38336.fb2 Homero, Il?ada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

Homero, Il?ada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

FÉNIX

Eran tan jóvenes que para ellos yo era un viejo. Un maestro, tal vez un padre. Verlos morir, y sin poder hacer nada: ésa fue mi guerra. De todo lo demás, quién se acuerda ya.

Me acuerdo de Patroclo, entrando en la tienda de Aquiles, corriendo, llorando. Fue en aquella jornada de feroz batalla, y de derrota. Resultaba impresionante: ver a Patrocio de aquella manera, sus lágrimas. Lloraba como llora una niña pequeña, mientras se agarra al vestido de su madre y pide que la cojan en brazos; y ni siquiera cuando los brazos de su madre la levantan, deja de mirarla de abajo arriba, y de llorar. Era un héroe y parecía una niña, una niña pequeña. «¿Qué ocurre?», le preguntó Aquiles. «¿Te han llegado noticias de alguna muerte desde nuestra tierra? ¿Ha muerto tu padre, tal vez?, ¿o ha sido el mío? ¿O es que acaso lloras porque los aqueos a causa de su propia arrogancia mueren bajo las negras naves?» Nunca le abandonaba su cólera, ¿comprendéis? Pero aquel día, Patroclo, entre lágrimas, le pidió que lo escuchara, sin cólera, sin ira, sin maldad. Sólo que lo escuchara. «Grande es el dolor, Aquiles, que hoy ha sido infligido a los aqueos. Los que eran los primeros y los más fuertes ahora yacen heridos, en sus naves. Diomedes, Ulises, Agamenón: los médicos andan ajetreados a su alrededor, y con toda clase de fármacos intentan curar sus heridas. Y tú, temible guerrero, permaneces aquí, encerrado en tu ira. Pues ahora yo quiero que tú escuches la mía, que escuches mi ira, Aquiles: mi cólera. Tú no quieres combatir, yo quiero hacerlo. Envíame a mí a la batalla, con tus guerreros mirmidones. Dame tus armas, deja que las lleve yo: los tróvanos me tomarán por ti, y emprenderán la huida. Dame tus armas y los haremos retroceder, hasta las murallas de Troya.» Lo dijo con una voz que suplicaba: no sabía que estaba suplicando morir.

Aquiles lo escuchó con atención. Se veía que aquellas palabras lo turbaban. Al final dijo algo que cambió el curso de aquella guerra. «Es un dolor inmenso el que aflige al corazón cuando un poderoso, gracias a su poder, le roba a un hombre lo que le pertenece. Y éste es el dolor que yo estoy sufriendo, y que Agamenón me ha infligido. Pero hay algo cierto: io que ha ocurrido ya no puede cambiarse. Y tal vez ningún corazón puede abrigar para siempre una ira inflexible. Dije que no me movería hasta que no oyera el fragor de la batalla retumbando bajo mi negra nave. Ese momento ha llegado. Coge mis armas, Patroclo, coge a mis guerreros. Lánzate a la batalla y aleja de las naves la desgracia. Haz retroceder a los troyanos antes de que nos arrebaten la esperanza de un dulce retorno. Pero escúchame bien y haz lo que yo te diga, si es que de verdad quieres restituirme mi honor y mi gloria: en cuanto hayas alejado a los enemigos de las naves, detente, no los persigas por la llanura, deja de combatir y da la vuelta. No me prives de mi parte de honor y de gloria. No te dejes embriagar por el estruendo de la batalla y por ¡os gritos que te incitarán a seguir luchando y matando hasta las mismas murallas de Troya. Deja que otros lo hagan, y tú date la vuelta, Patroclo. Tú regresa aquí.»

Luego se levantó, apartando de sí toda tristeza, y con fuerte voz dijo: «Y ahora date prisa, ponte las armas. Ya veo las llamas del fuego mortal ardiendo en torno a mi nave. Ponte en marcha, yo iré a reunir a mis hombres.»

¿Quién era yo para detenerlos? ¿Puede un maestro, un padre, detener el destino? Patroclo se vistió de bronce refulgente. Se puso las espinilleras en las pantorrillas, hermosísimas, con los refuerzos de plata en los tobillos. En el pecho se puso la coraza de Aquiles: centelleaba como una estrella. Se echó a los hombros la espada ornada con plata y luego el escudo, grande y pesado. En su valiente cabeza, se puso el yelmo bien labrado: oscilaba, en lo alto, temible, el penacho de crin de caballo. Al final, eligió dos lanzas. Pero no cogió la de Aquiles. Ésa sólo Aquiles podía levantarla: la lanza de fresno que Quirón le había entregado a su padre para dar muerte a los héroes.

Cuando salió de la tienda, los mirmidones se congregaron a su alrededor, preparados para la batalla. Parecían lobos hambrientos, llenos de una gran fuerza en sus corazones. Cincuenta naves fueron las que Aquiles llevó a Troya. Cinco filas de guerreros, regidas por cinco héroes. Menestio, Eudoro, Pisandro, Alcimedonte. El quinto era yo: Fénix, el viejo. A todos nos habló Aquiles, con voz severa. «Mirmidones, me habéis acusado de tener un corazón de piedra, y de manteneros en las naves, lejos de la batalla, sólo para alimentar mi ira. Pues bien, aquí tenéis la guerra que deseabais. Libradla con todo el coraje que poseéis.» Con el eco de su voz resonando, las filas de los guerreros se cerraron y, como las piedras de una pared, se encajaron los hombres: escudo contra escudo, yelmo contra yelmo, hombre contra hombre, tan apiñados estaban que a cada movimiento se rozaban los penachos con los reflejos de los relucientes yelmos. Y, delante de todos, Patroclo: subido al carro en el que Automedonte había uncido a Janto y Balio, los dos caballos inmortales, veloces como el viento, y a Pédaso, caballo mortal y hermosísimo.

Aquiles entró en la tienda y levantó la tapa de una espléndida caja, completamente taraceada, que su madre había hecho que cargaran en la nave para que él la llevara consigo: estaba llena de túnicas, capas y pesadas mantas. Había también una valiosa copa que sólo Aquiles podía utilizar, y que sólo utilizaba para beber en honor a Zeus, y ningún otro dios. La cogió, la purificó con azufre, luego la lavó con límpida agua, se lavó las manos y al final se sirvió en ella vino rutilante. Luego volvió al exterior; delante de todos se bebió el vino y, mirando al cielo, rogó al sumo Zeus que Patroclo pudiera luchar, y vencer, y regresar. Y, con él, todos nosotros.

Arremetimos contra los troyanos de golpe, igual que un enjambre de avispas enfurecido. A nuestro alrededor, las negras quillas de las naves retumbaban con nuestros gritos. Patroclo gritaba delante de todos, reluciente con las armas de Aquiles. Y los troyanos lo vieron. Deslumbrante, sobre el carro, al lado de Automedonte. Es Aquiles, pensaron. Y de pronto el desconcierto se apoderó de sus tropas, y la turbación devoró sus almas. El abismo de la muerte se abrió de par en par bajo sus pies, que intentaban escapar. La primera lanza que salió volando fue la de Patroclo, arrojada justo al corazón de la contienda: le dio a Pirecmes, el jefe de los peonios. Se le clavó en el hombro derecho, cayó con un grito, desaparecieron los peonios, presas del miedo, abandonando la nave sobre la que ya habían subido y de la que ya habían quemado cerca de la mitad. Patroclo hizo que apagaran el fuego, y luego se lanzó hacia las otras naves. Los troyanos no se arredraban, retrocedían pero no querían alejarse de las naves. El choque fue brutal, y durísimo. Uno tras otro todos nuestros héroes tuvieron que luchar y doblegar al enemigo; uno tras otro caían los troyanos hasta que aquello ya fue excesivo, incluso para ellos, y empezaron a dispersarse y a huir, como corderos perseguidos por una jauría de lobos feroces. Los cascos de los caballos levantaron una nube de polvo contra el cielo cuando se pusieron al galope. Huían, entre los gritos y el tumulto, cubriendo todas las sendas del horizonte. Y allí donde más densa era su fuga, allí se lanzaba Patroclo, gritando y matando: muchos hombres cayeron bajo sus manos, muchos carros se volcaron con estrépito. Pero la verdad es que él ansiaba encontrar a Héctor: en su corazón, secretamente, buscaba a Héctor, para su propio honor y su propia gloria. Y lo vio. En un momento dado, en medio de los troyanos que intentaban, en su huida, cruzar de nuevo la fosa, lo vio y corrió tras él; a su alrededor había guerreros que huían, por todas partes; la fosa frenaba la carrera, lo hacía todo más difícil, saltaban los timones de los carros de los troyanos y los caballos se marchaban de allí al galope, como ríos desbordados. Pero Héctor… Héctor tenía la habilidad de los grandes guerreros: se movía en la batalla escrutando el sonido de las lanzas y el silbido de los dardos; sabía adonde ir, cómo moverse; sabía cuándo estar con sus compañeros y cuándo abandonarlos, sabía cómo esconderse y cómo dejarse ver. Se lo llevaron de allí, veloces como el viento, sus caballos, y Patroclo se dio la vuelta entonces, y empezó a llevar a los troyanos hacia las naves: les cortaba la retirada y los empujaba de nuevo junto a las naves: era allí donde quería acabar con todo y aniquilar; le dio a Prónoo en la parte del pecho que el escudo dejaba al descubierto, vio a Téstor que estaba agachado en su carro, como atontado, y lo traspasó con su lanza, justo aquí, en la mandíbula: la punta de bronce atravesó el cráneo. Patroclo levantó la lanza, como si hubiera pescado algo, y el cuerpo de Téstor se levantó por encima del borde del carro, con la boca abierta, y con una pedrada Patroclo le dio entre ceja y ceja a Erilao: dentro del yelmo la cabeza se partió por la mitad. Cayó al suelo el héroe y sobre él descendió la muerte que devora la vida; y también devoró las de Enmante, Antófero, Epaítes, Tlepólemo, Equio, Piris, Ifeo, Evipo, Polimelo: todos a manos de Patroclo. «¡Vergüenza!», se oyó la voz de Sarpedón, hijo de Zeus y jefe de los licios. «¡Vergüenza! Huyendo delante de ese hombre. Yo me enfrentaré a ese hombre. Yo quiero saber quién es.» Y se bajó del carro. Patroclo lo vio y se bajó él también. Estaban el uno frente el otro, como dos buitres que se pelean en una alta roca, con el pico curvado y ganchudas garras. Lentamente caminaron el uno contra el otro. La lanza de Sarpedón voló por encima del hombro izquierdo de Patroclo, pero la de Patroclo le dio de lleno en el pecho, donde está encerrado el corazón. Sarpedón cayó igual que una gran encina abatida por las hachas de los hombres para ser convertida en quilla de nave. A los pies de su carro quedó tendido, arañando con las manos entre estertores el polvo ensangrentado. Agonizaba como un animal. Con la vida que todavía le quedaba empezó a invocar a su amigo Glauco, lo llamaba y le suplicaba: «Glauco, no dejes que me quiten las armas, reúne a los guerreros licios, venid a defenderme. ¡Glauco, seré para siempre vuestro deshonor si permitís que Patroclo se marche con mis armas!» Patroclo se acercó, apoyó su pie sobre el pecho de Sarpedón y arrancó de ahí la lanza, llevándose con ella las entrañas y el corazón. Así, de un solo gesto, extrajo de aquel cuerpo la punta de bronce y la vida.

Mientras tanto, corriendo de un lado a otro, Glauco, loco de dolor, llamaba a todos los jefes licios y a los héroes troyanos: «¡Sarpedón ha muerto, Patroclo lo ha matado, corred a defender sus armas!», y acudieron todos, aturdidos por la muerte de aquel hombre que era uno de los más fuertes y amados de entre los defensores de Troya; acudieron y se desplegaron alrededor de su cuerpo: Héctor al frente de todos los demás para defenderlo. Patroclo los vio llegar, y nos reunió a todos, en ese momento, y nos desplegó frente a ellos, gritando que, si de verdad éramos los más fuertes de todos, aquél era el momento de demostrarlo. Allí en medio estaba el cuerpo de Sarpedón. Troyanos y licios en un lado. Nosotros, los mirmidones, en el otro. Y se entabló la batalla, por aquel cuerpo y aquellas armas.

Al principio fueron los troyanos los que nos aplastaron. Pero cuando Patroclo vio a sus amigos cayendo bajo nuestros golpes, a su alrededor, entonces se puso en primera línea: como un gavilán que pone en fuga a los cuervos y los estorninos, se arrojó sobre los enemigos haciéndolos retroceder. Desde la tierra se elevaba el fragor del bronce, del cuero, de las sólidas pieles de buey, bajo los golpes de las espadas y de las lanzas de doble filo. Ningún hombre, por muy perspicaz que fuera, podría ya reconocer el cuerpo de Sarpedón, porque desde la cabeza hasta los pies estaba completamente cubierto por flechas, y polvo, y sangre. Seguíamos combatiendo alrededor de aquel cadáver, sin tregua, como las moscas que zumban sin cesar en el establo alrededor de los jarros llenos de blanca leche. Y así continuó hasta que Héctor hizo algo sorprendente. Tal vez el miedo se había apoderado de su corazón, no lo sé. Vimos que se subía a su carro y que, dándonos la espalda, huía mientras gritaba a todos que lo siguieran. Y todos, en verdad, lo siguieron, abandonando el cuerpo de Sarpedón y el campo de batalla. Había algo que yo no entendía. Corrían hacia su ciudad: pocas horas antes estaban sobre nuestras naves, prendiéndole fuego a nuestras esperanzas, y ahora corrían huyendo hacia su ciudad. Deberíamos haberíos dejado marcharse. Aquello era lo que nos había dicho Aquiles. Expulsadlos de las naves, pero luego deteneos, volved atrás. Deberíamos haberlos dejado marcharse. Pero Patroclo no consiguió detenerse. Grande era el coraje en su corazón. Y límpido el destino de muerte que lo aguardaba.

Se lanzó a la persecución y nos arrastró a todos consigo. No paraba de matar, corriendo hacia las murallas de Troya: Adresto, Autónoo, Equeclo, Périmo, todos cayeron bajo sus golpes; y luego fueron Epístor, Melanipo, Élaso, Mulio, Pilartes; y cuando llegó a las puertas Esceas, con el mismo impulso se lanzó contra la torre, una vez, y luego otra, y luego otra mas, siendo siempre repelido por los escudos brillantes de los tróvanos, y una cuarta vez, de nuevo, antes de darse por vencido. Miré a mi alrededor, entonces, para buscar a Héctor. Parecía indeciso, dudando entre si retirar el ejército tras la muralla o permanecer allí, combatiendo. Ahora sé que en su mente no había dudas, sino tan sólo el instinto de todo gran guerrero. Vi cómo le hacía un gesto a Cebríones, su auriga. Luego vi su carro lanzándose en el corazón de la batalla. Vi a Héctor erguido, sobre el carro, pasando entre los guerreros sin tomarse siquiera la molestia de matar, simplemente surcaba la multitud, y se encaminaba directamente hacia Patroclo: era a donde quería llegar. Patroclo lo comprendió y saltó del carro. Se agachó para coger una piedra del suelo, blanca, puntiaguda. Y cuando el carro de Héctor estuvo a tiro la arrojó con todas sus fuerzas. La piedra le dio a Cebríones, el auriga que empuñaba las riendas: le acertó en mitad de la frente, el hueso se partió, los ojos cayeron al suelo en el polvo, y íuego cayó él también, desde el carro. «¡Qué agilidad!», dijo burlándose Parroclo. «¡Qué pescador más experto serías, Cebríones, si te lanzaras al agua con la misma agilidad con que te lanzas del carro! Pero ¿quién se atreve a decir que no hay buenos nadadores entre los tróvanos?» Se reía. Y se encontró frente a frente con Héctor. Como dos leones hambrientos luchan en la cima de un monte, furibundos, por una cierva muerta, así se pusieron a luchar los dos por el cuerpo de Cebríones. Héctor había cogido al muerto por la cabeza y no lo soltaba. Patroclo lo había aferrado por los pies e intentaba llevárselo de allí. Alrededor de ambos se entabló una lucha feroz, troyanos contra aqueos, todos sobre aquel cadáver.

Luchamos durante horas, en torno a ese hombre que permanecía en el polvo, olvidado ya de carros y caballos y de todo lo que había sido su vida. Cuando al final conseguimos hacer retroceder a los troyanos, algunos de los nuestros cogieron el cuerpo y lo arrastraron lejos de la contienda, para despojarlo. Pero Patroclo permaneció en el corazón de la batalla. Ya no era posible detenerlo. Por tres veces arremetió contra los troyanos, gritando con una voz terrible, y a nueve hombres mató. Pero cuando se arrojó por cuarta vez, semejante a un dios, en ese momento, Patroclo, todos vimos aparecer de repente el término de tu vida. Fue Euforbo quien te dio de Heno entre los hombros, en mitad de la espalda. Llegó sobre su carro, abriéndose paso en el tumulto, había polvo por todas partes, una enorme nube de polvo; no lo viste llegar, surgió como de la nada, repentinamente, a tu espalda, y tú no podías verlo. Yo lo vi, desde muy cerca te clavó la lanza en la espalda…, ¿te acuerdas de Euforbo, Patroclo?, ¿recuerdas que lo veíamos en plena batalla, y comentábamos su belleza, su larga melena sobre los hombros?, ¿no era, entre todos, el más bello?… Te acertó de lleno en coda la espalda y luego, con rapidez, se escapó de allí, fue a esconderse entre los suyos, sintiendo miedo de lo que había hecho.

Patroclo permaneció inmóvil, estupefacto. Los ojos le giraron hacia atrás, las piernas que sustentaban todavía aquel cuerpo tan hermoso ya no ¡o sentían. Me acuerdo de su cabeza, cayendo hacia delante, tras el golpe, y el yelmo cayó en el polvo. Aquel yelmo…, nunca habría pensado verlo sucio de polvo y de sangre, en el suelo: el yelmo que cubría la cabeza y el rostro hermosísimo de Aquiles, hombre divino. Lo vi rodando por el suelo, entre las patas de los caballos, entre el polvo y entre la sangre.

Patroclo dio unos pasos, buscaba algo que pudiera esconderlo o salvarlo. No quería morir. A su alrededor todo se había detenido. Hay algunas muertes que son rituales, pero vosotros no podéis comprenderlo. Nadie detuvo a Héctor cuando se le aproximó. Eso no podéis entenderlo. En medio del tumulto se le acercó, sin que nadie de nosotros acertara a detenerlo; llegó a un paso de él y luego, con la lanza, le atravesó el vientre. Y Patroclo se desplomó al suelo. Todos nosotros lo vimos, esta vez, desplomarse al suelo. Y luego a Héctor, agachándose sobre él, mirarlo a los ojos y decirle, en aquel silencio sobrecogedor: «Patroclo, tú creías que habías venido aquí para destruir mi ciudad, ¿no es cierto?, te imaginabas regresando a casa con la nave llena de mujeres y de riquezas troyanas. Ahora sabes que Troya está defendida por hombres fuertes, y que el más fuerte de ellos se llama Héctor. Tú, ahora, ya no eres nada, sólo eres comida para los buitres. No te será de gran ayuda, por muy fuerte que sea, tu amigo Aquiles. Es él, ¿verdad?, quien te ha enviado aquí. Es él quien te ha dicho: "Patroclo, no vuelvas hasta que hayas desgarrado el pecho y ensangrentado la túnica de Héctor." Y tú, estúpido, lo has escuchado.»

Patroclo se estaba muriendo. Pero todavía encontró fuerzas para hablar. «Ahora puedes, Héctor, jactarte de haberme vencido. Pero la verdad es que morir era mi destino. Los dioses me han matado y, entre los hombres, Euforbo ha sido el primero. Tú, que acabas ahora conmigo, tan sólo eres el tercero, Héctor. Eres sólo el último de aquellos que me han matado. Y ahora escúchame, y no olvides lo que tengo que decirte. Héctor, tú eres un muerto que camina. Nadie podrá alejar de ti tu horrendo destino. La poca vida que te queda todavía, ésa vendrá Aquiles a arrebatártela.»

Luego el velo de la muerte lo envolvió. El alma emprendió el vuelo y se marchó al Hades, llorando la fuerza y la juventud perdidas.

Héctor apoyó el pie sobre el pecho de Patroclo y extrajo la lanza de bronce de la herida. El cuerpo se levantó y luego, desgarrado, cayó de nuevo al polvo. Héctor permaneció allí, contemplándolo. Dijo algo en voz baja. Luego, como dominado por una furia, intentó arremeter contra Automedonte. Lo habría matado, pero se lo llevaron de allí los caballos veloces, los caballos que los dioses le entregaron a Aquiles; se lo llevaron lejos de las garras de Héctor, de su rabia y de la muerte.

Yo moriría dos años después, durante el viaje en que intentaba regresar a casa desde Troya. Fue Neoptólemo quien prendió juego a mi cadáver. Era el hijo de Aquiles. Ahora mis huesos reposan en una tierra de la que no sé ni siquiera su nombre. Tal vez es justo que las cosas hayan terminado de esta manera. Lo cierto es que no habría conseguido regresar verdaderamente de todo aquello, de aquella guerra, de aquella sangre, y de la muerte de dos muchachos a los que no supe salvar.