38336.fb2 Homero, Il?ada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

Homero, Il?ada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

DIOMEDES, ULISES

Diomedes

Todos estábamos durmiendo, junto a nuestras naves, vencidos por el cansancio. Pero Agamenón no: él velaba. Seguía pensando, y cuanto más pensaba más le temblaba el corazón en el pecho. Miraba hacia la llanura de Troya, y lo que veía eran las hogueras de los tróvanos que ardían a centenares: estaban tan cerca que podías oír las voces de los soldados, y el sonido de las flautas y las zamponas.

Ulises

De manera que Agamenón se levantó, con la angustia en su corazón. Se vistió, se echó sobre los hombros una oscura piel de león, ancha, hasta los pies de larga; cogió una lanza y se fue a buscar a Néstor. Tal vez él tendría una idea de cómo salir de aquella trampa. Era el más anciano, el más sabio. Tal vez juntos encontrarían un plan para salvar a los aqueos, Fue a buscarlo. En la oscuridad -era de noche- encontró a su hermano, Menelao. Él tampoco lograba dormir. Iba dando tumbos por ahí, despavorido, pensando en el sufrimiento al que había condenado, él solo, a codos los aqueos. Iba por ahí armado, empuñando la lanza, el yelmo en la cabeza. Y una piel de pantera moteada sobre los hombros. Los dos hermanos se miraron.

Diomedes

«Pero ¿qué haces despierto, hermano, y armado, por si fuera poco?», preguntó Menelao. «¿Buscas a alguien para mandarlo al campamento de los troyanos, para espiar sus movimientos? No te será fácil encontrarlo…»

«Lo que busco es un plan para salvar a los aqueos», respondió Agamenón. «Lo que hoy ha hecho Héctor nunca se lo había visto hacer a un hombre. El daño que nos ha infligido no lo olvidaremos fácilmente. Temo que nuestros hombres no permanecerán largo tiempo siéndonos fieles si tienen que seguir sufriendo de esta manera. Escucha: corre a lo largo de las naves y ve a llamar a Ayante y a Idomeneo. Y allá por donde pases di a los hombres que permanezcan despiertos, y trátalos bien, no les hables con soberbia. Yo voy a ver a Néstor, le pediré que venga al puesto de guardia y que hable con los soldados; de él se fiarán.»

Ulises

Menelao se alejó corriendo y Agamenón se fue a la tienda de Néstor. Lo encontró echado sobre un mullido lecho. A su lado tenía las armas, el escudo, las dos lanzas, el yelmo resplandeciente. Y también aquel cinturón variopinto, que siempre se ponía cuando entraba en combate, guiando a sus hombres. Porque era anciano, pero no se había dejado doblegar por la vejez. Y todavía combatía. «¿Quién anda ahí, en la oscuridad?», dijo Néstor levantando la cabeza. «No te acerques y dime quién eres.»

«Soy Agamenón, Néstor. Estoy aquí, caminando en la noche, porque sobre mis ojos no desciende el suave sueño, me atormentan el pensamiento de la guerra y los sufrimientos de los aqueos. Siento miedo por nosotros, Néstor. El corazón se me sale del pecho y las piernas me tiemblan. ¿Por qué no vienes conmigo al puesto de guardia? Vayamos a verificar que vigilan como es debido: el enemigo está muy cerca y podría atacarnos de nuevo, esta noche.»

«Agamenón…, glorioso hijo de Atreo, señor de pueblos…, ¿por qué tienes miedo?», le respondió el anciano. «Héctor no puede vencer siempre y, es más, yo te digo que recibirá un sufrimiento bastante mayor del que hoy nos ha infligido: tan sólo tenemos que esperar a que Aquiles regrese al campo de batalla… Ven, vayamos al puesto de guardia. Despertemos también a los demás: Diomedes, Ulises, Ayante…» Se envolvió en un manto purpúreo, ancho y pesado, de una lana tupida, y cogió la lanza. Se marcharon de allí juntos, a buscar a los demás. Llegaron en primer lugar a donde yo estaba.

«¡Alto!, ¿quién anda ahí, en la oscuridad? ¿Qué buscáis?»

«No tengas miedo, Ulises. Soy Néstor, y conmigo está Agamenón. Levántate y ven con nosotros. Tenemos que reunimos en consejo y decidir si huimos o si seguimos combatiendo.»

Diomedes

A mí me encontraron echado sobre una piel de buey, con las armas todavía puestas, rodeado de mis hombres.

«¡Diomedes, despiértate! Pero ¿cómo puedes dormir estando los troyanos acampados a un paso de nuestras naves?»

«Pero bueno, Néstor, la verdad es que eres terrible, ¿es que tú no descansas nunca? ¿No había nadie más joven al que enviar para que despertara a los aqueos uno a uno? ¿Es que no te cansas nunca?»

Al final llegamos todos al puesto de guardia. Allí nadie dormía, estaban todos velando armas. Atentos siempre a la llanura, esperaban oír la llegada de los troyanos. Néstor los miró lleno de orgullo: «Seguid vigilando así, hijos míos: que nadie se deje vencer por el sueño, y así nuestros enemigos no podrán reírse de nosotros.» Luego superó la fosa y fue a sentarse en el suelo, en un espacio vacío donde no había cuerpos de guerreros caídos. Era más o menos el lugar en el que Héctor se había detenido al ver descender la noche. Todos nosotros lo seguimos hasta allí y allí nos sentamos.

Ulises

«Amigos», dijo Néstor, «¿alguno de vosotros se siente tan osado y tan seguro de sí mismo como para internarse en el campamento troyano y capturar a alguien o escuchar atentamente lo que dicen, para enterarnos de si tienen la intención de seguir luchando aquí, junto a nuestras naves, o si piensan volver a defenderse desde dentro de las murallas de su ciudad? Si hay alguien capaz de hacer algo así y de regresar sano y salvo, grande será su gloría entre los hombres: todos los príncipes le harán ricos presentes y de su empresa se hablará en todos los banquetes, en todas las fiestas, para siempre.»

Diomedes

«Yo tengo el valor y la osadía», dije. «Yo puedo conseguirlo. Dadme un compañero y lo lograré. Si somos dos los que vamos, todavía tendré más valor. Y dos cabezas son mejor que una.» Entonces todos se ofrecieron, todos los príncipes dijeron que estaban dispuestos a seguirme. Agamenón me miró y dijo que tenía que ser yo quien eligiera. También me dijo que no tenía que tener miedo a ofender a nadie, que escogiera con total libertad, no importaba si elegía a alguien con un linaje menos noble, nadie se sentiría ofendido. Pensaba en Menelao, ¿comprendéis? Tenía miedo de que escogiera a su hermanito… Pero yo dije: quiero que sea Ulises. Porque tiene valor y es astuto. Si él viene conmigo, podremos escapar hasta del fuego y de las llamas, porque él sabe cómo utilizar el cerebro.

Ulises

Se puso a elogiarme, delante de rodos los demás, pero yo hice que parara. Le dije que lo mejor sería que nos diéramos prisa y que nos fuéramos: mucho camino habían hecho ya las estrellas, y la Aurora estaba cerca. Lo que restaba de la noche era todo lo que nos quedaba.

Nos vestimos poniéndonos temibles armas. A Diomedes le ofreció Trasimedes una espada de doble filo y un escudo. Meríones me dio una aljaba, un arco y una espada. Ambos nos colocamos un yelmo de cuero: nada de bronce, ningún destello que nos traicionara en la oscuridad. Cuando nos fuimos de allí, oímos el grito de una garza, en la noche. Pensé que era tal vez una señal divina y que también esta vez Atenea, la espléndida diosa, estaba conmigo.

«Haz que regrese a las naves sano y salvo, diosa amiga, y ayúdame a llevar a cabo una empresa que los troyanos no puedan olvidar nunca.» Corríamos silenciosos en la negra noche igual que una pareja de leones, caminábamos entre montañas de cadáveres, y amasijos de armas, y charcos de sangre, negra sangre.

Diomedes

Y entonces, de repente, me dice Ulises: «Eh, Diomedes, Diomedes, ¿no oyes ese ruido? Allí hay alguien, hay alguien que viene del campamento troyano y que va corriendo hacia nuestras naves… No hagas ruido, dejemos que avance y cuando esté más cerca de nosotros echémonos encima de él, ¿de acuerdo?»

«De acuerdo», digo yo.

«Y por si intenta escapar, cortémosle el camino de regreso, que no pueda volver atrás, empujémosle lejos de su casa. Vamos.»

Ulises

Dejamos el camino y nos internamos entre los campos donde estaba lleno de cadáveres. Y enseguida vimos a ese hombre que iba corriendo, justo por delante de nosotros. Fuimos tras él. Nos oyó y se detuvo, tal vez pensaba que nosotros también éramos troyanos, alguien al que habían enviado para ayudarlo. Pero cuando nos encontramos a un tiro de lanza, comprendió quiénes éramos, y echó a correr. Y nosotros detrás.

Diomedes

Como dos perros de caza: tras la presa, sin descanso, en lo más espeso del bosque, persiguiendo una cierva o una liebre que huye… El problema es que aquél estaba a punto de llegar al muro, iba a toparse de frente con nuestros centinelas. ¡Y eso sí que no! Después de toda aquella carrera, iban a birlarme mi presa, de ninguna manera. Así que me pongo a gritar, pero sin dejar de correr: «Párate o te liquido con mi lanza, te lo juro. ¡Párate o eres hombre muerto!», y le arrojo la lanza, apuntando un poco alto, no quena matarlo, quería detenerlo; la lanza le pasa por encima del hombro derecho y él… se detiene. Ese truco siempre funciona.

Ulises

Temblaba: le castañeteaban los dientes de miedo. «No me matéis, mi padre pagará el rescate, sea el que sea. Tiene mucho oro, y bronce y hierro bien forjado.» Suplicaba y lloraba. Se llamaba Dolón, hijo de Eumedes.

Diomedes

Si por mí fuera, yo lo habría matado. Pero ya lo he dicho, Ulises era el que hacía trabajar el cerebro. De manera que me quedo allí y Ulises empieza a interrogarlo. «Deja de pensar en la muerte y dime ya de una vez qué estabas haciendo por ahí, lejos de tu campamento. ¿Ibas a quitarles las armas a los cadáveres o eres un espía enviado por Héctor a nuestras naves para descubrir nuestros secretos?» Él no cesaba de llorar. «Es culpa de Héctor, es él quien me ha engañado. Me prometió como botín el carro y los caballos de Aquiles, te lo juro, y a cambio me pidió que corriera hasta vuestras naves y os espiara. Quería saber si había centinelas defendiendo vuestro campamento o si todos estabais ya con el pensamiento puesto en la huida, o dormidos por el cansancio y el dolor de la batalla perdida.» Ulises se echó a reír. «¿Los caballos de Aquiles? ¿Es eso lo que quieres, nada menos que los caballos de Aquiles? Que tengas suerte: no debe de ser fácil refrenarlos y conducirlos para un simple hombre como tú. A duras penas lo consigue Aquiles, que es un semidiós…»

Ulises

Le hicimos hablar. Queríamos saber dónde estaba Héctor, dónde tenía las armas y los caballos, y qué había planeado, si atacar de nuevo o retirarse a la ciudad. Dolón tenía miedo. Nos lo contó todo, sin escondernos nada. Dijo que Héctor estaba reunido en consejo con todos los sabios, junto a la tumba de Ilo. Y nos describió el campamento y cómo estaban desplegados los troyanos y sus aliados. Los fue nombrando uno a uno y nos dijo dónde estaban. Y quiénes velaban y quiénes dormían. Al final exclamó: «Basta ya de preguntas. Si lo que queréis es infiltraros allí dentro y atacar a alguien, entonces id hacia los tracios, han llegado hace poco y están aislados, en el flanco descubierto. Y Reso, el rey, está allí en medio de todos. Combate con armas de oro, espléndidas, maravillosas para la vista: las armas de un dios, no las de un hombre. Yo he visto sus caballos, grandes, hermosísimos, más blancos que la nieve y veloces como el viento; su carro está adornado con oro y plata. Atacadle a él. Y ahora llevadme a vuestras naves y atadme allí, hasta vuestro regreso, hasta que sepáis si os he engañado o no.»

Diomedes

Se creía que así iba a librarse, ¿entendéis? «¿Pensabas que ibas a librarte así, Dolón? Olvídate de ello. Nos has dicho un montón de cosas útiles, gracias. Pero por desgracia lo que ocurre es que estás en mis manos. Si te dejo escapar, ¿sabes qué sucederá? Que mañana volveré a encontrarte por aquí, espiándonos o, peor aún, te encuentro de nuevo frente a mí en la batalla, completamente armado y con la intención de matarme. Si, por el contrario, te aplasto ahora mismo, mañana no sucederá nada de esto.» Y con la espada voy y le corto la cabeza limpiamente. Todavía hablaba por esa boca, y tendía una mano hacia mí, suplicándome. Y yo, con la espada le corto la cabeza, y ia miro rodar por el polvo. Todavía veo, como si fuera ahora mismo, a Ulises recogiendo aquel cuerpo, levantándolo en vilo y ofreciéndoselo a Atenea: «Es por ti, diosa del pillaje», y luego lo cuelga de un tamarisco, y ata a su alrededor cañas y ramas floridas, para que, al volver después de nuestra empresa, ¡pudiéramos volver a encontrarlo y llevar hasta el campamento nuestro trofeo!

Ulises

Echamos a correr, entre los cadáveres y las armas abandonadas, y con la sangre, por todas partes, negra, hasta que llegamos al campamento de los tracios. Dolón no nos había mentido. Estaban todos durmiendo, extenuados por el cansancio. Habían dejado las armas en el suelo, junto a ellos, bien ordenadas, en tres filas. Cada guerrero tenía a su lado un par de caballos. Justo en medio de ellos dormía el rey Reso. Sus magníficos caballos estaban atados por las riendas en el extremo del carro.

Diomedes

Entonces Ulises me dice: «Diomedes, míralo, es él, es Reso, y ésos son los caballos de los que nos hablaba Dolón. Ya es hora de que utilices las armas que has traído hasta aquí. Ocúpate tú de los hombres, que yo me ocuparé de los caballos.» Eso es lo que me dice. Y yo levanto la espada y empiezo a matar. Dormían todos, ¿sabéis? Parecía un león que se topa con un rebaño sin pastor, y que se lanza en medio, furibundo… Los voy matando uno tras otro, y sangre por todas partes; uno tras otro, y así mato hasta doce. Y cada vez que muere uno, veo a Ulises que lo coge por los pies y que lo quita de en medio; fíjate tú qué cerebro tiene este hombre: sacaba de en medio los cadáveres, los escondía porque estaba ya pensando en los caballos de Reso, acababan de llegar a la batalla, no estaban acostumbrados a los cadáveres y la sangre, de manera que, fíjate tú qué cerebro, él iba limpiando el camino para poder llevárnoslos sin que se pusieran nerviosos al encontrarse con un muerto entre los cascos; o el rojo de la sangre, en los ojos. Este Ulises… Bueno, pues al final me planto delante de Reso. Estaba durmiendo, y soñaba. Tenía una pesadilla, hablaba y se movía; yo creo que estaba soñando conmigo, estoy seguro de ello: estaba soñando con Diomedes, hijo de Tideo, nieto de Éneo, y su sueño lo mató, con la espada lo maté, mientras Ulises suelta los caballos de robustas pezuñas y los azuza fustigándolos con el arco, porque no llevaba fusta, nada; para hacer avanzar los caballos tenía que utilizar el arco, fíjate tú, y con eso los va haciendo avanzar. Luego va y me silba desde lejos, porque quiere que nos marchemos de allí, cuanto antes mejor; me silba pero yo no sé qué hacer, y es que allí en medio está el carro, el fantástico carro de Reso, de oro y de plata, podría cogerlo por el timón, o levantado a pulso, podría hacerlo, pero Ulises me llama; sí me quedo tendré que seguir matando y no está nada claro que vaya a salir vivo de allí; me gustaría matar, seguir matando; veo a Ulises saltando a la grupa del caballo, sujeta las riendas con la mano, me mira, al diablo con el carro, al diablo los tracios, fuera de ahí, antes de que sea demasiado tarde; a la carrera alcanzo a Ulises, salto a la grupa del caballo y nos marchamos de ahí, él y yo, veloces hacia las veloces naves de los dánaos.

Ulises

Cuando llegamos al lugar en el que habíamos matado a aquel espía, aquel hombre llamado Dolón, detuve los caballos. Diomedes desmontó, cogió el cuerpo ensangrentado y me lo pasó. Luego volvió a subirse al caballo y galopamos hasta la fosa, y el muro, y nuestras naves. Cuando llegarnos, todos se arremolinaron a nuestro alrededor, gritaban, nos estrechaban las manos, querían saber. Se notaba que Néstor, el anciano, había tenido miedo de no volver a vernos nunca más. «Ulises, cuéntanos, ¿dónde habéis cogido estos caballos?, ¿habéis ¡do a robárselos a los troyanos o bien os los ha regalado un dios? Parecen rayos del sol, de verdad. Yo, que siempre estoy en medio de todos los troyanos -porque yo no me quedo en las naves esperando, aunque sea un viejo-, pues bien, yo nunca había visto antes caballos como ésos en el campo de batalla.» Y yo se lo expliqué, porque ése es mi destino, y no me callé nada: el espía, Reso, los trece hombres muertos por Diomedes, los magníficos caballos. Al final, volvimos todos al otro lado de la fosa y yo acompañé a Diomedes a su tienda. Atamos los caballos en el pesebre, junto a sus caballos, y les dimos un riquísimo trigo. Luego él y yo nos metimos en el mar, para lavarnos en el agua la sangre y el sudor de las piernas, de los muslos, de la espalda. Y en cuanto las olas del mar nos hubieron lavado, entramos en las bien pulidas bañeras para descansarnos y confortar el corazón. Una vez limpios y ungidos con aceite de oliva, nos sentamos para el banquete, finalmente, y bebimos un vino dulcísimo.

Diomedes

Aquel espía, aquel cuerpo suyo ensangrentado, Ulises lo depositó en la popa de la nave. «Es para ti, Atenea, diosa del pillaje.»