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No era la luz difusa que colmaba el cuarto sino el ruido de las obras alrededor de la casa lo que me dio conciencia de que se había hecho de día y yo me despertaba y mi padre había muerto. ¿Había vuelto mi hermana mientras yo dormía? Salí descalzo del dormitorio -había incómodas partículas de yeso por el suelo del cuarto- y me encontré vacía la habitación de mi hermana. Pero había en la casa un latido de cuerpos, y yo lo percibía, como cuando por la calle notaba que alguien cerca de mí, a mis espaldas, estaba mirándome, y me daba la vuelta y me enfrentaba a los ojos de una desconocida: alguien, me imaginaba, que había sufrido el rapto de su primogénito años atrás, y creía identificar en mí al hijo perdido gracias al lunar que tengo en la mejilla izquierda, y se disponía a asaltarme y a llevarme por la fuerza a un apartamento estrecho y arruinado.

Desde la balaustrada de la planta alta descubrí a tía Esperanza y tío Adolfo y recuperé la memoria de la noche anterior: con un paño mi tía desempolvaba los anaqueles de la biblioteca, afanosa como si, responsable de un asesinato, se preocupara de borrar posibles huellas, mientras mi tío mantenía la vista en un punto aéreo y fijo, apacible como quien espera en una estación de autobuses, seguro de que la impaciencia no cambiará la hora de partida o llegada de los vehículos, conforme y desesperanzado. Sí, tenía un parecido notable con mi padre, antes, claro, de que a mi padre lo invadiera el ser carcomido con el que habían cargado los camilleros. Alzó los ojos y me miró, pero no dijo nada: era como si estuviéramos a oscuras y los ojos de mi tío tuvieran que acostumbrarse a la tiniebla para distinguirme y reconocerme. Al cabo exclamó: «¡Buenos días!» y mi tía me sonrió, y la dentadura amarillenta como nata de dos días funcionó como un recordatorio: un lazo de lana anudado en un dedo para que nos acordemos de una cita. Nadie iba a convencerme de que mi padre estaba muerto.

Parecía evidente e indiscutible, sin embargo, que lo estaba, e incluso yo asistí a su entierro, del que me ha quedado una sucesión de imágenes veloces y débiles, las imágenes de la pantalla de un cine en el que han abierto una puerta y una cortina, y penetra la luminosidad del exterior diluyendo a los actores, los escenarios y los paisajes. Mi hermana vestida de negro y enmascarada tras unas gafas de cristales ahumados, llevaba una curiosa bolsa de papel marrón en las manos enrojecidas. Pensé: «La pobre ha llorado mucho», pero inmediatamente caí en la cuenta de que el llanto no le habría irritado las manos. ¿Había tenido que lavar el cadáver, la habían obligado a cavar una fosa? Los enterradores se movían sin emoción, profesionales, y tanta diligencia dedicada a un perfecto extraño consiguió conmoverme. No tuve, pues, que fingirme afligido por la muerte de un individuo que era un suplantador, si es que se enterraba a alguien: el féretro, en cuanto lo sacaron del largo coche gris perla, me pareció extremadamente ligero a pesar de que lo cubrían flores y coronas con cintas negras y doradas. Además, ¿tienen igual presencia un recipiente vacío y uno lleno? Aquella caja de negra madera lacada tenía aspecto de estar absolutamente vacía, y, suponiendo que mi perspicacia me engañara, ¿qué me importaba que sepultaran a un falsificador y a un impostor? Yo había recogido pruebas de sobra de que el hombre que babeaba en el sofá, frente a la ventana, absorto en las grúas y las excavadoras y la radio, no era mi padre.

Entonces vi que mi hermana lucía una cadena de oro sobre el vestido de luto, una cadena de la que pendía el anillo de mi padre. El ataúd ascendía en un elevador hacia el nicho con la lentitud de un príncipe camino de la coronación. ¿Debía ordenar que pararan la ceremonia, abrieran el ataúd y comprobaran que, de haber alguien dentro, no le pertenecía al cadáver el anillo que conservaba mi hermana? Un individuo con muletas me observaba atónito desde la cima de un promontorio. ¿Me hacía señales? Por desgracia me distrajo un avión que, en ese instante confuso, atravesó atronador el cielo claro y frío, y luego, cuando el avión se alejaba, advertí que el inválido había desaparecido y que cambiaba el ruido del elevador: el ataúd se desplazaba ahora sobre rieles hacia las profundidades del nicho. Mientras tapiaban el hueco en el que yacería para toda la eternidad un impostor que quizá fuera nadie, reinó un silencio helado apenas interrumpido por tímidas toses contenidas y pisadas pastosas sobre la tierra húmeda y blanda. Vivíamos en una ampolla de vidrio: si alguien nos hubiera agitado, habría empezado a nevar. Yo evitaba leer los nombres inscritos en las lápidas, porque temía tropezarme con mi propio nombre.

Colmaban y aseguraban los bordes de la tumba con inyectores de silicona: la desaparición del difunto se consumaba. La lápida que cerraba el nicho quedó, sin embargo, en blanco: ¿se me daba una nueva prueba de que no era mi padre el ocupante de la fosa? Y, conforme el elevador descendía, en una transición imperceptible, se desataron las conversaciones, emprendimos la marcha hacia la puerta del cementerio. Mi hermana apoyó la mano derecha en mi brazo, manteniendo bien apretada la bolsa de papel marrón en la izquierda. «¿Qué llevas en la bolsa?», quise preguntarle, pero, en lugar de palabras, emití un misterioso gruñido que provocó el terror entre la multitud: se produjo, por lo menos, un impenetrable y admirado y respetuoso silencio, como si un alto mando hubiera irrumpido en la algarabía de una sala de oficiales poco disciplinados.

En la casa se alargó la reunión: cuantos le habían demostrado a mi padre devoción y estima acatando sus deseos de aislamiento y tranquilidad a la hora huraña de la muerte, allí estaban dando buena cuenta de las bandejas de emparedados, pasteles y bebidas que tío Adolfo, cumpliendo una última voluntad del difunto olvidada sin duda en los días finales, había encargado en la confitería Argentina. Aunque el tiempo era frío, abrieron las ventanas -alguien juzgó la habitación poco ventilada- y el aire se llenó en un segundo del polvo que arrancaban barrenos, taladradoras y excavadoras. Me senté frente al sofá del que mi padre había desaparecido: ahora lo ocupaban un hombre pálido y un hombre moreno que tenían la misma cara, vestían la misma ropa y hablaban a voces, desacostumbrados al trato humano en las condiciones de aquella casa cercada y aislada en mitad de impresionantes obras de albañilería. Me miré un hombro y lo encontré cubierto de polvo; las cabezas de los invitados se iban tornando grises: la estancia era una fabulosa cámara de envejecimiento acelerado. Mi hermana se esfumó; sobre la consola había olvidado la bolsa de papel marrón de la que no se había desprendido durante el entierro. Habían abierto la puerta y la gente se desparramaba por el jardín: al día siguiente habría vasos entre la hierba amarilla y las hojas secas, al pie de los sillones y las hamacas, junto al columpio. Abrí la bolsa, me asomé al interior: allí estaban dobladas la blusa estampada de mi hermana, la falda azul, unas medias. Olían a viva claridad cerrada.

Un hombre se acercó al teléfono: le hubiera avisado que no tenía línea, que mi padre, con unas tijeras, había cortado el cable hacía mucho, no alterado ni impaciente por el exceso de llamadas, sino cansado de la angustia de esperar una llamada que nunca se producía. Así se lo explicó a mi hermana pausadamente, como se explica el uso de una máquina, y yo lo oí. Pero el hombre tecleaba desasosegado en el teléfono, persiguiendo la línea perdida, hasta que reparó en el cable cortado. Los asistentes al entierro despoblaban la casa en medio de la calma empañada por la polvareda de las obras: por la puerta y por las ventanas entraba ya la luz de los reflectores que iluminaban los andamios y los esqueletos de los futuros edificios. El hombre que utilizaba el teléfono tomó el cable inútil entre los dedos y se echó a reír. Los visitantes abandonaban la casa bajo el peso del polvo como turistas que salieran de una mina o damnificados que huyeran serenos de una vivienda agitada por un terremoto. El frío se adueñaba de la sala de estar como la fiebre se adueña de un enfermo, y no me sentía aliviado porque se fueran los extraños: el frío crecía con la desolación de la casa. El que telefoneaba todavía empuñaba el auricular, pasaba las páginas de la libreta forrada de cuero negro en la que se anotaban las direcciones y los números telefónicos. «Aquí está mi número», dijo de pronto y, al decirlo, adquirió una consistencia nueva, llenos de plomo los bolsillos.

Todo sentimiento se había diluido entre cordialidad y desnuda alegría: los que se iban cargaban con la tranquilidad sabia de la muerte. Y entonces el hombre del teléfono cortado cogió la foto enmarcada en la que mi hermana había posado junto a mi padre, cerca de la piscina, antes de la última estancia en el hospital: era desconcertante la diferencia entre el cadáver y el caballero de la foto. «Es mi padre», le señalé al hombre. «Bien que lo sé», me dijo. «Y ésta es tu madre», aseveró. «Se equivoca», respondí; «es mi hermana». Mi padre me devolvía la mirada desde la fotografía, me miraba directamente a los ojos. Subí las escaleras, me detuve ante el dormitorio de mi hermana, rocé la puerta con los nudillos. Me abrió tía Esperanza. Tío Adolfo abrazaba a mi hermana, que se sonaba la nariz con un pañuelo de celulosa. La espalda de tío Adolfo era la espalda de mi padre.