya porque era distinto a todas las personas con que me había criado. Era alto y delgado, así que no se parecía en nada a Pu Li; tenía la cara alargada y melancólica, y unos ojos hundidos que jamás me recordaron a los de Hu Ran. No había probado la comida china en toda su vida. Al principio, tantas diferencias me confundían pero, con el tiempo, fui descubriendo lo que teníamos en común. Los padres de Tom eran inmigrantes. Su madre lo había criado sola, así que entendía a Mudan. Además, se mostraba leal y me hacía reír durante mis años de balbuceos, disculpando mis pausas y trompicones con la paciencia de un hombre obstinado. Su confianza y cordura me convencieron a dar el paso. Al cabo de varios años, lo más normal era que uniésemos nuestras vidas, así que finalmente nos casamos en el ayuntamiento. Criamos a Mudan juntos y tuvimos una hija, Evita Junan.

Así que Hwa no mentía al decir que las cosas me marchaban bien. Mis hijas crecieron y alcanzaron su plenitud. A Mudan se le dieron bien los estudios y se licenció en derecho. Creía firmemente en la justicia, convicción que compartía con su padre y tío abuelo. Evita Junan se convirtió en una mujer tan fuerte y hermosa como sus dos abuelas. Al terminar la universidad en California, volvió a Manhattan y aceptó una serie de empleos variopintos: unas prácticas en el ayuntamiento, un período en una publicación semanal y un puesto en el zoológico. Quería tomarse un tiempo para decidir a qué iba a dedicarse. Todos los fines de semana iba corriendo al parque para echar un partido de fútbol. Cuando la veía ponerse su camiseta, con aquella cara congestionada que salía de golpe por el cuello y aquella garganta tan robusta que surgía como liberándose de un yugo, me daba cuenta de que nadie podría inmovilizarla ni coartarla jamás. Habían pasado muchos años desde que mi abuela se viese obligada a caminar sin que tintineasen los cascabeles que llevaba cosidos en el dobladillo de las faldas.

En los años posteriores a mi salida de Taiwán, afrontamos múltiples retos y corrimos muchas aventuras en los Estados Unidos. Pero al pensar en esas historias, veo que no puedo incluirlas en ésta. Quizá la parte americana de nuestras vidas merezca contarse por separado. De momento, bastará decir que, después de más de treinta años en los Estados Unidos, estoy contenta. Sólo de vez en cuando, cuando una de mis hijas leía en silencio en el sofá, su mueca de concentración o la raya de su pelo me traían a la memoria algún conocido del pasado. La mayoría de las noches dormía bien. Rara vez hablaba de mis años en China con nadie, ni siquiera con Hwa o con mi madre, que tenían sus propios motivos para guardar silencio.

Me encontraba a gusto con mi nueva vida, tanto que casi me había olvidado de todo, cuando un día, en el trabajo, oí la historia de una mujer de noventa y cinco años que había huido de China a través de Hong Kong y había conseguido llegar sola a los Estados Unidos. Se había hecho con un pasaporte falso según el cual tenía sesenta y cuatro años, y se había instalado en el barrio chino de Manhattan, donde se había convertido en la abuela de todos sus vecinos aunque no era pariente de ninguno. La mujer recordaba la época en que empezaron a desvendarse los pies de las mujeres, y la revolución de 1911, y, claro está, la de 1949. Después se había ganado la vida cosiendo pantalones en una fábrica comunista. Mucho antes de enterarme de cómo se llamaba, ya sospechaba quién podría ser.

Hu Mudan había menguado con los años; la carne había huido de sus huesos y los recuerdos, poco a poco, también se le dispersaban. Los días que se encontraba bien iba a ver a una chica de Fujian que escribía cartas por dinero y así contestaba los mensajes que de cuando en cuando le llegaban solicitándole una entrevista. Después de tres años en los Estados Unidos, había empezado a recibir llamadas y cartas de periodistas e investigadores que querían hablar con ella. Hu Mudan no le decía que no a ninguno. Recibía a reporteros, investigadores y estudiosos en su nidito de Pell Street y les ofrecía un té. Cuando fui a verla, me enseñó con orgullo todos los artículos que guardaba recortados y forrados de plástico en un clasificador de anillas.

Fui pasando las hojas. «Recordando las costumbres chinas: La fiesta de Año Nuevo en los días del Qing.» «Memoria de una invasión: Una mujer centenaria evoca la matanza de Nanjing.»

– Pero si tú no estabas en Nanjing cuando la matanza… -le dije-. ¿No vivías en la provincia de Sichuan?

Se encogió de hombros.

– ¿Y a ellos qué más les da?

– Tratan de dejar constancia de sucesos históricos. Buscan la verdad.

– ¿Pero por qué tienen que saber nada de mi vida? -Me miró con furia-. Esos narizotas, esos extranjeros y sabihondos que llaman a mi puerta queriendo saberlo todo de mí… ¿por qué voy a tener que contarles mi vida?

– Quieren entender el pasado.

– Eso es imposible.

No había forma de razonar con ella.

– Entonces, ¿por qué no los echas?

– Es que me dan pena -dijo.

Le enseñé fotos de Mudan y de Evita. No me preguntó nada. Aceptó sus nombres en silencio y le prometí que muy pronto volvería con las dos.

Entonces se recostó con una expresión de total tranquilidad en aquellos ojos de párpados delicados, como si los reencuentros al cabo de las décadas fuesen el pan nuestro de cada día. Estuvo varios minutos sin decir nada y me pregunté si no estaría soñando despierta. Era muy anciana, demasiado para una sorpresa así. Pero cuando hice ademán de marcharme, Hu Mudan puso su mano, seca y cálida, en la mía. Comprendí que quería que me quedase con ella. Permanecimos sentadas, cogidas de la mano, y al cabo de un rato me pareció notar cómo le bullían los recuerdos en los huesos mientras se remontaba treinta, cincuenta, setenta años atrás.

Me dijo que los huesos se le habían convertido en aquellos oráculos de los cuentos antiguos. El tiempo se los pulsaba con delicadeza, como los dedos de un flautista al tocar el caramillo, pero sin tregua, hasta el punto de haber aprendido a identificar las melodías que surgían de su cuerpo. Y tenía la impresión de que, a medida que envejecía, la música de sus huesos había ido aumentando de volumen y cada nota se había fundido con la siguiente hasta producir arias e incluso óperas enteras. La primera, la muerte de sus padres en Sichuan. Luego, el telón de lluvia mientras viajaba río abajo hasta el mar; su llegada a la bella ciudad de Hangzhou y su primera visión de la hermosa y destartalada mansión de mi bisabuelo, con su imponente cortafuegos, algo deslucido, y el verde relumbrante de las gastadas tejas. En ese punto confluían nuestras historias, en esa mañana de octubre de 1911.

Seguimos sentadas hasta que empezó a anochecer. Ya tenía que irme a casa, pero había ido dispuesta a hablar y no podía marcharme sin hacerlo.

– Hu Mudan -le dije-, hay algo de lo que tenemos que hablar, algo que pasó hace años. Es sobre la pequeña Mudan.

– Es mi nieta.

– Sí. Hu Ran y yo estábamos… Por aquel entonces, no me imaginaba que pudiésemos llegar a separarnos. Nos amábamos desde siempre.

Hu Mudan asintió con la cabeza.

– Tengo la culpa de que Hu Ran decidiese ir a Taiwán. Lo siento -le dije-. Todo lo que ocurrió fue culpa mía.

Volvió a cogerme la mano; la suya seguía cálida y leve. -Xiao Hong -dijo-. Sabía lo de la pequeña Mudan. Lo he sabido en cuanto he visto la foto. Y la culpable fui yo, Hong. Sabía lo mucho que os amabais. Fui yo quien le dijo a Hu Ran que fuese a buscarte.

Después de ver a Hu Mudan, mi mente empezó a cruzar las fronteras del tiempo. A lo mejor iba por Canal Street y de repente veía a una niña en la esquina cuya timidez me recordaba la postura de mi tía cuando era joven. Cierto día, en un mercado del Upper West Side, la cesta de golosinas de una chica me trajo a la memoria la imagen de Weiwei, nuestra criada, que se había quedado en China y de la que nunca volvería a saber nada. Y una tarde, al ver a un grupo de viejos fumando en pipa, se apoderó de mí el deseo de encontrar a mi padre y enterarme de qué había sido de él.

Al principio, esos momentos me pillaban por sorpresa. Les restaba importancia, pensaba que serían cosa de la edad, y volvía con alivio a mi vida real. Pero enseguida fui cogiéndoles el gusto a esas visiones fugaces del pasado y a desear que se manifestasen. Aprendí a dejar la mente en blanco para suscitarlas. Después de todo, eran mi propia esencia; mi otra historia, reflejada justo debajo de mi vida. Con el tiempo, comprendí que la fuente de la que manaban fluía a borbotones. Todo un universo de recuerdos espejeaba en mi memoria. Bien entrada la noche, las siluetas empezaban a tomar forma, al principio borrosas, pero paulatinamente evocadas con mayor nitidez, mayor riqueza de detalles, hasta componer una estampa amplia y luminosa de aquellos años. Era como un mundo en el fondo de un lago que sólo determinados días resultaba visible, pero que siempre estaba presente. Cuanto más sustanciosa se hacía mi vida en los Estados Unidos, más vívidos, intensos y preciados se hacían esos recuerdos, plácidos y vastos bajo las aguas.

Una noche de invierno, al salir del trabajo, vi a un chico atando la bicicleta a un poste. La penumbra le había borrado las facciones de modo que sólo acertaba a verle la forma del cuerpo. Sabía que no era Hu Ran -Hu Ran estaba muerto- pero algo en su manera de moverse, la postura y la forma de la cabeza, me cortaron la respiración. Me embargó un recuerdo físico, el eco de una vieja pasión. Conmocionada, seguí mi camino. Había perdido algo valiosísimo, lo había perdido antes incluso de saber que lo tenía, y en tanto no aceptase esa pérdida, no haría más que sobrellevar ciegamente las sacudidas de su onda expansiva.

Me convencí de que debía buscar a los que habíamos dejado atrás. Hablé con Hu Mudan y anoté sus recuerdos. Pagué para tener acceso a la biblioteca de una universidad de gran renombre entre los investigadores, y mientras Evita estaba en el colegio, yo iba en tren al campus y me ponía a buscar libros y artículos. Al morir Mao, el telón de bambú se había distendido un tanto y empezaba a bajar. Ya se podía entrar en China, pero ¿dónde estarían mi padre y Yinan? ¿Qué habría sido de ellos?

Llamé a Hwa a California.

– Quiero hablar con mamá -dije.

– Ha ido al templo -dijo Hwa-. ¿Qué quieres?

– ¿Sabes si ha oído algo de papá o de Yinan?

Hwa me leyó los pensamientos.

– ¿Para qué quieres verlo? -preguntó-. Nos abandonó. -Detecté el eco de una vieja amargura en su voz-. Nos abandonó sólo porque éramos niñas.

– Ésa no es la verdadera razón. Él nos quería. Nos quería de verdad.

Hwa tardó en responder. Oí que le daba unas instrucciones a Pu Li de tapadillo: «Pon el horno a las tres y cuarto, voy en cinco minutos». Siempre que hablaba con él tapaba el auricular, como si por oírles hablar con su voz natural fuese yo a adivinar algún secreto. Acto seguido se dirigió de nuevo a mí:

– ¿Dices que nos quería? ¿Cómo puedes pensar eso, Hong? Casi ni me acuerdo de él. No recuerdo haberme sentido a gusto con él jamás.

– En su día, él y mamá fueron felices. A su manera. -Me vino a la mente una imagen de mi madre y Yinan, sentadas en mi cama, mi madre con la cabeza echada hacia atrás muerta de risa-. Se querían -dije-. Papá y mamá. Y Yinan. Mamá y Yinan.

– A Yinan no le importaba nada.

– Claro que le importaba. La situación era complicada. Por eso quiero hablar con ellos.

– Puede que fuese complicada o puede que no. En cualquier caso, no es asunto tuyo. -Su tono de voz se volvió más decidido. En un instante se excusaría para ir a ocuparse de la cena-. Estoy deseando veros a todos el día de Acción de Gracias -dijo-, pero no te dediques a desenterrar lo que ya está olvidado.

En su nuevo país de residencia, mi madre había concentrado todos sus deseos en una casa. Dijo que viviría con Hwa hasta que sus hijos fuesen al colegio y que luego quería tener su propio hogar. Se compró una parcela en las colinas cercanas a Palo Alto, en tierra de caballos, lo bastante alta como para tener una buena vista pero no tanto como para correr el riesgo de desprendimientos. Contrató a un experto en feng shui para que le reconociese y examinase el terreno. Cuando le determinó la posición y orientación apropiada, mi madre se lo tomó con calma. Proyectó una casa baja y elegante, construida alrededor de un patio y rodeada por un muro. No sería tan grande como la residencia de Hangzhou -no le hacían falta tantos cuartos ni sirvientes-, pero tendría una habitación de invitados para Pu Taitai y mi familia, para cuando fuésemos de visita. Además, tendría un cuarto con televisión para los niños de Hwa, dos pequeñas alcobas para una criada y un portero, un templo, y una habitación que no aparecía en los planos porque mi madre no quería decir para qué era.

Estuvo años pagando impuestos por un agujero en el suelo. Los cimientos aguantaron en pie varias estaciones lluviosas mientras esperaba a que le llegase madera de malasia y tejas vidriadas verdes de México. Casi todos los componentes eran manufacturados; las viguetas estaban talladas a mano por artesanos taiwaneses. Perseguía sin tregua a los tratantes en busca de adornos de jardín y dinteles de palisandro labrado. Su arquitecto taiwanés llegó incluso a instalarse varios meses en California mientras remataban el interior del templo: los reclinatorios de caoba, las tallas de época y la estatua de Guan Yin, la diosa de la misericordia, que tendía impasible sus delicadas manos.

En un palacio así debería haber adoptado una rutina distinguida propia de su edad y condición, dedicándose a recibir como una reina a las amistades y a los cobistas que acudiesen a mendigarle favores. Eso hizo. Pero no estaba contenta. Según Hwa, se pasaba las horas muertas en el templo. Cuando la visitamos por Acción de Gracias, no pude por menos que advertir la desazón que la reconcomía, encendiéndole los ojos y demacrándole los carrillos, cuando debería haberlos tenido tersos y satisfechos. Todos los días revisaba a la casa en busca del más mínimo rastro de polvo. Solía sentarse en el jardín a fumarse un cigarrillo tras otro y mirar fijamente al oeste, por encima de las colinas, hacia el océano.

El viernes, temprano, me senté con ella en el jardín, junto a la fuente. Estuvimos varios minutos sin cruzar palabra. Había sido un otoño seco y las colinas irradiaban un resplandor entre plata y oro, primero en las cimas, después, poco a poco, a lo largo de las faldas. La luz, cada vez más intensa, se reflejaba en sus facciones rígidas y blanquecinas.

Ella habló primero.

– ¿Y tu marido?

– Está todavía en la cama.

Asintió con la cabeza, pero una delgada arruga le surcó el ceño, como si juzgase impropio haberme separado de él siquiera un momento. Trataba a Tom con cuidado, siempre mostrándose agradecida y asombrada de que hubiese encontrado un hombre tan bueno, sin ser divorciado, ni siquiera viudo, y dispuesto a criar una niña que no era suya.

Esperé a que terminase el primer cigarrillo.

– Mamá -dije-, ¿has tenido noticias de papá?

– No.

– A veces me gustaría hablar con él -dije-. Quiero saber si está bien.

Mi madre me miró. Por un momento, su rostro cobró vida alrededor de los ojos. Me pareció percibir esperanza, y también miedo, y en ese momento pensé que acaso esa búsqueda en que me había empeñado podría servir para acercarnos de nuevo.

– Por lo que me a mí respecta -dijo-, murió hace mucho.

No atiné a responder.

– Hong, a veces es mejor no pensar en lo que se ha perdido. -Su voz sonaba amable, casi dulce-. Si consigues evitarlo por completo, serás más feliz.

Me quedé mirando cómo se dispersaba por el aire el humo de su cigarrillo. Mi madre llevaba décadas guardando silencio, confiando en que Pu Taitai divulgase la historia de la muerte de mi padre. Me tenía maravillada -y admirada- esa manera de aferrarse a su matrimonio. Había hecho uso de su ingenio, de su familia y, por último, de una separación provocada por acontecimientos históricos. Con el correr de los años, lo que mi madre sentía por mi padre se había transformado -no había desaparecido, sino que se había transmutado mediante cierta alquimia emocional- en un deseo de guardar las apariencias. Ahora vivía alejada de la verdad gracias a la política y a la geografía, cobijada tras el muro inexpugnable de la viudedad.

De modo que habían pasado a mejor vida; lo más probable es que hubiesen desaparecido en el tumulto del cambio. Me llevé a Mudan y a Evita de compras; Tom y yo subimos las colinas y fuimos a visitar una vieja misión. Al regresar a Nueva York, me encontré esta carta en el buzón.

2 de noviembre de 1989

Querida Hong:

Hace poco he recibido una carta de Hu Mudan que ha hecho realidad mis más disparatadas esperanzas. Te escribo entusiasmada por haberte encontrado al fin. Durante años pensé que no existía posibilidad alguna de recibir noticias vuestras, y ahora que las cosas han empezado a cambiar, tampoco sabía cómo buscarte. De pronto llega Hu Mudan y me escribe que estáis bien y que Hwa se casó con el pequeño Pu Li. Hu Mudan dice que la perdones por dirigirse a mí a tus espaldas. Quería que me pusiese en contacto contigo para que no fueses la única responsable de esta correspondencia. Piensa en vosotras constantemente y está muy orgullosa de ti. Me alegra mucho oír que te va tan bien.

Tu padre y yo hemos salido adelante como hemos podido en unos años bastante difíciles. Tu padre ha tenido algún que otro problema, pero ahora está bien. Yao ha vuelto con nosotros después de un largo período en el campo. Está casado y tiene un hijo estupendo que se llama Cai. En las épocas más difíciles hemos tenido la suerte de contar con la ayuda de nuestro viejo vecino Chen Da-Huan, que tiene una editorial en Hong Kong. Se ha portado como un gran amigo y nos ha facilitado mucho la vida.

Mi preciosa Hong, hace años que no veo tu rostro. Estoy encantada de pensar que volvemos a estar en el mismo mundo. Me muero de ganas de volver a hablar contigo. Te escribo estas líneas con la esperanza de que tu hermana y tú podáis venir a verme a China y de que podamos recuperar la amistad que tanto valorábamos de jóvenes.

Un abrazo,

Yinan

Después de la cena y de que Evita hubiese subido a hacer los deberes a casa de una compañera que vivía en nuestro bloque, le traduje la carta a Tom.

– ¿Y ahora qué hago? -le pregunté.

Tom me miró extrañado.

– ¿Es que no vas a ir a China?

– No lo sé.

– ¿Estás nerviosa?

Se apartó el pelo de sus ojos oscuros y melancólicos y me miró fijamente. Yo sabía que estaba pensando en su propio padre, que los había abandonado a su madre y a él cuando sólo tenía cuatro años.

Al día siguiente salí del trabajo antes y me fui a ver a Hu Mudan. Era una tarde húmeda y sombría, cargada con la típica atmósfera otoñal, violentamente tornadiza. Fui corriendo hasta la boca del metro pisando charcos. Intentaba no pensar en mi madre. Me daba miedo que pudiese detectarme mientras me abría paso, descarriada y decidida a burlar el destino, entre la muchedumbre que se apiñaba en los andenes. Cogí el metro a Chinatown y apreté el paso en mitad del tropel de paraguas relucientes y chorreantes. La separación de mi familia tocaba a su fin.

Hu Mudan tenía una mala tarde. El mal tiempo se había filtrado por las paredes y le había calado los huesos. Le ofrecí una de las aspirinas que llevaba en el bolso pero no la quiso. Me dijo que nada podía curar lo envejecido que tenía el cuerpo. Había días, dijo, en que podía recorrer mentalmente todo su esqueleto a partir de los pinchazos que le daban los huesos, días en los que apenas podía moverse pues el más leve gesto de un dedo le descargaba una sacudida de dolor por todo el cuerpo. En días así, Hu Mudan se sentía perdida y despistada: se quedaba dormida en una época y se despertaba en otra.

Vimos juntas la televisión. Un grupo de náufragos en una isla discutían a propósito del barco que uno de ellos divisaba a lo lejos.

Le hablé de la carta de Yinan.

– Claro que quiero ir a verla -dije-. Tom y yo tendremos vacaciones en primavera. Pero no sé cómo decírselo a mi madre. Sé que no le iba a hacer gracia.

– Las casas se queman -dijo Hu Mudan-. Los objetos de recuerdo desaparecen. Lo que importa es que hemos vivido y perdonamos a nuestros seres queridos, los perdonamos por la vida que hayan llevado. -Por un momento, parecía que desvariaba, con aquellos párpados tan leves como hojas de otoño-. Dile eso a tu madre. Le dices que yo he dicho que debemos perdonarnos los unos a los otros.

– ¿Tú me perdonas?

Sonrió.

– ¿Cómo no voy a perdonar a la madre de la pequeña Mudan?

– ¿Y a mi madre?

– ¿Se perdona a sí misma?

– Dice que mi padre está muerto. Y reza -dije-. Se pasa horas rezando, todos los días, hasta cuando el hijo y la hija de Hwa van a verla. Hwa dice que cuando cree que nadie la ve, se mete en el templo y se arrodilla ante Guan Yin. Hwa oye el roce de sus rodillas en el suelo.

– Mmm…

Aquello indicaba que Hu Mudan estaba más al tanto de las plegarias de mi madre de lo que yo pensaba.

Yo quería creer que mi madre rezaba para liberarse. A lo mejor quería deshacerse de su viejo rencor, soltar la ira.

– Hu Mudan -le pregunté-. ¿Tú crees?

– No -respondió-. Ahora no.

– ¿Antes sí?

– La iglesia metodista de Hangzhou era un lugar muy tranquilo. Pasaba por delante y pensaba que ojalá pudiese entrar y quedarme allí sentada.

– ¿Y por qué no entrabas?

Titubeó.

– Entré una vez. Daban dos misas, una para extranjeros y otra en chino. Me quedé en el umbral y escuché la misa en chino. Sonó una música occidental, canciones sencillas y melodiosas, todas tocadas en armonía. Entonces se puso a hablar un hombre, durante un buen rato, sobre un dios. Decía que si creías en ese dios, te salvabas. Después de morir vivías eternamente en un lugar donde nunca tenías hambre ni frío ni jamás volvías a sufrir la menor molestia. Después le di muchas vueltas a eso, pero no me lo pude creer.

– ¿Por qué no?

– No me creo que haya ningún mundo después de éste donde vayan a ayudarnos a superar lo que hemos hecho en vida.

– ¿Crees que no tiene remedio?

– No necesariamente. Lo único que sé es que ese dios no tiene nada que ver con eso.

– Luego no crees que haya vida después de la muerte…

– Rodale Taitai sí lo creía.

– ¿No crees que el espíritu está separado del cuerpo?

– Una vez, cuando era niña, estuve muy enferma. De la misma enfermedad que había matado a mis padres. Estaba tan mala que casi me dieron por muerta. «Un niña sin padre ni madre, ¿para qué habría de seguir viviendo?» Luego, esas voces se alejaron. Sentía que desaparecía, que se me disolvían la mente y el espíritu a medida que mi cuerpo se quedaba sin fuerzas. Cuando me recuperé, mi espíritu volvió. Creo que cuando mi cuerpo abandone esta tierra, yo también la abandonaré.

Cerró los ojos. Me imaginé la idea que Hu Mudan tenía de la muerte. Le llegaría cuando el sinfín de piezas que la hacían funcionar simplemente se desgastase y se parase, como el engranaje de un viejo reloj.

Pasaron los minutos. De repente habló como si no se hubiese ido por las ramas.

– Dile a tu madre que es lo único que importa.

Al cabo de un rato abrió los ojos.

– No puedes entrar por esta puerta -dijo-. Tienes que entrar por la puerta de la cocina.

Habló con voz serena y atrayente, como si me acabase de conocer y las dos fuésemos víctimas del mismo y poderoso hechizo.

Ésa fue la época en que llamé a Hwa y me dijo aquello de que era imposible recuperar el pasado. Es más, me dijo que si insistía en regresar a China, me guardase mi deslealtad para mi solita. Nuestra madre se estaba haciendo mayor; la noticia de mi viaje la enfadaría y la afectaría mucho. Interpretaría cualquier contacto como una alianza y me convertiría en su enemiga.

– No lo entiendes -dijo Hwa-. Para ella papá está muerto. Se ha olvidado de él.

– Nunca le dijeron que había muerto. Mintió.

– No exactamente -dijo Hwa para defenderla-. Ella dijo: «Por lo que a mí respecta».

– Sé que no está en paz consigo misma.

– Ni siquiera vives en la misma costa que ella -dijo Hwa-. Has decidido llevar una vida separada de mamá, así que no tienes derecho a decidir qué es lo que le conviene o le deja de convenir.

– ¿Y tú tampoco quieres verlo?

Levantó la voz.

– Déjame en paz -dijo-. Tú quieres vivir tu propia vida y yo no me meto, así que no te metas tú en la mía.

Hwa tenía razón. Yo había fracasado. Cuando nació la pequeña Mudan, me ensimismé tanto en mis propios asuntos que llegué a pasar años enteros sin recordar todo lo que Hwa y yo habíamos compartido de niñas. No era de extrañar que la hubiese perdido. Su boda con Pu Li había impuesto otro límite. Mi hermana se había sumido en su matrimonio y en la lealtad a mi madre, y había desaparecido.

De modo que, al llegar la primavera, Tom y yo salimos del país sin decírselo a mi madre. Volamos de Nueva York a San Francisco, y de ahí a Hong Kong. En Hong Kong cogimos un avión que sobrevoló las montañas a baja altura hasta llegar a Chongking, que ahora era una ciudad bulliciosa donde la mayoría de los viejos barrios habían sido derruidos para edificar encima, aunque las entradas a los refugios antiaéreos seguían visibles en los desfiladeros del Jialingjiang. En el viejo muelle, adonde en otro tiempo llevaban los cadáveres de las víctimas de los bombardeos japoneses, nos embarcamos en un crucero de placer por el Yang-Tsé. No hubieron de pasar muchas horas antes de vernos en el corazón de la provincia de Sichuan. A nuestro alrededor se alzaban escarpadas orillas donde los campesinos labraban la magra corteza de tierra que cubría las rocas, parcelándola con esfuerzo y tesón en pequeñas sementeras verdes de tiernos pimenteros y judías, o dejando que la tapizasen las flores blancas y amarillas de la colza. El agua que surcaba el barco era transparente como el cristal y se veían las hermosas piedras acumuladas en el fondo, fragmentos de las montañas que en su día, sometidas a un calor y un peso enormes, se habían desintegrado dando lugar a aquellos suaves óvalos de intensas rayas negras, grises y blancas. En un lugar así, supe entonces, era donde había nacido Hu Mudan.

Fuimos en avión a Pekín y cogimos un tren abarrotado. Teníamos un asiento doble sólo para nosotros, pero, así y todo, no conseguía relajarme. Iba como una niña, mirando por la ventanilla presa de la ansiedad, imaginándome la apariencia de mi padre con un amor y una expectación típicamente infantiles. Tantos años queriendo volver a China y ahora que los vastos trigales del invierno desfilaban ante mis ojos, ni los veía.

– Ojalá Hwa estuviese aquí, con nosotros -le dije a Tom.

Se encogió de hombros. No le hacía gracia volar, pero en cuanto aterrizamos en Pekín se le había alegrado la cara. Ahora estaba muy atareado tomando apuntes en un cuadernito azul.

– Seguro que de haber podido, habría venido -dijo-. Pero su destino es tratar de contentar a tu madre.

– Siempre ha sido así. -Me quedé pensando-. Pero más todavía desde que me vine a los Estados Unidos. Es como si estuviese viviendo la vida que mi madre quería: un marido devoto, una casa grande. Un hijo.

– A las hijas perfectas no se les permite viajar mucho.

Sonreímos y lo dejamos estar. Pero mientras miraba por la ventana los campos arados y me relajaba con el parloteo en mandarín que me rodeaba -aunque era un mandarín del norte, con su acento característico-, pensé que estaba llevando a la práctica el deseo más secreto de mi madre. En su día había amado a Yinan y a mi padre más que a nada en el mundo. Bajo su engreída soledad, su estatus y su poder, seguro que albergaba el profundo y vehemente deseo de restablecer el contacto con ellos. Alguien tenía que tenderles la mano. Yo la había decepcionado tantas veces que ahora estaba excepcionalmente capacitada para ir en contra de sus deseos en beneficio de su felicidad. Eso quizá me colocase a la altura de Hwa: yo también quería verla feliz. Según nos aproximábamos a la estación donde nos esperaban sus enemigos, supe que lo que quería era complacer a mi madre, y que siempre lo había querido, por más irrazonable e inflexible que se mostrase.

Al apearnos del tren me llegó un olor a carbón encendido y a castañas. El cielo del norte era de un gris pálido y el aire frío. No reconocí a la pareja de ancianos que esperaba en el andén, unos metros más adelante, observando a los pasajeros que se bajaban de otro vagón. Estaban los dos juntos, cada uno con su abrigo viejo, un poco frágiles, un poco perdidos. Ella lo agarraba del brazo. Cuando se giraron y me vieron, pareció que ella fuese a perder el equilibrio. Cogí a Tom del codo y me fui hacia ellos como en una nube. Me había imaginado a Yinan parecida a mi madre, que estaba toda estilizada y ligeramente bronceada por el sol de California. Pero esta Yinan parecía desvaída y difuminada bajo la luz invernal.

Su voz, sin embargo, era fluida y cálida.

– Xiao Hong -dijo-, ¡muchas gracias por venir a vernos!

– Ayi -dije yo.

Me apretó las manos y pude detectar en su mirada un rastro de aquella incandescencia que relumbrara en la casa amortajada de mi madre.

Mi padre llevaba su abrigo de lana echado por los hombros. El tiempo y las tribulaciones habían consumido sus fuerzas, descarnándole el cuerpo y borrándole el color de la cara. Sólo le quedaba la silueta, que titilaba levemente por los bordes.

– Hong -dijo-. Tienes buen aspecto.

– Tú también.

– ¡Ja! No me tomes el pelo.

Su voz sonó suave y feliz. Me llenó de alegría percibir su viejo optimismo y ver que atrás quedaban las penas del pasado. Habíamos sobrevivido a nuestras separaciones, traiciones y elecciones. Habíamos vivido para volver a encontrarnos, y todo estaba perdonado.

Saludaron calurosamente a Tom. Yinan se dirigió a él en inglés.

– ¿Cogemos un taxi? -pregunté.

– En un minuto. -Mi padre me miró sonriente y me dio una sorpresa-. Yao viene en el próximo tren. Estaba tan emocionado con vuestra visita que se ha venido desde Tianjin, sólo por esta noche. No tardará en llegar.

Ambos sonreían encantados.

Yao fue el primer pasajero en apearse. Aunque venía cargado de paquetes, según corría a nuestro encuentro percibí en sus andares algo de la vieja gallardía de mi padre. Sonreía de oreja a oreja, y era la misma sonrisa que yo recordaba del día en que mi madre le hiciera desfilar con su uniforme nuevo. Pero cuando se acercó, vi cómo lo habían trabajado los años. Tenía la piel más áspera, arrugas y ojeras en el rostro, y le faltaba un diente. Había un punto de ansiedad en su modo de andar, en la forma de saludarnos y dejar los paquetes en el suelo para abrazarme.

– Jiejie -dijo.

Le olía la chaqueta a tabaco y a algún producto químico acre y penetrante.

– Didi -contesté.

La palabra me supo extraña en la lengua.

Le presenté a Tom.

– Encantado de conocerte -dijo Yao en inglés-. Hace mucho que no lo practico -añadió.

Me acordé de que había estudiado en el colegio de los misioneros. Entonces volvió al mandarín. Mencionó a su esposa y a su hijo, que estaban en Tianjin. No habían podido venir, pero nos enviaban saludos. Los paquetes que estaban a sus pies contenían pequeños regalos para mí, Tom, Evita y Mudan. También había algo para Hwa, sus hijos y mi madre.

Pasamos una tarde muy agradable en el salón del ruinoso pisito de mi padre y de Yinan. Yinan preparó un guiso típico. Después de cenar, mientras bebíamos cerveza y picábamos cacahuetes, nos dedicamos a intercambiar detalles de nuestras respectivas vidas. Mi padre y Yao fumaban cigarrillos. Nadie mencionó los acontecimientos ni los rencores que nos habían separado; enseguida me pareció que sólo había pasado unos años fuera y que había vuelto a mi casa. Lo único que me recordaba mi vida americana era la presencia de Tom, que, repantigado en una silla de tijera cerveza en mano, trataba de descifrar lo que le decían en inglés y se reía con frecuencia. Mi padre y Yinan estaban radiantes a la luz de la lámpara. Nuestra presencia los había rejuvenecido. Viéndolos hablar y gesticular con las manos, me acordé de aquellas tardes de antaño que pasaban sentados en el patio comiendo pipas de sandía saladas.

Mi padre se alegró de que Hwa se hubiese casado con el hijo de su viejo amigo Pu Sijian. Escuchó con interés la historia de Pu Taitai y su inquebrantable fe en el viejo gobierno. Y me pidió que le confirmase lo que había oído acerca del general Sun Li-jen y la suerte tan adversa que había corrido. Ya exiliado en Taiwán, pasó muchos años bajo arresto domiciliario acusado de tomar parte en una conspiración contra el Generalísimo.

Nos contaron que Li Bing había muerto de cáncer en 1965. Les hablé de Hu Ran y, gracias a su empatía, sentí que mis palabras cobraban dignidad.

Yao sacó unas fotos. Xiu, su esposa, era una mujer delgada de ojos grandes y expresión inteligente y algo apesadumbrada. Pero Cai, su hijo, era una versión juvenil de mi padre. Tenía un rostro franco y curioso, y miraba con avidez a la cámara.

– Quiere ser astronauta -dijo Yao-. Le decimos que ya es mayorcito para soñar despierto, pero la verdad es que se le dan muy bien tanto la física como los deportes.

Tom y yo les fuimos pasando las fotos que habíamos llevado de Hwa y de su familia, de mi hija Mudan y de su familia, y de Evita. También había llevado una de mis hijas con Hu Mudan. En la instantánea aparecían dos mujeres sonrientes y llenas de energía que descollaban sobre una figura diminuta con el rostro apacible y surcado de arrugas de un viejo bodhisattva.

– De repente nos llega una carta suya de los Estados Unidos, como caída del cielo -dijo Yinan entre risas-. Al llegar a Hong Kong se colocó en casa de una anciana muy rica. La cuidaba igual que cuidaba a la vieja Mma: la sentaba en el inodoro y le preparaba sus platos favoritos. Pero esta mujer era más agradecida y, cuando murió, le dejó algún dinero, así que Hu Mudan decidió ir a buscarte.

– ¿Cómo llegó a los Estados Unidos? -preguntó Tom-. No tiene familia. No sabe leer ni escribir.

– Se compró una familia falsa. El nombre es Lu. Sabía que si conocía a un número suficiente de personas, terminaría encontrando a Hong o a Hwa y, mira, así ha sido.

Más tarde tuvimos que discutir porque insistían en que Tom y yo durmiésemos en su cama. Tom zanjó la discusión diciendo que los tres «jóvenes» queríamos seguir hablando y que nos vendría bien que nos sacasen más cosas de picar. Al final accedieron a que pasásemos la noche en el suelo del salón. Entonces mi padre se levantó y ayudó a Yinan a ponerse en pie. Viéndola incorporarse, volví a sentir cómo había pasado el tiempo. Encorvados y frágiles, desaparecieron tras la puerta de su dormitorio.

La cerveza nos había soltado la lengua y charlábamos distendidamente, bajando la voz para no molestar a los durmientes. Yao preguntó si queríamos beber algo más. Fumaba, reía y empinaba el codo con la misma ansiedad que le había notado en la estación. No sabía qué pensar de él: más cercano que un primo, pero sin ser del todo un hermano; un desconocido y a la vez un ser tan próximo. También intentaba armonizar su imagen con la del niño que yo recordaba. Aquel niño prometía mucho -despierto y rebosante de vitalidad-, pero el Yao de ahora parecía agotado y roto por dentro. Me enteré de que trabajaba en una fábrica de papel -de ahí el olor a sustancias químicas de su ropa- y de que no tenía muchas oportunidades de dejar a su familia para venir a ver a sus padres.

Tom escuchaba con atención, cambiando de postura de vez en cuando para acomodar su espigado cuerpo en la silla. Por regla general solía mantenerse al margen en presencia de desconocidos, pero con Yao parecía haber conectado. Cuando éste le ofreció un cigarrillo, Tom, que no fumaba desde la universidad, lo aceptó. Después de dar unas caladas, le preguntó si no echaba de menos a sus padres.

– Sí. Sobre todo a mi madre. Mi padre y yo no siempre nos llevamos bien. Tiene un carácter complicado. -Hizo una pausa-. Distante. A veces es como si no estuviese presente. Mi madre sabe entenderlo.

No supe qué decir.

– Supongo que nunca lo viste durante la guerra civil -dijo Tom.

– No me conoció hasta 1949, pero yo pensaba en él a todas horas. Era mi padre, un general y un héroe. Me forjé una imagen grandiosa de él. Cuando por fin nos reunimos, no tenía nada que ver.

Se calló de repente. Tom volvió a la carga.

– ¿Te resultó violento conocerlo cuando cambió el gobierno?

Yao frunció el ceño y se inclinó hacia delante para encenderse el cigarrillo. El resplandor de la cerilla dejó ver la pureza de líneas de sus huesos -los mismos huesos de mi madre- bajo sus ásperas facciones.

– Durante una época no podíamos estar juntos en la misma habitación. -Echó una bocanada de humo-. Lo mismo estaba distante y taciturno que, de repente, se espabilaba y volvía a su natural simpático y optimista, como si hubiese olvidado sus penas. Tenía mucha seguridad en sí mismo. Y me imagino que yo era igual. La que lo pasaba mal era mi madre.

¿Cómo debió de sentirse mi padre?, me pregunté. Tantos años deseando tener un hijo para llegar y encontrarse con un desconocido cuya imagen del padre soñado saltó en pedazos al verlo aparecer en carne y hueso. ¿Qué ser humano puede estar a la altura de los sueños de un niño?

– Quería intimar conmigo. Ojalá se lo hubiese permitido. Pero fue todo tan repentino, tantos cambios. Y me parece que él tardó en darse cuenta de que el reencuentro me… perjudicaba. Cuando Li Bing nos trasladó al norte tuvimos que mantener la identidad de mi padre en secreto. Usábamos el apellido de mi madre, Wang. Y yo empecé a avergonzarme… En el colegio recibíamos instrucción política y a mí me costaba aceptar quién era mi padre. -Hizo una pausa-. Me imagino que fue esa vergüenza lo que me hizo abrazar el maoísmo. Me iba bien en los estudios, pero, de alguna manera, se me habían roto todos los esquemas. No entré en la universidad. En lugar de eso, acudí a mi tío -y aquí detecté un retinte de orgullo en su voz- y empecé a trabajar para el Partido.

– Li Bing era el hermano de mi padre -le expliqué a Tom-. Estaba en la resistencia, antes de 1949.

Tom asintió, sin darse cuenta de que se le había apagado el cigarrillo. Aquella charla le importaba mucho más de lo que yo podía imaginar.

– Me fue bien hasta que murió Li Bing. Iba a casarme con Xiu, pero más o menos al año de morir nuestro tío, empezaron las depuraciones en el partido y descubrieron que mi sangre era impura.

Yao hizo una pausa y se miró las manos.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Tom.

Yao no me miró a mí sino que clavó los ojos en el rostro de Tom, como si intuyese que él podría entenderlo.

– Después supe que fui yo mismo quien se había ido de la lengua, no contándolo todo, pero sí una parte, a un compañero de clase, años antes, lo bastante como para que se enterasen de quién era mi padre. Lo metieron en la cárcel. Estuvo más de un año preso. Sólo lo soltaron después de que mi madre y yo fuésemos a suplicarles a los viejos amigos de Li Bing, una y otra vez. Entonces decidieron que de algún modo yo estaba contaminado, contaminado por la sangre de mi padre y me mandaron al campo a purificarme entre los campesinos.

Su voz estaba cargada de emociones -pasión, furia, amargura-, pero hablaba con cuidado, casi balbuceando, como si las palabras le quemasen en la lengua.

– Xiu y yo hicimos la promesa de esperarnos el uno al otro. ¿Cómo íbamos a saber lo que tardaría en volver? Fueron ocho años. Me esperó, sí, pero perdimos un tiempo precioso. -Se miró los viejos zapatos de piel-. Pero bueno, no importa. Cuando me destinaron la primera vez, me enfadé con él, me enfadé muchísimo. Lo maldecía por su estupidez, por pensarse que podíamos vivir bajo el comunismo sin que nos descubriesen. ¿En qué estaba pensando? ¿Era verdad que amaba tanto a su país que no podía soportar abandonarlo? Si era así, es que era un ingenuo y un sentimental. ¿Tan terrible habría sido que nos fuésemos mi madre y yo? Ella dice que fue culpa suya, que fue ella quien lo obligó a quedarse porque se lo había prometido a Junan, pero yo sé que si de verdad hubiese querido marcharse, lo habría hecho.

Miré uno de los regalos de Yao que tenía en el regazo, un pañuelo bordado en tonos brillantes. No sabía cómo decirle la verdad.

– Antes de irme, fui a verlo a la cárcel. Me dijo que lo sentía. -Yao sacudió la cabeza. Suspiró y el ataque de ira que había alimentado su relato fue aplacándose y dando paso a la resignación-. Y entonces lo entendí. La decisión de quedarse en China la había tomado mucho antes. No podía saber lo que iba a ocurrir.

Siguió hablando hasta bien entrada la noche. Lo habían deportado a un minúsculo villorrio de montaña que le pareció el colmo de la desolación. Los campos estaban cuajados de piedras y durante la guerra los aldeanos habían padecido lo indecible. La desgracia se había cebado en ellos y apenas si tenían qué llevarse a la boca. Eran tan pobres que hasta los más ricos le pedían prestada la lata de aceite; en primavera comían hojas de árbol cocidas.

Yao no hablaba el dialecto local. Ni siquiera sabía dónde estaba. Pero por sus venas corría sangre de agricultores, la del padre de mi padre.

Me imaginé que los aldeanos se sintieron atraídos por su buena planta y lo buen mozo que era, por su carisma y por su amor. Pues parecía haber heredado una cosa de su madre: esa franqueza, esa simpatía que le hacía respetar a los demás y amarlos. También heredó sus ideales. Los lugareños se vieron arrastrados por su entusiasmo visionario. Organizó las aldeas, cavó pozos más profundos, desinfectó los ríos y abrió colegios. Bregaba con la paciencia de su madre y la fuerza de su padre.

– Al final todo salió bien -dijo-. Pero cuando me dijeron que podía irme, que mi exilio había concluido, volví y me encontré con que ya era un viejo y que el mundo había cambiado.

Ahora que se había desahogado, se desplomó en el sillón. Bajo aquella luz pálida, su rostro, surcado de arrugas, parecía paralizado. Oí pasos en la calle y el mugido de un búfalo de agua. Amanecía y los últimos labradores entraban en la ciudad.

– Necesitas dormir un poco -le dije.

Pero Yao no quería dormir.

– Cuéntame más cosas de tu madre -dijo, mirándome-. La recuerdo de cuando era niño.

Su voz sonó sincera, interesada. La pregunta me pilló desprevenida y no acerté a responderle.

– Siempre fue muy cariñosa y muy espléndida -dijo Yao.

Tom me miró y enarcó las cejas pero Yao no lo vio.

– Mi madre la quería mucho. Todavía habla de ella… Creo que aún la echa de menos y lamenta que la guerra las separase.

– De niñas estaban muy unidas -dije.

– Una vez me regaló un ferrocarril de juguete con unas vías tan grandes que tuve que abrir la puerta de la casa para montarlo. Cuando nos mudamos al norte tuve que deshacerme de él porque no teníamos espacio. -Dejó de hablar unos instantes. De su rostro ajado surgió una mirada distante; estaba pensando en lo mucho que prometía aquel flamante trenecito-. Tengo que contarte un secreto, jiejie. De pequeño, a veces pensaba que ojalá hubiese podido irme con vosotras. Habría ido a los Estados Unidos y todo sería diferente. -Se quedó callado un momento-. Pero para mí ya es demasiado tarde, ya he vivido mi vida.

Al día siguiente llevamos a Yao a la estación. Nos abrazamos, nos dijimos adiós y prometimos escribirnos. Después, mi padre y Yinan volvieron para echarse una siesta. Tom y yo nos tumbamos en la salita pero no dormimos. La estancia parecía vacía sin las palabras ardientes y agitadas de Yao.

Tom estiró el brazo y me puso brevemente la mano en el hombro.

– Creo que no habría sido correcto que le dijeses por qué se quedó su padre.

– Espero que tengas razón. -Estaba agradecida de tener a Tom tan cerca: era un consuelo. Pero no lograba relajarme. Pasado un momento le dije-: Parece como si hubiesen tratado de contárselo, pero no hubiesen podido, o no hubiesen sabido, explicarle lo que pasó con mi madre. Quizá es que quisieron protegerlo. O dejar que conservase sus buenos recuerdos para no amargarlo.

– Pues anda que no tiene motivos para estar amargado… -Tom se dio la vuelta y por un instante pensé que se iba a dormir. Pero entonces habló-. Pero ¿cuántos de nosotros no hemos desperdiciado nuestras vidas de un modo u otro? Si Yao hubiese venido a los Estados Unidos, lo mismo se habría pasado años luchando siquiera para levantar cabeza. Podría haberse amargado por culpa del racismo o de alguna otra cosa. A veces las mujeres no os dais cuenta de lo crudo que lo tenemos los hombres. No todo el mundo triunfa como Pu Li.

Tal vez Tom estaba pensando en lo mucho que había luchado su padre. No sabía muchas cosas de él salvo que sus ambiciones habían chocado de frente con la barrera del idioma. Tom las había pasado moradas para llegar a la universidad. ¿Y qué decir de mi propia vida?, me pregunté. Me gustaba mi trabajo, pero una vez le había dicho a Hu Ran que quería ser periodista o escritora. Me quedé despierta dándole vueltas a las palabras desasosegadas de mi hermano. Entonces, a punto ya de dormirme, caí en la cuenta de que Yao sencillamente había asumido la versión de la historia que le había transmitido Yinan y, como Yinan jamás diría nada en contra de mi madre, Yao había dado por hecho que el villano era mi padre.

Pasamos unos cuantos días con ellos de lo más tranquilos. Mi padre nos enseñó la fábrica y nos llevó a ver los lugares donde décadas antes los lugareños habían luchado contra la ocupación japonesa. Tom pasaba horas tomando apuntes mientras Yinan le enseñaba a hacer los panecillos típicos del norte y platos de fideos. Luego, me enseñó algunas de sus viejas poesías. Eran versos crípticos y descarnados. Tal vez tuviese en común con mi madre un celo por la intimidad que hacía difícil extraer algo verdaderamente personal de sus composiciones. Varios de los poemas parecían versar sobre el suicidio de su madre.

Lo sostuvo entre sus frías y blancas manos.

Acuática tumba, sepultura de agua,

que te hundes silenciosa en el lago de los sueños.

Me pareció que todos los poemas iban dirigidos a una sola persona, la única capaz de entenderlos cabalmente.

Hacia el final de nuestra estancia yo ya tenía claro que Yinan y mi padre habían padecido un calvario, una racha aciaga de la que salieron mermados. Se habían desprendido de algún elemento fundamental. Tal vez se vieron obligados a soltarlo para seguir con vida. No eran las mismas personas que yo recordaba.

Así y todo, decían, habían recibido ayuda. En la época en que deportaron a Yao y Li Ang acababa de ser puesto en libertad, una persona acudió en su auxilio. La primera carta desde Hong Kong les llegó después de irse Yao. Las señas venían escritas con letra elegante en barrocos caracteres. Al principio no se imaginaban quién podría haberlos localizado desde el extranjero. Mi padre sostuvo el sobre con el brazo estirado -la edad y los trasiegos le habían provocado una hipermetropía- hasta que pudo distinguir el nombre de Chen Da-Huan, el viejo conocido a quien un día regaló su pitillera y que no se había olvidado de él. Cuando abrió la carta, le cayó en el regazo un alargado billete verde de cien dólares.

En la carta, Chen Da-Huan daba las gracias a mi padre por haberlo ayudado. Qingwei y él habían logrado finalmente llegar a Hong Kong. Qingwei no vivió mucho -ambos sabían que se estaba muriendo- pero dio a luz a un hijo, Fengwa, y pasó el último año de su vida con relativa comodidad. Chen Da-Huan se había prometido corresponder a la generosidad de mi padre. Se dedicó a buscar noticias suyas con ahínco, hablando con los refugiados que cruzaban la frontera y colocando anuncios en la prensa, hasta que consiguió la información.

¿No era maravilloso, dijo Yinan, que Chen Da-Huan recordase aquel pequeño favor? ¿Que pudiesen reunirse después de tantos años? Al decir eso, Yinan me miró con los ojos agrandados por las lentes de sus gafas de lectura.

– Hong, en todos estos días apenas has mencionado a tu madre. ¿Se encuentra bien? -Mi padre la cogió de la mano-. Pienso en ella a diario. Siempre he esperado que intentase buscarnos. Que, después de tantos años -hizo una pausa-, quisiese hablar con nosotros.

– Yinan -dijo mi padre.

Ella le soltó la mano. Se notaba que el tema ya venía de largo.

– ¿Cómo esta de salud? -continuó Yinan-. ¿Es feliz?

Miré a Tom, pero él sacudió la cabeza. Yinan quería que le respondiese yo, no mi marido. No era la primera vez que yo trataba de eludir una pregunta en aquella visita. Por ejemplo, ya había contado una mentira piadosa para explicar por qué no nos habían acompañado Hwa y Pu Li. En un momento dado, me había burlado de la amnesia culinaria de Hwa, de su conversión al filete con puré de patatas. Lo cierto es que no sabía qué pensar de la vida de mi hermana. Parecía bastante feliz pero, después de más de treinta años, todavía se negaba a ir a Los Ángeles, donde residía Willy Chang con su mujer y sus hijos.

Ya había tenido bastante con tratar de explicar lo de Hwa. El tema de mi madre lo había evitado por sospechar que lo que dijese sólo serviría para decepcionarlos.

Yinan insistió:

– ¿No te ha mandado ningún recado?

– Pero Yinan -intervino mi padre-, ¿es que no te das cuenta que se niega a hablar con nosotros, que jamás podría hacerlo?

– Creo que en el fondo de su corazón todavía nos ama.

Mi padre agarró con fuerza los brazos del sillón.

– Aunque así fuera -dijo- ¿qué te crees, que lo iba a reconocer?

– La conozco antes que tú. Es la primera persona de la que tengo memoria, aparte de nuestra madre. Es una persona buena y leal. Siempre se portó bien conmigo. ¿Quién sabe cómo se sentirá ahora, después de tantos años?

– Lo que me importa es cómo puedas sentirte tú.

La voz de mi padre resonó con fuerza, como si estuviese hablando en una sala vacía.

Yinan le tocó delicadamente uno de los puños cerrados.

– Yo ya me cuido sola. Deja que hable Hong.

Entonces me miraron los dos. Llevaban muchos años esperando. Yo había cruzado medio mundo. No me quedaba más remedio que contarles lo que sabía.

De modo que les conté que Hwa me había dado órdenes de no decirle nada del viaje a mi madre. Les hablé de la fortuna de mi madre y de su hermosa casa tapiada, con su jardín contemplativo y sus tejas verdes. Les conté que se pasaba horas rezando a solas ante la imagen de Guan Yin. Les dije que todo el mundo creía que mi padre había muerto. Mi padre parecía abatido y Yinan lloraba, pero seguía preguntándome. Insistió en que le diese su dirección a mi madre. Sus preguntas eran lastimeras, en voz baja, como las de un niño. Mi propia voz me sonaba fría: ¿habría heredado de mi madre esa frialdad a la hora de lidiar con los sentimientos? ¿O era porque sabía que con cada una de mis palabras la estaba traicionando? Sin embargo, no me sentía desleal a ella. La mía era otra clase de lealtad. Como Yinan, yo también pensaba que aún se la podría consolar.

Nuestro último día en China pasé unas pocas horas a solas con mi padre. Fuimos dando un paseo hasta el parque y nos sentamos en un banco enfrente de una estatua dedicada a no sé qué héroes de la revolución. Le mostré a mi padre una fotocopia de un libro con la lista de los oficiales nacionalistas. Había rebuscado a conciencia en la biblioteca de la universidad y había encontrado un tomo voluminoso y polvoriento donde figuraba la misma fotografía que mi madre había enmarcado y colgado en una de las paredes de nuestra casa de Shanghai. Mi padre aparecía posando con un grupo de hombres de uniforme, el tercero por la izquierda, todo estirado y pleno de confianza en la flor de la vida.

El texto rezaba:

Li Ang (1909-49)

Hangzhou, Provincia de Zhejiang

1926 Infantería

1928 Segundo Teniente

1931 Casado

1932 Teniente

1936 Afiliado al Kuomintang

1937 Oficial de la Policía Fiscal

1942 Coronel

1945 General de División

1949 Capturado o muerto

Mi padre sonrió, un poco triste.

– Y cuando me muera -dijo-, esos renglones serán el único testimonio escrito de mi vida. -Meneó la cabeza-. De joven nunca me lo habría imaginado.

– ¿Qué querías ser de joven?

– Eran otros tiempos. No pensábamos en lo que queríamos hacer. Hacíamos lo que creíamos que teníamos que hacer. Actuábamos con la cabeza, no con el corazón. Pero luego cambié. No me di cuenta de lo que había hecho hasta mucho después. Para entonces ya era otra persona, no había vuelta atrás. Tuve que construirme una vida con la que pudiese vivir.

– ¿Por eso te quedaste en China?

– Sí -respondió.

– ¿Ha merecido la pena?

Miró a través del parque a un grupo que estaba practicando taichi. Entendió lo que de verdad le estaba preguntando: ¿cómo pudiste abandonarnos?

– Todos estos años me he representado la última vez que te vi -dijo-, en aquella casa de Shanghai, rodeados de muebles cubiertos con sábanas blancas. Estabas muy enfadada y eras tan joven… Sabía que tu madre cuidaría de vosotras pero no podía evitar preocuparme de si serías feliz, de cómo te irían las cosas.

– Todo salió bien -dije, pestañeando para contener las lágrimas.

– Sí -dijo. Pasado un momento, añadió-: Pero has heredado mi defecto. Lo recuerdas todo. Tú, yo, y también Yinan. Eso hace que la vida sea más insegura.

– Mi madre te habría dado seguridad.

– Ya lo intentó -dijo-. Sé que lo intentó. Mira, esto me lo regaló ella. -Se señaló el abrigo-. Me lo llevó a Chongking hace más de cuarenta años. Es muy calentito, y mira lo que ha durado.

Respiré hondo y sentí un escalofrío.

– Te he echado de menos, papá.

– Y yo a ti -dijo. Me puso la mano con delicadeza en la coronilla-. Los dos te hemos echado de menos. Y a tu hermana, y a tu madre. Hemos pensado en vosotras y os hemos amado en todo momento.

Posteriormente, aquel mismo año, mi padre y Yinan viajaron a Hangzhou. Al llegar se encontraron con que la ciudad había crecido más allá de las murallas. La calle del tío Charlie estaba asfaltada y repleta de oficinas. La mansión de los Wang había sido derruida para edificar encima. El viejo barrio había desaparecido; lo único que vieron de la vieja casa fue una teja verde rajada debajo de un tiesto en el alféizar de un vecino y, en un rincón polvoriento, la vieja morera que en su día alimentaba a los gusanos de seda de Yinan.

También quedaba el lago, ancho y plácido, y divisaron el feo muñón de la Pagoda de la Cumbre de los Truenos. El panorama no había cambiado mucho desde el día en que Yinan, siendo niña, la viera por primera vez.

Se quedaron un rato contemplando el lago. Alrededor de ellos corrían y chillaban niños vestidos con chaquetas rojas y rosas. Turistas extranjeros, cada uno de ellos acompañado de un guía angloparlante, se subían a las barcas de bajo bordo. Jóvenes parejas paseaban de la mano por el sendero. Nadie prestaba mucha atención a aquellos dos ancianos que miraban fijamente el lago.

Yinan nunca había sido una mujer fuerte. Las largas horas pasadas en la fábrica le habían lastimado los ojos y el cuello, y lo peor de todo era que la tela contenía un producto químico irritante que le hervía en la sangre y le consumía los huesos. Se resfriaba continuamente y tenía molestias en el oído interno. Ese otoño le diagnosticaron leucemia, lo que explicaba sus frecuentes enfermedades, el dolor en los huesos y aquella sensación de inexorable deterioro.

Una noche de aquel invierno Li Ang se despertó de repente, sobresaltado. ¿Qué es lo que le había asustado? Sin moverse, miró con cuidado hacia el otro lado de la cama. Yinan estaba tumbada boca abajo, con la cara hundida en la almohada. Li Ang aguzó el oído y trató de percibir el olor familiar, ligeramente acre, de su aliento. Era una noche tan fría que la luz de la farola no era más que un borroso resplandor tras la trama de helechos de escarcha y hielo que cubría el cristal de la ventana. Se quedó un buen rato quieto. Entonces percibió una lenta bocanada de aire, y luego otra. Y después, el tictac del reloj, cuya esfera oscura brillaba ligeramente a la luz de la ventana. Se quedó observando el lento avance del segundero alrededor de la esfera. Entonces supo qué lo había despertado. No había sido un ruido, ni mucho menos, sino el silencio, un terrorífico momento de silencio en el que temió que Yinan hubiese dejado de respirar.

De repente ya era de día. Los rayos del sol, pálidos y quebradizos, caían sobre la cama. Se vistió y fue a la cocina, donde Yinan, que ya se había levantado, había hervido agua para el té. El vapor se había vuelto escarcha en la ventana de la cocina, enclaustrándolos más si cabe en su pequeño apartamento. Respiró aliviado al sentir su presencia, al percibir los débiles reflejos del sol en aquella ventana tan pequeña y familiar. Se comió las gachas.

Yinan apareció en el umbral de la cocina con el abrigo y la bufanda puestos y las botas en los brazos, como si acunase a un bebé.

– ¿Qué pasa?

– Tengo que echar una carta.

Desde que tenía las señas de Junan, Yinan escribía a California todos los meses.

A Li Ang le daba miedo que pudiese resbalarse y caer; ahora que habían asfaltado las calles tardaba en fundirse el hielo. Se terminó el té y fue por el abrigo.

Me imagino el aspecto que tendrían las raras veces en que salían de casa juntos -por aquel entonces sólo cuando hacía bueno o era estrictamente necesario-: una pareja aseada y canosa, él algo cargado de hombros y renqueando ligeramente, ella más menuda y tocada con el sombrero de ala estrecha -y todavía elegante- que le habían regalado unos americanos durante la guerra civil. Yinan iba cogida del brazo de mi padre con una de sus manos enguantadas. Nadie que no los conociese habría podido imaginarse jamás por lo que habían pasado y lo que significaban el uno para el otro. Sus vidas se habían entrelazado tan inextricablemente como las raíces de dos árboles plantados uno al lado del otro para resistir el viento.

Hacía un frío espantoso y la frágil capa de nieve crujía bajo sus botas. Caminaban con la cabeza ligeramente agachada para protegerse el rostro y hablando lo justo con tal de repeler el frío. Cuando llegaron a la oficina de correos, Yinan le entregó la carta al funcionario y se cercioró de que la pusiese en el lugar apropiado.

– Cuando nos queramos dar cuenta -dijo el funcionario-, estamos en Año Nuevo.

El funcionario solía charlar con Yinan mientras le daba las vueltas. A Li Ang no lo llamaba por su nombre. Cuando salió de la cárcel, prácticamente todo el mundo se comportó como si nunca lo hubiesen acusado, como si no hubiese pasado nada. El funcionario de correos era el único que se acordaba y se avergonzaba de ello. Por eso evitaba mirarlo.

Se dieron media vuelta y se fueron a casa.

Ahora, al caminar en sentido contrario, el viento helado les cortaba la cara y les atravesaba la ropa. Li Ang no sentía la nariz ni las orejas, aun llevándolas tapadas por el gorro. Se apretó contra Yinan, que parecía sumida en un coma, para soportar estoicamente las embestidas, tan agarrotado que ni tiritaba. Al entrar en casa, apenas si notaron calidez. Mientras Yinan se quitaba las ropas, Li Ang fue a guardar su abrigo en el armario. Cuando volvió al recibidor se encontró a Yinan sentada en el escaño frotándose las manos.

– No puedo quitarme las botas -dijo.

Li Ang se arrodilló ante ella. Le cogió la bota y dio unos tirones para calibrar su terquedad. Yinan permanecía sentada ante él, silenciosa y obediente. Tal vez se le hubiesen hinchado un poco los pies. Él procedía con tiento, girándole el tobillo en busca del ángulo adecuado, mientras el olor de la nieve derretida se le metía por la nariz. Finalmente la bota cedió y cuando vio salir aquel pie enfundado en una media, Li Ang sintió que lo atravesaba la pena.

– Sabes que no te va a escribir -dijo.

Ella no contestó. Él, decidido a dejar las cosas claras, insistió.

– ¿Por qué te empeñas en escribirle y dejar que te haga daño?

Desde abajo, vio consternado cómo ella volvía el rostro.

– Lo siento -dijo él-. Venga, no llores.

Ella enseguida se enjugó las lágrimas y dijo:

– Es que me he acordado de una cosa que nos dijo mi madre una vez. Dijo que en el mundo se producen separaciones, pero que con toda seguridad nos volveremos a encontrar en el más allá.

Li Ang replicó en el acto:

– ¿Por qué piensas en el más allá, si todavía eres joven?

Ella se llevó las manos a la cara.

– Jiejie -dijo, llorando.

Él le cogió la mano. La tenía seca y fría y le notó la carne algo suelta y desprendida de los huesos, como si lo que hasta entonces la mantenía de una pieza estuviese desintegrándose finalmente. Entonces, de repente, le vino a la memoria el tacto y aroma de aquella mano fresca y flexible, la mano de Yinan tal y como era la primera vez que la tocó, hacía ya muchos años.

Había alcanzado esa edad en que muchos hombres, intuyendo que su hora está próxima, se replantean su postura ante el mundo. Algunos, viendo que ya no son útiles, se consuelan quedándose al margen, dedicándose a sus periódicos y a observar y discutir, sentados a un lado de la calle, el comportamiento de los jóvenes. Otros, en cambio, insatisfechos, cifran sus esperanzas en la religión y la filosofía. Pero mi padre no siguió ninguno de esos dos caminos. Comprendió que Yinan y él, y todo lo que habían conocido, estaban desvaneciéndose y desapareciendo del mundo. La vida que habían compartido tocaba a su fin y él no tenía ganas de estar en ningún otro lugar. Con todo, pese a sus esfuerzos por estar presente, había momentos a lo largo del día en que perdía el hilo de sus pensamientos y se olvidaba de dónde estaba. Se abismaba en una especie de ensueño y se extraviaba en el recuerdo o la fantasía.

Había una visión que lo asaltaba asiduamente. El comienzo del sueño variaba, pero el final siempre era el mismo. Unas veces estaba en el hospital, esperando con Yinan el resultado de algún análisis. Otras, estaba en una comida, masticando un bocado de esa sabrosa verdura llamada «corazón vacío». Cuando quiera que fuese, donde quiera que estuviese, lo que ocurría a continuación se repetía invariablemente. Un poder invisible le daba la vuelta. De repente, se encontraba mirando en la dirección contraria, como si una mano enorme lo hubiese levantado en vilo y girado en el aire. En ese instante, de un modo igual de repentino y con toda naturalidad, una persona aparecía en escena, una figura espigada sin rasgos definidos. Pero algo tenía aquel visitante que captaba la atención de mi padre. Era alguien que le resultaba muy familiar y, al mismo tiempo, incognoscible. Al cabo de un momento, la identidad del visitante quedaba desvelada. Era mi madre, que apenas había cambiado después de una ausencia tan larga. Grácil y suplicante, transida de pena, le tendía la mano. Junan. Entonces se esfumaba dejando un espacio vacío.

Conque aquella primavera, después de que lo organizásemos todo por carta, mi padre, a sus años, emprendió viaje a través del mundo y del tiempo rumbo a los Estados Unidos. Vino a vernos a Nueva York, donde se quedó varios días y recogió el mensaje que mis hijas le habían grabado en vídeo a Yinan. También fuimos, él y yo, a almorzar con Hu Mudan. Pero el verdadero motivo de su viaje habría de esperar hasta el final: le había prometido a Yinan que al volver a China pasaría por San Francisco y haría una escala lo bastante larga como para ver a mi madre. Yinan decía que era lo único que quería antes de morir. Mi padre me pidió que no avisase a mi madre; me parece que tenía miedo de que se negase a verlo.

Después de haber llevado una vida de acción, temeraria y con frecuencia irreflexiva, lo que ahora quería mi padre era terminarla plácidamente. Ansiaba morir en paz. Pero sabía que no tenía muchas posibilidades de lograrlo.

Lo más probable era que a todo hombre que hubiese ejercido más poder del que le correspondía, el destino le tuviese reservado un final turbulento. Él solía pensar en la muerte del caudillo Sun Chuan-fang, a quien tanto denostara Li Bing cuando vivían en Hangzhou. Había sido una figura poderosa y brutal que, por haber matado a demasiada gente en sus comienzos, era recordado por muchos de los que dejó con vida. Tras caer derrotado a manos de Chiang Kai-chek, se había arrepentido de su comportamiento y se había convertido en un budista devoto. Refugiado en una remota ciudad del norte, confiaba en pasar desapercibido y que lo olvidasen. Pero algunos no se habían olvidado. Un día, mientras rezaba, una mujer entró en el templo. Era la hija de un general que él había mandado ajusticiar. Se llamaba Shih Chien Ch'iao, Espada Prodigiosa, y, decidida a vengar la muerte de su padre, había terminado averiguando su paradero. Lo mató de un disparo en la nuca.

La primera vez que Li Ang vio a Yao fue en Hangzhou. Yinan y él estaban de pie en la habitación cuando de repente entró el chiquillo. A Li Ang se le cortó la respiración. Hacía muy poco que se había enterado de que tenía un hijo. Vio a un niño alto y guapo cuyas facciones oscuras delataban que era de sangre Li. Cuando el niño lo vio a él, se le hincharon altivamente las aletas de la nariz -herencia de los Wang- y entreabrió los labios, unos labios lindos y carnosos que de pronto se curvaron en un puchero y dieron paso a airadas lágrimas. Entonces Yao, abrumado, se dio media vuelta y salió del cuarto. Yinan corrió tras él. Li Ang no los siguió. No le había dado nada a Yao salvo su simiente. Y desde ese día no dejó de tener la sensación de que miraba a su hijo como por una ventana. ¿Cómo no iba a ser así? ¿No merecía recibir algún tipo de castigo por haber abandonado a sus hijas? Se recordó a sí mismo que, cuando las dejó, no tenía constancia de la existencia de Yao. Pero, en cualquier caso, las había abandonado, y en su lugar ahora se encontraba con un niño que no sabía nada de él salvo que había sido un general nacionalista.

Yinan se iba a morir enseguida y él se quedaría solo y arrodillado frente a todo lo que había hecho. Li Ang venía sospechando, desde hacía mucho, que él seguiría adelante, que su cuerpo, de alguna forma, estaba protegido, blindado. De joven, la más profunda de sus convicciones siempre había sido la de que gozaba de invulnerabilidad física. Más tarde pudo constatar que no escaparía a los estragos de la experiencia y el recuerdo. Así y todo, le había aguantado el cuerpo. Las cicatrices relucían en su piel; le faltaban piezas aquí y allá. Ahora se daba cuenta de que los estragos más cruentos de la vida eran invisibles. Quienes detentaban el poder siempre lo habían sabido. Habían borrado de la faz de la tierra a muchos hombres, los habían aniquilado sin dejar rastro; y a los torturados los habían torturado de tal forma que las peores cicatrices no se les veían.

Junan también había ostentado una especie de poder, y lo había ejercido sin la menor señal de arrepentimiento. Seguro, pensaba Li Ang, que en algún lugar ella también tendría las mismas cicatrices, los mismos recuerdos atormentados. Ahora él iba a darle la amarga noticia de la enfermedad de Yinan. Tal vez eso la ablandase y le hiciese ceder a sus súplicas. Pues ¿acaso el más curtido y veterano de los generales no siente un instante de compasión al enterarse del infortunio de su antiguo enemigo?

En el avión a San Francisco mi padre dormitaba y hacía por leer el periódico, pero los ojos le engañaban de manera que ciertos caracteres le parecían componer el nombre de Junan. Eso le hizo tomar conciencia bruscamente de lo que estaba haciendo. No quería verla, pero había prometido hacerlo. Le daba pavor encontrarse con ella, pero cada minuto que pasaba la tenía más cerca.

Quedó con el taxista en que se bajaría antes de tiempo para poder andar y tranquilizarse. Más tarde, me contaría por carta que California le pareció demasiado perfecta para ser real, con aquellas calles impecables iluminadas por el sol y las casas tan nuevas que los árboles aún no habían crecido y tenían unas ramas y unos troncos tan suaves y estilizados como gargantas de niña. La sombra de mi padre, encorvada y hueca, vibraba sobre el asfalto.

Sus ojos, aquejados de hipermetropía por efecto de los años, divisaron los tejados rojos de la famosa universidad y los edificios de San Francisco, que centelleaban a lo lejos. Soplaba el viento, había poca polución en el aire, la visibilidad era buena. Siguió la carretera con la mirada y luego, torciendo a la derecha, distinguió una tapia alargada de ladrillo pálido que señalaba el comienzo de la propiedad de mi madre.

Había oído hablar de la casa y aun así le sorprendió. Lo que veía parecía flotar en el fondo de sus ojos: todas las formas y perfiles le resultaron familiares, desde las achaparradas estatuas de adorno hasta el tenue resplandor de tejas verdes que irradiaba el interior. Por un momento, tuvo la sensación de estar mirando un lugar que hubiese trascendido el mundo real hacía mucho tiempo y donde hasta el olor de la hierba y las flores era tan leve como el perfume de los sueños. Al acercarse lentamente a la casa vio el follaje de las trepadoras en el muro y, a continuación, la hilera de rosales, imponentes y primorosamente podados, que enarbolaban enormes y precisas flores de marfil sobre un fondo de ladrillo.

Sintió que sus pensamientos se elevaban ligeramente, arrastrados por el viento como un aroma, y volvió a verse, una vez más, en el viejo patio al que entrara, tantos años atrás, vestido con su uniforme de infantería y preguntando por el padre de Junan. Casi olía los fogones y oía el chasquear de las fichas de paigao que revolvía Wang Daming. Volvía a ser aquel muchacho con la autoestima a prueba de bombas y rebosante de esperanzas incuestionables que se plantó ante aquellos muros ajados y señoriales, intentando elucubrar, con el corazón desbocado, qué opulencias y misterios encerraban. ¡Cómo lo habían intrigado los encantos de la hermosa primogénita de Wang que vivía allí!

¿De veras había cambiado?, se preguntó. ¿Lo habrían cambiado lo más mínimo el amor o el tiempo, o seguía siendo aquel hombre que daba un paso al frente sin pensárselo dos veces?

Por alguna razón, esperaba encontrársela en la puerta, como la noche en que se conocieron. Pero cuando llamó, quien acudió a abrir fue un vulgar criado bajito.

Con gran fuerza de voluntad se identificó.

– Dígale a la señora que ha venido Li Ang a presentarle sus respetos.

El hombre se dio la vuelta y desapareció. Volvió al momento. Esta vez Li Ang percibió señales de inquietud. Al hombre le temblaban las manos al cerrar la puerta. Parecía aturdido y conmocionado, presa de un súbito ataque de ira, y Li Ang supo que su visita constituía toda una sorpresa.

El criado le hizo atravesar un gran salón y salir al patio. Según se acercaba al jardín entrevió un estallido de color y supo que habría flores de tal profusión y rareza como no había visto en sesenta años. Habría un estanque con peces de colores y un sauce, frutales y una morera. Había todo eso, efectivamente, como también había, en el centro del jardín, unas enormes rocas negras que habría mandado traer desde las imponentes montañas de un país lejano, altas moles que semejaban madera petrificada, estriadas con volutas del color de la obsidiana.

Estaba sentada junto a las piedras. Al acercarse, Li Ang percibió la elegancia de sus huesos, ahora incluso con mayor claridad toda vez que se le había consumido la carne. El cuello, la cara y las manos le habían menguado con la edad. Había logrado dominar cualquier emoción que hubiese podido embargarla al enterarse de su llegada y estaba imperturbable, con las manos entrelazadas sobre el regazo, quizá lastradas por el oro, las perlas y los enormes anillos y pulseras de jade que adornaban sus dedos y muñecas. Más jade y más oro macizo ceñían su garganta. Su rostro ovalado estaba pálido. A su espalda, situadas encima de una mesa estrecha, las estatuas alargadas de tres bodhisattvas lo fulminaron con una mirada glacial.

Hizo una sutil reverencia y ella asintió con la cabeza.

Aun después de tantísimos años, se estremeció al encontrarse frente a frente con la enérgica voluntad de Junan. Tenía los ojos levemente entornados, una expresión que él recordaba de sobra pero cuyo significado nunca había aprendido a descifrar. Sólo una persona hubiese sido capaz de decirle lo que pasaba por aquella cabeza, pero Yinan estaba muy lejos.

Rebuscó en la bolsa y sacó un regalo, una caja de caramelos de los que, según recordaba, solían gustarle, unas golosinas duras y brillantes de diversas formas.

– Bueno -dijo sonriendo-, ¿cómo estás, Junan?

– Perfectamente. Como es natural, mis fuerzas ya no son lo que eran, pero tú, ¡tú estás viejísimo!

– Sin embargo, me temo que las informaciones acerca de mi muerte no eran del todo exactas.

Ella torció el gesto; él se apresuró a hacer las paces.

– Me he convertido en un viejo -dijo. Y añadió con caballerosidad-: Tú, en cambio, estás prácticamente igual a como te recordaba.

Pero los cambios que advirtió en su cara y en su cuerpo le produjeron desasosiego. Después de tantos años separados, la imagen que había conservado de Junan era la de sus años mozos: la piel siempre blanca y lozana, los labios rojos, los ojos chispeantes.

– Deja que te sirva una taza de té.

– No, no -protestó él-. Ya lo sirvo yo.

– Está bien.

Ya más tranquilo, llenó lentamente las dos tazas, procurando controlar el temblor de las manos.

– Es una pena que no bebas coñac antes de cenar.

– Qué se le va a hacer.

– Brindemos por los reencuentros después de muchos años. ¡Ganbei!

Alzaron las tazas a la par y de ese modo lograron entablar conversación. Puede que a Junan se le hubiese envejecido el cuerpo, pero lo que era la mente la seguía teniendo tan rápida y certera como siempre. Le contó todos los chismes acerca de sus viejos conocidos. Pu Taitai seguía empeñada en vivir en Taiwán, donde se dedicaba a la ardua tarea de contar por activa y por pasiva una especie de relato mítico de los acontecimientos de la primera mitad del siglo XX, un relato que recogía los hechos fundamentales -los intentos de la República por mantener unido el país, la invasión japonesa y la toma del poder por parte de los comunistas-, pero que, mediante una ingeniosa transferencia de culpas y una cuidadosa correlación de fuerzas, conseguía pasar por alto su propia derrota. Pu Taitai había repetido durante años la versión modificada del eslogan:

Diez años de nacimiento y acopio

Diez años de enseñanza

Ahora, transcurridos veinte años, Pu Taitai ya no lo recitaba tan a menudo, pero, en opinión de Junan, jamás había dejado de pensar que un día Taiwán triunfaría y que los nacionalistas volverían a la China continental para convertirse, una vez más, en sus legítimos gobernantes.

En los Estados Unidos, Hsiao Meiyu había desheredado a dos de sus nietos por casarse con «extranjeros». A Junan le parecía una lástima que el hijo se hubiese casado con una rubia -los niños saldrían con el cabello ralo y descolorido-, pero lo de la hija no le extrañaba lo más mínimo, siendo como era un dechado de genes infames: ojos pequeños, cara insípida y unas piernas gordezuelas como pepinos. ¿Qué chino se habría casado con una chica tan fea?

– «Patriota» -dijo Li Ang, aclarándose la garganta-. En China, a las jóvenes no se les dice «feas». Se les dice «muy patriotas».

Él mismo notó en su voz el viejo tono insinuante que siempre había usado al hablar con ella. Lo había echado de menos. Así solían comportarse cuando estaban juntos, no durante la guerra, cuando todas las conversaciones estaban cargadas de la tensión de los problemas logísticos y las despedidas, sino al principio, nada más casarse. Por entonces apenas se conocían; él pensaba que ella no podría lastimarlo ni cambiarlo de verdad. Y ella debía de haber pensado otro tanto de él.

– ¿Qué te trae por aquí? -le preguntó Junan de repente.

– ¿A mí? -respondió para ganar tiempo.

– Sé que no vendrías a verme a menos que quisieses algo de mí. ¿De qué se trata?

Li Ang volvió a respirar hondo. De pronto, el aire de California carecía de toda sustancia.

Muchos años antes, Junan le había dicho que algún día volvería suplicándole. Ahora la situación era exactamente la que ella había predicho; pero saberlo no facilitaba nada las cosas. Estaba dispuesto a suplicarle, pero si tenía que hacerlo, sería formulándole una petición cuya negativa pudiese soportar. Las últimas semanas, tumbado en la cama sin poder dormir, le había estado dando vueltas en la cabeza, preparándose una pregunta secreta que ni Yinan conocía.

– Bueno -dijo-, hace muchos años que no nos vemos. Y he tenido mucho tiempo para pensar en ti.

Junan escuchaba imperturbable. Era como hablarle a uno de los altos cipreses que se erguían detrás de ella.

– Sí -prosiguió-. Muchos años para pensar en lo mal que me he portado contigo y con tu hermana.

Junan sonrió.

– Es cierto. Soy consciente de lo que he hecho.

Hizo una pausa. Sabía que lo que estaba diciendo era verdad. Por un momento se planteó dejarlo estar, no pedirle nada. Pero todavía le importaba lo que ella pudiese pensar de él. Junan no mostraba respeto por las disculpas. Tenía que seguir adelante.

– No tienes por qué perdonarme -dijo-, pero, por lo menos, ¿no podrías apiadarte de Li Cai, el hijo de Yao? Es un crío listísimo, el primero de la clase. Su padre ha sufrido mucho por mi culpa. ¿Estarías dispuesta a avalarlo para que viniese a los Estados Unidos?

Ella no respondió nada pero siguió observándolo atentamente.

– Todos estos años -añadió Li Ang-, Yao ha seguido considerándote su bondadosa tía. Jamás le hemos dicho nada que lo hiciese cambiar de parecer. Él te estaría eternamente agradecido si ayudases a su hijo.

– ¿Qué quieres de mí realmente?

– Te lo acabo de decir.

– No, hay algo más.

Li Ang se dio cuenta de que seguía con las manos agarradas a los brazos de la silla. Respiró hondo. Junan le había arrancado la máscara. Ahora, desnudo y vulnerable, tenía que exponerle la petición de Yinan.

– Quiero que pongas fin a esta enemistad entre Yinan y tú. Quiero que la perdones.

Junan sacudió la cabeza.

– Por favor -exclamó-. Yinan… está sufriendo. Sólo tú… sólo tú puedes terminar con esta situación. Por favor, ve a verla. Está enferma. Se va a morir. Hazle ver que la has perdonado y vuestras almas podrán descansar en paz.

Hizo una pausa y levantó la vista hacia ella, esperanzado. Le temblaban las manos. Pestañeó para secarse los ojos. Se le vino encima la sombra imponente de todo cuanto había perdido y aún habría de perder, y se quedó esperando, como si los dos fuesen jóvenes y su vida prometiese mucho. Durante un buen rato ella no respondió. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo y se miraba el oro de sus dedos y muñecas con el ceño fruncido.

– Te ha hecho venir para pedirme eso.

– Ella…

– Es imposible. -Le temblaba la voz, se le caía en pedazos-. La gente hace las paces por múltiples razones, y tú lo sabes. -Respiró hondo y cuando volvió a hablar, Li Ang la notó más tranquila-. Pero no deberías interferir en nuestras rencillas. -Junan posó su fría mano en la de él-. Esto es algo entre Yinan y yo. Entre hermanas, ¿lo entiendes?

– No -dijo él. En ese instante se dio cuenta de que nunca había entendido a ninguna de las dos. Después de tantísimos años, el vínculo que las unía, aun estando enfadadas, le resultaba imposible de entender ni conocer.

– Hay cosas que, una vez rotas, ya no se pueden reparar jamás.

A él también le temblaba la voz.

– Puede que los tres no volvamos a vernos nunca más en vida, Junan.

Ella hizo un esfuerzo por controlarse. Se miró fijamente las manos hasta que logró erguir su rostro blanco y plácido, y volvió a sonreírle.

– Ya lo sé -dijo-. No cuento con ello.

Se hizo un largo silencio antes de que él se pusiese en pie. Salió del jardín y cruzó la hermosa casa, hasta donde lo esperaba el criado para acompañarlo a la salida. Pronto cogería el avión y viajaría para reunirse con la hermana de Junan. Había echado muchísimo de menos a Yinan y le llevaba regalos, fotografías y obsequios. Más valía mirar hacia el futuro y zanjar el tema. Pero la conversación con Junan se le había grabado a fuego en la mente.

Yinan murió a principios de la primavera siguiente. Mi padre me envió copias de sus poemas. Era un pequeño consuelo, me escribió, compartir sus recuerdos de Yinan con alguien que también la había querido. Las poesías, escritas en complejos caracteres, llenaban muchas hojas de papel, algunas amarillentas y otras nuevas, algunas de su puño y letra y otras recién transcritas por mi padre. Las leí todas, repetidas veces, sobre todo una que había escrito con sumo cuidado en una hoja gruesa de color crema.

Te esperé muchos días;

días soleados, días radiantes de escarcha.

Bajo un cielo despejado, la brisa mece las barcas.

Pronto llegará el invierno.

Guardé los poemas en mi caja de caudales, entre las páginas del libro de cuentos, que estaba hecho trizas. Dentro del libro también había guardado los desvaídos mensajes de Hu Ran y las dos viejas fotos que me acompañaban desde Chongking. Tras cuarenta años, los objetos se habían apergaminado y habían perdido el color. Lo único que parecía ser indestructible eran las perlas de mi madre, que salieron de su saquito desenroscándose como si estuviesen vivas: una sarta de esferas graduadas de color plata de las cuales la más grande era mayor que mi pulgar. Las perlas brillaban trémulas a la luz, proyectando una especie de resplandor sobre los manoseados papeles, y por un momento me imaginé lo que diría mi madre. «Las casas, el oro y las alhajas mantienen su valor, Hong. Todo lo demás se deprecia.»

No obstante, las fotos seguían suscitando mi interés. Una era el retrato de Yinan cuando era niña, con una rosa en la mano. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y un vestido claro que le quedaba un poco raro, como si se lo acabasen de retocar. Lo que me llamaba la atención era la pose: el semblante alicaído, los ojos mirando a la cámara, la expresión de timidez. Pero había algo más, algo que no era timidez y que le confería un aspecto atormentado.

En la foto de su boda, mis padres estaban tan jóvenes que casi dolía mirarlos. La cara de mi padre no mostraba el menor indicio de futuras tribulaciones ni sabiduría. Simplemente estaba guapo con su uniforme de teniente y su gesto de arrogancia y, al mismo tiempo, extraña inocencia. A su lado, mi madre estaba impecable. Llevaba el pelo recogido en un moño que le tiraba de la cabeza hacia atrás y le levantaba la barbilla. Ya entonces, con sólo diecinueve años, lucía un porte majestuoso y un absoluto dominio de sí misma. La frente, amplia y ovalada, encerraba pensamientos impenetrables. Su mirada inteligente era tan cristalina como el agua. La curva delicada que iba de la nariz a la boca, la boca en sí, el mentón: no se le veía el menor signo de debilidad por ninguna parte. Pero en algún sitio tenía que estar. Un mechón de pelo rebelde, un hueso hundido, algún error minúsculo… ¿Dónde estaba la huella delatora del destino?

Examiné la foto de Yinan en busca de algún parecido entre ambas hermanas, la guapa y la fea. Las dos parecían tener el mismo aire reservado que insinuaba la existencia de algo que no podía tocarse. Ésa era, a mi entender, la parte de sí mismas que jamás compartirían con nadie salvo entre ellas. Mi madre y mi tía siempre habían estado tan unidas que, aun después de traicionarse, se atraían de un modo que excluía a todos los demás. La traición había creado una hermana fantasma que ninguna otra persona podría reemplazar. En todos esos años no fueron capaces de exorcizar ese espectro. Las dos tenían el alma vacía, como un cuarto que esperase con expectación la llegada de una importante visita.

A raíz de la intempestiva visita de mi padre, mi madre me dejó de hablar. No me devolvía las llamadas ni me contestaba las cartas. Intenté hablar con Hwa, pero a Hwa todavía le escocía la ira de mi madre. Cuando ésta se enteró de que Hwa había estado al corriente de mi viaje a China, la reprendió con dureza. ¿No has hecho ya bastante?, me preguntó mi hermana. ¿También tienes que hablar de todo lo que has hecho?

Pues sí, tenía que hablar de ello. No para regodearme, como sospechaba Hwa, sino porque mis conversaciones con Yinan, Yao y mi padre habían desatado sentimientos más oscuros que yo no lograba aplacar. La única capaz de darles salida era mi madre. Pero ella ya había tomado una decisión: sólo hablaría conmigo cuando le viniese en gana. De modo que, durante muchos meses, esperé a que me citase.

Hwa me contó que mi madre apenas reaccionó ante la noticia de la muerte de Yinan. Es muy probable que ya hubiese tenido algún presentimiento de su inminencia, alguna intuición o tal vez un sueño. El día en que se enteró de la noticia, mantuvo todas sus citas. Se vio con su abogado. Regañó a su agente de bolsa por vender unas acciones de la empresa de Pu Li, llegando incluso a amenazarlo con el despido, y el agente le mandó una cesta de frutas como disculpa.

Pero las semanas siguientes pareció como si la vieja ferocidad de mi madre diese paso a una mera actitud vigilante. Puede que ella también lo supiese. Ese verano mandó que le sacasen una foto en blanco y negro. Una vez a la semana, le pedía a Hwa que la llevase al templo grande. Allí guardaban las cenizas los monjes, junto a una arboleda situada a varios cientos de metros del templo en sí. Las metían en unos compartimentos que me recordaban a los armarios de las viejas boticas. Mi madre donaba dinero para garantizar que sus propias cenizas ocuparían un lugar destacado. Hwa me contó que había encargado un pisapapeles de cristal soplado para que lo colocasen en la repisa que había delante de su compartimento. Dentro del globo de cristal brillaba, impecable, una flor de vidrio rojo.

Hwa me llamó en octubre, cuando mi madre sufrió el derrame.

– Más vale que vengas ahora mismo.

Tom estaba en unas jornadas de la universidad donde daba clases, así que aterricé yo sola en San Francisco en un espléndido día de otoño y cogí un taxi hasta la casa de mi madre.

El portero estaba de pie sobre una alfombra de seda oscurecida y arrugada por las ruedecillas del material clínico y el ir y venir de las pisadas. Hwa, toda lívida, me esperaba a su lado. Nos miramos cara a cara y nos saludamos con la cabeza. Del interior de la casa me llegó el zumbido de una máquina.

– Mamá ha perdido la vista -dijo Hwa-. No saben si será pasajero o no. Pero puede hablar, está consciente.

– Me alegro de verte -le dije a mi hermana.

Hwa miró a la alfombra.

– Vamos -dijo.

El dormitorio de mi madre estaba en silencio y perfectamente recogido. Caía un poco de luz sobre su colcha de raso beis bordada con el ideograma de la longevidad repetido cien veces. Al aproximarme a ella, vi que el misterioso proceso que la mantenía con vida se había replegado. Mi madre se había convertido en una pálida y alargada filigrana de huesos cubiertos con una capa de carne blanca como la cera. Pero cuando llegué a la cama, abrió sus temibles ojos.

– Mamá -dijo mi hermana-, soy yo.

La voz de Hwa sonó aguda y débil.

– ¿Quién está contigo?

– ¿Has dormido bien? Tienes mejor aspecto.

Los ojos de mi madre se movieron hacia Hwa.

– No me mientas, so pánfila -le soltó de repente.

Di un respingo. Hwa salió corriendo de la habitación.

Mi madre apartó la mirada de Hwa y la fijó algo alejada de donde yo estaba.

– Soy yo -dije-, Hong.

Me senté en la butaca que había junto a la cama. Estuvimos un rato en silencio. Miré por la ventana y vi la silueta de un roble recortada contra las colinas, que habían agotado toda la gama de verdes hasta llegar a un amarillo leonado. Las ramas, nudosas y retorcidas, se estiraban hacia el cielo de la tarde. Percibí la antigüedad del árbol, el declinar del día, y una energía incómoda y refunfuñona que se dirigía a su final.

Era verdad que nos habíamos hecho enemigas, aunque ése nunca había sido mi deseo. Mi madre no tardaría en pasar a mejor vida… y yo ya no correría peligro. Pero seguíamos enfrentadas. Lo notaba en el runrún de los aparatos; lo sentía en el aire, en el crepúsculo que se avecinaba. Sentía la necesidad de derrotarla, de atacar, como si no me pudiese creer que el núcleo oscuro y violento de mi universo fuese a desaparecer jamás.

– Estamos enfadadas la una con la otra -dije.

– Sí.

– Ya sé que no te pareció bien que fuese a verlos, pero todos estos años tú misma has debido de pensar en ellos muchísimas veces. ¿No te alegraste siquiera un poquito de que lo hiciese? ¿De haber podido verlo una vez más antes de morir?

– Nuestras vidas no son asunto tuyo.

– Pero es que vuestras vidas son lo único que recuerdo. Son el centro de todo lo que sé.

No dijo nada pero movió ligeramente la cabeza hacia un lado: un asomo de su viejo gesto de impaciencia.

– Te crees que sabes mucho -dijo.

– ¿Ni siquiera querías saber si habían sobrevivido? -le pregunté-. Pues sí, sobrevivieron, para que lo sepas, a pesar de todas tus decisiones. Ni siquiera tú puedes controlar completamente a los demás.

Me acordé de que mi padre ya le había insinuado eso mismo una vez, en aquella última tarde lluviosa en Shanghai. ¿Cómo le habría sentado escucharlo ahora, entre tinieblas? Un espasmo de debilidad, o tal vez de dolor, le atravesó el rostro, pero no me pude reprimir. Me estaba acordando de mi padre, con su abrigo de lana; de mi tía Yinan, llorando después de cuarenta años. Me estaba acordando de Hu Ran, que se murió ahogado mientras los muebles de mi madre burlaban tranquilamente el bloqueo; veía a mi hermano Yao, con la vida destrozada y los ojos inyectados de sangre, diciéndome que ya era demasiado tarde para él.

– No lo entiendo -le dije-. Cuando los tratas con crueldad te haces daño a ti misma. No tienes en cuenta tus propios sentimientos. Los amabas más que a nadie y los sigues amando. Los amas a los dos y, sin embargo, les has arruinado la vida.

– Dime -replicó mi madre-, ¿qué habrías hecho tú? Te crees que me conoces muy bien, pero ¿te conoces a ti misma? ¿Cuánto habrías sacrificado tú para quedarte con aquel a quien más deseabas?

Abrí la boca pero no logré articular palabra.

Mi madre miraba al frente, con coraje, hacia la oscuridad. Puede que entonces volviese a sacudir la cabeza; el caso es que se le cayó hacia a un lado, señal de que había llegado el momento de marcharse. Cerró los ojos.

– Tú siempre fuiste su hija -dijo, casi para sus adentros-. No lo entenderías.

Tenía razón. Qué poco sabemos de los que nos preceden. De manera que mi madre y yo firmamos una especie de tregua. Nos quedamos esperando en silencio, escuchando cómo la noche desplegaba sus alas sobre nuestras cabezas. Antes de salir de la habitación, le di el rosario de pequeños budas que tenía encima de la mesilla. No podía mover los dedos pero le gustaba tener las cuentas en la mano. Su regularidad la confortaba, igual que las plegarias que había repetido en las últimas décadas. Ahora me di cuenta de que no rezaba por obtener la liberación ni el perdón ni una muerte plácida. Las oraciones le daban fuerzas. De alguna forma, afianzaban su firme propósito de vivir hasta el final sin cambiar un ápice.

Los tacones de Hwa resonaban en el suelo inmaculado de la cocina. Estaban encendidas todas las luces, y casi dolía mirar los grifos de limpios y relucientes como estaban. Hwa se despistó y se le salió el agua de la tetera. Al ir a dejar en la mesa un plato de cristal con dulces de ajonjolí, se le cayó uno al suelo. Me agaché y lo recogí para que no le diese mayor importancia. Cerró un cajón tan bruscamente que pegué un bote. Fue con paso decidido hasta la lumbre y se plantó ante la tetera, a esperar.

– No sé por qué la he aguantado tantos años.

Su voz sonaba ahogada y trémula.

– Hwa -dije, procurando consolarla-. Ya sé que mamá puede parecer cruel, pero…

– No es que lo parezca, lo es.

Se echó a llorar. Sollozaba toda encogida, y, cuando le puse la mano en el hombro, lo noté resistente, como un caparazón.

– No es culpa tuya, Hwa. Aquí la culpable soy yo, y ella lo sabe. No ha sido su intención tratarte con frialdad.

Sus sollozos subieron de tono.

– Meimei, sabes que te quiere. Te has portado de maravilla con ella todos estos años. Ya verás como, cuando descanse, querrá hablar contigo para arreglarlo todo.

Hwa alzó la cara y me miró. Se le había corrido el maquillaje y tenía los labios descoloridos.

– No. No es eso lo que va a pasar. ¿Sabes lo que va a pasar? Pues que iré a verla y perderé el control y me echaré a llorar. Entonces le suplicaré que me perdone. Eso es lo que hago siempre.

Esperó a que le contestase, pero yo no sabía qué decir.

– Sigue enfadada porque no le avisé de que iba a venir papá.

– Fue porque querías protegerla -dije-. ¿No se lo puedes explicar?

– No, ésa eres tú. Tú eres la única que tiene derecho a explicarse.

Las palabras de Hwa salieron disparadas hacia mí, como si buscasen un lugar donde hacer impacto, y me preparé para resistirlo.

– En el fondo -dijo Hwa-, mamá sabe cómo es. Sabe que cualquiera que permanezca a su lado va menguando hasta desaparecer. Por eso ha perdido a todos a quienes verdaderamente amó. Perdió a nuestro padre y a Yinan. A ti te amaba y te dejó marchar. Sabía lo que andabas haciendo en Shanghai, hace todos esos años. Yo le decía que estabas con Pu Li, o jugando al baloncesto, o cualquiera de esas excusas tontas que te inventabas, pero no creo que se las creyese jamás. Dejó que siguieses tu camino, aunque eso casi acaba contigo. -Giró la cara, húmeda y descompuesta, y me miró-. Ayer preguntó por ti.

– Lo que te pasa, Hwa, es que estás enfadada.

– Nunca tuviste que casarte con quien ella te dijese. Nunca tuviste que vivir con ella. ¿Qué te crees, que yo no sabía con quién quería casarse Pu Li realmente? ¿Te crees que yo no sabía lo que hacía?

Le brillaban los ojos, rotundos y categóricos.

– Mira, no te culpo de nada, pero ¿sabes cómo me «propusieron» matrimonio? Su madre le escribió una carta desde Taiwán. Yo no tenía ni idea. Entonces su madre le preguntó a mamá si le parecía bien. Yo seguía destrozada por lo de Willy. No tuve fuerzas para decir que no. Cuando Pu Li volvió a Taiwán, sabía que ya estaba todo decidido. Nunca me lo pidió. Ni siquiera mencionó jamás el tema.

– Hwa.

– A ti te daba igual. Estabas muy por encima. Muy ocupada en huir de nosotras.

– Yo no quería abandonarte, meimei.

Hwa miró a otra parte.

– Aunque bien mirado, Pu Li no te amaba lo bastante como para insistir en casarse contigo. Hizo lo que le mandó su madre.

– Meimei -dije-. Después de tanto tiempo, eso ya no importa.

– Claro que importa.

– Pero, después de todos estos años, está clarísimo que os queréis.

– Sí -dijo. De nuevo estaba llorando-. Ahora nos queremos. Pero sí que importa.

Por unos momentos, pareció quedarse satisfecha con mi silencio. Lavó la taza y el platillo y lo recogió todo. Pero al cabo de un rato, empezó a ponerse nerviosa. Miró la hora. Entonces se levantó, se pasó la mano por el pelo, y salió de la cocina. La oí cruzar el jardín; supe que mi madre también la habría oído. Hwa iría hasta ella y cerraría la puerta, y, de alguna forma, en aquel dormitorio vacío, las dos celebrarían el oscuro y necesario ritual del perdón.

El día siguiente a la muerte de mi madre, su abogado, Gary Liu, fue a casa de Hwa con un sobre de seda salvaje de color marrón con el sello más grande y rebuscado de mi madre estampado en la solapa. Dentro del sobre estaban el testamento y las instrucciones para los funerales. Sería incinerada y se observarían los tradicionales cuarenta y nueve días de luto. Dejó todo lo que tenía a sus cuatro nietos, excepto la casa, que se la legó al templo, junto con una donación para su mantenimiento.

No habría sido realista esperar que mi madre abandonase este mundo sin dejar asimismo una serie de órdenes precisas. Pero ni siquiera Hwa se había imaginado que fuesen a ser tan prolijas. Había incluido el nombre y la dirección del sastre que había confeccionado el vestido con el que había que incinerarla, así como los retoques definitivos que habría que hacerle una vez muerta. Su florista compondría los ramos de sus flores predilectas según los bocetos que había dejado. Especificó los nombres de las dos empresas de catering encargadas de suministrar las ofrendas, una para la fruta y la otra para preparar las diversas miniaturas de tofu. Dejó dibujado un croquis de la mesa con los nombres de las cosas que quería que colocásemos encima: frutas y papel moneda, incienso y adornos. Advertía de que las ofrendas serían considerables y que, por tanto, su retrato en blanco y negro debería colgarse a una cierta altura por encima de la mesa para que las pilas de fruta y comida no predominasen sobre su efigie. Tras la ceremonia, todo el mundo disfrutaría de un fastuoso banquete. Ya se había hablado con el restaurante y se había decidido el menú, que sería carísimo; para el personal del templo, que no comía carne, habría un menú diferente pero igual de elaborado. Unas limusinas trasladarían a todo el cortejo fúnebre al restaurante. La distribución en los vehículos ya estaba decidida.

Todo se desarrolló según había previsto mi madre, sin incidentes reseñables.

Los asistentes desbordaban el aparcamiento del templo. Además de nuestra familia y de Pu Taitai, creo que los más afectados por la muerte de mi madre eran aquellos que la habían ayudado con la casa y atendido durante su enfermedad. El hombre que le había restaurado los muebles llegó con su esposa italiana desde San Francisco. La joven enfermera que le preparaba las medicinas acudió con su marido. La mujer de la limpieza y los jardineros llegaron juntos, con aire lúgubre. Luego estaban sus viejas amigas y rivales, acompañadas de sus familias. Asistió incluso gente que Hwa no veía desde hacía años, pero que habían respondido a la llamada. Varias de sus viejas compañeras de mahjong, de la época de Chongking, llegaron tambaleándose al templo, del brazo de sus hijos. De los barrios residenciales de Los Ángeles llegó una flota de coches. Por último, una flamante limusina privada aparcó en la puerta y quien se apeó, para sorpresa de todos los presentes, fue Hsiao Meiyu, una vieja dama, minúscula y elegante, vestida con un austero chipao negro y tocada con un sombrero cuyo pequeño velo ondeaba con la brisa.

Había dos asistentes con quienes mi madre no había contado. Marcus, el hijo de Hwa, fue con su novia, una joven con el pelo de punta y una educada expresión de curiosidad en sus ojos azules. La otra era Hu Mudan, que vino de Nueva York con Tom y mis hijas. Tom la ayudó a bajar del coche. Hu Mudan me vio al instante y se soltó de mi marido; parecía encogida y cansada por el vuelo, pero alerta. Mi madre no habría querido que estuviese allí, pero ahora no podía impedírselo, y Hu Mudan ya era lo bastante vieja como para hacer lo que le diese la gana.

Yo había metido el poema de Yinan bajo el vestido de mi madre. Ella no lo habría consentido, pero consideré apropiado que mi padre y Yinan estuviesen presentes de algún modo en la ceremonia. Dentro de poco el poema quedaría reducido a cenizas, y la vieja rabia y la prolongada pena de mi madre saldrían, por fin, de su cuerpo.

Ni siquiera Hwa conocía toda la historia de mi madre.

Me había dejado marchar, pero jamás dejó de susurrarme al oído. «Escucha -decía-. Escucha y observa.» Desde que yo era niña, siempre habíamos mantenido un acuerdo tácito: yo conservaría su historia igual que ella había conservado la de mi madre. Por eso volcaba en mí silenciosamente sus historias y secretos. Yo me aferraba a ellos por mi madre, transigiendo con su frialdad y su ira, aceptando su advertencia de que no me enorgulleciese demasiado de lo que veía. Me dejó ser yo misma, alejarme de su lado, siempre que no tuviese que sobrellevarlos ella sola. Me había tambaleado bajo el peso de sus historias, pero ahora que había muerto, ¿qué sería de mí? Yo había sido el testigo de su existencia y ahora que ésta había concluido, esa labor tan penosa no le importaba a nadie salvo a mí.

Hay que reconocer que en su día lo sacrifiqué todo por lealtad a mi madre. Ella era a quien yo más había querido pero, a pesar de mi sacrificio, se murió sin llegar a entenderlo jamás. Me preguntaba qué sabrían Mudan y Evita de todo eso. ¿De verdad entendía Mudan la historia del silencioso colgante que llevaba en el hueco de la garganta? ¿Qué le contaría un día Evita a su hija acerca de su propia madre? Evita era un producto de su generación, tenía esa mirada: la velada reserva de quienes han aprendido, por necesidad, a adivinar los misterios de dos culturas a las que no pertenecen por completo. Para ella, el pasado era tan misterioso como la hermosa cara que veía en el espejo, el rostro de sus antepasados.

El sonsonete áspero y grave de la salmodia nos llenaba los oídos:

Se bu i kongkong bu i sese chi shi kongKong chi shi seShou xiang xing shi.

¿Cómo había podido consolarse mi madre con esas palabras que procuraban la nada, y, al mismo tiempo, afirmarse en la vieja ira que la sostenía?

Nos había enseñado que el amor más poderoso se fundamenta en la posesión. Nos mantuvo a salvo durante aquella guerra espantosa y el posterior tumulto. Lo único que nos pidió a cambio fue nuestra lealtad incondicional. ¿Quién puede cumplir semejante contrato de amor? Uno tras otro, todos la defraudamos. Chanyi la abandonó, Yinan la traicionó, mi padre demostró no ser más que un hombre. Hwa le ocultó un secreto y yo la avergoncé. Ninguno la habíamos amado como quería ser amada.

El sonido de los tambores captó nuestra atención. Nos reunimos en torno al féretro. Me imaginé su cuerpecillo dentro como lo había visto por la mañana, consumido y extraño, envuelto en una crisálida de ropajes. La seda, de un violeta intenso, estaba bordada con aves fénix, unicornios y lenguas de fuego. El féretro se deslizó por delante de la concurrencia y la portezuela se cerró tras él. Nos inclinamos para verla, no con curiosidad sino con una especie de aprensión. Lo mismo ocurría cuando estaba viva y tantos de nosotros nos encogíamos en su presencia, pero ahora su cuerpo, sellado para siempre, no revelaba nada. Llegué a preguntarme si no habría tenido ensayado desde un principio ese instante de supremo hermetismo.

Normalmente, quien aprieta el botón que hace bajar el ataúd al horno subterráneo es el hijo mayor. Mi madre no había tenido hijos, así que fui yo quien lo apretó. No hubo forcejeo alguno, ni el menor rastro de un espíritu enfurecido. Tan sólo un clamor de silencio cuando el ataúd inició el descenso, y, acto seguido, el rugido de las llamas.

Esperé a que se doblase el mundo, como si mi madre siguiese agarrada a él. Durante un largo instante, percibí una lenta distensión, un brote de alivio. La cabeza me pesaba menos, como si las largas trenzas que me tuviesen amarrada se las hubiese llevado el viento. Mi madre había sido como una estrella oscura que nos arrastraba a todos. Pronto podríamos alejarnos con total libertad de ella, tan ciega y tan torturada, tan cruel y tan mortal.

Al salir del templo, me sobresaltó la luz. El sol lucía alto y débil tras las nubes blancas, una esfera difusa engastada en un huevo inmemorial. Bajo el pálido cielo de otoño, marché con los demás hasta la fila de limusinas que nos esperaban. Me movía lentamente, tanteando el terreno, pero la tierra no tembló. Tan sólo el eco apagado de los tambores resonaba en mis oídos.