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Entonces cambió nuestra vida. Martín empezó a quedarse a dormir en la casa, y yo me despertaba de noche y oía el ruido de una respiración que no conocía. Iba al cuarto de mi hermana, quería abrir la puerta, la encontraba cerrada con llave; pero la respiración intrusa e invasora estaba al otro lado de la puerta: una pistola cargada dentro de una caja fuerte. Nuestra vida había cambiado: era más natural. Martín me despertaba, me preparaba el desayuno, dejaba que yo exprimiera las naranjas, me llevaba al colegio en aquel Peugeot tan anticuado que me daba vergüenza. «¿Quién te trae al colegio?», me preguntó el nuevo profesor. «Mi hermano», le respondí. «¿Tu hermano?», se extrañó. ¿Había leído mi ficha, en la que constaba que sólo tenía una hermana? «Es un hermano secreto; mi padre no quiere que se sepa que tenemos un hermano, pero yo no puedo mentir», le expliqué al profesor, mirando de reojo hacia la clase. En la clase nadie me quería: ¿quién querría a quien trata con fantasmas? Mis antiguos amigos no olvidaban al espectro del sofá, al espectro de la hamaca en el jardín, que vivía en la casa entre las ruinas de sus casas, casas que ya ni eran ruinas, voladas, derrumbadas, suplantadas por los edificios gigantes; no olvidaban al espectro que era mi padre.

No tenía escapatoria: cada mañana Martín me subía al Peugeot, me llevaba al colegio, esperaba a verme entrar en el pabellón de las aulas. Cuando salía de mi dormitorio, me asustaba encontrármelo por el pasillo o en el cuarto de baño o en la cocina calentando café: era un ser movedizo y cambiante, del que, de noche, no podía recordar la cara. Si en una comisaría hubiera tenido que reconstruir su retrato robot, no habría sido capaz de hacerlo. «Usa una muñequera de piel negra», les diría a los policías. Me aterraba más, sin embargo, verlo lavar los platos, colocarlos en el escurridor, introducir el brazo -su vello era rubio- en el fregadero, en el agua opaca y sin espuma, para quitarle el tapón. Era Martín un maniático de la limpieza: un día se le ocurrió sanear y vaciar la piscina.

Fue el día en que oí la voz de mi padre. Estábamos viendo la televisión entre explosiones de barrenos y estrépito de taladradoras: ahora Martín nos obligaba a ver la televisión con el volumen subido. Mi hermana lo soportaba porque se arreglaba las uñas mientras hablaban los actores o pasaba las hojas de una revista o tocaba a Martín; pero yo, que en tiempos más favorables leía en voz alta la enciclopedia marítima, permanecía en forzoso silencio. Cerraba los ojos y me imaginaba la cara del que hablaba en la televisión: cuando los abría, la cara que yo había inventado resultaba ser la que en ese instante tenía Martín. Lo maldecía mientras mi hermana le rascaba la nuca, sentados los dos cómplices en el sofá del moribundo. Oí entonces el ruido del coche que penetraba en el jardín de la casa; Martín y mi hermana, almibarados y ausentes, no lo oyeron o fingieron no oírlo; se alarmaron cuando sonó el timbre de la puerta.

Quitó Martín los cerrojos y se enfrentó a la voz de mi padre. «Buenas tardes», decía, alzando la voz sobre el ruido de las obras, «buenas tardes; ¿no le interesaría comprar un Volkswagen?» Una ola de polvo entraba desde el exterior. Mi hermana estaba pálida e impasible como un ser de temple que espera un veredicto fatal. «Es Schuffenecker», le dije. Ella me hizo un gesto para que callara. «Por favor, deja que entre», le rogué. «Tengo coche», decía Martín. Dio Martín un portazo, arrancó el nuevo coche de Schuffenecker. Corrí a la ventana y vi que era un Volkswagen moderno. «Mañana limpiaremos la piscina», dijo de pronto Martín. «Sería estupendo», añadió mi hermana. Me di cuenta de que yo no echaba de menos a mi padre: sólo me parecía conveniente que estuviera en su sofá, al que no tenían derecho ni Martín ni mi hermana. Martín subió el volumen de la televisión de Schuffenecker: «No puedo aguantar el ruido de las obras; deberías hablar con tu madre para vender esto», le dijo a mi hermana. Hubo entonces una explosión: acababan de volar otra casa que había sido como la nuestra.

Al mediodía siguiente Martín nos puso a mi hermana y a mí ante la piscina, frente a una mesa sobre la que había colocado una caja de cartón en cuya superficie instaló una cámara de fotos. Era sábado y las obras multiplicaban su ritmo: las taladradoras levantaban lo que había sido el pasaje Miami. Llevaba Martín gafas de sol doradas con los cristales de color verde claro: eran unas gafas idóneas para la limpieza de piscinas que también utilizaba para conducir. A veces tuve la tentación de pedírselas prestadas para saber cómo se veían las cosas a través del vidrio verde, pero la apariencia compacta, en el asiento de atrás del Peugeot, de la cartera de cuero negro con hebillas plateadas, de los montones de hojas transparentes y encerradas entre cristales, me quitaban las ganas de pedirle nada a Martín. Pero ahora había dejado las gafas junto a la máquina de fotos, iba a la casa a buscar algo que se le había olvidado. Me separé de mi hermana, fui y me puse las gafas: estaban graduadas. Las cosas se veían empequeñecidas, inclinadas y distantes.

Regresó Martín con un dispositivo que acopló a la cámara. Yo terminaba de quitarme las gafas y de dejarlas junto a la funda de la máquina de fotos. Me dijo Martín: «Colócate a la izquierda de tu hermana.» Obedecí. Del brazo de la grúa amarilla pendían cuatro vigas de hierro. ¿Cómo sonaría el golpe contra el suelo de las vigas si se desprendieran del cable que las unía al brazo de la grúa? Mi hermana sonreía a la cámara o a Martín o ensimismada, como cuando nos acordamos de una frase que, hace mucho, nos divirtió. Martín apretó el disparador de la cámara fotográfica, se dirigió a paso rápido hacia mi hermana, paró a su derecha. Entre los estallidos de las obras distinguí un crujido menudo y prolongado, el arañar de una uña en la espiral de alambre fino de un cuaderno: Martín empleaba un automático para sacarnos una fotografía. Antes de que sonara el disparo de la máquina de fotos, pensé en el tiempo que tardaría un cuerpo en estrellarse contra el suelo si se lanzara desde el extremo del brazo de la grúa amarilla: hice mentalmente el recorrido desde el brazo de la grúa hasta el suelo. En el momento en que oí el clic de la máquina de fotos el cuerpo que había imaginado chocó contra el techo del cobertizo de la depuradora.

Entonces empezamos a retirar hojas y hojas y plásticos y papeles y cartones de la piscina. En un principio pensé que a Martín lo movía el interés por conseguir los miles de hojas que se acumulaban sobre el agua quieta. Pero todas las hojas fueron amontonadas para que se las llevara la basura. Estábamos recogiendo hojas y Martín encendió la radio del coche e improvisó unos pasos de baile y le restregó a mi hermana los labios por el cuello; y bailaron mientras yo seguía amontonando hojas y hojas y nunca veía el agua parda o verduzca. ¿De qué color sería? Arrancábamos papel pintado de una pared que ha sido empapelada una decena de veces. Ahora Martín y mi hermana bailaban sobre el trampolín: resultaba romántico. Una excavadora abría un agujero frente a la cancela de nuestra casa.

Cuando apareció el agua nos animamos y aceleramos el trabajo. Martín dijo que nadie comería antes de que pudieran abrirse las compuertas de desagüe de la piscina. La montaña de hojas había crecido, y la escalé y le pedí a Martín que me fotografiara. Me dijo que no, que cuando acabáramos la limpieza. Las hojas húmedas se me metían en los zapatos de lona, manchaban la lona blanca: cada hoja pesaba como una piña, embadurnada del polvo de las obras. No quedó ni una hoja sobre el agua y Martín se empeñó entonces en hacernos una nueva foto. Otra vez nos alineó ante la piscina, preparó el automático, repetía gesto por gesto: los movimientos de hacía una hora, y yo sentí entonces que toda mi vida era una repetición, pero cada vez que repetía un movimiento lo hacía peor, en medio de mayor oscuridad y más aburrido. Mis zapatos de lona blanca estaban llenos de lodo, pero, en cuanto saltó el disparador de la cámara fotográfica, corrí al montón de hojas y lo volví a escalar. «Sácame la foto, Martín», le dije al hombre que abrazaba a mi hermana. «Después de comer», me dijo.

Comíamos y se vaciaba el agua de la piscina. Veíamos la televisión y seguía vaciándose. La tarde se había ido oscureciendo, pero Martín conservaba puestas las gafas de cristales verdes. Conectaron los reflectores de las obras y una luminosidad nueva invadió la habitación. Me asomé a la ventana: la piscina estaba casi vacía; dentro de la casa, sin embargo, nada cambiaba, salvo las imágenes que se sucedían en la pantalla del televisor y que yo veía reflejadas en la ventana. «Ven, ven», dijo Martín quitándose las gafas, que quedaron sobre el sofá. Mi hermana y él subían al piso de los dormitorios. Entonces me arrodillé sobre el sofá, sobre las gafas de Martín, y el cristal se rompió y me hizo daño en la rodilla. Me levanté del sofá, le bajé el volumen a la televisión hasta dejarla muda, localicé en la radio música clásica, cogí el fascículo de la enciclopedia marítima y leí en voz alta el capítulo dedicado a los animales que emiten luces propias.