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Londres, septiembre de 1940
En Victoria Street había caído una bomba que había abierto un enorme cráter y derribado la fachada de varias tiendas. La calle había sido acordonada y los hombres del ARP, el equipo de precaución contra incursiones aéreas, con la ayuda de voluntarios, habían formado una cadena y retiraban cuidadosamente cascotes de uno de los edificios dañados. Harry comprendió que tenía que haber alguien allí debajo. Los esfuerzos del equipo de rescate, viejos y jóvenes cubiertos de un polvo que los envolvía como un sudario, parecían inútiles en comparación con las enormes montañas de ladrillos y yeso. Depositó la maleta en el suelo.
Mientras el tren se acercaba a la estación Victoria, había visto otros cráteres y otros edificios destrozados. Se había sentido curiosamente alejado de la destrucción, cosa que le venía ocurriendo desde que se iniciaran las grandes incursiones diez días atrás. Allá abajo, en Surrey, a su tío James casi le había dado un ataque al ver las fotografías en el Telegraph. Harry apenas había reaccionado a la imagen del congestionado y enfurecido rostro de su tío ante aquel nuevo ejemplo del terror alemán. Su mente había conseguido apartarse de la furia.
Pero no se podía apartar del cráter de Westminster que, de repente, había aparecido ante sus ojos. Tuvo la impresión de regresar a Dunkerque: los cazabombarderos alemanes sobrevolando su cabeza, el estallido en la costa arenosa. Apretó los puños, clavándose las uñas en las palmas de las manos mientras respiraba hondo. El corazón le empezó a latir con fuerza, pero no se puso a temblar; ahora podía controlar sus reacciones.
Un vigilante del ARP se acercó a él. Era un cincuentón de duro rostro, con un fino bigotito gris y una espalda muy tiesa, enfundado en un uniforme negro cubierto de polvo.
– No puede pasar -le dijo en tono perentorio-. La calle está cerrada. ¿No ve que nos ha caído una bomba?
Le miró con recelosa expresión de reproche, sin duda preguntándose por qué razón un treintañero aparentemente sano no iba vestido de uniforme.
– Perdone -dijo Harry-. Acabo de subir del campo. No me había dado cuenta de que fuera tan grave.
Ante el refinado acento de escuela privada con el que Harry habló, casi todos los cockneys habrían utilizado un tono servil; pero no así aquel hombre.
– No hay escapatoria en ningún sitio -dijo con voz áspera-. Esta vez no. La cosa no puede durar mucho ni en la ciudad ni en el campo, se lo digo yo. -El vigilante miró fríamente a Harry-. ¿Está de permiso?
– Me han dado de baja por invalidez -contestó Harry bruscamente-. Mire, tengo que ir a Queen Anne's Gate. Asunto oficial.
Los modales del vigilante cambiaron de repente. Tomó a Harry del brazo y lo obligó a volverse.
– Suba por Petty France. Aquí sólo cayó una bomba.
– Gracias.
– No hay de qué, señor. ¿Estuvo usted en Dunkerque?
– Sí.
– Hubo mucha sangre y destrucción allá abajo en la Isla de los Perros, en pleno barrio de los Docklands. Yo estuve en las trincheras la última vez, sabía que la cosa se repetiría y que esta vez todo el mundo sufriría las consecuencias, no sólo los soldados. Tendrá ocasión de volver a combatir, ya lo verá. A clavar la bayoneta en el vientre de un tudesco, a retorcerla y volverla a sacar, ¿eh?
Esbozó una extraña sonrisa, retrocedió y se cuadró, mientras un extraño fulgor se encendía en sus pálidos ojos.
– Gracias.
Harry se cuadró a su vez y dio media vuelta para cruzar hacia Gillingham Street. Frunció el ceño. Las palabras del hombre le habían causado una profunda repugnancia.
En Victoria, el ajetreo había sido como el de cualquier lunes normal; al parecer, las noticias según las cuales en Londres las cosas seguían como de costumbre eran ciertas. Mientras recorría las anchas calles georgianas, observó que todo estaba tranquilo bajo el sol otoñal. De no ser por las cintas adhesivas de color blanco que se cruzaban sobre las ventanas para protegerlas de las explosiones, todo estaba como antes de la guerra. De vez en cuando, pasaba algún hombre de negocios con bombín y seguía habiendo niñeras que empujaban cochecitos infantiles. Las expresiones de la gente eran normales, e incluso alegres. Muchas personas se habían dejado las máscaras antigás en casa, aunque Harry llevaba la suya en una caja cuadrada colgada del hombro en bandolera. Sabía que el desafiante buen humor de que hacía gala casi todo el mundo ocultaba el temor a una invasión; pero él prefería la ficción de que todo era normal a las cosas que le hacían recordar a cada momento que ahora vivían en un mundo donde los restos del ejército británico se arremolinaban sumidos en el caos en una playa francesa y los trastornados veteranos de las trincheras paseaban por las calles, presagiando alegremente la llegada de un apocalíptico fin del mundo.
Sus pensamientos regresaron a Rookwood, como le solía ocurrir últimamente. El viejo patio del colegio en un día primaveral, los profesores con sus togas y birretes paseando bajo los olmos, los chicos que se cruzaban con ellos con sus blazers azules o sus blancos uniformes de criquet. Era una huida al otro lado del espejo, lejos de la locura. Pero más tarde o más temprano el doloroso y pesado pensamiento siempre conseguía insinuarse: ¿cómo demonios era posible que todo hubiera cambiado de aquello a esto?
El hotel St Ermin's había sido lujoso en otros tiempos, pero ahora su elegancia se había esfumado; la araña de cristal del vestíbulo estaba cubierta de polvo y se respiraba en el aire olor a repollo y betún. Unas acuarelas de venados y lagos de las Tierras Altas de Escocia cubrían las paredes revestidas de paneles de madera de roble. En algún lugar, un reloj de péndulo emitía un soñoliento tictac.
No había nadie en el mostrador de recepción. Harry pulsó el timbre y apareció un corpulento calvo enfundado en un uniforme de conserje.
– Buenos días, señor -dijo con el relajado y relamido tono propio de alguien que lleva toda la vida sirviendo-. Confío en no haberle hecho esperar.
– Tengo una cita a las dos y media con una tal señorita Maxse. Teniente Brett.
Siguiendo las instrucciones de su interlocutor del Foreign Office, Harry pronunció el nombre de la mujer como «Macksie».
El hombre asintió con la cabeza.
– Acompáñeme, si es tan amable.
Pisando en silencio la mullida y polvorienta alfombra, guió a Harry hasta un salón lleno de sillones y mesitas de café. Estaba desierto, salvo por un hombre y una mujer que había sentados junto a un mirador.
– El teniente Brett, señora.
El recepcionista se inclinó y se retiró.
Ambos se levantaron. La mujer le tendió la mano. Tenía cincuenta y tantos años, era menuda y de complexión delicada y vestía un elegante traje sastre de color azul. Tenía el cabello gris fuertemente rizado y un anguloso e inteligente rostro. Sus penetrantes ojos grises se cruzaron con los de Harry.
– ¿Cómo está usted?, encantada de conocerlo. -Su autoritaria voz de contralto le hizo recordar a Harry a una directora de escuela de niñas-. Marjorie Maxse. Me han hablado mucho de usted.
– Nada malo, espero.
– Todo lo contrario. Permítame que le presente a Roger Jebb.
El hombre estrechó la mano de Harry con un fuerte apretón. Tenía aproximadamente la misma edad que la señorita Maxse, un alargado y bronceado rostro y un ralo cabello negro.
– ¿Le apetece un poco de té? -preguntó la señorita Maxse.
– Gracias.
En una mesa había una tetera de plata y unas tazas de porcelana. Junto con una bandeja de panecillos, varios tarros de mermelada y lo que parecía nata de verdad. La señorita Maxse empezó a servir el té.
– ¿Algún problema para venir? Tengo entendido que anoche cayeron una o dos bombas por aquí.
– Victoria Street está cerrada.
– Es un fastidio. Y eso va a seguir así durante algún tiempo. -Habla como si se estuviera refiriendo a unos días de lluvia. Sonrió-: Para la primera entrevista preferimos reunimos aquí con la gente nueva. El director es un viejo amigo nuestro y, por consiguiente, no nos van a molestar. ¿Azúcar? -Siguió hablando con el mismo tono familiar-. Tome un panecillo, son exquisitos.
– Gracias.
Harry lo untó con nata y mermelada. Levantó los ojos y observó que la señorita Maxse lo estaba estudiando atentamente; ésta le dirigió una sonrisa cordial sin avergonzarse lo más mínimo.
– ¿Qué tal se encuentra ahora? Le dieron de baja por invalidez, ¿no es cierto? ¿Después de Dunkerque?
– Sí. Una bomba cayó a seis metros de distancia. Levantó un montón de arena. Tuve suerte; eso me salvó de lo peor de la explosión.
Ahora vio que Jebb también lo escrutaba con unos ojos grises como el pedernal.
– Tengo entendido que sufrió una buena neurosis de guerra -dijo bruscamente Jebb.
– Fue muy poca cosa -dijo Harry-. Ahora ya estoy bien.
– Por un segundo, se le quedó el rostro blanco, allá fuera -dijo Jebb.
– Bueno, fue bastante más que un segundo -contestó Harry serenamente-. Y me temblaban constantemente las manos. Mejor que lo sepa.
– Y su oído también resultó afectado, ¿verdad?
La señorita Maxse formuló la pregunta en voz muy baja, pero Harry la oyó.
– Eso también se ha normalizado prácticamente. Sólo una leve sordera en el oído izquierdo.
– Es una suerte -comentó Jebb-. La pérdida de capacidad auditiva causada por una explosión suele ser permanente. -Se sacó un sujetapapeles del bolsillo y empezó a doblarlo con aire ausente, sin dejar de mirar a Harry.
– El médico dijo que tuve mucha suerte.
– La pérdida auditiva significa el término del servicio activo, naturalmente -terció la señorita Maxse-. Aunque sea leve. Eso tiene que ser duro. Se incorporó de inmediato el pasado mes de septiembre, ¿verdad?
Se inclinó hacia delante, sosteniendo la taza de té con ambas manos.
– Sí. Sí, en efecto. Disculpe, señorita Maxse, pero es que no sé nada…
Ella volvió a sonreír.
– Claro. ¿Qué le dijeron los del Foreign Office cuando lo llamaron?
– Simplemente que algunas personas de allí pensaban que quizás habría algún trabajo que yo pudiera hacer.
– Bien, ahora ya no dependemos del FO. -La señorita Maxse esbozó una alegre sonrisa-. Somos el Servicio de Inteligencia.
Soltó una sonrisa cantarina como abrumada por el extraño carácter de la situación.
– ¡Ah! -dijo Harry.
La voz de la señorita Maxse adquirió un tono más serio.
– Nuestra tarea es decisiva, extremadamente decisiva. Ahora que Francia ha caído, el continente o bien está aliado con los nazis o bien depende de ellos. Ya no hay relaciones diplomáticas normales.
– Ahora el frente somos nosotros -añadió Jebb-. ¿Fuma?
– No, gracias. No fumo.
– Su tío es el coronel James Brett, ¿verdad?
– Sí, señor, en efecto.
– Sirvió conmigo en la India. ¡Allá por el año 1910, tanto si lo cree como si no! -Jebb soltó una áspera carcajada-. ¿Cómo está?
– Ya retirado.
«Pero, a juzgar por este bronceado, usted sigue en la brecha -pensó Harry-. La policía india, tal vez.»
La señorita Maxse posó la taza sobre la mesa y juntó las manos.
– ¿Le gustaría trabajar para nosotros? -preguntó.
Harry volvió a experimentar el viejo cansancio de siempre; pero también otra cosa, una chispa de interés.
– Sigo estando dispuesto a participar en el esfuerzo bélico, por supuesto.
– ¿Se siente en condiciones de enfrentarse a una tarea agotadora? -preguntó Jebb-. Ahora en serio. Si le parece que no, tiene que decirlo. No hay de qué avergonzarse -añadió con aspereza.
La señorita Maxse esbozó una alentadora sonrisa.
– Creo que sí -contestó cautelosamente Harry-. Ya he vuelto prácticamente a la normalidad.
– Estamos reclutando a mucha gente, Harry -dijo la señorita Maxse-. Puedo llamarle Harry, ¿verdad? A algunas personas, porque creemos que son adecuadas para la clase de trabajo que hacemos, y a otras, porque nos pueden ofrecer algo especial. Bueno, pues usted era especialista en lenguas modernas antes de incorporarse a nuestro servicio. Se graduó en Cambridge y después una beca en el King's hasta que estalló la guerra.
– Sí, en efecto.
Sabían muchas cosas acerca de él.
– ¿Cómo es su español? ¿Fluido?
Aquella pregunta era sorprendente.
– Yo diría que sí.
– Su especialidad es la literatura francesa, ¿verdad?
Harry frunció el entrecejo.
– Sí, pero sigo practicando el español. Pertenezco a un Círculo Español en Cambridge.
Jebb asintió con la cabeza.
– Integrado principalmente por miembros del mundo académico, ¿no? Obras de teatro españolas y cosas por el estilo.
– Sí.
– ¿Algún exiliado de la Guerra Civil?
– Uno o dos. -Harry sostuvo la mirada de Jebb-. Pero el Círculo no es de carácter político. Tenemos el acuerdo tácito de evitar la política.
Jebb depositó el sujetapapeles sobre la mesa, torturado ahora hasta quedar convertido en unos fantásticos bucles, y abrió su cartera de documentos. Sacó una carpeta de cartón con una cruz roja diagonal en la parte anterior.
– Me gustaría que volvamos al año 1931 -dijo-. Su segundo curso en Cambridge. Fue a España aquel verano, ¿verdad? Con un amigo de su colegio, Rookwood.
Harry volvió a fruncir el entrecejo. ¿ Cómo podían saber todo aquello?
– Sí.
Jebb abrió la carpeta.
– Un tal Bernard Piper, más tarde miembro del Partido Comunista. Fue a combatir en la Guerra Civil española. Se dio por desaparecido y se cree que resultó muerto en la batalla del Jarama, 1937. -Sacó una fotografía y la depositó encima de la mesa. Una hilera de hombres con arrugados uniformes militares en la pelada ladera de una colina. Bernie ocupaba el centro, más alto que los demás, con el cabello rubio muy corto, sonriendo a la cámara como un chiquillo.
Harry miró a Jebb.
– ¿Fue tomada en España?
– Sí. -Entornó los duros ojos-. Y usted fue a ver si lo encontraba.
– A petición de su familia, porque yo hablaba español.
– Pero no tuvo suerte.
– Hubo diez mil muertos en el Jarama -dijo Harry fríamente-.
No todos fueron identificados. Probablemente Bernie se encuentra en una fosa común en algún lugar de las afueras de Madrid. Señor, ¿le puedo preguntar de dónde ha sacado toda esta información? Creo que tengo derecho a…
– La verdad es que no lo tiene; pero, puesto que lo pregunta, aquí conservamos las fichas de todos los miembros del Partido Comunista. Da lo mismo; ahora Stalin ha ayudado a Hitler a masacrar Polonia.
La señorita Maxse esbozó una sonrisa conciliadora.
– Nadie lo asocia a usted con ellos.
– Eso espero -dijo Harry.
– ¿Diría usted que tiene alguna tendencia política determinada?
No era la clase de pregunta que uno espera que le formulen en Inglaterra. Los conocimientos que tenían de su vida, de la historia de Bernie, le molestaban. Titubeó antes de contestar:
– Supongo que, en todo caso, soy una especie de tory liberal.
– ¿No tuvo la tentación de ir a combatir en defensa de la República española, como Piper? -preguntó Jebb-, ¿en la cruzada contra el fascismo?
– Que yo sepa, antes de la Guerra Civil España era un maldito caos y tanto la derecha como los comunistas se aprovecharon de ello. Tropecé con algunos rusos en el treinta y siete. Eran unos cerdos.
– Eso de ir a Madrid en plena Guerra Civil debió de ser toda una aventura -dijo con entusiasmo la señorita Maxse.
– Fui con la idea de intentar encontrar a mi amigo. Por su familia, tal como he dicho.
– En la escuela eran ustedes amigos íntimos, ¿verdad? -preguntó Jebb.
– ¿Ha estado usted haciendo preguntas en Rookwood? -La idea lo enfurecía.
– Sí -Jebb asintió con la cabeza sin disculparse.
De repente, Harry abrió los ojos como platos.
– ¿Todo eso es por Bernie? ¿Acaso está vivo?
– Nuestra ficha sobre Bernard Piper está cerrada -dijo Jebb en tono inesperadamente amable-. Que nosotros sepamos, murió en el Jarama.
La señorita Maxse se incorporó en su asiento.
– Tiene usted que comprender, Harry, que para tener claro si puede trabajar para nosotros tenemos que saberlo todo sobre su persona. Pero creo que estamos satisfechos. -Jebb asintió con la cabeza, y ella prosiguió-: Creo que ha llegado el momento de que vayamos al grano. Normalmente, no nos lanzaríamos en picado como lo estamos haciendo, pero es una cuestión de tiempo, ¿comprende? De urgencia. Necesitamos obtener información acerca de alguien. Y creemos que usted está en situación de ayudar. Podría ser muy importante.
Jebb se inclinó hacia delante.
– Todo lo que le digamos a partir de ahora es estrictamente confidencial, ¿está claro? Es más, debo advertirle de que, como haga cualquier comentario al respecto fuera de esta habitación, sufrirá graves consecuencias.
Harry lo miró a los ojos.
– De acuerdo.
– Esto no tiene nada que ver con Bernie Piper. Se trata de otro antiguo compañero suyo de escuela que también estableció ciertas conexiones políticas muy interesantes. -Jebb volvió a rebuscar en su cartera y depositó otra fotografía sobre la mesa.
Era un rostro que Harry no esperaba volver a ver en su vida. Sandy Forsyth debía de tener treinta y un años, unos cuantos meses más que él, pero aparentaba bastantes menos. Lucía un poblado bigote a lo Clark Gable y el cabello, perfectamente engominado, mostraba entradas en la frente. Su rostro era más mofletudo de lo que lo recordaba y le habían salido unas cuantas arrugas, pero los ojos penetrantes, la nariz aguileña y la boca ancha de labios delgados seguían siendo los mismos. Era una fotografía preparada; Sandy sonreía a la cámara con expresión de astro cinematográfico, medio enigmático y medio provocativo. No era un hombre apuesto, pero el fotógrafo había conseguido que lo pareciera. Harry volvió a levantar la vista.
– Yo no lo llamaría amigo íntimo -dijo en voz baja.
– Fueron ustedes amigos durante un tiempo, Harry -dijo la señorita Maxse-. Un año antes de que lo expulsaran. Después de aquel asunto relacionado con el señor Taylor. Hemos hablado con él, ¿sabe?
– El señor Taylor… -Harry titubeó momentáneamente-. ¿Cómo está?
– Muy bien, por ahora -contestó Jebb-. Pero no gracias a Forsyth. Bueno, pues cuando lo expulsaron, ¿se despidieron ustedes como amigos? -Señaló a Harry con el sujetapapeles-: Eso es muy importante.
– Sí. De hecho, yo era el único amigo que Forsyth tenía en Rookwood.
– Jamás hubiese imaginado que tendrían ustedes tantas cosas en común -dijo la señorita Maxse con una sonrisa.
– En muchos sentidos no teníamos demasiadas.
– Forsyth no era muy buena pieza, ¿verdad? No acababa de encajar. Pero usted siempre fue muy buen compañero con él.
Harry suspiró.
– Sandy también tenía su lado bueno. Aunque… -Hizo una pausa.
La señorita Maxse le dirigió una sonrisa alentadora.
– A veces me preguntaba por qué quería ser amigo mío. Porque casi todas las personas con las que se relacionaba eran… bueno, un poco malas piezas, para utilizar su expresión.
– ¿No le parece a usted que quizás hubiera algo de tipo sexual, Harry?
El tono de la señorita Maxse era tan ligero y despreocupado como cuando hablaba de las bombas. Por un instante, Harry la miró con asombro y después soltó una carcajada.
– Por supuesto que no -respondió.
– Lamento importunarlo, pero estas cosas ocurren en las escuelas privadas. Enamoramientos, ya sabe.
– No hubo nada de todo eso.
– Cuando Forsyth se fue -dijo Jebb-, ¿siguieron ustedes en contacto?
– Nos carteamos durante un par de años. Cada vez menos, a medida que pasaba el tiempo. Desde que Sandy se fue de Rookwood, no hemos tenido demasiado en común. -Harry suspiró de nuevo-. En realidad, no estoy muy seguro de por qué me siguió escribiendo durante tanto tiempo. Tal vez para impresionarme… me hablaba de clubes y de chicas y cosas por el estilo.
Jebb asintió con la cabeza, instándolo a seguir adelante.
– En su última carta -continuó Harry- me decía que estaba trabajando para un corredor de apuestas de Londres. Me hablaba de caballos dopados y de resultados amañados como si todo aquello tuviese mucha gracia.
Harry recordó de pronto la otra cara de Sandy: los paseos por los Downs en busca de fósiles, las largas conversaciones. Pero ¿qué quería aquella gente?
– Sigue usted creyendo en los valores tradicionales, ¿verdad? -preguntó la señorita Maxse con una sonrisa-. En lo que Rookwood representa.
– Supongo que sí. Aunque…
¿Sí?
– Me pregunto cómo ha llegado el país a esta situación. -Harry la miró a los ojos-. No estábamos preparados para lo que ocurrió en Francia. Me refiero a la derrota.
– Los franceses, esos cobardes, nos decepcionaron-masculló Jebb.
– A nosotros también nos obligaron a retirarnos, señor -dijo Harry-. Yo estuve allí.
– Tiene razón. No estábamos debidamente preparados -dijo la señorita Maxse con tono enfático-. Quizá fuimos demasiado honestos en Múnich. Después de la Gran Guerra no podíamos creer que alguien desee meterse en otra. Pero ahora sabemos que Hitler siempre lo quiso. No estará contento hasta que tenga toda Europa bajo su yugo. La Nueva Era del Oscurantismo, como la llama Winston.
Hubo un momento de silencio, tras el cual Jebb carraspeó.
– Bueno, Harry. Quiero hablar de España. Cuando Francia cayó el pasado mes de junio y Mussolini nos declaró la guerra, esperábamos que Franco fuera el siguiente. Hitler ha ganado la Guerra Civil para él y, como es natural, Franco quiere Gibraltar. Con ayuda de los alemanes, podría conquistarlo desde tierra, y entonces nosotros tendríamos vedado el acceso al Mediterráneo.
– Ahora mismo, España está arruinada -dijo Harry-. Franco no podría ganar otra guerra.
– Pero podría dejar pasar a Hitler. Hay divisiones de la Wehrmacht esperando en la frontera francoespañola. Los falangistas quieren entrar en guerra. -Jebb inclinó la cabeza-. Por otra parte, los generales leales a la monarquía desconfían de la Falange y temen una revuelta popular en caso de que entren los alemanes. No son fascistas, simplemente quieren derrotar a los rojos. Es una situación incierta, Franco podría declarar la guerra cualquier día de éstos. La gente de nuestra embajada en Madrid tiene los nervios a flor de piel.
– Franco es precavido -apuntó Harry-. Muchos piensan que si hubiera sido más audaz habría podido ganar la guerra mucho antes.
Jebb soltó un gruñido.
– Espero que tenga usted razón. Sir Samuel Hoare ha sido enviado allí como embajador para tratar de mantenerlos al margen de la contienda.
– Eso he oído.
– Su economía está arruinada, como usted dice. Esta debilidad es nuestra mejor carta, porque la Marina británica sigue controlando lo que entra y lo que sale.
– El bloqueo.
– Por suerte, los americanos no se oponen. Estamos autorizando la entrada de suficiente petróleo como para permitir que España siga funcionando, en realidad algo menos. Y acaban de sufrir otra mala cosecha. Tratan de importar trigo y de conseguir préstamos en el extranjero para pagarlo. Según nuestros informes, en las fábricas de Barcelona la gente se desmaya de hambre.
– Suena casi tan grave como durante la Guerra Civil. -Harry sacudió la cabeza-. Lo han pasado muy mal.
– Ahora nos llega de España toda clase de rumores. Franco está explorando todos los medios posibles para alcanzar la autarquía económica, buena parte de ellos totalmente descabellados. El año pasado un científico austríaco descubrió la manera de fabricar petróleo sintético a partir de extractos vegetales, y él le entregó dinero para que desarrollara la idea. Todo fue un timo, naturalmente. -Jebb volvió a soltar una carcajada que más parecía un ladrido-. Después dijeron que habían hallado unas grandes reservas de oro en Badajoz. Otro engaño. Pero ahora nos aseguran que han descubierto unos depósitos de oro en la sierra, cerca de Madrid. Tienen a un ingeniero con experiencia en Sudáfrica trabajando para ellos, un tal Alberto Otero. Y lo mantienen todo en secreto, lo cual nos induce a pensar que algo de cierto debe de haber en ello. Los científicos afirman que es geológicamente posible.
– ¿Y eso haría que España no dependiera tanto de nosotros?
– No tienen reservas de oro para respaldar su moneda. Durante la guerra Stalin hizo que las reservas de oro se enviaran a Moscú. Y, como es natural, se las quedó. Por eso les resulta tan difícil comprar en el mercado libre. En estos momentos están tratando de conseguir de nosotros y de los yanquis créditos a la exportación.
– O sea que, si los rumores son ciertos, dependerían menos de nosotros.
– Exactamente. Por eso se muestran más favorables a entrar en guerra. Cualquier cosa podría inclinar la balanza.
– Intentamos llevar a cabo allí una operación muy arriesgada -señaló la señorita Maxse-. Debemos calcular cuántas sanciones aplicar y cuántos incentivos ofrecer. Cuánto trigo dejar que pase, cuánto petróleo.
Jebb asintió con la cabeza.
– El caso, Brett, es que el hombre que presentó a Otero al régimen fue Sandy Forsyth.
– ¿Está en España? -Harry abrió los ojos como platos.
– Sí. No sé si vio usted unos anuncios en la prensa hace un par de años, sobre las giras por los campos de batalla de la Guerra Civil.
– Los recuerdo. Los nacionales organizaban recorridos para los ingleses. Un alarde propagandístico.
– Forsyth consiguió introducirse, no sé cómo. Fue a España como guía turístico. Los de Franco le pagaban muy bien. Después se quedó en el país y participó en toda una serie de negocios, supongo que algunos de ellos bastante turbios. Al parecer es un hombre de negocios muy hábil, aunque algo… impresentable. -Jebb torció la boca en una mueca de desagrado y después miró fijamente a Harry-. Ahora cuenta con algunos contactos importantes.
Harry respiró hondo.
– ¿Puedo preguntar cómo ha averiguado usted todo eso?
Jebb se encogió de hombros.
– A través de sinuosos y escurridizos confidentes que trabajan fuera del ámbito de nuestra embajada. Pagan a funcionarios de segunda a cambio de información. Madrid está lleno de espías, pero ninguno de ellos ha establecido contacto directo con Forsyth. No tenemos agentes en la Falange, y Forsyth actúa en colaboración con el sector falangista del Gobierno. Dicen que es muy listo y que enseguida se olería algo raro en caso de que apareciera un desconocido y empezara a hacer preguntas.
– Sí. -Harry asintió con la cabeza-. Sandy es listo.
– Pero ¿y si usted se dejara caer por Madrid? -dijo la señorita Maxse-. Por ejemplo, como traductor adscrito a la embajada. Podría topar con él en un café, como ocurre a menudo, y renovar una vieja amistad.
– Queremos que usted averigüe qué está haciendo -dijo directamente Jebb-. Y que procure que se pase a nuestro bando.
O sea que era eso. Querían que espiara a Sandy, como había hecho muchos años atrás el señor Taylor en Rookwood. A través de la ventana, Harry contempló el cielo azul donde los globos de barrera flotaban cual gigantescas ballenas grises.
– ¿Qué le parece? -preguntó suavemente la señorita Maxse.
– Sandy Forsyth está trabajando con la Falange. -Harry meneó la cabeza-. Y no es que necesite ganar dinero, precisamente… Su padre es obispo de la Iglesia anglicana.
– A veces, cuenta tanto la emoción como la política, Harry. Ambas cosas van juntas, en ocasiones.
– Es verdad. -Harry recordó a Sandy entrando sin resuello en el estudio, de vuelta de una de sus ilegales correrías de apuestas, y abriendo la mano para mostrar un arrugado billete de cinco libras. «Mira qué le he sacado a un primo»-. Trabaja con la Falange -continuó en tono pensativo-. Creo que siempre fue una oveja negra; pero, a veces…, un hombre puede hacer algo contra las normas y crearse una mala fama que luego empeora su situación.
– No tenemos nada en contra de las ovejas negras -dijo Jebb-. Las ovejas negras suelen ser inmejorables agentes. -Soltó una risita de complicidad.
Otro recuerdo de Sandy le vino a la mente a Harry. Miraba hacia el lado opuesto de la mesa del estudio y hablaba en un amargo susurro: «Sabes cómo son, cómo nos controlan, lo que hacen cuando nosotros intentamos escapar.»
– Veo que le gusta participar en el juego -dijo la señorita Maxse-. Es lo que esperábamos. Pero no podemos ganar esta guerra jugando limpio. -Sacudió la cabeza con expresión de tristeza-. No contra este enemigo. Habrá que matar, eso usted ya lo sabe. Y también habrá que engañar, me temo. -Esbozó una sonrisa de disculpa.
Harry sintió que en su interior se arremolinaban sentimientos encontrados, mientras el pánico empezaba a apoderarse de él. La idea de regresar a España lo entusiasmaba y lo horrorizaba. Había oído cosas muy malas por boca de exiliados españoles en Cambridge. En los Noticiarios Documentales había visto a Franco dirigirse a multitudes enfervorizadas que lo saludaban brazo en alto; pero se decía que, detrás de todo aquello, se ocultaba un mundo de denuncias y detenciones nocturnas. ¿Y Sandy Forsyth estaba metido en aquel fregado? Volvió a estudiar la fotografía.
– No estoy seguro -dijo muy despacio-. Quiero decir que no estoy seguro de poder hacerlo.
– Le hemos facilitado instrucción -dijo Jebb-. Ha sido un cursillo acelerado, porque las autoridades quieren una respuesta lo antes posible. -Miró a Harry-. Me refiero a personas del más alto nivel.
Una parte de Harry habría querido echarse atrás en aquel preciso instante, regresar a Surrey y olvidarse de todo. Pero se había pasado los últimos tres meses luchando contra aquel aterrorizado impulso de esconderse.
– ¿Qué clase de instrucción? -preguntó-. No estoy muy seguro de poder engañar a nadie.
– Es más fácil de lo que usted piensa -replicó la señorita Maxse-. Si cree en la causa por la que miente. Y, hablando claro, usted tendría que mentir y engañar. Pero nosotros le enseñaríamos todas las malas artes.
Harry se mordió el labio inferior. Por un rato reinó el silencio en la estancia.
– No esperaríamos que usted se lanzara en frío.
– De acuerdo -dijo Harry-. Quizá logre convencer a Sandy. No puedo creer que sea un fascista.
– El principio será lo más duro -dijo Jebb-. Conseguir ganarse su confianza. Será entonces cuando todo le parecerá extraño y difícil y cuando más necesidad tendrá de fingir.
– Sí. Sandy es alguien que las ve venir a distancia.
– Lo imaginamos.
La señorita Maxse se volvió hacia Jebb. Éste titubeó momentáneamente y, después, asintió.
– Muy bien, pues -dijo en tono expeditivo la señorita Maxse.
– Habrá que actuar con rapidez -dijo Jebb-. Tomar algunas disposiciones y organizar las cosas. Tendrá usted que ser debidamente examinado, claro. ¿Va usted a quedarse esta noche?
– Sí. Iré a casa de mi primo.
Jepp volvió a mirar incisivamente a Harry.
– ¿Ningún nexo aquí, aparte de su familia?
– No -contestó Harry, meneando la cabeza.
Jebb sacó una pequeña agenda.
– ¿Número?
Harry se lo dio.
– Alguien le llamará mañana. No salga, por favor.
– De acuerdo, señor.
Los tres se levantaron de sus asientos. La señorita Maxse estrechó cordialmente la mano de Harry.
– Gracias, Harry -dijo.
Jebb lo miró con una sonrisita tensa.
– Prepárese para la sirena de esta noche. Se esperan más incursiones aéreas.
Arrojó el retorcido sujetapapeles a una papelera.
– Por Dios -dijo la señorita Maxse-. Eso es propiedad del Estado. Es usted un manirroto, Roger. -Volvió a mirar a Harry con una sonrisa de despedida-. Le estamos muy agradecidos, Harry. Esto podría ser muy importante.
Fuera de la estancia, Harry se detuvo un momento. Una pesada sensación de tristeza se le instaló en el estómago. Malas artes: ¿qué demonios significaba aquello? Las palabras lo hicieron temblar. Advirtió que, de manera semiinconsciente, estaba tratando de escuchar, como Sandy solía hacer tras las puertas de los profesores, con la oreja sana pegada a la puerta, para captar lo que Jebb y la señorita Maxse pudieran estar diciendo. Pero no consiguió oír nada. Al volverse, vio que estaba allí el recepcionista, cuyas pisadas habían sido amortiguadas por la alfombra polvorienta. Esbozó una sonrisa nerviosa y dejó que el hombre lo acompañara a la puerta. ¿Ya estaría adquiriendo los hábitos de un… qué: fisgón, espía, traidor?
Normalmente, el trayecto hasta la casa de Will, en Harrow, duraba menos de una hora; pero aquel día le llevó media tarde, pues el metro se detenía y volvía a ponerse en marcha a cada momento. En las estaciones, pequeños grupos de gente permanecían acurrucados en el suelo de los andenes con el rostro lívido a causa del miedo. Harry había oído que algunos habitantes del bombardeado distrito del East End se habían instalado en las estaciones de metro.
La idea de «espiar» a Sandy Forsyth le produjo una desagradable sensación de incredulidad. Contempló los pálidos y cansados rostros de sus compañeros de viaje y pensó que cualquiera de ellos podría ser un espía… ¿Cómo iba a saberlo por el aspecto de la gente? La fotografía acudía una y otra vez a su mente: la confiada sonrisa de Sandy, el bigote a lo Clark Gable. El tren siguió avanzando lentamente por los túneles.
Rookwood le había otorgado a Harry una identidad. Su padre, que era abogado, había quedado destrozado en la batalla del Somme cuando él tenía seis años, y su madre había muerto durante la epidemia de gripe del invierno en que había terminado la Primera Guerra, tal como la gente empezaba a llamar la última guerra. Harry aún conservaba la fotografía y la contemplaba a menudo. Su padre, posando delante de la iglesia con chaqué, se parecía mucho a él: moreno, robusto y con aire de persona seria y responsable. Rodeaba con el brazo a su esposa, rubia como el primo Will, y tenía una rizada cabellera que le caía sobre los hombros, bajo un sombrero eduardiano de ala ancha. Ambos miraban sonrientes a la cámara. La imagen se había tomado con un sol radiante y estaba ligeramente sobreexpuesta, lo cual creaba unos halos de luz alrededor de sus cabezas. Harry apenas se acordaba de ellos; al igual que el mundo de la fotografía, ambos se habían desvanecido como un sueño.
Al morir su madre, Harry se había ido a vivir con su tío James, el hermano mayor de su padre, un oficial del ejército profesional que había resultado herido en las primeras batallas de 1914. Tenía una herida en el estómago que, aunque casi no se le notaba, le provocaba constantes molestias estomacales que le habían agriado un carácter ya muy áspero de por sí, el cual constituía una perenne fuente de preocupación para tía Emily, su aprensiva y angustiada esposa. Cuando Harry se fue a vivir con ellos en su bonita casa de un pueblo de Surrey, tenían sólo cuarenta y tantos años pero ya parecían mucho mayores, como una pareja de jubilados inquietos y quisquillosos.
Se mostraban afectuosos con él, pero Harry siempre se había sentido un intruso. No tenían hijos y siempre daban la impresión de no saber qué hacer con él. Tío James le daba unas palmadas en la espalda que casi lo tumbaban y le preguntaba con entusiasmo a qué iba a jugar aquel día, mientras su tía se preocupaba constantemente por si comía bien o no.
De vez en cuando se iba a casa de tía Jenny, hermana de su madre y madre de Will. Esta había querido mucho a su hermana y le dolía recordarla; pero lo abrumaba, tal vez con cierto remordimiento, a base de paquetes de comida y giros postales cuando iba a la escuela.
En su infancia, a Harry le había dado clase un maestro particular, un profesor jubilado al que su tío conocía. Se pasaba casi todo el tiempo libre, vagando por las calles y los bosques de los alrededores del pueblo. Allí conoció a los chicos del lugar, hijos de campesinos y de veterinarios; pero, aunque jugaba a indios y vaqueros y cazaba conejos con ellos, siempre se mantenía un poco apartado. Harry el Presumido, lo llamaban.
– Di «horrible», Harry -lo pinchaban-. Ogib… ble, ogib… ble.
Un día de verano en que Harry regresó a casa del campo, tío James lo llamó a su estudio. Tenía apenas doce años. Había otro hombre de pie en la estancia, junto a la ventana, iluminado directamente por el sol de tal manera que, al principio, no fue más que una alta sombra enmarcada por motas de polvo.
– Quiero presentarte al señor Taylor -dijo tío James-. Enseña en mi vieja escuela. Mi alma mater, como suele decirse. Eso es latín, ¿verdad?
Y, para asombro de Harry, su tío rió nerviosamente como un niño.
El hombre se adelantó y estrechó con firmeza la mano de Harry. Era alto y delgado y vestía de oscuro. El cabello negro empezaba a ralear desde su nacimiento en pico sobre la despejada frente, y sus perspicaces ojos grises lo estudiaban desde detrás de unos quevedos.
– ¿Cómo estás, Harry? -La voz sonaba muy seca-. Ya veo que eres un poco golfillo, ¿verdad?
– Se está volviendo un poco salvaje -dijo tío James en tono de disculpa.
– Eso ya lo arreglaremos si vienes a Rookwood. ¿Te gustaría ir a una escuela privada, Harry?
– No lo sé, señor.
– El informe de tu maestro es bueno. ¿Te gusta el rugby?
– Nunca he jugado, señor. Yo juego al fútbol con los chicos del pueblo.
– El rugby es mucho mejor. Un juego de caballeros.
– Rookwood fue la escuela de tu padre, y también la mía -explicó tío James.
Harry levantó la mirada.
– ¿De mi padre?
– Sí. Tu pater, como dicen en Rookwood.
– ¿Sabes qué significa pater, Harry? -preguntó el señor Taylor.
– Significa padre en latín, señor.
– Muy bien -dijo el señor Taylor, sonriendo-. Creo que el muchacho será apto, Brett.
Hizo otras preguntas. Era muy amable; pero su aire autoritario, propio de una persona que espera obediencia de los demás, hizo que Harry se pusiera sobre aviso. Al cabo de un rato, lo mandaron retirarse de la estancia, mientras el señor Taylor proseguía la conversación con su tío. Cuando tío James lo volvió a llamar, el señor Taylor ya se había ido. Su tío le pidió que se sentara y lo miró con la cara muy seria, acariciándose el bigote canoso.
– Tu tía y yo creemos que ha llegado el momento de que acudas al internado, Harry. Es mejor que quedarte aquí con un par de vejestorios como nosotros. Además, debes relacionarte con chicos de tu clase, y no con los del pueblo.
Harry no tenía ni idea de cómo era una escuela privada. Le vino a la mente la imagen de un enorme edificio lleno de una luz radiante como la de la fotografía de sus padres dándole la bienvenida.
– ¿Qué te parece, Harry? ¿Crees que te gustaría? -Sí, tío, me gustaría.
Will vivía en una calle de chalets de falso estilo Tudor. Un nuevo refugio antiaéreo, una alargada construcción de hormigón, se levantaba incongruentemente al borde del césped.
Su primo ya estaba en casa y le abrió la puerta. Se había cambiado de ropa y se había puesto un jersey vistoso y largo. Miró jovialmente a Harry a través de los cristales de sus gafas.
– ¡Hola, Harry! ¿Todo bien, entonces?
– Muy bien, gracias. -Harry le estrechó la mano-. ¿Y tú cómo estás, Will?
– Pues aguantando, como todo el mundo. ¿Qué tal el oído?
– Casi normal. Un poquito sordo de uno.
Will hizo pasar a Harry al recibidor. Una mujer alta y delgada de cabello grisáceo y alargado rostro, torcido en una mueca de reproche, salió de la cocina secándose las manos con una servilleta de té.
– Muriel. -Harry se esforzó por esbozar una sonrisa cordial-. ¿Cómo estás?
– Voy tirando. No te doy la mano porque he estado guisando. He pensado que podríamos saltarnos la merienda y cenar directamente.
»Me las he ingeniado para conseguir un bistec. He conseguido llegar a un acuerdo con el carnicero. Bueno, pues, sube al piso de arriba, querrás lavarte las manos.
Harry ya había ocupado anteriormente el dormitorio de la parte de atrás. Había una espaciosa cama de matrimonio y pequeños adornos, sobre unos tapetitos en la mesa del tocador.
– Vamos -dijo Will-. Refréscate y bajas.
Harry se lavó la cara en el pequeño lavabo y se estudió en el espejo mientras se secaba. Estaba engordando: su recia figura empezaba a acumular grasa a causa de la reciente falta de ejercicio, y el mentón cuadrado se le había redondeado. La gente le decía que tenía un rostro atractivo, a pesar de que él siempre había pensado que sus regulares facciones bajo el cabello rizado y castaño eran un poco demasiado anchas para ser hermosas. Últimamente, le habían salido unas arrugas alrededor de los ojos. Trató de conseguir que su rostro adoptara un gesto lo más inexpresivo posible. ¿Podría Sandy leerle el pensamiento tras semejante máscara? Era lo que se solía hacer en la escuela para ocultar los propios sentimientos… Éstos sólo se revelaban por medio de una boca fuertemente apretada o una ceja enarcada. La gente buscaba las pequeñas señales. Ahora tenía que aprender a no dejar traslucir nada, ninguna emoción. Se tumbó en la cama recordando la escuela y a Sandy Forsyth.
A Harry la escuela le gustó desde el principio. Con sede en una mansión del siglo XVIII, en plena campiña de Sussex, el colegio de Rookwood había sido fundado por un grupo de hombres de negocios que comerciaban en Ultramar, con el propósito de facilitar la educación a los hijos de los oficiales de sus barcos. Los apellidos de La Casa reflejaban su pasado naval: Raleigh, Drake y Hawkins. Ahora estudiaban allí los hijos de funcionarios de la Administración y de aristócratas de segunda junto con un grupo de becarios, financiados por medio de donaciones.
El colegio y sus costumbres ordenadas le otorgaron una sensación de pertenencia y de propósito. Tal vez la disciplina fuera dura, pero raras veces se utilizaba el castigo de copiar líneas, y no digamos la palmeta. Se le daban bien casi todas las asignaturas, especialmente el francés y el latín… de hecho, casi todos los idiomas se le daban bien. Los deportes también le gustaban: el rugby y, especialmente, el criquet con su ritmo pausado; el año anterior había sido capitán del equipo juvenil.
A veces paseaba solo por el llamado Big Hall, donde colgaban las fotografías de las promociones de sexto curso de cada año, y permanecía de pie ante la foto de 1902, donde el rostro juvenil de su padre lo miraba desde una doble hilera de «prefectos»; es decir, los alumnos especialmente nombrados para ejercer autoridad sobre sus compañeros, que posaban muy tiesos para la posteridad con sus birretes. Después se volvía a contemplar la lápida situada detrás del escenario dedicado a los caídos de la Gran Guerra, cuyos nombres figuraban en ella labrados en letras doradas. Al ver también allí el nombre de su padre, asomaban a sus ojos unas ardientes lágrimas que él se apresuraba a enjugar por temor a que alguien lo viera. El día en que llegó Sandy Forsyth en 1925, Harry empezaba el cuarto curso. Aunque los chicos seguían pasando la noche en un gran dormitorio común, contaban desde el año anterior con unos estudios, unas pequeñas estancias para dos o tres alumnos con sillones anticuados y mesas rayadas. Los amigos de Harry eran generalmente los más serios y tranquilos, y él se alegraba de compartir un estudio con Bernie Piper, uno de los becarios. Piper entró, mientras él deshacía el equipaje.
– Hola, Brett -le dijo-. Ya sé que tendré que soportar el olor de tus calcetines todo el año que viene.
Bernie era hijo de un tendero del East End y, cuando llegó a Rookwood, hablaba con un cerrado acento cockney. Poco a poco, éste se había ido transformando en el pausado acento de la clase alta que utilizaban los demás chicos, aunque el gangueo de Londres se dejaba sentir durante algún tiempo cada vez que regresaba de las vacaciones.
– ¿Has tenido un buen verano?
– Un poco aburrido. Tío James estuvo enfermo mucho tiempo. Me alegro de estar de vuelta.
– Tendrías que haberlo pasado despachando a la gente en la tienda de mi padre. Entonces no sabrías lo que es aburrirse.
Otro rostro apareció en la puerta: un corpulento muchacho moreno. Depositó en el suelo una elegante maleta y se apoyó contra la jamba de la puerta con aire de desdeñosa indiferencia.
– ¿Harry Brett? -preguntó.
– Sí.
– Soy Sandy Forsyth. El chico nuevo. Me han asignado este estudio. -Arrastró la maleta por el suelo y se quedó mirando a los otros dos. Tenía unos ojos castaños grandes y perspicaces y se advertía cierta dureza en sus rasgos.
– ¿De dónde vienes? -le preguntó Bernie.
– Braildon. En Hertfordshire. ¿Habéis oído hablar de él?
– Sí -contestó Harry-. Dicen que es un buen colegio.
– Pues sí. Eso dicen.
– Este de aquí tampoco está mal.
– ¿No? Tengo entendido que la disciplina es muy severa.
– Te muelen a palos nada más verte -convino Bernie.
– Y tú, ¿de dónde vienes? -preguntó Forsyth.
– Wapping -contestó orgullosamente Bernie-. Soy uno de los proletarios aceptados por la clase dominante.
El semestre anterior, Bernie se había declarado socialista ante la desaprobación general.
Forsyth enarcó las cejas.
– Apuesto a que lo tuviste más fácil que yo.
– ¿Qué quieres decir?
– Soy más bien un chico malo.
El recién llegado se sacó del bolsillo una cajetilla de Gold Flakes y extrajo un cigarrillo. Bernie y Harry miraron hacia la puerta abierta.
– No se puede fumar en los estudios -dijo rápidamente Harry.
– Podemos cerrar la puerta. ¿Queréis uno?
Bernie soltó una carcajada.
– Aquí te dan con la palmeta por fumar. No merece la pena.
– Vale. -El nuevo miró de repente a Bernie con una ancha sonrisa en los labios, que dejaron al descubierto unos dientes grandes y blancos-. Entonces ¿eres un rojo?
– Soy socialista, si es a eso a lo que te refieres.
El chico nuevo se encogió de hombros.
– En Braildon teníamos un foro de discusión y, el año pasado, uno de quinto habló en favor del comunismo. Se armó un buen jaleo.
Se rió, y Bernie soltó un gruñido y lo miró con desagrado.
– Yo quería dirigir un debate en favor del ateísmo -dijo Forsyth-, pero no me dejaron. Porque mi padre es obispo. ¿Adónde tiene que ir uno aquí si le apetece fumar?
– Detrás del gimnasio -contestó Bernie fríamente.
– Muy bien, pues. Hasta luego. -Forsyth se levantó y se marchó.
– Hijo de puta -masculló Bernie en cuanto se hubo ido.
Horas después, a Harry le pidieron por primera vez que espiara a Sandy. Se encontraba en el estudio cuando se presentó un fámulo, uno de los estudiantes que sirven a los de los cursos superiores, anunciando que el señor Taylor quería verle.
Taylor era el profesor de su curso aquel año. Tenía fama de ser muy duro; los chicos de los cursos inferiores le tenían pánico. Al ver su alta y delgada figura cruzando el patio con su expresión severa de costumbre, Harry recordó el día en que el profesor había acudido a la casa de tío James; apenas habían vuelto a hablar desde entonces.
El señor Taylor se encontraba en su estudio, una cómoda estancia con alfombras y retratos de antiguos directores en la pared; le encantaba la historia del colegio. Tenía el escritorio cubierto de exámenes para corregir. El profesor permanecía de pie enfundado en su toga negra, revolviendo papeles.
– ¡Ah, Brett! -dijo en tono cordial, y levantó un largo brazo para invitar a Harry a entrar. Taylor se estaba quedando calvo a ritmo acelerado y ahora el puntiagudo nacimiento del cabello no era más que un aislado mechón oscuro bajo una pelada coronilla-. ¿Ha tenido unas buenas vacaciones? ¿El tío y la tía están bien?
– Sí, señor.
– Este año está usted en mi clase. He recibido muy buenos informes, así que espero grandes cosas de usted.
– Gracias, señor.
El profesor asintió con la cabeza.
– Quería hablarle de los estudios. Hemos colocado al chico nuevo con usted en lugar de Piper. Forsyth. ¿Ya lo conoce?
– Sí, señor. No creo que Piper lo sepa.
– Será informado. ¿Qué tal se lleva con Forsyth?
– Muy bien, señor -contestó Harry intentando sonar imparcial.
– No sé si ha oído usted hablar de su padre, el obispo.
– Forsyth lo ha comentado.
– Forsyth viene de Braildon. Sus padres pensaron que Rookwood, con su fama de… bueno… disciplina sería más apropiado para él. -Taylor esbozó una sonrisa benévola que provocó la aparición de unas arrugas profundas en sus enjutas mejillas-. Le hablo con toda franqueza. Usted es un chico formal, Brett; creemos que podría llegar a tener madera de prefecto algún día. Vigile a Forsyth, si es tan amable. -Hizo una pausa-. Llévelo por el recto y estrecho camino.
Harry dirigió una rápida mirada al profesor. Era una advertencia muy rara; una de las deliberadas ambigüedades que utilizaban los profesores a medida que los chicos crecían. Se esperaba que éstos las entendieran. Oficialmente, no estaba bien visto que los chicos se espiaran mutuamente; pero Harry sabía que muchos profesores utilizaban a determinados alumnos como fuente de información. ¿Qué le estaba pidiendo Taylor que hiciera? Comprendió instintivamente que no le gustaría hacerlo; la sola idea lo ponía nervioso.
– No dude que contribuiré a que se comporte como es debido, señor -dijo con cierto recelo.
Taylor lo miró incisivamente.
– Y dígame si hay algún problema. Queremos ayudar a Forsyth a desarrollarse en la dirección apropiada. Es muy importante para su padre.
Estaba más claro que el agua. Harry no dijo nada, y el señor Taylor frunció levemente el entrecejo.
Después ocurrió algo asombroso. Un ser minúsculo se movió entre los papeles del escritorio del señor Taylor; Harry lo vio por el rabillo del ojo. Taylor soltó un repentino grito y se apartó de un salto. Para sorpresa de Harry, el profesor se quedó casi encogido, sin querer mirar una enorme araña doméstica que correteaba rápidamente por su secante. El insecto se detuvo encima de un texto de latín y permaneció absolutamente inmóvil.
Taylor se volvió para mirar a Harry con el rostro completamente congestionado. Sus ojos se desviaron momentáneamente hacia el escritorio y después apartó la mirada con un estremecimiento.
– Brett, hágame el favor de librarme de esta cosa. Se lo ruego. -En la voz del profesor se advertía un tono de súplica.
Presa de la curiosidad, Harry se sacó el pañuelo y tendió la mano hacia la araña. La cogió y la sujetó con delicadeza.
– Ah… gracias, Brett. -Taylor tragó saliva con dificultad-. Yo… creo… que no… tendría que haber semejantes arácnidos en los estudios. Transmiten enfermedades. Mátela, mátela, por favor -se apresuró a añadir.
Harry titubeó y después la apretó entre el índice y el pulgar. El débil chasquido que emitió el insecto lo indujo a hacer una mueca.
– Deshágase de ella. -Por un instante, los ojos de Taylor lo miraron trastornados tras los quevedos de montura dorada-. Y no le hable a nadie de esto, ¿entendido? Puede retirarse -añadió bruscamente.
En casa de Will, la sopa de la cena era de lata, llena de verduras descoloridas. Muriel se disculpó mientras la repartía.
– No he tenido tiempo de preparar otra cosa, lo siento. Como comprenderás, ahora no dispongo de una asistenta que me ayude. He de encargarme de cocinar, atender a los niños, las libretas de racionamiento y todo lo demás.
Se apartó un mechón de cabello del rostro y miró a Harry con expresión desafiante. Los hijos de Muriel y Will, un delgado chiquillo moreno de nueve años y una niñita de seis, observaban a Harry con gran interés.
– Debe de ser difícil -dijo Harry solemnemente-. Pero la sopa está muy rica.
– ¡Está buenísima! -exclamó Ronald.
Su madre suspiró. Harry no comprendía por qué razón Muriel había tenido hijos; seguramente, porque eso era lo que había que hacer.
– ¿Qué tal va el trabajo? -preguntó a su primo, para romper el silencio.
Will trabajaba en el departamento de Oriente Próximo del Foreign Office.
– Podría haber problemas en Persia. -Aquellos ojos tras los gruesos cristales de las gafas parecían preocupados-. El sah se está inclinando por Hitler. ¿Qué tal te fue en la reunión? -preguntó con exagerada indiferencia.
Había llamado a Harry unos días antes para decirle que unas personas relacionadas con el Foreign Office habían contactado con él y querían hablar, aunque no tenía idea de qué se trataba. Por su manera de hablar, Harry comprendió que ya había adivinado quiénes eran aquellas «personas». Se preguntó si Will habría hablado de él en el despacho, si habría comentado algo acerca de un primo que había estudiado en Rookwood y hablaba español y si alguien le habría pasado la información a la gente de Jebb. ¿O acaso había en alguna parte una especie de gigantesco fichero sobre los ciudadanos que los espías solían consultar?
Estuvo casi a punto de contestar: «Quieren que vaya a Madrid», pero recordó que no tenía que hacerlo.
– Por lo visto, tienen algo para mí. Eso significa que tendré que irme al extranjero. Algo ultrasecreto.
– Hablar demasiado cuesta vidas -dijo solemnemente la niña.
– Cállate, Prue -la reprendió Muriel-. Tómate la sopa.
Harry esbozó una sonrisa tranquilizadora.
– No es peligroso. No es como lo de Francia.
– ¿Mataste a muchos alemanes en Francia? -preguntó Ronnie, alzando un poco la voz.
Muriel posó ruidosamente la cuchara en el plato.
– Te he dicho que no hagas esa clase de preguntas.
– Pues no, Ronnie -contestó Harry-. Pero ellos, en cambio, mataron a muchos de los nuestros.
– Ya se lo haremos pagar, ¿verdad? Y los bombardeos, supongo que también.
Muriel lanzó un profundo suspiro. Will se dirigió a su hijo.
– ¿Te he dicho alguna vez que conocí a Von Ribbentrop, Ronnie?
– ¡Anda! ¿Lo conociste? ¡Tendrías que haberlo matado!
– Entonces no estábamos en guerra, Ronnie. Simplemente era el embajador alemán. Siempre decía lo que no debía; lo llamábamos el Indiscreto.
– ¿Y cómo era?
– Un estúpido. Su hijo estudiaba en Eton, y una vez Von Ribbentrop fue a verlo allí. Se plantó en el patio con el brazo en alto y gritó: «Heil, Hitler!»
– ¿En serio? Eso en Rookwood no se lo habrían permitido. Espero ir allí el año que viene, ¿lo sabías, primo Harry?
– Quizá no podamos permitirnos pagar la matrícula, Ronnie.
– Eso, si es que todavía sigue allí -intervino Muriel-. Si no lo han requisado o no lo ha destruido una bomba.
Harry y Will la miraron en silencio. Ella se llevó la servilleta a los labios y se levantó.
– Voy por los bistecs -anunció-. Estarán resecos, los dejé debajo del grill -añadió mirando a su marido-. ¿Qué vamos a hacer esta noche?
– No iremos al refugio, a menos que suene la sirena, claro -contestó él.
Muriel abandonó la estancia. Prue se había puesto nerviosa. Harry observó que sostenía un osito de peluche en el regazo y que lo estrechaba con fuerza. Will suspiró.
– Cuando empezaron las incursiones, adquirimos la costumbre de ir al refugio después de cenar. Pero algunas personas de allí… ¿cómo diría?, son un poco vulgares; a Muriel no le gustan y se siente muy incómoda. Prue se asusta. O sea que nos quedamos en casa, a no ser que suenen las sirenas. -Volvió a lanzar un suspiro, mirando a través de la cristalera que daba al jardín. El crepúsculo daba paso a la noche y una clara luna llena se elevaba en el cielo-: Es una luna de bombardeo. Puedes irte, si quieres.
– No te preocupes -dijo Harry-. Me quedaré con vosotros.
El pueblo de su tío estaba situado en el «trayecto de los bombarderos», que discurría desde el Canal hasta Londres; las sirenas sonaban a cada momento al paso de los aparatos por encima de sus cabezas, pero ellos no les prestaban atención. Harry no soportaba el turbulento aullido de Winnie. Le recordaba el ruido que emitían los bombarderos que caían en picado: cuando regresó a casa después de Dunkerque, cada vez que se disparaban las sirenas apretaba tanto los dientes y los puños que éstos se le quedaban blancos.
– Si la cosa dura toda la noche, nos levantaremos y nos iremos al refugio -dijo Will-. Está al otro lado de la calle.
– Sí, ya lo he visto.
– Ha sido terrible. Diez días seguidos te dejan tremendamente agotado, y cualquiera sabe lo que va a durar todo eso. Muriel está pensando en llevar a los niños al campo. -Will se levantó y corrió las pesadas cortinas opacas que se utilizaban contra los bombardeos. Se oyó un ruido de cristales rotos procedente de la cocina, seguido de un grito de rabia. Will salió corriendo-. Será mejor que vaya a echarle una mano a Muriel.
Las sirenas rugieron a la una de la mañana. Empezaron en Westminster y, mientras otros barrios las seguían, el quejumbroso gemido se fue extendiendo hacia los suburbios. Harry despertó de un sueño en el que corría por las calles de Madrid y, entrando y saliendo rápidamente de las tiendas y los bares, preguntaba si alguien había visto a su amigo Bernie. Pero hablaba en inglés, no en español, y nadie le entendía. Se levantó y se vistió rápidamente, como le habían enseñado a hacer en el ejército. Tenía la mente despejada y centrada, y no sentía miedo alguno. No supo por qué había preguntado por Bernie y no por Sandy. Alguien había llamado del Foreign Office a las diez, pidiéndole que al día siguiente fuera a una dirección de Surrey.
Descorrió ligeramente la cortina. A la luz de la luna, unas sombras borrosas corrían por la calle en dirección al refugio. Los enormes haces de los proyectores atravesaban el cielo hasta donde alcanzaba la vista.
Salió al pasillo. La luz estaba encendida y Ronnie se encontraba allí de pie en pijama y bata.
– Prue está asustada -dijo-. No quiere venir. -Miró hacia la puerta abierta del dormitorio de sus padres.
Se oían los sollozos aterrorizados de una criatura.
Ni siquiera en aquel momento en que los gemidos de las sirenas resonaban en sus oídos Harry se atrevía a invadir el dormitorio de Will y Muriel; pero, haciendo un esfuerzo, lo consiguió. Ambos iban en bata. Muriel estaba sentada en la cama con rulos en el pelo. Acunaba en sus brazos a su llorosa hija, emitiendo tranquilizadores murmullos. Harry no la hubiera creído capaz de semejante dulzura. De uno de los brazos de la niña permanecía colgando el osito. Will las miraba sin saber qué hacer; con el ralo cabello de punta y las gafas torcidas, parecía casi más vulnerable que todos ellos. Las sirenas seguían sonando; Harry notó que le empezaban a temblar las piernas.
– Tendríamos que irnos -dijo bruscamente.
Muriel lo miró.
– ¿Y a ti quién te ha preguntado nada?
– Prue no quiere ir al refugio -explicó Will en voz baja.
– Está oscuro -gimoteó la niña-. Allí está todo muy oscuro, ¡por favor, dejad que me quede en casa!
Harry se acercó y cogió a Muriel por el huesudo codo. Era lo que había hecho el cabo en la playa tras la caída de la bomba, lo había levantado y acompañado con sumo cuidado al bote. Muriel lo miró con expresión de asombro.
– Tenemos que irnos. Los bombarderos se están acercando. Will, tenemos que llevárnoslos.
Su primo sujetó a Muriel por el otro brazo y ambos la levantaron dulcemente. Prue había hundido la cabeza en el pecho de su madre, sollozando y sujetando fuertemente al osito por el brazo. El peluche miró a Harry con sus ojos de vidrio.
– Bueno, ya puedo caminar sola -dijo Muriel con evidente mal humor.
Ambos la soltaron. Ronnie bajó ruidosamente por la escalera y los demás lo siguieron. El muchacho apagó la luz y abrió la puerta principal de la casa.
Resultaba extraño estar en un Londres nocturno sin farolas. Ahora no había nadie fuera, pero la sombra oscura del refugio se veía al otro lado de la calle, bajo la luz de la luna. Se oía un ruido lejano de artillería antiaérea y de algo más, un zumbido sordo y pesado procedente del sur.
– Mierda -dijo Will-. ¡Vienen hacia aquí! -De repente, se quedó perplejo-. Pero si es a los muelles adonde se dirigen, a los muelles.
– Quizá se hayan perdido. -«O pretenden socavar la moral de los ciudadanos», pensó Harry. Ya no le temblaban las piernas. Tenía que asumir el mando de la situación-. Vamos -añadió-. Crucemos la calle.
Echaron a correr, pero Muriel tenía dificultades por la niña que llevaba en brazos. En mitad de la calle, Will se volvió para ayudarla y resbaló. Se desplomó ruidosamente y soltó un grito. Ronnie, que marchaba en cabeza, se detuvo y se volvió para mirar.
– ¡Levántate, Will! -gritó histéricamente Muriel.
Will intentó levantarse, pero cayó hacia atrás. Prue, con el osito todavía colgando de su brazo, se puso a gritar.
Harry se arrodilló al lado de Will.
– Me he torcido el tobillo. -En el rostro de Will se mezclaban el dolor y el temor-. Déjame, acompaña a los demás al refugio.
A su espalda, Muriel estrechaba con fuerza a la llorosa Prue, que soltaba incesantes reniegos en un lenguaje que Harry jamás hubiera imaginado que ella conociera.
– ¡Maldito Hitler de mierda, me cago en su puta madre!
La sirena seguía aullando. Los aviones casi ya estaban encima de sus cabezas. Harry oyó el silbido de las bombas que caían, cada vez más fuerte y rematado por una súbita y sonora detonación. Vio un destello de luz a unas cuantas calles de distancia y percibió un momentáneo azote de aire caliente contra su bata. Era algo muy parecido a lo de Dunkerque. Las piernas le volvían a temblar y notaba un sabor seco y ácido en el paladar, pero la mente muy despejada. Tenía que conseguir que Will se levantara.
Se oyó otro silbido y una detonación más cercana, mientras el suelo se estremecía bajo sus pies por efecto de los impactos. Muriel dejó de soltar maldiciones y se quedó allí plantada, con los ojos y la boca muy abiertos. Inclinó el escuálido cuerpo envuelto en la bata para proteger a su hija, que seguía llorando. Harry la tomó del brazo y la miró a los ojos llenos de terror. Después, le habló muy despacio y con claridad.
– Tienes que llevar a Prue al refugio, Muriel. Ahora mismo. Mira, allí está Ronnie; no sabe qué hacer. Tienes que acompañarlos. Yo me encargaré de Will.
La vida retornó a los ojos de Muriel. Ésta se volvió en silencio y echó a andar rápidamente hacia el refugio, alargando la otra mano para que Ronnie la tomara. Harry se inclinó y tomó la mano de Will.
– Vamos, muchacho, levántate. Baja la pierna sana y apoya el peso del cuerpo en ella.
Consiguió levantar a su primo, mientras se oía otra fuerte detonación a no más de una calle de distancia. Hubo otro breve destello amarillo y una onda expansiva estuvo casi a punto de derribarlos al suelo, pero Harry rodeó a Will con el brazo y consiguió evitar que perdiera el equilibrio. Harry percibió una sensación de presión y un quejumbroso silbido en el oído malo. Will se inclinó hacia él y avanzó a saltitos con la pierna sana, mirándolo con una sonrisa a través de los dientes fuertemente apretados.
– No vayas a saltar ahora por los aires -dijo-. ¡Los fisgones se pondrán furiosos!
«O sea que ha adivinado quiénes son los que buscan mi colaboración», pensó Harry. Cayeron más bombas; unos destellos amarillos iluminaron la calle, pero ahora parecían más lejanos.
Alguien lo estaba observando todo desde el refugio y mantenía la puerta ligeramente entornada. Unos brazos se alargaron para sujetar a Will y todos cayeron a la vez por la abarrotada oscuridad. Harry fue acompañado a un asiento, donde se encontró sentado al lado de Muriel. Apenas podía distinguir su silueta delgada, todavía inclinada sobre Prue. La chiquilla seguía sollozando. Ronnie también estaba acurrucado junto a ella.
– Perdona, Harry -dijo Muriel en voz baja-. Pero es que ya no podía aguantar. Cada día pienso en lo que podría ocurrirles a mis hijos. A cada momento, constantemente.
– Tranquila -dijo él-. No pasa nada.
– Siento haberme derrumbado. Tú nos has ayudado a resistir.
Levantó un brazo para tocar a Harry, pero lo dejó caer como si el esfuerzo fuera excesivo.
Harry apoyó la punzante cabeza contra la pared rasposa de hormigón. Los había ayudado, había asumido el control de la situación, no se había venido abajo. Unos meses atrás lo habría hecho.
Recordó la primera vez que había visto la playa de Dunkerque, cuando había subido a una duna y había contemplado desde allí las columnas de hombres negras e interminables adentrándose en un mar salpicado de barcos. Los había de todos los tamaños… Vio una embarcación de placer junto a un dragaminas. También había restos humeantes de naufragios. Los bombarderos alemanes rugían por encima de su cabeza, bajando en picado y arrojando las bombas sobre barcos y hombres. La retirada había sido tan rápida y caótica que el horror y la vergüenza de toda la situación resultaron casi imposibles de soportar. A Harry le habían ordenado que ayudara a los hombres a formar en fila en la playa para la evacuación. Sentado ahora en el refugio, experimentó una vez más la sorda vergüenza que se suele sentir en semejantes circunstancias, la comprensión de la derrota total.
Muriel musitó algo. Estaba sentada junto a su oído malo y él volvió la cabeza hacia ella.
– ¿Cómo?
– ¿Te encuentras mal? Estás temblando de arriba abajo. -Le temblaba la voz. Harry abrió los ojos. La oscuridad estaba salpicada por los puntos rojos de los cigarrillos encendidos. Los ocupantes del refugio permanecían en silencio, tratando de oír lo que ocurría fuera.
– Sí. Es que… me lo ha vuelto a recordar todo. La evacuación.
– Lo sé -murmuró ella.
– Creo que ahora ya se han ido -dijo alguien.
Se abrió una rendija en la puerta y alguien asomó la cabeza. Una ráfaga de aire frío traspasó el tufo a sudor y orines.
– Es terrible lo mal que huele aquí dentro -dijo Muriel-. Por eso no me gusta venir. No lo puedo soportar.
– A veces la gente no puede evitarlo… Cuando tiene miedo pierde el control.
– Supongo que sí.
La voz de Muriel se serenó. Harry pensó que deseaba verle la cara.
– ¿Estáis todos bien? -preguntó.
– Bien -contestó Will, detrás de Muriel-. Has hecho un buen trabajo ahí fuera, Harry. Gracias, muchacho.
– Los soldados… ¿perdían el control? -preguntó Muriel-. ¿En Francia? Debió de ser espantoso.
– Sí. A veces. -Harry recordó el olor mientras se acercaba a la hilera de hombres en la playa. Llevaban varios días sin lavarse. Le vino una vez más a la mente la voz del sargento Tomlinson.
– Tenemos suerte… Las cosas van más rápido ahora que los botes pueden acercarse. Algunos pobres desgraciados llevan tres días aquí. -Era un sujeto alto y fornido de cabello rubio y rostro grisáceo por el agotamiento. Miró hacia el mar, sacudiendo la cabeza-. Fíjese en aquellos imbéciles de allí, harán zozobrar la embarcación.
Harry siguió su mirada hasta el final de la cola. Los hombres permanecían dentro del agua, que les llegaba hasta los hombros. A la cabeza de la cola, algunos se amontonaban en una embarcación de pesca y su peso ya la estaba escorando hacia un lado.
– Será mejor que bajemos -dijo Harry.
Tomlinson asintió con la cabeza, y ambos se dirigieron hacia la orilla. Harry vio a los pescadores discutiendo con los hombres que seguían amontonándose a bordo.
– Creo que hemos tenido suerte de que la disciplina no se haya venido abajo por completo.
Tomlinson se volvió hacia él, pero su respuesta se perdió. El fragor de un bombardero que pasaba justo por encima de sus cabezas ahogó el débil silbido de las bombas que iban cayendo. Después se oyó un rugido que hizo que Harry experimentara la sensación de que le estallaba la cabeza mientras sus pies se levantaban del suelo en medio de una nube de arena teñida de rojo.
– Y, de repente, desapareció -dijo Harry en voz alta-. Sólo trozos. Pedazos.
– ¿Cómo dices? -preguntó Muriel, perpleja.
Harry cerró con fuerza los ojos, tratando de borrar las imágenes.
– Nada, Muriel. No pasa nada, perdona.
Sintió que la mano de Muriel buscaba la suya y la apretaba. Se la notó áspera, dura y reseca a causa del trabajo. Parpadeó para reprimir las lágrimas.
– Lo hemos conseguido esta noche, ¿eh?
– Sí, gracias a ti.
Se oyó el murmullo de la señal de que había pasado el peligro. Todo el refugio pareció lanzar un suspiro de alivio y relajarse. Se abrió la puerta de par en par y la silueta del que actuaba como jefe se perfiló contra un cielo estrellado iluminado por el resplandor de los incendios.
– Se han ido, chicos -dijo-. Ya podemos volver a casa.
El avión despegó de Croydon al amanecer. A Harry lo habían acompañado en coche hasta allí, directamente desde el centro de instrucción del SIS, el servicio secreto de espionaje. Era la primera vez que viajaba en avión. Se trataba de un vuelo civil ordinario, y los demás pasajeros eran hombres de negocios ingleses y españoles. Hablaban animadamente entre sí, sobre todo acerca de las dificultades que la guerra había representado para el comercio y la industria, mientras sobrevolaban el Atlántico, antes de girar al sur para evitar el territorio de la Francia ocupada por los alemanes. Harry experimentó un momento de temor cuando el aparato despegó, y se dio cuenta de que las vías de ferrocarril que podía ver allá abajo, y que parecían más pequeñas que las del tren de juguete de Ronnie, eran de verdad. Pero se le pasó en cuanto penetraron en un banco de nubes, grises como la densa niebla que había al otro lado de la ventanilla. Las nubes y el zumbido de los motores se fueron volviendo tan monótonos que Harry se retrepó en su asiento. Pensó en su instrucción, en las tres semanas de entrenamiento a que lo habían sometido hasta aquella mañana, antes de montarlo en un automóvil y llevarlo al aeropuerto.
La mañana siguiente al bombardeo Harry había sido trasladado desde Londres a una mansión en la campiña de Surrey, donde había pasado tres semanas. Nunca supo su nombre, ni siquiera dónde estaba ubicada exactamente. Era un conjunto de edificios Victorianos de ladrillo rojo, típicos del período entre mediados del siglo XIX y principios del XX; algo en la disposición de las estancias, los suelos sin alfombras y un olor leve e indefinible lo inducían a pensar que aquello había sido anteriormente un colegio.
Las personas que lo adiestraban eran en su mayoría jóvenes. Transmitían entusiasmo y afán de aventura, y su energía y rapidez de reacción conseguían captar la atención y la mirada y asumir el mando de la conversación. A veces, a Harry le recordaban a esos vendedores incansables. Le enseñaron los principios generales de la labor de espionaje: introducción de cartas en los buzones, cómo saber si a uno lo vigilan, cómo enviar un mensaje en caso de que se tenga que huir. Eso a él no iba a ocurrirle, le aseguraron a Harry: gozaba de protección diplomática, lo que representaba un útil subproducto de su tapadera.
De lo general pasaron a lo particular: cómo abordar a Sandy Forsyth. Le hicieron interpretar lo que ellos llamaban comedias de rol, en las que un antiguo policía de Kenia desempeñaba el papel de Sandy: un Sandy receloso que dudaba de su historia; un Sandy hostil y bebedor que preguntaba qué cono estaba haciendo Brett allí, porque siempre le había caído mal; un Sandy que era espía; un Sandy que era un fascista encubierto.
– Usted no sabe cómo reaccionará ante su presencia; tiene que estar preparado para todas las posibilidades -dijo el policía-. Tiene que adaptarse a sus estados de ánimo; averiguar lo que siente y piensa.
Tendría que actuar en absoluta coherencia con su historia, le dijeron, y ésta debía resultar impecable. Eso sería muy fácil. Podría ser totalmente sincero acerca de su vida hasta el momento en que había recibido la llamada telefónica del Foreign Office. En la tapadera que habían utilizado, habían llamado buscando a un traductor para sustituir a un hombre de Madrid que había tenido que irse inesperadamente. Harry se lo aprendió todo de memoria, pero ellos le dijeron que seguía habiendo un problema. No con su cara ni con su voz, sino que se advertía un titubeo, casi una especie de desgana cuando contaba su historia. Un agente tan hábil como parecía ser Forsyth tal vez adivinara que estaba mintiendo. Harry trabajó su papel y, poco tiempo después, ellos se dieron por satisfechos.
– Claro que cualquier variación en el tono también sería atribuible a su pequeña sordera -dijo el policía-, que puede afectar a la voz. Aproveche para comentarle también las crisis de pánico que sufrió después de Dunkerque.
Harry se mostró sorprendido.
– Eso es cosa del pasado, ya no las sufro.
– Usted continúa sintiéndolas, ¿verdad? Logra reprimirlas, pero las presiente, ¿no es cierto? -El agente consultó la carpeta que sostenía sobre las rodillas; Harry tenía su propia carpeta de cuero con una cruz roja y la palabra «secreto» encima-. Bueno, siga trabajando con eso… un momento de desconcierto, como, por ejemplo, detenerse para pedirle que le repita algo, lo puede ayudar. Le da tiempo para pensar y presentarse a sus ojos como un inválido, y no ya como alguien de quien tener miedo.
Harry sabía que la información sobre sus crisis de pánico procedía de la extraña mujer que un día lo había entrevistado. Jamás le dijo quién era, pero Harry intuyó que era una especie de psiquiatra. Había en ella algo de la apremiante impaciencia propia de los espías. La mirada de sus ojos azules era tan penetrante que, por un instante, Harry se asustó.
Ella le tomó la mano y le pidió jovialmente que se sentara junto a la mesita.
– Tengo que hacerle unas cuantas preguntas de tipo personal, Harry. ¿Le puedo llamar Harry?
– Sí… Mmm…
– Señorita Crane, llámeme señorita Crane. Parece que ha llevado una vida muy normal, Harry. No como muchos de los que pasan por aquí, se lo aseguro. -Soltó una carcajada.
– Sí, creo que en efecto se puede considerar una vida corriente.
– Pero eso de perder a sus dos progenitores siendo tan joven no debe de haber sido nada fácil. Pasar de un tío y una tía a otra tía hasta llegar al internado.
El comentario le molestó de repente.
– Mi tío y mi tía siempre han sido muy buenos conmigo. Y fui muy feliz en el colegio. Rookwood es una institución privada, no un simple internado.
La señorita Crane lo miró inquisitivamente.
– ¿Dónde reside la diferencia?
A Harry le sorprendió el ardor de su propia voz al decir:
– Un internado suena a un lugar donde lo aparcan a uno para meter en cintura. En cambio, Rookwood, una escuela privada en la que perteneces a la comunidad, se convierte en parte de ti, modela tu personalidad.
Ella siguió mirándolo con una sonrisa; sin embargo, su comentario fue brutal:
– Pero no es lo mismo que tener unos padres que te quieren, ¿verdad?
Harry advirtió que su cólera daba paso ahora a un profundo cansancio. Bajó la mirada al suelo.
– Hay que afrontar las cosas como vienen, sacarles el mejor partido. Seguir adelante contra viento y marea.
– ¿Por su cuenta? ¿Hay alguna novia… alguien?
Harry frunció el entrecejo, preguntándose si a continuación la mujer empezaría a aludir a su vida sexual, tal como había hecho la señorita Maxse.
– En este momento, no. Hubo alguien en Cambridge, pero no dio resultado.
– ¿Y eso por qué?
– Laura y yo nos cansamos el uno del otro, señorita Crane. No fue ningún drama.
La mujer cambió de tema.
– ¿Y después de Dunkerque? Me refiero a la neurosis de guerra, cuando descubrió que sufría crisis de pánico y los ruidos fuertes lo asustaban. ¿También entonces decidió seguir adelante contra viento y marea?
– Sí, a pesar de que ya no era soldado. Y no lo volveré a ser.
– ¿Y eso le duele?
Harry la miró.
– ¿A usted no le dolería?
– Estamos aquí para hablar de usted, Harry -dijo ella.
Harry lanzó un suspiro.
– Sí, decidí seguir adelante contra viento y marea.
– ¿Estuvo tentado de no hacerlo? ¿De retirarse y… convertirse en un discapacitado?
Harry la volvió a mirar. Qué perspicacia la suya.
– Sí, sí, supongo que sí. Pero no lo hice. Así es la vida últimamente, ¿verdad? -contestó con aspereza-. Incluso cuando ves que todo lo que dabas por sentado, todo aquello en lo que creías, queda reducido a pedazos. -Suspiró-. Creo que el espectáculo de la retirada general en aquella playa, el caos, me afectó casi tanto como la granada que estuvo a punto de matarme.
– Pero seguir adelante contra viento y marea debió de ser una empresa muy solitaria.
Su voz se suavizó repentinamente. Harry notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Aquella noche en el refugio, fue todo muy extraño -dijo-. Muriel, la mujer de Will, me tomó de la mano. Jamás nos habíamos caído bien, siempre pensé que me tenía manía, pero me tomó de la mano. Y, sin embargo…
– ¿Sí?
– Se la noté muy seca, muy fría, y eso… me entristeció.
– Quizá porque no era la mano de Muriel la que usted quería.
Harry la miró.
– No, tiene usted razón -dijo con asombro-. Pero la verdad es que no sé la mano de quién quería.
– Todos necesitamos la mano de alguien.
– ¿De veras? -Harry soltó una carcajada-. Eso queda muy lejos de mi misión.
Ella asintió con la cabeza.
– Es que estoy tratando de conocerlo, Harry, simplemente tratando de conocerlo.
Harry despertó de sus ensoñaciones cuando el avión se inclinó hacia un lado. Se agarró al brazo del asiento y miró a través de la ventanilla, después se inclinó hacia delante y miró de nuevo. Habían vuelto a salir a la luz del sol y sobrevolaban España. Harry contempló el paisaje castellano, un mar amarillo y ocre salpicado de campos de labranza. Cuando el aparato descendía en círculo, distinguió unas carreteras blancas y desiertas, varias casas de tejado rojo y algunas ruinas dispersas de la Guerra Civil. Experimentó una mezcla de emoción y temor, seguía sin poder creer que, efectivamente, había regresado a Madrid.
Mirando a través de la ventanilla, vio a una media docena de guardias civiles en el exterior del edificio de la terminal que controlaba la pista. Harry reconoció sus uniformes verde oscuro y las fundas de pistola amarillas ajustadas a sus cinturones. Seguían luciendo sus siniestros y arcaicos tricornios de cuero redondos, con dos alitas en la parte de atrás, negros y lustrosos como el carapacho de un escarabajo. La primera vez que había estado en España, en 1931, los guardias civiles, desde siempre partidarios de la derecha, se encontraban bajo la amenaza de la República y el temor y la rabia se notaba en las duras facciones de sus rostros. Cuando regresó en 1937, en plena Guerra Civil, ya no estaban. Ahora habían regresado, y Harry notó la boca seca mientras contemplaba sus rostros y sus frías e inmóviles expresiones.
Se unió a los pasajeros que se dirigían a la salida. Un seco calor lo envolvió al bajar por la escalerilla e incorporarse a la fila que cruzaba la asfaltada pista de aterrizaje. El edificio del aeropuerto no era más que un bajo almacén de hormigón con la pintura desconchada. Uno de los guardias civiles se acercó y se situó a su lado.
– Por allí, por allí -ordenó autoritariamente, señalando una puerta con una placa que decía «Inmigración».
Harry llevaba pasaporte diplomático, por cuyo motivo lo hicieron pasar rápidamente tras haber marcado con tiza sus maletas sin echarles ni un vistazo. Miró a su alrededor en el desierto vestíbulo. Se respiraba olor a desinfectante, la nauseabunda sustancia que siempre se había utilizado en España.
Una figura solitaria que leía un periódico apoyada contra una columna lo saludó con la mano y se le acercó.
– ¿Harry Brett? Simón Tolhurst, de la embajada. ¿Qué tal el vuelo?
Era aproximadamente de la misma edad que Harry, alto y rubio y con modales amistosos y cordiales. Tenía una complexión parecida a la de Harry, con cierta tendencia a la obesidad; aunque, en su caso, el proceso ya había llegado algo más lejos.
– Muy bien. Casi todo el rato nublado, pero sin demasiadas turbulencias.
Harry observó que Tolhurst lucía una corbata de Eton cuyos vistosos colores contrastaban con su chaqueta blanca de hilo.
– Lo llevaré a la embajada, tardaremos aproximadamente una hora. No utilizamos chóferes españoles, son todos espías al servicio del Gobierno. -Soltó una carcajada y bajó la voz, a pesar de que no había nadie cerca-. Tuercen tanto las orejas hacia atrás para escuchar que piensas que se les van a juntar en la nuca. Demasiado evidente.
Tolhurst lo acompañó al exterior y lo ayudó a colocar la maleta en la parte de atrás de un viejo Ford impecablemente abrillantado. El aeropuerto estaba en plena campiña, rodeado de campos de labranza. Harry contempló el áspero paisaje de tonos marrones. En el campo que se extendía al otro lado de la carretera vio a un campesino trabajando la tierra con un arado de madera, como hacían sus antepasados. En la distancia, las desiguales cumbres de la sierra de Guadarrama se elevaban sobre un cielo intensamente azul, envuelto por la trémula luz del bochorno. Harry notó que el sudor le cosquilleaba las sienes.
– Mucho calor para ser el mes de octubre -dijo.
– Hemos tenido un verano tremendamente caluroso. Las cosechas han sido muy malas; están muy preocupados por la situación alimentaria. Aunque eso a nosotros nos puede beneficiar… porque es menos probable que entren en guerra. Será mejor que nos demos prisa. Tiene usted una cita con el embajador.
Tolhurst se adentró en una carretera larga y desierta flanqueada por unos polvorientos álamos cuyas hojas, que amarilleaban en las copas, semejaban antorchas gigantescas.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted en España? -preguntó Harry.
– Cuatro meses. Vine cuando ampliaron la embajada y enviaron a sir Sam. Antes estuve una temporada en Cuba. Una situación mucho más relajada. Lo pasé muy bien. -Meneó la cabeza-. Me temo que éste es un país tremendo. Usted ya ha estado aquí otras veces, ¿verdad?
– Antes de la Guerra Civil y después, muy brevemente, durante la misma. En Madrid en ambas ocasiones.
Tolhurst volvió a menear la cabeza.
– Es un lugar más bien siniestro, si quiere que le diga la verdad.
Mientras circulaban por la pedregosa carretera llena de baches, hablaron de la guerra relámpago y ambos se mostraron de acuerdo en que, por el momento, Hitler había renunciado a sus planes de invasión. Tolhurst le preguntó a Harry en qué colegio había estudiado.
– Conque Rookwood, ¿eh? Buen sitio, o eso creo. Qué tiempos aquellos, ¿verdad? -añadió en tono nostálgico.
– Sí -reconoció Harry, esbozando una sonrisa triste.
Contempló la campiña. En el paisaje se advertía una nueva desolación. Sólo se cruzaron de vez en cuando con algún campesino con carro y asno, y sólo una vez con un camión del ejército que se dirigía al norte, un grupo de soldados jóvenes y fatigados que miraban con aire ausente desde la parte de atrás del vehículo. Las aldeas también estaban desiertas. Ahora hasta los ubicuos y esqueléticos perros de antaño habían desaparecido y sólo quedaban unas pocas gallinas picoteando en torno a las puertas cerradas. En la plaza de un pueblo había unos grandes carteles de Franco en todas las agrietadas y despintadas paredes, con los brazos confiadamente cruzados mientras su mofletudo rostro miraba el infinito con una sonrisa en los labios. ¡HASTA EL FUTURO! Harry respiró hondo. Vio que los carteles cubrían otros más antiguos cuyos bordes destrozados asomaban por debajo. Reconoció la mitad inferior del viejo lema ¡NO PASARÁN! Pero habían pasado.
Al final, llegaron a los acomodados barrios residenciales del norte. A juzgar por el aspecto de los elegantes edificios, cualquiera hubiera dicho que la Guerra Civil jamás había tenido lugar.
– ¿El embajador vive en este barrio? -preguntó Harry.
– No, sir Sam vive en la Castellana. -Tolhurst soltó una carcajada-. En realidad, la situación es un poco embarazosa. Vive al lado del embajador alemán.
Harry se volvió hacia él, boquiabierto.
– ¡Pero si estamos en guerra!
– España es un país «no beligerante». Pero todo está lleno de alemanes. La escoria campa a sus anchas. La embajada alemana de aquí es la más grande del mundo. No nos hablamos con ellos, claro.
– ¿Cómo acabó el embajador al lado de los alemanes?
– Era el único edificio de gran tamaño disponible. Se toma a guasa lo de mirar con cara de pocos amigos a Von Stohrer al otro lado de la valla del jardín.
Llegaron al centro de la ciudad. Casi todos los edificios habían perdido la pintura y estaban más ruinosos de lo que Harry recordaba, pese a que muchos de ellos debían de haber sido impresionantes en otros tiempos. Por todas partes había carteles de Franco con el símbolo del yugo y las flechas de la Falange. Casi toda la gente iba muy desaliñada, mucho más de lo que él recordaba, y la mayoría estaba delgada y parecía profundamente cansada. Muchos hombres de rostro demacrado y curtido por la intemperie caminaban por las aceras enfundados en monos de trabajo. Y las mujeres iban envueltas en chales negros cubiertos de parches y remiendos. Hasta los escuálidos chiquillos descalzos que jugaban en las polvorientas cunetas tenían una expresión de temor en el rostro chupado. En cierto modo, Harry había esperado ver desfiles militares y concentraciones falangistas como los que se veían en los noticiarios, pero la ciudad estaba más tranquila de lo que había imaginado, y también más sucia. Vio a monjas y curas entre los viandantes; como los guardias civiles, ellos también habían regresado. Los pocos hombres de aspecto adinerado que había por la calle llevaban chaqueta y sombrero a pesar del calor.
Harry se volvió hacia Tolhurst.
– Cuando yo estuve aquí en el treinta y siete, llevar chaqueta y sombrero en días calurosos era ilegal. Amaneramientos burgueses.
– Pues ahora no se puede salir sin chaqueta si uno lleva camisa. Un detalle para recordar.
Los tranvías circulaban, pero los pocos coches que había debían sortear carros tirados por asnos y bicicletas. Harry se volvió bruscamente cuando captó su atención un emblema conocido: una cruz negra con los brazos doblados en ángulo recto.
– ¿Ha visto usted eso? ¡La maldita cruz gamada ondeando junto a la bandera española en aquel edificio!
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Tendrá que acostumbrarse a eso. No son sólo las esvásticas… los alemanes dirigen la policía y la prensa. Franco no oculta su deseo de que ganen los nazis. Fíjese en aquello.
Se habían detenido en un cruce. Harry vio un trío de chicas llamativamente vestidas y maquilladas. Al ver su mirada, sonrieron y volvieron provocativamente la cabeza.
– Hay putas por todas partes. Tenga mucho cuidado, casi todas están enfermas de gonorrea y algunas son espías del Gobierno. El personal de la embajada tiene prohibido acercarse a ellas.
Un guardia urbano con casco les hizo señas de que pasaran.
– ¿Usted cree que Franco entrará en guerra? -preguntó Harry.
Tolhurst se pasó una mano por el cabello rubio y se lo dejó de punta.
– Sabe Dios lo que hará. La atmósfera es terrible; la prensa y la radio son furibundamente proalemanas. La semana que viene Himmler vendrá en visita de Estado. Pero usted tendrá que comportarse con toda la normalidad que pueda. -Hinchó los carrillos y esbozó una sonrisa triste-. Casi todo el mundo tiene hecha la maleta por si hay que largarse a toda prisa. ¡Vaya, hombre, un gasógeno!
Señaló un viejo y enorme Renault que avanzaba más despacio que los carros tirados por asnos. En la parte posterior llevaba una especie de caldera achaparrada que escupía nubes de humo por una pequeña chimenea. Desde allí unos tubos iban a parar a la parte inferior del vehículo. El conductor, un burgués de mediana edad, hizo caso omiso de las miradas de la gente que se había detenido en la acera para mirar. Un tranvía se acercó ruidosamente y el hombre tuvo que dar un tremendo bandazo para esquivarlo, mientras el pesado automóvil se tambaleaba hasta casi volcar.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Harry.
– La revolucionaria respuesta española a la escasez de petróleo. Utiliza carbón o leña en lugar de petróleo. Va muy bien, a menos que uno quiera subir una cuesta. Tengo entendido que en Francia también lo utilizan. No hay muchas posibilidades de que los alemanes estén interesados en este diseño.
Harry estudió a la gente. Algunas personas sonreían al ver el extravagante vehículo, pero a Harry le llamó la atención que nadie se riera o hiciera comentarios en voz alta, como sin duda habrían hecho los madrileños en otros tiempos ante semejante espectáculo. Pensó una vez más en lo callados que estaban todos; el murmullo de las conversaciones que él recordaba también había desaparecido.
Llegaron al distrito de la Ópera desde donde se distinguía a lo lejos el Palacio Real, que destacaba visiblemente en medio de la pobreza general con sus blancos muros iluminados por el sol.
– ¿Allí vive Franco? -preguntó Harry.
– Allí recibe a la gente, pero su residencia es el Palacio de El Pardo, a las afueras de Madrid. Teme que lo asesinen. Se desplaza por todas partes en un Mercedes blindado que Hitler le envió.
– Entonces ¿sigue habiendo oposición?
– Nunca se sabe. A fin de cuentas, Madrid fue tomada hace sólo dieciocho meses. En cierto modo, sigue siendo una ciudad tan ocupada como París. Aún hay resistencia en el norte, por lo que nos dicen, y grupos de republicanos que se ocultan en el campo. «Los vagabundos», los llaman.
– Dios mío -dijo Harry-. Lo que ha sufrido este país.
– Puede que todavía no haya dejado de sufrir -observó Tolhurst en tono sombrío.
Enfilaron una calle de grandes edificios decimonónicos en la fachada de uno de los cuales ondeaba la tranquilizadora bandera del Reino Unido. Harry recordó haber acudido a la embajada en 1937 para interesarse por Bernie, a quien daban por desaparecido. Los funcionarios no se habían mostrado demasiado serviciales con él, habida cuenta de la escasa simpatía que les inspiraban las Brigadas Internacionales. Una pareja de la Guardia Civil vigilaba la entrada. Había varios automóviles aparcados delante de la puerta, por lo que Tolhurst se detuvo un poco más arriba.
– Vamos a sacar su maleta -dijo.
Harry miró con recelo a los guardias mientras subía. Después advirtió que alguien le tiraba de la pernera del pantalón por detrás. Se volvió y vio a un escuálido chiquillo vestido con los harapos de una capa militar, sentado en una especie de trineo de madera con ruedas.
– Señor, por favor, ¿no tendrá dos perras gordas?
Harry observó que el niño no tenía piernas.
– Por el amor de Dios -suplicó el chico, alargando la otra mano y sin dejar de tirar de las vueltas de su pantalón.
Uno de los guardias civiles bajó rápidamente por la calle dando palmadas.
– ¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí!
Al oír los gritos, el chiquillo apoyó las manos en los adoquines y empujó el carrito hacia atrás en dirección a una calle lateral. Tolhurst tomó a Harry del hombro.
– Tendrá usted que ser más rápido, amigo. Los mendigos no suelen llegar tan lejos, pero en el centro abundan como las palomas. Aunque, en realidad, no es que haya muchas palomas ahora; se las han comido todas.
El guardia civil que había ahuyentado al chiquillo los escoltó hasta la puerta de la embajada.
– Gracias por su asistencia -dijo ceremoniosamente Tolhurst.
El hombre inclinó la cabeza, pero Harry vio una mirada de desprecio en sus ojos.
– Los niños causan una impresión algo fuerte al principio -dijo Tolhurst, mientras hacía girar el tirador de la enorme puerta de madera-. Pero hay que acostumbrarse a ello. Ahora ha llegado el momento de que conozca usted a su comité de recepción. Los peces gordos lo están esperando.
Tolhurst parecía un poco celoso, pensó Harry mientras el otro lo acompañaba al caluroso y oscuro interior.
El embajador permanecía sentado tras un enorme escritorio en una estancia imponente en cuyo techo había unos ventiladores que en verano emitían un suave zumbido. Había grabados del siglo XVIII en las paredes, y el suelo de mosaico estaba cubierto por unas alfombras mullidas. Una ventana daba a un patio interior lleno de plantas en macetas, donde unos hombres en mangas de camisa conversaban sentados en un banco.
Harry reconoció a sir Samuel Hoare de haberlo visto en los noticiarios. Había sido ministro con Chamberlain, un pacificador despedido con la llegada al poder de Churchill. Era un hombre menudo de rangos severos y delicadamente angulosos y cabello ralo y blanco, enfundado en un chaqué con una flor azul en el ojal. El embajador se levantó y se inclinó sobre el escritorio para tenderle la mano.
– Bienvenido, Brett. -El apretón fue sorprendentemente fuerte. El embajador miró por un instante a Harry con unos ojos fríos y azules, antes de llamar por señas a otro hombre-. El capitán Alan Hillgarth, nuestro agregado naval -añadió-. Es el máximo responsable de nuestros Servicios Especiales.
Hoare pronunció las últimas palabras con un leve tono de desagrado.
Hillgarth era un cuarentón alto y misteriosamente apuesto, con unos grandes ojos pardos, de expresión dura pero provistos de una cierta malicia casi infantil que también se advertía en su boca ancha y sensual. Harry recordó que Sandy leía en Rookwood relatos de aventuras escritos por un tal Hillgarth. Trataban de espías y de aventuras en los más remotos y atrasados rincones de Europa. A Sandy Forsyth le encantaban, pero Harry los encontraba un poco embrollados.
El capitán le estrechó cordialmente la mano.
– Hola, Brett. Responderá directamente ante mí con Tolhurst aquí presente.
– Siéntese, por favor, siéntense todos. -Hoare le indicó a Harry un sillón.
– Nos alegramos mucho de verlo -dijo Hillgarth-. Hemos recibido informes acerca de su instrucción. Parece ser que usted lo captaba todo razonablemente bien.
– Gracias, señor.
– ¿Preparado para contarle su historia a Forsyth?
– Sí, señor.
– Le hemos conseguido un apartamento. Tolhurst le acompañará más tarde por los alrededores. Bien, ¿ya conoce las instrucciones? ¿Lo han puesto al corriente de la tapadera que deberá utilizar?
– Sí, señor. Me han contratado como intérprete tras la marcha por enfermedad del anterior.
– El bueno de Greene -dijo Hillgarth, soltando una repentina carcajada-. Todavía no sabe por qué razón lo enviaron tan rápido de vuelta a casa.
– Un buen intérprete -terció Hoare-. Conocía el oficio. Brett, tendrá usted que ser muy cuidadoso con lo que diga. Aparte de su… mmm… otro trabajo, llevará a cabo tareas de intérprete por cuenta de algunos altos funcionarios, y ha de saber que aquí las cosas son delicadas. Muy delicadas. -Lo miró con dureza.
Harry se sintió intimidado. No acababa de creer que estuviera hablando con un hombre al que había visto en los noticiarios. Respiró hondo.
– Lo sé, señor -dijo-. Recibí instrucción en Inglaterra. Lo traduciré todo a un lenguaje lo más diplomático posible y jamás añadiré comentarios por mi cuenta.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Hará una sesión con el subsecretario de Comercio y conmigo el jueves que viene. Me hago cargo.
– Sí, maestro -masculló Hoare-. No queremos disgustarlo.
Hillgarth sacó una pitillera de oro y le ofreció un cigarrillo a Harry.
– ¿Fuma?
– No, gracias.
Hillgarth encendió el suyo y exhaló una nube de humo.
– No queremos que tropiece con Forsyth de inmediato, Brett. Tómese unos cuantos días para instalarse y para que lo conozcan en el ambiente. Y acostúmbrese a que lo vigilen y lo sigan… El Gobierno espía a todo el personal de la embajada. Casi todos los espías son bastante inútiles, se les ve a un kilómetro de distancia, aunque ahora empiezan a llegar hombres muy bien preparados de la Gestapo. Observe si alguien le pisa los talones e informe a Tolhurst. -Sonrió como si todo aquello fuera una aventura, de una manera que a Harry le recordó a la gente de la escuela de instrucción.
– Así lo haré, señor.
– Bueno -continuó Hillgarth-. Hablemos de Forsyth. Usted lo conoció muy bien durante un tiempo en el colegio, pero no ha vuelto a verlo desde entonces. ¿Correcto?
– Sí, señor.
– ¿Cree que a pesar de ello podría mostrarse receptivo con usted?
– Así lo espero, señor. Pero la verdad es que no sé qué ha estado haciendo desde que dejamos de escribirnos. De eso hace diez años. -Harry miró hacia el patio. Uno de los hombres de allí los estaba mirando.
– ¡Esos malditos pilotos! -exclamó Hoare-. ¡Estoy harto de que vengan aquí a fisgonear!
Agitó autoritariamente la mano, y los hombres se levantaron y desaparecieron por una puerta lateral.
Harry observó que Hillgarth le dirigía a Hoare una mirada rápida de desagrado antes de volverse de nuevo hacia él.
– Son unos pilotos que tuvieron que saltar en paracaídas sobre Francia -dijo Hillgarth con una clara indirecta-. Algunos de ellos han venido a caer aquí.
– Sí, sí, lo sé -replicó Hoare en tono malhumorado-. Tenemos que seguir.
– Por supuesto, embajador -dijo Hillgarth con ceremoniosa formalidad antes de volverse de nuevo hacia Harry-. Bueno, pues tuvimos noticias de Forsyth por primera vez hace un par de meses. Tengo un agente en el Ministerio de Industria de aquí, un joven administrativo que nos informó de que todos estaban muy nerviosos por algo que ocurría en el campo, a unos ochenta kilómetros de Madrid. Nuestro hombre no tiene acceso a los documentos, pero oyó un par de conversaciones. Yacimientos de oro. Muy grandes. Geológicamente comprobados. Sabemos que están enviando equipos de minería al lugar. También se habla de mercurio y otras sustancias químicas; pero tienen escasez de medios.
– A Sandy siempre le había interesado la geología -dijo Harry-. En el colegio era muy aficionado a la geología y siempre andaba por allí en busca de huesos de dinosaurio.
– ¿De veras? -dijo Hillgarth-. Eso no lo sabía. Jamás obtuvo un título oficial, que nosotros sepamos; pero está trabajando con un hombre que sí los tiene: Alberto Otero.
– ¿El que adquirió experiencia en Sudáfrica?
– Exacto. -Hillgarth asintió con la cabeza-. Ingeniero de minas. Creo que le facilitaron a usted algunas lecturas sobre la minería de oro en su país.
– Sí, señor.
Le había producido una sensación muy extraña bregar con aquellos complicados textos por la noche, en su pequeño dormitorio.
– Como es natural, por lo que a Forsyth se refiere, usted no sabe nada sobre el oro. Está usted en la inopia al respecto.
– Sí, señor. -Harry hizo una pausa-. ¿Sabe usted cómo se conocieron Forsyth y ese tal Otero?
– No. Tenemos muchas lagunas. Sólo sabemos que, cuando trabajaba como guía turístico, Forsyth entró en contacto con el Auxilio Social, la organización de la Falange que se encarga de gestionar lo que aquí pasa por bienestar social. -Hillgarth enarcó las cejas-. Es lo más corrupto que hay. Cuantiosas ganancias y muy pocas prestaciones.
– ¿Sigue Forsyth en contacto con su familia?
Hillgarth negó con la cabeza.
– Su padre lleva años sin saber nada de él.
Harry recordó la única vez que había visto al obispo; éste había acudido al colegio después del castigo de Sandy para interceder en favor de su hijo. Desde el aula, Harry lo había visto en el patio y lo había reconocido por la camisa roja episcopal que asomaba bajo el traje. Su aspecto era recio y aristocrático, nada que ver con el de Sandy.
– ¿Forsyth era partidario de los nacionales? -preguntó Harry.
– Creo que era más bien partidario de las cuantiosas ganancias -contestó Hillgarth.
– Usted no era partidario de los republicanos, ¿verdad? -preguntó Hoare, mirando a Harry con expresión inquisitiva.
– Yo no era partidario de ninguno de los dos bandos, señor.
Hoare soltó un gruñido.
– Creo que ésta era la gran línea divisoria antes de la guerra, entre los partidarios de los rojos en España y los de los nacionales. Me sorprende que un hispanista no fuera partidario de ninguno de los dos bandos.
– Pues yo no lo era, señor. Pensaba que representaba una desgracia para ambos.
«Es un matón cascarrabias de mucho cuidado», pensó Harry.
– Jamás logré entender que hubiera gente capaz de pensar que una España roja pudiera ser algo menos que un desastre.
Hillgarth parecía molesto por la interrupción. Se inclinó hacia delante.
– Forsyth no debía de hablar español cuando vino aquí, ¿verdad?
– No, aunque seguramente lo aprendió enseguida. Es listo. Por eso lo odiaban los profesores en el colegio. Era brillante, pero no daba golpe.
Hillgarth enarcó una ceja.
– ¿Odiar? Me parece una palabra muy fuerte.
– Pues creo que llegaron a ese extremo.
– Bien, según nuestro hombre está metido en el departamento de minería del Estado. Se encarga de asuntos sucios por cuenta de ellos; negocia suministros y cosas por el estilo. -Hillgarth hizo una pausa y continuó-: El sector de la Falange domina el Ministerio de Minas. Les encantaría que España pudiera pagar la importación de alimentos, en lugar de tener que suplicarnos préstamos a nosotros y a los norteamericanos. Lo malo es que no contamos con agentes infiltrados allí dentro. Si usted pudiera tratar directamente con Forsyth, sería una ayuda inestimable. Queremos averiguar si hay algo en estas historias que se cuentan sobre el oro.
– Sí, señor.
Hubo un momento de silencio en el transcurso del cual el suave zumbido del ventilador de techo se convirtió de repente en un ruido molesto; al cabo, Hillgarth prosiguió:
– Forsyth trabaja para una empresa que él mismo ha organizado.
Nuevas Iniciativas. Figura en la lista de la Bolsa de Madrid como compañía proveedora de suministros. Las acciones han ido subiendo y los funcionarios del Ministerio de Minas las han comprado. La empresa tiene un pequeño despacho cerca de la calle Toledo; Forsyth acude allí casi a diario. Nuestro hombre no ha conseguido averiguar su domicilio particular, lo cual es un fastidio… Simplemente sabemos que vive cerca de la calle Vigo con una putilla. Casi todos los días sale a la hora de la siesta a tomarse un café en un bar de la zona. Allí es donde nosotros queremos que establezca usted contacto con él.
– ¿Va solo?
– En el despacho sólo están él y una secretaria. Siempre se toma esa media hora para salir por la tarde.
Harry asintió con la cabeza.
– En el colegio le gustaba salir solo -dijo.
– Hemos estado vigilándolo. Es algo que te destroza los nervios-Temo que Forsyth descubra a nuestro hombre. -Hillgarth le pasó a Harry un par de fotografías de una carpeta que había encima del escritorio-. Le sacó éstas.
La primera imagen mostraba a Sandy bronceado y bien vestido, bajando por una calle en compañía de un oficial del ejército. Sandy inclinaba la cabeza para oír las palabras de éste con expresión solemne. En la segunda, caminaba tranquilamente con la chaqueta desabrochada, fumándose un pitillo. Su sonrisa denotaba seguridad y perspicacia.
– Parece que le van bien las cosas.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Bueno, dinero no le falta -dijo. Volvió a la carpeta-. El apartamento que le hemos conseguido se encuentra a un par de manzanas de su despacho. Linda con una zona más bien pobre, pero con la escasez de viviendas que hay ahora, resultará verosímil que albergue a un joven diplomático.
– Sí, señor.
– Me han dicho que su apartamento no está nada mal. Pertenecía a un funcionario comunista durante la República. Probablemente ya le habrán pegado un tiro. Instálese allí, pero no vaya todavía al café.
– ¿Cómo se llama, señor?
– Café Rocinante.
Harry esbozó una sonrisa irónica.
– £1 nombre del caballo de Don Quijote.
Hillgarth asintió y miró fijamente a Harry.
– Voy a darle un consejo -dijo con una sonrisa. El tono era cordial; la mirada, dura-. Se le ve demasiado serio, como si cargara sobre los hombros el peso del mundo. Anímese un poco, hombre, sonría. Tómeselo como una aventura.
Harry parpadeó. Una aventura. Espiar a un antiguo compañero que colaboraba con los fascistas.
El embajador soltó una carcajada áspera.
– ¡Una aventura! Dios nos libre. Cualquiera diría que hay demasiadas aventuras en este país. -Miró a Harry con expresión jovial-. Preste atención, Brett. Parece que lo tiene todo muy claro, pero ándese con muchísimo cuidado. Acepté sus servicios porque es importante que averigüemos lo que ocurre; pero no quiero que malogre ningún plan.
– No estoy muy seguro de haberle entendido, señor.
– Este régimen está dividido en dos. Casi todos los generales que ganaron la Guerra Civil son personas muy sensatas que admiran a Inglaterra y quieren que España se mantenga al margen de la guerra. Mi misión es tender puentes y fortalecer su influencia sobre Franco. No quiero que llegue a oídos del Generalísimo que tenemos espías por ahí husmeando en uno de sus proyectos preferidos.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Entiendo -dijo Harry. «Hoare no me quiere aquí de ninguna manera -pensó-. Estoy atrapado en medio de un maldito embrollo político.»
Hillgarth hizo ademán de levantarse.
– Bueno, tenemos una ceremonia en honor a los Héroes Navales de España. Será mejor que icemos la bandera, ¿no le parece, embajador?
Hoare asintió con la cabeza y Hillgarth se levantó, mientras Tolhurst y Harry hacían lo propio. Hillgarth cogió la carpeta y se la entregó a Harry. La carpeta llevaba una cruz roja en la parte anterior.
– Tolhurst lo acompañará a su apartamento. Tome el expediente de Forsyth y échele un buen vistazo, pero mañana tráigalo de nuevo. Tolhurst le indicará dónde firmar para retirarlo.
Cuando abandonaban la estancia, Harry se volvió hacia Hoare. Vio que el embajador miraba a través de la ventana, con expresión de desagrado, a los pilotos, que estaban de regreso en el jardín.
Fuera del despacho del embajador, Tolhurst esbozó una sonrisa de disculpa.
– Siento lo de Sam -dijo en voz baja-. No suele estar presente durante la instrucción de un nuevo agente, pero es que está nervioso por culpa de este trabajo. Se atiene a una norma: la recogida de información secreta está autorizada, no así el espionaje, y tampoco el antagonismo con el régimen. Hace unas semanas vinieron unos socialistas pidiendo ayuda para las guerrillas que luchan contra Franco. Algo tremendamente peligroso para ellos. Los mandó a freír espárragos.
A Harry no le gustaba Hoare, pero le seguía escandalizando el hecho de que Tolhurst lo llamara Sam.
– ¿Porque quiere mantener buenas relaciones con los monárquicos? -preguntó.
– Exacto. Después de la Guerra Civil, éstos aborrecen con toda su alma a los rojos, como es lógico.
Tolhurst enmudeció al salir a la calle, y los guardias civiles los saludaron al pasar. Abrió la puerta del Ford e hizo una mueca al tocar la manija ardiente de la puerta.
En cuanto se pusieron en marcha, reanudó la conversación.
– Dicen que Churchill envió a Sam aquí para quitárselo de encima -confesó jovialmente-. No lo soporta, y tampoco se fía de él. Por eso puso al capitán al frente del espionaje. Es un viejo amigo de Winston. Desde la época en que formaba parte del Gobierno.
– ¿Acaso no tendríamos que estar todos en el mismo bando?
– Hay mucha política interna.
– Y que lo diga.
Tolhurst sonrió con ironía.
– Sam es un amargado. Quería ser virrey de la India.
– Las luchas internas no pueden facilitar el trabajo de nadie.
– Tal y como están las cosas, muchacho -Tolhurst lo miró con expresión muy seria-, más le vale conocer la situación.
Harry cambió de tema.
– Recuerdo de cuando estaba en el colegio ciertos libros de aventuras de un tal Alan Hillgarth. ¿No será el mismo?
Tolhurst asintió con la cabeza.
– El mismo que viste y calza. No están nada mal, ¿verdad? ¿Leyó el que está ambientado en el Marruecos español? The War Maker. Franco es uno de los protagonistas. Novelado, claro. No sabe cuánto lo admiraba el capitán.
– No lo he leído. Sé que a Sandy Forsyth le encantaban.
– ¿De veras? -preguntó Tolhurst con interés-. Se lo diré al capitán. Le hará gracia.
Atravesaron el centro de la ciudad por un laberinto de callejuelas de edificios de cuatro pisos. Era última hora de la tarde y el calor empezaba a amainar. Unas sombras largas se proyectaban sobre la calle mientras Tolhurst circulaba con cuidado sobre los adoquines. Las casas de vecindad llevaban años abandonadas y el revoque se desprendía de los ladrillos como la carne se desprende de un esqueleto. Había varios edificios bombardeados, montones de piedras cubiertos de malas hierbas. No había otros coches circulando, y los viandantes contemplaban el vehículo con curiosidad. Un asno que tiraba de un carro subió a la acera para apartarse del camino y a punto estuvo de derribar al hombre que llevaba las riendas. Harry vio que éste trataba de recuperar el equilibrio y soltaba un juramento.
– Me pregunto cómo se les ocurrió reclutarme -dijo con fingida indiferencia-. Simple curiosidad. No se preocupe si no puede decírmelo.
– Bueno, no es ningún secreto. Estaban buscando antiguos contactos de Forsyth y un profesor de Rookwood lo mencionó a usted.
– ¿El señor Taylor?
– Ignoro su nombre. Cuando se enteraron de que usted hablaba español, se sintieron en el séptimo cielo. Fue entonces cuando se les ocurrió la idea del intérprete.
– Comprendo.
– Un auténtico golpe de suerte. -Tolhurst sorteó un boquete abierto en la calle por una bomba-. ¿Sabía usted que nuestra embajada de aquí fue el primer pedazo de territorio británico en ser alcanzado por una bomba alemana?
– ¿Cómo? ¡Ah!, ¿quiere decir durante la Guerra Civil?
– Cayó accidentalmente en el jardín cuando los alemanes bombardearon Madrid. Sam lo ha arreglado. También tiene sus cualidades. Es un organizador de primera, la embajada funciona como un reloj. Hay que reconocer los méritos de la Rata Rosa.
– ¿De quién?
Tolhurst esbozó ufla sonrisa confidencial.
– Es su apodo. Sufre crisis de pánico. Cree que España está a punto de entrar en guerra y que a él le pegarán un tiro; hay que convencerlo de que no huya a Portugal. ¿Sabe que la otra tarde entró un murciélago en su despacho y él se escondió debajo de la mesa, pidiendo a gritos que alguien lo sacara de allí? Ya puede usted imaginarse lo que piensa Hillgarth. Pero, cuando está en vena, Sam es un diplomático excelente. Le encanta exhibirse como representante del rey-emperador. Los monárquicos se pirran por cualquier cosa que tenga que ver con la realeza, naturalmente. ¡Ah!, ya hemos llegado.
Tolhurst había entrado en una plaza polvorienta en cuyo centro, sobre un pedestal, se elevaba la estatua de un soldado manco con prendas dieciochescas, y donde también había varias tiendas con los escaparates medio vacíos cubiertos de manchas de moscas. La plaza estaba rodeada de casas de vecindad, y las ventanas tras los oxidados balcones de hierro forjado tenían las persianas cerradas para protegerse del calor de la tarde. El lugar debió de tener cierto estilo en otros tiempos. Harry estudió los edificios a través de la ventanilla. Recordó un cuadro que había comprado en una tienda de un barrio humilde en 1931: una ruinosa casa de vecindad como aquéllas, con una sonriente muchacha asomada a una ventana mientras abajo un gitano le dedicaba una serenata. Lo había colgado en su habitación de Cambridge. Los edificios ruinosos tenían un aire romántico que, naturalmente, a los Victorianos les encantaba. Pero la cosa cambiaba cuando uno tenía que vivir en ellos.
Tolhurst señaló una callejuela que conducía al norte y cuyos edificios se encontraban aún en peor estado.
– Yo que usted, no me metería por allí. Es el barrio de La Latina, que lleva, cruzando el río, al de Carabanchel.
– Lo sé -dijo Harry-. Cuando estuve aquí en 1931 solíamos visitar a una familia de Carabanchel.
Tolhurst lo miró con curiosidad.
– Los nacionales lo bombardearon de mala manera durante el asedio, ¿verdad? -preguntó Harry.
– Sí, y desde entonces han dejado que se pudriera. Piensan que el lugar está lleno de enemigos. Me han dicho que hay gente que se muere de hambre y jaurías de perros asilvestrados en los edificios en ruinas. Han mordido a mucha gente y han transmitido la rabia.
Harry miró hacia el fondo de la larga y desierta calle.
– ¿Qué más necesita saber usted? -preguntó Tolhurst-. Los ingleses no tienen muy buena fama en general. Es cosa de la propaganda. Aunque la gente se limita a mirarlos con desprecio.
– ¿Qué hacemos con los alemanes si topamos con ellos?
– Cortarles la cabeza a los muy cabrones, eso es todo. Procure no saludar por la calle a nadie con pinta de inglés -añadió Tolhurst, abriendo la puerta del vehículo-. Lo más seguro es que pertenezca a la Gestapo.
Fuera el aire estaba lleno de polvo, y una brisa suave levantaba pequeñas espirales del suelo. Sacaron la maleta de Harry del automóvil. Una anciana escuálida vestida de negro cruzó la plaza sujetando con una mano el enorme fardo de ropa que sostenía sobre la cabeza. Harry se preguntó a qué bando habría pertenecido durante la Guerra Civil o si habría sido una de las miles de personas apolíticas atrapadas en medio. Su rostro, surcado por unas arrugas profundas, mostraba una estoica expresión de cansancio. Era una de las muchas personas que habían conseguido sobrevivir… por los pelos.
Tolhurst entregó a Harry una cartilla marrón.
– Sus raciones. La embajada recibe raciones diplomáticas y nosotros las distribuimos. Son mejores que las que recibimos en casa. Y mucho mejores que las que reciben aquí. -Sus ojos siguieron a la anciana-. Dicen que la gente arranca raíces de hortalizas para comérselas. Se pueden comprar cosas en el mercado negro, claro, pero resultan muy caras.
– Gracias. -Harry se guardó la cartilla en el bolsillo.
Tolhurst se acercó a una de las casas, sacó una llave y ambos entraron en una portería oscura con las paredes agrietadas y desconchadas. Goteaba agua en algún lugar y se respiraba un rancio olor a orina. Ambos subieron por unos peldaños de piedra hasta llegar al segundo piso, donde se toparon con las puertas de tres apartamentos. Dos chiquillas jugaban con unas muñecas maltrechas en el rellano.
– Buenas tardes -dijo Harry, pero ellas apartaron la mirada.
Tolhurst abrió una de las puertas.
Era una vivienda de tres habitaciones como las que Harry recordaba haber visto y en las cuales solían alojarse familias de diez miembros apretujados en medio de la mugre. La habían limpiado y olía a cera. Estaba amueblada como un hogar de la clase media, llena de armarios y sofás viejos y mullidos. No había cuadros en las paredes, pintadas de amarillo mostaza, sólo unos cuadrados blancos en los lugares que habían ocupado en otro tiempo. Las motas de polvo danzaban en un rayo de sol.
– Es grande -dijo Harry.
– Pues sí, mucho mejor que la caja de zapatos donde vivo yo. Precisamente, el que ocupaba el único funcionario del Partido Comunista que había por aquí. Es una pena ver a la gente tan apretujada. Estuvo un año desocupado cuando a él se lo llevaron. Después, las autoridades recordaron que tenían este piso y lo pusieron en alquiler.
Harry recorrió con un dedo la película de polvo que cubría la mesa.
– Por cierto, ¿qué es eso de que Himmler va a venir aquí?
Tolhurst lo miró con expresión muy seria.
– Toda la prensa fascista habla de ello -dijo-. Una visita de Estado la semana que viene. -Sacudió la cabeza-. Jamás te acabas de acostumbrar a la idea de que quizá tengamos que echar a correr. Ha habido muchas falsas alarmas.
Harry asintió con la cabeza.
«No es valiente -pensó-; o no lo es más que yo.»
– ¿O sea que usted responde directamente ante Hillgarth? -preguntó.
– Exacto. -Tolhurst golpeó con el pie la pata de un escritorio ornamentado-. Pero no me dedico exactamente a misiones secretas, soy el administrador. -Soltó una carcajada casi como para justificarse-. Simón Tolhurst, burro de carga general. Búsqueda de apartamentos, mecanografiado de informes, comprobación de gastos. -Hizo una pausa-. Por cierto, procure llevar una relación cuidadosa de todo lo que gaste. En Londres son muy cicateros con los gastos. -Tolhurst contempló a través de la ventana el patio de luces con sus cuerdas de tender la ropa entre los balcones, y después se volvió de nuevo hacia Harry-. Dígame -preguntó con curiosidad-, ¿es Madrid muy distinto de como era cuando usted estuvo aquí bajo la República?
– Sí. La situación de entonces ya era mala, pero ahora todo parece mucho peor. E incluso más pobre.
– Puede que mejoren las cosas. Al menos, eso creo, ahora que hay un gobierno fuerte.
– Quizá.
– ¿Se enteró de lo que dijo Dalí, según el cual España es un país de campesinos que necesitan mano dura? En Cuba ocurrió lo mismo; no saben manejar la democracia. Todo se va a la mierda.
Tolhurst sacudió la cabeza como si todo aquello fuera superior a sus fuerzas. Harry experimentó una punzada de cólera ante su ingenuidad; sin embargo, después pensó que la tragedia que allí se había producido también era superior a la suya. Bernie era el único que tenía todas las respuestas, pero su bando había perdido y Bernie estaba muerto.
– ¿Café? -le preguntó a Tolhurst-. Si es que hay.
– Ya lo creo que hay. La casa está muy bien abastecida. También hay teléfono; pero tenga cuidado con lo que diga, estará intervenido por ser usted miembro del cuerpo diplomático. Lo mismo le digo de las cartas que escriba a Inglaterra: están censuradas. Por consiguiente, cuidado con las cartas a la familia o a la novia. ¿Tiene a alguien allí? -preguntó Tolhurst con cierto recelo.
– No. -Harry negó con la cabeza-. ¿Y usted?
– No. No me permiten salir mucho de la embajada. -Tolhurst lo miró con curiosidad-. ¿Qué le llevó a Carabanchel cuando estuvo aquí?
– Vine con Bernie Piper, mi compañero de escuela comunista -contestó Harry con ironía-. Estoy seguro de que consta en mi expediente.
– Ah, sí -contestó Tolhurst, y se ruborizó ligeramente.
– Trabó amistad con una familia de allí. Era buena gente; quién sabe qué habrá sido de ellos ahora. -Harry suspiró-. Voy por el café.
Tolhurst consultó su reloj.
– La verdad es que prefiero irme. Tengo que comprobar algunos malditos gastos. Venga mañana a las nueve a la embajada, lo pondremos al corriente de las tareas de los traductores.
– ¿Sabrán los demás traductores que trabajo para Hillgarth?
– No, por Dios -respondió Tolhurst-. Son miembros auténticos del cuerpo diplomático, simples artistas del circo de Sam. -Sonrió y tendió una sudorosa mano a Harry-. No se preocupe, mañana lo repasaremos todo.
Harry se aflojó el cuello de la camisa y la corbata y experimentó los efectos de una agradable corriente de aire jugueteando sobre el círculo de sudor que le rodeaba el cuello. Se sentó en un sillón de cuero y echó un vistazo al expediente de Forsyth. No había gran cosa: unas cuantas fotografías más, detalles acerca de su trabajo en colaboración con el Auxilio Social, sus contactos en la Falange. Sandy vivía en una casa muy grande y se gastaba un montón de dinero en la compra de artículos en el mercado negro.
A sus oídos llegó la voz chillona de una mujer que llamaba a sus hijos. Dejó el expediente, se acercó a la ventana y miró hacia el oscuro patio de abajo, donde jugaban unos niños. Abrió las ventanas y el consabido olor de comida mezclado con el hedor a podrido le cosquilleó en la nariz. Vio a la mujer asomada a la ventana: era joven y guapa, pero iba de luto por su marido. Volvió a llamar a sus hijos, y éstos corrieron al interior del edificio.
Harry se volvió de nuevo hacia la habitación. Estaba muy mal iluminada y parecía llena de rincones oscuros; los espacios antaño ocupados por cuadros o carteles destacaban cual espectrales cuadrados. Se preguntó qué habría colgado en ellos. ¿Imágenes de Stalin y Lenin? La silenciosa y sosegada atmósfera resultaba un tanto opresiva. El comunista habría sido detenido tras la entrada de Franco en Madrid, y después se lo habrían llevado y fusilado en algún sótano. Harry encendió la luz pero no pasó nada. Con la luz del pasillo ocurrió lo mismo; probablemente, un corte de corriente.
El hecho de tener que espiar a Sandy le había causado una cierta inquietud, pero ahora la furia que experimentaba era cada vez más profunda. Sandy trabajaba con los falangistas, una gente que quería declarar la guerra a Inglaterra.
– ¿Por qué, Sandy? -preguntó.
El sonido de su voz en medio del silencio lo sobresaltó. De repente, se sintió solo. Se encontraba en un país hostil, trabajando por cuenta de una embajada que parecía un semillero de rivalidades. Tolhurst era extremadamente amable, pero Harry sospechaba que le transmitiría a Hillgarth sus impresiones acerca de él y que le encantaba estar al tanto de todo. Pensó en el consejo de Hillgarth acerca de que se lo tomara todo como una aventura; y se preguntó, como se había preguntado varías veces en el transcurso de su período de instrucción, si sería el hombre adecuado para aquella tarea y si estaría a la altura de lo que se esperaba de él. No había hecho ningún comentario sobre sus dudas: era un trabajo importante y ellos necesitaban que lo hiciera. Pero por un instante sintió que el pánico se agazapaba en los más recónditos rincones de su mente.
«Esto no va a dar resultado», se dijo. Había una radio encima de una mesa de rincón. El panel de cristal del centro se iluminó; habría vuelto la luz. Recordó cuando estaba en casa de su tío durante las vacaciones de Rookwood, jugando con la radio del salón por la noche. Al girar el dial, escuchaba voces de países lejanos: Italia, Rusia, los ásperos gritos de Hitler desde Alemania. Pensaba que ojalá pudiera entender las voces que iban y venían, tan lejanas, interrumpidas por silbidos y crujidos. Allí había empezado su interés por los idiomas. Hizo girar el dial en busca de la BBC, pero sólo consiguió encontrar una emisora española, que ofrecía música militar.
Se dirigió al dormitorio. La cama estaba recién hecha y se tumbó en ella, súbitamente cansado; había sido un día muy largo. Ahora que ya se habían ido los niños que jugaban, le volvió a llamar la atención el silencio del exterior, como si Madrid estuviera envuelto en un sudario. Era una ciudad ocupada, había dicho Tolhurst. Percibió el zumbido de la sangre en sus oídos; lo notaba más fuerte en el oído malo. Pensó que tenía que deshacer la maleta, pero dejó que su mente regresara a 1931, a su primera visita a Madrid. Él y Bernie, ambos de veinte años, habían acabado cerca de la estación de Atocha un día de julio con sus mochilas a la espalda. Recordó que, al salir de la estación y dejar atrás el olor a hollín que la impregnaba, había visto bajo la luz radiante del sol la bandera roja, amarilla y morada de la República ondear en el ministerio de la acera de enfrente, contra un cielo azul cobalto tan brillante que lo había obligado a cerrar los ojos.
Cuando Sandy Forsyth fue expulsado ignominiosamente de Rookwood, Bernie regresó al estudio y reanudó su amistad con Harry: dos muchachos reposados y estudiosos que preparaban su ingreso en Cambridge. Por aquel entonces, Bernie solía reservarse sus puntos de vista políticos. En el último curso consiguió formar parte del equipo de la llamada Rugby Union y disfrutó de la rápida brutalidad de aquel deporte. Harry prefería el criquet; cuando alcanzó el primer once, fue uno de los momentos más trascendentales de su vida.
Siete alumnos de sexto de aquel año eran candidatos al ingreso en Cambridge. Harry quedó segundo y Bernie primero, ganador del premio de cincuenta libras donado por un ex alumno. Bernie dijo que era más dinero del que jamás hubiera imaginado ver, y mucho menos poseer. En otoño ambos se fueron a Cambridge, pero a distintos colegios; por cuyo motivo sus caminos se separaron y Harry entró a formar parte de un serio y estudioso grupo de alumnos, mientras que Bernie se incorporaba a los grupos socialistas, cansados de los estudios. Seguían viéndose de vez en cuando para tomar una copa, aunque de forma cada vez más esporádica. Harry llevaba más de un mes sin ver a Bernie cuando éste entró en sus dominios una mañana de verano, a finales de su segundo curso.
– ¿Qué vas a hacer estas vacaciones? -preguntó Bernie en cuanto Harry hubo terminado de preparar el té.
– Me iré a Francia. Ya está decidido. Pasaré el verano viajando por allí para mejorar mis conocimientos de francés. En principio, mi primo Will y su mujer iban a acompañarme, pero ella se ha quedado embarazada. -Harry suspiró; se había llevado una decepción, y el hecho de viajar solo lo ponía nervioso-. ¿Tú volverás a trabajar en la tienda?
– No. Pasaré un mes en España. Allí están ocurriendo cosas extraordinarias.
Harry había elegido el español como segunda lengua y sabía que en abril de ese año la monarquía había caído. Se había proclamado la República con un gobierno de liberales y socialistas empeñados, según decían ellos, en llevar la reforma y el progreso a uno de los países más atrasados de Europa.
– Quiero verlo -dijo Bernie con el rostro iluminado por el entusiasmo-. Esta nueva Constitución es una Constitución del pueblo; se acabaron los terratenientes y la Iglesia. -Miró a Harry con expresión pensativa-. Pero a mí tampoco me apetece ir a España solo. He pensado que a lo mejor a ti te gustaría venir. A fin de cuentas, hablas el idioma. ¿Por qué no ir también a ver España, verla directamente en lugar de leer a viejos y polvorientos dramaturgos españoles? Yo podría ir a Francia primero si tú no quieres ir solo -añadió-. Me gustaría visitarla. Y después podríamos ir juntos a España -concluyó con una sonrisa.
Bernie siempre había sido muy convincente.
– Pero España es bastante primitiva, ¿verdad? ¿Cómo nos vamos a orientar allí?
Bernie se sacó del bolsillo un maltrecho carnet del Partido Laborista.
– Esto nos va a ser muy útil. Te presentaré a la hermandad socialista internacional.
Harry esbozó una sonrisa.
– ¿Puedo cobrar como intérprete?
Había comprendido que aquél era el motivo por el cual Bernie quería que lo acompañara y experimentó una inesperada tristeza.
Subieron al transbordador de Francia en julio. Pasaron diez días en París y después viajaron al sur en tren, pernoctando por el camino en albergues baratos. Fueron unos días perezosos y agradables en el transcurso de los cuales recuperaron el viejo compañerismo que los había unido en Rookwood. Bernie estudiaba a marchas forzadas una gramática española en su afán de conversar con la gente en su idioma. Transmitió a Harry parte de su entusiasmo por lo que él llamaba «la nueva España», y ambos miraron con ansia por la ventanilla cuando el tren entró en la estación de Atocha aquella calurosa mañana estival.
Madrid era un lugar emocionante y extraordinario. De paseo por el centro, ambos pudieron ver edificios engalanados con banderas socialistas y anarquistas, carteles de manifestaciones y convocatorias de huelgas cubriendo las desconchadas paredes de los viejos edificios. En cada rincón se veían iglesias quemadas, lo que hacía temblar a Harry pero provocaba en Bernie siniestras sonrisas de placer.
– No es precisamente el paraíso de los obreros -dijo Harry, enjugándose el sudor de la frente.
El calor era insoportable, un calor que ninguno de aquellos dos muchachos ingleses había imaginado que pudiera existir. Se encontraban en la ardiente y polvorienta Puerta del Sol. Los vendedores ambulantes, con sus carros tirados por asnos, sorteaban los tranvías mientras unos desarrapados limpiabotas permanecían tumbados a la sombra junto a las paredes de los edificios. Unas ancianas envueltas en negras manteletas caminaban con paso cansino; semejaban unos pajarracos polvorientos y hediondos.
– Pero, Harry, por Dios, esta gente lleva siglos de opresión -dijo Bernie-. En buena medida a manos de la Iglesia. Casi todos esos templos quemados estaban llenos de oro y plata. Se tardará mucho tiempo en volver a la normalidad.
Consiguieron habitación en el segundo piso de un hotel ruinoso, en una callejuela adyacente a la Puerta del Sol. En el balcón del edificio de enfrente solían descansar unas prostitutas que dirigían, entre risas, comentarios obscenos al otro lado de la calle. Harry se ruborizaba y se apartaba, pero Bernie les contestaba a gritos, diciéndoles que no tenían dinero para semejantes lujos.
El calor seguía causando estragos; durante las horas más calurosas del día, se quedaban tumbados en las camas del hostal con las camisas desabrochadas, leyendo o dormitando mientras saboreaban la menor brisa que se pudiera filtrar por la ventana. Después, a última hora de la tarde, salían a dar una vuelta por la ciudad antes de pasarse la noche en los bares.
Una noche entraron en un bar del barrio La Latina llamado El Toro, en el que se anunciaba baile flamenco. Bernie lo había visto, lleno de optimismo y esperanza, en el periódico El Socialista que había conseguido que Harry le tradujera. Al llegar allí, se asombraron al ver las cabezas de toro que adornaban las paredes. Los demás clientes, que eran obreros, miraron a Bernie y Harry con curiosidad mientras se daban divertidos codazos los unos a los otros. Los muchachos pidieron un grasiento cocido y se sentaron en un banco, bajo el anuncio de una huelga y junto a un corpulento sujeto moreno de bigotes caídos. Todos los murmullos de las conversaciones cesaron de golpe cuando dos hombres enfundados en ajustadas chaquetas y tocados con negros sombreros redondos se acercaron al centro del local guitarra en mano. Los siguió de inmediato una mujer ataviada con una ancha falda roja y negra, un ceñido y largo corpiño y una mantilla en la cabeza. Todos tenían el rostro enjuto y una piel tan oscura que a Harry le hicieron recordar a Singh, su compañero indio de Rookwood. Los hombres se pusieron a tocar y la mujer empezó a cantar con tal vehemencia que captó la atención de Harry pese a que no podía seguir sus palabras. Interpretaron tres canciones, cada una de ellas acogida con grandes aplausos. Después, uno de los hombres pasó el sombrero.
– Muy bien -le dijo Harry-, muchas gracias -añadió, depositando unas monedas en el sombrero.
El corpulento sujeto que tenían al lado les dijo algo en español.
– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Bernie a Harry en voz baja.
– Dice que cantan sobre la opresión de los terratenientes.
El obrero los estudiaba con divertido interés.
– Eso está muy bien -le dijo Bernie en un titubeante español.
El corpulento individuo asintió con la cabeza en un gesto de aprobación. Después les tendió la mano. Era dura y callosa.
– Pedro Mera García-dijo el hombre-. ¿De dónde son ustedes?
– Inglaterra. -Bernie se sacó del bolsillo la tarjeta del partido-. Partido Laborista inglés.
Pedro esbozó una amplia sonrisa.
– Bienvenidos, compañeros.
Así empezó la amistad entre Bernie y la familia Mera. A éste lo consideraban un camarada, mientras que el apolítico Harry les parecía un primo ligeramente retrasado. Hubo una noche de principios de septiembre que Harry recordaría en particular. Había refrescado al caer el sol y Bernie estaba sentado en el balcón en compañía de Pedro, su mujer Inés y su hijo mayor, Antonio, que tenía la misma edad que Harry y Bernie y que, como su padre, era un activista del sindicato de la construcción. En el salón, Harry le había estado enseñando a la pequeña Carmela, de tres años, unas cuantas palabras en inglés. Su hermano Francisco, de diez años, delgado y tuberculoso, lo observaba todo con sus cansados ojos pardos, mientras que Carmela permanecía sentada en el brazo del sillón de Harry repitiendo aquellas extrañas palabras con fascinada solemnidad.
Al final, la niña se cansó y se fue a jugar con sus muñecas. Harry salió al pequeño balcón y miró hacia el otro lado de la plaza, donde una agradable brisa levantaba el polvo del suelo. De abajo le llegó el sonido de unas voces. Un vendedor de cerveza pregonaba su mercancía. Las palomas, que volaban en círculo bajo un cielo cada vez más oscuro, eran como destellos blancos recortándose contra las tejas rojas de los techados.
– Échame una mano, Harry -le pidió Bernie-. Quiero preguntarle a Pedro si el Gobierno ganará mañana el voto de confianza.
Harry hizo la pregunta y Pedro asintió con la cabeza.
– Tendría que ganarlo. Pero el presidente busca cualquier pretexto para echar a Azaña. Está de acuerdo con los monárquicos en que hasta la más miserable de las reformas que el Gobierno trata de llevar adelante constituye un ataque a sus derechos.
Antonio soltó una carcajada amarga.
– ¿Qué harán si alguna vez los desafiamos de verdad? -El muchacho sacudió la cabeza-. La propuesta de ley para una reforma agraria carece de fondos que la respalden, porque Azaña no quiere subir los impuestos. La gente está furiosa y se siente decepcionada.
– Ahora que en España tenéis la República -dijo Bernie-, no puede haber vuelta atrás.
Pedro asintió con la cabeza.
– Creo que los socialistas tendrían que abandonar el Gobierno, celebrar elecciones y ganar por amplia mayoría. Entonces ya veremos.
– Pero ¿las clases dirigentes os permitirían gobernar? ¿No sacarán el ejército a la calle?
Pedro le pasó un cigarrillo a Bernie, que había empezado a fumar desde su llegada a España.
– Que lo intenten -dijo Pedro-. Que lo intenten y ya veremos lo que les damos nosotros.
Al día siguiente, Harry y Bernie decidieron asistir a la votación de confianza en las Cortes. Había mucha gente en los alrededores del edificio de las Cortes; pero, gracias a Pedro, ambos habían conseguido unos pases. Un asistente los acompañó por una escalera de mármol hasta una tribuna situada encima del hemiciclo. Los bancos azules estaban llenos de diputados con traje y levita. El líder de la izquierda liberal, Azaña, hablaba con voz sonora y apasionada mientras agitaba uno de sus cortos brazos. Dependiendo de cuáles fueran sus tendencias políticas, los diarios lo retrataban como un monstruo con cara de rana o como el padre de la República; pero Harry pensaba que su aspecto era de lo más vulgar. Hablaba con ardor y pasión. Insistió en un dato y después se volvió hacia los diputados que tenía a su espalda, quienes aplaudieron y expresaron a gritos su aprobación. Azaña se pasó la mano por el cabello ralo y blanco y siguió adelante, enumerando los logros de la República. Harry miró hacia abajo e identificó a los políticos socialistas cuyos rostros había visto en los periódicos: el rechoncho y obeso Prieto; Largo Caballero, con su aspecto sorprendentemente burgués. Por una vez, Harry se dejó arrastrar por la emoción.
– Menudo entusiasmo el suyo, ¿verdad? -dijo en voz baja a Bernie.
– Todo es un maldito embuste -replicó Bernie con expresión de desprecio-. Míralos. Millones de españoles quieren una vida digna y ellos les montan… este circo. -Contempló el agitado mar de cabezas del hemiciclo-. Hace falta algo más fuerte que todo esto si queremos que se imponga el socialismo. Venga, salgamos de aquí.
Aquella noche se fueron a un bar del centro. Bernie estaba tan cínico como furioso.
– Lo que hace la democracia -dijo en tono de enfado- es atraer a la gente hacia el corrupto sistema burgués. Lo mismo ocurre en Inglaterra.
– Pero tendrán que pasar muchos años para que España se convierta en un país moderno -apuntó Harry-. Y ¿cuál es la alternativa? ¿La revolución y el derramamiento de sangre como en Rusia?
– Los obreros tendrán que asumir el mando de la situación. -Bernie miró a Harry, luego suspiró-. Vamos -añadió-, será mejor que volvamos al hostal. Ya es muy tarde.
Subieron por la calle dando trompicones, ambos con unas cuantas copas de más.
La habitación era sofocante, por lo que Bernie se quitó la camisa y salió al balcón. Las dos prostitutas, envueltas en unas batas vistosas, bebían en la casa de enfrente. Lo llamaron.
– ¡Eh, inglés! ¿Por qué no vienes a jugar con nosotras?
– ¡No puedo! -contestó Bernie alegremente-. ¡No tengo dinero!
– ¡Nosotras no queremos dinero! ¡Siempre decimos: «si el rubio viniera a jugar»!
Las mujeres rieron, Bernie también rió y se volvió hacia Harry.
Harry se sentía incómodo y algo avergonzado.
– ¿Te apetece?
Llevaban varias semanas bromeando sobre la posibilidad de salir con alguna furcia española, pero había sido un simple farol y al final no lo habían hecho.
– No. Por Dios, Bernie, podrías pillar algo.
Bernie lo miró sonriendo.
– ¿Tienes miedo? -Se pasó una mano por el espeso cabello rubio, flexionando el brazo musculoso.
Harry se ruborizó.
– No quiero hacerlo con un par de putas borrachas -dijo-. Además, es a ti a quien llaman, no a mí.
Los celos aletearon en su interior como hacían algunas veces. Bernie tenía algo que a él le faltaba: energía, audacia, pasión por la vida. No era sólo su aspecto.
– También te habrían llamado a ti si hubieras salido al balcón.
– No vayas -insistió Harry-. Podrías pillar algo.
Los ojos de Bernie brillaban de emoción.
– Ya lo creo que iré. Venga. Es tu última oportunidad. -Bernie soltó una carcajada y después lo miró sonriendo-. Tienes que aprender a vivir, Harry, muchacho. Aprende a vivir.
Dos días después abandonaron Madrid. Antonio Mera los ayudó a llevar el equipaje a la estación.
Hicieron transbordo de tranvías en la Puerta de Toledo. Era media tarde, la hora de la siesta, y las calles soleadas estaban desiertas. Un camión pasó lentamente con la capota de lona alegremente pintada y las palabras «La Barraca» escritas en el lateral.
– El nuevo teatro de García Lorca para el pueblo -explicó Antonio. Era un joven alto y moreno, tan corpulento como su padre. Esbozó una sonrisa y añadió-: Quiere llevar a Calderón a los campesinos.
– Eso es bueno, ¿no? -dijo Harry-. Yo pensaba que la educación era lo único que la República había reformado.
Antonio se encogió de hombros.
– Han clausurado los colegios de los jesuitas, pero los nuevos no son suficientes. La historia de siempre: los partidos de la burguesía no quieren cargar con impuestos a los ricos para sufragarlos.
Un poco más adelante se oyó una especie de estallido semejante al petardeo de un automóvil. El sonido se repitió otras dos veces, más cerca. Un muchacho no mayor que Harry y Bernie salió corriendo de una calle lateral. Vestía pantalón de franela y camisa de color oscuro, ambas prendas de aspecto demasiado caro para Carabanchel. Su rostro, deformado por una expresión de terror, estaba empapado de sudor, y tenía los ojos desmesuradamente abiertos. Bajó a toda prisa por la calle y se perdió en una callejuela.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Harry.
Antonio respiró hondo.
– Quién sabe. Podría ser uno de los fascistas de Redondo.
Aparecieron otros dos jóvenes vestidos con camiseta y pantalones de obrero. Uno de ellos sostenía un pequeño objeto de color oscuro en una mano. Harry se quedó mirándolo boquiabierto al percatarse de que era una pistola.
– ¡Allí abajo! -gritó Antonio, indicando el lugar por donde el joven había huido-. ¡Se fue por allí!
– ¡Gracias, compañero!
El muchacho levantó la pistola a modo de saludo y los dos se alejaron a toda prisa. Conteniendo la respiración, Harry esperó más disparos, pero no hubo ninguno.
– Lo iban a matar -susurró, escandalizado.
Antonio lo miró por un instante con expresión de culpa y frunció el entrecejo.
– Era de las JONS. Tenemos que impedir que los fascistas echen raíces.
– ¿Quiénes eran los otros?
– Comunistas. Han jurado acabar con ellos. Que tengan suerte.
– Tienen razón -convino Bernie-. Los fascistas son unas sabandijas, lo peor de lo peor.
– Era sólo un muchacho que corría -protestó Harry-. No iba armado.
Antonio soltó una carcajada amarga.
– ¡Pero vaya si tienen armas! Lo que ocurre es que los obreros españoles no se rendirán como los italianos.
Llegó el tranvía, el habitual tranvía con su tintineo de todos los días, y los tres subieron a bordo. Harry estudió a Antonio. Parecía cansado; aquella noche tenía otro turno de trabajo en la fábrica de ladrillos. «Bernie tiene más cosas en común con él que conmigo», pensó Harry con tristeza.
Harry se tumbó en la cama con lágrimas en los ojos. Recordó que, en el tren de regreso, Bernie le había dicho que no pensaba volver a Cambridge. Se había hartado de vivir al margen del mundo real y quería volver a Londres, donde estaba la verdadera lucha de clases. Harry pensaba que cambiaría de idea, pero no lo había hecho; en otoño ya no regresó a Cambridge. Mantuvieron correspondencia durante un tiempo, pero las cartas de Bernie acerca de las huelgas y las manifestaciones antifascistas le eran en cierto modo tan ajenas como las de Sandy Forsyth sobre las carreras de galgos; por lo que, al cabo de algún tiempo, las cartas también fueron disminuyendo paulatinamente.
Harry se levantó. Estaba inquieto. Necesitaba salir de la habitación porque el silencio le atacaba los nervios. Se lavó, se cambió de camisa y bajó por la escalera húmeda.
La plaza seguía tan tranquila como antes. Se respiraba en el aire un ligero olor que él recordaba, orina procedente de los desagües en mal estado. Pensó en el cuadro que tenía en la pared, en el barniz romántico que éste otorgaba a la pobreza y la necesidad. En 1931 era joven e ingenuo, pero su aprecio por el cuadro había perdurado a lo largo de los años, la muchacha que miraba sonriendo al gitano de abajo; al igual que Bernie, confiaba en que España progresara. Pero la República se había hundido en el caos, después había estallado la Guerra Civil y ahora el fascismo había alcanzado el poder. Harry dio varias vueltas por el barrio y se detuvo en una panadería. Apenas había nada a la vista, sólo unas cuantas barras de pan, pero no aquellos pastelitos pegajosos que tanto les gustaban a los españoles. Una tarde Bernie se había zampado cinco, después se había comido una paella y, por la noche, se había puesto espectacularmente enfermo.
Un par de obreros pasaron por su lado mirándolo con hostilidad. Fue consciente de su chaqueta de corte impecable y su corbata. Vio una iglesia en la esquina de la plaza; también la habían quemado, probablemente en 1936. La fachada ornamentada todavía se mantenía en pie, pero el techo había desaparecido; a través de las ventanas cubiertas de maleza se podía ver el cielo. Un letrero de gran tamaño escrito a lápiz decía que la misa se celebraba en la casa parroquial de la puerta de al lado y que las confesiones se oían en el mismo lugar. El anuncio terminaba con un «¡Arriba España!».
Harry ya se había orientado. Subiendo la cuesta, llegaría a la Plaza Mayor. De camino se encontraba El Toro, el bar donde él y Bernie habían conocido a Pedro. Un antiguo local frecuentado por socialistas. Siguió adelante, mientras sus pisadas resonaban en la angosta calle y una brisa agradable y vespertina lo refrescaba. Se alegró de haber salido.
El Toro seguía donde siempre, con el rótulo de la cabeza de toro colgando todavía en el exterior. Harry vaciló un momento antes de entrar. En los nueve años transcurridos, el local no había cambiado: cabezas de toro en las paredes, viejos carteles en blanco y negro de corridas manchados de amarillo por la nicotina y los años. Los socialistas eran contrarios a las corridas de toros, pero el tabernero era muy aficionado y su vino era muy bueno, por lo que ellos se lo perdonaban.
Sólo había unos cuantos parroquianos, unos ancianos tocados con boina. Éstos miraron a Harry con cara de pocos amigos. Ya no estaba el joven y dinámico tabernero que Harry recordaba, yendo incansablemente de un lado a otro detrás de la barra. Su lugar lo ocupaba ahora un fornido individuo de mediana edad de rostro cuadrado y macizo. El hombre ladeó la cabeza con expresión inquisitiva.
– ¿Señor?
Harry pidió una copa de vino tinto y rebuscó en el bolsillo las desconocidas monedas en las que figuraba grabado, como en todo lo demás, el emblema falangista del yugo y las flechas. El barman le colocó la copa delante.
– ¿Alemán? -preguntó.
– No. Inglés.
El hombre enarcó las cejas y se volvió. Harry fue a sentarse en un banco. Tomó un ejemplar abandonado del Arriba, el periódico de la Falange, editado en papel fino y arrugado. En la primera plana, un guardia de fronteras español estrechaba la mano a un oficial alemán en una carretera de los Pirineos. El artículo hablaba de eterna amistad, de cómo el Führer y el Caudillo decidirían juntos el futuro del Mediterráneo occidental. Harry bebió un sorbo de vino; era más áspero que el vinagre.
Estudió la imagen, la impresionante celebración del Nuevo Orden. Recordó que en una ocasión le había dicho a Bernie que él defendía los valores de Rookwood. Probablemente sus palabras habían sonado un tanto ampulosas. Bernie rió con impaciencia y dijo que Rookwood era un campamento de instrucción para la élite capitalista. Quizá lo fuera, pensó Harry, pero en cualquier caso se trataba de una élite mejor que la de Hitler. No obstante, sus palabras seguían siendo ciertas. Recordó un noticiario que había visto acerca de las cosas que ocurrían en Alemania: unos ancianos judíos limpiaban las calles con cepillos de dientes en medio de las burlas de la gente.
Levantó los ojos. El barman conversaba tranquilamente con un par de ancianos que lo miraban sin disimulo. Hizo un esfuerzo por apurar el contenido de la copa y se levantó.
– Adiós -dijo antes de salir, pero no obtuvo respuesta.
Había más gente en la calle, en especial trajeados oficinistas de clase media que regresaban a casa. Pasó por debajo de un arco y se encontró en la Plaza Mayor, el centro del viejo Madrid donde solían celebrarse festivales y pronunciamientos. Las dos grandes fuentes estaban secas, pero alrededor de la enorme plaza seguía habiendo cafés con mesitas donde unos cuantos empleados de oficina permanecían sentados tomando café o coñac. Pero incluso allí los escaparates estaban casi vacíos y la pintura de los viejos edificios medio desconchada. Los mendigos estaban acurrucados junto a algunos de los portales ornamentados. Una pareja de guardias civiles recorría el perímetro de la plaza.
Harry permaneció de pie sin saber qué hacer, preguntándose dónde se podría tomar un café. Las farolas, que proyectaban una luz débil y blanca, ya empezaban a encenderse. Harry recordó lo fácil que era perderse por las callejuelas o entrar en una taberna. Dos mendigos se habían levantado y se dirigían a él. Dio media vuelta.
Mientras abandonaba la plaza, observó que una mujer que caminaba delante se detenía en seco, dándole la espalda. Se trataba de una mujer elegantemente vestida de blanco con un sombrerito encasquetado sobre el cabello pelirrojo. El también se detuvo, asombrado. Seguro que era Barbara. El cabello y los andares no podían ser sino suyos. La mujer reanudó la marcha, dobló rápidamente la esquina de una calle lateral apurando el paso y su figura se desvaneció, convertida en una borrosa mancha blanca en plena oscuridad.
Harry echó a correr tras ella, pero se detuvo indeciso en la esquina sin saber si seguirla. Era imposible que fuese Barbara, seguro que no seguía viviendo allí. Además, Barbara jamás hubiera vestido semejante clase de ropa.
Aquella mañana Barbara había despertado, como de costumbre, al dar las siete en el reloj de la iglesia de la acera de enfrente. Salió del sueño rodeada por el calor del cuerpo de Sandy, que dormía a su lado con el rostro apoyado sobre su hombro. Se movió, y él emitió un murmullo suave como el de un niño. Entonces lo recordó, y una punzada de remordimiento la traspasó de parte a parte. Aquel día se tenía que reunir con el contacto de Markby; la culminación de todas las mentiras que le había estado contando.
Él se volvió sonriendo, con los ojos medio adormilados.
– Buenos días, cariño.
– Hola, Sandy -le dijo, acariciándole la barba áspera de la mejilla.
Sandy lanzó un suspiro.
– Será mejor que me levante. Tengo una reunión a las nueve.
– Desayuna como Dios manda, Sandy. Dile a Pilar que te prepare algo.
Sandy se restregó los ojos.
– No te preocupes, me tomaré un café por el camino. -Se inclinó con una picara sonrisa en los labios-. Te dejo con tu desayuno a la inglesa. Te puedes comer todas las palomitas de maíz.
Le dio un beso, se levantó y abrió el armario que había junto a la cama. Mientras él elegía la ropa que se iba a poner, Barbara contempló su tórax musculoso y su vientre plano. Sandy no hacía ejercicio ni se cuidaba en las comidas; era un milagro que conservase la figura, pero lo cierto es que la conservaba. El captó su mirada y esbozó aquella media sonrisa suya a lo Clark Gable.
– ¿Quieres que vuelva a la cama?
– Tienes que irte. ¿Qué te espera esta mañana, el comité judío?
– Sí. Han llegado cinco mil nuevas familias. Sólo con lo que pudieron llevarse de Francia.
– Ten cuidado, Sandy. No molestes al régimen.
– Franco no se cree su propia propaganda antijudía. Tiene que seguirle la corriente a Hitler.
– Me gustaría que me dejaras ayudarte. Tengo mucha experiencia en el trato con los refugiados.
– Son cosas de tipo diplomático. No es trabajo para una mujer; ya sabes cómo son los españoles en esto.
Ella lo miró muy seria y volvió a sentirse culpable.
– Lo que estás haciendo es una buena labor, cariño.
Sandy sonrió.
– Quiero expiar mis pecados -dijo-. Volveré tarde, tengo una reunión en el Ministerio de Minas que durará toda la tarde. -Se acercó a la mesa del tocador. Desde lejos y sin las gafas, el rostro de él se convirtió para Barbara en una mancha borrosa. Sandy colgó en el respaldo de una silla el traje que había elegido y se dirigió hacia el cuarto de baño. Ella alargó la mano para coger un cigarrillo y se quedó tumbada fumando mientras él tomaba una ducha. Sandy regresó a la habitación, se afeitó y se vistió. Se acercó de nuevo a la cama y se inclinó para darle un beso, ahora con las mejillas más suaves.
– Eso está muy bien para algunos -dijo.
– Eres tú quien me enseñó a ser perezosa, Sandy.
Barbara lo miró con una triste sonrisa en los labios.
– ¿Qué vas a hacer hoy?
– No gran cosa. Pensaba acercarme al Prado más tarde.
Se preguntó si Sandy se habría percatado del leve temblor de su voz al decir aquella mentira, pero él se limitó a acariciarle la mejilla con la mano antes de encaminarse hacia la puerta y convertirse de nuevo en una mancha borrosa.
Había conocido a Markby en el transcurso de una cena que ambos habían ofrecido tres semanas atrás. Casi todos los invitados eran funcionarios del Gobierno que iban acompañados de sus esposas; cuando las mujeres se levantaran de la mesa, los hombres se ocuparían de sus asuntos y quizá se entonara algún himno falangista. Pero también estaba Terry Markby, un reportero del Daily Express a quien Sandy había conocido en uno de los bares frecuentados por gente de la Falange. Era un hombre tímido de mediana edad, vestido con un esmoquin que le iba demasiado grande. Se lo veía incómodo, y Barbara se compadeció de él. Le preguntó en qué trabajaba y él se inclinó hacia ella y en voz baja contestó:
– Trato de averiguar algo sobre estos campos de concentración para presos republicanos. -Hablaba con un marcado acento de Bristol-. Beaverbrook no habría aceptado esa clase de reportajes durante la Guerra Civil, pero ahora es distinto.
– He oído rumores -dijo ella cautelosamente-. Pero, si hubiera habido algo así, estoy segura de que la Cruz Roja lo habría descubierto. Yo trabajaba para ellos, ¿sabe? Durante la Guerra Civil.
– ¿En serio? -Markby la miró con asombro. Barbara sabía que aquella noche se había mostrado más torpe e inepta que de costumbre y que incluso había cometido errores en español. Cuando entró en la cocina para supervisar las tareas de Pilar, los cristales de las gafas se le empañaron y, al salir, se los limpió con el dobladillo y vio que Sandy la miraba con expresión de reproche.
– Pues sí -contestó con cierta aspereza-. Y, si hubieran desaparecido muchas personas, ellos se habrían enterado.
– ¿En qué lado del frente estaba usted?
– En ambos, en distintos períodos.
– Fue algo tremendo.
– Era una guerra civil, español contra español. Hay que comprenderlo para poder entender las cosas que ocurrieron aquí.
El periodista hablaba en tono pausado. Sentada a su otro lado, Inés Vilar Cuesta encabezaba una enérgica petición de medias de nailon por parte de las señoras.
– Muchos han sido detenidos tras la victoria de Franco. Sus familiares pensaron que habían sido fusilados, pero un número importante de ellos fueron trasladados a campos. Y se hicieron muchos prisioneros durante la guerra, hombres dados por desaparecidos y presuntamente muertos. Franco los está utilizando como mano de obra forzada.
Barbara frunció el entrecejo. Había intentado decirse a sí misma durante mucho tiempo que, ahora que Franco había ganado, se le tenía que apoyar en la tarea de reconstruir España. Pero cada vez le resultaba más difícil cerrar los ojos ante lo que allí ocurría; sabía que lo que le estaba diciendo el periodista podía tener algo de verdad.
– ¿Hay pruebas? -preguntó-. ¿Quién se lo ha dicho?
El hombre sacudió la cabeza.
– Lo siento, pero no se lo puedo decir. No estoy autorizado a revelar mis fuentes. -Miró alrededor con expresión de hastío-. Y mucho menos aquí.
Ella titubeó y después bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
– Conozco a alguien que fue dado por desaparecido y se cree que ha muerto. Mil novecientos treinta y siete, en el Jarama. Un brigadista internacional inglés.
– ¿Del bando republicano?
Markby enarcó una pálida ceja.
– Jamás compartí sus puntos de vista políticos. No me interesa la política. Pero está muerto -añadió categóricamente-. Nunca encontraron su cuerpo. El Jarama fue espantoso, miles de muertos. Miles.
Incluso en aquellos momentos, después de tres años, se le encogía el estómago sólo de pensarlo.
Markby ladeó la cabeza con expresión pensativa.
– Me consta que casi todos los prisioneros extranjeros fueron enviados a casa. Pero tengo entendido que algunos escaparon de la red, por así decirlo. Si usted pudiera facilitarme su nombre y su graduación, quizá consiguiese averiguar algo. Los prisioneros de guerra están en un campo aparte, cerca de Cuenca.
Barbara miró a sus invitados. Las mujeres se habían congregado alrededor de un alto funcionario de la Dirección General de Abastecimiento, e insistían en que les consiguiera medias de nailon. Aquella noche vio la cara más desagradable de la Nueva España, voraz y corrupta. Sandy, a la cabecera de la mesa, los miraba a todos con una sonrisa sarcástica en los labios. Era un reflejo de la clase de seguridad que la educación privada le otorgaba a uno. A Barbara le llamó la atención el hecho de que, pese a sus treinta y un años, su engominado cabello negro peinado hacia atrás y su bigote, Sandy ofreciese el aspecto de alguien diez años mayor. Era una imagen que él cultivaba con esmero. Se volvió hacia Markby, respirando hondo.
– Es inútil. Bernie está muerto.
– Pues, si estuvo en el Jarama, no es probable que sobreviviera. Aunque nunca se sabe. Con probar no se pierde nada. -Markby la miró sonriendo.
Tenía razón, pensó Barbara, aunque sólo hubiera una mínima posibilidad.
– Se llamaba Bernard Piper -dijo rápidamente-. Era un soldado. Pero no…
– ¿Qué?
– Alimente falsas esperanzas.
Él la estudió con la mirada inquisitiva propia de un periodista.
– Jamás lo haría, señora Forsyth. Es sólo una remota posibilidad. Pero merece la pena echar un vistazo.
Ella asintió con la cabeza. Markby contempló al grupo de invitados en el que los esmóquines y los vestidos de alta costura se mezclaban con uniformes militares, y volvió a mirar a Barbara con perspicaz interés.
– Ahora se mueve usted en otros ambientes.
– Me enviaron a trabajar a la zona nacional después de que Bernie… Después de su desaparición. Allí conocí a Sandy.
Markby señaló con la cabeza a los invitados.
– Puede que a los amigos de su marido no les guste que usted ande buscando a un prisionero de guerra.
Barbara titubeó.
– No -dijo.
Markby le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
– Ya me encargaré yo. Veré si puedo averiguar algo. Entre nous.
– Dudo que pueda sacar un reportaje de todo eso -dijo ella, sosteniéndole la mirada.
Él se encogió de hombros.
– Cualquier cosa con tal de ayudar a un compatriota -repuso.
Esbozó una sonrisa dulce e ingenua, aunque de ingenuo no tenía nada. Si localizaba a Bernie, pensó Barbara, y la historia se divulgaba, sería el final de todo lo que ella había conseguido allí. Se escandalizó al darse cuenta de que lo único que le importaba era que Bernie estuviera vivo.
Se levantó y se puso la bata de seda que Sandy le había regalado por Navidad. Abrió la ventana; otro día caluroso con el jardín lleno de flores. Le resultó extraño pensar que, en cuestión de seis semanas, el invierno volvería a estar allí con sus nieblas y sus heladas.
Tropezó con una silla, soltó una maldición y sacó las gafas que guardaba en el cajón del tocador. Se miró en el espejo. Sandy insistía en que prescindiera de ellas siempre que pudiese y que se aprendiera debidamente la disposición de la vivienda para no tropezar con las cosas.
– Sería muy divertido, cariño -le decía-, pasear tranquilamente por ahí saludando a la gente sin que nadie supiera que eres un poco corta de vista.
Sandy no soportaba que llevase gafas; pero aunque a ella tampoco le gustaban, seguía poniéndoselas cuando estaba a solas. Las necesitaba, sencillamente.
– Menuda idiotez -musitó mientras se quitaba los rulos y se pasaba el peine por el espeso cabello cobrizo y ondulado.
Aquel peluquero era muy bueno, ahora iba siempre bien peinada. Se aplicó cuidadosamente el maquillaje, máscara para realzar sus claros ojos verdes y polvos para acentuar los pómulos. Todo aquello se lo había enseñado Sandy. «Puedes decidir tu aspecto, ¿sabes? -le había dicho-. Conseguir que la gente te vea tal como tú quieres. Si es que quieres.» Al principio, ella no se lo acababa de creer, pero él había insistido y, al final, había resultado que tenía razón: por primera vez en su vida había empezado a poner en duda su fealdad. Hasta con Bernie le había costado averiguar qué había visto en ella, pese a las incesantes muestras de cariño que él le ofrecía. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Parpadeó rápidamente para contenerlas. Aquel día necesitaba ser fuerte y tener la mente despejada.
No se reuniría con el contacto de Markby hasta última hora de la tarde. Primero iría a El Prado. No soportaba quedarse encerrada en casa todo el día, esperando. Se puso su mejor vestido de calle, el blanco con estampado de rosas.
Llamaron a la puerta y apareció Pilar. La chica tenía un redondo rostro de expresión enfurruñada y un ensortijado cabello negro que pugnaba por escapar de debajo de su cofia de sirvienta. Barbara se dirigió a ella en español:
– Por favor, Pilar, prepare el desayuno. Hoy quiero un buen desayuno: tostadas, zumo de naranja y huevos, por favor.
– No hay zumo, señora, ayer no había naranjas en las tiendas.
– No importa. Dígale a la asistenta que salga más tarde a ver si encuentra algunas, por favor.
La chica se retiró. Barbara pensaba que ojalá sonriera alguna vez. Pero quizás hubiese perdido a algún familiar en la guerra, como le ocurría a casi todo el mundo. En ocasiones Barbara creía percibir una pizca de desprecio cuando Pilar la llamaba «señora», como si supiera que ella y Sandy no estaban realmente casados. Se decía que eran figuraciones suyas. No tenía experiencia con la servidumbre y, al llegar a la casa, se había sentido muy incómoda con Pilar, nerviosa y con ganas de complacer. Sandy le había dicho que tenía que impartir las órdenes con claridad y precisión y mantener las distancias. «Lo prefieren así, cariño.» Recordó lo que le había dicho María Herreira sobre la conveniencia de no fiarse jamás de las criadas: todas eran chicas de pueblo, y la mitad, rojas. Sin embargo, María era una mujer muy amable que trabajaba como voluntaria en el cuidado de ancianos por cuenta de la iglesia. Encendió otro cigarrillo y bajó a desayunar las palomitas de maíz que Sandy le conseguía como por arte de magia en un Madrid sometido a racionamiento y medio muerto de hambre.
Al estallar la guerra en 1936, Barbara llevaba tres años trabajando en el cuartel general de la Cruz Roja, en Ginebra. Estaba adscrita a la sección de Desplazados, donde se buscaba el rastro de miembros desaparecidos de familias de la Europa oriental desgarradas por la Primera Guerra Mundial y todavía desaparecidos. Comparaba nombres y documentos, escribía cartas a ministerios de Interior, desde Riga hasta Budapest. Conseguía poner en contacto a tantas personas con sus familias que la tarea merecía la pena. Aun en el caso de que todos los parientes hubieran muerto, al menos las familias lo sabían con certeza.
Al principio, el trabajo le encantaba: era un cambio respecto a su labor como enfermera en Birmingham. Lo había conseguido, en parte, gracias a su trabajo en la Cruz Roja británica. Pero al cabo de cuatro años se empezó a cansar. Tenía veintiséis años, no tardaría en llegar a los treinta y temía acabar fosilizándose entre fichas perfectamente ordenadas y la imperturbable monotonía de los suizos. Fue a entrevistarse con un funcionario en un bonito despacho que daba a las tranquilas y azules aguas del lago.
– En España la situación es muy grave -le dijo el funcionario-. Hay miles de personas que se han quedado en una zona mientras que sus familiares se encuentran en la otra. Estamos enviando material médico y tratando de organizar intercambios. Pero es una guerra salvaje. Los rusos y los alemanes están empezando a intervenir.
La miró con expresión cansada por encima de las gafas. Todas las esperanzas en el sentido de que la Primera Guerra Mundial hubiera sido verdaderamente la destinada a acabar con todas las contiendas se disipaban progresivamente. Primero, Mussolini en Abisinia, y ahora, España.
– Me gustaría trabajar sobre el terreno, señor -dijo Barbara con firmeza.
Llegó a un Madrid insoportablemente caluroso en septiembre de 1936. Franco avanzaba en el sur; las tropas coloniales marroquíes, transportadas por la aviación de Hitler a través del estrecho de Gibraltar, se encontraban a poco más de cien kilómetros de distancia. La ciudad estaba llena de refugiados y familias desplazadas que arrastraban los fardos enormes de sus pertenencias por las calles o bien se apretujaban en carros tirados por asnos. Ahora podía contemplar directamente el caos de la guerra. Jamás olvidaría al anciano de mirada aterrorizada que pasó por su lado aquel primer día, llevando a cuestas todo lo que tenía: un colchón sucio echado sobre los hombros y un canario en una jaula de madera. Simbolizaba a todos los refugiados, a los desplazados, a quienes habían quedado atrapados en mitad de la guerra.
Los milicianos rojos se trasladaban al frente en camiones y autocares. Eran madrileños corrientes cuyo uniforme consistía en el mono de trabajo azul oscuro que llevaban todos los obreros y el pañuelo rojo al cuello. Agitando sus anticuadas armas al pasar, lanzaban el grito de desafío de la República: «¡No pasarán!» Barbara, que creía en la paz por encima de todo, sentía deseos de llorar por ellos. Al principio, también por ella misma, porque estaba asustada: por el caos, por los relatos de las atrocidades de pesadilla cometidas por ambos bandos, por los aviones fascistas que habían empezado a aparecer en el cielo, induciendo a la gente a detenerse a mirar y, en ocasiones, a salir corriendo en busca de la seguridad del metro. Una vez vio caer varias bombas en serie mientras una nube de humo se elevaba al oeste de la ciudad. El bombardeo de la población civil era algo que Europa llevaba años temiendo; y ahora estaba ocurriendo.
La oficina de la Cruz Roja se había instalado en un pequeño despacho en el centro de Madrid, un oasis de cordura en el que media docena de hombres y mujeres, casi todos ellos suizos, se encargaban de repartir material médico y de organizar intercambios de niños refugiados. Aunque Barbara no hablaba español, su francés era excelente y se alegraba de hacerse entender.
– Necesitamos ayuda en los intercambios de refugiados -le dijo el director, Doumergue, en su segundo día de trabajo-. Centenares de niños han sido separados de sus familias. Hay todo un grupo de Burgos que se encontraba en un campamento de verano de la sierra de Guadarrama… Queremos intercambiarlos por unos cuantos niños de Madrid atrapados en Sevilla.
Doumergue era un suizo muy serio y tranquilo, joven, de rostro mofletudo y expresión de fatiga. Barbara sabía que había sufrido crisis de pánico, algo impropio de ella. «Babs, nuestro puntal», solían llamarla en Birmingham. Se apartó de la frente un mechón rebelde de cabello pelirrojo.
– Pues claro -repuso-. ¿Qué necesita que haga?
Aquella tarde fue a visitar a los niños al convento donde estaban alojados, para anotar sus datos. La acompañaba Monique, la intérprete de la Cruz Roja. Era una mujer menuda y bonita, vestida con una falda pulcra y una blusa perfectamente planchada. Al cruzar la Puerta del Sol, pasaron por delante de unos carteles enormes del presidente Azaña, de Lenin y de Stalin.
– Así están las cosas ahora -dijo-. Sólo Rusia ayudará a la República. Que Dios los ayude.
La plaza estaba llena de altavoces y la voz de una mujer subía y bajaba, puntuada por los minúsculos chirridos del micrófono. Barbara preguntó qué estaban diciendo.
– Es Dolores Ibárruri, la Pasionaria. Está diciendo a las amas de casa que, si vienen los fascistas, tienen que calentar aceite y arrojarlo desde los balcones sobre sus cabezas.
Barbara se estremeció.
– Si por lo menos los dos bandos comprendieran que todo será destruido.
– Es demasiado tarde para eso -contestó Monique en tono cansado.
Entraron en el convento por una sólida puerta de madera abierta en un alto muro levantado para proteger a las monjas del mundo exterior. La habían echado abajo y, al otro lado del pequeño patio, unos milicianos montaban guardia junto a la entrada con los fusiles al hombro. El edificio había sido incendiado. No había cristales en las ventanas, y unas negras nubes de hollín se elevaban desde las paredes. Se respiraba en el aire un nauseabundo olor a quemado.
Barbara se detuvo en el patio.
– ¿Qué ha pasado? Yo creía que los niños estaban con las monjas…
– Las monjas han huido. Y los curas también. Los que pudieron.
El populacho quemó casi todos los conventos y las iglesias en julio. -Monique la miró inquisitivamente-. ¿Eres católica?
– No, no, la verdad es que no soy nada. Todo esto me impresiona un poco, sencillamente.
– La situación no es tan grave en la parte de atrás. Las monjas dirigían un hospital, hay unas camas.
El vestíbulo había sido incendiado y saqueado, y, entre las imágenes rotas había esparcidas hojas arrancadas de los breviarios.
– ¡Qué mal debieron de pasarlo las monjas! -exclamó Barbara*-. Encerradas aquí dentro, mientras entraba el populacho y lo quemaba todo.
Monique se encogió de hombros.
– La Iglesia apoya a los nacionales. Y llevan siglos viviendo a costa de la gente. En Francia ocurrió lo mismo.
Monique encabezó la marcha, bajando por un estrecho pasillo lleno de ecos, y abrió una puerta. Al otro lado había una sala de hospital con unas veinte camas. Las paredes estaban desnudas, unas manchas más claras en forma de cruz revelaban los lugares de los que se habían retirado los símbolos religiosos. Unos treinta niños de aproximadamente diez años, sucios y atemorizados, permanecían sentados en las camas. Una francesa alta con uniforme de enfermera se acercó a toda prisa a ellas.
– Ay, Monique, has venido. ¿Se sabe cuándo podremos enviar a los niños de vuelta a casa?
– Todavía no, Anna. Tomaremos sus datos y después acudiremos al ministerio. ¿Los ha examinado el médico?
– Sí. -La enfermera suspiró-. Todos están bastante bien, aparte de asustados. Proceden de hogares religiosos… Se asustaron mucho cuando vieron que habían quemado el convento.
Barbara contempló sus caritas tristes, casi todas ellas surcadas de lágrimas.
– Si alguno se encuentra mal, yo soy enfermera…
– No -dijo Monique-. Ya está aquí Anna. Lo mejor que podemos hacer por ellos es llevarlos al lugar de donde proceden.
Se pasaron una hora anotando sus datos. Algunos estaban aterrorizados, y la enfermera tuvo que persuadirlos de que hablaran. Al final, lo consiguieron. Barbara tosió por efecto del humo.
– ¿No se les podría trasladar a otro sitio? -le preguntó a Monique-. Este humo es muy malo para ellos.
Monique negó con la cabeza.
– Hay miles de refugiados en esta ciudad, y cada día son más. Tuvimos suerte de que un funcionario se tomara la molestia de encontrar un sitio para estos niños.
Fue un alivio salir otra vez al exterior a pesar del ardiente sol. Monique saludó con la mano a un miliciano.
– Salud -contestó éste.
Monique le ofreció a Barbara un cigarrillo y la miró inquisitivamente.
– Es así en todas partes -le dijo.
– No puedo soportarlo. Yo era enfermera antes de trasladarme a Ginebra. -Bárbara exhaló una nube de humo-. Pero es que… estos niños, ¿volverán a ser lo que eran cuando regresen a sus casas?
– Nadie en España volverá a ser jamás lo que era -contestó Monique en un súbito arrebato de furia y desesperación.
En noviembre de 1936 Franco ya había llegado a las afueras de Madrid. Pero sus fuerzas tuvieron que detenerse en la Casa de Campo, el antiguo bosque real situado justo al oeste de la ciudad. Ahora la aviación rusa protegía la ciudad y caían menos bombas. Se habían levantado unas cercas provisionales de tablas para cubrir los edificios bombardeados y en ellas se exhibían más retratos de Lenin y Stalin. Había pancartas en todas las calles. ¡NO PASARÁN! La determinación de resistir era aún más fuerte que en verano y Barbara la admiraba, aunque se preguntaba cómo podría sobrevivir al frío invernal. Con sólo una carretera de acceso a la ciudad todavía abierta, las provisiones ya empezaban a escasear. Barbara casi deseaba que Franco tomara Madrid de una vez para que así terminara la guerra, a pesar de las terribles historias que se contaban acerca de las atrocidades cometidas por los nacionales. En el bando republicano también abundaban; pero las de Franco, fríamente sistemáticas, parecían peores.
A los dos meses, Barbara ya se había acostumbrado en la medida en que una persona podía habituarse a semejante situación. Se había anotado muchos éxitos, había conseguido el intercambio de docenas de refugiados, y ahora la Cruz Roja intentaba negociar intercambios de prisioneros entre la zona republicana y la nacional. Se enorgullecía de la rapidez con que aprendía español. Pero los niños seguían en el convento… su caso había caído en una especie de abismo burocrático. Pese a que llevaba semanas sin cobrar, Anna, la enfermera, había permanecido en su puesto. Por lo menos, los niños no se darían a la fuga; les daban miedo las hordas rojas que había al otro lado de los muros del convento.
Un día Barbara y Monique se pasaron toda una tarde en el Ministerio del Interior, tratando una vez más de conseguir el intercambio de niños. Cada vez hablaban con un funcionario distinto, y el de ese día era aún menos servicial que los anteriores. Llevaba la chaqueta negra de cuero que lo identificaba como comunista pero que a él le sentaba un poco rara, porque era grueso y de mediana edad y tenía pinta de empleado de banca. Se pasó el rato fumando cigarrillos sin ofrecerles ninguno a ellas.
– No hay calefacción en el convento, camarada -dijo Barbara-. Con el frío que se avecina, los niños enfermarán.
El hombre soltó un gruñido. Se inclinó y cogió una sobada carpeta de entre el montón que tenía encima del escritorio. La leyó, dando caladas al pitillo, y después miró a las mujeres.
– Son niños pertenecientes a acaudaladas familias católicas. Si vuelven, les harán preguntas acerca de los dispositivos militares que tenemos aquí.
– Apenas han salido del edificio. Les da miedo hacerlo.
Barbara se sorprendió de la soltura con que hablaba español cuando estaba alterada. El funcionario esbozó una sonrisa siniestra.
– Sí, porque a los rojos nos temen. No me gusta la idea de que vuelvan a casa. La seguridad lo es todo. -Dejó la carpeta nuevamente en su sitio-. Todo.
Mientras abandonaban el ministerio, Monique meneó la cabeza con desesperación.
– La seguridad. La eterna excusa para las peores atrocidades.
– Tendremos que echar mano de otro plan de acción. ¿Y si desde Ginebra se pudieran poner en contacto con el ministro?
– Lo dudo.
Barbara suspiró.
– Habrá que intentarlo. Tendré que organizar el envío de más provisiones para ellos. Dios mío, qué cansada estoy. ¿Vamos a tomar algo?
– No, tengo que hacer la colada. Nos vemos mañana.
Barbara vio alejarse a Monique. Se dejó arrastrar por una oleada de cansancio. Era consciente de lo lejos que estaba de la confraternidad, la solidaridad que reinaba entre los habitantes de la ciudad. Decidió irse a un bar cercano a la Puerta del Sol en el que a veces se reunían súbditos ingleses, personal de la Cruz Roja, periodistas y diplomáticos.
El bar estaba casi desierto, no había ningún conocido. Pidió una copa de vino y fue a sentarse a una mesa del rincón. No le gustaba sentarse sola en los bares, pero tal vez más tarde entrara algún conocido.
Al cabo de un rato, oyó la voz de un hombre que hablaba el típico inglés de las escuelas privadas, con vocales largas y perezosas. Levantó los ojos y vio su rostro reflejado en el espejo que había detrás de la barra. Le pareció el hombre más atractivo que jamás hubiera visto.
Lo estudió con disimulo. El forastero permanecía de pie junto a la barra, hablando un titubeante español. Vestía una camisa barata y un mono de trabajo y llevaba un brazo en cabestrillo. Era un veinteañero de hombros anchos y cabello rubio oscuro. Tenía un rostro largo y ovalado, unos ojos muy grandes y una boca fuerte de labios carnosos. Se le veía incómodo por el hecho de encontrarse solo en aquel lugar. Su mirada se cruzó con la de Barbara a través del espejo, y entonces ella apartó la suya y experimentó un sobresalto cuando el camarero se le acercó envuelto en su delantal blanco y le preguntó si quería otra copa. El hombre sostenía la botella en la mano, y ella le golpeó involuntariamente el codo con el suyo; eso hizo que la botella se le cayera ruidosamente sobre la mesa y el vino se derramara sobre sus pantalones.
– Ay, perdón. Ha sido culpa mía, perdone.
El camarero parecía molesto. Quizá fuese el único par de pantalones que tenía. Empezó a secarse con una servilleta.
– Cuánto lo siento. Le pagaré la limpieza, yo…
A Barbara se le atragantaron las palabras y olvidó sus conocimientos de español. Después, oyó a su lado la pausada voz del inglés.
– Disculpe, ¿es usted inglesa? ¿Puedo ayudarla en algo?
– No… no, no se preocupe.
El camarero se tranquilizó y ella se ofreció a pagarle la botella junto con la limpieza de los pantalones; entonces el hombre se retiró más calmado para ir por otra copa. Barbara miró muy nerviosa al inglés.
– Qué estúpida soy. Siempre he sido muy torpe.
– Son cosas que pasan -dijo él, tendiéndole una mano de dedos largos bronceados por el sol. La muñeca, cubierta por un fino vello rubio, reflejaba la luz y brillaba como el oro. Barbara vio que tenía el otro brazo escayolado desde más arriba del codo hasta la muñeca. El muchacho tenía unos ojos grandes y de color aceituna oscuro, como si fuera español-. Bernie Piper -añadió, estudiándola con curiosidad-. Está usted muy lejos de casa.
– Barbara Clare. Pues sí, me temo que en efecto estoy muy lejos. Colaboro con la Cruz Roja.
– ¿Le importa que me siente? Hace semanas que no hablo inglés con nadie.
– Bueno, yo… no, siéntese, por favor. Y así empezó todo.
Alguien de la oficina del Daily Express en Madrid había llamado a Barbara tres días antes, diciéndole que había un hombre que tal vez pudiera ayudarla. Se llamaba Luis y podría reunirse con ella en un bar de la parte antigua de la ciudad el lunes por la tarde. Ella había pedido hablar con Markby, pero no estaba. Mientras colgaba el auricular, Barbara se preguntó si el teléfono estaría intervenido; Sandy le dijo que no, pero ella había oído que intervenían los teléfonos de todos los extranjeros.
Después del desayuno, regresó a su habitación. El escritorio con espejo era una pieza del siglo XVIII que ella y Sandy habían comprado en el Rastro la primavera anterior. Seguramente procedía del saqueo de alguna lujosa mansión de Madrid al principio de la guerra. Allí estaba la fotografía de Bernie, tomada poco antes de su marcha al frente en un estudio fotográfico con meridianas y palmeras en macetas. Bernie aparecía de pie y de uniforme, con los brazos cruzados, sonriendo a la cámara.
Estaba bellísimo. Era una palabra que solía utilizarse para describir a las mujeres, pero es que allí el bello era él. Llevaba mucho tiempo sin contemplar la fotografía; el hecho de verla le seguía haciendo daño; lloraba la pérdida de Bernie tan profundamente como siempre. Y se sentía culpable porque Sandy la hubiera rescatado y ayudado a reponerse, pero lo suyo con Bernie había sido diferente. Lanzó un suspiro. No tenía que abrigar demasiadas esperanzas. No tenía que hacerlo.
Todavía se asombraba de que Bernie se hubiera interesado por ella; debía de parecer un monstruo en aquel bar, con el cabello rizado y alborotado y aquel jersey viejo y holgado. Se quitó las gafas y pensó que sin ellas habría resultado bastante atractiva. Volvió a ponérselas. Como de costumbre, incluso en medio de sus preocupaciones por Bernie, el mero hecho de pensar que era atractiva desencadenó un recuerdo, uno de los peores. Por regla general, trataba de apartarlos, pero esta vez no lo hizo, a pesar de que siempre la dejaba con la sensación de encontrarse al borde de un precipicio. Millie Howard y su pandilla de niñas de once años formando un círculo a su alrededor en el patio del colegio y cantando: «Cuatro ojos con ricitos, cuatro ojos con ricitos.» De no haber llevado las gafas que la identificaban como algo diferente y de no haber reaccionado ruborizándose con lágrimas en los ojos, ¿habría llegado a producirse aquel tormento que había durado tanto tiempo? Cerró los ojos. Y entonces vio a su hermana mayor, la resplandeciente Carol, que había heredado el cabello rubio de su madre y su rostro en forma de corazón, cruzando el salón de su casita de Erdington para ir a reunirse con uno más de sus pretendientes. Pasaba en medio de un revuelo de faldas, dejando una estela de perfume. «Qué guapa está, ¿verdad?», le decía su madre a su padre, mientras Barbara se moría de celos y tristeza. Poco antes se había derrumbado y le había revelado a su madre el acoso a que la sometían las otras niñas en el colegio.
– La belleza no lo es todo, cariño -le había dicho su madre-. Tú eres mucho más inteligente que Carol.
La mano le temblaba cuando se encendió un cigarrillo. Ahora su madre y su padre, Carol y su apuesto marido contable se encontraban bajo las incursiones aéreas. La guerra relámpago se había extendido más allá de Londres. En la edición censurada del Daily Mail que había comprado en la estación, había tenido noticias, con una semana de retraso, de las primeras incursiones sobre Birmingham. ¡Y ella sentada en una bonita casa, lamiéndose todavía las viejas heridas mientras su familia corría a los refugios antiaéreos! Era un comportamiento tan mezquino que se avergonzó. A veces se preguntaba si no tendría algún problema mental, si no estaría un poco chiflada. Se levantó y se puso la chaqueta y el sombrero. Visitaría el Prado y después iría a ver qué sabía aquel hombre. Se alegró de sentirse tan decidida.
El Museo del Prado tenía casi todas las paredes vacías; buena parte de los cuadros habían sido descolgados para que estuvieran más protegidos durante la guerra, y, hasta el momento, sólo unos cuantos habían vuelto a su sitio. El ambiente era frío y húmedo. Tomó un desayuno frugal en el pequeño café y se pasó un rato fumando hasta que llegó la hora de marcharse.
Sandy había observado que algo raro le ocurría; la víspera le había preguntado si se encontraba bien. Ella le había contestado que se aburría, y era cierto: desde que se habían instalado en la casa ella disponía de largas horas muertas. Entonces Sandy le preguntó si le gustaría trabajar como voluntaria; porque, en ese caso, quizás él pudiera encontrarle algo. Barbara respondió que sí para despistarlo, y él asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho, y se fue al estudio a trabajar un poco más.
Sandy ya llevaba seis meses trabajando en lo que él llamaba su «proyecto de Ministerio de Minas». A menudo trabajaba hasta muy tarde y con frecuencia lo hacía en casa, mucho más duro de lo que Barbara hubiera visto jamás. Unas veces sonreía con un brillo de emoción en los ojos, como si guardara un maravilloso secreto; a Barbara no le gustaba aquella sonrisita enigmática. Otras veces se le veía distraído y preocupado. Decía que el proyecto era confidencial, que no le estaba permitido hablar de él. Y en ocasiones hacía misteriosas excursiones al campo. Colaboraba con un geólogo, un hombre apellidado Otero, que había visitado la casa en un par de ocasiones y que a Barbara le producía cierta desconfianza. Temía que ambos estuvieran implicados en algo ilegal; media España parecía estar trabajando en el estraperlo. Sandy tampoco hablaba demasiado de sus actividades en el comité de ayuda a los refugiados judíos de Francia. Barbara se preguntaba si Sandy creía que sus tareas de voluntario lo apartaban de la imagen que él quería proyectar de sí mismo como próspero y duro hombre de negocios, pese a que aquella faceta de su personalidad, la del hombre deseoso de ayudar a los necesitados, era precisamente la que le había atraído de él.
A las cuatro de la tarde dejó el Prado y se dirigió al centro. Mientras caminaba por las callejuelas sofocantes y polvorientas que olían a estiércol, vio que las tiendas empezaban a abrir después de la siesta. Los tacones de sus cómodos zapatos resonaban sobre los adoquines. Al doblar una esquina, vio a un anciano con una camisa gastada y sucia que trataba de subir a la acera un carro lleno de latas de aceite de oliva. Sujetaba el carro por las lanzas en un intento de sortear el alto bordillo. Detrás de él se alzaba un edificio recién pintado, encima de cuya puerta había un letrero con el yugo y las flechas. Mientras Barbara contemplaba la escena, dos jóvenes de camisa azul aparecieron en el umbral. Se inclinaron ante ella pidiéndole disculpas por impedirle el paso y le preguntaron al viejo si podían ayudarlo. El hombre soltó las lanzas con alivio y ellos tiraron del carro y lo subieron a la acera.
– Se me ha muerto el burro -les dijo el hombre-. Y no tengo dinero para comprarme otro.
– Muy pronto en España todo el mundo tendrá un caballo. Denos tiempo, señor.
– Lo tenía desde hacía veinte años. Me lo comí cuando se murió. Pobre Héctor, tenía una carne muy dura. Gracias, camaradas.
– De nada.
Los falangistas le dieron al viejo unas palmadas en la espalda y entraron de nuevo en la casa. Barbara bajó de la acera para permitirle el paso. Se preguntó si ahora las cosas empezarían a ir mejor. No lo sabía; después de cuatro años en España, se seguía sintiendo una forastera y había muchas cosas que no entendía.
Sabía que en la Falange había muchos idealistas que sinceramente deseaban mejorar la vida de los españoles; pero que muchos más se habían afiliado para aprovechar la ocasión de obtener beneficios ilícitos. Contempló una vez más el emblema del yugo y las flechas que, al igual que las camisas azules, le recordaba que los de la Falange eran fascistas, hermanos gemelos de los nazis. Vio que uno de los falangistas la miraba a través de la ventana, y apuró el paso.
El bar era un lugar oscuro y astroso. El obligatorio retrato de Franco, cubierto de manchas de grasa, colgaba detrás de la barra junto a la cual dos jóvenes charlaban tranquilamente. Una corpulenta mujer vestida de negro y con el pelo blanco lavaba vasos en el fregadero. Uno de los hombres iba con muleta; había perdido media pierna y llevaba los bajos de la pernera toscamente cosidos. Todos miraron a Barbara con curiosidad. Por regla general, únicamente las putas entraban solas en los bares, no las elegantes extranjeras con costosos vestidos y sombreritos redondos en la cabeza.
Un joven sentado a una mesa de la parte de atrás levantó una mano. Mientras ella se acercaba, el joven se levantó con una reverencia y le estrechó la mano con un fuerte y seco apretón.
– ¿Señora Forsyth?
– Sí -contestó ella en español, procurando no levantar la voz-. ¿Es usted Luis?
– En efecto. Tome asiento, por favor. Permítame que le traiga un café.
Mientras él se dirigía a la barra, Barbara lo estudió. Era un treintañero alto y delgado de cabello oscuro y rostro alargado y triste. Llevaba unos pantalones muy gastados y una chaqueta vieja cubierta de lamparones. Sus mejillas estaban cubiertas de una barba áspera, al igual que las de los otros hombres que se encontraban en el café; había escasez de cuchillas de afeitar en la ciudad. Caminaba como un soldado. Regresó con dos cafés y una bandeja con lo que parecían unas bolas de carne. Ella tomó un sorbo e hizo una mueca. Él la miró con una sonrisa irónica en los labios.
– Me temo que no es muy bueno.
– No se preocupe. -Barbara echó un vistazo a algo semejante a unas albóndigas pequeñas y marrones de las que asomaban unos delicados huesecillos-. ¿Qué son?
– Lo llaman pichones, pero yo creo que es otra cosa. No sé muy bien el qué. No lo recomendaría.
Barbara miró a Luis mientras comía, sacándose los huesecitos de la boca. Había decidido no decir nada y dejar que fuera él quien empezara. Se revolvió nerviosamente en su asiento y estudió aquel rostro de ojos grandes y oscuros.
– El señor Markby me ha contado que trata usted de localizar a un hombre que fue dado por desaparecido en el Jarama. Un inglés -precisó él en tono pausado.
– Sí, es cierto.
El joven asintió con la cabeza.
– Un comunista.
Con un estremecimiento de temor, Barbara se preguntó si sería un policía, si Markby la habría traicionado o lo habrían traicionado a él. Hizo un esfuerzo por conservar la calma.
– Mi interés es personal, no político. Era… era mi… mi novio antes de que yo conociera a mi marido. Pensé que había muerto.
Luis volvió a revolverse en su asiento y carraspeó.
– Usted vive en la España nacional y me han dicho que está casada con un hombre que tiene amigos en el Gobierno. Y, sin embargo, busca a un comunista que participó en la guerra. Perdone, pero me parece muy raro.
– Yo trabajaba en la Cruz Roja; éramos un organismo neutral.
Él esbozó una sonrisa amarga.
– Tuvo suerte. No hay ningún español que haya podido ser neutral durante mucho tiempo. -La miró detenidamente-. O sea que no es contraria a la Nueva España.
– No. El general Franco venció, y eso es lo que hay. Gran Bretaña no es enemiga de España. -«Al menos por el momento», pensó.
– Perdone -dijo Luis extendiendo las manos en un repentino gesto de disculpa-. Es que he de proteger mi propia situación, tengo que andarme con cuidado. ¿Su marido no sabe nada de esta… búsqueda?
– No.
– Pues procure que todo siga igual, señora. Si sus investigaciones trascendieran, podrían causarle problemas.
– Lo sé -reconoció Barbara. El corazón le empezaba a latir de emoción. Si él no tuviera ninguna información, no se habría mostrado tan precavido y cauteloso. Pero ¿de cuánto estaría al corriente? ¿Dónde lo habría encontrado Markby?
Luis volvió a mirarla con interés.
– Supongamos que usted encuentra a este hombre, señora Forsyth. ¿Qué desearía hacer en tal caso?
– Desearía que lo repatriaran. En su calidad de prisionero de guerra, tendrían que devolverlo a casa. Eso es lo que dice la Convención de Ginebra.
Luis se encogió de hombros.
– No es así como el Generalísimo ve las cosas. No le gustaría que un hombre que vino a nuestro país para combatir españoles fuera devuelto a casa sin más. Y, en caso de que se insinuara públicamente la existencia de prisioneros de guerra en España, puede que semejantes prisioneros desaparecieran. ¿Me comprende?
Ella lo miró directamente a los ojos, profundos e impenetrables.
– ¿Qué es lo que sabe? -le preguntó.
Él se inclinó hacia delante. Un olor áspero a carne escapaba de su boca. Barbara hizo un esfuerzo para no echarse hacia atrás.
– Mi familia es de Sevilla -dijo-. Cuando las tropas de Franco tomaron la ciudad, mi hermano y yo fuimos reclutados y nos pasamos tres años luchando contra los rojos. Después de la victoria, parte del ejército se disolvió, pero algunos de nosotros tuvimos que quedarnos, y a Agustín y a mí nos destinaron a servicios de guardia en un campo cerca de Cuenca. ¿Sabe usted dónde está eso?
– Markby me lo comentó. De camino a Aragón, ¿verdad?
Luis asintió con la cabeza.
– Así es. Donde están las famosas «casas colgadas».
– ¿Las qué?
– Son unas casas viejas construidas justo al borde de una garganta que discurre al lado de la ciudad y que parecen colgar por encima de ella. A algunos les parecen preciosas. -Suspiró-. Cuenca está en la zona más elevada de la meseta… te mueres de calor en verano y te congelas de frío en invierno. Ésta es la única época del año soportable; la nieve y las heladas no tardarán en llegar. Yo pasé dos inviernos allí y le aseguro que tuve más que suficiente.
– ¿Cómo es ese campo?
Luis se revolvió de nuevo en su asiento y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
– Un campo de trabajos forzados. Uno de los campos que no existen oficialmente. Éste era para los prisioneros de guerra republicanos. A unos ocho kilómetros de Cuenca, allá arriba, en Tierra Muerta.
– ¿Dónde?
– En una zona de colinas peladas al pie de los montes de Valdemeca. Así es como la llaman.
– ¿Cuántos prisioneros?
Luis se encogió de hombros.
– Unos quinientos, más o menos.
– ¿Extranjeros?
– Unos cuantos. Polacos, alemanes, gente cuyos países no desean que vuelva.
Ella le sostuvo la mirada con firmeza.
– ¿Cuándo lo encontró el señor Markby? ¿Cuándo le contó usted todo esto?
Luis vaciló y se rascó las ásperas mejillas.
– Perdone, señora, eso no se lo puedo decir. Sólo le diré que algunos veteranos sin trabajo contamos con nuestros lugares de reunión y algunos tienen unos contactos que el Gobierno preferiría que no tuvieran.
– ¿Con periodistas extranjeros, por ejemplo, para venderles historias?
– No puedo decirle más -contestó él. Pareció lamentarlo sinceramente y volvió a recuperar su anterior aspecto de persona muy joven.
Ella asintió con la cabeza, respiró hondo y notó que se le formaba un nudo en la garganta.
– ¿Cómo eran las condiciones en el campo?
Luis sacudió la cabeza.
– No muy buenas. Unas barracas de madera rodeadas por una alambrada de púas. Tiene que comprenderlo; a esa gente jamás la pondrán en libertad. Trabajan en canteras y arreglan carreteras. No hay suficiente comida. Muchos mueren, que es lo que el Gobierno quiere que ocurra con todos.
Barbara se esforzó por conservar la calma. Tenía que comportarse como si Luis fuese un funcionario extranjero que estuviera hablándole de un campo de refugiados sobre el cual ella necesitaba información. Sacó una cajetilla de cigarrillos y se la ofreció.
– ¡Cigarrillos ingleses! -Luis encendió uno y saboreó el humo, cerrando los ojos. Cuando volvió a mirarla, la expresión de su rostro era dura e implacable-. ¿Era fuerte su brigadista, señora Forsyth?
– Sí, lo era. Un hombre fuerte.
– Sólo los fuertes sobreviven.
Barbara sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos y parpadeó para contenerlas. Era la clase de cosa que él le habría dicho si la estuviera engañando; habría intentado apelar a sus emociones. Y, sin embargo, su relato sonaba a verdadero. Hurgó en su bolso, sacó la fotografía de Bernie y la deslizó sobre la mesa hacia Luis, que la estudió un momento y negó con la cabeza.
– No recuerdo su rostro, pero ahora no tendría el mismo aspecto. No estábamos autorizados a hablar con los prisioneros, sólo a darles órdenes. Pensaban que sus ideas podían contaminarnos. -La miró detenidamente a los ojos-. Pero nosotros, los soldados, los admirábamos, sobre todo por su manera de seguir adelante pese a todo.
– ¿No recuerda el nombre de Bernie Piper?
Luis sacudió la cabeza y volvió a estudiar la fotografía.
– Recuerdo a un extranjero rubio que era uno de los comunistas. A casi todos los prisioneros ingleses los devolvieron a casa… su Gobierno trató de recuperarlos. Pero algunos de los que fueron dados por desaparecidos acabaron en Cuenca. -Volvió a deslizar la fotografía sobre la mesa-. A mí me licenciaron esta primavera, pero mi hermano se quedó. -Luis miró a Barbara de modo significativo-. Puede conseguir información si se lo pido. Pero tendría que visitarlo, ya que censuran la correspondencia. -Guardó silencio.
Ella le preguntó sin rodeos:
– ¿Cuánto costará?
Luis esbozó una sonrisa triste.
– Es usted muy directa, señora. Creo que, por trescientas pesetas, Agustín podría decirnos si ese hombre era un prisionero del campo o no.
Trescientas. Barbara tragó saliva con dificultad, pero no permitió que su rostro dejara traslucir nada.
– ¿Cuánto tardaría? He de saberlo cuanto antes. Si España entra en guerra, tendré que irme.
Él asintió con la cabeza, con aire súbitamente práctico.
– Deme una semana. Visitaré a Agustín el próximo fin de semana. Pero ahora necesitaré un poco de dinero, un anticipo.
Ella enarcó las cejas, y Luis se ruborizó de repente con expresión avergonzada.
– Es que no tengo dinero para el tren.
– Ah, comprendo.
– Necesitaré cincuenta pesetas. No, no saque la cartera aquí, démelas fuera.
Barbara miró hacia la barra. El cojo y su amigo estaban profundamente enzarzados en una conversación y la dueña atendía a otro cliente; pero intuyó que todos estaban pendientes de ella. Respiró hondo.
– ¿Y qué haremos si Bernie está allí? Ustedes no podrán liberarlo.
Luis se encogió de hombros.
– Quizá fuera posible, pero en cualquier caso es muy difícil. -Hizo una pausa-. Muy caro.
De modo que era eso. Barbara lo miró y pensó que quizá no sabía nada y le había dicho a Markby lo que éste quería escuchar, y que ahora le estaba repitiendo la misma historia a aquella inglesa rica.
– ¿Cuánto? -preguntó Barbara.
Luis sacudió la cabeza.
– Cada cosa a su tiempo, señora. Primero, comprobemos si se trata de él.
Barbara asintió con la cabeza.
– Para usted es cuestión de dinero, ¿verdad? Deberíamos saber por dónde vamos.
Luis frunció levemente el entrecejo.
– Usted no es pobre -observó.
– Puedo conseguir dinero. Un poco.
– Yo sí soy pobre. Como todo el mundo lo es ahora en España. ¿Sabe usted la edad que yo tenía cuando me reclutaron? Dieciocho. Perdí los mejores años de mi vida. -Lo dijo con amargura; después suspiró y bajó los ojos un momento para al instante volver a fijarlos en los de ella-. No he tenido trabajo desde que dejé el ejército en primavera, sólo un poco en las carreteras, y muy mal pagado. Mi madre está enferma en Sevilla y yo no puedo hacer nada para ayudarla. Si tengo que ayudarla, señora, si tengo que buscar una información muy difícil de encontrar, comprenderá usted que… -Apretó fuertemente los labios y la miró con expresión desafiante.
– Muy bien -se apresuró a decir Barbara en tono conciliador-. Si usted consigue averiguar qué sabe Agustín, le daré lo que me pide. Lo conseguiré como sea.
Probablemente le sería fácil conseguir las trescientas, pero era mejor que él no lo supiese.
Luis asintió con la cabeza. Miró alrededor y después contempló a través de la ventana la calle envuelta en las sombras del ocaso. Acto seguido, volvió a inclinarse hacia delante.
– Iré a Cuenca este fin de semana -dijo-. Volveré a reunirme aquí con usted dentro de una semana, a las cinco de la tarde. -Se levantó y se inclinó ante ella. Barbara observó que su chaqueta tenía un agujero enorme en el codo.
Fuera, él volvió a estrecharle la mano y ella le entregó cincuenta pesetas. Mientras se alejaba, Barbara acarició la fotografía de Bernie. Pero no podía hacerse demasiadas ilusiones, tenía que andarse con cuidado. Su mente daba vueltas sin cesar. El hecho de que Bernie hubiera sobrevivido, cuando miles de hombres habían muerto, y de que Markby hubiera encontrado la manera de llegar hasta él sería una increíble coincidencia. Y, sin embargo, Markby había conseguido averiguar que todos los extranjeros eran enviados a Cuenca; después había buscado a un guardia de allí… Lo único que haría falta serían dinero y contactos entre los miles de soldados dados de baja que estaban en Madrid. Tenía que volver a ponerse en contacto con Markby y preguntarle. En caso de que Luis dijera que Bernie estaba vivo, ella podría armar un escándalo en la embajada. ¿Podría? Decían que la embajada trataba desesperadamente de mantener a Franco al margen de la guerra. Recordaba lo que le había dicho Luis acerca de los prisioneros que podrían desaparecer en caso de que se hicieran averiguaciones inoportunas.
Cruzó la Plaza Mayor apurando el paso para llegar al centro antes de que oscureciera. Y, de pronto, se detuvo en seco. La guerra había terminado en abril de 1939. En caso de que Luis hubiera abandonado el ejército aquella primavera de 1940, era imposible que hubiese pasado dos inviernos en el campo.
Llovía a cántaros desde hacía veinticuatro horas. Era una lluvia persistente que caía en vertical desde un cielo sin viento, para arremolinarse y gorgotear sobre los adoquines. También hacía más frío. Harry había encontrado un edredón en el apartamento y lo había extendido sobre la amplia cama de matrimonio.
Aquella mañana tenía que acudir al Ministerio de Comercio con Hillgarth, su primera salida en calidad de intérprete. Se alegraba de poder hacer algo finalmente.
Lo habían integrado en la vida de la embajada. El jefe del departamento de traducción, Weaver, había examinado sus conocimientos de español en su despacho. Era un hombre alto y delgado, de aspecto aristocrático.
– Muy bien -dijo, utilizando un lánguido tono de voz tras haber pasado media hora conversando con Harry-. Podrá hacerlo.
– Gracias, señor -dijo Harry sin la menor inflexión de voz.
Le molestaba la altiva indolencia de Weaver, que suspiró y añadió:
– Al embajador no le gusta que la gente de Hillgarth intervenga en las tareas habituales, pero qué le vamos a hacer. -Miró a Harry como si éste fuera un animal exótico.
– Sí, señor -contestó Harry.
– Lo acompañaré a su despacho. Hemos recibido unos comunicados de prensa con los que ya puede empezar a trabajar.
Acompañó a Harry a un pequeño despacho. Un escritorio maltrecho ocupaba casi todo el espacio y había varios comunicados de prensa españoles amontonados encima del papel secante. Llegaban con regularidad, y Harry se pasó los tres días siguientes muy ocupado. No volvió a ver a Hillgarth, pero Tolhurst aparecía de vez en cuando por el despacho para ver qué tal le iba.
Tolhurst le caía bien, por su modestia y sus comentarios irónicos; no así la mayoría del personal de la embajada, que despreciaba a los españoles: la desolada pobreza que Harry había visto y que tanto lo deprimía parecía divertir a algunos. Casi todas las tiendas de alimentación de Madrid ostentaban en su exterior unos letreros que rezaban «No hay…». «No hay…» patatas, lechuga, manzanas, lo que fuera. La víspera, en la cantina, Harry había oído que dos miembros del personal del agregado cultural se tomaban a broma el que todavía no hubiera heno para los pobres asnos, y había experimentado un inesperado arrebato de cólera. Sin embargo, bajo aquella insensibilidad, Harry adivinaba el temor de que Franco se incorporara a la guerra. Todo el mundo analizaba los periódicos a diario. En aquellos momentos, la visita de Himmler era objeto de una inquietud generalizada: ¿llegaría sencillamente para discutir cuestiones de seguridad, o habría algo más?
Hillgarth pasó a recogerlo a las diez por su apartamento en un impresionante automóvil norteamericano, un Packard conducido por un chófer inglés. Harry se había puesto su chaqué, que había planchado cuidadosamente la noche anterior; Hillgarth volvía a vestir su uniforme de capitán.
– Vamos a ver al subsecretario de Comercio, el general Maestre -explicó Hillgarth, contemplando la lluvia con los ojos entornados-. Tengo que confirmar qué petroleros serán autorizados a entrar por parte de la Royal Navy. También quiero hacerle alguna pregunta sobre Carceller, el nuevo ministro del ramo.
Tamborileó un momento con los dedos sobre el brazo del asiento, pensativo. La víspera se había anunciado toda una serie de cambios en el gabinete; Harry había traducido los correspondientes comunicados de prensa. Los cambios favorecían a la Falange: el cuñado de Franco Serrano Súñer había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores.
– Maestre no tiene nada de malo -añadió Hillgarth-. Pertenece a la vieja escuela. Es primo de un duque.
Harry miró por la ventanilla. La gente caminaba inclinada bajo la lluvia, los obreros con sus monos de trabajo y las mujeres con la cabeza cubierta por los perennes chales negros. Nadie tenía prisa; ya estaban todos empapados. Tolhurst le había dicho que era imposible encontrar paraguas, incluso en el mercado negro. Al pasar por delante de una panadería, Harry observó que un grupo de mujeres vestidas de negro esperaba bajo la lluvia. Muchas iban acompañadas de escuálidos chiquillos, y a través de la cortina de agua Harry vio los hinchados vientres propios de la desnutrición. Las mujeres se apiñaban delante de la puerta, aporreándola y llamando a gritos a alguien que se encontraba al otro lado.
Hillgarth soltó un gruñido.
– Corren rumores de que han traído patatas. Seguramente el hombre tiene unas pocas y las guarda para el mercado negro. El organismo encargado del abastecimiento ofrece tan poco a los productores de patatas que éstos no quieren vendérselas. Por eso la Junta de Abastos se queda con parte de la cosecha antes de que ellos las revendan.
– ¿Y Franco lo permite?
– No puede impedirlo. La Junta es un organismo de la Falange. Corrupto hasta la raíz. Habrá carestía como no se anden con cuidado. Pero es lo que tienen las revoluciones: la escoria siempre asciende a lo más alto.
Pasaron por delante del edificio de las Cortes, cerrado y desierto, y entraron en el patio del Ministerio de Comercio. Un guardia civil les hizo señas desde el otro lado de la entrada.
– ¿Y esto es una revolución? -preguntó Harry-. Más bien parece… no sé cómo llamarlo… una ruina.
– Pues es una revolución en toda regla, al menos para los falangistas. Quieren un estado como el de Hitler. Tendría usted que ver con qué gente hemos de tratar. Se le ponen a uno los pelos de punta. A su lado, los libros que yo escribía parecen un juego de niños.
En un despacho de paredes revestidas de madera, bajo un enorme retrato de Franco los esperaba un hombre vestido con uniforme de general, con la raya del pantalón impecablemente planchada. Tenía cincuenta y pocos años y era alto y bien plantado. En su rostro moreno brillaban unos ojos castaño claro. El ralo cabello negro estaba cuidadosamente peinado para disimular la calva. Un hombre más joven vestido de paisano permanecía a su lado con semblante inexpresivo.
El militar sonrió y estrechó cordialmente la mano de Hillgarth, hablándole en español con su bien timbrada voz. Su compañero más joven tradujo sus palabras.
– Mi querido capitán, me alegro de verlo.
– Y yo de verlo a usted, mi general. Hoy seguramente podremos entregarle los certificados.
Hillgarth miró a Harry, y éste repitió sus palabras en español.
– Muy bien. Entonces ya se podría dar por resuelto el asunto. -Maestre le dedicó a Harry una breve sonrisa-. Veo que tiene usted un nuevo intérprete. Espero que al señor Greene no le haya ocurrido nada malo.
– Tuvo que regresar a casa por problemas familiares.
El general Maestre asintió con la cabeza.
– Vaya, cuánto lo siento. Espero que su familia no haya sido víctima de los bombardeos.
– No. Asuntos personales.
Se sentaron alrededor del escritorio. Hillgarth abrió su cartera de documentos y sacó los certificados que iban a permitir que determinados petroleros entrasen escoltados por la Marina británica. Hillgarth y Maestre los estudiaron y comprobaron fechas, rutas y tonelaje. Harry traducía las palabras de Hillgarth al castellano, y el joven español traducía las respuestas de Maestre al inglés. Harry tuvo un pequeño problema con uno o dos términos técnicos, pero Maestre se mostró amable y comprensivo con él. Aquel militar no se parecía a lo que Harry esperaba que fuera un alto cargo del régimen de Franco.
Al final, Maestre recogió los documentos y soltó un suspiro teatral.
– Ay, capitán, si usted supiera cómo se enfadan algunos de mis colegas por el hecho de que España tenga que pedir permiso a la Marina británica para importar artículos de primera necesidad. Es un insulto a nuestro orgullo, ¿sabe?
– Inglaterra está en guerra, señor; tenemos que asegurarnos de que nada importado por un país neutral sea vendido posteriormente a Alemania.
El general le pasó los certificados a su traductor.
– Fernando, encárguese de enviarlos al Ministerio de Marina.
El joven pareció vacilar por un instante, pero Maestre lo miró enarcando las cejas y entonces hizo una reverencia y se retiró. El general se relajó de inmediato.
– Así me lo quito de encima -dijo en un inglés perfecto. Al ver que Harry lo miraba boquiabierto, sonrió y añadió-: Pues sí, señor Brett, hablo inglés. Estudié en Cambridge. Este joven está aquí para impedir que diga cosas que no debo. Uno de los hombres de Serrano Súñer. El capitán ya sabe a qué me refiero.
– Lo sé perfectamente, señor subsecretario. Brett también estudió en Cambridge.
– ¡No me diga! -Maestre lo miró con interés y después sonrió con expresión nostálgica-. Durante la guerra, cuando luchábamos contra los rojos en la Meseta, en medio del calor y las moscas, yo solía recordar mis días en Cambridge: las frías aguas del río, los soberbios jardines, todo tan tranquilo y majestuoso. Necesitas estas cosas en la guerra para conservar la cordura. ¿En qué colegio estuvo usted?
– En el King's, señor.
Maestre asintió con la cabeza.
– Yo estuve un año en Peterhouse. Me pareció maravilloso. -Sacó una pitillera de oro-. ¿Fuma usted?
– No, gracias.
– ¿Alguna noticia sobre el nuevo ministro? -preguntó Hillgarth.
Maestre se echó hacia atrás en su asiento y exhaló una nube de humo.
– No se preocupe por Carceller -dijo-. Tiene muchas ideas falangistas… -Hizo una mueca de desdén-. Pero en el fondo es un pragmático.
– Sir Sam se alegrará de ello.
El general asintió lentamente con la cabeza. Después se volvió hacia Harry con una sonrisa cortés.
– Bien, joven, ¿cómo ve usted España?
Harry titubeó.
– Llena de sorpresas -respondió.
– Pasamos por delante de una larga cola de mujeres que esperaba a la entrada de una panadería -intervino Hillgarth-. Se habían enterado de que allí tenían patatas.
Maestre sacudió la cabeza con expresión de desaliento.
– Estos falangistas serían capaces de provocar una carestía en el Jardín del Edén. ¿Conoce usted el nuevo chiste, Alan? Hitler se reúne con Franco y le pregunta cómo matar de hambre a Inglaterra para que se rinda, porque con los submarinos alemanes no tienen suficiente. Franco le contesta: «Mein Führer, yo les enviaré mi Junta de Abastos. En tres semanas pedirán a gritos firmar la rendición.»
Hillgarth y Maestre rieron y Harry los imitó sin estar muy convencido. Maestre lo miró, inclinando levemente la cabeza.
– Disculpe, señor, los españoles tenemos cierto sentido negro del humor. Así es como podemos hacer frente a nuestros problemas; aunque no tendría que hacer bromas sobre las dificultades de Inglaterra.
– Bueno, vamos tirando -comentó Hillgarth, conciliador.
– Me han dicho que, cuando le preguntaron a la reina si sus hijos abandonarían Londres a causa de los bombardeos, ella contestó… ¿Qué fue lo que dijo?… ¡Ah, sí!: «No se irán sin mí, yo no me iré sin el rey, y el rey no se irá».
– Sí, en efecto.
– Una mujer extraordinaria. -Maestre miró a Harry con una sonrisa-. Qué estilo. Tiene duende.
– Gracias, señor.
– Y ahora a los italianos les están pegando una paliza en Grecia. La tortilla acabará por volverse. Juan March lo sabe muy bien. -El general enarcó una ceja al mirar a Hillgarth y después se volvió de nuevo hacia Harry-. Señor Brett, dentro de diez días daré una fiesta en honor de mi hija, que cumple dieciocho años. Es mi única hija. En estos momentos hay tan pocos jóvenes apropiados… No sé si a usted le apetecería venir. Estaría muy bien que Milagros conociera a un joven de Inglaterra. -El general sonrió con inesperada ternura al mencionar el nombre de su hija.
– Gracias, señor. Si… mmm… los compromisos de la embajada lo permiten…
– ¡Estupendo! Estoy seguro de que sir Sam podrá prescindir de usted por una noche. Me encargaré de que le envíen una invitación. Y eso de los Caballeros de San Jorge ya lo discutiremos más tarde, capitán.
Hillgarth miró rápidamente a Harry y después sacudió imperceptiblemente la cabeza en dirección a Maestre.
– Sí, más tarde.
El general titubeó, luego asintió enérgicamente con la cabeza y estrechó la mano de Harry.
– Y ahora siento mucho tener que dejarlos. Ha sido un gran placer conocerlo. Hay una ceremonia en el palacio: el embajador italiano va a imponer una nueva condecoración al Generalísimo. -Soltó una carcajada-. Demasiados honores; tantos que Il Duce lo abruma.
Había dejado de llover. Hillgarth cruzó con semblante pensativo el aparcamiento.
– Este nombre que Maestre ha mencionado, Juan March, ¿lo conoce?
– Es un hombre de negocios español. Contribuyó a financiar a Franco durante la guerra. Un estafador, según tengo entendido.
– Bueno, pues olvídese de que ha oído su nombre, ¿de acuerdo? Y olvídese también de los Caballeros de San Jorge; es un asunto privado en el que está implicada la embajada. ¿De acuerdo?
– No diré nada, señor.
– Buen chico. -Hillgarth pareció aliviado-. Tiene usted que ir a esa fiesta y relajarse un poco. Conocerá a unas cuantas señoritas. Bien sabe Dios la poca vida social que hay en Madrid. Los Maestre son una familia importante. Emparentada con los Astor.
– Gracias, señor, puede que vaya. -Harry se preguntó de qué clase de fiesta se trataría.
El chófer esperaba dentro del coche, leyendo un ejemplar del Daily Mail de una semana de antigüedad. En el momento de subir al automóvil, Harry echó un vistazo a la primera plana. Las incursiones aéreas alemanas se alejaban de Londres y Birmingham había sufrido un duro bombardeo. Se trataba de la ciudad natal de Barbara. Harry recordó a la mujer que había visto unas noches antes. No podía ser ella. A esas alturas seguro que ya había regresado a casa. Confiaba en que estuviera a salvo.
– La hija de Maestre es muy guapa -dijo Hillgarth mientras iban de camino a la embajada-. Una auténtica belleza española… ¡se lo digo yo!
De pronto, ambos se vieron lanzados hacia delante cuando el vehículo experimentó la brusca sacudida de un frenazo. Estaban girando en la calle Fernando el Santo, donde se encontraba la sede de la embajada. La calle, habitualmente tranquila, estaba llena de gente que gritaba desaforadamente. El chófer perdió los estribos:
– Pero ¿qué demonios es eso?
Eran falangistas, la mayoría de ellos jóvenes con brillantes camisas azules y boinas rojas, que gritaban brazo en alto a modo de saludo fascista. Agitaban unas pancartas en las que se leía: «¡Gibraltar español!»
Los guardias civiles que siempre montaban guardia ante la embajada habían desaparecido.
– ¡Abajo Inglaterra! -gritaban-. ¡Viva Hitler, viva Mussolini, viva Franco!
– ¡Oh, no! -exclamó Hillgarth en tono de cansancio-. Otra manifestación, no.
Alguien de entre los manifestantes señaló el vehículo con el dedo, y los falangistas que estaban más cerca de ellos se volvieron y les gritaron sus consignas, mirándolos con rostros desencajados mientras extendían y doblaban los brazos como si fueran metrónomos. Una piedra se estrelló contra el capó.
– Siga adelante, Potter -dijo Hillgarth con firmeza.
– ¿Está seguro, señor? Esto tiene mala pinta.
– No es más que puro espectáculo. Le digo que siga, hombre.
El chófer avanzó muy lentamente entre los manifestantes y el muro de la embajada. La mitad de ellos eran adolescentes que vestían el uniforme de la Falange Juvenil, copia del de las Juventudes Hitlerianas, sólo que sus camisas eran azules en lugar de pardas y las chicas llevaban unas faldas amplias, mientras que los chicos iban en pantalón corto. Uno de estos últimos tenía un tambor que empezó a aporrear enérgicamente. Su gesto enardeció a la muchedumbre y algunos muchachos alargaron los brazos y empezaron a zarandear el automóvil. Otros siguieron su ejemplo, mientras que Hillgarth y Harry brincaban en el interior y el vehículo seguía avanzando muy despacio. Harry experimentó una sensación de repugnancia: eran poco más que niños.
– Suélteles un bocinazo -ordenó Hillgarth.
Sonó la bocina y un falangista un poco más veterano se abrió paso entre los manifestantes e hizo señas a los jóvenes de que se apartaran del vehículo.
– ¿Lo ve? -dijo Hillgarth-. Sencillamente se estaban dejando llevar por un exceso de entusiasmo.
Un muchacho alto y corpulento de unos diecisiete años se entregó a un paroxismo de furia y, abriéndose paso entre la multitud, se situó al lado del vehículo y empezó a lanzar insultos en inglés a través de la ventanilla:
– ¡Muerte al rey Jorge! ¡Muerte al cerdo judío de Churchill!
Hillgarth rió, pero Harry se echó hacia atrás asqueado ante la ridiculez de los silbidos que otorgaban a los manifestantes una apariencia aún más desagradable.
– ¿Dónde están los guardias civiles? -preguntó.
– Les habrán aconsejado que se vayan a dar un paseo, supongo. Éstas son las huestes de Serrano Súñer. Bueno, Potter, acérquese a la entrada. Cuando bajemos, Brett, procure mantener el tipo. No les haga caso.
Harry siguió a Hillgarth y puso un pie en la acera. Los gritos arreciaron, y se sintió expuesto al peligro y repentinamente asustado. El corazón le empezó a latir con fuerza. Los falangistas proferían gritos contra ellos desde el otro lado del automóvil mientras el joven enfurecido seguía aullando en inglés.
– ¡Que se hundan los barcos ingleses! ¡Muerte a los judíos bolcheviques!
Otra piedra voló desde el otro lado de la calle y rompió un cristal de la puerta de la embajada. Harry retrocedió y tuvo que reprimir el impulso de agacharse.
Hillgarth cogió el tirador de la puerta.
– Maldita sea, está cerrada.
La sacudió y entonces vio moverse una figura en el oscuro interior, hasta que apareció Tolhurst corriendo agachado hacia la puerta. Una vez allí, éste empezó a manipular torpemente el pestillo.
– ¡Vamos, Tolly! -le gritó Hillgarth-. Manténgase firme, por el amor de Dios, ¡no son más que una pandilla de gamberros!
De pronto, el chófer gritó:
– ¡Miren allí!
Harry volvió la cabeza y distinguió algo que volaba por los aires. Sintió un fuerte golpe en el cuello y se tambaleó. Él y Hillgarth levantaron los brazos, mientras un objeto de color blanco giraba alrededor de sus cabezas casi asfixiándolos en medio de los gritos de júbilo de la multitud. Por un instante, Harry vio volar una especie de arena roja por el aire.
Se abrió la puerta de la embajada y Hillgarth entró agachado. Tolhurst tendió la mano, cogió a Harry del brazo y lo atrajo hacia el interior con una fuerza sorprendente. Cerró nuevamente la puerta y los miró boquiabierto. Harry se pasó las manos por el cuello y los hombros pero no encontró heridas ni magulladuras, sólo un polvillo blanco. Se apoyó contra un escritorio y respiró hondo. Hillgarth se olfateó la manga y soltó una carcajada.
– ¡Harina! ¡No es más que harina!
– ¡Desvergonzados hijos de puta! -exclamó Tolhurst.
– ¿Está Sam al corriente de todo eso? -El rostro de Hillgarth reflejaba una intensa emoción.
– Ahora mismo está llamando al Ministerio del Interior, señor. ¿Están ustedes bien?
– Sí. Vamos, Brett, tenemos que limpiarnos.
Soltando otra risita, Hillgarth se encaminó hacia una puerta interior. Fuera, la multitud seguía riéndose de su hazaña y el enloquecido joven insistía en sus desvaríos. Tolhurst miró a Harry.
– ¿Se encuentra bien?
Harry todavía temblaba.
– Sí… sí, perdón.
Tolhurst lo cogió del brazo.
– Venga, lo acompañaré a mi despacho. Allí tengo un cepillo para la ropa.
Harry se dejó llevar.
El despacho de Tolhurst era aún más pequeño que el de Harry. Sacó un cepillo del cajón de su escritorio.
– De todos modos, aquí tengo un traje de recambio. Le irá un poco grande, pero creo que lo ayudará a salir del paso.
– Gracias.
Harry eliminó con el cepillo buena parte de la harina. Se encontraba mejor y había recuperado la calma, aunque seguía oyendo los gritos procedentes de la calle. Tolhurst miró por la ventana.
– Vendrá la policía y los dispersará enseguida. Serrano Súñer ha conseguido dejar clara su postura. Y sir Sam le está echando una bronca por teléfono.
– ¿La manifestación no le ha provocado una crisis de pánico?
Tolhurst sacudió la cabeza.
– No, hoy está en plena forma, no hay ni rastro de pánico. Uno nunca sabe cómo va a reaccionar.
– Yo he sufrido un amago de pánico al caérseme encima toda esta harina -dijo Harry, mirando tímidamente alrededor-. No sabía lo que era. Por un instante me vi de nuevo en Dunkerque. Lo siento, habrá pensado que soy un cobarde.
Tolhurst pareció sentirse un tanto incómodo.
– No -dijo-. De ninguna manera. Sé lo que es la neurosis de guerra, mi padre la sufrió al final de sus días. -Vaciló por un instante y agregó-: El año pasado no permitieron que el personal de la embajada se alistara, ¿sabe? Me temo que suspiré aliviado. -Encendió un cigarrillo-. No soy precisamente lo que se dice un héroe. Me encuentro más a gusto sentado detrás de un escritorio, si he de serle sincero. No sé cómo me las habría arreglado con lo que usted tuvo que sufrir.
– Uno nunca sabe lo que es capaz de hacer hasta que llega el momento.
– Supongo que es así.
– El capitán Hillgarth parece muy valiente.
– Sí, creo que le encanta el peligro. Hay que admirar semejante valor, ¿no cree?
– Ésta fue una pequeña crisis de pánico comparada con la que tuve hace un par de meses.
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Bien. Muy bien. -Se volvió hacia la ventana-. Vamos a ver qué hacen. No hay pan y, sin embargo, arrojan harina. Apuesto a que la han sacado de los almacenes del Auxilio Social; la Falange es la responsable de la alimentación de los pobres.
Harry se situó a su lado y contempló el agitado mar de camisas azules.
– Menos mal que no hay patatas, ¿eh?
– ¿Sabe que enviamos a Londres unas muestras del pan del racionamiento para que las analizaran? Los científicos dijeron que no eran aptas para el consumo humano; la harina estaba adulterada nada menos que con serrín. Y, sin embargo, ellos se permiten el lujo de arrojarnos a nosotros harina blanca de la buena.
– Seguro que los peces gordos de la Falange no comen serrín.
– Eso por descontado.
– Gritaban consignas antisemitas. No sabía que la Falange fuera partidaria de todo eso.
– Ahora sí. Lo hacen, como Mussolini, para complacer a los nazis.
– Cabrones -masculló Harry con repentina furia-. Después de Dunkerque solía preguntarme qué sentido tenía seguir adelante con los combates; pero luego ves estas cosas… El fascismo es así. Arroja a unos matones que son prácticamente críos contra personas inocentes. Después bombardea a la población civil y ametralla a los soldados que se baten en retirada. Santo Dios, cuánto los aborrezco.
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Pues sí. Pero aquí no tenemos más remedio que tratar con ellos. Por desgracia. -Señaló hacia abajo con un dedo-. Mire a ese idiota.
El chico que profería insultos en inglés se había apoderado de una de las pancartas que rezaban «Gibraltar español» y paseaba arriba y abajo por delante de la embajada con jactanciosa arrogancia militar, mientras la multitud lo jaleaba. Era un muchacho alto y apuesto, perteneciente probablemente a una familia de clase media.
Se abrió la puerta e irrumpió la figura nervuda del embajador. Parecía furioso.
– ¿Está usted bien, Brett?
– Sí, señor, gracias. Sólo era harina.
– ¡No toleraré que mi personal sea atacado! -La voz de Hoare temblaba de cólera.
– Estoy bien, señor, lo digo en serio.
– Sí, sí, sí, pero es el principio. -El embajador respiró hondo-. Creo que Stokes lo anda buscando, Tolhurst -añadió, señalando la puerta con la cabeza.
– Sí, señor. -Tolhurst se marchó de inmediato.
El embajador miró a través de la ventana, soltó un bufido y se volvió de nuevo hacia Harry. Lo observó de manera calculadora.
– Hillgarth me ha hablado de la reunión de esta mañana. Maestre es un bocazas. Las cosas que ha dicho acerca de Juan March y los Caballeros de San Jorge no debe usted comentarlas con nadie. Lo que hacemos aquí tiene multitud de facetas. Constituyen la base de lo que necesitamos saber, ¿comprende?
– Sí, señor, ya le he dicho al capitán que no comentaría nada.
– Buen chico. Me alegro de que esté bien. -Hoare le dio a Harry una palmada en el hombro y contempló con desagrado la harina que le había quedado en la mano-. Dígale a Tolhurst que mande limpiar todo esto.
Una vez a solas, Harry se sentó. Se sentía terriblemente cansado y le zumbaban los oídos. Volvió a recordar Dunkerque, después de que la bomba cayera a su lado. Había tratado de incorporarse. La arena que lo cubría estaba caliente y húmeda. No podía pensar debidamente, no podía ordenar sus pensamientos. Notó que alguien le tocaba el hombro y abrió los ojos. Un pequeño y vigoroso cabo permanecía inclinado sobre él.
– ¿Se encuentra bien, señor?
Harry apenas podía oírlo, algo raro le ocurría en los oídos. Se incorporó. Tenía el uniforme cubierto de arena ensangrentada y, a su alrededor, toda una especie de grumos rojos. Se percató de que era Tomlinson.
Dejó que el cabo lo arrastrara por la playa hasta el agua. El agua estaba helada, y él se puso a temblar de la cabeza a los pies.
– Tomlinson -dijo. Apenas podía oír su propia voz-. Qué trocitos tan pequeños…
El cabo lo cogió por los hombros, lo obligó a dar la vuelta y lo miró a los ojos.
– Vamos, señor, vamos al bote.
El cabo lo obligó a adentrarse un poco más en el agua. Otros hombres vestidos de caqui chapoteaban a su alrededor. Después, Harry levantó los ojos y vio el casco de madera marrón del bote. Le parecía muy alto. Dos hombres se inclinaron hacia abajo y lo agarraron por los brazos. Notó que volvía a elevarse en el aire y se desmayó.
Fue consciente de las voces que seguían gritando en el exterior. Se levantó y se acercó de nuevo a la ventana. Ahora el chico permanecía en posición de firmes con la pancarta al lado, lanzando improperios contra la embajada. Harry captó las palabras.
– ¡Muerte a los enemigos de España! ¡Muerte a los ingleses! ¡Muerte a los judíos!
El chico se detuvo en mitad de la frase. Abrió la boca y se ruborizó. Harry vio una mancha pequeña, oscura y redonda en la entrepierna de su pantalón corto. La mancha fue aumentando de tamaño y entonces Harry distinguió un brillante riachuelo que le bajaba por el muslo. Se había excitado hasta el extremo de orinarse encima. El chico se quedó rígido, mientras palidecía intensamente a causa del terror. Alguien gritó:
– ¡Lucas! ¡Lucas, continúa!
El muchacho, sin embargo, no se atrevía a moverse; de pronto, el que había quedado atrapado por la multitud era él. Harry miró hacia abajo.
– Te lo tienes bien merecido, pequeño hijo de puta -dijo en voz alta.
Poco después, los falangistas se dispersaron. Al final, el chico que se había orinado encima también tuvo que dar media vuelta y retroceder para reunirse con sus camaradas. Los otros le miraron los pantalones empapados y apartaron rápidamente los ojos. De todos modos, ya se estaban cansando; guardaron sus tambores y sus pancartas y se fueron. Harry se apartó de la ventana sacudiendo la cabeza. Se sentó al escritorio de Tolhurst, agradecido por el silencio. Tolhurst había sido sumamente amable. Le había sorprendido la fuerza de sus manos al arrastrarlo hacia dentro; debía de haber algo de músculo debajo de tanta grasa.
Miró alrededor. Un maltrecho escritorio, un viejo archivador y un armario. Había polvo en los rincones. El retrato del rey colgaba en la pared, pero no vio ninguna fotografía de carácter personal. Pensó en la fotografía de sus propios padres que ahora tenía en el apartamento. ¿Vivirían los padres de Tolhurst, se preguntó, o acaso la guadaña de la muerte también los había segado en la Gran Guerra? Cerró los ojos y, por un instante, volvió a ver la playa. La apartó de inmediato de sus pensamientos. Había actuado bien; no mucho antes, un incidente como aquél lo habría inducido a esconderse aterrorizado bajo una mesa.
Recordó el tiempo que había pasado en el hospital de Dover, el desengaño y la desesperación. Se había quedado parcialmente sordo y las enfermeras tenían que hablarle a gritos para que las oyera. Apareció un médico y le hizo unas pruebas. Este pareció mostrarse satisfecho. Se inclinó junto a la cama.
– Seguramente recuperará el oído -dijo-. El tímpano no ha sufrido daños graves. Ahora tiene que descansar, ¿comprende? Túmbese aquí y descanse.
– ¡Qué remedio! -contestó Harry levantando la voz, pero enseguida recordó que era él y no el médico quien estaba sordo, y entonces volvió a bajarla-. Si me levanto de la cama, me pongo a temblar.
– Es la conmoción. Eso también mejorará.
Y así había sido gracias a la determinación que lo sacó de la cama y de la sala y después lo indujo a salir al jardín. Pero ni su recuperación ni la victoria de las Fuerzas Aéreas en la batalla de Inglaterra pudieron sanar su sensación de airada vergüenza ante la retirada de Francia. Por primera vez en su vida, Harry ponía en tela de juicio lo que le habían enseñado en Rookwood, que las normas de allí eran buenas y acertadas e Inglaterra era un país destinado a gobernar el mundo. Ahora los fascistas ganaban en todas partes. Siempre los había odiado, del mismo modo que en la escuela siempre había odiado a los tramposos y a los matones. Eso le ofrecía algo a que aferrarse. Si los invadieran, él lucharía cuanto pudiera incluso por aquella Inglaterra rota y desgarrada. Por eso había respondido a esa llamada inoportuna de los espías, que le proponían trasladarse a España. Dio un brinco cuando se abrió la puerta y volvió a aparecer Tolhurst con un montón de papeles bajo el brazo.
– ¿Sigue ahí, Brett?
– Sí. Estaba mirando la trifulca. Uno de ellos se ha meado encima.
– Le ha estado bien empleado al muy cabrón. ¿Ahora ya se encuentra bien?
– Sí, estoy bien. Sólo necesitaba un minuto para reponerme. -Harry se levantó. Se miró el traje, todavía sucio de harina-. Tendría que cambiarme.
Tolhurst abrió el armario y sacó un arrugado traje oscuro y un sombrero de paño.
– Siempre digo que tengo que llevármelo para pasarle la plancha -dijo Tolhurst a modo de disculpa.
– No se preocupe. Gracias. Creo que me iré a casa, a menos que me necesiten para alguna otra cosa. Abajo no me queda ningún trabajo que hacer.
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Muy bien. Por cierto, la semana que viene habrá un cóctel para algunos de los funcionarios más jóvenes de la embajada. En el Ritz. Últimamente, se ha convertido en lugar de reunión de los nazis; haremos acto de presencia. ¿Por qué no va?
– Gracias. Me gustaría. Gracias, Tolhurst.
– Ah, me puedes llamar Tolly. Todo el mundo lo hace.
– Entonces tú llámame Harry.
– De acuerdo. Por cierto, si te vas a casa, no cojas el metro, ha habido otro corte de corriente.
– El paseo me sentará bien.
– Me encargaré de que te limpien la chaqueta.
– Gracias otra vez… mmm… Tolly.
Harry dejó a Tolhurst con su trabajo. Fuera seguía sin llover, pero un viento frío y áspero soplaba desde las montañas. Se puso el sombrero y se estremeció levemente al percibir la humedad pegajosa de la vieja brillantina Brylcreem. Se encaminó hacia el centro de la ciudad. En la Puerta del Sol vio un grupo de mendigos gitanos apretujados en un portal.
– Una limosna -le pidieron a gritos-. Una limosna, por el amor de Dios.
Siempre había habido mendigos en España, pero ahora estaban por todas partes. Si uno los miraba a los ojos, se levantaban y lo seguían, de modo que al final uno procuraba no fijarse en ellos directamente. Durante su período de instrucción le habían hablado de la visión periférica. «Utilícela para averiguar si lo siguen; es asombroso lo mucho que uno puede llegar a ver sin que la gente se entere de que la están observando.»
En la calle Toledo, un restaurante había sacado la basura a la calle. Los cubos estaban volcados y el contenido se había esparcido por la acera. Una familia rebuscaba entre los desperdicios en busca de comida. Había una anciana, una mujer más joven que parecía su hija y dos chiquillos de vientre hinchado. La joven quizás hubiera sido guapa en otros tiempos, pero ahora su cabello negro estaba grasiento y enmarañado y sus pálidas mejillas mostraban las típicas manchas rojas de la tuberculosis. Una niña recogió una piel de naranja, se la acercó a la boca y empezó a chuparla con ansia. La vieja tomó un hueso de gallina y se lo guardó en el bolsillo. Los viandantes volvían la cabeza para evitarlos; al otro lado de la calle, una pareja de guardias civiles los miraba desde la entrada de una tienda. Un sacerdote elegantemente vestido de negro apuró el paso y apartó la mirada.
La joven estaba inclinada hurgando en la basura, cuando una súbita ráfaga de viento le levantó el negro vestido por encima de la cabeza. Ella soltó un grito y se incorporó agitando los brazos para sujetarlo. No llevaba ropa interior y su escuálido cuerpo había quedado repentinamente al descubierto con su impresionante palidez, sus prominentes costillas y sus pechos fláccidos. La vieja se acercó a ella corriendo y trató de alisarle el vestido.
Los guardias civiles cobraron vida. Cruzaron rápidamente la calle y agarraron a la mujer. Uno de ellos tiró del vestido y se lo rasgó, pero consiguió volverlo a bajar y cubrir a la mujer. Ella cruzó los brazos sobre el pecho, temblando violentamente.
– ¿Qué haces? -le gritó a la cara uno de los guardias-. ¡Puta!
Era un sujeto alto de mediana edad, con bigote negro. La expresión de su rostro reflejaba furia e indignación.
– Ha sido un accidente. -La anciana se restregaba las manos-. Usted mismo lo ha visto, el viento… Por favor, ha sido un accidente.
– ¡Pues estos accidentes no pueden permitirse! -le gritó el guardia a la cara-. Hace un par de minutos ha pasado un sacerdote. -Tiró del brazo de la joven-. ¡Queda detenida por ofensa a la moral pública!
Ella se llevó las manos a la cara y rompió a llorar. La anciana permanecía de pie en actitud de súplica ante el guardia civil, juntando las manos como si rezara.
– Mi hija -imploró-. ¡Mi hija!
El guardia más joven parecía sentirse incómodo, pero el de más edad aún estaba furioso. Apartó a la mujer de un empujón.
– ¡Los demás, fuera de aquí! ¡Esos cubos de basura son propiedad privada! ¿Por qué no te buscas un trabajo? ¡Vete!
La anciana reunió a los niños y se quedó allí temblando, mientras los guardias civiles se llevaban medio a rastras a su hija. Asqueado, Harry los vio desaparecer entre los altos edificios de piedra.
Fue entonces cuando vio al hombre. Un sujeto bajito y delgado vestido con una chaqueta oscura y una camisa blanca sin cuello, que se escondió en la entrada de una tienda al advertir que Harry lo miraba. Éste se volvió y reanudó la marcha fingiendo no haberlo visto.
Más adelante, un policía municipal de casco blanco dirigía el tráfico desde el centro de la calle; los peatones estaban obligados a esperar a que él les permitiera cruzar a la acera opuesta, pero muchos se adelantaban a la señal aprovechando una distracción del guardia, exponiéndose a ser atropellados o a pagar una multa de dos pesetas. Harry se detuvo y miró a derecha e izquierda. El hombre estaba muy cerca, a diez pasos por detrás de él. Tenía el rostro pálido, cuadrado, de facciones sorprendentemente delicadas. Al advertir que Harry miraba en su dirección, vaciló por un instante; pero de inmediato reanudo la marcha y pasó rápidamente por su lado con la cabeza inclinada.
Harry cruzó la calle, entre un carro tirado por un asno y un antiguo modelo de la marca Ford. Quienquiera que fuese aquel hombre, no lo estaba haciendo muy bien. Experimentó una fría punzada de inquietud, pero enseguida recordó que le habían advertido que alguien lo seguiría, como a todos los funcionarios de la embajada. Y puesto que él era un funcionario novato, quizás el espía también lo fuese.
No volvió a mirar hacia atrás hasta que llegó al portal de su casa, aunque le costó no hacerlo. Se sentía tan furioso como asustado. Cuando al final se volvió, el que lo seguía ya había desaparecido. Subió la escalera y en el momento en que abría la puerta dio un respingo al oír una voz procedente del interior.
– ¿Eres tú, Harry?
Tolhurst estaba sentado en el sofá del salón.
– Perdona que haya entrado sin permiso, chico -continuó-. ¿Te he asustado? Es que he recibido un mensaje de Hillgarth, y quería que te lo transmitiese cuanto antes. Acababas de irte, de modo que decidí venir.
– Muy bien. -Harry se acercó a la ventana y miró hacia la calle-. Dios mío, no me lo puedo creer, está allí. Me están siguiendo, ven a ver.
– Bueno, pero no corras la cortina. -Tolhurst se puso a su lado y ambos contemplaron al joven de abajo. Paseaba arriba y abajo, rascándose la cabeza y mirando los números de las casas.
Tolhurst soltó una carcajada.
– Algunas de estas personas no sirven para nada -dijo.
– Espía por espía -susurró Harry.
– Es lo que suele hacerse. -Tolhurst lo miró con expresión muy seria-. Oye, ha habido un cambio de planes. El capitán Hillgarth quiere que pases ahora mismo a la acción con Forsyth; acude al Café Rocinante mañana por la tarde y mira a ver si puedes establecer contacto. Antes, a las nueve de la mañana, preséntate en la embajada para recibir instrucciones. -Lo miró fijamente y añadió-: ¿De acuerdo?
Harry respiró hondo.
– Sí-dijo, esbozando una sonrisa irónica-. Para eso he venido, ¿no?
– Muy bien. -Tolhurst señaló con la cabeza hacia la ventana-. Procura despistar a ese tipo.
– ¿A qué se ha debido el cambio de planes?
– Hitler va a visitar Francia, donde mantendrá una importante reunión con Pétain. Corren rumores de que después vendrá aquí. Por cierto, todo esto es secreto.
– Eso significa que Franco podría estar a punto de entrar en guerra -apuntó Harry con tono grave.
Tolhurst asintió con la cabeza.
– Al menos, se mueve en esa dirección. Tenemos que averiguar cuanto podamos acerca de todo.
– Sí -dijo Harry, resignado-, lo comprendo.
– Será mejor que vuelva a la embajada y le diga a Hillgarth que he conseguido hablar contigo. -Tolhurst contempló las paredes desnudas-. ¿Por qué no cubres todos estos espacios vacíos? Tenemos montones de cuadros en la embajada, si quieres unos cuantos. -Enarcó las cejas-. Seamos optimistas y pensemos que no a todos nos van a pegar un puntapié o algo peor.
Cuando Tolhurst se hubo marchado, Harry regresó a la ventana. Había comenzado a llover de nuevo y el cristal estaba cubierto de gotas. El hombre había desaparecido; probablemente se hubiese escondido cerca, a la espera de que él saliese. Pensó en la pobre mujer que había sido detenida. ¿Adónde la llevarían? Lo más seguro era que la encerrasen en un calabozo maloliente. En aquel incidente pareció cristalizar todo lo que había visto los últimos días. Harry cayó en la cuenta de que había dejado de ser neutral; aborrecía lo que Franco estaba haciendo.
A su mente volvió a acudir Sandy y el encuentro del día siguiente." Se imaginó los tanques alemanes cruzando los Pirineos para dar comienzo a una nueva guerra en España. Se preguntó de dónde habría sacado la embajada aquella información. Quizá tuviera algo que ver con aquello que habían estado hablando Hillgarth y Maestre. Juan March, el millonario sin escrúpulos, había financiado a Franco durante la Guerra Civil; pero cabía la posibilidad de que, aun así, fuera pro inglés como Maestre. Se preguntó qué eran los Caballeros de San Jorge, quizás una especie de clave. Hoare le había dicho que no pensara más en ello, pero ¿por qué a él y a Hillgarth les preocupaba tanto que él lo supiera? Se encogió de hombros. Bueno, sería mejor que empezara a prepararse mentalmente para su tarea, que se preparara para reunirse con Sandy, aquel Sandy que sacaba provecho del infierno español.
¿Cómo sería ahora? Recordó el año en que había compartido un estudio con Sandy, aquel año tan extraño.
El incidente de la araña en el estudio de Taylor había sido el comienzo de un período muy difícil. Todo era inestable e incómodo. Bernie había sido trasladado a otro estudio, pero había conservado la amistad con Harry. Bernie y Sandy se odiaban. Por nada en concreto; era algo visceral, instintivo. En el colegio abundaban las luchas encarnizadas y las rivalidades entre chicos, pero aquello era más inquietante porque no se manifestaba por medio de peleas y discusiones, sino de frías miradas y comentarios sarcásticos. Y, sin embargo, Bernie y Sandy eran muy parecidos en muchos sentidos. Compartían el desprecio que les inspiraba Rookwood, sus creencias y el sistema, algo que a Harry le resultaba muy doloroso.
Bernie se guardaba su socialismo prácticamente sólo para él, porque sabía que a casi todos los chicos sus ideas les habrían resultado no sólo censurables, sino incomprensibles. En clase lo hacía todo muy bien y era listo, como necesariamente tenían que serlo los becarios para poder ingresar en Rookwood. Jugaba al rugby con mucha agresividad y había conseguido formar parte del equipo juvenil. Pero de vez en cuando dejaba traslucir lo que pensaba acerca de Rookwood y se lo comentaba a Harry con implacable desprecio.
– Nos están preparando para formar parte de la clase dominante -le dijo una tarde a Harry. Hacía un tiempo desapacible y todos se encontraban en el estudio de Harry. Harry y Bernie estaban sentados a la mesa, mientras Sandy leía junto al fuego-. Para gobernar aquí a los obreros y a los nativos en las colonias.
– Alguien tiene que gobernar -señaló Harry-. Yo tenía pensado presentar una instancia a la Oficina Colonial cuando saliera de aquí. Puede que mi primo me eche una mano.
– ¡Pero qué dices!
Bernie soltó una carcajada amarga.
– Ser inspector de un distrito es un trabajo tremendamente duro. Mi tío tiene un amigo que estuvo muchos años en Uganda, el único blanco en muchos kilómetros a la redonda. Regresó con malaria. Allí algunos se dejan la vida.
– Y otros se forran -replicó desdeñosamente Bernie-. Tendrías que escucharte, Harry. «Puede que mi primo me eche una mano.» «El amigo de mi tío.» Ninguna de las personas de mi entorno tiene primos o tíos que puedan echarle una mano para que acaben gobernando África.
– Y los socialistas saben llevar mejor las cosas, ¿verdad? Gente como esos idiotas de MacDonald y Snowden.
– Ésos son unos traidores. Son débiles. Necesitamos un tipo de socialismo más fuerte, como el que tienen en Rusia.
Sandy levantó la vista y soltó una carcajada.
– ¿Tú crees que en Rusia están mejor que aquí? Probablemente estén igual, o peor.
Harry frunció el entrecejo.
– ¿Cómo va a ser Rookwood igual que Rusia?
Sandy se encogió de hombros.
– Es un sistema basado en tremendas mentiras. Dicen que te están educando, pero lo que en realidad hacen es inculcarte una serie de cosas que quieren que asimiles, como hacen los rusos con toda su propaganda. Nos dicen cuándo tenemos que irnos a la cama, cuándo levantarnos, cómo hablar y cómo pensar. A las personas como tú, todo eso les da igual; pero Piper y yo somos distintos. -Miró a Bernie con perversa ironía.
– Dices muchas tonterías, Forsyth -contestó Bernie-. Crees que salir a escondidas de noche para ir a tomarte unas copas con Piers Knight y sus compinches te hace distinto. Yo quiero libertad para mi clase. Y nuestra hora está a punto de llegar.
– Y supongo que yo iré directo a la guillotina.
– Puede que sí.
Sandy se había juntado con un grupo de alumnos de cuarto y quinto que se reunían para beber en un local de la ciudad y, según decían ellos, para ligar con chicas.
Bernie decía que eran todos unos vagos y Harry se mostraba de acuerdo, aunque, después de los intentos de Taylor de reclutarlo como espía, empezaba a ver las cosas un poco desde la perspectiva de Sandy, la oveja negra, el chico al que había que vigilar; no era una situación precisamente envidiable. Sandy trabajaba lo menos posible; su actitud ante los profesores y ante sus deberes escolares era de mal disimulado desprecio.
Aquel semestre Harry adquirió la costumbre de dar largos paseos en solitario. El hecho de recorrer varios kilómetros por los bosques de Sussex le despejaba la mente. Una húmeda tarde de noviembre dobló un recodo y vio a Sandy Forsyth en cuclillas en el sendero examinando una piedra redonda que sostenía en las manos. Sandy alzó la vista.
– Hola, Brett -dijo.
– ¿Qué estás haciendo? Tienes la chaqueta manchada de tiza.
– No importa. Fíjate en esto. -Sandy se incorporó y le pasó la piedra a Harry. A primera vista, parecía un trozo de pedernal; pero después Harry observó que estaba cubierta de círculos concéntricos que formaban una espiral.
Sandy esbozó una sonrisa, pero no era cínica como de costumbre, sino de felicidad.
– Es un amonites. Una criatura fosilizada. Antes todo eso era un mar lleno de bichos como éste, nadando por ahí. Cuando murió, se hundió en el fondo y, con el paso de muchos años, se convirtió en una roca. No te puedes imaginar cuántos. Millones.
– No sabía que los fósiles fueran así. Pensaba que eran muy grandes, como los dinosaurios.
– Bueno, también había dinosaurios. Los primeros fósiles de dinosaurio los encontró cerca de aquí, hace cien años, un hombre llamado Mantell. -Sandy sonrió con ironía-. El hombre no estaba muy bien visto en ciertos ambientes. Los fósiles eran un desafío a la idea de la Iglesia, según la cual la tierra sólo tenía unos cuantos miles de años de antigüedad. Mi padre sigue pensando que fue Dios quien puso directamente los fósiles para poner a prueba la fe de los hombres. Es un anglicano de lo más tradicional.
Harry jamás había visto a Forsyth en semejante estado. Su rostro aparecía iluminado por un emocionado interés, tenía el uniforme manchado de tiza y el espeso cabello negro, por regla general cepillada pulcramente, se le había puesto de punta y formaba unos pequeños penachos.
– Suelo venir aquí a la caza de fósiles. Éste es uno de los buenos. No se lo digo a nadie… pensarían que soy un empollón.
Harry estudió la piedra, limpiando con los dedos el barro acumulado en las espiras del caparazón.
– Es impresionante. -Le parecía precioso, pero en Rookwood no se utilizaban semejantes términos.
– Ven conmigo alguna vez, si te apetece -dijo Sandy con cierto recelo-. Me estoy haciendo una colección. Tengo una piedra con una mosca dentro, debe de rondar los trescientos millones de años. Los insectos y las arañas son tan antiguos como los dinosaurios, mucho más antiguos que nosotros. -Hizo una pausa y se ruborizó ligeramente ante semejante exhibición de entusiasmo.
– ¿De veras?
– Pues sí. -Sandy dirigió la mirada más allá de las lomas onduladas-. Seguirán aquí cuando nosotros hayamos desaparecido.
– A Taylor le dan miedo las arañas.
Sandy se echó a reír.
– ¿Cómo dices?
– Lo descubrí una vez. -Harry se ruborizó. No debería haberlo dicho.
– Viejo imbécil. Pues yo iré a buscar fósiles cuando me largue de este sitio de mala muerte, haré expediciones a lugares como Mongolia. Quiero vivir aventuras lejos de aquí -añadió, sonriendo.
Y, de esta manera, ambos se hicieron más o menos amigos. Salían a dar largos paseos en busca de fósiles y Harry adquiría conocimientos acerca de la vida que pulsaba y se mecía en los antiguos mares que inundaban los lugares donde ellos se encontraban ahora. Sandy sabía un montón de cosas. Una vez encontró el diente de un dinosaurio, un iguanodonte, enterrado en la falda de una cantera.
– Hay muy pocos -dijo con entusiasmo-. Y valen mucho dinero. Lo entregaré al Museo de Historia Natural cuando lleguen las vacaciones.
El dinero era muy importante para Sandy. Su padre le daba unas generosas asignaciones, pero él quería más.
– Eso significa que puedes hacer lo que quieras con tu vida -decía-. Cuando sea mayor, ganaré un dineral.
– ¿Buscando huesos de dinosaurio? -preguntó Harry.
Exploraban una de las viejas herrerías que salpicaban los alrededores del bosque.
Sandy estudió el horizonte y los desnudos árboles marrones. Era un día de principios de invierno, frío y desapacible.
– Primero acumularé una fortuna.
– Me parece que yo no pienso mucho en el dinero.
– Piper diría que eso es porque te sobra. Aquí todos tenemos dinero. Pero es de nuestras familias. Yo me lo quiero ganar por mi propia cuenta.
– A mí el dinero me lo dejó mi padre. Ojalá lo hubiera conocido, pero lo mataron en la guerra.
Sandy volvió a mirar el horizonte.
– Mi padre fue capellán en el frente occidental. Decía a todos aquellos soldados que Dios estaba con ellos antes de que salieran de las trincheras. Mi hermano Peter sigue sus pasos, ahora está estudiando en el colegio de Teología y después se incorporará al ejército. Fue delegado de los alumnos en Braildon, delegado de Deportes y Premio Extraordinario de Griego y todo eso. -El rostro de Sandy se ensombreció-. Pero es un imbécil, tan imbécil con su religión como Piper con su socialismo. Todo eso son tonterías. -Se volvió para mirar a Harry con los ojos iluminados por un extraño y ardiente fulgor-. Mi madre se largó cuando yo tenía diez años, ¿sabes? No hablan mucho de eso, pero yo creo que fue porque no podía seguir aguantando todas estas bobadas. Solía decir que quería un poco de diversión en la vida. Recuerdo que me compadecí de ella, porque sabía que la pobre jamás la tuvo.
Harry se sintió incómodo.
– ¿Y dónde está ahora? -preguntó.
Sandy se encogió de hombros.
– No lo saben. O no lo quieren decir. -Esbozó una sonrisa-. Ella tenía razón, hay que divertirse un poco en la vida. ¿Por qué no vienes conmigo y con los de mi pandilla? Nos reunimos con unas chicas en la ciudad -añadió, enarcando las cejas.
Harry vaciló.
– ¿Y qué hacéis? -preguntó, con cierto recelo-. Cuando estáis con ellas, quiero decir.
– De todo.
– ¿De todo? ¿De verdad?
Sandy se echó a reír, se levantó de un salto de la roca en la que estaba sentado y le dio a Harry una palmada en el brazo.
– Bueno, en realidad, no. Pero algún día lo haremos, y yo quiero ser el primero.
Harry dio un puntapié a una piedra.
– No quiero meterme en líos, no merece la pena.
– Vamos. -Harry se sintió dominado por la fuerza de la personalidad de Sandy-. Yo lo organizo todo, me aseguro de que salgamos cuando no haya nadie a la vista, nunca vamos a ningún sitio en el que podamos encontrarnos con los profesores… o en el que, en caso de que topáramos con ellos, estuvieran más preocupados que nosotros de que alguien los viera.
Sandy se echó a reír.
– ¿Un tugurio de mala muerte? No sé si me apetece.
– No van a descubrirnos. En Braildon me pillaron saltándome las normas y ahora procuro tener más cuidado. Es divertido saber que intentan pillarte y tú los engañas.
– ¿Por qué te expulsaron de Braildon?
– Estaba en la ciudad, y un profesor me vio salir de un pub. Me denunció y me soltaron el sermón de siempre, que por qué no podía ser como mi hermano, que si él era mucho mejor que yo… -La furia volvió a asomar a los ojos de Sandy-. Pero se lo hice pagar.
– ¿Qué hiciste?
Sandy volvió a sentarse y se cruzó de brazos.
– Aquel profesor, Dacre, era joven y tenía un coche de color rojo. Al volante se sentía el amo del mundo. Yo sé conducir; una noche salí a escondidas y saqué el automóvil del garaje del profesor. Hay una colina muy escarpada cerca del colegio. Subí hasta arriba, salté del coche en marcha y dejé que cayese por el precipicio. -Sonrió-. Fue impresionante. Se estrelló contra un árbol y el morro se aplastó como si fuera de cartón.
– ¡Dios mío! Pero eso es muy peligroso.
– No si sabes hacerlo. Lo malo es que, cuando salté del coche, me arañé la cara con una rama. Me vieron y ataron cabos. Pero mereció la pena, y conseguí que me echaran de Braildon. No creía que me aceptaran en ningún otro sitio; sin embargo, mi padre tiró de unos cuantos hilos y me trajeron aquí. Mala suerte.
Harry hundió la punta del zapato en la tierra.
– Creo que es ir demasiado lejos. Destruir el automóvil de otra persona…
Sandy lo miró fijamente a los ojos.
– Hay que hacer a los demás lo que ellos te hacen a ti.
– Eso no es lo que dice la Biblia.
– Es lo que digo yo. -Sandy se encogió de hombros-. Vamos, será mejor que regresemos; más nos valdrá estar presentes cuando pasen lista; de lo contrario, tendremos problemas con nuestros amables profesores, ¿no te parece?
Durante el camino de vuelta apenas hablaron. El sol otoñal se fue ocultando muy lentamente, mientras teñía de rosa los charcos que salpicaban los embarrados senderos. Llegaron a la carretera desde la que se divisaban los altos muros del colegio. Sandy se volvió hacia Harry.
– ¿Sabes de dónde procede el dinero con que se creó este colegio y se financian las becas para alumnos como Piper?
– De unos comerciantes de hace un par de siglos, ¿verdad?
– Sí, pero ¿sabes a qué clase de negocio se dedicaban?
– ¿Sedas, especias y cosas por el estilo?
– Comercio de esclavos. Eran negreros. Capturaban a los negros en África y los enviaban por barco a América. Encontré un libro en la biblioteca. -Sandy hizo una pausa-. Es curioso la de cosas que puedes descubrir si te fijas. Cosas que la gente quiere mantener en secreto y que podrían ser muy útiles. -Volvió a esbozar su sonrisa enigmática.
Los problemas empezaron unas semanas más tarde en la clase de Taylor. Los alumnos tenían que hacer una traducción del latín y Sandy se la saltó. Lo llamaron para que leyera su escrito y metió tantas veces la pata que sus compañeros se echaron a reír. Otro chico se habría muerto de vergüenza; Sandy, en cambio, se quedó allí sentado riéndose junto al resto de la clase.
Taylor se enfureció. Se acercó a Sandy con el rostro congestionado por la cólera.
– Usted ni siquiera ha intentado hacer la traducción, Forsyth. Tiene la misma capacidad que cualquier otro alumno de esta clase, pero ni siquiera se ha tomado la molestia.
– No, señor -repuso Sandy con seriedad-. Es que me ha parecido muy difícil.
Taylor enrojeció aún más de ira.
– Usted cree que semejante insolencia quedará impune, ¿no es cierto? Hay muchas cosas que usted cree que puede hacer sin sufrir ningún castigo, pero lo estamos vigilando.
– Gracias, señor -dijo Sandy con frialdad.
La clase volvió a reír, pero Harry se percató de que Sandy había ido demasiado lejos. No se podía provocar a Taylor de aquella manera.
El profesor regresó al estrado y cogió la palmeta.
– Esto es una insolencia desvergonzada, Forsyth. ¡Haga el favor de acercarse!
Sandy apretó los labios. Estaba claro que no se lo esperaba. Los castigos físicos delante de la clase eran muy raros.
– No me parece justo, señor -dijo.
– Ya decidiré yo lo que es justo.
Taylor se acercó a Sandy y lo sacó de su sitio agarrándolo por el cuello de la camisa. Sandy no era alto pero sí muy fuerte, así que Harry se preguntó por un instante si opondría resistencia, pero no fue así, y se dejó arrastrar hasta la parte delantera del aula. Sin embargo, sus ojos reflejaban una furia que Harry jamás le había visto, mientras se inclinaba sobre el escritorio de Taylor y éste descargaba la palmeta una y otra vez.
Al terminar la clase, Harry se acercó a Sandy, que permanecía inclinado sobre la mesa. Estaba muy pálido y jadeaba.
– ¿Te encuentras bien?
– Me encontraré mejor… después. -Sandy hizo una pausa y añadió-: ¿Lo ves, Harry? ¿Te das cuenta de cómo nos controlan?
– No tendrías que haberlo provocado.
– Me vengaré -masculló Sandy.
– No digas tonterías. ¿Cómo vas a vengarte de él?
– Ya encontraré la manera.
Los alumnos del colegio comían sentados alrededor de unas mesas largas a cuya cabecera se sentaba el profesor de la clase. Una tarde, al cabo de una semana del incidente, Harry observó que Sandy y Taylor no estaban presentes.
A Sandy tampoco se le vio aquella noche, y otro profesor dio la clase a la mañana siguiente. Éste anunció que Alexander Forsyth ya no regresaría al colegio; lo habían expulsado por agredir al señor Taylor, que se tomaría un período de baja por enfermedad. Los chicos lo acribillaron a preguntas; pero el profesor, con una mueca de hastío, dijo que era algo demasiado desagradable para comentarlo. Aquella mañana, a través de la ventana de la clase, Harry vio al obispo Forsyth entrar en el patio con expresión de contrariedad. Sentado a su lado, Bernie le dijo en voz baja:
– No sé qué habrá hecho Forsyth, pero, en cualquier caso, estaremos mejor sin él.
A la hora del almuerzo, todos los chicos se preguntaron muy nerviosos qué habría ocurrido. Harry se saltó la comida y subió al dormitorio. Encontró a Sandy guardando cuidadosamente su colección de fósiles en una maleta.
– Hola, Brett -dijo Sandy con su acostumbrada sonrisa-. ¿Te has enterado de lo que ha pasado?
– Dicen que te vas. ¿Qué has hecho? No quieren explicárnoslo.
Sandy se sentó en la cama sin dejar de sonreír.
– La mejor venganza que te puedas imaginar. En realidad, fuiste tú quien me dio la idea. Arañas.
– ¿Cómo?
– ¿Recuerdas aquel día que salimos a buscar fósiles y te dije que los insectos y las arañas eran más antiguos que los dinosaurios?
Harry experimentó una sensación de desaliento. Recordaba que Taylor le había pedido que espiara a Sandy, aunque eso se lo había guardado para sí. A partir de aquel momento, Taylor se había mostrado muy distante con él.
– ¿Has estado alguna vez en las buhardillas? -continuó Sandy-. Están llenas de telarañas -añadió con una amplia sonrisa en los labios-. Y donde hay telarañas, hay arañas. Elegí las más grandes y llené con ellas una lata de galletas. Y ayer fui al estudio de Taylor mientras él estaba en la sala de los profesores. -Se echó a reír-. Las puse por todas partes. En los cajones, en la pitillera de su escritorio, hasta en sus viejas y malolientes zapatillas. Después me fui al estudio de al lado. Ya sabes que está desocupado desde que el viejo Henderson se retiró en Navidad. Y allí me senté a esperar. Sabía que Taylor regresaría sobre las cuatro para corregir exámenes. Quería oírlo gritar.
Harry apretó los puños. Sandy había echado mano de la información que él le había facilitado y ahora se sentía parcialmente culpable.
– ¿Y gritó? -preguntó.
Sandy se encogió de hombros.
– No. Me equivoqué. Lo oí salir al pasillo y cerrar la puerta, pero no hubo ningún ruido, sólo silencio. Yo pensé, vamos, cabrón, a estas alturas ya tienes que haberlas encontrado. Después oí que se abría su puerta y unas pisadas como de alguien que estuviera borracho y, a continuación, un ruido sordo. Luego se oyó una especie de gemido que parecía el maullido de un gato. El gemido se intensificó y se convirtió en una especie de crujido que hizo que otros profesores salieran de sus estudios. Oí que Jevons preguntaba. «¿Qué ocurre?» Y después la voz de Taylor. «Mi estudio está lleno de bichos.» Entonces Williams entró en el estudio y se puso a gritar que todo estaba lleno de arañas.
– Pero, hombre, Sandy, ¿por qué lo hiciste?
Sandy lo miró sin pestañear.
– Por venganza, naturalmente. Juré que me las pagaría. En cualquier caso, después oí a Taylor decir que se sentía mareado. Williams sugirió que lo llevaran al estudio vacío, y entonces abrió la puerta y todos se me quedaron mirando. -Sandy sonrió-. Merecía la pena sólo por ver la cara de Taylor. Se había mareado, estaba muy pálido y tenía toda la túnica manchada de vómito. Entonces Williams me agarró y me dijo: «Te hemos pillado, pequeño cerdo.» -Sandy cerró la maleta y se levanté)-. El director dijo que Taylor había estado en la guerra y que aquello lo había impresionado mucho, porque había visto un cadáver o no sé qué lleno de arañas. ¿Cómo iba yo a saberlo? -Sandy volvió a encogerse de hombros-. De todos modos, eso se acabó, me voy a casa. Papá suplicó y trató de convencerlos, pero no hubo nada que hacer. No importa, Harry, no tienes por qué enfadarte. No dije nada de que tú me habías contado lo de las arañas. Me negué a explicar cómo me había enterado.
– No es eso. Es que me parece una salvajada. Y fui yo quien la hizo posible.
– No sabía que se iba a volver loco. De todos modos, a él lo han enviado a no sé qué hospital y a mí me han expulsado. Así es la vida. Yo ya sabía que más tarde o más temprano iba a pasar algo. -Sandy le dirigió una mirada extraña. Por un instante, Harry vio lágrimas en sus ojos-. Es mi destino ¿comprendes? Mi destino es ser un mal chico. No habría podido evitarlo, por mucho que lo hubiese intentado.
Harry se incorporó desorientado; se había quedado dormido en el sofá. Y había soñado que quedaba atrapado en su estudio y fuera llovía a cántaros y Sandy y Bernie y otros muchos chicos aporreaban la cristalera y le pedían a gritos que los dejara entrar. Se estremeció; hacía frío y se había hecho casi de noche. Se levantó y descorrió las cortinas. Los edificios y las calles estaban tan silenciosos que no podía evitar sentirse nervioso. Contempló la plaza desierta donde la estatua del manco era como una vaga sombra bajo la pálida y tenue luz de una farola. No había el menor movimiento. Harry se percató de que no había visto ni un solo gato desde que había llegado; seguramente se los habían comido a todos, como a las palomas. Tampoco se veía ni rastro de su vigilante; a lo mejor, por la noche le permitían regresar a casa.
De repente, se preguntó si en Rookwood estarían enterados de lo que le había ocurrido a Bernie. En caso afirmativo, lo más probable era que no se hubieran sorprendido ni lo hubieran lamentado. Y el destino de Sandy, o lo que lo impulsaba a actuar, lo había dejado varado en aquel lugar, donde al día siguiente él empezaría a espiarlo, después de todo. Harry recordó que Jebb le había dicho que había sido Taylor quien les había facilitado su nombre, y entonces él esbozó una triste sonrisa ante aquella ironía. Tal y como giraban las ruedas de los acontecimientos, quizás hubiera algo de verdad en lo que se decía acerca del destino.
Aquella misma tarde Barbara salió a dar un largo paseo. Estaba nerviosa y preocupada, como le venía ocurriendo desde su encuentro con Luis. El tiempo era bueno después de la lluvia, pero todavía frío, por lo que, por primera vez desde la llegada de la primavera, se había puesto el abrigo.
Se fue al parque del Retiro; lo habían remozado desde el final de la guerra y habían plantado nuevos árboles para sustituir los que se habían cortado durante el sitio para que sirvieran de combustible. El parque volvía a ser lugar de encuentro para las mujeres respetables de Madrid.
Había refrescado y sólo las mujeres más valientes y solitarias se sentaban a conversar en los bancos. Barbara reconoció a la esposa de uno de los amigos de Sandy y la saludó con un movimiento de la cabeza, pero siguió adelante en dirección al zoo situado en la parte de atrás del parque; quería estar sola.
El zoo estaba casi desierto. Se sentó cerca del foso de los leones marinos, encendió un cigarrillo y se los quedó mirando. Había oído decir que los animales habían sufrido terriblemente durante el sitio; muchos habían muerto de hambre, pero ahora había un nuevo elefante donado por el Generalísimo. Sandy era aficionado a los toros, pero por mucho que él le hablara de la habilidad y el valor que todo ello suponía, Barbara no soportaba ver aquel animal fuerte y enorme atormentado hasta morir, los caballos moribundos y cubiertos de sangre, dando coces en la arena. Había visto un par de corridas y se negaba a volver. Sandy se había reído y le había dicho que no lo comentara delante de sus amigos españoles; la considerarían una inglesa sentimental de la peor clase.
Retorció el asa de su bolso de piel de cocodrilo. Unos pensamientos angustiosos a propósito de Sandy acudían incesantemente a su mente.
No era justo; aquel engaño lo ponía en peligro y podía destruir su carrera en el caso de que se llegara a descubrir lo que ella estaba haciendo. Se debatía entre el sentimiento de culpabilidad y la cólera que le producía la existencia limitada que llevaba desde hacía tiempo y la manera en que Sandy pretendía dirigirlo todo.
Al día siguiente de su reunión con Luis, había acudido al despacho del Express en la Puerta del Sol y había preguntado por Markby. Le dijeron que se había ido al norte para informar de que algunos oficiales alemanes cruzaban la frontera con Francia para comprar de todo.
Tal vez tuviera que interrogar a Luis. ¿Por qué le había dicho que había permanecido dos inviernos en Cuenca? ¿Acaso los estaba engañando tanto a ella como a Markby a cambio de dinero? A lo largo de toda la entrevista se había mostrado nervioso y preocupado, pero muy firme a la hora de exigir, el dinero que quería.
Se acercó una mujer envuelta en un abrigo de piel con un niño de unos ocho años al lado que vestía el uniforme de un pequeño «flecha», la sección más joven de la Falange Juvenil. Al ver los leones marinos, se apartó de su madre y se dirigió corriendo al foso, apuntando a los animales con su fusil de madera.
– ¡Bang! ¡Bang! -gritó-. ¡Muerte a los rojos, muerte a los rojos!
Barbara se estremeció. Sandy le había dicho que los de la Falange Juvenil eran una especie de boy-scouts españoles, pero a veces ella tenía sus dudas.
Al verla, el niño se acercó ella y levantó el brazo haciendo el saludo fascista.
– ¡Buenos días, señora! ¡Viva Franco! ¿La puedo ayudar en algo?
– No, gracias, estoy muy bien -repuso Barbara.
La mujer tomó al niño de la mano.
– Vamos, Manolito, el elefante está por allí. -Sacudió la cabeza, mirando a Barbara-. Qué agotadores son los niños, ¿verdad?
Barbara sonrió con recelo.
– Pero son el regalo que nos hace Dios -añadió la mujer.
– ¡Vamos, mamá, a los elefantes, a los elefantes!
Barbara los vio alejarse. Sandy no quería tener hijos; a sus treinta años, probablemente ya no los tuviera jamás. Hubo un tiempo en que habría deseado tener un hijo de Bernie. Su mente regresó a aquellos días de otoño con él, en el Madrid rojo. Sólo habían pasado cuatro años, pero parecía otra era.
Aquella primera noche en el bar, Bernie se le había antojado una criatura extraordinaria y exótica. No era sólo su belleza. La incongruencia entre su refinado acento de ex alumno de colegio privado y su tosco uniforme de soldado había contribuido a acrecentar la sensación de irrealidad.
– ¿Cómo se hizo esa herida en el brazo? -le preguntó ella.
– Me alcanzó un francotirador en la Casa de Campo. Se me está curando muy bien; no es más que una muesca en el hueso. Estoy de permiso por enfermedad, vivo en casa de unos amigos en Carabanchel.
– ¿No es el barrio que bombardean los nacionales? Tengo entendido que ha habido combates por allí.
– Sí, en la zona más apartada de la ciudad. Pero la gente que vive más allá no quiere irse. -Bernie sonrió-. Son extraordinarios y tremendamente fuertes. Conocí a la familia cuando estuve aquí hace cinco años. El hijo mayor está con la milicia de la Casa de Campo. Su madre le lleva comida caliente todos los días.
– ¿Nunca le han entrado deseos de volver a casa?
– ¿A mí? No. Me quedaré hasta que todo termine -respondió Bernie con expresión seria-. Hasta que convirtamos Madrid en la tumba del fascismo.
– Parece ser que los rusos van a enviar más pertrechos.
– Sí. Conseguiremos repeler a Franco. Y usted, ¿qué está haciendo aquí?
– Trabajo en la Cruz Roja. Ayudo a localizar a personas desaparecidas, negocio intercambios. Sobre todo, de niños.
– Cuando yo estuve en el hospital, el material sanitario procedía de la Cruz Roja. Sólo Dios sabe lo mucho que lo necesitaban. -La miró fijamente a los ojos y añadió-: Pero ustedes también facilitan material a los fascistas, ¿verdad?
– Tenemos que hacerlo. Estamos obligados a ser neutrales.
– No olvide cuál fue el bando que se levantó para acabar con un gobierno libremente elegido.
Ella cambió de tema.
– ¿En qué parte del brazo lo alcanzaron?
– Por encima del codo. Me han asegurado que pronto quedará como nuevo. Y entonces volveré al frente.
– Un poco más arriba y le habrían dado en el hombro. Ahí la cosa ya podría ser más complicada.
– ¿Es usted médico?
– Enfermera. Aunque llevo años sin ejercer. Ahora soy una burócrata -respondió Barbara, y soltó una carcajada.
– No lo desprecie, el mundo necesita organización.
Ella volvió a reír.
– Me parece que eso jamás se lo he oído decir a nadie. No importa lo útil que sea el trabajo que haces, la palabra burocracia siempre inspira recelo.
– ¿Cuánto tiempo lleva en la Cruz Roja?
– Cuatro años. Ahora no voy mucho a Inglaterra.
– ¿Tiene familia allí?
– Sí, pero hace dos años que no los veo. No tenemos demasiadas cosas en común. Y usted, ¿a qué se dedicaba antes de venir a España?
– Bueno, antes de irme trabajaba como modelo de escultor.
Barbara estuvo a punto de derramar el vino.
– ¿Como qué?
– Posaba para algunos escultores de Londres. No se preocupe, no es nada vergonzoso. Es un trabajo como cualquier otro.
– Se debe de pasar mucho frío -comentó ella por decir algo.
– Sí. Hay estatuas con piel de gallina por todo Londres.
En ese momento se abrió la puerta ruidosamente y entraron unos milicianos vestidos con monos de trabajo, entre ellos varias chicas del Batallón de Mujeres. Todos se agruparon alrededor de la barra entre gritos y empujones. Bernie se puso muy serio.
– Nuevos reclutas que mañana mismo marcharán hacia el frente -dijo-. ¿Quiere ir a algún otro sitio? ¿Qué le parecería ir al Café Gijón? Tal vez coincidamos con Hemingway.
– ¿No es ese que está cerca de la central telefónica que los nacionales tratan constantemente de bombardear?
– No tema, es un sitio bastante seguro.
Se acercó una miliciana que no debía de tener más de dieciocho años y pasó un brazo por los hombros de Bernie.
– ¡Salud, compañero! -Lo estrechó con más fuerza y dijo a sus camaradas algo que los hizo reír y vitorearla. Barbara no entendió nada, pero Bernie se ruborizó.
– Mi amiga y yo tenemos que irnos -dijo en tono de disculpa.
La miliciana puso cara de decepción. Bernie cogió a Barbara por el brazo con la mano sana y la condujo hacia la salida, abriéndose paso entre la gente.
Fuera, en la Puerta de Sol, siguió sujetándola por el brazo. Barbara notó que se le aceleraba el pulso. El sol poniente arrojaba un resplandor rojizo sobre los carteles de Lenin y Stalin. Los tranvías cruzaban ruidosamente la plaza.
– ¿Ha entendido lo que decían? -preguntó Bernie.
– No, mis conocimientos de español no dan para mucho.
– Pues quizá sea mejor así. Los milicianos son bastante desinhibidos. -Bernie se echó a reír un tanto avergonzado-. ¿Cómo se las arregla en su trabajo si no domina el idioma?
– Bueno, tenemos intérpretes. Y mi español ya mejorando. Me temo que en el despacho formamos una pequeña Babel. Franceses y suizos, en su mayoría. Yo hablo francés.
Entraron en la calle Montera. Un tullido alargó la mano desde un portal.
– Por solidaridad -dijo.
Bernie le entregó una moneda de diez céntimos.
Mientras cruzaban la Gran Vía, oyeron un rugido sordo por encima de sus cabezas. Alarmada, la gente miró hacia arriba. Algunas personas dieron media vuelta y echaron a correr. Barbara miró muy nerviosa alrededor.
– ¿No tendríamos que buscar un refugio antiaéreo?
– No se preocupe. Es sólo,un avión de reconocimiento. Venga.
El Café Gijón, un lugar de reunión de bohemios radicales antes de la guerra, era un local extremadamente moderno, con su típica decoración estilo art déco. Casi todas las paredes estaban revestidas de espejos. Junto a la barra se apretujaban los oficiales.
– No veo a Hemingway -dijo ella con una sonrisa.
– No importa. ¿Qué va a tomar?
Barbara pidió una copa de vino blanco y se sentó a una mesa. Mientras Bernie se acercaba a la barra, movió la silla buscando una posición donde no hubiera espejos, pero los muy condenados estaban por todas partes. No soportaba ver su imagen reflejada. Bernie regresó, sosteniendo en el brazo sano una bandeja con dos copas.
– Sujétela, si es tan amable.
– Sí, perdón.
– ¿Le ocurre algo?
– No. -Barbara jugueteó con sus gafas-. Es que no me gustan demasiado los espejos.
– ¿Y eso?
Ella apartó la mirada.
– La verdad es que no lo sé. ¿Es usted admirador de Hemingway?
– En realidad, no. ¿Usted lee mucho?
– Pues sí, dispongo de mucho tiempo por las noches. A mí tampoco me gusta Hemingway. Creo que le encanta la guerra, y yo la aborrezco. -Levantó la vista, preguntándose si habría sido demasiado vehemente; pero él se limitó a ofrecerle un cigarrillo, mirándola con una alentadora sonrisa en los labios.
– Han sido un par de años muy malos para alguien que trabaja en la Cruz Roja. Primero Abisinia, y ahora, esto.
– La guerra no acabará hasta que el fascismo sea derrotado.
– ¿Hasta que Madrid se convierta en su tumba?
– Sí.
– Y habrá otras muchas tumbas.
– No podemos huir de la historia -dijo Bernie, citando una frase.
– ¿Es usted comunista? -le preguntó Barbara de repente.
Bernie sonrió y levantó su copa.
– Sección Central de Londres. -Sus ojos brillaron con un destello de picardía-. ¿Se sorprende?
Ella se echó a reír.
– ¿Después de dos meses aquí? ¡Ya estoy curada de espantos!
Dos días más tarde, fueron a dar una vuelta por el Retiro. Habían colocado una pancarta sobre la verja principal. ¡NO PASARÁN!, rezaba. Los combates eran cada vez más encarnizados, y las tropas de Franco habían penetrado por la zona universitaria, al norte de la ciudad, pero las habían repelido. Los rusos enviaban más armamento. Barbara había visto una hilera de tanques bajando por la Gran Vía y levantando los adoquines de la calzada en medio de los vítores de la multitud. Al caer el sol las calles permanecían a oscuras para protegerlas de los bombardeos nocturnos, pero se podían ver los incesantes fogonazos blancos de artillería desde la Casa de Campo, en medio de retumbos y rugidos semejantes a los truenos de una tormenta interminable.
– Siempre he aborrecido la idea de la guerra, ya desde pequeña -le dijo Barbara a Bernie-. Perdí a un tío mío en el Somme.
– Mi padre también estuvo allí. Nunca ha sido el mismo desde entonces.
– De pequeña solía ver a personas que habían pasado por todo aquello, ¿sabe? Su comportamiento parecía normal, pero se las veía marcadas.
Bernie ladeó la cabeza.
– Ésa es una manera de pensar muy sombría para una niña pequeña.
– Pues yo siempre lo pensaba. -Barbara se echó a reír como si quisiera disculparse-. Me pasaba muchas horas sola.
– ¿Es hija única como yo?
– No, tengo una hermana cuatro años mayor que yo. Está casada y lleva una vida muy tranquila en Birmingham.
– Todavía se le nota un poco el acento.
– Oh, no, no me lo diga.
– Es bonito -dijo Bernie, imitando su tono-. Mis padres son unos londinenses de clase obrera. Es muy duro ser hijo único. Depositaron muchas esperanzas en mí, sobre todo cuando me dieron la beca para ir a estudiar a Rookwood.
– De mí nadie esperó nunca nada.
Bernie la miró con curiosidad y, de repente, hizo una mueca y se sujetó el brazo herido con el otro.
– ¿Le duele?
– Un poco. ¿Le importa que nos sentemos?
Ella lo ayudó a acomodarse en un banco. A través del tejido áspero de su gabán, su cuerpo se notaba duro y firme, y Barbara se sintió inmediatamente atraída por él.
Encendieron sendos cigarrillos. Estaban sentados delante del estanque, y el agua que brillaba a la luz de la luna constituía un reclamo para los bombarderos. Un leve olor a podrido se elevaba desde el barro que había al fondo. Un árbol había sido talado allí cerca y unos hombres lo estaban cortando a hachazos; hacía frío y escaseaba el combustible. Al otro lado del estanque, seguía en pie la estatua de Alfonso XII con su enorme columnata de mármol; muy cerca de allí, la boca de un gigantesco cañón antiaéreo representaba un extraño contraste.
– Si aborrece la guerra -dijo Bernie, reanudando la conversación-, seguro que es antifascista.
– Odio todas esas tonterías nacionalistas acerca de la raza superior. El comunismo también es algo demencial… La gente no quiere tenerlo todo en común con los demás, no es natural. Mi padre es propietario de una tienda. Pero ni es rico ni explota a nadie.
– Mi padre también regenta una tienda, pero no es el propietario. He ahí la diferencia. El partido no está en contra de los tenderos ni de otros pequeños comerciantes, reconocemos que la transición al comunismo va a ser muy larga. Por eso pusimos fin a lo que los ultrarrevolucionarios hacían aquí. A lo que somos contrarios nosotros es al gran capital, a los que apoyan el fascismo. Gente como Juan March.
– ¿Y ése quién es?
– El máximo financiador de Franco. Un hombre de negocios sin escrúpulos natural de Mallorca que ganó millones con el sudor de la frente de los demás. Corrupto hasta la médula.
Barbara apagó el cigarrillo.
– No se puede decir que todo lo malo corresponde a un bando en esta guerra. ¿Qué me dice de todas las personas que desaparecieron, que fueron detenidas de noche por las fuerzas de seguridad y a las que jamás se volvió a ver? Y no me niegue que eso esté pasando. Nosotros atendemos constantemente a mujeres angustiadas que se presentan en nuestras oficinas diciendo que sus maridos han desaparecido. Nadie les informa de dónde están.
– Los inocentes quedan atrapados en la guerra -repuso Bernie con serenidad.
– Precisamente. Miles y miles de ellos. -Bárbara volvió la cabeza. No quería discutir con él, por nada del mundo lo hubiera querido. Notó una cálida mano sobre la suya.
– No discutamos -pidió Bernie.
El contacto fue como una descarga eléctrica, pero Barbara apartó la mano y se la metió en el bolsillo. No lo esperaba; creía que él la había invitado a salir por segunda vez porque se sentía solo y no conocía a ningún otro inglés. «A lo mejor, necesita una mujer, una inglesa -pensó-; de lo contrario, ¿por qué me habría mirado?» Notó que se le aceleraba el pulso.
– ¿Barbara? -Bernie se inclinó hacia delante, tratando de que sus miradas se cruzasen. Inesperadamente, hizo una mueca, bizqueó y sacó la lengua. Ella rió y lo apartó-. No quería disgustarla -añadió-. Perdone.
– No… es que… No me coja la mano. Seré su amiga, pero no haga eso.
– De acuerdo. Disculpe.
– Sería mejor que no habláramos de política. Cree que soy una estúpida, ¿verdad?
Bernie negó con la cabeza.
– No. Ésta es la primera conversación decente que mantengo con una chica desde hace siglos.
– No conseguirá convertirme, ¿sabe?
Bernie la miró con expresión desafiante.
– Deme tiempo -dijo.
Al cabo de un rato, se levantaron y continuaron andando. Bernie le habló de la familia en cuya casa se hospedaba, los Mera.
– Pedro, el padre, es capataz de una obra. Gana diez pesetas al día. Tienen tres hijos y viven en un apartamento de dos habitaciones. Pero la acogida que nos dispensaron a mi amigo Harry y a mí cuando estuvimos aquí en el treinta y uno fue algo nunca visto. Inés, la esposa de Pedro, me cuidó cuando salí del hospital; no quiso ni oír hablar de que me fuera a otro sitio. Es indomable, una de esas mujeres españolas menudas que son puro fuego. -Bernie clavó sus grandes ojos en Barbara y añadió con una sonrisa-: Podría presentárselos, si quiere. Les encantaría conocerla.
– ¿Sabe que nunca he tratado con una familia española corriente? -Barbara suspiró-. A veces, si la gente me mira por la calle, creo que hay algo que no les gusta. No sé el qué. Quizá me esté volviendo un poco paranoica.
– Va usted demasiado bien vestida.
Ella se miró el viejo abrigo con incredulidad.
– ¿Yo?
– Sí. Es un buen abrigo y además lleva un broche.
– Es viejo. Y en cuanto al broche, no es más que vidrio de colores. Lo compré en Ginebra.
– Aun así, se considera una ostentación. La gente de aquí está viviendo un infierno. Ahora la solidaridad lo es todo, tiene que serlo.
Barbara se quitó el broche.
– Pues fuera con él. ¿Así le parece mejor?
– Está muy bien. Una persona entre tantas.
– Claro que usted, por ir de uniforme, siempre debe de conseguir lo mejor.
– Soy un soldado. -Bernie pareció ofendido-. Visto de uniforme para demostrar mi solidaridad.
– Disculpe. -Barbara se maldijo por haber vuelto a meter la pata. ¿Por qué demonios se interesaba Bernie por ella?-. Hábleme de ese colegio al que asistió.
Bernie se encogió de hombros.
– Rookwood hizo de mí un comunista. Al principio, me encantaba: lleno de hijos del Imperio, el criquet, un juego de caballeros, el viejo y querido himno de la institución… Pero muy pronto comprendí lo que había debajo de todo eso.
– ¿Se sintió a disgusto allí?
– Aprendí a ocultar mis sentimientos. Eso es lo único que te enseñan. Cuando me fui y regresé a Londres, me pareció… una liberación.
– Pues no le queda el menor acento de Londres.
– No, ésta es la única cosa que Rookwood me arrebató para siempre. Si ahora intento hablar cockney, sueno estúpido.
– Pero debió de tener amigos allí, ¿verdad? -No se lo imaginaba sin ningún amigo.
– Tenía a Harry -contestó Bernie-, que estuvo aquí conmigo hace cinco años. Me caía bien. Tenía el corazón donde hay que tenerlo. Ahora hemos perdido el contacto -añadió con tristeza-. Seguimos caminos distintos. -Hizo una pausa y se apoyó contra el tronco de un árbol-. Muchas personas excelentes acaban abrazando la ideología burguesa.
– Supongo que me considera una burguesa.
– Usted es otra cosa. -Bernie le guiñó el ojo.
Noviembre dio paso a diciembre, y unas lluvias frías y torrenciales bajaron desde la sierra de Guadarrama. Los fascistas habían quedado incomunicados en la Casa de Campo. Habían intentado abrir una brecha por el norte, pero allí también los habían repelido. El fuego de mortero seguía como siempre; en cambio, la crisis de desesperación ya se había superado. Ahora había bombarderos rusos en el cielo, unos rápidos monoplanos de morro achaparrado gracias a los cuales, en caso de que se aproximara algún bombardero alemán, éste era inmediatamente perseguido y obligado a alejarse. A veces se producían combates aéreos sobre la ciudad. Muchos decían que los rusos se habían apoderado de todo y que la República estaba a merced de ellos. Ahora los funcionarios gubernamentales se mostraban más antipáticos que antes y, en ocasiones, hasta parecían asustados. Los niños de los orfelinatos habían sido trasladados, de la noche a la mañana, a un campamento del Estado situado en algún lugar de las afueras de Madrid, por supuesto sin consultar con la Cruz Roja.
Bernie seguía viéndose con Barbara, la cual se pasaba casi todas las tardes con él en el Gijón o bien en algunos de los bares del centro. Los fines de semana se iban a pasear por la zona oriental de la ciudad, más segura, y a veces salían al campo que se extendía más allá. Ambos compartían el mismo sentido irónico del humor y se reían hablando de libros y de política y de sus infancias solitarias, cada una a su manera.
– La tienda en que trabaja mi padre es una de las cinco que posee el propietario -le explicó Bernie a Barbara un día. Estaban sentados en el murete divisorio de un campo de labranza de las afueras, aprovechando el sol en un día insólitamente templado. Las nubes se perseguían unas a otras y sus sombras se cernían sobre los campos. Costaba creer que el frente se encontrara a escasos kilómetros de distancia-. El señor Willis vive en Richmond, en una casa enorme, y le paga una miseria a mi padre. Sabe que éste jamás podría conseguir otro trabajo, ya que la guerra lo dejó muy… tocado. Mi madre es la que se encarga de casi todo, con la ayuda de una chica.
– Supongo que, en comparación con eso, yo estaba mejor -dijo Barbara-. Mi padre tiene un taller de reparación de bicicletas en Erdington. Siempre le ha ido muy bien. -Sintió la tristeza que siempre la embargaba al recordar su infancia; casi nunca hablaba de ella, pero de pronto se lo estaba contando todo a Bernie-. Cuando nació mi hermana, soñó con un hijo que algún día pudiera hacerse cargo del negocio, pero me tuvo a mí. Y después mi madre ya no pudo tener más hijos. -Encendió un cigarrillo.
– ¿Se lleva bien con su hermana? A menudo he pensado que me habría gustado tener una.
– No. -Barbara volvió el rostro-. Carol es muy guapa y siempre le ha encantado exhibirse. Sobre todo, delante de mí. -Miró a Bernie, y éste le dirigió una sonrisa de aliento-. Pero yo era más inteligente, la que pudo seguir estudiando.
Se mordió el labio inferior al pensar en los recuerdos que aquellas palabras le hacían evocar, y después volvió a mirarlo y decidió que lo mejor era seguir adelante. Por mucho que le doliera, le contó que había sido víctima del acoso de sus compañeras desde el primer día de clase hasta el último, a los catorce años.
– El primer día se burlaron de mis gafas y mis rizos, y yo me puse a llorar -continuó-. Así empezó todo, ahora lo comprendo. Supongo que eso me señaló como alguien a quien se podía atormentar y hacer llorar. Allí donde fuera, las niñas se burlaban de mí. -Lanzó un profundo suspiro y se estremeció-. Las niñas pueden ser muy crueles.
De pronto Barbara se sintió fatal y pensó que no debería habérselo contado, que había sido una estupidez. Bernie levantó la mano como para tomar la suya, pero después la dejó caer de nuevo.
– En Rookwood ocurría lo mismo -dijo-. Si tenías algo que se salía un poco de lo corriente y no contraatacabas, te elegían como víctima. Empezaron conmigo cuando llegué, a causa de mi acento; «plebeyo», me llamaban. Tumbé a unos cuantos y la cosa se resolvió. Pero me pareció curioso que esas cosas ocurrieran precisamente en las escuelas privadas. -Sacudió la cabeza-. Y en los colegios de chicas también, ¿eh?
– Sí. Ojalá les hubiera dado una paliza, pero estaba demasiado bien educada. -Barbara arrojó lejos el cigarrillo-. Tanto sufrimiento sólo porque llevaba gafas y tenía una pinta un poco rara. -Se levantó bruscamente y dio unos pasos, contemplando la ciudad que, desde allí, era una mancha lejana y borrosa. En su extremo más alejado se divisaban unos minúsculos resplandores que parecían señales indicadoras justo en los lugares que los fascistas bombardeaban.
Bernie se acercó a ella y le ofreció otro cigarrillo.
– No es verdad.
– ¿No es verdad el qué?
– Que tenga una pinta un poco rara. Es una tontería. Además, me gustan esas gafas.
Barbara se enfureció, como siempre cuando alguien le hacía un cumplido. Simplemente pretendían que ella se sintiera más a gusto con su aspecto. Se encogió de hombros.
– Bueno, al final me largué -dijo-. Querían que me quedara en aquel infierno y que fuera a la universidad, pero me negué. Tenía catorce años. Trabajé como mecanógrafa hasta que tuve edad suficiente para estudiar enfermería.
Bernie permaneció un rato en silencio. Barbara habría preferido que no la mirara tanto.
– ¿Cómo ingresó en la Cruz Roja? -le preguntó él.
– A la escuela solían ir personas que ofrecían charlas los miércoles por la tarde. Una mujer nos habló de la labor que llevaba a cabo la Cruz Roja, ayudando a los refugiados de Europa. La señorita Forbes… -Barbara sonrió-. Era una mujer fornida de mediana edad, con el cabello canoso y un estúpido sombrero con flores; pero era tan amable y se esforzó tanto por hacernos comprender lo importante que era aquel trabajo que decidí unirme a ellos, al principio como voluntaria juvenil. Yo había perdido la confianza en el género humano, y ellos me la devolvieron. Al menos en parte. -Las lágrimas asomaron a sus ojos.
– ¿Y acabó en Ginebra?
– Sí -respondió Barbara-. Porque también necesitaba alejarme de casa. -Exhaló una larga nube de humo y miró a Bernie-. ¿Qué pensaron sus padres cuando usted decidió unirse como voluntario a las Brigadas Internacionales?
– Sufrieron otra decepción. Como cuando dejé la universidad. -Bernie se encogió de hombros-. A veces me siento culpable por haberlos abandonado.
«Para trabajar por el partido -pensó Barbara-. Y para ser modelo de escultor.» Se lo imaginó momentáneamente sin ropa y bajó la mirada al suelo.
– No querían que viniera aquí, claro -continuó Bernie-, no lo entendían. -La miró de nuevo a los ojos-. Pero era preciso que viniera. Cuando vi los noticiarios, las colas de refugiados… Tenemos que destruir el fascismo, tenemos que hacerlo.
La llevó a ver a la familia Mera, pero la visita no fue un éxito. Barbara no los entendía a causa de su acento y se sentía incómoda entre tanto desorden.
Acogieron a Bernie como a un héroe, y ella imaginó que éste habría protagonizado algún acto de valentía en la Casa de Campo. Bernie compartía una habitación de aquella vivienda de alquiler con uno de los hijos, un escuálido muchacho de quince años con un pálido y demacrado rostro de tuberculoso.
En el camino de vuelta a casa, Barbara comentó que Bernie corría peligro al compartir una habitación con él. Él replicó con uno de sus ocasionales estallidos de cólera.
– No pienso tratar a Francisco como si fuera un leproso. Con buena alimentación y medicamentos apropiados, la tuberculosis se puede curar.
– Lo sé. -Barbara se avergonzó de sí misma.
– La clase obrera española es la mejor del mundo. Saben lo que es luchar contra la opresión y no temen hacerlo. Practican la verdadera solidaridad entre ellos y son internacionalistas; creen en el socialismo y trabajan por él. No son unos materialistas voraces, como casi todos los sindicalistas británicos. Son lo mejor de España.
– Lo siento -se disculpó Barbara-. Es que… no comprendía lo que decían y… bueno, me estoy comportando como una burguesa, ¿verdad? -Lo miró muy nerviosa, pero la cólera de Bernie ya se había desvanecido.
– Al menos, usted empieza a entenderlo, y eso ya es más de lo que la mayoría de la gente puede hacer.
Barbara habría comprendido que Bernie la quisiera sólo como amiga. Sin embargo, él intentaba tomarle la mano una y otra vez, y en un par de ocasiones había intentado besarla. ¿Por qué la quería a ella, pudiendo elegir a quien le diera la gana?, se preguntaba Barbara. Sólo se le ocurría pensar que, a pesar de su internacionalismo, él prefería a una inglesa. Temía que Bernie le hubiera dicho que su aspecto no tenía nada de malo sólo para llevársela a la cama. Sabía que los hombres no se andaban con muchos remilgos. Una vez ya la habían atrapado de aquella manera y eso constituía su peor recuerdo, un recuerdo que la avergonzaba. Sus anhelos y la confusión que experimentaba la estaban consumiendo.
A Bernie se le estaba curando el brazo; le habían quitado la escayola, pero aún lo llevaba en cabestrillo, y además debía presentarse cada semana en el cuartelillo.
Cuando se recuperara del todo, decía, lo trasladarían a un nuevo campo de instrucción para voluntarios ingleses, en el sur. Ella temía la llegada de aquel día.
– Me he ofrecido para echar una mano con los nuevos combatientes llegados de Inglaterra -prosiguió él-. Pero me han dicho que ya lo tienen todo resuelto. -Bernie frunció el ceño-. Creo que temen que mi maldito acento de escuela privada provoque el rechazo de los chicos de la clase obrera que están viniendo.
– Pobre Bernie -dijo Barbara-. Atrapado entre dos clases.
– Yo nunca he estado atrapado -replicó él con amargura-. Sé dónde están mis lealtades de clase.
Un sábado de principios de diciembre ambos fueron a dar un paseo por los barrios residenciales del norte. Era una zona de viviendas para ricos, enormes mansiones con jardín privado. Hacía mucho frío y la víspera había caído una ligera nevada. Al fundirse, la nieve había dejado una atmósfera gélida y húmeda, aunque aún quedaban algunas manchas blancas en los tejados.
Muchos habitantes de los barrios residenciales habían huido a la zona nacional o habían sido encarcelados, y algunas casas permanecían cerradas. Otras, en cambio, habían sido invadidas por ocupantes ilegales y los jardines aparecían plagados de malas hierbas o se habían convertido en huertos de hortalizas; cerdos y gallinas campaban a su antojo en algunos de ellos. Aunque el desorden la molestaba profundamente, Barbara ya empezaba a ver las cosas con los ojos de Bernie: evidentemente aquella gente necesitaba vivienda y comida.
Se detuvieron ante la verja de una enorme mansión en cuyas ventanas colgaba la colada. Una jovencita de unos quince años ordeñaba una vaca atada a un árbol en el centro de un césped salpicado de boñigas.
Al ver el gabán militar de Bernie, la chica se enderezó y lo saludó con el puño en alto.
– Habrán perdido sus casas por culpa de la artillería o los bombardeos de Franco -observó Bernie.
– Me pregunto dónde estarán los antiguos propietarios.
– Se han ido, eso es lo único que cuenta.
Al oír un rugido, los dos levantaron la vista hacia el cielo. Un gigantesco bombardero alemán sobrevolaba la zona, escoltado por un par de pequeños cazas. Tres aparatos rusos, con el morro pintado de rojo, volaban en círculo a su alrededor, dejando unas largas estelas de humo blanco en el cielo azul. Barbara echó la cabeza atrás para verlos mejor. Era una hermosa exhibición, hasta que uno caía en la cuenta de lo que estaba ocurriendo allí arriba. Al final de la calle se levantaba una iglesia neogótica del siglo XIX. Una pancarta colgaba sobre una puerta que estaba abierta: «Establo de la Revolución.»
– Venga -dijo Bernie-. Vamos a echar un vistazo.
El interior había sido destruido; casi todos los bancos se habían retirado y las vidrieras de colores estaban rotas. Las imágenes habían sido sacadas de sus hornacinas y arrojadas al suelo; unas balas de paja se amontonaban en un rincón. La parte de atrás de la iglesia había sido vallada para albergar un rebaño de ovejas. Los animales estaban todos apretujados y, cuando la pareja se acercó, se apartaron atemorizados y empezaron a balar, emparejándose entre sí y mirando de soslayo con sus extraños ojos desmesuradamente abiertos. Bernie intentó calmarlos murmurando palabras tranquilizadoras.
Barbara se acercó al montón de imágenes rotas. Una cabeza de yeso de la Virgen con los ojos llenos de lágrimas pintadas la miró con expresión de reproche desde el suelo y le evocó el convento donde se alojaban los niños. De pronto fue consciente de la presencia de Bernie a su lado.
– Las lágrimas de la Virgen -dijo, soltando una risita cohibida.
– La Iglesia siempre ha apoyado a los opresores. Al alzamiento de Franco lo llaman «cruzada» y bendicen a los soldados fascistas. No se puede reprochar que la gente esté furiosa.
– Yo jamás he entendido a la Iglesia, con todos sus dogmas. Es triste.
Sintió que Bernie le rodeaba el cuerpo con el brazo bueno y la obligaba a volverse. Se llevó tal sorpresa que no le dio tiempo a reaccionar cuando él se inclinó hacia delante. Notó el contacto de su mejilla y luego una cálida sensación de humedad mientras él la besaba. Después retrocedió un poco, tambaleándose.
– Pero ¿qué demonios estás haciendo?
Él la miró avergonzado, con un mechón de cabello rubio cayéndole sobre la frente.
– Tú lo deseabas -dijo-. Lo sé. Barbara, dentro de unas semanas estaré en el campo de instrucción. Puede que jamás vuelva a verte.
– ¿Y qué quieres? ¿Un poco de sexo con una inglesa? ¡Pues conmigo no cuentes! -Levantó la voz y el eco resonó por todo el templo. Las ovejas se asustaron y empezaron a balar en tono quejumbroso.
Bernie se acercó a ella.
– ¡Sabes muy bien que no es eso! -contestó, también a gritos-. Ya conoces mis sentimientos, ¿o acaso estás ciega?
– Ciega con mis estúpidas gafas, ¿verdad?
– ¿No ves que te quiero? -exclamó él.
– ¡Mentiroso!
Salió corriendo de la iglesia y bajó por el sendero. Mientras cruzaba la verja, resbaló sobre una placa de nieve y se desplomó sollozando contra el muro de piedra. Bernie se acercó y le apoyó una mano en el hombro.
– ¿Por qué iba a mentir? ¿Por qué? Te quiero. Y tú sientes lo mismo, lo he visto, ¿por qué no quieres creerme?
Ella se volvió para mirarlo.
– Porque soy fea y torpe y… ¡No! -Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar con desconsuelo.
Un niño que pasaba caminando descalzo con un cerdito en brazos se detuvo a mirarlos.
– ¿Por qué te aborreces tanto? -preguntó Bernie con dulzura.
Ella sentía deseos de ponerse a gritar. Se enjugó las lágrimas, lo apartó de un empujón y echó a andar calle abajo. De repente, el niño se puso a gritar.
– ¡Miren! ¡Miren!
Barbara se volvió; el niño se había colocado el cerdito, que no paraba de chillar, bajo el brazo, mientras con el otro señalaba muy nervioso hacia lo alto. Arriba, en el cielo, uno de los cazas alemanes había sido alcanzado y caía en picado. Se oyó una fuerte detonación en algún lugar, no muy lejos de allí, y el niño vitoreó. Tras echar una rápida mirada hacia el cielo, Bernie echó a correr tras ella.
– Barbara, espera. -Logró alcanzarla y le cortó el paso-. Escúchame, por favor. El sexo me da igual, me trae sin cuidado; pero te quiero, te quiero.
Ella meneó la cabeza.
– Dime que tú no sientes lo mismo -insistió él-, y ahora mismo me voy.
A la mente de Barbara acudió la imagen de una docena de chiquillas gritando a su espalda en el patio de recreo: «Cuatro ojos con ricitos, pelitos de zanahoria!»
– Lo siento, es inútil, no puedo… no.
– No lo entiendes, no te das cuenta…
Barbara se volvió para mirarlo y, al ver el dolor y la tristeza reflejados en su rostro, se le encogió el corazón. Después dio un respingo al oír un silbido procedente de lo alto. Levantó la mirada. El segundo caza alemán había sido alcanzado y caía sobre ellos. Ya se encontraba espantosamente cerca: las llamas brotaban de su costado formando una larga lengua de color rojo amarillento. Cayó a plomo; Barbara vio las hélices que todavía giraban, brillantes como las alas de un insecto. Bernie también miraba hacia arriba. Ella lo apartó de su lado de un empujón y, mientras él se tambaleaba hacia atrás, el aire se llenó de un rugido sobrecogedor. Barbara vio que el alto muro de la casa ante la que pasaban se le venía encima. De pronto sintió un dolor terrible e insoportable cuando algo le golpeó la cabeza.
Sólo permaneció un instante sin sentido. Cuando volvió en sí, fue consciente del dolor de cabeza y trató desesperadamente de recordar lo que había ocurrido y dónde estaba. Abrió los ojos y vio a Bernie inclinado sobre ella, pero desenfocado, pues había perdido las gafas. Había ladrillos y polvo a su alrededor. Bernie lloraba sin apartar los ojos de ella. Barbara jamás había visto llorar a un hombre.
– Barbara, Barbara, ¿cómo estás? ¡Oh, Dios mío!, pensaba que habías muerto. ¡Te quiero, te quiero!
Ella permitió que la incorporara. Después apoyó el rostro en su pecho y se echó a llorar; ambos estaban sentados en el suelo, llorando en mitad de la calle. Oyó pisadas a su alrededor, de gente que había salido de las casas y se congregaba en torno a ellos.
– ¿Cómo están? -preguntó alguien-. ¡Dios mío, miren eso!
– Estoy bien -contestó Barbara-. Mis gafas, ¿dónde están mis gafas?
– Aquí -contestó Bernie en un susurro.
Se las alcanzó, y ella se las puso. Vio que el muro del jardín se había derrumbado y no los había alcanzado por los pelos, aunque toda la calle estaba sembrada de ladrillos. Uno de ellos debía de haberla alcanzado. Las llamas y el humo negro salían por todas las ventanas de la mansión y la cola del aparato asomaba por el tejado hundido. Barbara distinguió una cruz gamada de color negro. La habían tapado con pintura amarilla, pero igualmente se veía. Se llevó la mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre. Una anciana envuelta en un chal negro la rodeó con su brazo.
– Es sólo un corte, señorita. ¡Ay!, se ha salvado de milagro.
Barbara alargó una mano hacia Bernie, que estaba lívido y se acariciaba el brazo herido. Los abrigos de ambos estaban cubiertos de polvo blanco.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.
– La explosión me ha tirado al suelo. Me he lastimado un poco el brazo. Pero, ¡oh, Dios mío!, pensaba que estabas muerta. Te quiero, por favor, créeme. ¡Ahora tienes que creerme! -Bernie volvió a echarse a llorar.
– Sí -dijo ella-, te creo. Perdóname, perdóname, por favor.
Ambos se fundieron en un abrazo.
El grupito de españoles, unos refugiados que tal vez tres meses atrás jamás habían salido de sus pueblos, permanecía a su lado contemplando los restos del aparato que asomaban por el tejado de la mansión en llamas.
Mientras contemplaba los leones marinos sentada en el banco, Barbara volvió a recordar el abrazo de Bernie. Cuánto le debió de doler el brazo herido mientras la estrechaba con fuerza. Consultó su reloj, el relojito de pulsera de la marca Dior que Sandy le había regalado. En su mente no había resuelto nada, simplemente se había emocionado recordando el pasado. Ya era hora de regresar a casa, Sandy la estaría esperando.
Sandy ya estaba en casa cuando ella regresó, había dejado el coche aparcado en el camino particular de la casa. Se quitó el abrigo. Pilar subió trotando desde el sótano y se quedó de pie en el recibidor con las manos cruzadas, como siempre hacía cuando Barbara regresaba a casa.
– No necesito nada, Pilar. Gracias.
– Muy bien.
La chica inclinó la cabeza y regresó a la cocina de abajo. Barbara sacudió los pies para quitarse los zapatos. Tenía los pies doloridos tras haberse pasado toda la tarde caminando.
Subió al estudio de Sandy. Éste solía trabajar largas horas allí arriba, examinando papeles y efectuando llamadas por teléfono. La estancia se encontraba en la parte de atrás de la casa y tenía una pequeña ventana que apenas dejaba entrar la luz. Sandy la había llenado de adornos y obras de arte elegidas por él mismo. Un cuadro expresionista con una distorsionada figura que conducía un asno a través de un asombroso paisaje desértico dominaba la estancia iluminada por una lámpara de pared.
Ahora estaba sentado detrás de su escritorio, envuelto en una maraña de papeles, pasando un lápiz por el margen de una columna de cifras. No la había oído acercarse y su rostro ofrecía el aspecto que a veces tenía cuando pensaba que nadie podía verlo: vehemente, calculador y, en cierto modo, depredador. En su mano libre sostenía un cigarrillo cuya larga cola de ceniza amenazaba con desprenderse de su extremo.
Ella lo estudió con una nueva mirada crítica. Llevaba el cabello todavía alisado hacia atrás con una gomina tan espesa que se podían ver las huellas del peine a través de él. Tanto el cabello engominado como el bigotito recto estaban de moda en los círculos falangistas. Al verla, esbozó una sonrisa.
– Hola, cariño. ¿Has tenido un buen día?
– No ha estado mal. He ido al Retiro esta tarde. Está empezando a hacer frío.
– Llevas las gafas puestas.
– Por Dios, Sandy, no puedo salir a la calle sin ellas y que me atropellen. Me las tengo que poner, sería estúpido no hacerlo.
Él la miró un instante y después volvió a sonreír.
– En fin. El viento te ha coloreado las mejillas. Parecen dos rosas.
– ¿Y tú qué has hecho? ¿Has trabajado mucho?
– Sólo unos números para mi proyecto del Ministerio de Minas. -Apartó los papeles de la línea visual de Barbara y después tomó su mano en la suya-. Tengo una buena noticia. Ya sabes que me comentaste tu deseo de trabajar como voluntaria. Hoy he hablado con un hombre del Comité Judío cuya hermana es un pez gordo del Auxilio Social. Buscan enfermeras. ¿Te gustaría trabajar con los niños?
– No lo sé. Sería… una manera de hacer algo. -Una manera de apartar su mente de Bernie, del campo de Cuenca, de Luis.
– La mujer con quien tenemos que hablar es una marquesa. -Sandy arqueó las cejas. Fingía despreciar la esnobista adoración de la aristocracia que practicaba la clase alta española en tanta medida como la inglesa, pero Barbara sabía que le encantaba alternar con aquella gente-. Alicia, marquesa de Segovia. El sábado asistirá al concierto que se da en la Ópera; tengo entradas. -Sonrió y se sacó un par de entradas grabadas en letras doradas.
Barbara se sintió culpable.
– Oh, Sandy, siempre piensas en mí.
– No sé cómo será este concierto, pero también habrá algo de Strauss.
– Oh, gracias, Sandy. -Su generosidad la hacía sentirse avergonzada. Notó que las lágrimas asomaban a sus ojos y se levantó precipitadamente-. Será mejor que le diga a Pilar que empiece a preparar la cena.
– Muy bien, cariño. Yo todavía tengo para una hora.
Barbara bajó a la cocina, poniéndose los zapatos por el camino. No estaría bien que Pilar la viera caminar descalza.
La pintura de las paredes de la cocina era de un desagradable color mostaza, no blanca como la del resto de la casa. La chica estaba sentada a una mesa que había al lado de la vieja y enorme cocina económica. Contemplaba una fotografía. Mientras se la acercaba a la pechera del vestido y se levantaba, Barbara vislumbró fugazmente la imagen de un joven enfundado en un uniforme republicano. Era peligroso llevar encima una fotografía como aquélla; en caso de que le pidieran la documentación y un guardia civil la encontrara, le harían preguntas. Barbara fingió no haberla visto.
– Pilar, ¿podría empezar a preparar la cena? Hoy tenemos pollo al ajillo, ¿verdad?
– Sí, señora.
– ¿Tiene todo lo que necesita?
– Sí, señora. Gracias. -Había frialdad en los ojos de la chica.
Barbara habría querido explicarse, decirle que sabía lo que era aquello, que ella también había perdido a alguien. Pero no podía ser. Asintió con la cabeza y subió al piso de arriba para vestirse para la cena.
El Café Rocinante se encontraba en una callejuela de las inmediaciones de la calle Toledo. Al salir de la embajada, Harry vio al pálido joven español pisándole una vez más los talones. Soltó una maldición… Habría deseado volverse, pegarle un grito y arrearle un guantazo. Dobló un par de esquinas y consiguió despistarlo. Siguió adelante rebosante de satisfacción; pero, en cuanto vio el café y cruzó la calle, sintió que el corazón se le salía del pecho. Respiró hondo varias veces mientras abría la puerta. Repasó todo lo que habían preparado en Surrey con vistas a aquel primer encuentro. «Dé por sentado que se mostrará desconfiado -le habían dicho-; procure parecer cordial e ingenuo como corresponde a un recién llegado a Madrid. Muéstrese receptivo y dispuesto a escuchar.»
El café estaba muy oscuro; la luz natural que penetraba a través de la pequeña y polvorienta ventana sólo contaba con la ayuda de unas cuantas bombillitas de quince vatios distribuidas por las paredes. Casi todos los parroquianos eran hombres de mediana edad de la clase media, tenderos y pequeños comerciantes. Permanecían sentados a las mesitas, bebiendo café o chocolate y hablando, sobre todo, de negocios. Un escuálido muchacho de diez años se paseaba entre las mesas vendiendo los cigarrillos de una bandeja que llevaba atada alrededor del cuello con una cinta. Harry se sentía incómodo y miraba con disimulo en torno a sí para no llamar la atención. O sea que aquello era ser espía. Notaba una especie de silbido y de sordo zumbido en el oído malo.
Aparte de un par de mujeres de mediana edad que comentaban lo caras que se estaban poniendo las cosas en el mercado de estraperlo, sólo había otra mujer fumando en soledad con una taza de café vacía delante. Era una treintañera delgada y nerviosa, envuelta en un vestido desteñido. Miraba constantemente a los restantes clientes y sus ojos se movían con la rapidez de un rayo de una mesa a otra. Harry se preguntó si sería alguna especie de confidente. Llamaba demasiado la atención, pero la verdad es que también la llamaba su «espía».
Vio inmediatamente a Sandy, sentado solo a una mesa leyendo un ejemplar del ABC. En la mesa había una taza de café y un enorme cigarro apoyado en un cenicero. Si no hubiera visto las fotografías, no lo habría reconocido. Con su impecable traje a medida, su bigote y su cabello engominado peinado hacia atrás, poco le quedaba del compañero de colegio que Harry recordaba. Estaba más grueso, aunque no de grasa sino de músculo, y ya tenía unas cuantas arrugas en el rostro. Sólo le llevaba a Harry unos cuantos meses, pero aparentaba cuarenta años. ¿Cómo podía parecer tan mayor?
Se acercó a la mesa. Sandy no levantó la mirada y él se quedó allí de pie un instante, sintiéndose un poco ridículo. Carraspeó y entonces Sandy dejó el periódico y lo miró con semblante inquisitivo.
– ¿Sandy Forsyth? -Harry fingió sorprenderse-. Eres tú, ¿verdad? Soy Harry Brett.
Sandy se quedó momentáneamente en blanco, pero enseguida cayó en la cuenta. Se le iluminó todo el rostro y esbozó la ancha sonrisa que Harry recordaba, dejando al descubierto unos blancos dientes cuadrados.
– ¡Harry Brett! Eres tú. ¡No puedo creerlo! ¡Después de tantos años! Pero, Dios mío, ¿qué estás haciendo aquí? -Se levantó y estrechó con firmeza la mano de Harry. Harry respiró hondo.
– Trabajo como intérprete en la embajada.
– ¡Dios bendito! Sí, claro, te matriculaste en idiomas en Cambridge, ¿verdad? ¡Menuda sorpresa! -Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el hombro-. Jesús, has cambiado muy poco. Siéntate, ¿te apetece un café? ¿Qué haces en el Rocinante?
– Vivo muy cerca de aquí, a la vuelta de la esquina. Decidí salir a dar un paseo.
Se le hizo un nudo momentáneo en la garganta al soltar la primera mentira; pero, al ver la ingenua y jovial expresión de sorpresa en el rostro de Sandy, comprendió que éste se había tragado la trola. Experimentó una punzada de remordimiento, y después, de alivio al ver la alegría de Sandy, aunque ello no contribuyera precisamente a facilitarle las cosas.
Sandy chasqueó los dedos y un anciano camarero envuelto en una chaqueta blanca cubierta de lamparones se acercó de inmediato. Harry pidió chocolate caliente. El humo del cigarro se elevó en espirales desde la boca de Sandy, mientras éste estudiaba a Harry.
– Bueno, bueno, hay que ver. -Sandy meneó la cabeza-. Han pasado… ¿cuántos?… quince años. Me asombra que me hayas reconocido.
– Bueno, un poco sí que has cambiado. Al principio, no estaba seguro…
– Años atrás pensé que me habías olvidado.
– Esos días jamás se olvidan.
– Te refieres a Rookwood, ¿eh? -Sandy meneó la cabeza-. Has engordado un poco.
– Creo que sí. Te veo en muy buena forma.
– El trabajo me mantiene alerta. ¿Recuerdas aquellas tardes buscando fósiles? -Sandy volvió a sonreír con una expresión repentinamente rejuvenecida-. Fueron para mí los mejores momentos en Rookwood. Los mejores. -Lanzó un suspiro y su rostro pareció cerrarse mientras se reclinaba contra el respaldo de su asiento. Seguía sonriendo, pero su mirada revelaba un cierto recelo-. ¿Cómo terminaste trabajando para el Gobierno de su majestad?
– Me hirieron en Dunkerque.
– Sí, claro, la guerra. -Sandy hablaba como si fuera algo que ya hubiera olvidado y no tuviera nada que ver con él-. Nada grave, espero.
– No, ahora ya estoy bien. Me ha quedado un pequeño problema de oído. Sea como fuere, después ya no quise regresar a Cambridge. El Foreign Office estaba buscando intérpretes y me aceptaron.
– Conque Cambridge, ¿eh? ¿O sea que, al final, no te presentaste a la Oficina de Colonias? -Sandy soltó una carcajada-. Sueños juveniles. ¿Recuerdas que tú ibas a ser un funcionario territorial en Bongolandia y yo un cazador de dinosaurios? -Ahora la expresión de Sandy se había vuelto a relajar y mostraba un semblante risueño. Alargó la mano hacia el cigarro y le dio una larga calada.
– Pues sí. Es curioso cómo cambian las cosas. -Harry procuró que su tono sonara relajado-. ¿Y tú qué haces aquí? He notado una especie de sacudida al verte. Yo a éste lo conozco, he pensado, pero ¿quién es? Y entonces te he reconocido. -Ahora las mentiras le salían con la mayor fluidez.
Sandy dio otra calada a su cigarro y exhaló nuevas volutas de áspero humo.
– Vine a parar aquí hace tres años. Hay muy buenas oportunidades de negocios. Estoy aportando mi granito de arena a la reconstrucción de España. Aunque no descarto marcharme a otro sitio dentro de un tiempo.
El anciano camarero se acercó y depositó una tacita de chocolate delante de Harry. Sandy le hizo una seña al pequeño que vendía cigarrillos Lucky Strike a la flaca.
– ¿Te apetece un cigarro? Le daremos una alegría a Roberto. Tiene un par de habanos escondidos por aquí dentro. Un poco secos, pero no están mal.
– Gracias, no fumo.
Harry miró a la mujer. Ni siquiera se molestaba en disimular que vigilaba a los clientes. Su rostro demacrado ofrecía un aspecto un tanto oficinesco.
– Tú nunca caíste, ¿verdad? Recuerdo que jamás te reunías detrás del gimnasio con nosotros, los chicos malos.
Harry se echó a reír.
– Nunca me gustó. Las dos veces que lo probé, me mareé. -Alargó la mano hacia la tacita de chocolate y observó que no le temblaba.
– Vamos, Brett, tú lo censurabas. -Ahora la voz de Sandy había adquirido un matiz irónico-. Siempre fuiste un hombre de Rookwood de la cabeza a los pies. Siempre cumplías las normas.
– Es posible. Pero llámame Harry, hombre.
Sandy sonrió.
– Como en los viejos tiempos, ¿eh? -Ahora la sonrisa de Sandy era auténticamente cordial.
– Sea como fuere, Sandy, la última vez que supe de ti aún estabas en Londres.
– Necesitaba largarme. Algunas personas del ambiente de la hípica llegaron a la conclusión de que yo no les gustaba. Mal asunto, lo de las carreras de caballos. -Sandy miró a Harry-. Fue entonces cuando perdimos el contacto, ¿verdad? Lo sentí mucho porque me encantaba recibir tus cartas. -Lanzó un suspiro-. Tenía un proyecto muy bueno, pero a algunos peces gordos les molestaba. De todas maneras, aprendí unas cuantas lecciones. Después, un conocido mío de Newmarket me comentó que la gente de Franco buscaba personas para trabajar como guías turísticos de los campos de batalla de la Guerra Civil. Personas con unos antecedentes adecuados para conseguir unas cuantas divisas y buscar en Gran Bretaña un poco de apoyo a los nacionales.
Y así me pasé un año acompañando a viejos coroneles de Torquay en un recorrido por los campos de batalla del norte. Más tarde, me metí en un par de negocios. -Sandy extendió los brazos-. Y acabé quedándome. Llegué a Madrid el año pasado, inmediatamente después de la entrada del Generalísimo.
– Comprendo. -«Mejor no hacer demasiadas indagaciones», pensó Harry. Demasiado prematuro-. ¿Sigues en contacto con tu padre?
El rostro de Sandy se endureció.
– Ya no. Mejor así, porque nunca nos llevamos bien. -Sandy guardó silencio un instante y después volvió a sonreír-. En fin. ¿Tú cuánto tiempo llevas en Madrid?
– Sólo unos días.
– Pero tú ya habías estado aquí antes, ¿verdad? Viniste con Piper después de la escuela.
Harry lo miró asombrado. Sandy soltó una risita y lo señaló con el extremo del cigarro.
– ¿A que no sabías que yo lo sabía?
A Harry le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo se habría enterado?
– Pues sí. En tiempos de la República. Pero ¿cómo…?
– Y después regresaste, ¿verdad? -Harry lanzó un suspiro de alivio al ver que Sandy lo miraba con semblante risueño, lo cual no habría sido posible de haber conocido éste el verdadero propósito de su presencia allí-. Viniste para intentar averiguar su paradero tras haber sido dado por desaparecido en el Jarama y entonces conociste a su novia. Barbara. -Ahora Sandy rió de buena gana-. No te sorprendas tanto. Lo siento. Es sólo que conocí a Barbara en Burgos cuando trabajaba como guía, la Cruz Roja la envió allí cuando Piper se fue al oeste. Ella me lo contó todo.
Así que era eso. Harry lanzó un suspiro y se volvió a reclinar contra el respaldo de su asiento.
– Le escribí a través de la oficina de la Cruz Roja en Madrid, pero jamás obtuve respuesta. Seguramente las cartas no se llegaron a enviar.
– Probablemente, no. Por aquel entonces, todo era muy caótico en la República.
– Pero ¿cómo demonios os conocisteis vosotros dos? Menuda casualidad.
– No tanta. Había muy pocos ingleses en el Burgos del treinta y siete. Fue una coincidencia que ambos nos encontráramos en la zona nacional, supongo. Nos conocimos en una fiesta organizada por la Texas Oil para los exiliados. -Sandy sonrió de oreja a oreja-. De hecho, nos fuimos a vivir juntos. Ahora está conmigo, vivimos en una casa de la calle Vigo. Seguro que no la reconocerías.
– El otro día me pareció verla cruzando la Plaza Mayor.
– ¿De veras? ¿Qué estaría haciendo allí? Quizá buscando alguna tienda donde hubiera algo que mereciera la pena comprar.
Sandy sonrió.
«Esto es una complicación -pensó Harry-. Barbara.» ¿Cómo demonios se habría liado con Sandy?
– ¿Sigue trabajando con la Cruz Roja? -preguntó.
– No, ahora es ama de casa. Lo de Piper la afectó mucho, pero ya está bien. Intento convencerla de que trabaje un poco como voluntaria.
– El hecho de que mataran a Bernie la dejó destrozada. Jamás averiguamos dónde estaba su cuerpo.
Sandy se encogió de hombros.
– A los rojos les daba igual lo que les ocurriera a sus hombres. En todas aquellas ofensivas fallidas que ordenaron los rusos. Sólo Dios sabe cuántos de ellos quedaron enterrados en la sierra. Pero ahora Barbara está bien. Estoy seguro de que se alegrará de verte. El martes tendremos un par de invitados, ¿por qué no vienes tú también?
Era la clase de acceso que a Harry le habían dicho que intentara conseguir, ofrecido en bandeja.
– ¿No será perjudicial… para Barbara? No quisiera despertarle… malos recuerdos.
– Le encantará verte. Sandy bajó la voz-. Por cierto, siempre decimos a todo el mundo que estamos casados; aunque no sea cierto. Es más fácil, estos del Gobierno son unos puritanos.
Harry se fijó en que Sandy lo miraba a la espera de su reacción. Sonrió, inclinando la cabeza.
– Entiendo -dijo con torpeza.
– Durante la Guerra Civil todo el mundo vivía a salto de mata; claro, nadie sabía el tiempo que le quedaba. -Sandy sonrió-. Sé que Barbara agradeció mucho la ayuda que tú le prestaste.
– ¿De veras? Ojalá hubiera podido hacer algo más. Pero gracias, iré con mucho gusto.
Sandy se inclinó hacia delante y le dio otra palmada en el hombro.
– Y ahora, cuéntame algo más de ti. ¿Cómo están aquellos ancianos tíos tuyos?
– Pues como siempre. Ellos no cambian.
– ¿No te has casado?
– No. Hubo alguien, pero no salió bien.
– Pues aquí hay montones de señoritas muy guapas.
– De hecho, estoy invitado a una fiesta la semana que viene, por parte de uno de los subsecretarios al que serví como intérprete. Los dieciocho años de su hija.
– Ah, ¿y quién es? -preguntó Sandy con interés.
– El general Maestre.
Sandy entornó los ojos.
– Nada menos que Maestre. Te estás moviendo en ambientes muy exclusivos. ¿Qué tal es?
– Muy amable. ¿Lo conoces?
– Me lo presentaron brevemente una vez. Tenía muy mala fama durante la Guerra Civil. -Sandy hizo una pausa como de reflexión-. Vas a tener ocasión de conocer a mucha gente del Gobierno en tu profesión.
– Supongo que sí. Yo voy simplemente donde me mandan.
– Me han presentado a Carceller, el nuevo jefe de Maestre. He tratado con algunas personas del Gobierno. Incluso he conocido al Generalísimo -añadió Sandy con orgullo-. Durante una recepción que ofreció a hombres de negocios extranjeros.
«Quiere impresionarme», pensó Harry.
– ¿Y cómo es?
Sandy se inclinó hacia delante y bajó la voz.
– No como tú te imaginas al verlo pavonearse en los noticiarios. Parece más un banquero que un general. Pero es listo, como buen gallego. Seguirá aquí cuando gente como Maestre lleve tiempo desaparecida. Y dicen que es el hombre más duro del mundo. Firma las sentencias de muerte mientras se toma el café de la noche.
– ¿Y si ganamos nosotros la guerra? Seguro que Franco cae, aunque no se haya aliado con Hitler. -Le habían dicho que se mantuviera al margen de la política, pero Sandy había sacado el tema a colación. Era una oportunidad para averiguar lo que éste opinaba del régimen.
Sandy meneó confiadamente la cabeza.
– No entrará en guerra. Le da demasiado miedo el bloqueo naval. El régimen no es tan fuerte como parece; si los alemanes marcharan sobre España, los rojos empezarían a salir de sus escondrijos. Y, si ganamos nosotros -Sandy se encogió de hombros-, Franco nos será muy útil. No hay nadie más anticomunista que él. -Sonrió con ironía-. No te preocupes, no estoy ayudando a un enemigo de Inglaterra.
– Lo dices muy seguro.
– Es que lo estoy.
– Pues aquí la situación parece desesperada. La pobreza. Se respira una atmósfera auténticamente sombría.
Sandy se encogió de hombros.
– España es así. Como siempre ha sido y siempre será. Necesitan mano dura.
Harry inclinó la cabeza.
– Jamás habría imaginado que te gustara la idea de recibir órdenes de una dictadura, Sandy.
Sandy se echó a reír.
– Lo de aquí no es una auténtica dictadura. Es demasiado caótico para eso. Hay muy buenas oportunidades de negocio si mantienes alerta los cinco sentidos. Tampoco es que tenga intención de quedarme aquí para siempre.
– Podrías irte a otro sitio.
Sandy se encogió de hombros.
– Quizás el año que viene.
– Aquí parece que la gente está al borde de la inanición.
Sandy lo miró con la cara muy seria.
– Las dos últimas cosechas han sido desastrosas a causa de la sequía. Y la mitad de las infraestructuras fueron destruidas en la guerra. Gran Bretaña tampoco está ayudando mucho, francamente. Sólo se autoriza la entrada de la gasolina necesaria para mantener el transporte en marcha. ¿Has visto los gasógenos?
– Sí.
– Todo eso es una pesadilla burocrática, naturalmente; pero el mercado triunfará. Personas como yo les mostramos el camino. -Sandy miró a Harry a los ojos-. Y eso les servirá de ayuda. Porque yo quiero ayudar de verdad a esta gente.
La mujer los miraba. Harry se inclinó sobre la mesa y dijo en voz baja:
– ¿Has visto a la de aquella mesa? Se ha pasado el rato mirándonos desde que yo entré. Temo que sea una confidente.
Sandy se quedó momentáneamente en blanco y después echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Los demás clientes se volvieron para mirarlos.
– ¡Oh, Harry, Harry, eres increíble!
– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
– Es una puta, Harry. Siempre está aquí, buscando negocio.
– ¿Cómo?
– Tú te pasas el rato mirándola, cruzas la mirada con la suya y después apartas los ojos, y la pobre chica está que no se aclara. -Sandy la miró sonriendo. La mujer no comprendió sus palabras, pero se ruborizó al ver la burlona expresión de sus ojos.
– De acuerdo, pues no lo sabía. Pero no tiene pinta de puta.
– Muchas no la tienen. Probablemente es la viuda de algún republicano. Muchas se tienen que prostituir para llegar a fin de mes.
La mujer se levantó. Rebuscó en su bolso, dejó unas monedas encima de la mesa y salió. Sandy la vio alejarse sin dejar de sonreír en plan de guasa ante su visible azoramiento.
– De todos modos, hay que vigilar -añadió Sandy-. Hace poco tuve la sensación de que me seguían.
– ¿De veras?
– No estoy seguro. Pero después pareció que se largaban. -Sandy consultó su reloj-. Bueno, tengo que regresar a mi despacho. Deja que te invite.
– Gracias.
Sandy volvió a sonreír, meneando la cabeza.
– No sabes cuánto me alegro de verte. -Su voz denotaba sincero afecto-. Ya verás cuando se lo diga a Barbara. ¿Puedo ir a recogerte a la embajada el martes?
– Sí. Pregunta por el departamento de traducción.
Ya en la calle, Sandy le estrechó la mano a Harry.
– Inglaterra ha perdido la guerra, ¿sabes? Yo tenía razón… todas aquellas ideas de Rookwood, todo aquello del Imperio y de que si noblesse oblige y de que hay que participar en el juego, no son más que bobadas. Le pegas una patada y todo se desploma. La gente que se crea sus propias oportunidades, que se hace a sí misma, es el futuro. -Meneó la cabeza-. En fin. -Casi pareció lamentarlo.
– Aún no ha terminado.
– No del todo. Pero casi. -Sandy esbozó una sonrisa compasiva, después dio media vuelta y se fue.
Las puertas del Teatro de la Ópera estaban abiertas de par en par y la luz de las arañas de cristal llegaba hasta la plaza de Isabel II. Aquella noche de octubre era muy fría, y los guardias civiles acunaban las armas en sus brazos alrededor de la plaza, entre las sombras del anochecer. Una alfombra roja cubría los peldaños de la entrada y bajaba hasta el bordillo de la acera, a la espera del Generalísimo. El resplandor de las luces indujo a Barbara a parpadear mientras se acercaba del brazo de Sandy.
La noche anterior había llegado un poco más lejos en su engaño a Sandy. Tenía unos ahorros en Inglaterra y había escrito a su banco para que le enviaran el dinero a España. También se había vuelto a pasar por la oficina del Express y les había pedido que enviaran un telegrama a Markby diciéndole que necesitaba hablar con él, pero allí nadie sabía dónde estaba.
Esperó en el salón a que Sandy regresara a casa. Había pedido a Pilar que encendiera la chimenea y ahora la estancia resultaba cómoda y acogedora, con una botella de su whisky preferido y un vaso en una mesita al lado de su sillón. Se sentó a esperar, como hacía casi todas las noches.
Sandy regresó a las siete. Barbara se había quitado las gafas al oír sus pisadas; pero, aun así, vio que estaba muy contento por algo. Sandy la besó cariñosamente.
– Mmm. Me encanta este vestido que llevas puesto. Realza la blancura de tu piel. Oye, ¿a que no te imaginas a quién me he encontrado hoy en el Rocinante? No lo adivinarías ni en un millón de años. Esto es Glenfiddich, ¿verdad? Delicioso. Jamás lo adivinarías. -Su entusiasmo era propio de un colegial.
– No lo sabré si no me lo dices.
– Harry Brett.
Se quedó tan sorprendida que tuvo que sentarse.
Sandy asintió con la cabeza.
– Ni yo mismo me lo podía creer. Apareció en persona. Resultó herido en Dunkerque, y ahora lo han enviado aquí.
– Dios bendito. ¿Está bien?
– Eso parece. Le tiembla un poco la mano. Pero es el mismo Harry de siempre. Muy serio y ceremonioso. No sabe cómo interpretar lo que está ocurriendo en España.
Sandy sonrió, meneando comprensivamente la cabeza. Barbara lo miró. Harry. El amigo de Bernie. Hizo un esfuerzo por sonreír.
– Erais buenos amigos en el colegio, ¿verdad?
– Sí. Es un buen chico.
– Pues mira, es la primera persona de Inglaterra de quien hablas con afecto.
Sandy se encogió de hombros.
– Lo he invitado para el martes por la noche. Me temo que Sebastián vendrá con la muy inaguantable de Jenny. ¿Te pasa algo?
Barbara se había ruborizado intensamente.
– Sí, es que ha sido una sorpresa. -Tragó saliva.
– Puedo cancelar la invitación, si lo prefieres. Si eso te trae malos recuerdos.
– No, no, será maravilloso volver a verle.
– Bueno, entonces subo arriba a cambiarme.
Abandonó la estancia. Barbara cerró los ojos, recordando aquellos terribles días después de que a Bernie lo hubieran dado por desaparecido. Entonces Harry la había ayudado, pero había sido Sandy quien la había salvado. Volvió a avergonzarse de su conducta.
El vestíbulo estaba prácticamente lleno y se oía el murmullo de conversaciones animadas. Barbara miró alrededor. Todo el mundo lucía sus mejores galas; hasta las mujeres vestidas de riguroso luto iban ataviadas con prendas de seda negra, y algunas se habían puesto unas mantillas de encaje que les caían sobre la frente. Los hombres iban de etiqueta, vestidos con uniforme militar o bien con el uniforme de la Falange. Había también algún que otro eclesiástico con sotana o ropajes morados. Barbara se había puesto un vestido blanco de noche con un broche verde que realzaba el color de sus ojos, y una estola blanca de piel.
El vestíbulo se había restaurado para la primera representación después de la Guerra Civil. Las paredes y las columnas blancas y estriadas estaban recién pintadas y los asientos se habían vuelto a tapizar elegantemente de rojo. Sandy se encontraba en su elemento, mirando con una sonrisa a sus amistades. Saludó con una inclinación de cabeza a un coronel cuando éste pasó por su lado en compañía de su mujer.
– Saben montar un espectáculo cuando quieren -dijo en voz baja.
– Supongo que eso es señal de que las cosas empiezan a normalizarse.
Sandy leyó el programa.
– Tocan obras de Weber, Wagner, Brahms y Strauss. Al parecer, el director es una joven promesa alemana de poco más de treinta años. Se llama Herbert von Karajan y ha dirigido la Filarmónica de Berlín. Vete a saber, tal vez desean celebrar las buenas relaciones entre el régimen español y el alemán, ahora que Franco se reúne con Hitler en Hendaya. Por cierto -dijo, cambiando de tema-, tenemos que ir un día de éstos a ver los jardines de Aranjuez, ¿no te parece?
– Será bonito.
El teatro empezaba a llenarse. La orquesta ensayaba y unos retazos de música traspasaban el aire. La gente levantaba los ojos hacia el vacío palco real.
– El Generalísimo aún no ha llegado -dijo Sandy en voz baja.
Hubo un revuelo de actividad cuando dos soldados acompañaron a una pareja vestida de noche hasta sus asientos en un palco de allí cerca. Ambos eran muy altos, la escultural mujer llevaba el cabello rubio suelto y el hombre era calvo y de nariz aguileña. Lucía un brazalete con la cruz gamada en la manga de su traje de etiqueta. Barbara reconoció su rostro de haberlo visto en los periódicos. Von Stohrer, el embajador alemán.
Sandy le dio un codazo con disimulo.
– No mires, cariño.
– Aborrezco este emblema.
– España es neutral, cariño. No hagas caso. -La tomó del brazo y le indicó, sentada allí cerca, a una mujer alta y de mediana edad vestida de negro que conversaba tranquilamente con otra mujer-. Es la marquesa. Vamos a presentarnos. -La acompañó pasillo abajo-. Por cierto -añadió en un susurro-, no le hables para nada de su marido.
Los braceros de una de sus fincas se lo dieron de comer a los cerdos en el treinta y seis. Muy desagradable.
Barbara se estremeció levemente. Sandy solía hablar con indiferente ligereza acerca de los horrores que había sufrido la gente durante la Guerra Civil.
Sandy se inclinó ante la marquesa. Barbara no sabía cómo saludarla y optó por hacerle una reverencia que fue acogida con una leve sonrisa. La marquesa debía de tener unos cincuenta años, con un afable rostro que debió de ser bonito en otros tiempos pero que ahora aparecía surcado por unas arrugas de tristeza.
– Señora -dijo Sandy-, permítame que me presente. Alexander Forsyth. Ésta es mi esposa, Barbara. Disculpe la impertinencia, pero el señor Cana me dijo que estaba usted buscando voluntarias para su orfelinato.
– Sí, ya me lo comentó. Tengo entendido que es usted enfermera, señora.
– Me temo que llevo años sin ejercer mi profesión.
La marquesa la miró con la cara muy seria.
– Esas habilidades jamás se olvidan. Muchos de los niños de nuestro orfelinato están enfermos o resultaron heridos durante la guerra. Hay muchos huérfanos en Madrid. -La marquesa meneó tristemente la cabeza-. Sin progenitores ni casa ni escuela, muchos de ellos se dedican a mendigar por las calles.
– ¿Dónde está el orfelinato, señora?
– Cerca de la calle de Atocha, en un edificio que nos ha cedido la Iglesia. Las monjas nos echan una mano con la enseñanza, pero necesitamos más ayuda médica. La atención sanitaria les lleva todavía mucho tiempo.
– Naturalmente.
– ¿Cree usted que nos podría ayudar, señora?
Barbara pensó en los descalzos pilludos de rostro desencajado que solía ver vagando por las calles.
– Sí, me gustaría.
La marquesa se llevó una mano a la barbilla.
– Disculpe que se lo pregunte, señora, pero usted es inglesa. ¿Y católica?
– No, no, me temo que no. Fui bautizada en el credo anglicano. -Barbara soltó una avergonzada carcajada. Sus padres jamás habían ido a la iglesia. ¿Qué pensaría la marquesa si supiera que ella y Sandy no estaban casados?
– Tal vez haya que convencer a las autoridades religiosas. Pero necesitamos enfermeras, señora Forsyth. Hablaré con el obispo. ¿Podría telefonearla?
Sandy extendió los brazos.
– Lo entendemos perfectamente.
– Veré qué se puede hacer. Sería estupendo que usted nos pudiera ayudar. -La marquesa inclinó la cabeza para dar a entender que la entrevista había terminado. Barbara le hizo otra reverencia y siguió a Sandy por el pasillo.
– Lo hará -dijo Sandy-. La marquesa tiene mucha influencia.
– No entiendo por qué mi religión tiene que ser un problema. La Iglesia de Inglaterra no es nada de lo que uno tenga que avergonzarse.
Sandy se volvió para mirarla súbitamente enojado.
– Porque, a ti no te educaron en el meollo de lo que es eso -replicó-. Y no tuviste que aguantar a esos hipócritas un día sí y otro también. Por lo menos, con los católicos sabes qué terreno pisas.
Barbara había olvidado que la Iglesia era para Sandy como un nervio en carne viva. Como la mención de su familia, era un tema capaz de provocar su enfado repentino.
– Bueno, bueno, perdona.
Sandy había vuelto la cabeza y estaba mirando a un hombre medio calvo que se encontraba muy cerca de ellos vestido con uniforme de general y los estudiaba con expresión de reproche. El general enarcó levemente las cejas y se alejó. Sandy tuvo la sensación de haber caído en una trampa y se volvió hacia Barbara con semblante enfurecido.
– Mira lo que has hecho -murmuró-. Me has dejado en ridículo delante de Maestre. Lo ha oído.
– ¿Qué quieres decir? ¿Quién es Maestre?
– Un enemigo de mi proyecto del Ministerio de Minas. No importa. Perdona. Mira, cariño, tú ya sabes que el tema de la Iglesia me ataca los nervios. Vamos, quieren que nos sentemos.
Unos lacayos vestidos con uniformes del siglo XVIII se abrieron paso entre la gente, instando a todo el mundo a ocupar sus asientos. Ahora el teatro ya estaba lleno. Sandy llegó a su fila situada hacia el medio de platea y se colocó junto a un hombre vestido con uniforme de la Falange. Barbara lo reconoció. Otero, uno de los socios de negocios de Sandy. Era algo así como ingeniero de minas. Tenía un rostro redondo de burócrata, pero sus ojos color verde aceituna miraban por encima de la almidonada camisa azul con penetrante dureza. No le gustaba.
– Alberto -dijo Sandy, apoyando la mano en su hombro.
– Hola, amigo. Señora.
Se oyó un murmullo entre los presentes. Al fondo de la sala se abrió una puerta y un grupo de lacayos se inclinó ante una pareja de mediana edad. Barbara había oído decir que Franco era un hombre bajito, pero ahora se sorprendió al ver lo menudo e incluso frágil que parecía. Vestía uniforme de general con un fajín ancho rojo y alrededor de la amplia cintura. La calva de la coronilla le brillaba bajo las luces. Doña Carmen, que caminaba a su espalda, era ligeramente más alta que su marido y lucía una tiara de brillantes sobre el cabello negro azabache. Su rostro alargado y altivo estaba hecho como a medida para la regia expresión que exhibía. En cambio, el pétreo rostro del Generalísimo tenía un algo de artificial, con aquella boca pequeña tan apretada bajo el bigotito y aquellos ojos tan sorprendentemente grandes mirando directamente hacia delante mientras avanzaba con aire marcial ante el escenario.
Los falangistas mezclados entre el público se pusieron en pie y lo saludaron brazo en alto. «¡Jefe!», gritaron. El resto del público y los componentes de la orquesta hicieron lo propio. Sandy rozó ligeramente a Barbara con el codo. Ella lo miró, no esperaba tener que hacer eso, pero él le volvió a tocar el codo con insistencia. Se puso en pie a regañadientes y levantó el brazo, sin poder asociarse a los gritos.
– ¡Je-fe! ¡Je-fe! ¡Fran-co! ¡Fran-co!
El Generalísimo no correspondió a los saludos y siguió avanzando como un autómata hasta llegar a una puerta del otro extremo. Los lacayos la abrieron y la pareja desapareció al otro lado. Los gritos arreciaron y la gente saludó brazo en alto, mirando hacia el palco real mientras Franco y doña Carmen hacían nuevamente su aparición y contemplaban por un instante la platea. Ahora doña Carmen sonreía; en cambio, el rostro de Franco seguía tan frío e inexpresivo como antes. Éste alzó levemente un brazo y los gritos cesaron de inmediato. El público se sentó. El director de orquesta extranjero se levantó y se inclinó en dirección al palco real.
A Barbara le gustaba la música clásica. Cuando vivía en Inglaterra, la prefería al jazz que tanto entusiasmaba a su hermana y, a veces, acudía a algunos conciertos en compañía de sus padres. Jamás había prestado atención a la música romántica alemana, y de hecho el nombre de Weber no le sonaba de nada, pero le gustó. Vio que la gente se relajaba, sonreía y asentía con la cabeza.
Pronto pasaron a Wagner. El alegro fue subiendo hasta alcanzar el clímax, e inmediatamente empezó el adagio. Ahora la música era más lenta y el sonido transmitía una tristeza pura y fluida. La gente rompió a llorar por todo el teatro, primero una o dos mujeres, y después más y más, y también algunos hombres. Se oían ahogados sollozos en todos los rincones. Casi todos los presentes habían perdido a alguien en la Guerra Civil y aquella música parecía hablarles a todos de batallas y de héroes, sí, pero también de muerte y melancolía. Barbara miró a Sandy; él le dedicó una sonrisa tensa y avergonzada.
Levantó la vista hacia el palco real. Carmen Polo mostraba un semblante apacible y sosegado. En cambio, el Generalísimo fruncía levemente el entrecejo. De pronto, Barbara observó una trémula contracción muscular alrededor de su boca. Pensó que él también se iba a echar a llorar, pero después los rasgos se volvieron a relajar y ella se percató de que el Generalísimo había reprimido un bostezo. Apartó la mirada con una súbita y violenta sensación de repugnancia.
En un momento dado perdió la noción del tiempo, pero más tarde el sonido de un piano le hizo evocar a Barbara una desierta y desolada llanura. Sabía que el tal Luis era probablemente un embustero, pero también cabía la posibilidad de que Bernie estuviera encarcelado en algún lugar mientras ella permanecía allí sentada. Sus dedos se doblaron con fuerza alrededor de la estola, hasta hundirse en la suave piel.
Las notas de piano se intensificaron para dar paso a los violines con los que la música alcanzó un clímax desgarrador. Barbara sintió que algo se quebraba y se desbordaba en su interior, y también rompió a llorar, mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas. Sandy la miró inquisitivamente y después le tomó la mano y se la oprimió con recelo.
Cuando terminó la música, hubo un prolongado momento de silencio antes de que el público estallara en ensordecedores aplausos que se prolongaron durante varios minutos. Las lágrimas brillaban en el rostro del director de orquesta. Sandy se volvió hacia Barbara:
– ¿Te ocurre algo?
– No. Perdona.
Sandy lanzó un suspiro.
– Antes no debería haber perdido los estribos. Pero tú ya sabes que ciertas cosas me atacan los nervios.
Barbara percibió un velado tono de irritación por debajo de sus tranquilizadoras palabras.
– No es eso. Es que… todo el mundo ha perdido muchas cosas. Todo el mundo.
– Lo sé. Anda, sécate las lágrimas. Ya estamos en el descanso. ¿Te quedas aquí? Si quieres, pido que te traigan un brandy.
– No, estoy bien. Te acompaño. -Barbara miró alrededor y vio que Otero la estudiaba con curiosidad. Él captó su mirada y esbozó una rápida e hipócrita sonrisa.
– Buena chica -dijo Sandy-. Vamos, pues.
En la barra, Sandy le pidió una tónica con ginebra. Era fuerte, pero ella lo necesitaba. Notó que se le encendían las mejillas mientras bebía. Otero se reunió con ellos en compañía de su mujer, la cual era sorprendentemente joven y agraciada.
– Qué música más triste, ¿verdad? -le dijo ésta a Barbara.
– Sí, pero muy bonita.
Otero se arregló el nudo de la corbata.
– Un gran director. Tiene que sentirse muy orgulloso de haber tocado en presencia del Generalísimo.
– Sí, ¿lo ha visto usted? -le preguntó con entusiasmo la mujer de Otero a Barbara-. Yo estaba deseando verlo. Un genio de la cabeza a los pies.
– Sí-dijo Barbara, esbozando una tensa sonrisa.
Oyó que Otero hablaba en voz baja con Sandy.
– ¿Alguna noticia sobre los últimos judíos?
– Sí. Harán lo que sea con tal de evitar que los envíen de nuevo a Vichy.
– Muy bien. Necesitamos exhibir algo más. Yo puedo conseguir que parezca un hecho positivo.
Otero se dio cuenta de que Barbara estaba escuchando y le dirigió otra de sus miradas penetrantes.
– Bueno, señora Forsyth -dijo-. No sé si este Von Karajan conseguirá ser recibido por el Generalísimo. Al parecer, tuvo un problema y se equivocó en un concierto de gala el año pasado y Hitler juró que no volvería a dirigir.
– Estoy segura de que la música al menos le habrá encantado -contestó ella en tono imparcial.
Un hombre se abrió paso entre la gente. Era el general cuya mirada había inquietado previamente a Sandy. Otero apretó los labios, y sus ojos penetrantes miraron parpadeando alrededor; pero Sandy inclinó la cabeza y miró al militar con una cordial sonrisa en los labios.
– General Maestre.
El general lo miró fríamente a los ojos.
– Señor Forsyth -dijo-. Y mi viejo amigo el capitán Otero… que pertenece a la Falange.
– Sí, señor. -Maestre asintió con la cabeza.
– Tengo entendido que su proyecto marcha viento en popa. Material de construcción requisado por aquí y sustancias químicas por allá.
– Sólo pedimos lo que necesitamos, señor. -Se advertía un tono de desafío en la voz de Otero-. El propio Generalísimo lo ha…
– Aprobado. Sí, lo sé. Un proyecto para ayudar a España en su camino hacia la prosperidad. Y para que usted gane dinero, naturalmente.
– Soy un hombre de negocios, señor -dijo Sandy, con una sonrisa en los labios.
– Sí. Usted nos ayuda y, al mismo tiempo, se hace rico.
– Así lo espero, señor.
Maestre asintió lentamente un par de veces con la cabeza. Estudió un momento a Barbara con los ojos entornados, después inclinó bruscamente la cabeza y se retiró. Mientras se volvía, Barbara le oyó pronunciar en voz baja la palabra «sinvergüenza».
Otero miró a Sandy; Barbara intuyó que el falangista estaba asustado.
– No te preocupes -le dijo Sandy-. Todo está controlado. Mira, mañana hablamos de eso.
Otero vaciló un instante.
– Algo va mal -murmuró-. Vamos -dijo bruscamente a su mujer. -Ambos se incorporaron al goteo de personas que se dirigía lentamente hacia la salida. Sandy se acodó en la barra, haciendo girar entre sus dedos el pie de su copa vacía con expresión pensativa.
– ¿Qué es todo eso? -preguntó Barbara-. ¿Qué ha querido decir con eso de que algo va mal?
Sandy se acarició el bigote.
– Es una vieja, a pesar de toda su parafernalia falangista.
– ¿Qué has hecho para incomodar al general? Aquí no se incomoda a un general así como así.
Sus ojos entornados la miraron con expresión pensativa.
– Maestre forma parte del comité de suministros para nuestro proyecto del Ministerio de Minas. Es un monárquico. -Sandy se encogió de hombros-. Todo política. Intrigas encaminadas a asegurarse el puesto.
– ¿Al general no le gusta vuestro proyecto porque cuenta con el apoyo de la Falange?
– Exacto. Pero, a la hora de la verdad, Maestre no pinta nada porque nosotros contamos con la bendición de Franco.
Sandy se levantó, alisándose las solapas.
– ¿Qué decía Otero sobre los judíos?
Sandy volvió a encogerse de hombros.
– Eso también es confidencial. Tenemos que mantener en secreto las actividades del comité. Si los alemanes se enteraran, se armaría un follón.
– Me desagrada que se agasaje a los nazis.
– Les encanta que los halaguen. Pero eso es todo lo que hay. Juegos diplomáticos. -Ahora la voz de Sandy denotaba impaciencia. Apoyó una mano en la parte inferior de su espalda-. Vamos, ahora viene Strauss. Procura olvidar la guerra. Nos queda muy lejos.
El día en que el avión alemán se estrelló contra la casa de la calle Vigo, Barbara y Bernie tomaron un tranvía y regresaron al pequeño y bonito apartamento de Barbara, situado en las inmediaciones de la calle Mayor donde ambos se abrazaron, cubiertos de polvo. Ya en el apartamento, se sentaron el uno al lado del otro en la cama de Barbara, tomados de la mano.
– ¿Seguro que estás bien? -le preguntó Bernie-. Estás más blanca que la cera.
– Es sólo un corte. El polvo hace que parezca peor de lo que es. Tendría que darme un baño.
– Pues hazlo. Entre tanto, yo prepararé la comida. -Bernie le apretó la mano.
Cuando Barbara salió del cuarto de baño, él ya había preparado la comida. Comieron garbanzos con chorizo sentados a la mesita. Ambos guardaron silencio, todavía bajo los efectos del shock. A media comida, Bernie alargó la mano bajo la mesa y tomó la de Barbara.
– Te quiero -le dijo-, te quiero de verdad. Lo digo en serio.
– Yo también a ti. -Barbara respiró hondo-. Yo… yo no te podía creer. Cuando era jovencita… es tan difícil de explicar…
– ¿El acoso en la escuela?
– Parece una tontería; pero, cuando la cosa se prolonga a lo largo de los años, con estas constantes humillaciones… ¿por qué los niños se ensañan con la gente, por qué necesitan a alguien a quien odiar? A veces, me escupían. Sin ningún motivo, simplemente porque era yo.
Bernie le volvió a apretar la mano.
– ¿Por qué aceptas la opinión que ellos tienen de ti? ¿Por qué no aceptas la mía en su lugar?
Barbara rompió a llorar. Bernie rodeó la mesa, se arrodilló a su lado y la abrazó con fuerza. Ella experimentó una sensación de liberación.
– Sólo he estado una vez con un hombre -dijo en voz baja.
– Ahora no tienes por qué hacerlo. Nunca he querido nada que tú no quisieras. Jamás.
Ella lo miró a los ojos color aceituna oscuro. El pasado pareció alejarse y desvanecerse por el pasillo de su mente. Sabía que regresaría; pero, por ahora, estaba muy lejos. Lanzó un profundo suspiro.
– Lo quiero. Lo quise desde el día en que te conocí. Quédate conmigo, no vuelvas a Carabanchel esta noche.
– ¿Seguro que ahora no necesitas irte a dormir?
– No. -Barbara se quitó las gafas. Él la miró sonriendo y se las quitó dulcemente de las manos.
– Me gustan -le dijo con dulzura-. Te dan un aire más inteligente.
Ella le devolvió la sonrisa.
– O sea que no me elegiste simplemente para convertirme al comunismo.
Él meneó la cabeza sonriendo.
Se despertó en mitad de la noche sintiendo en el cuello la caricia de sus dedos. Estaban a oscuras y ella sólo podía distinguir el perfil de su cabeza, pero notaba la presión de su cuerpo contra el suyo.
– No puedo creer que esté ocurriendo -dijo en un susurro-. Y mucho menos contigo.
– Te quise desde el primer día que te vi -dijo Bernie-. Jamás he conocido a nadie como tú.
Ella soltó una carcajada nerviosa.
– ¿Como yo? ¿Y eso qué significa?
– Viva, compasiva y sensual; aunque tú finjas no serlo.
Las lágrimas asomaron a sus ojos.
– Pensaba que eras demasiado guapo para mí. Eres el hombre más guapo que he visto en mi vida. Pensaba que, si alguna vez estuviéramos los dos juntos desnudos -añadió bajando la voz-, me moriría de vergüenza.
– Pero qué tonta eres. Qué tonta. -Bernie la volvió a estrechar entre sus brazos.
No les parecía decoroso ser tan felices en la ciudad sitiada. Los combates seguían en el norte, y el bando republicano ofrecía resistencia a las fuerzas de Franco. El Gobierno había huido a Valencia y Madrid estaba gobernado por unos comités que, según decían, estaban controlados por los comunistas. Los altavoces instalados en el centro de la ciudad advertían a los ciudadanos de la posible presencia de traidores entre ellos.
Barbara seguía trabajando en el intercambio de prisioneros y en las investigaciones acerca de personas desaparecidas; pero, junto con la sensación de impotencia ante el caos reinante, experimentaba en su fuero interno una cálida sensación como de alivio. «Le quiero -se decía, y después, casi con asombro, añadía-: y él me quiere a mí.»
Él la esperaba todos los días a la salida del trabajo para irse juntos a su casa, al cine o a un café. Los médicos decían que el brazo de Bernie se estaba recuperando muy bien. En cuestión de aproximadamente un mes volvería a ser apto para el servicio. Él había vuelto a pedir que le permitieran ayudar al partido con nuevos reclutamientos para las Brigadas Internacionales, pero le habían dicho que ya tenían suficiente gente.
– Ojalá no tuvieras que volver al frente -le había dicho ella una noche.
Faltaban pocos días para Navidad y, a la salida del cine, se habían ido a sentar un rato en un bar del centro. Habían visto un documental soviético acerca de la modernización del Asia central y, después, una película de gánsteres protagonizada por Jimmy Cagney. Así era el desordenado mundo en el que ahora vivían. Algunos días las tropas nacionales de la Casa de Campo disparaban su artillería contra la Gran Vía cuando la gente salía de los cines, pero no aquella noche.
– Soy un soldado del Ejército Republicano -contestó Bernie-. Tendré que volver cuando me lo digan. De lo contrario, me podrían fusilar.
– Ojalá pudiéramos regresar a casa. Lejos de todo esto. Es lo que durante muchos años hemos temido en la Cruz Roja. Una guerra en la que no se diferencia entre soldados y civiles. Una ciudad llena de gente atrapada en medio. -Barbara lanzó un suspiro-. Hoy he visto a un anciano por la calle con pinta de haber ejercido una profesión liberal. Llevaba un grueso abrigo, pero muy polvoriento y gastado, y buscaba con disimulo algo que comer en los cubos de la basura. Al ver que yo lo miraba, se ha muerto de vergüenza.
– Dudo que lo esté pasando peor que los pobres. Seguro que le dan las mismas raciones. ¿Por qué iba a ser peor para él por el simple hecho de pertenecer a la clase media? Esta guerra se tiene que combatir. No queda más remedio.
Ella tomó su mano y lo miró a los ojos.
– Si ahora te permitieran regresar a casa conmigo, ¿lo harías?
Bernie bajó la mirada.
– Tengo que quedarme. Es mi deber.
– ¿Para con el partido?
– Para con la humanidad.
– A veces pienso que ojalá tuviera tu fe. Entonces puede que no lo pasara tan mal.
– No es cuestión de fe. Me gustaría que intentaras comprender el marxismo, que es precisamente el que deja al descubierto los huesos de la realidad. ¡Oh, Barbara!, no sabes cuánto desearía que vieras las cosas con claridad.
Ella soltó una carcajada cansina.
– No, eso jamás se me ha dado muy bien. No vuelvas al frente, Bernie, por favor. Si ahora te vas, no estoy muy segura de poder resistirlo. Ahora, no. Por favor, por favor, volvamos a Inglaterra. -Alargó la mano y tomó la suya-. Tienes un pasaporte británico, te podrías ir. Podrías acudir a la embajada.
Bernie guardó silencio un instante.
Después, Barbara oyó que una voz de fuerte acento escocés lo llamaba por su nombre.
Se volvió y vio a un joven rubio saludándolo con la mano desde la barra donde permanecía acodado en compañía de un grupo de hombres uniformados y con aspecto cansado.
– ¡Piper! -El escocés levantó su vaso-. ¿Qué tal el brazo?
– Muy bien, McNeil. ¡Mucho mejor! Pronto volveré.
– ¡No pasarán!
Bernie y el soldado intercambiaron el saludo del puño cerrado. Luego Bernie se volvió hacia Bárbara y bajó la voz.
– No puedo hacerlo, Barbara. Te quiero, pero no puedo. Además, no tengo pasaporte, lo tuve que entregar al ejército. Y… -Lanzó un suspiro.
– ¿Qué?
– Me avergonzaría toda la vida. -Señaló con la cabeza a los soldados de la barra-. No los puedo dejar. Sé que a una mujer le resulta difícil comprenderlo, pero no puedo. Tengo que volver aunque no quiera.
– ¿Y tú no quieres?
– No. Pero soy un soldado. Lo que yo quiera no importa.
Los combates en la Casa de Campo se hallaban en punto muerto, una guerra de trincheras como la del Frente Occidental en la Gran Guerra. Sin embargo, todo el mundo decía que Franco reanudaría la ofensiva en primavera, probablemente en algún lugar de los descampados al sur de la ciudad. Seguían produciéndose muchas bajas; Barbara veía cada día a los heridos que eran devueltos desde el frente en carros o camiones. El estado de ánimo de la población había cambiado, y el ardiente afán otoñal de combate estaba dando paso al desánimo. Por si fuera poco, había escasez de alimentos; la gente ofrecía un aspecto enfermizo, y a todo el mundo le salían forúnculos y sabañones. Barbara se avergonzaba de la calidad de los artículos alimenticios de la Cruz Roja que compartía con Bernie. Su felicidad se alternaba con el temor a perderlo, y también con la rabia que sentía por el hecho de que él hubiera entrado en su vida y la hubiera transformado para acabar finalmente alejándose de ella sin más. A veces, la rabia se convertía en un cansancio desesperado y temeroso.
Dos días más tarde, ambos se dirigían a pie desde el apartamento de Barbara a su lugar de trabajo. Era un día frío y despejado, con un tímido sol y escarcha en las aceras. Las colas para el racionamiento diario empezaban a las siete; una larga cola de mujeres vestidas de negro aguardaba en el exterior de las oficinas del Gobierno de la calle Mayor.
Repentinamente, las mujeres dejaron de hablar y miraron hacia el principio de la calle. Barbara vio acercarse un par de carros tirados por caballos. Al pasar éstos por su lado, respiró el olor alquitranado de la pintura recién aplicada y vio que los carros contenían unos pequeños ataúdes de color blanco destinados a los niños cuyas almas aún no estaban manchadas, según las prácticas católicas todavía en vigor. Las mujeres los contemplaron en desolado silencio. Una de ellas se santiguó y después se echó a llorar.
– La gente ya ha llegado al límite de sus fuerzas -dijo Barbara-. No podrá resistir mucho tiempo. ¡Tantos muertos! -Y rompió a llorar allí mismo, en mitad de la calle. Bernie la rodeó con su brazo, pero ella lo rechazó-. ¡También te veo a ti en un ataúd! ¡A ti!
Bernie la sujetó por los hombros, la mantuvo a distancia y la miró a los ojos.
– Si Franco entra en Madrid, habrá una matanza. Y yo no los abandonaré. ¡No pienso hacerlo!
Llegó el día de Navidad. Comieron un grasiento estofado de cordero en el apartamento de Barbara y después subieron al dormitorio de arriba. Allí permanecieron un rato charlando, tumbados en la cama el uno en brazos del otro.
– Ésta no es la Navidad que yo esperaba -dijo Barbara-. Pensaba que estaría en Birmingham y que iría con papá y mamá a ver a mi hermana y su familia. Siempre me pongo nerviosa a los dos días y me entran ganas de largarme.
Él la estrechó con fuerza.
– ¿Por qué te inculcaron este mal concepto de ti misma?
– No lo sé. Simplemente ocurrió.
– Tendrías que estar dolida con ellos.
– Jamás comprendieron por qué me fui a trabajar con la Cruz Roja. -Deslizó un dedo por su pecho-. Les habría gustado verme casada y con hijos como Carol.
– ¿Te gustaría tener hijos?
– Sólo cuando ya no haya guerras.
Bernie encendió un par de cigarrillos para los dos, buscando a tientas en medio de la oscuridad. Su rostro estaba muy serio bajo el rojizo resplandor.
– Yo he decepcionado a mis padres. Creen que he arrojado por la borda todo lo que Rookwood me enseñó. Ojalá jamás hubiera ganado la maldita beca.
– ¿No obtuviste ningún beneficio del colegio?
Bernie rió con amargura.
– Como decía Calibán, me enseñaron la lengua y, por consiguiente, sé soltar maldiciones.
Barbara buscó su corazón y apoyó la mano para percibir los suaves latidos.
– Puede que eso sea lo que nos ha unido. Dos decepciones. -Hizo una pausa-. Tú crees en el destino, ¿verdad, Bernie?
– No. En el destino histórico.
– ¿Y cuál es la diferencia?
– Tú puedes influir en el destino, puedes ponerle obstáculos o acelerar su curso. Puedes hacer lo que quieras para modificar el curso del destino.
– Ojalá mi destino estuviera a tu lado. -Notó que el pecho le subía y bajaba bruscamente al respirar hondo.
– Barbara.
– ¿Qué?
– Tú sabes que ya estoy prácticamente recuperado. Dentro de un par de semanas me enviarán al nuevo campo de instrucción de Albacete. Me lo dijeron ayer.
– ¡Oh, Dios mío! -Barbara se hundió en el desánimo.
– Lo siento. Esperaba el momento adecuado para decírtelo; pero no lo hay, ¿verdad?
– No.
– Creo que antes no me importaba vivir, pero ahora sí. Ahora que vuelvo al frente.
Durante las dos semanas que siguieron a la marcha de Bernie, Barbara no recibió ninguna noticia. Acudía al trabajo y pasaba el día como podía; pero, cuando regresaba a su apartamento y él no estaba allí, el silencio parecía resonar como un eco, como si él ya hubiera muerto.
La primera semana de febrero se recibió la noticia de una ofensiva fascista al sur de Madrid. Pretendían rodear rápidamente la capital y dejarla completamente aislada, pero les cerraron el paso junto al río Jarama. La radio y la prensa hablaron de la heroica defensa gracias a la cual el avance de Franco había quedado interrumpido antes de empezar. Las Brigadas Internacionales habían desempeñado un papel destacado en los combates. Dijeron que había habido numerosas bajas.
Todas las mañanas, antes de acudir al trabajo, Barbara pasaba por el cuartel general del ejército en la Puerta del Sol. Al principio, el personal se mostraba receloso; pero, cuando ella volvió al segundo día y al tercero, empezaron a mostrarse más amables con ella. Barbara descuidó su aspecto, adelgazó, tenía unas ojeras oscuras bajo los ojos y su dolor resultaba claramente visible para todo el mundo.
El cuartel general era un lugar caótico. Los funcionarios uniformados iban de un lado para otro con papeles en las manos, mientras los teléfonos sonaban por todas partes. Barbara se preguntó si algunas de aquellas líneas telefónicas estarían conectadas con el frente, si habría alguna conexión entre uno de aquellos ruidosos timbrazos y el lugar donde Bernie se encontraba en aquellos momentos. Ahora lo hacía constantemente, establecía conexiones mentales. «El mismo sol nos ilumina a los dos, la misma luna, sostengo en mis manos el libro que él sostenía en las suyas, me acerco a la boca el tenedor que él se acercaba a la suya…»
Se registraron fuertes combates en la segunda y la tercera semanas de febrero, pero ella seguía sin recibir noticias. Tampoco había recibido ninguna carta, aunque ya le habían dicho que las comunicaciones eran difíciles. Hacia finales de febrero, los combates disminuyeron y la situación se volvió a estancar. Barbara abrigó la esperanza de recibir noticias.
Se enteró el último día de febrero, un frío día de principios de primavera. Había acudido como de costumbre al cuartel general antes de ir al trabajo, y esta vez un funcionario uniformado le dijo que esperara en una sala contigua. Comprendió de inmediato que le iban a dar una mala noticia. Se sentó en un pequeño y mísero despacho con un escritorio, una máquina de escribir y un retrato de Stalin en la pared. Se preguntó, de manera totalmente improcedente: «¿Cómo consigue mantener arreglados estos bigotes tan grandes?»
Se abrió la puerta y entró un hombre enfundado en un uniforme de capitán. Sostenía un papel en la mano y la expresión de su rostro era sombría. Barbara sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, como si hubiera caído a unas aguas oscuras a través de un agujero. No se levantó para estrechar la mano del hombre, se limitó a permanecer sentada donde estaba.
– Señorita Clare. Buenas tardes. Tengo entendido que ha venido usted aquí muchas veces.
– Sí. Para tener noticias. -Tragó saliva-. Ha muerto, ¿verdad?
El militar levantó una mano.
– No lo sabemos con certeza. No con certeza. Pero figura en la lista de desaparecidos presuntamente muertos. El Batallón Británico estuvo enzarzado en duros combates el día trece.
– Desaparecidos presuntamente muertos -repitió ella, sin la menor inflexión en la voz-. Sé lo que eso significa. Simplemente no se ha encontrado el cuerpo.
El hombre no contestó, se limitó a inclinar la cabeza.
– Combatieron espléndidamente bien. Durante dos días enteros, ellos solos impidieron el avance fascista. -El capitán hizo una pausa-. Muchos no pudieron ser identificados.
Barbara notó que se caía de la silla. Mientras se desplomaba, empezó a llorar sin remedio y se comprimió contra las tablas del suelo sólo porque debajo de ellas se encontraba la tierra, la tierra donde ahora Bernie estaba enterrado.
El comedor del Ritz estaba iluminado por resplandecientes arañas de cristal. Harry tomó asiento a la larga mesa reservada para el personal de la embajada. Tolhurst se sentaba a su lado; al otro, Goach, el anciano que lo había instruido en cuestiones de protocolo, se acomodó cuidadosamente en su asiento. Era calvo, lucía unos grandes bigotes blancos de guías caídas, tenía una voz muy suave y utilizaba un monóculo sujeto por un largo hilo de color negro. El cuello de su esmoquin estaba salpicado de caspa.
A Harry le apretaba el cuello de pajarita cuando miraba alrededor de la mesa; un par de docenas de miembros del personal de la embajada habían acudido allí para hacer acto de presencia. A la cabecera de la mesa se sentaba Hoare en compañía de su esposa lady Maud, una corpulenta mujer de aspecto anodino. A su otro lado estaba Hillgarth, con su uniforme de marino resplandeciente de medallas.
Harry había informado a Hillgarth tras su encuentro con Sandy. Tolhurst también había estado presente en la reunión. Hillgarth se había mostrado satisfecho de sus progresos, especialmente de la invitación a cenar, y le había manifestado su interés por Barbara.
– Procure conseguir que le hable un poco más de sus negocios -le había dicho Hillgarth-. ¿No sabe quiénes serán los otros invitados?
– No. No lo pregunté. No quería mostrarme demasiado insistente.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Muy bien. ¿Y qué me dice de su pareja? ¿Podría tener conocimiento de sus planes?
– No lo sé.
Harry frunció el entrecejo.
– Ustedes eran simplemente amigos, ¿verdad? -preguntó bruscamente Hillgarth.
– Sí, señor. Pero es que no quiero mezclarla en el asunto, a menos que no haya más remedio. Aunque creo que podría ser necesario -añadió-. Es curioso que terminaran juntos… Sandy no se llevaba bien con Bernie.
– Me pregunto si se interesó por la chica porque ésta era la novia de su enemigo -terció Tolhurst con expresión pensativa.
– No lo sé. -Harry meneó la cabeza-. Cuando yo conocí a Sandy, éste era sólo un niño. Ha cambiado. Todo en él parecía falso, ostentoso. Excepto su alegría al verme, ésa sí fue auténtica. -Harry volvió a fruncir el entrecejo.
– Aprovéchela. -Hillgarth miró a Harry con la cara muy seria-. Lo que usted está haciendo es importante. El negocio del oro encaja dentro de un cuadro mucho más amplio, la cuestión de cómo podemos manejar al régimen. Reviste una gran importancia.
Harry miró a Hillgarth a los ojos.
– Lo sé, señor.
El camarero depositó delante de él un menú de color blanco de proporciones considerables. Los platos podrían ser de antes de la guerra. Harry se preguntó si en el Ritz de Londres tendrían todavía platos tan buenos como aquéllos. Aquella mañana había recibido una carta de Will. Lo iban a trasladar a un nuevo puesto en el campo, allá por los Midlands; Muriel estaba encantada de poder alejarse de las bombas, aunque temía que pudieran entrar ladrones en la casa. Las noticias de su país habían llenado a Harry de una añoranza casi insoportable. Levantó la vista del menú lanzando un suspiro y se quedó de piedra al ver a cuatro militares vestidos con uniformes grises tomando asiento a la mesa, un poco más allá de los bien trajeados madrileños. Las voces ásperas y cortantes de los militares resultaron inmediatamente reconocibles.
– Aquí están los alemanes -dijo Tolhurst en voz baja-. Asesores militares. Los de la Gestapo visten de paisano. -Uno de los alemanes captó la mirada de Harry, arqueó una ceja y apartó los ojos-. Es que el Ritz se ha convertido en una guarida de alemanes e italianos -añadió Tolhurst-. Por eso a sir Sam le gusta dar muestras de patriotismo de vez en cuando. ¿Preparado para mañana? -preguntó en un susurro-. ¿Para la cena con nuestro amigo?
– Sí.
– No sé si la chica sabrá algo -dijo Tolhurst, mientras en sus ojos se encendía un destello de curiosidad.
– Pues no lo sé, Tolly.
Harry miró hacia el fondo de la mesa. La cena de aquella noche también tenía su agenda oculta. Habían recibido instrucciones de mostrarse animados y relajados y de no dar a entender su preocupación por los cambios en el Gabinete. Todo el mundo bebía sin recato y soltaba carcajadas sonoras. Era como una cena en un club de rugby. Los secretarios de embajada, allí presentes para llenar el cupo, parecían sentirse un tanto incómodos.
Los camareros, con sus blancas chaquetas almidonadas, empezaron a servir el vino y la comida. La comida era excelente, la mejor que Harry había saboreado desde su llegada al país.
– Se están recuperando los antiguos niveles de calidad -dijo Goach, rozándolo con el codo.
Harry se preguntó qué edad tendría; decían que llevaba en la embajada desde los tiempos de la guerra americano-española. Habían transcurrido cuarenta años. Al parecer, no había nadie que supiera más que él acerca del protocolo español.
– Por lo menos en el Ritz, a juzgar por la comida -contestó Harry.
– Bueno, y en otros lugares también. Están volviendo a abrir los teatros, el Teatro de la Ópera. Recuerdo la conversación que tuve allí con el antiguo rey. Fue encantador. Te hacía sentir a gusto. -Goach suspiró-. Creo que el Generalísimo desearía restaurar la monarquía, pero la Falange no quiere. Menudo desastre. El jueves le arrojaron harina, ¿verdad?
– Sí, en efecto.
– Maldita gentuza. Tenía la típica mandíbula de los Habsburgo, ¿sabe? Prominente.
– ¿Cómo?
– El rey Alfonso. Pero sólo un poco. Gajes de la realeza. El duque de Windsor pasó por Madrid el pasado mes de junio. Cuando huyó de Francia. -Goach meneó la cabeza-. Lo hicieron pasar rápidamente por la embajada y lo enviaron a Lisboa. Sin recepción oficial ni nada. Pero, hombre, por Dios, un ex rey. -Volvió a menear tristemente la cabeza.
Harry miró de nuevo alrededor de la mesa. Se preguntó qué habría pensado Bernie de todo aquello.
– ¿En qué piensas? -preguntó Tolhurst.
Harry se volvió para mirarlo.
– A veces tengo la sensación de encontrarme en el País de las Maravillas -dijo en voz baja-. No me sorprendería ver aparecer un conejo blanco vestido.
Tolhurst lo miró perplejo.
– ¿Qué quieres decir?
Harry se echó a reír.
– Aquí no tienen ni idea de cómo es la vida ahí afuera. -Señaló con la cabeza hacia la ventana-. ¿Tú nunca piensas en toda la maldita miseria que se ve por la ciudad, Simón?
Tolhurst frunció el entrecejo con expresión pensativa.
En medio de la conversación, Harry captó la enérgica voz del embajador.
– Esta bobada de las Operaciones Especiales es una locura. Tengo entendido que utilizan a republicanos españoles exiliados para adiestrar a los soldados británicos en la guerra política. Malditos comunistas.
– Van a prender fuego a toda Europa -replicó Hillgarth.
– Pues sí, una de las típicas frases de Winston. Retórica pura. -Hoare levantó la voz-. Sé cómo son los rojos, estaba en Rusia cuando cayó el zar.
Hillgarth bajó la voz, pero Harry lo oyó.
– Muy bien, Sam. Estoy de acuerdo contigo. No es momento para eso.
Tolhurst salió de su ensimismamiento.
– Supongo que ya estoy acostumbrado. La pobreza. En Cuba ocurre lo mismo.
– Pues yo no me acostumbro -dijo Harry.
Tolhurst reflexionó un instante.
– ¿Has estado alguna vez en una corrida de toros?
– Estuve una vez en el treinta y uno. No me gustó. ¿Por qué?
– La primera vez que fui, me puse enfermo, con toda aquella sangre cuando pican al toro, la aterrorizada expresión de su rostro todavía ensangrentado cuando después llevaron la cabeza al restaurante. Pero tuve que ir; formaba parte de la vida diplomática. La segunda vez ya no lo pasé tan mal; pensé, bueno, es sólo un animal. La tercera vez empecé a valorar la habilidad y la valentía del matador. Cuando eres diplomático, tienes que cerrar los ojos ante la parte negativa de un país, ¿comprendes?
«O cuando eres un espía», pensó Harry. Con el tenedor, trazó una línea sobre el mantel blanco.
– Pero así es como siempre se empieza, ¿verdad? Nos anestesiamos para protegernos y, de esta manera, dejamos de ver la crueldad y el sufrimiento.
– Supongo que, si empezamos a pensar en todas estas cosas tan horribles, acabamos imaginando que nos ocurren a nosotros. Lo sé, porque a mí me sucede algunas veces -dijo Tolhurst, soltando una carcajada nerviosa.
Harry miró mesa arriba y abajo y observó el carácter forzado de las sonrisas y el áspero tono de las carcajadas.
– Creo que no estás solo -dijo.
Alguien situado al otro lado de Tolhurst lo agarró del brazo y empezó a contarle en voz baja que dos funcionarios habían sido sorprendidos juntos en un armario de material de escritorio.
– ¿Julián, marica? No me lo puedo creer.
Harry se volvió de nuevo hacia Goach.
– Está bueno el salmón.
– Excelente.
– ¿Cómo? -Harry no había captado la respuesta del anciano. En medio de la gente, su sordera podía seguir siendo un problema. Por un instante, se sintió desorientado.
– He dicho que es excelente -repitió Goach-. Verdaderamente excelente.
Harry se inclinó hacia delante.
– Usted lleva mucho tiempo en el servicio diplomático, señor. El otro día oí un comentario acerca de los Caballeros de San Jorge. ¿Tiene alguna idea de lo que eso significa? Pensé que, a lo mejor, era una especie de jerga de la embajada.
Goach se ajustó el monóculo y frunció el entrecejo.
– No creo, Brett; jamás he oído hablar de semejante cosa. ¿Dónde oyó el comentario?
– En algún lugar de la embajada. Me pareció extraño.
Goach meneó la cabeza.
– Lo siento, no tengo ni idea. -Miró a Hoare un instante y, después, dijo-: El embajador es un buen hombre. Pese a todos los defectos que pueda tener, conseguirá mantener a España al margen de la guerra.
– Así lo espero -dijo Harry. A continuación, añadió-: Si España se mantiene al margen y nosotros ganamos, ¿qué ocurrirá después con el país?
Goach soltó una leve carcajada.
– Primero ganemos la guerra. -Reflexionó un momento-. Aunque, si Franco se mantiene al margen y consigue controlar el elemento fascista del Gobierno, creo que tendríamos motivos para estarle agradecidos, ¿no le parece?
– ¿Usted cree que en el fondo es un monárquico?
– Estoy seguro. Si analiza usted cuidadosamente sus discursos, verá que le interesa todo lo relacionado con las tradiciones españolas y sus antiguos valores.
– ¿Y sus gentes?
Goach se encogió de hombros.
– Siempre han necesitado mano dura.
– Pues eso ya lo tienen.
Goach inclinó la cabeza y bajó la vista a su plato. Se escucharon unas risotadas desde el otro extremo de la mesa, seguidas de unas sonoras carcajadas de los alemanes que no tenían la menor intención de pasar inadvertidos.
El martes Barbara acudió a una nueva cita con Luis. Era un día espléndido, tranquilo y apacible, y las hojas de los árboles caían suavemente al suelo. Barbara iba a pie, porque la Castellana estaba cerrada al tráfico; el Reichsführer Himmler bajaría más tarde por allí en su camino hacia el Palacio Real para celebrar su encuentro con el Generalísimo.
Tuvo que cruzar la Castellana. La cruz gamada ondeaba en todos los edificios y colgaba de unas cuerdas tendidas de uno a otro extremo de la calle. Las banderas rojas con la cruz de brazos doblados en ángulo recto contrastaban fuertemente con los edificios grises. Unos guardias civiles jalonaban la calle a intervalos, algunos de ellos acunando unas metralletas en sus brazos. Cerca de allí, un grupo de las Juventudes Falangistas permanecía alineado a lo largo del bordillo de la acera, sosteniendo en sus manos unas banderitas con la cruz gamada. Barbara apuró el paso y desapareció en el laberinto de calles que conducían al centro.
Cuando ya estaba cerca del café, el corazón le empezó a palpitar con fuerza. Luis ya había llegado, Barbara lo vio a través de la ventana. Permanecía sentado en la misma mesa, sosteniendo en sus manos una taza de café. La expresión de su rostro era sombría. Barbara reparó una vez más en su andrajoso aspecto; llevaba la misma chaqueta raída y calzaba unas alpargatas baratas de suela de esparto. Respiró hondo y entró. La propietaria la saludó con la cabeza desde debajo del retrato de Franco; estaba por todas partes, ahora incluso en los sellos.
Luis se levantó, esbozando una sonrisa de alivio.
– Buenos días, señora. ¡Pensaba que no iba a venir!
– Lo siento -contestó ella, sin responder a su sonrisa-. He tenido que venir a pie y he tardado más de lo que pensaba. Por la visita de Himmler.
– No importa. ¿Un café?
Barbara dejó que fuera a por una taza de aguachirle. Encendió un cigarrillo, pero esta vez no le ofreció ninguno a él. Respiró hondo y lo miró a los ojos.
– Señor Luis, antes de seguir adelante con el asunto, hay algo que quiero preguntarle.
– Faltaría más.
– La última vez usted me dijo que había dejado el ejército en primavera.
– Sí, en efecto. -Luis la miró perplejo.
– Pero también me dijo que se había pasado dos inviernos allí. ¿Eso cómo es posible? Cuenca estaba en manos de los rojos, hasta la rendición del año pasado.
Luis tragó saliva. Después esbozó una sonrisa triste.
– Mire, señora, yo le dije que pasé dos inviernos en la meseta, no en Cuenca. El año anterior, yo me encontraba en otra zona. Un puesto en Teruel. ¿Recuerda el nombre?
– Sí, claro. -Había sido una de las batallas más salvajes de la guerra. Barbara trató de recordar exactamente qué palabras había utilizado Luis.
– Teruel se encuentra a más de cien kilómetros de Cuenca, pero sigue estando prácticamente en la meseta. Alta y fría. Durante la batalla, a muchos hombres se les congelaron las extremidades y hubo que sacarlos de las trincheras para amputarles los pies. -Ahora Luis parecía casi enfadado.
Barbara volvió a respirar hondo.
– Comprendo.
– Usted temía que yo no le dijera la verdad -dijo bruscamente Luis.
– Tengo que asegurarme, señor Luis. Me arriesgo mucho. Tengo que estar segura de todo.
Luis asintió lentamente con la cabeza.
– Muy bien. Lo comprendo. Sí, es bueno que tenga cuidado. -Extendió los brazos-. Pregúnteme lo que se le ocurra y siempre que quiera.
– Gracias. -Barbara encendió otro pitillo.
– Fui a Cuenca el último fin de semana -dijo Luis-. Tal como le prometí.
Barbara asintió con la cabeza y volvió a mirarlo a los ojos. Eran inescrutables.
– Permanecí en la ciudad hasta que Agustín fue a verme. Me confirmó que en el campo hay un prisionero llamado Bernie Piper. Lleva allí desde que lo abrieron.
Barbara bajó la cabeza para que Luis no viera la impresión que le había causado la mención del nombre de Bernie. Tenía que conservar la calma y el control. Sabía, por su labor con los refugiados, hasta qué extremo se aferraban las personas a las esperanzas, por pequeñas que éstas fueran.
Levantó la vista y miró fijamente a Luis.
– Como usted comprenderá, señor, necesitaré pruebas. Necesito que su hermano le diga algo más acerca de él. Cosas que yo no le he dicho ni a usted ni a Markby, cosas que usted no podría saber. No que es rubio, por ejemplo; eso lo puede ver usted en la fotografía.
Luis se apoyó contra el respaldo de la silla, frunciendo los labios.
– No es una petición absurda -dijo Barbara-. Millares de brigadistas internacionales murieron en la guerra, y usted sabe lo escasas que son las posibilidades de que hayan sobrevivido. Necesito pruebas antes de poder seguir adelante.
– Y yo soy pobre y me podría estar inventando una historia. -Luis volvió a asentir con la cabeza-. No, señora, no es absurda. En qué mundo vivimos. -Reflexionó un instante-. Entonces ¿se supone que debo pedir a Agustín que me diga todo lo que sabe sobre este hombre y, luego, facilitarle los detalles a usted?
– Sí.
– ¿Ha vuelto a hablar con el señor Markby?
– No. -Lo había intentado, pero aún estaba fuera.
Luis se inclinó hacia delante.
– Volveré a Cuenca; aunque no puedo ir muy a menudo a visitar a mi hermano, porque la gente podría sospechar. -Ahora el joven se había puesto en tensión. Se frotó la frente con la mano-. Supongo que podría decir que nuestra madre ha empeorado. No se encuentra muy bien. -Levantó la vista-. Pero el tiempo puede ser importante, señora Clare, si usted quiere que hagamos algo. Ya conoce los rumores que circulan. Si España entrara en guerra, usted se tendría que ir. Y su brigadista, si fuera comunista, podría ser entregado a los alemanes. Es lo que ocurrió en Francia.
Cierto, pero Barbara se preguntó si Luis la quería asustar para que se diera prisa.
– Si usted tuviera que hacer algo -repitió-. ¿Quiere decir -Barbara bajó la voz-… «escapar»? -Sintió los fuertes latidos de su corazón.
Luis asintió con la cabeza.
– Agustín cree que se puede hacer. Pero será peligroso. -Se inclinó hacia delante y bajó la voz-. Permítame explicarle cómo funciona el campo. Está cercado por una alambrada de púas. Hay atalayas con ametralladoras.
Barbara se estremeció involuntariamente.
– Perdone, señora, pero le tengo que explicar cuál es la situación.
– Lo sé. Siga.
– Es imposible que alguien del interior del campo pueda salir. Pero hay destacamentos de obreros forzados que salen todos los días… para arreglar carreteras, instalar tuberías y trabajar en una cantera de lo alto de las colinas. Piper se ha pasado algún tiempo trabajando en la cantera. Si Agustín pudiera conseguir un puesto de vigilante en aquel destacamento de prisioneros, quizá consiguiera ayudar a su amigo a escapar. Quizá se podría inventar alguna excusa para escoltar a Piper hasta un lugar un poco apartado; allí, Piper podría simular un ataque contra Agustín y escapar. -Luis frunció el entrecejo-. Eso es todo lo que hemos podido planear hasta ahora.
Barbara asintió con la cabeza. Al menos, parecía factible.
– Ésta es la única manera que se nos ocurre. Pero, cuando se descubra la fuga, Agustín será interrogado. Si se sabe la verdad, será fusilado. Lo hará sólo por dinero. -Luis la miró con semblante muy serio-. Hablando con toda franqueza.
Barbara asintió y procuró respirar hondo varias veces para que se le calmara el corazón sin que Luis se diera cuenta.
– El período de servicio de Agustín termina en primavera y él no quiere verse obligado a renovarlo. A algunos de allí les gusta este trabajo, pero a Agustín no. Lo hace sólo para mantener a nuestra madre en Sevilla.
– ¿Cuánto, entonces?
– Dos mil pesetas.
– Eso es mucho -dijo Barbara, a pesar de ser menos de lo que ella temía.
– Agustín tiene que arriesgar su vida.
– Si aceptara, tendría que conseguir el dinero de Inglaterra. No sería fácil, dadas las restricciones monetarias. -Barbara volvió a respirar hondo-. Pero, si usted pudiera convencerme de que Bernie se encuentra en este campo, entonces ya veríamos.
– Tendríamos que concretar la cuestión del dinero, señora.
– No. Primero necesito una prueba. -Dio una calada al cigarrillo y lo miró a través de una nube de humo-. Otra visita a Cuenca no será peligrosa. Le pagaré el precio del billete. -Y entonces pensó: «¿Te volveré a ver?»
Luis titubeó un instante y después asintió con la cabeza. Barbara dio gracias a Dios por sus años de negociaciones con funcionarios corruptos. Luis se reclinó contra el respaldo de la silla con aire cansado. Barbara pensó: «Está menos acostumbrado que yo a esta clase de cosas.»
– ¿Le dijo algo Agustín acerca de él… de Bernie, de cómo está? -Se le trabó la lengua al pronunciar el nombre.
– Está bien. Pero los inviernos son muy duros para los prisioneros. -Luis la miró con el semblante muy serio-. Si lo hacemos, usted tendría que desplazarse a Cuenca y llevárselo a la embajada británica en Madrid. ¿Dispone de automóvil?
– Sí, sí, eso ya lo arreglaré.
Luis la miró inquisitivamente.
– ¿Su marido sabe algo?
– No. -Barbara levantó la cabeza-. Yo sólo quiero rescatar a Bernie y llevarlo a la embajada británica para que ellos lo puedan enviar a casa.
– Muy bien. -Luis lanzó un suspiro cansado.
Barbara encendió otro cigarrillo y le ofreció uno a él.
– ¿Entonces nos volveremos a ver? -preguntó-. ¿La semana que viene?
– A la misma hora. -Luis la miró como avergonzado-. Me tendrá que pagar el precio del billete ahora.
Volvieron a salir a la calle para la entrega del dinero. Cuando Barbara le entregó el sobre, Luis soltó una carcajada amarga.
– Antes los españoles éramos un pueblo orgulloso. Hay que ver las cosas que tenemos que hacer ahora. -Dio media vuelta y apuró el paso hasta que su andrajosa figura se perdió calle arriba.
Barbara se topó con más calles cortadas en su camino de vuelta a casa y tuvo que bajar por la calle de Fernando el Santo y pasar por delante de la embajada británica. Contempló el edificio. Probablemente, Harry Brett se encontraba allí dentro; lo vería aquella misma noche. Harry, el amigo de Bernie.
Al final de la calle, unos guardias civiles impedían a los peatones el paso a la Castellana.
– Disculpe, señora. No se puede pasar hasta dentro de una hora. Medidas de seguridad.
Inclinó la cabeza y retrocedió. Un pequeño grupo de personas se había congregado en las inmediaciones. Calle arriba, unas voces juveniles lanzaron vítores al paso de un Mercedes negro que circulaba a poca velocidad escoltado por soldados motorizados. En la cubierta del motor ondeaba un banderín con la cruz gamada. Barbara distinguió en la parte de atrás un rostro pálido y mofletudo aparentemente separado del cuerpo por efecto del uniforme negro y la gorra. Un destello de sol se reflejó en los cristales de las gafas y a Barbara le pareció que, por un instante, Heinrich Himmler se volvía para mirarla. Después, el vehículo desapareció en medio de un remolino de hojas otoñales. Se oyeron nuevos vítores de las Juventudes Falangistas situadas más adelante. Barbara se estremeció y dio media vuelta.
Harry bajó por la Castellana, donde las banderas nazis que ondeaban en los edificios destacaban a través de la niebla que cubría la ciudad. Vestía abrigo y sombrero; ahora ya estaban a finales de octubre y las noches eran más frías. Se dirigía a la parada del tranvía para trasladarse a la calle Vigo del barrio de la Arganzuela donde estaba invitado a cenar en casa de Sandy y Barbara.
Aquella tarde, él y Tolhurst habían vuelto a hablar un poco más acerca de Barbara.
– Ha sido un golpe de suerte -le había dicho Tolhurst-. Jamás supimos dónde vivía Forsyth, ¿sabes? Nuestra fuente nos informó de que vivía con una chica, pero pensamos que debía de ser alguna putilla española.
– Me gustaría saber cómo acabó Barbara arrejuntándose con Sandy. -Harry meneó la cabeza-. Me pareció que iba por mal camino cuando la vi en el treinta y siete. Después le escribí, pero no me contestó o no recibió mis cartas.
– No le interesaba la política, ¿verdad? No se le contagiaron las ideas de aquel novio rojo que tenía, ¿no es cierto?
– No. Trabajaba en la Cruz Roja y era una persona de temperamento muy práctico y juicioso. No sé qué pensará ahora del régimen.
Lo averiguaría aquella noche. Mientras caminaba, Harry experimentó un repentino cansancio al pensar en la tarea que le esperaba. Pero se había comprometido, tenía que seguir.
Oyó unas pisadas a su espalda, un ruido débil a través de la niebla. Demonios, otra vez el sujeto que le pisaba los talones. No había visto al hombre durante el fin de semana, pero ahora parecía que ya había vuelto. Giró rápidamente a la izquierda y después a la derecha. Vio el portal abierto de un edificio de apartamentos, pero no así al portero que debía de estar por allí cerca. Eran unos apartamentos de clase media muy bien cuidados, el aire olía a líquido de fregar los suelos. Harry entró, se situó detrás de la puerta y atisbo. Oyó unas pisadas, un repiqueteo y el crujido de unas hojas secas. Un instante después apareció el joven que le había estado pisando los talones. Permaneció de pie y miró arriba y abajo en medio de la calle desierta, frunciendo el entrecejo de su rostro pálido y delicado. Harry escondió rápidamente la cabeza. Esperó unos minutos y volvió a salir. En la calle no había nadie, excepto una mujer que paseaba su perro envuelta en un abrigo de pieles. La mujer le dirigió una mirada recelosa. Desanduvo el camino, meneando la cabeza. La verdad era que aquel hombre no lo estaba haciendo demasiado bien.
El espía no lo había asustado; pero, aun así, mientras subía por el camino particular de Sandy media hora más tarde, experimentó aquella momentánea embriaguez que algunas veces se apoderaba de él. No le había comentado a Sandy sus crisis de pánico después de lo de Dunkerque, a pesar de que los espías le habían dicho que semejante detalle no lo podría perjudicar. El orgullo le había impedido hacerlo, pensaba. La casa era un enorme chalet rodeado de un amplio jardín. Harry permaneció de pie un momento en el peldaño de la entrada, para serenarse; luego respiró hondo y llamó al timbre.
Una joven sirvienta le abrió la puerta. Era agraciada, pero de aspecto ligeramente tristón. Lo acompañó a través de un pasillo decorado con varias piezas de porcelana china que descansaban encima de dos mesitas, hasta llegar a un salón espacioso con la chimenea encendida. Todo era cómodo y muy caro.
Sandy se acercó y le estrechó la mano con un firme apretón. Su esmoquin estaba inmaculado y el cabello le brillaba a causa de la gomina.
– Harry, cuánto me alegro de que hayas podido venir. Bueno, a Barbara ya la conoces.
Se encontraba de pie, fumando junto a la repisa de la chimenea con una copa de vino en la mano. Estaba completamente distinta. Sus viejos cárdigans y su despeinado cabello habían sido sustituidos por un costoso vestido de seda que realzaba la belleza de su tez y de su figura; su rostro había adelgazado, e iba impecablemente maquillada para acentuar sus pómulos pronunciados, sus brillantes ojos verdes y su largo cabello de puntas rizadas. A pesar de los cambios, se la veía tensa y cansada; lo cual no le impidió esbozar una sonrisa cordial en el momento de estrecharle la mano.
– Harry, ¿cómo estás?
– Muy bien. Has cambiado mucho.
– Jamás he olvidado lo amable que fuiste conmigo hace tres años. Entonces me encontraba fatal.
– Hice simplemente lo que pude. Eran tiempos muy duros.
– Sandy me ha dicho que intentaste escribirme. Lo siento, pero jamás recibí tus cartas. La Cruz Roja me trasladó a Burgos. Necesitaba alejarme de Madrid después de… Hizo un gesto con la mano.
– Sí. Te escribí a Madrid, y supongo que las cartas no se entregaban a través de las líneas del frente.
– La culpa es mía -dijo Barbara-. Tendría que haber procurado mantener el contacto.
– Muchas veces me preguntaba qué tal estarías. Tengo entendido que ya no trabajas en la Cruz Roja, ¿verdad?
– No, lo dejé cuando conocí a Sandy. La verdad es que tuve que hacerlo porque no estaba en condiciones. Pero puede que muy pronto me dedique a algún trabajo de voluntariado con unos huérfanos.
Harry meneó la cabeza sonriendo.
– Y entonces te encontraste con Sandy. Estupendo.
– Sí. Él me ayudó a recuperarme.
Sandy se acercó a ella y le rodeó los hombros con el brazo, estrechándola en ademán protector. A Harry le pareció que Barbara se echaba un poco hacia atrás.
– Y tú, Harry -añadió Barbara-, ¿cómo estás? Sandy me dijo que estuviste en Dunkerque.
– Sí, pero ahora ya estoy bien. Sólo me ha quedado una pequeña sordera.
– ¿Qué tal van las cosas en casa? Recibo cartas de mi familia, pero no me explican muy bien qué tal lo lleva la gente. Los periódicos españoles dicen que la situación es bastante mala.
– La gente resiste muy bien. La batalla de Inglaterra fue una inyección de moral.
– Me alegro. Estando tan lejos, no me preocupaba demasiado la falsa guerra; pero, desde que empezaron los bombardeos… supongo que tú en la embajada te enteras de todo. Aquí todos los periódicos están censurados.
Sandy se echó a reír.
– Sí, hasta censuran los desfiles de moda del Daily Mail. Si les parece que los vestidos son demasiado escotados, les ponen encima una franja negra.
– Bueno, la situación es muy dura, pero no tanto como los periódicos de aquí dan a entender. El estado de ánimo de la gente es asombroso, Churchill ha conseguido unir a todo el mundo.
– Toma una copa de vino -dijo Sandy-. Comeremos algo más tarde, cuando lleguen los demás. Oye, ¿por qué nos os reunís los dos una tarde para charlar un poco más acerca de la situación en vuestro país? A Barbara le sentará bien.
– Pues sí; sí, lo podríamos hacer.
Barbara inclinó la cabeza en señal de asentimiento, pero Harry percibió una cierta desgana en su voz.
– Estaría muy bien. -Harry se volvió hacia Sandy-. ¿Tú qué haces ahora exactamente? El otro día no me lo acabaste de explicar.
Sandy esbozó una ancha sonrisa.
– Bueno, toco varias teclas.
Harry miró a Barbara sonriendo.
– Sandy se ha abierto camino en el mundo.
– Pues sí. -A Barbara pareció molestarle la mención de los negocios. Harry se alegró. Si no supiera nada, no tendría nada que contar.
– Ahora mismo me ocupo, sobre todo, de un proyecto respaldado por el Gobierno -contestó Sandy-. Extracción de minerales. Todo muy aburrido, simples tareas de exploración. Pero requiere cierta organización.
– Así que explotación de minas, ¿eh? -dijo Harry. Debía de ser lo del oro. Seguía estando de suerte. Se le aceleraron los latidos del corazón. «Tranquilo -se dijo-, tómatelo con calma»-. Recuerdo que en el colegio querías ser paleontólogo. Los secretos de la tierra, solías decir.
Sandy se rió.
– Bueno, ahora no se trata de dinosaurios. -Sonó el timbre de la puerta-. Disculpa. Tengo que ir a recibir a Sebastián y Jenny. -Se retiró.
Barbara permaneció en silencio un instante y después sonrió con cierta inseguridad.
– Me alegro de volver a verte.
– Y yo a ti también. Tienes una casa muy bonita.
– Sí, creo que he caído de pie. -Barbara hizo una pausa y después se apresuró a preguntar-: ¿Crees que Franco entrará en guerra?
– Nadie lo sabe. Corren toda suerte de rumores. Si ocurre, será de repente.
Ambos se callaron cuando Sandy apareció en compañía de una pareja muy bien vestida. El hombre tenía treinta y tantos años, era bajito y delgado y resultaba muy atractivo desde un moreno y sureño punto de vista español. Vestía el uniforme de la Falange, atuendo militar oscuro y camisa azul. La mujer era más joven y también muy atractiva, rubia y de facciones redondeadas y suaves y expresión arrogante.
– Harry -dijo Sandy en español-, permíteme presentarte a Sebastián de Salas, un colega mío. Sebastián, te presento a Harry Brett.
El español estrechó la mano de Harry.
– Encantado, señor. Hay muy pocos ingleses en Madrid. -Se volvió hacia su acompañante-. Jenny ve a muy pocos compatriotas suyos.
– ¡Hola! -La voz de la mujer era cortante como el cristal, y sus duros ojos miraban con expresión de complacencia. Se volvió para dirigirle a Barbara una fría y ceremoniosa sonrisa-. Hola, Babs, qué vestido más bonito.
– ¿Te apetece una copa de vino? -El tono de Barbara era tan frío como el suyo.
– Más bien prefiero un gin-tonic. Me he pasado toda la tarde en el club de golf.
– Vamos todos -dijo Sandy jovialmente-. A sentarse.
Los cuatro se acomodaron en unos mullidos sillones.
– Bueno, Harry, ¿usted a qué se dedica? -preguntó Jenny de repente.
– Soy traductor en la embajada.
– ¿Ha conocido a alguien interesante?
– Sólo a un subsecretario.
– Jenny es una aristócrata, Harry -explicó Sandy-. Y Sebastián, también.
El español soltó una carcajada como de disculpa.
– Más bien pequeño. Tenemos un castillito en Extremadura, pero se está desmoronando.
– No te rebajes, Sebastián -dijo Jenny-. Yo soy prima de lord Redesdale. ¿Lo conoce?
– No. -Harry hubiera deseado reírse. Aquella mujer era ridícula.
Jenny tomó la copa que Barbara le ofrecía.
– Vaya, muchas gracias. Mmm, delicioso -dijo, apoyándose en De Salas.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted en Madrid, señor Brett? -preguntó De Salas.
– Algo más de una semana.
– ¿Y qué le parece España?
– Veo que la Guerra Civil ha provocado… muchos trastornos.
– Pues sí. -De Salas asintió tristemente con la cabeza-. La guerra hizo mucho daño y ahora nos enfrentamos con las malas cosechas. La gente lo está pasando muy mal. Pero nos esforzamos por mejorar la situación. El camino es arduo, pero ya hemos dado el primer paso.
– Sebastián pertenece a la Falange, como puedes ver -dijo Sandy en tono neutral, pero mirando a Harry con cierta guasa. De Salas sonrió y Harry lo miró con una sonrisa imparcial. Sandy apoyó una mano en el brazo de Barbara-. Barbara, ve a ver qué hace Pilar, ¿te importa?
Barbara inclinó la cabeza y se retiró. «La esposa obediente», pensó Harry. La idea le dolió por una razón inexplicable.
– Señor Brett -dijo De Salas cuando Barbara se retiró-: ¿puedo preguntarle una cosa? El caso es que me temo que muchos ingleses no comprendan lo que es la Falange.
– A menudo resulta difícil comprender la política de los países extranjeros -contestó cuidadosamente Harry, recordando los gritos de la horda que había rodeado el vehículo y al chico que se había mojado los pantalones.
– En Inglaterra tienen ustedes una democracia, ¿verdad? Por eso luchan ustedes, por el sistema.
– Sí.
«Estupendo -pensó Harry-, va directamente al grano.»
De Salas sonrió.
– Comprenda, por favor, que no es mi intención ofenderlo.
– No, desde luego.
– La democracia ha funcionado bien en Inglaterra y en Estados Unidos, pero no funciona en todas partes por igual. En España, la democracia trajo el caos y los derramamientos de sangre bajo la República. -De Salas sonrió con tristeza-. No todos los países son aptos para sus libertades, se rompen en pedazos. A veces, la vía autoritaria resulta ser la única válida.
Harry asintió, recordando que tenía que evitar la política en la medida de lo posible.
– Lo comprendo perfectamente. Es sólo que supongo que cabría preguntarse a quién deberían rendir cuentas los gobernantes.
De Salas se echó a reír y extendió las manos.
– Pues mire, señor, las rinden a toda la nación. A toda la nación representada por un solo partido. Eso es lo bonito de nuestro sistema. Oiga, ¿sabe usted por qué la Falange viste camisas azules?
– No me digas que es porque todos los demás colores ya estaban ocupados -terció Sandy riéndose.
– Porque el azul es el color de los monos de los obreros. Nosotros representamos a todo el mundo en España. La Falange es un camino intermedio entre el socialismo y el capitalismo. Ha dado resultado en Italia. Sabemos lo dura que es ahora la vida en España, pero haremos justicia a todo el mundo. Denos tiempo -añadió De Salas, sonriendo con la cara muy sería.
– Así lo espero -dijo Harry. Estudió a De Salas. Su expresión era abierta y sincera. «Se lo cree», pensó Harry.
Barbara regresó.
– Ya podemos pasar -dijo.
Sandy se levantó y se situó entre Harry y De Salas, apoyando una mano en los hombros de cada uno de ellos.
– Tendríamos que reanudar esta charla en otro momento. Pero ahora cambiemos de tema, ¿eh?, por deferencia a las señoras. -Les dirigió a los dos una paternal sonrisa y Harry se preguntó cómo podía ser que pareciera un hombre de mediana edad, mucho mayor de lo que era. Antes se había compadecido de Sandy, pero ahora éste le empezaba a resultar ligeramente repulsivo.
En el comedor se había dispuesto un bufet frío. Los cuatro se llenaron los platos y se los llevaron a la mesa de madera de roble. Sandy abrió otra botella de vino. Jenny tenía consigo la botella de ginebra.
– Sandy -dijo De Salas-, deberías haber invitado a una señorita para el señor Brett.
– Sí, Sandy, nos falta una persona -convino Jenny-. Malas maneras.
– No ha habido tiempo.
– No se preocupen -dijo Harry-. Seguramente tendré ocasión de conocer a muchas señoritas el jueves que viene. Me han invitado a mi primera fiesta española.
– ¿Y dónde va a ser? -preguntó De Salas.
– En casa del general Maestre. Su hija cumple dieciocho años.
De Salas miró a Harry con renovado interés.
– Conque en casa de Maestre, ¿eh?
– Sí. Intervine como intérprete en una reunión entre él y uno de nuestros diplomáticos.
De repente, Sandy habló en tono perentorio.
– No, Sebastián, nada de negocios esta noche.
De Salas asintió con la cabeza y se volvió hacia Barbara.
– ¿Cómo van sus planes de trabajar con los huérfanos, señora? ¿La marquesa la ayudó?
– Sí, gracias. Espera poder organizar algo.
– Me alegro. ¿Le gustará volver a trabajar como enfermera?
– Me gustaría hacer algo útil. En realidad, lo considero un deber.
– Jenny también es enfermera, como Barbara -explicó De Salas a Harry-. La conocí cuando vino aquí para ayudar durante la guerra.
– ¿Cómo? -Jenny levantó la cabeza con el rostro arrebolado. Harry vio que estaba bebida-. No lo he entendido. ¿Por qué soy como Barbara?
– Estaba diciendo que tú fuiste enfermera.
– ¡Ah, sí! ¡Sí! -Jenny se rió-. Aunque no soy propiamente una enfermera. Nunca estudié. Pero, cuando vine, me encomendaron la tarea de ayudar en las operaciones. Después de la batalla del Jarama. Menos mal que no soy aprensiva.
Barbara inclinó la cabeza sobre su plato. Sandy le dirigió una mirada solícita.
– Harry -dijo después-, prueba este estupendo tinto. Me ha costado un riñón. Un escándalo.
De Salas miró a Harry con una sonrisa.
– Supongo que la embajada cuenta con sus propias provisiones.
– Recibimos raciones. No están demasiado mal.
De Salas preguntó:
– ¿Es cierto que hay muchas privaciones en Inglaterra? ¿Y que los alimentos están racionados?
– Sí. Pero todo el mundo recibe lo suficiente.
– ¿De veras? Pues no es lo que se lee por aquí. -De Salas se inclinó hacia delante, sinceramente interesado-. Pero dígame, por favor, porque de veras me interesa. ¿Por qué siguen ustedes adelante con la guerra? Ya los derrotaron en Francia, ¿por qué no rendirse ahora?
No había manera de que abandonara el tema. Harry miró a Barbara.
– Eso es lo que piensan todos los españoles -le dijo ésta.
– Hitler les ha ofrecido a ustedes la paz. Y yo he visto tantos muertos en España que desearía que cesaran las matanzas en Europa.
Sandy se inclinó hacia delante.
– Tiene razón, ¿sabes? Inglaterra tendría que rendirse ahora que tienen unas buenas condiciones sobre la mesa. No es que no sea patriota, Harry, sólo quiero lo mejor para los intereses de mi país. Llevo fuera casi cuatro años y, a veces, las cosas se ven más claras desde lejos. E Inglaterra no puede ganar.
– La gente está firmemente decidida.
– A defender la democracia, ¿eh? -dijo De Salas sonriendo con tristeza.
– Sí.
– Quizás Hitler nos permitiría conservar la democracia -apuntó Sandy-. A cambio de nuestra renuncia a seguir luchando.
– No tiene un historial muy bueno en este sentido -dijo Harry, repentina y visiblemente dominado por la cólera. Él había luchado contra los alemanes, mientras que Sandy se había quedado allí sentado ganando dinero. Si Sandy había acompañado a la gente en recorridos por los antiguos campos de batalla, Harry había combatido en uno auténtico.
– Ya no queda demasiada democracia en Inglaterra, por lo que me cuentan -terció Jenny, levantando la voz-. A Oswald Mosley lo metieron en chirona simplemente por haberse puesto al frente del partido equivocado.
Barbara le lanzó una mirada rebosante de veneno. De Salas carraspeó.
– Creo que quizá nos estamos acalorando demasiado -dijo con torpeza.
La fiesta no duró demasiado. De Salas no tardó en decir que tenían que marcharse y se retiró llevándose a rastras a una Jenny que casi no se tenía en pie.
– No la vuelvas a invitar, Sandy, por favor-dijo Barbara cuando se fueron.
Sandy arqueó las cejas, mirando a Harry mientras se encendía un cigarro.
– Jenny se pasó toda la Guerra Civil trabajando aquí como enfermera. Antes era bastante alocada, al parecer se fugó del colegio de Roedean. Por lo visto, no sabe adaptarse a la paz, se pasa la vida borracha. Sebastián está pensando en quitársela de encima.
– Es asquerosa -dijo Barbara. Se volvió hacia Harry-. Perdona, no he estado muy amable esta noche.
– Pero don Sebastián parece bastante civilizado -dijo Harry-. A su manera.
– Sí. -Sandy asintió con la cabeza-. El fascismo español no es como el nazismo, Harry, tienes que recordarlo. Se parecen más bien a los italianos. Yo, por ejemplo, llevo a cabo una labor de beneficencia con refugiados judíos. Sin embargo, hay que hacerlo con cierta discreción, porque temen molestar a los alemanes; pero la verdad es que las autoridades hacen la vista gorda. -Miró a Harry con una sonrisa-. No hagas caso de lo que antes he dicho acerca de la rendición británica. Ha sido una simple… conversación. Aquí es el tema del día, como puedes imaginar. Les encantaría que terminara la guerra; ya ha habido demasiados derramamientos de sangre, como bien ha dicho Sebastián.
Barbara se encendió un cigarrillo.
– Estoy de acuerdo en que aquí no tienen esas ideas nazis sobre la pureza racial. Pero son todos bastante brutos.
Sandy enarcó las cejas.
– Pensaba que estabas de acuerdo en que, al final, Franco había puesto un poco de orden.
Barbara se encogió de hombros.
– Puede ser. Voy a decirle a Pilar que recoja, Sandy, y después subo arriba. Os dejo con vuestras copas. Perdona, Harry, no estoy muy brillante esta noche. Me duele un poco la cabeza. -Lo miró con una leve sonrisa en los labios-. Te llamaré, a ver si nos vemos.
– Sí, por favor. Si me llamas a la embajada, seguramente me encontrarás. Cualquier día de esta semana quizá.
– Quizá.
Harry volvió a percibir cierta desgana en su voz. «¿Por qué?», se preguntó.
Una vez solos, Sandy llenó sendos vasos de whisky y se encendió un cigarro. Al parecer, su aguante era tremendo. Harry lo había observado beber despacio para mantener la cabeza despejada.
– ¿Le ocurre algo a Barbara?
Sandy hizo un gesto como de rechazo con la mano.
– Bueno, no. Simplemente está cansada y preocupada por lo que ocurre en Inglaterra. Los bombardeos y todo lo demás. Oye, cuando te llame, llévala a comer a un buen restaurante. Aquí está demasiado sola.
– De acuerdo.
– España es un lugar muy curioso, pero hay muchas oportunidades de negocios. -Sandy se echó a reír-. Mejor será no decir que me conoces cuando acudas al baile de la niña de Maestre. El Gobierno es un nido de rivalidades, y el bando en el que yo trabajo y el de Maestre no se llevan bien.
– ¿Ah, no? -Harry hizo una pausa y después preguntó con la mayor inocencia-. Maestre es monárquico, ¿verdad?
Los ojos entornados de Sandy lo miraron a través del humo del cigarro con expresión calculadora.
– Pues sí, en efecto. Menudos fanáticos están hechos. -Sandy miró a Harry con la cara muy seria-. Por cierto, ¿recuerdas lo que dije en el café acerca de la posibilidad de salir de España?
– Sí.
– No le comentes nada a Barbara, por favor. En caso de que decida irme, tardaré algún tiempo en hacerlo. Yo se lo diré cuando llegue el momento.
– Pues claro. Entendido.
– Todavía tengo algunos negocios que terminar aquí. Y dinero que ganar. -Sandy miró a Harry con una sonrisa-. Confío en que tengas invertido tu dinero en cosas seguras.
Harry vaciló. El rostro de Sandy había vuelto a recuperar su expresión calculadora.
– Sí. Mis padres me dejaron algún dinero, y mi tío lo invirtió en valores seguros. Lo tengo todo donde él lo colocó. A veces pienso que demasiado seguro. -Se echó a reír en tono dubitativo. En realidad, pensaba que el dinero nunca estaba demasiado seguro, pero quería ver adonde quería ir a parar Sandy.
– El dinero siempre puede generar más dinero si sabes dónde invertirlo.
– Sí, supongo que sí.
Para decepción de Harry, Sandy se levantó.
– En cualquier caso, quiero enseñarte una cosa. Acompáñame arriba.
Harry lo siguió hasta un pequeño y cómodo estudio del piso de arriba, lleno a rebosar de obras de arte.
– Mi refugio. Subo aquí para trabajar tranquilo.
La mirada de Harry se desplazó hacia el escritorio cubierto de carpetas de cartón y papeles, pero no alcanzó a ver qué eran.
– Fíjate en eso. -Sandy encendió la pequeña lámpara que iluminaba la figura del hombre tumbado de cualquier manera sobre el caballo distorsionado, cruzando el desierto medio muerto de cansancio-. Creo que es un Dalí-dijo-. ¿No te parece asombroso?
– Inquietante -dijo Harry.
Casi todas las piezas que se exhibían en la estancia tenían cierto carácter perturbador. La mano de una mujer que asomaba desde una manga de encaje exquisitamente labrada en plata; un jarrón japonés con una cruenta escena guerrera pintada con unos colores extraordinarios.
– En el Rastro puedes encontrar las cosas más sorprendentes -dijo Sandy-. Cosas que los rojos sacaron de las casas de los ricos durante la guerra. Aquí está, eso es lo que quiero enseñarte. -Abrió un cajón del escritorio y sacó una bandeja. Estaba llena de fósiles de piedras con los huesos de extrañas criaturas atrapados en su interior-. Mi colección. Las mejores piezas, en cualquier caso. -Señaló una piedra oscura-. ¿La recuerdas?
– Dios mío, sí. El amonites.
– Me lo pasaba muy bien con nuestras cazas de fósiles… Como dije el otro día, son las únicas cosas buenas que recuerdo de Rookwood.
Esbozó una torpe sonrisa, y Harry se sintió extrañamente conmovido y repentinamente culpable por lo que estaba haciendo.
– Y ahora -dijo Sandy-, echa un vistazo a esto. -Se arrodilló y levantó la tapa de una alargada y plana caja de madera que descansaba junto al escritorio. Dentro había una piedra ancha y plana de color blanco-. La encontré allá abajo por Extremadura hace unos meses. -Incrustados en la piedra se podían ver los huesos de una pata muy larga cuyos tres dedos terminaban en unas garras curvadas. Una garra era mucho más grande que las otras dos y tan larga como la mano de un hombre-. Bonita, ¿verdad? Principios del Cretáceo, más de cien millones de años de antigüedad. -Un sincero asombro le iluminó el rostro; por un instante, volvió a ser un colegial.
– ¿Qué especie es?
– Eso es lo más interesante. Creo que puede ser un nuevo ejemplar. Cuando vuelva a casa, la voy a llevar al Museo de Historia Natural. Si todavía sigue en pie. -Sandy contempló el fósil-. Por cierto, otra cosa cuando veas a Barbara. Le dije que no era muy amigo de Piper, pero lo que no le dije fue que no nos llevábamos bien en absoluto. Preferí no decírselo.
– Lo comprendo.
– Gracias. -Sandy esbozó una sonrisa avergonzada-. Aborrecía tanto aquel colegio.
– Lo sé. Pero te ha ido muy bien. -Harry se echó a reír-. ¿Recuerdas que, cuando te fuiste, me dijiste que pensabas que estabas destinado a ser siempre el chico malo, el perdedor?
Sandy se rió.
– Sí. Me dejaba machacar por los muy hijos de puta. Recibí una educación mucho mejor en las pistas de las carreras de caballos. Allí aprendí que tú mismo puedes crearte tu propio futuro y ser lo que tú quieras.
– A veces yo mismo me lo pregunto.
– ¿Qué?
– Si Rookwood nos daba una imagen distorsionada del mundo. Una imagen complaciente.
Sandy asintió con la cabeza.
– Como te dije en el café, el mundo pertenece a la gente que puede alargar la mano y apoderarse de la vida. Jamás tendríamos que permitir que el pasado nos frenara. Y eso que se llama el destino no existe.
Miró inquisitivamente a Harry. Éste contempló a su vez la extremidad del dinosaurio. Observó que las garras estaban curvadas; como si, en el momento de morir, la criatura hubiera estado a punto de atacar.
A la mañana siguiente, Harry presentó su informe a Hillgarth. Éste se mostró encantado con sus progresos. Le dijo que procurara volver a reunirse con Sandy lo antes posible, que intentara encauzar la conversación de forma que éste le hablara del oro y que también tratara de conseguir información de Barbara cuando se reuniera con ella.
Ya era casi la hora de comer cuando regresó a su despacho. Había estado traduciendo un discurso del gobernador de Barcelona, pero descubrió que alguien se lo había llevado de su escritorio. Fue a ver a Weaver.
– Se lo he tenido que pasar a Carne -dijo lánguidamente Weaver-. No sabía cuánto tiempo estaría usted reunido con los espías y era algo que se tenía que hacer. -Lanzó un suspiro-. Ahora ya podrá tomarse el resto del día libre, si quiere.
Harry abandonó el edificio y regresó a casa a pie. Sabía que los otros dos traductores estaban molestos por sus constantes ausencias del trabajo, por lo que la frialdad entre ellos era cada vez mayor. «Que se vayan a tomar por saco», pensó Harry. Eran unos estirados sujetos estilo Foreign Office que a él lo traían sin cuidado. Sin embargo, cada vez era más consciente de su soledad; aparte de Tolhurst, no tenía amigos en la embajada.
Al llegar a casa, se comió unos fiambres y después, como no le apetecía quedarse solo en el apartamento toda la tarde, se puso un atuendo más informal y salió a dar un paseo. El tiempo seguía siendo húmedo y frío y una ligera niebla oscurecía el final de la calle. Se detuvo en la plaza sin saber adónde ir y luego bajó por la calle que conducía al barrio de La Latina, más allá del cual se encontraba Carabanchel, un lugar que Tolhurst había calificado de mala zona aquella primera tarde.
Recordó a los Mera, los amigos de Bernie, y se preguntó si todavía estarían en algún sitio de por allí.
Mientras atravesaba La Latina, pensó en Barbara. No le entusiasmaba demasiado la tarea que tenía por delante, eso de hacer preguntas inquisitivas acerca de las actividades de Sandy sin que se notara en exceso. Barbara había cambiado tanto que prácticamente resultaba irreconocible. Pese a lo cual, él comprendió que no era feliz. Se lo había comunicado a Hillgarth, pero después se había arrepentido de haberlo hecho.
Bajó hasta la Puerta de Toledo. Más allá se encontraba Carabanchel. Dudó unos momentos y después cruzó el puente y se adentró en el populoso barrio de las altas casas de vecindad. Aquella fría y húmeda tarde el barrio estaba casi desierto y sólo se veían unos pocos viandantes. «Cuánto debimos de llamar la atención aquí Bernie y yo en el treinta y uno, tan pálidos e ingleses con nuestras camisas blancas», pensó. Algunos edificios parecían a punto de derrumbarse y estaban apuntalados con tablones de madera; en las calles abundaban los baches y las losas rotas y, de vez en cuando, se veía algún que otro cráter de bomba así como muros medio derruidos asomando por encima de montones de cascotes cual dientes rotos. Harry se echó hacia atrás al ver que una enorme rata salía de un edificio bombardeado y cruzaba corriendo la calzada por delante de él.
De pronto, oyó el sonido regular de unas pisadas a su espalda y soltó una maldición por lo bajo. Otra vez su espía, probablemente debía de estar esperando en las inmediaciones de su apartamento. En su inquietud, había olvidado comprobar su posible presencia; no había ejercido bien su oficio. Entró en el portal del edificio más próximo. La puerta estaba cerrada y él alargó la mano hacia el pomo y se perdió en un oscuro zaguán. Caía agua desde algún sitio y se respiraba un fuerte olor a orines. Entornó la puerta y dejó sólo un resquicio para mirar alrededor.
Vio pasar al pálido joven arrebujado en su abrigo. Esperó unos minutos y luego salió y dobló la esquina de una calle. El lugar le resultaba familiar. Un grupito de hombres de mediana edad lo miró fríamente al pasar por delante de la esquina donde ellos conversaban. Recordó con una punzada de tristeza lo amable que era la gente nueve años atrás.
Dobló la esquina de una plaza. Dos lados de la plaza habían sido bombardeados y reducidos a escombros, los edificios se habían derrumbado y un caos de muros destrozados se elevaba por encima de un mar de ladrillos rotos y empapados jirones de ropa de cama. La maleza había crecido entre las piedras, unos altos y ásperos hierbajos de color verde oscuro. Unos huecos cuadrados en el suelo, llenos de espumajosa agua de color verdoso señalaban la antigua ubicación de los sótanos. La plaza estaba desierta y las casas que quedaban en pie ofrecían un aspecto abandonado, con todas las ventanas rotas.
Harry jamás había visto una destrucción de semejante calibre; los cráteres de las bombas de Londres parecían pequeños en comparación con todo aquello. Se acercó un poco más para contemplar la destrucción. La plaza debía de haber sido objeto de intensos bombardeos. Cada día se recibían noticias acerca de nuevas incursiones aéreas en Inglaterra… ¿Ofrecería Londres ahora el mismo aspecto que el de aquella plaza?
Después vio un rótulo en una esquina, Plaza del General Blanco, y experimentó una terrible sacudida en el estómago. Era la plaza donde vivía la familia Mera. Volvió a mirar a su alrededor para tratar de orientarse y entonces se dio cuenta de que el bloque de viviendas donde vivía la familia había desaparecido y ahora sólo quedaban los escombros. Permaneció allí en pie, boquiabierto de asombro. Percibió un repentino movimiento y se sobresaltó cuando un perro pegó un brinco y saltó a lo alto de lo que quedaba de una pared y se lo quedó mirando desde allí. Era un pequeño mestizo de color canela y rabo de pelo rizado; debía de haber sido la mascota de alguien, pero ahora estaba muerto de hambre y se le marcaban las costillas a través del pelaje medio comido por la sarna.
El animal soltó dos ladridos secos y entonces una docena de formas emergieron desde detrás de los muros y a través de la maleza, unos perros flacos y sarnosos de todas las formas y tamaños. Algunos no eran más grandes que el mestizo, pero había tres o cuatro de gran tamaño, incluido un pastor alemán. Los perros se juntaron para mirarlo. Harry retrocedió recordando lo que Tolhurst le había dicho el primer día acerca de los perros asilvestrados y la rabia. Miró angustiado alrededor, pero, además de los perros, no había la menor señal de vida en la brumosa y devastada plaza. El corazón le empezó a latir con fuerza al tiempo que notaba un silbido en el oído malo.
Los perros avanzaron hacia él sobre los escombros y se desplegaron lentamente en abanico en medio de un silencio pavoroso. El pastor alemán, que debía de ser el jefe, se adelantó y le enseñó los dientes. Con qué facilidad aquel levantamiento del labio podía convertir un perro en un animal salvaje.
No tienes que manifestar temor. Eso es lo que se decía de los perros.
– ¡Vete! -le gritó al perro.
Para su alivio, los perros se detuvieron a unos diez metros de distancia de él. El pastor alemán le volvió a enseñar los dientes.
Harry retrocedió sin apartar los ojos de ellos. Estuvo a punto de tropezar con un ladrillo roto y agitó los brazos para no perder el equilibrio. Mirando al pastor alemán a los ojos, se agachó para recoger el ladrillo. Los perros se pusieron tensos.
Lo arrojó contra el pastor alemán, soltando un grito. Alcanzó al animal en una de sus sarnosas caderas y éste se retorció emitiendo un aullido.
– ¡Vete! -le volvió a gritar Harry.
Los perros vacilaron un instante, pero después dieron media vuelta y echaron a correr en pos de su jefe.
La jauría se detuvo lejos de su alcance y se lo quedó mirando en actitud vigilante. A Harry le temblaban las piernas. Recogió otro fragmento de ladrillo y se retiró muy despacio. Los perros se quedaron donde estaban. Se detuvo en el extremo más alejado de la plaza con la espalda apoyada contra una pared. Un maltrecho cartel republicano seguía fijado a la misma, un soldado con casco de acero que saltaba ante el fuego de artillería.
Harry volvió lentamente sobre sus pasos sin apartarse de las paredes, vigilando por si hubiera algún movimiento desde el cráter de la bomba. Los perros habían desaparecido entre los escombros, pero él sintió su mirada y no volvió la espalda hasta llegar a la calle que desembocaba en la plaza. Se apoyó contra la pared, respirando afanosamente. De pronto, oyó un grito, un alarido de puro terror. Lo siguió otro todavía más fuerte. Dudó un instante y después corrió de nuevo a la plaza.
Su espía se encontraba al borde del cráter de la bomba. Los perros lo habían rodeado y se le habían echado encima. Un mestizo de gran tamaño lo sujetaba por la espinilla y lo sacudía para derribarlo al suelo mientras el hombre volvía a gritar. La pernera de su pantalón y el hocico del perro estaban manchados de sangre. Mientras Harry contemplaba la escena, uno de los perros más pequeños pegó un brinco y apresó el brazo del hombre, haciendo que se tambaleara. El hombre se desplomó, soltando otro grito. Entonces el pastor alemán se le arrojó al cuello. El hombre consiguió cubrirse la garganta con el brazo, pero el pastor alemán le apresó el brazo. La jauría emitió unos gruñidos de excitación y el hombre estuvo casi a punto de desaparecer debajo de ellos.
Harry cogió otro trozo de ladrillo y lo arrojó. Cayó entre los perros y éstos se apartaron enseñando los dientes sin dejar de gruñir. Cruzando la plaza medio agachado, recogió piedras y fragmentos de ladrillo y los arrojó con ambas manos, sin dejar de gritar contra los perros. Una vez más, apuntó especialmente al jefe, el pastor alemán. Los perros vacilaron y Harry pensó que ahora irían también por él, pero el pastor alemán retrocedió y echó a correr. Renqueaba; el ladrillo que Harry le había arrojado anteriormente le debía de haber hecho un poco de daño. Los otros perros lo siguieron y se perdieron una vez más entre la maleza.
El hombre permanecía tumbado, despatarrado sobre los adoquines rotos, apretando el brazo contra la garganta. Miró a Harry con la boca abierta, respirando entre jadeos sonoros. La pernera del pantalón estaba rasgada y cubierta de sangre.
– ¿Se puede levantar? -le preguntó Harry. El hombre lo miró con los ojos desorbitados a causa del terror-. Tenemos que irnos de aquí -añadió dulcemente Harry-. Podrían volver, ahora ya han probado su sangre. Vamos, yo lo ayudo.
Sujetó al hombre por las axilas y lo ayudó a levantarse. Era muy liviano, sólo piel y huesos. Apoyando el peso del cuerpo en una pierna, el hombre puso el otro pie en el suelo y lo volvió a levantar, haciendo una mueca. El pastor alemán había regresado y los observaba desde lo alto de una montaña de escombros. Harry le pegó un grito y el perro se retiró una vez más. Después, ayudó al hombre a abandonar la plaza, echando la vista hacia atrás a cada pocos segundos. Cuando ya se encontraban a un par de calles de distancia, lo dejó en el peldaño de la entrada de una casa de vecindad. Una mujer los miró desde una ventana y después cerró las persianas…
– Gracias -dijo el espía casi sin resuello-. Gracias, señor.
La pierna le seguía sangrando y ahora también había sangre en los pantalones de Harry. Éste pensó en la rabia… Si los perros estuvieran infectados, el espía moriría.
– Pensaba que lo había despistado -dijo Harry.
El espía lo miró horrorizado.
– ¿Lo sabe? -Abrió enormemente los ojos. Era todavía más joven de lo que Harry pensaba, poco más que un niño. Ahora su pálido rostro estaba blanco como la cera a causa del sobresalto y el temor.
– Lo sé desde hace algún tiempo. Pensé que me había librado de usted.
El hombre lo miró con tristeza.
– Siempre lo pierdo. Lo perdí cuando salió esta mañana. Más tarde lo vi cerca de su apartamento, pero se me volvió a escapar antes de llegar a la plaza. -Miró a Harry con una leve sonrisa en los labios-. En eso es usted mejor que yo.
– ¿Cómo se llama?
– Enrique. Enrique Roque Casas. Habla usted muy bien el español, señor.
– Soy traductor. Aunque supongo que eso usted ya lo sabe.
El joven pareció avergonzarse.
– Me ha salvado la vida. Créame, señor. Yo no quería hacer este trabajo, pero necesitamos el dinero. Ahora me avergüenzo. -Se apoyó la mano en la pierna y la retiró cubierta de sangre. Le empezaban a castañetear los dientes.
– Vamos, lo acompañaré a casa. ¿Dónde vive?
La respuesta fue un susurro que él no pudo captar, le silbaba el oído malo. Inclinó el sano hacia él y repitió la pregunta.
– A unas pocas calles de aquí, cerca del río. En Madre de Dios… había oído hablar de esos perros, pero lo olvidé. No quería tener que informar de que lo había vuelto a perder. La verdad es que no están muy satisfechos conmigo. -Ahora Enrique estaba temblando y ya empezaba a experimentar los efectos del choque.
– Vamos -dijo Harry-. Póngase mi abrigo.
Se lo quitó y rodeó con él aquellos escuálidos hombros. Sujetándolo, Harry siguió las instrucciones de Enrique a través de las angostas callejuelas, sin prestar atención a las miradas de los viandantes. «Esto es ridículo», pensó, pero no podía abandonar sin más al muchacho; se encontraba en estado de choque y necesitaba que le examinaran la pierna.
– Bueno, ¿entonces para quién trabaja? -le preguntó bruscamente.
– Para el Ministerio de Asuntos Exteriores, señor. El jefe de nuestro bloque me consiguió el trabajo. Me dijeron que tenía que seguir a un diplomático británico y comunicarles adónde iba.
– Ya.
– Mandan seguir a todos los diplomáticos, menos a los alemanes. Incluso a los italianos. Dijeron que usted era traductor, señor, y que probablemente sólo iría a la embajada y a los buenos restaurantes de la ciudad; pero yo lo tenía que seguir y anotarlo todo.
– Puede que consiguieran alguna información útil. Si yo acudiera a un burdel, por ejemplo, me podrían someter a chantaje.
Enrique asintió con la cabeza.
– Sé cómo funciona la cosa, señor.
«Lo sabes demasiado bien», pensó Harry.
Se detuvieron ante una ruinosa casa de vecindad.
– Ésta es mi casa, señor -dijo Enrique.
Harry abrió la puerta de un empujón y entró en el húmedo y oscuro zaguán.
– Vivimos en el primer piso -dijo Enrique-. Si usted me pudiera ayudar…
Harry lo ayudó a subir el tramo de escalera. Enrique sacó una llave y abrió la puerta con mano temblorosa. La puerta daba a un recibidor pequeño y oscuro. Se respiraba en el aire un penetrante olor a moho. Enrique abrió otra puerta y entró renqueando en un saloncito. Harry lo siguió y se quitó el sombrero. Debajo de una mesilla ardía un brasero, pero la estancia seguía estando muy fría. Un par de sillas de madera arañadas rodeaban una mesa junto a la cual permanecía sentado un delgado chiquillo de unos ocho años, dibujando una y otra vez al pastel unas oscuras formas en un ejemplar del periódico Arriba. Al ver a Harry, el niño se levantó de un salto y se acercó corriendo a una combada cama individual que había en un rincón. La rodeaban unas cortinas que en aquel momento estaban descorridas. Una anciana de fino cabello gris, arrugado rostro torcido hacia un lado en una siniestra mueca y ojo semicerrado, descansaba en ella recostada sobre unas almohadas. El niño se encaramó a la cama de un salto y se acurrucó contra el costado de la anciana. Harry se sorprendió al ver el temor y la rabia que reflejaba su rostro.
La anciana se incorporó apoyándose en un brazo.
– Enrique, ¿qué ha pasado, quién es éste? -Hablaba arrastrando muy despacio las palabras, y Harry se dio cuenta de que había sufrido un ataque.
Enrique pareció recuperar el dominio de sí mismo. Se acercó y besó a la mujer en la mejilla mientras le daba al niño una palmada en la cabeza.
– Tranquila, mamá. He sufrido un accidente, unos perros me atacaron y este hombre me ha acompañado a casa. Por favor, señor.
Acercó una de las desvencijadas e inseguras sillas de madera y Harry se sentó. La silla chirrió bajo su peso. Enrique volvió a acercarse renqueando a la anciana. Se sentó en la cama y tomó su mano.
– No te preocupes, mamá, no pasa nada. ¿Dónde está Sofía?
– Ha ido a comprar.
La anciana se inclinó hacia delante para acariciar al niño. Este había hundido el rostro en su brazo izquierdo, muy blanco y arrugado. El niño se incorporó y señaló la pierna de Enrique.
– ¡Sangre! -chilló-. ¡Sangre!
– Tranquilo, Paquito, es sólo un corte, no es nada -dijo Enrique, tratando de serenarlo.
La anciana acarició la cabeza del chiquillo.
– No es nada, niño. -Después miró a Harry-. ¿Extranjero? -le preguntó a su hijo en voz baja-. ¿Es alemán?
– Soy inglés, señora.
Ella lo miró con inquietud y Harry comprendió que sabía con qué se ganaba la vida su hijo. Harry contempló los pantalones desgarrados y manchados de Enrique.
– Habría que lavar esta pierna.
La anciana asintió con la cabeza.
– Agua, Enrique, trae agua.
– Sí, mamá.
Enrique inclinó la cabeza y se acercó renqueando a la puerta. Harry se levantó para echarle una mano, pero Enrique rechazó su ayuda con un gesto de la mano.
– No. Quédese aquí, señor, por favor. Ya ha hecho suficiente.
Tomó un cubo que había en un rincón y se retiró dejando a Harry allí sin saber qué hacer. Este pensó que ya podría marcharse, pero no quería parecer grosero. Recordó cómo el pastor alemán había tirado del brazo del espía, en un intento de morderle la garganta, y se estremeció.
La mujer y el niño lo miraban fijamente desde la cama. Era difícil leer la expresión del rostro de la anciana, pero la del niño reflejaba rabia y temor. Harry esbozó una torpe sonrisa. Miró alrededor. Todo estaba muy limpio, pero, si la mujer se pasaba allí todo el día, era lógico que no se pudiera evitar aquel olor a moho que se respiraba en el aire. Había unas flores secas en unos jarrones y unos cuadros baratos de escenas campestres en las paredes destinados a alegrar un poco la estancia. Sin embargo, Harry observó que la pared de debajo de la ventana presentaba unas oscuras estrías de hongos en la parte donde el agua goteaba desde un antepecho podrido sobre una manta doblada. Apartó la mirada. Vio también unas cuantas fotografías prendidas en la pared. La anciana señaló una de ellas con el dedo.
– Mi boda -graznó.
Harry asintió cortésmente y se levantó para echarle un vistazo, mientras el niño se ponía tenso al verle cruzar el cuarto. La fotografía mostraba a una joven pareja de pie ante el pórtico de una iglesia y, a su lado, un joven y sonriente sacerdote. A juzgar por la ropa, la fotografía parecía corresponderse más o menos con la época de la boda de sus padres. La mujer sonrió con la mitad del rostro que todavía podía mover.
– Días más felices -dijo en un susurro.
– Sí, más felices, señora.
– Por favor, tome asiento, señor.
Harry volvió a sentarse. La mujer acarició el cabello del niño. Éste miraba a Harry con semblante asustado.
Se abrió la puerta y entró una muchacha envuelta en un grueso abrigo, con una bolsa de la compra. Era una veinteañera menuda y morena, con la cara en forma de corazón y grandes ojos castaños. Al ver a Harry, se detuvo en seco. Éste se levantó.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó bruscamente la chica-. ¿Quién es usted?
– Tranquila -dijo la anciana-. Es que unos perros han atacado a Enrique. Este hombre lo ha acompañado a casa. Tu hermano ha ido por un poco de agua.
La chica dejó la bolsa en el suelo, frunciendo el entrecejo con inquietud.
– Siento haberla asustado -dijo Harry.
– ¿De dónde es usted?
– Soy inglés. Me llamo Harry Brett. Trabajo en la embajada.
La chica lo miró boquiabierta de asombro.
– Entonces… ¿usted es el que…?
– Pues… sí. -O sea que la chica también sabía con qué se ganaba la vida su hermano.
– ¿Y ahora qué es lo que ha hecho? -preguntó mirando a Harry con dureza. Acto seguido, dio media vuelta y abandonó la estancia.
– Mi hija -dijo la anciana sonriendo-. Mi Sofía, corazón de mi vida.
Se oyeron unas voces en la escalera; la de la chica, enojada, la de Enrique y un murmullo como de disculpa. Éste entró renqueando, seguido de la chica que llevaba el cubo de agua. Enrique se sentó en una silla frente a Harry y la chica sacó unas tijeras de un cajón y miró al niño.
– Paquito, ve a la cocina, anda. Enciende el horno para calentar.
El niño obedeció, se levantó de la cama y se retiró, dirigiéndole a Harry una última mirada de temor.
– Creo que lo de la pierna es lo peor -dijo Harry-. Pero también lo han mordido el brazo. ¿La puedo ayudar?
La chica levantó la cabeza.
– Ya me las arreglo yo sola. -Después se volvió hacia su hermano-. Tendrás que buscarte otros pantalones en algún sitio. -Empezó a cortar la pernera, mientras Enrique se mordía el labio para ahogar un grito de dolor. La pierna estaba hecha un desastre, llena de señales de mordeduras que se alargaban hasta formar desgarros allí donde los perros habían tirado violentamente de la carne. La chica le quitó la chaqueta a su hermano y cortó la manga de la camisa, dejando al descubierto otras mordeduras. Sacó un frasco de yodo de un cajón-. Esto te va a picar mucho, Enrique; pero, si no lo hacemos, las heridas se te van a infectar.
– ¿Hay alguna señal de rabia? -preguntó Enrique con voz trémula.
– Eso no se puede saber -contestó ella en un susurro-. ¿Alguno de los perros se comportaba de una manera extraña, se tambaleaba o parpadeaba?
– Uno se tambaleaba, el pastor alemán -contestó Enrique con inquietud-. ¿Verdad, señor?
Sofía miró a Harry con semblante preocupado.
– Es que yo le había arrojado una piedra cuando antes me había querido atacar a mí. Por eso se tambaleaba. Ninguno de los perros parecía enfermo.
– Menos mal -dijo Sofía.
– Esos perros son un peligro -dijo Harry-. Habría que sacrificarlos.
– Sería un milagro que el Gobierno hiciera algo por nosotros. -Sofía siguió lavándole la pierna a su hermano. Harry observaba con asombro su habilidad y su fría profesionalidad.
– Sofía iba para médico -graznó la anciana desde la cama.
Harry se volvió para mirarla.
– ¿De veras? -preguntó con fingido interés.
Sofía no levantó la vista.
– La guerra acabó con mis estudios. -Empezó a cortar un trozo de tela en tiras.
– ¿No convendría que a su hermano lo viera un médico?
– No podemos permitirnos ese gasto -contestó secamente-. Procuraré mantener las heridas limpias.
Harry vaciló.
– Yo lo podría pagar. A fin de cuentas, lo he rescatado y tendría que encargarme de él hasta el final.
La chica lo miró.
– Hay otra cosa que usted podría hacer por nosotros, señor, algo que no le costaría dinero.
– Cualquier cosa que yo pueda hacer…
– No diga nada. Mi hermano me ha dicho en la escalera que usted ya llevaba algún tiempo sabiendo que él lo seguía. Sólo lo hacía porque necesitamos el dinero.
Harry miró a Enrique; allí sentado con sus improvisados vendajes parecía un muchacho muy cansado y asustado.
– El jefe del bloque, el representante de la Falange responsable de este edificio, sabía que lo estábamos pasando muy mal y dijo que le podría conseguir un trabajo a Enrique. No nos hizo mucha gracia cuando nos enteramos de lo que era, pero necesitamos el dinero.
– Lo sé -dijo Harry-. Ya me lo ha dicho su hermano.
La chica entornó los párpados.
– ¿O sea que usted le preguntó a qué se dedicaba?
– ¿Acaso usted no lo hubiera hecho?
La chica frunció los labios.
– Quizá. -No le quitaba los ojos de encima. Estaba muy seria, pero su expresión no era de súplica; Harry intuyó que no era una persona capaz de suplicar nada.
– Menos mal que Ramón no estaba abajo -dijo Enrique.
– Sí, eso nos da una oportunidad. Podemos decir que Enrique fue atacado por unos perros, pero no que usted estaba presente; incluso puede que le paguen hasta que se ponga mejor.
– Y, cuando ya esté mejor, usted no tendrá que preocuparse de que alguien lo siga, señor, porque sabrá que soy yo -añadió Enrique-. Diré que sólo pasea por las calles para tomar el aire; cosa que, de hecho, es lo único que le he visto hacer.
Harry se echó a reír y meneó la cabeza. Enrique también se rió muy nervioso. Sofía frunció el entrecejo.
– Lo siento mucho -dijo Harry-. Lo siento de veras, pero es que todo ha sido muy extraño.
– Éste es el mundo en el que vivimos constantemente -replicó la chica con aspereza.
– Pero usted sabe que yo no he provocado la situación -dijo Harry-. De acuerdo, no diré nada.
– Gracias. -Sofía lanzó un suspiro de alivio. Sacó una cajetilla barata de cigarrillos y le pasó uno a Enrique antes de ofrecerle la cajetilla a Harry.
– No, gracias, no fumo.
Enrique dio una larga calada. Se oyó un sonoro ronquido desde la cama; la anciana se había quedado dormida.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Harry.
La chica miró tiernamente a su madre.
– Se pasa todo el rato durmiendo. Sufrió un ataque cuando papá murió combatiendo con los milicianos.
Harry asintió con la cabeza.
– ¿Y Paquito es su hermanito?
– No. Vivía en el piso de enfrente con sus padres. -La chica miró al niño sin pestañear-. Eran activistas sindicales. Un día del año pasado, al volver a casa, vi la puerta del piso abierta y sangre por las paredes. Se habían llevado a sus padres y a él lo habían dejado. Lo acogimos en casa para que no lo llevaran a las monjas.
– Desde entonces, no anda muy bien de la cabeza -añadió Enrique.
– Lo siento.
– Sofía trabaja en una vaquería -prosiguió diciendo Enrique-. Pero no es suficiente para mantenernos a los cuatro, señor, por eso acepté este trabajo.
Harry respiró hondo.
– No diré nada. Lo prometo. Puede estar tranquilo.
– Pero, por favor, señor -añadió Enrique, en un intento de hacerse el gracioso-. No me vuelva a llevar a aquella plaza.
Harry sonrió.
– No lo haré.
Experimentaba una extraña sensación de parentesco con Enrique; otro como él, obligado por las circunstancias a trabajar a regañadientes como espía.
– Es un sitio un poco raro para que un diplomático vaya a pasear por aquel lugar -terció Sofía, mirándolo con perspicacia.
– Es que allí vivía una familia que yo conocía. Hace años, antes de la Guerra Civil. Vivían en la plaza donde ahora están los perros. Su casa fue bombardeada. -Harry suspiró-. No sé qué habrá sido de ellos.
– Allí ya no queda nadie -dijo Sofía. Miró a Harry con curiosidad-. ¿O sea que usted conocía España antes de… todo esto?
– Sí.
Ella asintió con la cabeza, pero no dijo más. Harry se levantó.
– No diré nada de Enrique. Y, por favor, permítanme que pague la atención de un médico.
Sofía apagó el pitillo.
– No, gracias, ya ha hecho usted suficiente.
– Se lo ruego. Envíeme la cuenta. -Sacó un trozo de papel, anotó su dirección y se la entregó. Ella se levantó y la cogió. Entonces Harry cayó en la cuenta de que Enrique ya sabía dónde vivía.
– Ya nos veremos -dijo Sofía en tono evasivo-. Gracias, señor… Brett, así es cómo se dice, ¿verdad? -añadió, acentuando la erre.
– Sí.
– Brett. -La chica asintió con la cabeza, mirándolo con semblante muy serio-. Yo me llamo Sofía -añadió, tendiéndole una mano cálida y delicada muy bien proporcionada-. Estamos en deuda con usted, señor. Adiós.
Era una despedida. Para su sorpresa, Harry se dio cuenta de que no deseaba marcharse. Le apetecía quedarse y averiguar algo más acerca de sus vidas. Pero se levantó y recogió su sombrero.
– Adiós.
Abandonó el apartamento y bajó por la escalera a oscuras hasta la calle. Mientras regresaba a la Puerta de Toledo, advirtió que le temblaban un poco las piernas y que le volvían a zumbar los oídos. Volvieron a su mente la plaza en ruinas y los perros. ¿Habrían muerto todos los miembros de la familia Mera?, se preguntó. ¿Como Bernie?
Harry había conocido a Barbara a través de los padres de Bernie. Había pasado la Pascua de 1937 con su tía y su tío. Entonces se encontraba en el primer año de su beca y, desde que se fuera a Cambridge cuatro años atrás, apenas los había visto; curiosamente, este detalle hacía que ellos lo echaran mucho de menos, por lo que, en las pocas visitas que él les hacía, lo recibían con inmenso cariño, ansiosos de escuchar sus noticias.
Una tarde de finales de abril sonó el teléfono en el recibidor de la vieja y espaciosa casa. Tío James entró en el salón donde Harry leía el Telegraph. Parecía preocupado.
– Era la madre de tu amigo Bernie Piper -dijo-. El chico con quien estuviste en España.
Harry llevaba cinco años sin saber nada de Bernie.
– ¿Ha ocurrido algo?
– Costaba entenderla, se le trababa la lengua; no creo que tenga mucha costumbre de hablar por teléfono. Al parecer, el chico se fue a España a combatir en el bando de los rojos -añadió tío James, haciendo una mueca de desagrado-. Ha recibido una carta en la que se les comunica que su hijo ha desaparecido en acto de servicio. Pregunta si tú los podrías ayudar. A mí todo eso me parece un lío. En realidad, le he dicho que no estabas en casa.
Harry experimentó un estremecimiento en la boca del estómago. Recordaba a la madre de Bernie, una mujer nerviosa con pinta de pajarillo. Bernie lo había acompañado a verla en Londres poco antes de que ambos se fueran a España en 1931; quería que Harry la convenciera de que ambos estarían seguros. La mujer había creído en sus palabras, que no en las de su hijo; puede que representara para ella la respetable solidez de Rookwood que Bernie había rechazado.
– No tienen teléfono. Pregunta si podrías ir a verla. Menuda cara. -Tío James hizo una pausa-. Pero, bueno, la pobre mujer debe de estar desesperada.
Harry subió al tren con destino a Londres a la mañana siguiente. Recordó el camino a la pequeña tienda de ultramarinos en la Isla de los Perros, entre las callejuelas por las que deambulaban harapientos hombres sin empleo. La tienda ofrecía el aspecto de siempre: verduras en cajas abiertas en el suelo, artículos baratos enlatados en los estantes. El padre de Bernie permanecía sentado detrás del mostrador. Era tan alto y fuerte como Bernie y debía de haber sido muy guapo en sus tiempos, pero ahora estaba pálido y encorvado y su mirada era triste y apagada.
– Eres tú -le dijo a Harry-. Hola. Madre está allí dentro. -Señaló con la cabeza una cristalera que había detrás del mostrador. No siguió a Harry al interior de la vivienda.
Edna Piper permanecía sentada junto a la mesa del saloncito. Su rostro chupado bajo el desgreñado cabello se iluminó al ver entrar a Harry. Se levantó y estrechó su mano en un huesudo apretón.
– Arry, Arry, ¿cómo estás?
– Muy bien, gracias, señora Piper.
– Me dio mucha pena que Bernie perdiera el contacto contigo y malgastara el tiempo con aquella gente de Chelsea… -La señora Piper dejó la frase sin terminar-. ¿Sabías que se había ido a combatir a España?
– No. Creo que llevo años sin saber nada de Bernie. Perdimos el contacto.
La mujer suspiró.
– Es como si jamás hubiera ido al colegio, dejando aparte su manera de hablar. Siéntate, por favor. ¿Te apetece una taza de té?
– No. No, gracias. ¿Qué… qué ha ocurrido? Me temo que mi tío no me lo supo explicar muy bien.
– Hace un mes recibimos una carta de la embajada británica. Decía que había habido una batalla en febrero y que Bernie había desaparecido en acto de servicio. Era una carta tan corta y tan fría. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Su padre dice que eso significa que ha muerto, pero que no encontraron su cuerpo.
Harry estaba sentado frente a la señora Piper. Encima de la mesa había un sobre con un vistoso sello español. La señora Piper lo tomó y empezó a darle vueltas en las manos.
– Bernie entró un día del pasado mes de octubre y dijo que se iba a luchar contra los fascistas. Me miró con aire desafiante porque sabía que yo iba a protestar. Pero el más afectado fue su padre. Aunque a Bernie ni se le ocurrió pensarlo, yo vi que se hundía como si se hubiera quedado sin aire cuando nos lo dijo. Esto acabará con él. -Miró a Harry con semblante desolado-. A veces los hijos crucifican a sus padres, ¿sabes?
– Lo siento.
– Tú los perdiste a los dos, ¿verdad?
– Sí.
– Pete no lo podrá resistir, está seguro de que Bernie ha muerto. -Sostuvo en alto la carta-. ¿Le quieres echar un vistazo? Es de una chica inglesa a la que Bernie conoció allá abajo.
Harry extrajo la carta del sobre y la leyó. Estaba fechada tres semanas atrás.
Apreciados señor y señora Piper.
Ustedes no me conocen, pero Bernie y yo estábamos muy unidos y por eso quería escribirles. Sé que la embajada les ha escrito diciendo que Bernie ha desaparecido y ha sido dado por muerto. Yo aquí trabajo en la Cruz Roja y quería que ustedes supieran que trabajo duro para tratar de averiguar algo más, si cabe la posibilidad de que todavía esté vivo. Aquí es muy difícil obtener información, pero yo lo seguiré intentando. Bernie siempre fue una persona maravillosa.
Sinceramente suya,
Barbara Clare
– No sé qué quiere decir -comentó la señora Piper-. Habla de que, a lo mejor, está vivo, y después de que Bernie siempre fue una persona maravillosa, como si hubiera muerto.
– Es como si esperara contra toda esperanza -dijo Harry. Le pareció que el corazón se le caía a los pies; por primera vez, pareció darse cuenta de que Bernie había desaparecido. Volvió a dejar la carta.
– Bernie nos había escrito por Navidad hablándonos de ella. Decía que había conocido a una chica inglesa allá abajo. Debe de estar destrozada. No quiero ni imaginármela ahí sola.
– ¿Han contestado ustedes a su carta?
– Al momento, pero no ha habido respuesta. -La mujer lanzó un profundo suspiro-. No creo que las cartas lleguen siempre a su destino. Estaba pensando… tú hablas español, ¿verdad? ¿Y conoces el país?
– No he estado en España desde el treinta y uno -contestó Harry en tono vacilante.
– ¿Tú de qué bando estás? -preguntó ella de repente.
Harry meneó la cabeza.
– De ninguno. Creo que todo eso es una tragedia.
– Han estado aquí los del Comité de Ayuda a las familias de los miembros del Batallón Británico de las Brigadas Internacionales; pero yo no quiero dinero, sólo quiero a Bernie. -La señora Piper lo miró a los ojos-. ¿Tú podrías ir allí para localizar a esta chica y averiguar lo que ha ocurrido? -La mujer se inclinó hacia delante y tomó una mano de Harry entre las suyas-. Es mucho pedir, pero los dos erais muy buenos amigos. Si pudieras averiguarlo con certeza, averiguar si hay alguna esperanza…
Dos días después de su visita a la señora Piper, Harry subió al tren con destino a Madrid. Había conseguido reservar habitación en un hotel. El agente de viajes le había dicho que estaría lleno de periodistas; eran los únicos que viajaban a España en aquellos momentos.
A través de la ventanilla del tren Harry veía letreros por todas partes que proclamaban la guerra de los «trabajadores». Era una tibia y serena primavera castellana, pero la gente se mostraba amargada y como a la defensiva. Cuando llegó a Madrid, se sorprendió de lo distinto que estaba todo en comparación con lo que él había visto durante su primera visita. Carteles de gran tamaño, soldados y milicianos por todas partes, gente con semblante nervioso y preocupado pese a la propaganda que tronaba a través de los altavoces instalados en el centro. En los periódicos no se hablaba de otra cosa más que del intento de golpe en Barcelona por parte de unos traidores «trotskistas-fascistas».
Se registró en el hotel, muy cerca de la Castellana. Tenía la dirección de Barbara, pero primero quería orientarse un poco. Aquella tarde fue a dar un paseo y atravesó el barrio de La Latina para dirigirse a Carabanchel. Recordó haber bajado por allí con Bernie en 1931 para ir a ver a los Mera, el calor de aquel verano y lo despreocupados y alegres que ambos se sentían entonces.
Cuanto más al sur se desplazaba, menos gente había. Muchas calles estaban cerradas por barricadas, unas toscas estructuras de adoquines con un pequeño hueco para los peatones; las calles, privadas de sus adoquines, eran unos barrizales. Se oía el ruido de la artillería y, de vez en cuando, silbidos y detonaciones a lo lejos. Harry dio media vuelta. Se preguntó, con una sensación de mareo en el estómago, si los Mera estarían todavía en Carabanchel.
Aquella noche en su hotel conoció a un periodista, un individuo cínico y culto llamado Phillips. Le preguntó qué había ocurrido en Barcelona.
– Los rusos están imponiendo su control. -Soltó una carcajada-. Trotskistas una mierda. No hay ninguno.
– ¿O sea que es cierto? ¿Los rusos se han apoderado de la República?
– Vaya si es cierto. Ahora lo gobiernan todo; tienen sus propias cámaras de tortura en un sótano de la Puerta del Sol. Guardan un as en la manga, ¿comprende? En caso de que el Gobierno los desafíe, Stalin podrá decir: «Muy bien, pues ahora interrumpimos los envíos de armas.» Hasta ha conseguido que envíen el oro del Banco de España a Moscú. Y tardarán mucho en volver a verlo.
Harry meneó la cabeza.
– Me alegro de que nosotros seamos partidarios de la no intervención.
Phillips soltó otra carcajada.
– No intervención, un cuerno. Si Baldwin hubiera permitido que los franceses entregaran armas a la República el año pasado, no habrían querido a los rusos ni regalados. La culpa es nuestra. Al final, la República perderá; los alemanes y los italianos lo están inundando todo de armas y de hombres.
– Y entonces, ¿qué ocurrirá?
Phillips saludó brazo en alto a la romana.
– Sieg heil, amigo mío. Otra potencia fascista. Bueno, será mejor que me vaya a la cama. Mañana tengo que elaborar un informe desde la Casa de Campo, mala suerte. Ojalá me hubiera traído mi sombrero de hojalata.
Al día siguiente, Harry se presentó en el cuartel general de la Cruz Roja y preguntó por la señorita Clare. Lo acompañaron a un despacho donde un suizo de aire agobiado permanecía sentado detrás de una mesa de caballete llena de papeles. Ambos se hablaron en francés. El funcionario lo miró con la cara muy seria.
– ¿Conoce personalmente a la señorita Clare?
– No, yo conocía a su amigo. Sus padres me han pedido que me ponga en contacto con ella.
– Está muy afectada. La hemos dado de baja por enfermedad, pero no sabemos si sería mejor que volviera a Inglaterra.
– Comprendo.
– Una lástima, ha sido un pilar de fortaleza en esta oficina. Pero no se irá, no piensa hacerlo hasta que averigüe con toda certeza qué le ha ocurrido a su novio, dice. Sin embargo, puede que jamás lo sepa con certeza. -El hombre hizo una pausa-. Siento haber recibido una queja de las autoridades. Clare se está poniendo pesada. Y nosotros necesitamos mantener buenas relaciones con las autoridades. Si usted pudiera ayudarla a ver las cosas con cierta perspectiva…
– Haré todo lo que pueda. -Harry suspiró-. Aunque aquí parece que no hay demasiada perspectiva, que digamos.
– En efecto. Más bien poca.
La dirección correspondía a un bloque de apartamentos. Harry llamó a la puerta y oyó unas pisadas como de alguien que arrastrara los pies. Se preguntó si se habría equivocado de apartamento, parecían las pisadas de una anciana; pero quien le abrió la puerta fue una joven de estatura elevada, desgreñado cabello pelirrojo y rostro hinchado y congestionado.
– ¿Sí? -preguntó sin interés.
– ¿La señorita Clare? Usted no me conoce. Me llamo Brett, Harry Brett. -Ella lo miró sin comprender-. Soy un amigo de Bernie.
Al oír el nombre, la joven cobró vida.
– ¿Hay alguna noticia? -preguntó con ansia-. ¿Tiene usted alguna noticia?
– Me temo que no. Los padres de Bernie recibieron su carta y me han pedido que venga a ver qué se puede hacer.
– Ah. -La joven volvió a hundirse de inmediato, pero sostuvo la puerta abierta-. Pase.
El apartamento estaba revuelto y desordenado y, en el aire, se respiraba un fuerte olor a humo de tabaco. Ella frunció el entrecejo con expresión perpleja.
– Conozco su nombre de algún sitio.
– Rookwood. Estuve allí con Bernie.
Ella sonrió con semblante repentinamente cordial.
– Claro. Harry. Bernie hablaba de usted.
– ¿De veras?
– Decía que usted era su mejor amigo en el colegio. -Barbara hizo una pausa-. Aunque él aborrecía aquel colegio.
– ¿Todavía?
Barbara lanzó un suspiro.
– Todo estaba relacionado con sus ideas políticas. Y ahora parece ser que sus malditas ideas políticas han acabado con él. Perdone, mis modales son horribles. -Retiró unas prendas de ropa de un sillón-. Siéntese. ¿Le apetece un café? Me temo que es bastante malo.
– Gracias, me encantará.
Le preparó un café y se sentó frente a él. Una vez más, la vida parecía haber huido de ella. Se hundió en el sillón, fumando unos fuertes cigarrillos españoles.
– ¿Ha ido a la Cruz Roja? -preguntó.
– Sí. Me dijeron que estaba usted de baja por enfermedad.
– Ahora ya han pasado casi dos meses. -Barbara meneó la cabeza-. Quieren que regrese a Inglaterra, dicen que seguramente Bernie ha muerto. Yo también lo creía al principio, pero ahora no estoy segura, no puedo estar segura hasta que alguien me diga dónde está el cuerpo.
– ¿Ha hecho algún progreso?
– No. Se están cansando de mí, me han dicho que no vuelva. Incluso se han quejado al viejo Doumergue. -Barbara encendió otro cigarrillo-. Había un comisario a quien Bernie conocía de los combates en la Casa de Campo, un comunista que trabajaba en el cuartel general del ejército. El capitán Duro. Era muy amable; trataba de averiguar todo lo que podía, pero se fue de repente la semana pasada. Lo trasladaron o algo por el estilo. Ha habido muchos cambios últimamente. Pregunté si podía ir allí, a las líneas del frente; pero, naturalmente, me dijeron que no.
– Quizá sería mejor regresar a casa.
– No tengo nada por lo que regresar a casa. -Su mirada se perdió como si la hubiera dirigido hacia dentro; pareció olvidarse de la presencia de Harry. Éste se compadeció inmensamente de ella.
– Venga a comer a mi hotel -le dijo.
Ella esbozó una rápida y triste sonrisa y asintió con la cabeza.
Se pasó con ella buena parte de los dos días siguientes. Barbara quería saberlo todo acerca de Bernie, y eso parecía animarla un poco a ratos; aunque constantemente volvía a hundirse en aquella profunda y retraída tristeza de ojos vidriosos. Vestía faldas viejas y blusas sin planchar y no llevaba maquillaje; su aspecto la traía sin cuidado.
Al segundo día Harry acudió a la embajada británica, pero allí le dijeron lo que todo el mundo decía «desaparecido y dado por muerto», lo cual significaba que no habían encontrado ningún cuerpo identificable. Regresó al apartamento de Barbara sin el menor deseo de contarle lo que le habían dicho. Le había prometido visitar el cuartel general del ejército al día siguiente, quizás allí tuvieran más interés por un hombre. Después, ya no sabía qué otra cosa podría hacer. Estaba seguro de que Bernie había muerto.
Llamó al timbre y volvió a escuchar las cansinas pisadas. Barbara abrió la puerta y se apoyó en ella, mirándolo fijamente. Estaba bebida.
– Pasa -le dijo.
Había una botella de vino semivacía encima de la mesa y otra en la papelera. Barbara se dejó caer en una silla junto a la mesa.
– Toma una copa -dijo-. Bebe conmigo, Harry.
Éste dejó que le escanciara una copa. Barbara levantó la suya.
– Por la maldita revolución.
– La maldita revolución.
Le explicó lo que le habían dicho en la embajada. Barbara posó su copa y su rostro volvió a adquirir la ensimismada expresión de costumbre.
– Siempre estaba tan lleno de vida. Era tan divertido. Tan guapo. -Levantó los ojos-. Me decía que algunos chicos de la escuela se enamoraban locamente de él. Y eso a él no le gustaba.
– No. No, no le gustaba.
– ¿Tú te enamoraste de él?
– No. -Harry sonrió tristemente. Recordó la noche en que Bernie se había ido de putas-. Pero a veces le envidiaba la guapura.
– ¿Tienes alguna novia allá en Inglaterra?
– Sí. -Harry vaciló-. Una buena chica. -Llevaba unos cuantos meses saliendo con Laura; se sorprendió al darse cuenta de que apenas había pensado en ella desde su llegada a Madrid.
– Dicen que siempre hay alguien para todo el mundo, y es cierto; pero no te dicen que, a veces, te lo vuelven a arrebatar. Se esfuma. Desaparece. -Barbara se comprimió la frente con el puño y rompió a llorar en ásperos y desgarradores sollozos-. Me estoy engañando, ¿verdad? Se ha ido.
– Me temo que eso parece -contestó serenamente Harry.
– Pero mañana irás al cuartel general del ejército por mí, ¿verdad? Pregunta a ver si está el capitán Duro. Y si no tienen más noticias, yo… me daré por vencida. Tendré que aceptarlo.
– Lo haré. Te lo prometo.
Barbara meneó la cabeza.
– Normalmente no me pongo en este plan. Te he escandalizado, ¿verdad?
Harry se inclinó sobre la mesa y tomó su mano.
– Lo siento -le dijo con dulzura-. Lo siento con toda mi alma.
Barbara le apretó la mano, apoyó la cabeza en ella y lloró con desconsuelo.
El soldado de la entrada del cuartel general del ejército no quería franquearle el paso, pero Harry le explicó lo que quería en español y eso facilitó las cosas. Dentro, le dijo a un sargento que había acudido allí para informarse acerca de un soldado desaparecido en el Jarama. Dio el nombre de Bernie y el del comunista que había ayudado a Barbara. El sargento le dijo que lo consultaría con un oficial y lo acompañó a un pequeño despacho sin ventana. Harry se sentó a esperar junto a una mesa. Contempló un retrato de Stalin que colgaba en la pared, con los ojillos entornados, grandes bigotes y una sonrisa que parecía una mueca. Había también un mapa de España en el que unas líneas trazadas a lápiz señalaban las zonas cada vez más reducidas que conservaba la República.
Entró un español con uniforme de capitán, sujetando en la mano una carpeta. Era bajito y moreno, y su rostro cansado ostentaba una barba de dos días. Lo acompañaba otro capitán alto y fuerte y con la cara muy pálida. Ambos se sentaron frente a él. El español inclinó brevemente la cabeza a modo de saludo.
– Tengo entendido que está usted haciendo indagaciones acerca de un tal capitán Duro.
– No, no; estoy tratando de averiguar el paradero de un voluntario inglés, Bernie Pipen Su novia ha estado aquí y dice que el capitán Duro la ha estado ayudando mucho.
– ¿Me permite su pasaporte, si es tan amable?
Harry se lo entregó. El español lo abrió, lo estudió a contraluz. Después soltó una especie de gruñido y lo guardó en la carpeta.
– ¿Me lo podría devolver, por favor? -dijo Harry-. Lo necesito. -El capitán cruzó los brazos encima de la carpeta y se volvió hacia su compañero. El otro inclinó la cabeza.
– Habla usted muy bien el español, señor. -Su acento era extranjero, gutural.
– Es mi especialidad… soy lector… en Cambridge.
– ¿Quién lo ha enviado aquí?
Harry frunció el entrecejo.
– Los padres del soldado Piper.
– Pero su mujer ya ha estado aquí. Consta en las fichas que desapareció y se le dio por muerto. Eso significa que murió, pero no se encontró el cuerpo. Después esta mujer de la Cruz Roja ha estado viniendo aquí día tras día, y ahora usted. Y hablan siempre del capitán Duro.
– Mire, nosotros queremos saber, eso es todo. -Ahora Harry ya empezaba a enfadarse-. El soldado Piper vino a combatir por la República, ¿no le parece que es lo menos que se nos debe?
– ¿Usted es partidario de los nacionales, señor?
– No, no lo soy. Soy inglés, somos neutrales. -Harry se estaba empezando a poner nervioso. Observó que ambos oficiales iban armados con revólveres. El oficial extranjero le arrebató bruscamente la carpeta a su compañero.
– La señorita Barbara Clare, que ha estado aquí muchas veces, veo que pidió permiso para visitar el campo de batalla. Es una zona de acceso limitado. Y ella, que trabaja en la Cruz Roja, debería saberlo. Allí han declinado cualquier responsabilidad por sus investigaciones.
– Ella no venía en nombre de la Cruz Roja. Verá, Bernie Piper era su… bueno, su amante.
– Y usted, ¿qué relación tiene con él?
– Fuimos compañeros de escuela.
El capitán soltó una carcajada, un áspero sonido desde lo más profundo de su garganta.
– ¿Y a eso lo llama usted una relación?
– Bueno, mire -dijo Harry-, yo he venido aquí de buena fe para interesarme por un soldado desaparecido. Pero, si ustedes no me van a ayudar, quizá será mejor que me vaya -añadió, haciendo ademán de levantarse.
– Siéntese. -El oficial extranjero se levantó y le propinó un fuerte empujón en el pecho. Harry perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo, aterrizando dolorosamente sobre la pelvis. El oficial lo miró fríamente cuando se levantó-. Siéntese en aquella silla.
A Harry se le aceleraron los latidos del corazón. Recordó lo que el periodista le había dicho acerca de las cámaras de tortura de la Puerta del Sol. El oficial español contempló la escena con semblante preocupado. Se inclinó y susurró algo al oído a su compañero. Éste meneó la cabeza con impaciencia, sacó una cajetilla de cigarrillos y se encendió uno. Harry miró la cajetilla; el texto estaba escrito con caracteres cirílicos.
El oficial sonrió.
– Pues sí, soy ruso. Ayudamos a nuestros camaradas españoles en asuntos de seguridad. Necesitan ayuda; hay espías fascistas y trotskistas por todas partes. Haciendo preguntas. Inventándose mentiras.
Harry procuró que no le temblara la voz.
– Yo he venido aquí para interesarme por un amigo…
– El soldado Piper no vino aquí a través de los procedimientos establecidos de las Brigadas Internacionales. Se presentó sin más en Madrid el pasado mes de noviembre. Eso no es normal.
– Yo no sé nada de eso. Llevo años sin ver a Bernie.
– ¿Y, sin embargo, ahora viene aquí a preguntar por él?
– Sus padres me lo han pedido.
El ruso se inclinó hacia delante.
– ¿Y quién le ha dicho a usted que preguntara por el capitán Duro?
Harry respiró hondo. Se encontraba en un sótano de una ciudad extranjera bajo la ley marcial. No podría salir de allí, a no ser que lo autorizaran a hacerlo.
– La señorita Clare. Dice que el capitán Duro la atendió la primera vez que ella vino aquí para hacer indagaciones. Ya se lo he dicho, conoció a Bernie en la Casa de Campo. El capitán intentó averiguar algo más. Pero después dijeron que lo habían trasladado. Y ya no hubo nadie más que pudiera ayudarla.
– Ahora nos empezamos a aclarar. En realidad, el capitán Duro no fue trasladado. Fue detenido por saboteador. Le oyeron decir que habríamos tenido que negociar con los rebeldes de Barcelona. -El oficial se reclinó contra el respaldo de su asiento-. Negociar con los saboteadores trotskistas-fascistas.
– Mire, la verdad es que yo no sé nada de todo eso. Sólo voy a permanecer tres días en el país.
– La ficha del soldado Piper dice que, tras resultar herido en los combates de la Casa de Campo, se ofreció para atender a los voluntarios que llegaban desde Inglaterra. Pero se consideró que era un burgués, un sentimental que probablemente no aprobaría algunas de las duras medidas que aquí se imponen. Se consideró que se le debería permitir recuperarse para enviarlo posteriormente al frente. Tenía madera de soldado de a pie, no era la clase de hombre de acero como la que aquí necesitamos ahora.
Harry miró al ruso.
– Esta gente se deja seducir fácilmente por el trotskismo-fascismo. -El ruso se volvió hacia su compañero. El español se inclinó hacia él; Harry captó las palabras «Cruz Roja». El ruso frunció el entrecejo-. Eso ya lo discutiremos fuera. -Se volvió para mirar a Harry-. Usted, señor Brett, se queda aquí.
Harry notó que un escalofrío le recorría toda la espalda y sintió frío a pesar del bochorno que reinaba en la estancia.
Los oficiales se retiraron. Harry oyó un murmullo de voces. Pensó con inquietud en lo que iba a ocurrir en caso de que se lo llevaran a alguna parte. Barbara lo esperaba en el apartamento. Parecía más calmada, después del estallido de la víspera; esperaba que no le hubiera vuelto a dar a la botella. Saldría en su busca en caso de que él no regresara. Le sudaban las manos. Se dijo a sí mismo que tenía que calmarse.
Las voces del pasillo sonaban más fuerte. Oyó los gritos del ruso.
– ¿Quién manda aquí?
Unas pisadas se alejaron y se hizo el silencio, un espeso silencio que casi se podía tocar con las manos. Recordó a los chicos en la escuela, cuando hablaban excitados acerca de las distintas clases de tortura. Lo que hacían el potro, las empulgueras, las nuevas torturas con descargas eléctricas.
Se abrió la puerta y entró el oficial español, solo y con la cara muy seria. Le entregó a Harry su pasaporte.
– Deles las gracias a sus contactos de la Cruz Roja -dijo fríamente-. Dé gracias porque nosotros necesitamos sus medicinas. Puede irse. Lárguese ahora mismo, antes de que el otro cambie de idea. -Miró a Harry a los ojos-. Dispone de veinticuatro horas para abandonar España.
De regreso en el apartamento, Harry le contó a Barbara lo ocurrido. Tenía que abandonar España de inmediato, y ella también convendría que lo hiciera; jamás debería regresar al cuartel general del ejército. Pensó que, a lo mejor, ella no le creería, pero le creyó.
– Sabemos lo que ocurre -dijo en voz baja-. En la Cruz Roja, quiero decir. Las detenciones y las desapariciones. -Meneó la cabeza-. Simplemente, lo había olvidado. Sólo pensaba en averiguar algo acerca de Bernie. He sido muy egoísta. Siento que hayas tenido que pasar por todo esto.
– Yo me ofrecí voluntariamente a hacerlo. Puede que los dos hayamos sido unos ingenuos.
– Pues yo tengo menos excusa, llevo nueve meses aquí.
– Barbara, tendrías que regresar a Inglaterra.
– No. -Barbara se levantó, animada por una nueva determinación-. Regresaré al trabajo, le contaré a Doumergue lo ocurrido. Veré si puedo conseguir un traslado.
– ¿Estás segura de que lo podrás soportar?
– Me encontraré mejor trabajando, eso me ayudará a salir adelante.
Harry hizo el equipaje y después regresó al apartamento de Barbara para cenar. A ninguno de los dos le apetecía cenar fuera.
– Necesitaba un poco de esperanza -dijo ella-. No podía aceptar que Bernie hubiera muerto.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
Barbara esbozó una valerosa sonrisa.
– Convenceré a Doumergue de que me traslade a otro sitio. Voy a ayudar a organizar los suministros médicos en Burgos.
– ¿En la zona nacional?
– Sí. -Soltó una sonrisa incierta-. Veré el otro lado de la historia. En Burgos no hay combates, queda muy por detrás del frente.
– ¿Y lo podrás soportar? ¿Eso de trabajar con la gente contra la cual luchaba Bernie?
– Bueno, los nacionales y los comunistas no son mejores los unos que los otros. Lo sé muy bien, yo sólo quiero hacer mi trabajo, ayudar a la gente que se ha quedado atrapada en medio. Así reviente toda la maldita política. Ya todo me da igual.
Harry la miró, preguntándose si tendría fuerzas para cumplir su propósito.
– ¿Sientes la presencia de Bernie? -preguntó ella de repente-. ¿Aquí, en el apartamento?
– No. -Harry esbozó una azorada sonrisa-. Yo no siento nada de todo eso.
– A veces experimento una especie de calor, como si él estuviera aquí. Supongo que eso demuestra que está muerto.
– Pase lo que pase, conservas unos cuantos recuerdos muy buenos. Y eso será un consuelo con el tiempo.
– Supongo. ¿Y tú?
Harry la miró sonriendo.
– Vuelta a casa, a las costumbres de siempre.
– Parece una buena vida. ¿Eres feliz?
– Me conformo, supongo. Quizás eso es lo máximo que podemos esperar.
– Yo siempre quise más. -Por un instante, los ojos de Barbara se perdieron en la distancia-. Bueno, tendré que hacer un esfuerzo para trabajar en Burgos. -Sonrió-. ¿Me escribirás?
– Sí, claro.
– Háblame de Cambridge, mientras yo esté hasta la coronilla de formularios. -Volvió a esbozar su triste y fugaz sonrisita de costumbre.
La casa del general Maestre era una mansión del siglo XVIII situada en una zona residencial al norte de la ciudad. El general envió un automóvil para recoger a Harry y Tolhurst, un impresionante Lincoln americano; circulaban a gran velocidad por la Castellana, donde ya se habían retirado las banderas nazis. Himmler se había ido, pero la víspera los periódicos habían publicado una noticia aún más sensacional. Hitler y Franco se habían reunido en la ciudad de Hendaya, en la frontera con Francia, para una ronda de conversaciones de seis horas de duración. La prensa vaticinaba que España no tardaría en entrar en guerra.
– En realidad, la reunión no fue bien, o eso es lo que dice Sam -les había dicho Hillgarth a Harry y Tolhurst aquella tarde.
Los había convocado para una reunión en el despacho de Tolhurst. Vestido aquel día de paisano, mostraba una expresión de profundo cansancio. Permanecía sentado con las piernas cruzadas y no paraba de mover el pie libre.
– El embajador tiene una fuente en el entorno de Franco. Dice que Franco le comunicó a Hitler que él sólo entraría en guerra en caso de que Hitler le garantizara enormes cantidades de suministros. Sabe que nosotros no permitiríamos pasar nada a través del bloqueo. Bueno, esperemos que así sea.
Tomó un ejemplar del ABC que descansaba sobre el estrecho escritorio de Tolhurst; el Generalísimo había sido sorprendido en el momento de bajar del tren real para saludar a Hitler, con una ancha sonrisa en los labios y un brillo de emoción en los ojos.
– Franco está que bebe los vientos por Hitler, quiere formar parte del Nuevo Orden. -Hillgarth meneó la cabeza y después miró inquisitivamente a sus dos subordinados-. Van ustedes esta noche a la fiesta, ¿verdad? Intenten averiguar a través de Maestre qué tal lo está haciendo el nuevo ministro de Comercio. El otro día Carceller pronunció un discurso profascista. Puede que Maestre no dure mucho más como subsecretario. En ese caso, habremos perdido a un amigo.
– ¿Leyó usted el informe de nuestro hombre en Gerona, señor? -preguntó Tolhurst-. ¿Trenes cargados de alimentos rumbo a la frontera francesa, con las palabras «Alimentos para nuestros amigos alemanes» pintadas en los costados?
Hillgarth asintió con la cabeza. Se revolvió en su asiento, y dejó de mover el pie.
– Ha llegado el momento de que se concentre en Forsyth, Brett. Averigüe algo más acerca del maldito oro. ¿Y qué me dice de esa tal Clare, qué pinta en todo eso?
– No creo que Barbara sepa nada.
Hillgarth lo miró con perspicacia.
– Bueno, averígüelo -dijo en tono perentorio-. Usted la conoce.
– No muy bien. Pero el lunes comeremos juntos. -La había llamado la víspera; Barbara había aceptado la invitación tras dudar un instante. Harry se sentía culpable pero, al mismo tiempo, lleno de curiosidad acerca de su relación con Sandy. «El hecho de ser espía despierta la curiosidad», pensó-. Creo que la mejor línea de actuación consiste en seguir indagando sobre lo que dijo Sandy a propósito de las oportunidades de negocios -añadió-. Eso me puede ayudar a formarme una idea de lo que está haciendo.
– ¿Cuándo lo volverá a ver?
– Tenía previsto organizar algo cuando me reuniera con Barbara.
El pie de Hillgarth volvió a moverse a sacudidas.
– Eso no puede esperar. Ya tendría que haber organizado algo cuando habló con la mujer.
– No conviene que se nos vea demasiado interesados -terció Tolhurst.
Hillgarth agitó una mano con impaciencia.
– Necesitamos esta información. -Se levantó bruscamente-. Me tengo que ir. Encárguese de ello.
– Sí, señor.
– Está preocupado -dijo Tolhurst, mientras se cerraba la puerta-. Será mejor que organices cuanto antes una reunión con Forsyth. -De acuerdo. Pero Sandy es muy listo. -Nosotros lo tenemos que ser más que él.
El baile tenía un tema morisco. Los dos guardias marroquíes que flanqueaban la entrada principal lucían turbantes y largas capas de color amarillo y empuñaban unas lanzas. Harry contempló sus impasibles rostros morenos al pasar por su lado, recordando la terrible fama de los moros durante la Guerra Civil. Dentro, el amplio vestíbulo estaba adornado con tapices moriscos y los hombres vestían de esmoquin. La mampara que separaba el vestíbulo del salón había sido retirada para crear una sala de enormes proporciones. La sala estaba llena de gente. Un sirviente español, pero vestido con fez y caftán, tomó sus nombres e hizo señas a un camarero del otro extremo de la sala para que les sirviera bebidas.
– ¿Conoces a alguien? -preguntó Harry.
– A una o dos personas. Mira, allí está Goach. -El anciano experto en protocolo estaba de pie en un rincón, conversando animadamente con un clérigo de elevada estatura vestido con ropajes morados-. Es católico, ¿sabes? Le encantan los monseñores.
– Fíjate en el disfraz de los criados. Se deben de morir de calor.
Tolhurst se inclinó hacia él.
– Hablando de cuestiones marroquíes, mira allí abajo.
Harry siguió la dirección de su mirada. En el centro del salón, Maestre permanecía de pie en compañía de otros dos hombres vestidos como él, de uniforme. Uno era un teniente. El otro, un general como Maestre, era una figura extraordinaria. De cierta edad, delgado y con el cabello cano, conversaba con tal vehemencia que amenazaba con salpicar a sus interlocutores con el contenido de la copa que sostenía en la mano. La otra manga colgaba vacía. Su cadavérico rostro surcado por una cicatriz tenía un solo ojo, mientras que la cuenca vacía del otro aparecía cubierta con un parche de color negro. Cuando se rió, dejó al descubierto una boca casi desdentada.
– Millán Astray -dijo Tolhurst-. Es inconfundible. El fundador de la Legión. Astray es profascista y está como una cabra, pero sus viejos soldados lo adoran. Franco sirvió a sus órdenes, y lo mismo hizo Maestre. Es el jefe de los novios de la muerte.
– ¿Los qué?
– Así se llaman los soldados de la Legión. Comparados con ellos, los de la Legión Extranjera francesa parecen unos catequistas. -Tolhurst se inclinó hacia delante y bajó la voz-. El capitán me contó una historia acerca de Maestre. Unas monjas de una orden religiosa dedicada al cuidado de enfermos llegaron a Marruecos durante la rebelión de las tribus del Rif. Corre el rumor de que Maestre y algunos de sus hombres las recibieron en el muelle de Melilla y les regalaron una enorme cesta de rosas… con las cabezas de dos jefes rebeldes marroquíes en el centro.
– Parece un cuento chino. -Harry volvió a mirar a Maestre. Los gestos de Millán Astray eran todavía más violentos que antes y Maestre daba la impresión de estar un poco nervioso; pero, aun así, mantenía la cabeza cortésmente inclinada hacia él para escucharle.
– Se la contó el propio Maestre al capitán Hillgarth. Al parecer, las monjas ni siquiera parpadearon. La Legión tiene cierta predilección por las cabezas, y antes solían desfilar con ellas clavadas en las puntas de las bayonetas. -Tolhurst meneó la cabeza con semblante inquisitivo-.
Y las malas lenguas afirman que ahora la mitad del Gobierno está integrada por ex legionarios. Es lo único que mantiene unidos a los bandos monárquico y falangista. El pasado en común.
Millán Astray había posado su copa y estrechaba el hombro del otro compañero de Maestre sin dejar de charlar animadamente con él. Harry observó que hasta aquella mano carecía de dedos. Maestre captó la mirada de Harry y murmuró algo a Millán Astray. El anciano asintió con la cabeza y Maestre y el teniente se acercaron a Harry y Tolhurst. Por el camino, Maestre le dijo algo en voz baja a una mujer menuda y regordeta ataviada con un vestido de flamenca y largos guantes blancos, y entonces ella los siguió.
Maestre le tendió la mano a Harry con una cordial sonrisa de bienvenida en los labios.
– Ah, señor Brett. Cuánto me alegro de que haya podido venir.
Y usted debe de ser el señor Tolhurst.
– Sí, señor. Gracias por invitarme.
– Siempre me alegro de poder saludar a los amigos de la embajada. Debería estar atendiendo a los invitados, pero recordaba viejos tiempos en Marruecos. Mi mujer, Elena. -Harry y Tolhurst se inclinaron ante ella-. Y mi mano derecha de entonces, el teniente Alfonso Gómez.
El otro hombre les estrechó la mano y se inclinó rígidamente. Era bajito y rechoncho, con una cara muy seria de color caoba y unos ojos de mirada penetrante.
– ¿Son ustedes ingleses? -preguntó.
– Sí, de la embajada.
La señora Maestre sonrió.
– Me han dicho que estuvo usted en Eton, ¿no es cierto, señor Tolhurst?
– Un lugar excelente -dijo Maestre, asintiendo con gesto de aprobación-. Donde se educan los caballeros ingleses, ¿verdad?
– Así lo espero, señor.
– ¿Y usted, señor Brett? -preguntó la señora Maestre.
– Estudié en otro colegio público, señora. Rookwood. -Observó que Gómez lo miraba como si lo estuviera evaluando.
La señora Maestre asintió con la cabeza.
– ¿Y a qué se dedica su familia?
Harry se desconcertó ante el carácter directo de la pregunta.
– Pertenezco a una familia con antecedentes militares.
La mujer asintió satisfecha con la cabeza.
– Estupendo, como nosotros. ¿Y dice que es lector en Cambridge? -preguntó, estudiándolo con mirada inquisitiva.
– Sí. En tiempos de paz. Pero sólo como adjunto… no como titular.
Maestre asintió con semblante complacido.
– Cambridge. Qué bien lo pasé allí, como ya sabe el señor Brett. Fue allí donde nació mi amor por Inglaterra.
– Tiene que conocer a mi hija -dijo la señora Maestre-. Jamás ha conocido a un inglés. Sólo italianos, y no son una buena influencia.
Enarcó las cejas y se estremeció levemente.
– Sí, ustedes los jóvenes acompañen a Elena-añadió Maestre. Mientras Harry pasaba por su lado, le rozó levemente el brazo y le dijo en voz baja, mirándolo muy serio con sus perspicaces ojos castaños-. Esta noche está entre amigos. Aquí no hay alemanes ni camisas azules, a no ser por Millán Astray, que es una excepción. Hoy en día tiene poco que hacer, lo hemos invitado por cortesía.
Harry y Tolhurst siguieron a la señora Maestre, que se abría camino entre los invitados, en medio de un revuelo de faldas. Al fondo, tres muchachas permanecían de pie con expresión cohibida, sosteniendo en sus manos unas altas copas de vino de cristal. Dos de ellas lucían vestidos de flamenca; la tercera, bajita y regordeta como su madre, de piel aceitunada y rostro redondo de marcadas facciones, llevaba un vestido de noche de seda blanca. La señora Maestre dio unas palmadas y las muchachas levantaron los ojos. Harry recordó por un instante a las cantaoras flamencas que bailaban en El Toro la vez que él y Bernie habían estado allí nueve años atrás. Pero aquéllas vestían de negro.
– ¡Milagros! -dijo la señora Maestre-. Tendrías que hablar con nuestros invitados. Señor Brett, señor Tolhurst, mi hija Milagros y sus amigas Dolores y Catalina. -Acto seguido, se volvió rápidamente hacia un hombre que pasaba por su lado en aquel momento-. ¡Marqués! ¡Ha venido! -Tomó al hombre del brazo y se lo llevó.
– ¿Es usted de Londres? -le preguntó Milagros a Harry con una tímida sonrisa en los labios. Parecía nerviosa e incómoda.
– De muy cerca de allí. Un lugar llamado Surrey. Simón es de Londres, ¿verdad?
– ¿Cómo?… Ah, sí. -Tolhurst se había puesto colorado y estaba empezando a sudar. Un mechón de cabello le caía sobre la frente y él se lo apartó de manera tan brusca que a punto estuvo de derramar el contenido de su copa.
Las amigas de Milagros intercambiaron unas miradas y se echaron a reír.
– He visto fotografías de su rey y su reina -dijo Milagros-. Y de las princesas, ¿cuántos años tienen ahora?
– La princesa Isabel tiene catorce años.
– Es muy guapa, ¿no le parece?
– Sí, sí que lo es. -Pasó un camarero y les volvió a llenar las copas. Harry miró con una sonrisa a Milagros, tratando de buscar algo que decirle-. O sea que hoy cumple usted dieciocho años.
– Sí, hoy me presentan en sociedad. -Lo dijo con un cierto tono de añoranza; por su infancia, tal vez. Miró a Harry un instante y después sonrió y pareció relajarse-. Mi padre dice que es usted traductor. ¿Lleva mucho tiempo dedicado a eso?
– No, antes era profesor de universidad.
Milagros volvió a sonreír con tristeza.
– Yo no era muy lista en el colegio. Pero ahora esa época ya pasó.
– Sí-dijo alegremente una de sus amigas-. Ahora es la época de encontrar marido. -Ambas se rieron y Milagros se ruborizó. Harry se compadeció de ella.
– Por cierto -terció Tolhurst de repente-. Su nombre, Milagros; y el suyo, Dolores. Suenan un poco raro en inglés. Nosotros a las niñas no les ponemos nombres religiosos. -Se rió, y las chicas lo miraron fríamente.
– Algunas se llaman Charity, Caridad -dijo Harry, tratando de arreglar el estropicio.
– ¿Tiene calor, señor Simón? -preguntó Dolores con picardía-. ¿Quiere un pañuelo para la frente?
El rubor de Tolhurst se intensificó.
– No, no, estoy bien. Yo…
– Mira, Dolores -dijo Catalina con entusiasmo-, allí está Jorge. Vamos.
Las dos muchachas se retiraron entre risas y se acercaron a un apuesto joven vestido con uniforme de cadete. Milagros pareció avergonzarse.
– Disculpen, mis amigas no han sido muy amables.
– No se preocupe -dijo Tolhurst un tanto avergonzado-. Yo… mmm… me voy a buscar algo que comer. -Se retiró con la cabeza gacha.
Harry sonrió tristemente.
– Creo que llevaba algún tiempo sin asistir a un acontecimiento tan importante como éste.
La muchacha sacó un abanico y empezó a agitarlo frente a su cara.
– Pues yo igual, no ha habido ninguna fiesta desde que regresamos a Madrid el año pasado. Pero ahora las cosas empiezan a normalizarse. De todos modos, resulta un poco raro después de tanto tiempo.
– Pues sí. Sí, en efecto. También es mi primera fiesta desde hace bastante.
Desde Dunkerque. Harry se sentía curiosamente apartado, como si una pared de cristal se interpusiera entre él y los demás invitados a la fiesta. A través del oído malo le resultaba difícil captar las palabras en medio de la cacofonía del ruido que lo rodeaba.
Milagros lo miró con la cara muy seria. Harry volvió la cabeza para poder inclinar el oído sano hacia ella.
– No sabe cuánto espero que España se pueda mantener al margen de la guerra de Europa -dijo la chica-. ¿Usted qué cree, señor?
– Yo también lo espero.
Milagros lo volvió a examinar.
– Disculpe la pregunta, pero ¿es usted soldado? En mi familia son soldados desde hace varias generaciones. No podemos evitar darnos cuenta cuando un hombre se siente cohibido como su amigo. En cambio, usted se mantiene firme como un soldado.
– Es usted muy inteligente. Estuve en el ejército hasta hace muy pocos meses.
– Papá estuvo en Marruecos cuando yo era pequeña. Era un lugar terrible. Me alegré de volver a casa. Pero después vino la Guerra Civil. -La muchacha sonrió, haciendo un esfuerzo por mostrarse alegre-. Y usted, señor, ¿estuvo mucho tiempo en el ejército?
– No. Sólo me incorporé cuando empezó la guerra.
– Dicen que los bombardeos de Londres son terribles!
– Sí, vivimos tiempos difíciles. -Recordó la caída de las bombas.
– Es una pena. Y eso que Londres dicen que es muy bonita. Con tantos museos y galerías de arte.
– Sí, han guardado los cuadros para que no sufran los efectos de la guerra.
– En Madrid tenemos el Prado. Ahora están volviendo a colocar los cuadros. Yo jamás los he visto, pero me gustaría ir. -Miró a Harry con una alentadora sonrisa en los labios, aunque también con cierta turbación, y él pensó: «Quiere que la lleve.» Se sintió halagado, pero la muchacha era muy joven, poco más que una niña.
– Bueno, la verdad es que a mí también me gustaría ir, sólo que ahora estoy muy ocupado…
– Sería muy bonito. Tenemos teléfono, podría usted llamar a mi madre para ponernos de acuerdo-Catalina y Dolores regresaron, rodeadas por un grupo de cadetes. Milagros frunció el entrecejo.
– Milagros, quiero presentarte a Carlos. Ya ha ganado una medalla, ha estado combatiendo contra los bandidos rojos del norte…
– Disculpe, será mejor que vaya en busca de Simón.
Inició la huida, hinchando los carrillos de alivio. Era una buena chica. Pero sólo una niña. Tomó otra copa de la bandeja de un camarero que pasaba por su lado. Sería mejor que procurara no pasarse. Pensó en Sofía, como ya había hecho varias veces. Se la veía rebosante de vida y energía. No le había dicho nada a nadie acerca del espía. Cumpliría su promesa.
Tolhurst se encontraba en el centro del salón, conversando con Goach, el cual lo miraba con una ligera expresión de desagrado a través de su monóculo. «Pobre Tolly», pensó Harry de repente. Con su imponente figura, debería haber resultado muy atractivo; pero siempre había en él un no sé qué de lánguido y desgarbado.
Goach se animó al ver acercarse a Harry.
– Buenas noches, Brett. Me parece que será mejor que vigile. El general y su mujer andan en busca de un buen partido para Milagros.
Me lo dijo el hermano del general. Monseñor Maestre. -Señaló con la cabeza hacia el lugar donde el clérigo conversaba con un par de ancianas. En su rostro enjuto y sus modales autoritarios, Harry descubrió un parecido con Maestre.
– ¿Lo conoce, señor?
– Sí, es todo un erudito. Especialista en liturgia de la Iglesia durante el período de la Reconquista. -Goach sonrió e inclinó la cabeza cuando, al oír mencionar su nombre, el monseñor se acercó.
– Ah, George -dijo el clérigo en español-, ya he conseguido unas cuantas suscripciones más. -Su mirada se desplazó hacia Harry y Tolhurst, tan rápida e incisiva como la de su hermano.
– Espléndido, espléndido. -Goach hizo las presentaciones-. Monseñor está al frente de una iniciativa para la reconstrucción de todas las iglesias quemadas de Madrid. El Vaticano ha prestado una gran ayuda, pero la tarea es enorme y se necesita mucho dinero.
Monseñor Maestre meneó la cabeza tristemente.
– En efecto. Pero lo vamos consiguiendo. Sin embargo, nada puede sustituir a nuestros mártires, a nuestros sacerdotes y monjas asesinados. -Se volvió hacia Harry y Tolhurst-. Recuerdo, durante el período más negro de nuestra guerra, que algunas iglesias inglesas nos enviaron sus objetos de oro y plata para compensar lo que habíamos perdido. Fue un gran consuelo, nos hizo sentir que no habíamos sido olvidados.
– Me alegro -dijo Harry-. Debieron de ser unos tiempos muy duros.
– Usted no sabe, señor, las cosas que nos hicieron. Mejor que no lo sepa. Queremos reconstruir las iglesias de La Latina y Carabanchel. -'El clérigo miró a Harry con la cara muy seria-. La gente de allí necesita una guía, algo a lo que aferrarse.
– Hay una iglesia quemada cerca de donde yo vivo -dijo Harry-, en la parte alta de La Latina.
El rostro del monseñor se endureció.
– Sí, y las personas que lo hicieron tienen que saber que no han podido destruir la autoridad de la Iglesia de Jesucristo. Que hemos regresado más fuertes que nunca.
Goach asintió con la cabeza.
– Muy cierto.
Una sonora carcajada indujo a monseñor Maestre a fruncir el entrecejo.
– Lástima que mi hermano haya invitado a Millán Astray. Es tan inculto. Y, encima, falangista. Son todos tan poco religiosos. -Enarcó las cejas-. Los necesitábamos durante nuestra guerra, pero ahora… bueno, gracias a Dios que el Generalísimo es un auténtico cristiano.
– Algunos falangistas lo convertirían en su dios -dijo Goach en voz baja.
– Sin duda.
Harry miró a uno y a otro. Ambos hablaban sin pelos en la lengua. Pero allí todos eran monárquicos, excepto Millán Astray. Ahora el general mutilado peroraba en presencia de un grupo de cadetes; todos parecían estar muy pendientes de sus palabras.
El clérigo tomó a Goach del brazo.
– Venga conmigo, George, le quiero presentar al secretario del obispo. -Saludó a Harry y Tolhurst con una reverencia y se retiró con Goach en medio de un revuelo de faldas rojas.
– Pensaba que nunca iba a terminar. ¿Qué tal te ha ido con la señorita?
– Quería que la llevara al Prado. -Harry miró hacia el lugar donde Milagros conversaba de nuevo con sus amigas. Ella captó su mirada y le dedicó una sonrisa incierta. Se sintió culpable; su repentina retirada debía de haberle parecido una grosería.
– Aquí hay un montón de bomboncitos. -Tolhurst se limpió los cristales de las gafas en la manga-. Supongo que he sido un poco estúpido, burlándome de sus nombres. Pero es que no sé qué me ocurre, no acabo de cogerles al tranquillo a las chicas, al menos en sociedad. -Se tambaleaba ligeramente, algo más que un poco borracho-. Pero es que, verás, estuve tanto tiempo en Cuba que me acostumbré a las putas. -Se rió-. Me gustan las putas, lo malo es que te olvidas de cómo hay que hablar con las chicas respetables. -Miró a Harry-. ¿Entonces la señorita Maestre no es tu tipo?
– No.
– No es una Vera Lynn, ¿verdad?
– Es joven. La pobre chica teme el futuro.
– ¿Acaso no lo tememos todos? Oye, hay un tipo en el gabinete de prensa que conoce una casa de putas cerca del Teatro de la Ópera…
Harry le dio un ligero codazo para que se callara. Maestre se estaba volviendo a acercar a ellos con una ancha sonrisa en los labios.
– Señor Brett, espero que Milagros no lo haya abandonado.
– No, no. Puede estar orgulloso de ella, mi general.
Maestre miró hacia el lugar donde las chicas se hallaban profundamente enzarzadas en una conversación con otros cadetes y meneó la cabeza con indulgencia.
– Me temo que no pueden resistir la tentación de alternar con un joven oficial. Ahora las chicas sólo viven para este día. Tiene usted que perdonarlas.
«Debe de pensar que Milagros me ha plantado», pensó Harry.
Maestre tomó un sorbo, se secó el bigotito y los miró.
– Caballeros -dijo-. Ustedes dos conocen al capitán Hillgarth, ¿verdad? Él y yo somos buenos amigos.
– Sí, señor. -El rostro de Tolhurst adquirió de inmediato una expresión de solícito interés.
– Debería saber -añadió Maestre- que reina un profundo malestar en el Gobierno por la cuestión de Negrín. No fue una buena idea que Inglaterra concediera asilo político al primer ministro republicano. Estos rumores que se escuchan en el Parlamento británico molestan sobremanera a nuestros amigos. -El general meneó la cabeza-. A veces, ustedes los ingleses dejan que aniden las víboras en su pecho.
– Es complicado -dijo Tolhurst con la cara muy seria-. No sé cómo se enteraron en la Cámara de los Comunes de que sir Samuel había recomendado que Negrín fuera invitado a marcharse, pero los laboristas están indignados.
– Ustedes pueden controlar su Parlamento, ¿no es cierto?
– Más bien no -contestó Tolhurst-. Estamos en una democracia -añadió en tono de disculpa.
Maestre extendió las manos, sonriendo perplejo.
– Pero Inglaterra no es una república decadente como era Francia, ustedes tienen una monarquía y una aristocracia, comprenden el principio de autoridad.
– Se lo diré al capitán Hillgarth -dijo Tolhurst-. Por cierto, señor -añadió-, el capitán preguntaba qué tal van las cosas con el nuevo ministro.
Maestre asintió con la cabeza.
– Dígale que no hay ningún motivo de preocupación a este respecto -contestó en un suave susurro.
Se acercó la señora Maestre y le dio a su marido unos golpecitos en el brazo con su abanico.
– Santiago, ¿ya estás otra vez hablando de política? Esto es el baile de cumpleaños de nuestra hija. -Meneó la cabeza-. Tienen que perdonarle.
Maestre la miró sonriendo.
– Claro, cariño, tienes toda la razón.
La mujer miró con una radiante sonrisa a Harry y Tolhurst.
– Tengo entendido que Juan March está en Madrid. Si ha vuelto definitivamente, seguro que organizará algunas fiestas.
– A mí me han dicho que sólo ha sido una visita breve -replicó Maestre.
Harry lo miró. Otra vez Juan March. El nombre que Hillgarth le había ordenado olvidar, junto con el de los Caballeros de San Jorge.
La señora Maestre miró a sus invitados exultante de felicidad.
– Es el hombre de negocios más próspero de España. Tuvo que marcharse bajo la República, naturalmente. Sería bueno que regresara. No se pueden ustedes imaginar qué triste era la vida en la zona nacional durante la guerra. Pero así tenía que ser, claro. Y, cuando volvimos… -Una sombra cruzó fugazmente por su rostro.
– La casa estaba medio en ruinas -dijo Maestre-. El mobiliario se había utilizado como leña. Todo estaba roto o destrozado. Las familias que la República instaló aquí ni siquiera sabían usar el retrete; pero lo peor de todo fue lo que ocurrió con las propiedades de nuestra familia, fotografías vendidas en el Rastro sólo porque estaban enmarcadas en plata. Ahora ya pueden ustedes comprender por qué razón el hecho de que se haya ofrecido una residencia en Londres a Negrín ha provocado el enfado de la gente. -Maestre miró por un instante con expresión de profunda ternura hacia el otro extremo del salón donde estaba su hija-. Milagros es una chica muy sensible, no lo pudo soportar. Y ahora no es feliz. Me temo que sea una planta demasiado delicada para florecer ahora en España. A veces hasta llego a pensar que quizá podría ser más feliz en el extranjero. -Rodeó con el brazo los hombros de su mujer-. Creo que tendríamos que abrir el baile, querida. Pediré a la orquesta que empiece a tocar. -Miró a Harry con una sonrisa-. Sólo lo mejor para Milagros. Le diré que les conceda un baile. Discúlpennos. -Y se retiró con su mujer.
– Dios mío -dijo Tolhurst-, con lo mal que a mí se me da el baile.
– Este Juan March -dijo Harry en tono imparcial- debe de ser un hombre muy importante, ¿verdad?
– Más bien diría que sí. Tiene millones. Un sujeto sin escrúpulos, empezó como contrabandista. Ahora vive en Suiza, se llevó todo el dinero antes de que empezara la Guerra Civil. Partidario de la monarquía. Probablemente, sólo ha venido para arreglar sus asuntos. -Tolhurst hablaba con ligereza, pero Harry vio en su rostro una expresión de alerta que lo indujo a cambiar de tema-. Terrible, lo de las pérdidas de los Maestre; todas las familias de las clases media y alta lo pasaron tremendamente mal. Una cosa que hay que decir en favor de este régimen es que, por lo menos, protege a la gente de… ¿cómo diría?… de nuestra clase.
– Sí, supongo que sí. Nuestra clase. He estado pensando, ¿sabes? En cierta manera, creo que el hecho de que ambos seamos ex alumnos de Rookwood ahora significa más para Sandy que para mí. Él sigue abrigando sentimientos al respecto, aunque sólo sean sentimientos de odio.
– ¿Y tú?
– Pues ya no lo sé, Tolly.
Cuatro hombres vestidos de esmoquin aparecieron con instrumentos musicales en compañía de la señora Maestre, seguidos por un grupo de sirvientes en caftán que empujaban un pequeño escenario de madera. Los invitados aplaudieron y lanzaron vítores. Harry vio que Milagros le hacía señas con su abanico desde el otro extremo del salón. Harry levantó su copa. A su lado, Tolhurst lanzó un suspiro.
– Ay, Dios mío -dijo éste-. Ya estamos.
A Barbara no le apetecía reunirse con Harry. Este había sido amable con ella tres años atrás y a ella le había resultado agradable contemplar un jovial rostro inglés; pero el hecho de volver a ver al mejor amigo de Bernie le parecía, en cierto modo, algo así como tentar al destino. Había considerado la posibilidad de decírselo a Harry, pero lo veía tan afectuoso con Sandy que no le parecía correcto. Además, Harry había cambiado. Se observaba en él una tristeza enfurecida, inexistente tres años atrás. Lo tendría que mantener todo en secreto. Ahora Harry estaba allí y Sandy se había encariñado de él, lo cual la obligaría a afrontar la situación y engañar también a Harry. Era la segunda persona a la que engañaba, y esta vez se trataba del mejor amigo de Bernie.
El sábado se había enterado, a través de la BBC, de un gran bombardeo alemán sobre Birmingham. Cerca de doscientas personas habían resultado muertas. Se quedó horrorizada, sentada junto a la radio. No le había dicho nada a Sandy. Éste la habría consolado, pero ella no lo habría podido soportar, no se lo merecía. Se había pasado dos días preocupada, pero aquella mañana había recibido un telegrama de su padre, informándola de que todos estaban bien y de que las incursiones aéreas habían tenido lugar en el centro de la ciudad. Se puso a llorar de alivio.
Tenía que volverse a reunir con Luis en cuestión de dos días. Temía que el dinero de su banco de Inglaterra no llegara a tiempo. Por más que hubiera dudado del relato de Luis después de su primer encuentro con él, ahora se mostraba más inclinada a creerle. Si éste se presentara en el café con la prueba que ella le había pedido, la cosa estaría resuelta. Se había estado diciendo a sí misma que eso era lo que ella quería creer y que no tenía que abrigar demasiadas esperanzas. Pero ¿y si fuera verdad? ¿Ayudar a Bernie a escapar de la cárcel de un campo de prisioneros y llevarlo a la embajada? En los últimos tiempos había comprendido que, entre el conjunto de sentimientos que Sandy le inspiraba, había un elemento de temor, temor a la crueldad que sabía que formaba parte de él.
La víspera había hecho algo que unas pocas semanas atrás le habría parecido inconcebible. Sandy había salido con unos amiguetes y ella había entrado en su estudio para averiguar cuánto dinero tenía. Se dijo que jamás se atrevería a robarle; pero, en caso de que sus ahorros no llegaran a tiempo, quizá pudiera sacarle dinero con una mentira. Siempre y cuando él tuviera suficiente. Como casi todos los hombres, Sandy no creía que el dinero fuera algo acerca de lo cual las mujeres tuvieran que estar informadas.
Con el corazón galopando en el pecho, consciente de que estaba cruzando para siempre una especie de frontera, Barbara buscó la llave del escritorio que Sandy tenía en su estudio. La guardaba en el dormitorio, en el cajón de los calcetines… Ella lo había visto guardarla allí algunas veces, cuando se iba a la cama después de haberse pasado la noche trabajando. La encontró al fondo del cajón, en el interior de un calcetín doblado. La miró, vaciló un instante y después se dirigió a su estudio.
Algunos cajones estaban cerrados, pero no todos. En uno encontró dos libretas del banco. Una era una cuenta de una sucursal de un banco español que contenía mil pesetas; en ella figuraban ingresos y reintegros regulares que ella supuso que correspondían a sus gastos. Para su sorpresa, la segunda era de un banco argentino. Había varios ingresos pero ningún reintegro y el total era de casi un millón de pesos argentinos; a saber lo que sería. Como es natural, no había manera de que ella pudiera retirar directamente el dinero. Las cuentas estaban exclusivamente a nombre de Sandy. Experimentó una curiosa sensación de alivio.
Abandonó el estudio, deteniéndose en la puerta para asegurarse de que Pilar no estuviera por allí.
Mientras volvía a dejar la llave en su sitio, se dio cuenta de que algo más duro que el acero estaba penetrando en su interior, algo cuya existencia jamás había sospechado.
Había acordado reunirse con Harry en un restaurante de las inmediaciones del Palacio Real, un pequeño local muy tranquilo que servía buena comida procedente del mercado negro. Llegaba con retraso. Su asistenta se había puesto muy nerviosa, porque los guardias civiles le habían pedido la documentación mientras se dirigía al trabajo y ella la había olvidado. Barbara había tenido que escribir una carta, confirmando que la chica trabajaba para ella. Unos cuantos hombres de negocios y algunas parejas acomodadas ocupaban las mesas restantes. Harry se levantó para saludarla.
– Barbara, ¿cómo estás? -Parecía pálido y cansado.
– Pues no del todo mal.
– Hace frío.
– Sí, el invierno está a la vuelta de la esquina.
El camarero tomó su abrigo y dejó los menús delante de ellos.
– Bueno, ¿y tú qué tal? -le preguntó ella jovialmente-. ¿Cómo es la embajada?
– Un poco aburrida. Me dedico, sobre todo, a actuar como intérprete en reuniones con funcionarios. -Se le veía nervioso e incómodo.
– ¿Cómo están los tuyos? ¿Bien?
– Mi tío y mi tía están bien. Allí abajo, en Surrey, casi no parece que haya guerra. La familia de mi primo lo pasó un poco mal en Londres. -Hizo una pausa y la miró con cara muy seria-. Tengo entendido que Birmingham ha sido castigada.
– Sí. Me enviaron un telegrama diciéndome que están todos bien.
– Pensé en ti cuando me enteré. Habrás estado terriblemente preocupada.
– Pues sí, y supongo que habrá más incursiones. -Bárbara lanzó un suspiro-. Pero tú las sufriste durante mucho más tiempo en Londres, ¿verdad?
– Hubo una cuando yo estuve allí hace un mes, en casa de mi primo Will. Pero ahora él está a salvo en el campo, haciendo no sé qué trabajo secreto.
– Debe de ser un alivio.
– Pues sí.
Barbara encendió un cigarrillo.
– Creo que mis padres están procurando seguir adelante, como todo el mundo. ¿Qué otra cosa pueden hacer? Papá y mamá apenas dicen nada en sus cartas.
– ¿Cómo está el padre de Sandy, el obispo?
– Pues mira, no tengo ni la menor idea. No se han puesto en contacto desde que Sandy llegó aquí. Él jamás habla de su padre ni de su hermano. Es triste. -Barbara estudió a Harry. Había cambiado de aspecto y se le veía muy tenso. Era muy guapo cuando ella lo había conocido tres años atrás, aunque no fuera su tipo. Ahora parecía mayor, estaba más grueso y tenía más arrugas alrededor de los ojos. «Toda una generación de hombres está envejeciendo a marchas forzadas», pensó. Titubeó un poco, pero luego preguntó-: ¿Y tú cómo estás ahora? Te veo un poco cansado.
– Bueno, estoy bien. Tuve una neurosis de guerra, ¿sabes? -añadió Harry de repente-. Padecía unas crisis de pánico espantosas.
– Lo siento.
– Pero ahora ya estoy mucho mejor, llevo bastante tiempo sin sufrir ninguna.
– Por lo menos, estás haciendo algo útil en la embajada.
Harry esbozó una sonrisa tensa.
– Te veo muy distinta de la última vez que nos vimos -dijo.
Barbara se ruborizó.
– Sí, con todos aquellos viejos jerséis. Entonces, en el estado en que me encontraba, me importaba un bledo mi aspecto. -Lo miró con una cálida sonrisa en los labios-. Tú me ayudaste.
Harry se mordió el labio clavando en ella sus ojos azules y, por un instante, Barbara pensó: «Oh, Dios mío, ha adivinado algo.» Después, él le preguntó.
– ¿Qué tal se vive aquí? Madrid se encuentra en un estado lamentable. Con tanta pobreza y miseria y con todos estos mendigos. Está peor que durante la Guerra Civil.
Barbara suspiró.
– La Guerra Civil destrozó España y, en especial, Madrid. La cosecha ha vuelto a ser mala y ahora tenemos un bloqueo que limita los suministros de importación. Por lo menos, eso es lo que dicen los periódicos. Aunque no sé… -Barbara sonrió con tristeza-. La verdad es que ya no sé qué creer.
– El silencio es lo que no puedo soportar. ¿Recuerdas lo ruidoso que era Madrid? Es como si le hubieran arrebatado a la gente toda la energía y la esperanza.
– Así es la guerra.
Harry la miró con la cara muy seria.
– ¿Sabes lo que temo? Este año hemos impedido que Hitler invadiera Inglaterra; pero, si lo volviera a intentar el año que viene, es posible que perdiéramos. Lucharíamos como fieras, lucharíamos en las playas y en las calles tal como dijo Churchill, pero podríamos perder.
Me imagino Gran Bretaña terminando como España, un país destrozado y arruinado, gobernado por una pandilla corrupta de fascistas. Eso nos podría ocurrir a nosotros.
– ¿De veras? Sé que la disciplina es muy dura, pero hay personas como Sebastián de Salas que quieren reconstruir el país de verdad. -Barbara hizo una pausa y se pasó una mano por la frente-. Oh, Dios mío -dijo-. Los estoy defendiendo. Es que todas las personas que conozco están de su parte, ¿sabes?
Se mordió el labio. Debería haber comprendido que, en caso de que se reuniera con Harry, toda su confusión y todo su temor aflorarían a la superficie. Pero quizá fuera bueno para ella enfrentarse con ciertas cosas; siempre y cuando no se tocara el tema de Bernie.
– ¿Qué piensa Sandy de ellos? -preguntó Harry.
– Piensa que España está mejor que si hubieran ganado los rojos.
– ¿Y tú estás de acuerdo?
– ¿Quién sabe? -replicó ella con repentina emoción.
Harry sonrió.
– Perdona, hablo más de la cuenta. Cambiemos de tema.
– ¿Echamos un vistazo al menú?
Eligieron los platos y el camarero les llevó una botella de vino. Harry lo cató y asintió con la cabeza.
– Muy bueno.
– Casi todo el vino de ahora es malísimo, pero aquí tienen una bodega muy buena.
– El bueno se consigue cuando uno se puede permitir el lujo de pagarlo, ¿verdad?
Barbara levantó los ojos al oír el amargo tono de su voz.
– Pronto empezaré a trabajar en un orfelinato -dijo.
– ¿Vuelves a tu trabajo de enfermera?
– Sí, quería hacer algo positivo. En realidad, me lo aconsejó el propio Sandy.
Harry asintió con la cabeza y comentó, tras un breve titubeo:
– Lo veo bien. Parece alguien muy próspero.
– Pues sí. La organización se le da muy bien. Es un hombre de negocios.
Hicieron una pausa mientras el camarero les servía la sopa y después Harry dijo:
– Sandy siempre supo abrirse su propio camino. Incluso en el colegio. Se nota que es un triunfador. -Miró a Barbara a los ojos-. Ahora está trabajando en eso del Ministerio de Minas, lo comentó la otra noche, ¿verdad?
Barbara se encogió de hombros.
– Sí, pero yo no sé gran cosa de eso. Dice que es un asunto confidencial. -Sonrió con tristeza-. Me he convertido en una pequeña ama de casa; no me interesan los asuntos de negocios.
Harry asintió con la cabeza. Se abrió la puerta del restaurante y aparecieron tres jóvenes vestidos con el uniforme de la Falange. Se abrió una puerta al fondo, y por ella entró un hombre bajito y rechoncho vestido con una levita cubierta de lamparones que miraba con una sonrisa nerviosa a los visitantes de la camisa azul.
– Buenas tardes, señor -dijo alegremente uno de ellos. Debía de tener aproximadamente la edad de Harry, alto, delgado y con el consabido bigotito-. Una mesa para tres, por favor. -El maître inclinó la cabeza y los acompañó a una mesa libre.
– Espero que no armen demasiado jaleo -dijo Barbara en voz baja.
El falangista miró alrededor y, acto seguido, se acercó a la mesa que ellos ocupaban y, con una amplia sonrisa en los labios, les tendió la mano.
– Ah, ¿visitantes extranjeros? -dijo-. ¿Alemanes?
– No, ingleses -contestó Barbara con una sonrisa nerviosa. -El falangista retiró la mano sin dejar de sonreír.
– Vaya, conque ingleses -dijo, asintiendo alegremente con la cabeza-. Por desgracia, muy pronto se tendrán que marchar; el Generalísimo se va a incorporar a la cruzada del Führer contra Inglaterra. Muy pronto recuperaremos Gibraltar.
Barbara miró nerviosamente a Harry. Éste mostraba un semblante frío e impasible. El jefe de los falangistas se inclinó ante ellos en una reverencia burlona y fue a reunirse con sus compañeros. Harry tenía el rostro arrebolado a causa de la furia.
– Tranquilo -le dijo ella-. No los provoques.
– Ya lo sé -musitó Harry-. Hijos de puta.
El camarero se acercó presuroso con los platos principales y su mirada se desplazó nerviosamente de ellos a los falangistas, pero éstos ya estaban ocupados con sus menús.
– Terminemos cuanto antes y larguémonos de aquí -dijo Barbara-. Antes de que empiecen a beber.
Terminaron rápidamente el resto de la comida. Harry le detalló la fiesta de los Maestre y después volvió a encauzar la conversación hacia Sandy, como si le apeteciera seguir hablando de él.
– Me enseñó una garra de dinosaurio que ha encontrado.
Barbara sonrió.
– Está entusiasmado con sus fósiles. Y cuando está así es como un chiquillo, un encanto.
– En el colegio decía que los fósiles eran la clave de los secretos de la tierra.
– Eso es muy propio de Sandy. -Cuando terminaron de comer, Barbara vio que los falangistas estaban empezando a beber y se reían ruidosamente-. Será mejor que nos vayamos.
– Sí, claro. -Harry pidió la cuenta con una seña. El camarero se la entregó enseguida, sin duda alegrándose de poder librarse de ellos cuanto antes, no fuera a ser que los falangistas empezaran a armar alboroto. Pagaron y se pusieron los abrigos. Una vez fuera, Harry añadió en tono dubitativo-: Me preguntaba si te importaría que fuéramos a ver un momento el Palacio Real, está aquí mismo, justo al otro lado de la calle. Jamás lo he visto de cerca.
– Sí, claro. Vamos. Tengo tiempo de sobra.
Cruzaron la calle. Brillaba un poco el sol, pero la tarde era muy fría. Barbara se abrochó el abrigo. Se detuvieron ante la verja. Estaba cerrada y fuera montaban vigilancia unos guardias civiles. Harry contempló los muros blancos y ornamentados.
– No han pintado «Arriba España» al lado -dijo.
– La Falange no quiso tocar el palacio. Es el símbolo de los monárquicos. Éstos esperan que Franco permita algún día el regreso de la monarquía.
Hizo una pausa para encender un pitillo. Harry llegó al final de la calle. Al otro lado de la verja había una acusada pendiente que bajaba hasta los jardines del palacio. Más allá se podía ver la Casa de Campo, un enmarañado paisaje pardo verdoso.
Barbara se reunió con él.
– El campo de batalla -dijo Harry en voz baja.
– Sí. Y parece que todavía está todo hecho un desastre. Aunque la gente ya vuelve a pasear por allí. Quedan todavía muchas granadas sin detonar, pero se han señalado unos caminos seguros.
Harry miró más allá de los jardines.
– Me gustaría ir a verlo. ¿Te importa?
Barbara titubeó. No quería recordar la guerra ni el sitio.
– ¿Mejor no? -preguntó Harry con dulzura.
Barbara respiró hondo.
– No, vamos. Quizá conviene que lo vea.
Estaba a sólo dos paradas de tranvía. Se apearon y echaron a andar por una corta alameda. Otras personas caminaban en la misma dirección, un joven soldado con su novia y dos mujeres de mediana edad vestidas de negro. Rodearon una pequeña loma y se encontraron de repente ante un erial de terreno desgarrado, punteado aquí y allá por tanques quemados y piezas de artillería rotas y oxidadas. Muy cerca de allí, un muro de ladrillo acribillado a balazos era lo único que quedaba de un edificio. La hierba primaveral había vuelto a crecer en buena parte del terreno, pero numerosos cráteres de granada llenos de agua salpicaban el paisaje y largas hileras de trincheras cortaban la tierra cual si fueran heridas abiertas. Unos caminos permitían cruzar el devastado paisaje, y pequeños letreros de madera colocados a intervalos regulares advertían a los visitantes de la conveniencia de no apartarse de ellos por el peligro que suponían las granadas sin detonar. En la distancia, el blanco palacio destacaba con la nitidez de un espejismo.
Barbara temía que la contemplación de aquel lugar la afectara profundamente, pero sólo experimentó tristeza. Le recordaba las fotografías de la Gran Guerra. Harry, en cambio, parecía más afectado y estaba muy pálido. Ella le tocó ligeramente el brazo.
– ¿Te encuentras bien?
Harry respiró hondo.
– Sí. Por un momento, me ha hecho recordar Dunkerque. Allí también había piezas de artillería por todas partes.
– ¿Quieres que regresemos? Quizás hubiera sido mejor no venir.
– No. Sigamos. Aquí hay un camino. -Caminaron un rato en silencio.
– Dicen que en el norte todavía es peor -dijo Barbara-. Donde se libraron los combates de la batalla del Ebro. Millares de tanques abandonados.
Más adelante, a la izquierda, las dos mujeres vestidas de negro seguían otro camino fuertemente abrazadas la una a la otra.
– Cuántas viudas -dijo Barbara, sonriendo tristemente-. Yo estaba en el mismo barco que ellas, sola y desamparada hasta que me tropecé con Sandy.
– ¿Y eso cómo fue? -preguntó Harry.
Barbara interrumpió la marcha para encender otro pitillo.
– La Cruz Roja me envió a Burgos, naturalmente. Todo era muy distinto de Madrid. Para empezar, estaba muy por detrás de la línea del frente. Es una ciudad muy triste, llena de enormes edificios medievales. En la Cruz Roja local había muchos generales retirados y respetables damas españolas. De hecho, todos eran amabilísimos y mucho menos paranoicos que los republicanos. Pero podían permitirse el lujo de serlo. Ya entonces sabían que iban a ganar.
– Te debió de resultar extraño trabajar con los enemigos de Bernie.
Era la primera vez que mencionaba su nombre. Barbara lo miró e inmediatamente apartó los ojos.
– Yo no compartía sus puntos de vista políticos, tú lo sabes. Era neutral. En la Cruz Roja eso no tiene connotaciones negativas; no ser ni chicha ni limoná se considera positivo, aliviar el sufrimiento ajeno es lo que cuenta. Eso la gente no lo entiende. Bernie no lo entendía. -Barbara se volvió y lo miró a los ojos-. ¿Crees que hice mal? -preguntó de repente-. ¿Irme a vivir con un hombre que es partidario del régimen? Sé que Sandy y Bernie no eran amigos en el colegio.
– No -dijo Harry sonriendo-. Yo también soy neutral por naturaleza.
Barbara experimentó una oleada de alivio al oír su respuesta; no hubiera podido soportar que Harry censurara su conducta. Lo miró y hubiera deseado gritarle: «¡Quizás esté vivo, quizás esté vivo!» Pero se mordió la lengua.
– Tú recuerdas en qué estado me encontraba, Harry. No me importaba la política, realizar mi trabajo me costaba un esfuerzo enorme. Era como si estuviera envuelta en una espesa niebla gris. Tenía que guardar silencio sobre Bernie, naturalmente. No podía esperar que quienes estaban en el bando nacional se mostraran encantados de que yo hubiera salido con alguien contra el cual ellos habían combatido.
– No.
Cruzaron unos tablones de madera tendidos sobre una trinchera. Al fondo se veían unas botas viejas y un montón de latas oxidadas de sardinas con la etiqueta escrita en caracteres cirílicos. Y al borde de la trinchera, un letrero ostentaba una flecha que señalaba en ambas direcciones. «NOSOTROS» y «ELLOS». En la distancia, las dos mujeres seguían caminando muy despacio, todavía abrazadas la una a la otra.
– ¿Y entonces conociste a Sandy? -preguntó Harry, interrumpiendo sus pensamientos.
– Sí. -Barbara lo miró con la cara muy seria-. El me salvó, ¿sabes?
– Me contó que estuvo por allí, haciendo recorridos turísticos por los campos de batalla.
– Sí. Yo me encontraba muy sola en Burgos. Y entonces lo conocí en una fiesta y él… no sé cómo decirte, me prestó su apoyo. Y me dio fuerzas para continuar.
– Qué casualidad, conocer a otro antiguo alumno de Rookwood.
– Sí. Aunque, en realidad, todos los ingleses que se encontraban en el bando nacional acababan conociéndose tarde o temprano. No éramos muchos. -Barbara sonrió-. Sandy dijo que fue el destino.
– Antes creía en el destino. Pero me dijo que ya no.
– Pues yo creo que sigue creyendo, aunque no lo quiera. Es un hombre complicado.
– Sí, lo es. -Habían llegado a otra trinchera-. Cuidado con esos tablones. Dame el brazo.
La tomó de la mano y la guió hasta el otro lado. Otra vez los letreros de «nosotros» y «ellos» señalaban en distintas direcciones.
– Ha sido muy bueno conmigo -dijo Barbara-. Sandy.
– Perdona. -Harry se volvió hacia ella-. No te he oído. Sigo estando un poco sordo de este oído. -La miró con expresión momentáneamente perdida y desconcertada.
– He dicho que Sandy ha sido muy bueno conmigo. Me ha convencido de que me dedique a esta tarea de voluntaria porque sabe que necesito algo nuevo. -Se preguntó con amargura: «¿Será la sensación de culpa la que me induce a defenderlo de esta manera?»
– Bien -dijo Harry en tono precavido y neutral.
Barbara pensó con repentino asombro: «Sandy no le gusta. Pero entonces, ¿por qué ha reanudado su amistad con él?»
– Está intentando ayudar a unos judíos que huyeron de Francia.
– Sí. Ya me lo comentó.
– Durante la invasión alemana, muchos de ellos vinieron aquí huyendo con nada más que lo puesto. Ahora quieren pasar a Portugal y, desde allí, a América. Les tienen pánico a los nazis. Hay un comité que intenta ayudarlos, y Sandy forma parte de él.
– Hace poco hubo una manifestación de la Falange ante la embajada, donde se gritaban lemas antisemitas a pleno pulmón.
– El régimen tiene que seguir la línea de los nazis, pero permite que el comité de Sandy siga actuando siempre y cuando sea discreto.
A lo lejos, las dos mujeres se habían detenido. Una de ellas lloraba mientras la otra la abrazaba. Barbara volvió a mirar a Harry.
– Sandy y yo no estamos verdaderamente casados, ¿te lo dijo?
Harry titubeó antes de contestar.
– Sí.
Ella se ruborizó.
– A lo mejor piensas que eso es terrible. Pero es que nosotros… no estábamos preparados para dar el paso.
– Lo comprendo -dijo Harry en tono avergonzado-. No son tiempos normales.
– ¿Tú sigues con aquella chica… cómo se llamaba?
– Laura. Eso terminó hace siglos. Estoy soltero, de momento. -Harry contempló el Palacio Real a lo lejos-. ¿Crees que te vas a quedar en España? -preguntó.
– No lo sé. No sé qué nos deparará el futuro.
Harry se volvió para mirarla.
– Yo aborrezco todo esto -dijo con repentina vehemencia-. Aborrezco lo que ha hecho Franco. Antes tenía una idea de España, el romanticismo de sus tortuosas callejuelas y sus decrépitos edificios. Y no sé por qué; quizá porque, cuando vine aquí en el treinta y uno, se respiraba esperanza, incluso entre las personas que no tenían nada como la familia Mera. ¿Te acuerdas de ellos?
– Sí. Pero mira, Harry, aquellos sueños, el socialismo… todo eso ha terminado…
– La semana pasada estuve en la plaza donde ellos vivían; la habían bombardeado o cañoneado. Su apartamento ha desaparecido. Había un hombre… -hizo una pausa y después siguió adelante con un destello de rabia en los ojos-… un hombre que fue atacado por unos perros asilvestrados. Yo lo ayudé y lo acompañé a su casa. Vive en un pequeño apartamento con su madre, que ha sufrido un ataque, y no creo que esté recibiendo la menor atención médica, un chiquillo que se volvió medio loco cuando se llevaron detenidos a sus padres y una hermana, una chica muy inteligente, que tuvo que abandonar sus estudios de medicina para trabajar en una vaquería. -Harry respiró hondo-. Ésta es la nueva España.
Barbara lanzó un suspiro.
– Lo sé, tienes razón. Me siento culpable por la manera en que vivimos en medio de todo esto. No se lo digo a Sandy, pero así es.
Harry asintió con la cabeza. Ahora parecía más calmado, su cólera había desaparecido. Barbara estudió su rostro. Adivinaba que su rabia y su desilusión obedecían a algo más que a su encuentro con una pobre familia, pero no comprendía qué podía ser.
De repente, sonrió.
– Perdona que te haya dicho todo esto. No me hagas caso, es que estoy un poco cansado.
– No, haces bien en recordármelo. -Barbara sonrió-. Pero no parece que sigas siendo tan neutral como antes.
Harry soltó una carcajada amarga.
– No. Puede que no. Las cosas cambian.
Habían llegado al Manzanares, el pequeño río que discurría al oeste de la ciudad. Más adelante, había un puente y unas escaleras que conducían a los jardines del palacio.
– Podemos regresar al palacio desde aquí -dijo Barbara.
– Sí, será mejor que regrese a la embajada.
– ¿Seguro que estás bien, Harry? -le preguntó ella de repente-. Pareces… no sé… preocupado.
– Estoy bien. Verás, es todo esto de Hendaya y lo demás. En la embajada, todo el mundo está nervioso. -Sonrió-. Tenemos que volver a comer juntos. Podríais venir a mi apartamento. Ya llamaré a Sandy.
Sandy estaba en casa cuando Barbara regresó. Se encontraba en el salón, leyendo el periódico y fumando uno de aquellos enormes cigarros suyos que llenaban la estancia de un humo denso y espeso.
– ¿Acabas de llegar? -le preguntó.
– Sí. Hemos ido a dar un paseo por la Casa de Campo.
– ¿Y qué habéis ido a hacer allí? Todavía está lleno de bombas sin detonar.
– Ahora es un lugar seguro. A Harry le apetecía ir.
– ¿Cómo estaba?
– Un poco deprimido. Creo que lo de Dunkerque lo afectó más de lo que él reconoce.
Sandy sonrió a través de la niebla del humo.
– Tiene que encontrar a una chica.
– Quizá.
– ¿Qué quieres hacer el jueves? ¿Una cena?
– ¿Cómo? -preguntó ella, mirándolo perpleja.
– Es el tercer aniversario del día en que nos conocimos. ¿Acaso lo habías olvidado? -dijo Sandy, aparentemente dolido.
– No… no, claro que no. Vamos a cenar a algún sitio, sería bonito. -Barbara sonrió-. Sandy, estoy un poco cansada, creo que voy a tumbarme un rato arriba antes de cenar.
– De acuerdo, me parece muy bien.
Barbara adivinó que estaba molesto por el hecho de que ella hubiera olvidado la fecha del aniversario. Pero la había olvidado por completo.
Cuando abandonó la estancia, vio que Pilar se acercaba por el pasillo. Ésta la miró con aquellos ojos suyos tan negros e inexpresivos.
– ¿Quiere que encienda el fuego, señora? Hace un poco de frío.
– Pregúntele al señor Forsyth, a ver qué le parece, Pilar. Está en el salón.
– Muy bien, señora.
La chica enarcó levemente las cejas; los asuntos domésticos correspondían a la señora. Pero a Barbara le importaban un bledo. Un profundo cansancio se había apoderado de ella mientras regresaba a casa de su encuentro con Harry, necesitaba tumbarse un rato. Subió y se tumbó en la cama. Cerró los ojos, pero en su mente se arremolinaban toda suerte de imágenes. La visita de Harry a Madrid tras la desaparición de Bernie, el final de la esperanza de que Bernie pudiera estar vivo y, después, Burgos. Burgos, donde había conocido a Sandy.
Había llegado a la capital de la zona nacional en mayo de 1937, cuando ya se acercaba el verano y una brillante luz azulada iluminaba los vetustos edificios de color pardo oscuro. Cruzar las líneas era imposible. Tendría que haber viajado de Madrid a Francia y después cruzar de nuevo la frontera con la España nacional. Por el camino, había leído un discurso del doctor Martí, el venerable delegado de la Cruz Roja a los miembros españoles. «No elijan ningún bando -había dicho éste-, busquen desde un punto de vista exclusivamente clínico la mejor manera de ayudar.» Y esto era lo que ella tenía que seguir haciendo, pensó. El hecho de trasladarse a la España de Franco no era una traición a Bernie; iba allí a hacer su trabajo, como había hecho en la zona republicana.
La pusieron a trabajar en la sección encargada de intentar enviar mensajes entre miembros de familias que la guerra había separado a ambos lados del frente. Buena parte de su labor consistía en tareas de carácter administrativo, muy ligeras comparadas con el trato directo con los prisioneros y los niños. Sabía, por su manera solícita de tratarla, que sus compañeros estaban al corriente de lo ocurrido con Bernie. Le molestaba que fueran tan amables y compasivos, ella que siempre asumía el mando de las situaciones y era una organizadora nata. Así que acabó tratándolos, a su vez, con irritable aspereza.
Jamás les hablaba de Bernie y nunca se habría atrevido a mencionarlo a los españoles que conocía en el trabajo, funcionarios y enfermeras de la clase media y coroneles retirados de la Cruz Roja Española que siempre se le mostraban corteses y hacían gala de una exagerada educación que la inducía a echar de menos el trato informal reinante en la zona republicana; aunque, en las reuniones y recepciones a las que tenía que asistir, a veces también manifestaban desprecio y rabia por las tareas que estaba llevando a cabo.
– No estoy de acuerdo con el intercambio de soldados capturados -le dijo un día un soldado veterano de la Cruz Roja Española-. Los niños sí, los mensajes entre familias separadas sí; pero intercambiar un caballero español por un perro rojo… ¡eso jamás! -terminó diciendo con tal furia que una rociada de su saliva le salpicó la barbilla.
Ella dio media vuelta, se fue al retrete y vomitó.
En el transcurso del verano se fue dando cuenta de que cada vez se sentía más deprimida y más aislada de las personas que la rodeaban, como si se viera envuelta en una fina niebla gris. El verano dio paso al otoño, y unos fríos vientos empezaron a soplar a través de las angostas y oscuras calles donde la gente permanecía sentada en los cafés con los hombros encorvados y donde unos camiones llenos de sombríos soldados circulaban sin descanso. Se entregó en cuerpo y alma a su trabajo, a su deseo de hacer algo, de conseguir algún resultado positivo, y por la noche regresaba muerta de cansancio a su pequeño apartamento.
Durante unos cuantos días de octubre compartió su apartamento con Cordelia, una enfermera voluntaria de Inglaterra que estaba en Burgos de permiso. Era una inglesa perteneciente a una familia aristocrática que había sido novicia en un convento pero al final había descubierto que no tenía vocación.
– Por eso he venido aquí, para intentar hacer un poco el bien -explicó, mientras una seria expresión se dibujaba en su amable y poco agraciado rostro.
– Supongo que yo también he hecho lo mismo -replicó Barbara.
– Por todas las personas que han sido perseguidas por sus creencias religiosas.
Barbara recordó la iglesia convertida en establo que ella y Bernie habían visitado el día en que se estrelló el avión, con las ovejas asustadas y apretujadas en un rincón.
– La gente está siendo perseguida por toda suerte de creencias en ambas zonas.
– Tú estuviste en la zona roja, ¿verdad? ¿Cómo era?
– Sorprendentemente parecida a lo de aquí en muchos sentidos. -Miró a Cordelia a los ojos-. Allí tenía un novio, un brigadista internacional inglés que resultó muerto en el Jarama.
Su intención había sido escandalizar a Cordelia, pero ésta se limitó a asentir con la cabeza con semblante afligido.
– Rezaré por él y le encenderé una vela.
– No lo hagas -dijo Barbara-. A Bernie no le habría gustado. -Hizo una pausa-. Llevo varios meses sin pronunciar su nombre en voz alta. Reza si quieres, eso no puede hacer ningún daño; pero no le enciendas una vela.
– Lo querías mucho.
Barbara no contestó.
– Tendrías que procurar salir un poco -dijo Cordelia-. Pasas demasiado tiempo aquí.
– Estoy demasiado cansada.
– En la iglesia a la que acudo van a organizar una cena de recogida de fondos…
Barbara meneó la cabeza.
– No pienso recurrir a la religión, Cordelia.
– Yo no me refería a eso. Quería decir simplemente que no tendrías que quedarte anclada en el pasado.
– No estoy anclada. Procuro no pensar en él; pero los sentimientos siempre están ahí, por mucho que yo intente reprimirlos. La… -miró a Cordelia a la cara y después gritó-: ¡la maldita rabia que llevo dentro! ¡Mira que abandonarme así, sin más, para dejarse matar de esta maldita manera, el muy cabrón! -Rompió a llorar mientras su cuerpo se estremecía con los gemidos y los sollozos-. Ya está, te he escandalizado -añadió entre lágrimas-, te quería escandalizar. -Soltó una carcajada histérica mientras una mano indecisa se apoyaba en su hombro.
– Suéltalo todo -le oyó decir a Cordelia-. Tienes que procurar sacarlo como sea. Lo sé. Tengo un hermano, se fue por el mal camino, yo lo quería mucho y también me enfadé con él, me puse muy furiosa. No te entierres en todo eso, no lo hagas.
Unas veces, dejaba que Cordelia la llevara consigo; pero se negaba a asistir a las ceremonias de la iglesia. Otras, se sentía torpe y desmañada y no se molestaba en hablar; aunque, de vez en cuando, conocía a alguien amable o con quien le apetecía conversar, y entonces la niebla gris parecía disiparse un poco. El último día de octubre, poco antes de que venciera el permiso de Cordelia, ambas acudieron a una fiesta organizada por un alto ejecutivo de la Texas Oil, la compañía que suministraba combustible a Franco. No se sentía a gusto; era una deslumbrante recepción en el mejor hotel de Burgos donde los ruidosos americanos iban de un lado para otro, disfrutando de las atenciones que les dispensaban los invitados españoles. Pensó en lo que hubiera dicho Bernie, la conspiración capitalista internacional, exhibiéndose con sus plumas de pavo real o algo por el estilo. Cordelia conversaba con un cura español. De pie en un rincón, fumando y bebiendo un vino muy malo, Barbara la observaba. Cordelia no tardaría en marcharse, su permiso estaba a punto de expirar. Barbara había acabado encariñándose con ella; si bien apenas tenían nada en común, excepto la certeza de no estar hechas para ser unas esposas y madres al uso. Mientras la miraba, comprendió que la iba a echar mucho de menos, como también echaría de menos su desinteresada bondad. De repente, se sintió desaliñada entre todas aquellas damas tan bien vestidas y decidió escabullirse discretamente. Cuando dio media vuelta para marcharse, se percató de que había un hombre a su lado. No lo había visto acercarse. La miró con una sonrisa, dejando al descubierto unos dientes grandes y blancos.
– ¿Eran usted y su amiga las que hablaban el inglés que he oído hace un rato?
Barbara sonrió indecisa.
– Sí -contestó, presentándose.
El hombre le pareció un poco vulgar, a pesar de su hermosa sonrisa. Le explicó que se llamaba Sandy Forsyth y que trabajaba como guía para turistas ingleses que recorrían los campos de batalla. Su manera de hablar arrastrando las sílabas como hacía la clase alta le hizo recordar la de Bernie.
– Todo es pura propaganda -le explicó-. Les enseño los campos de batalla y les explico los detalles militares, pero suelto muchas cosas acerca de las atrocidades cometidas por los rojos. Suelen ser unos carcamales bastante memos, muy interesados en cuestiones militares. Son increíblemente ignorantes. Uno me preguntó si era cierto que los vascos tenían seis dedos.
Barbara se rió. Animado por su interés, él le contó la historia del autocar lleno de ancianos turistas ingleses detenidos al borde de la carretera a causa de una avería, pero demasiado finos para vaciar sus vejigas a punto de estallar en los arbustos de los alrededores, que se aguantaron plantados junto al autocar en medio de angustias atroces. Ella se volvió a reír. Llevaba meses sin que nadie la hiciera reír. El hombre la miró sonriendo.
– No sé por qué, pero sabía que le podría contar esta historia sin que usted se escandalizara; aunque, en realidad, no resulta muy apropiada para las damas.
– Soy enfermera, llevo más de un año en España, a ambos lados del frente. Ya nada me escandaliza.
Sandy asintió con la cabeza, mirándola con interés. Le ofreció un cigarrillo y ambos pasaron un rato estudiando a los invitados.
– Bueno -dijo Sandy-, ¿qué opina usted de la Nueva España y sus amigos?
– Supongo que todo parece muy civilizado después de lo de Madrid. Pero se respira una atmósfera excesivamente militar. Un lugar muy duro. -Miró a Cordelia todavía enfrascada en su conversación con el cura-. Puede que la Iglesia ejerza una influencia moderadora.
Sandy exhaló una nube de humo.
– No crea. La Iglesia sabe muy bien lo que le conviene; dejará que el régimen haga lo que le dé la gana. Estas gentes van a ganar, ¿sabe?, cuentan con las tropas y el dinero necesario. Lo saben, y se les nota en la cara. Es sólo cuestión de tiempo.
– ¿Usted cree?
– Sí.
– ¿Es usted católico?
– No, por Dios.
– Aquella amiga mía lo es. Pero sí, tiene usted razón. Van a ganar.
Barbara suspiró.
– Mejor que la alternativa.
– Tal vez.
– Puede que me quede aquí cuando todo termine. Estoy harto de Inglaterra.
– ¿No tiene vínculos familiares?
– No. ¿Y usted?
– Más bien tampoco.
– ¿Le apetece salir a tomar algo cualquier noche de éstas? Ahora estoy sin trabajo, en busca de empleo; pero aquí se siente uno muy solo.
Ella lo miró con asombro, no se lo esperaba.
– Sin compromiso -añadió Sandy-. Sólo para tomar unas copas. Traiga a su amiga Cordelia, si quiere.
– Muy bien, de acuerdo. ¿Por qué no?
Pese a constarle que a Cordelia no le gustaría Sandy.
Cuando llegó la noche de la cita, no le apetecía ir. Cordelia no podía acompañarla porque tenía que asistir a otra ceremonia en la iglesia, y ella se sentía cansada y deprimida después del trabajo. Pero había acordado ir y fue.
Se reunieron en un bar pequeño, tranquilo y oscuro muy cerca de la catedral. Sandy le preguntó qué tal le había ido en el trabajo. La pregunta la molestó un poco; se lo había preguntado como si ella trabajara en un despacho o una tienda.
– No muy bien, la verdad. Me han asignado la tarea de intentar evacuar a unos niños al otro lado del frente. Casi todos ellos son huérfanos. Y eso siempre resulta terriblemente desagradable. -Apartó el rostro mientras las lágrimas asomaban inesperadamente a sus ojos-. Perdone -añadió-. He tenido una jornada muy larga y este nuevo trabajo me trae… muy malos recuerdos.
– ¿Quiere hablar de ello? -le preguntó él con amable curiosidad.
Decidió contárselo. Cordelia tenía razón, de nada servía reprimirlo.
– Cuando trabajaba en Madrid, conocí a un hombre… un inglés de las Brigadas Internacionales. Estuvimos juntos el pasado invierno. Después, él se fue al Jarama. Desaparecido y dado por muerto.
Sandy asintió con la cabeza.
– Lo siento de veras.
– Sólo han pasado nueve meses y cuesta mucho superarlo. -Barbara lanzó un suspiro-. Es una historia muy corriente en estos momentos en España, lo sé.
Él le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.
– ¿Uno de los voluntarios?
– Sí, Bernie era comunista. Aunque, en realidad, no pertenecía a la clase obrera; le habían concedido una beca para estudiar en un colegio privado, y hablaba con el mismo acento que usted. Más tarde averigüé que el partido lo consideraba ideológicamente sospechoso por sus complicados orígenes de clase. No era lo bastante duro.
Se fijó en Sandy y le sorprendió ver que éste se había reclinado en su asiento, desde donde la estudiaba con una mirada penetrante e inquisitiva.
– ¿En qué colegio estudió? -preguntó en voz baja.
– Un sitio llamado Rookwood, en el condado de Surrey.
– ¿Su apellido no sería Piper, por casualidad?
– Sí. -Ahora la sorprendida era ella-. Pues sí, exactamente. ¿Acaso usted…?
– Yo estudié en Rookwood durante algún tiempo. Conocí a Piper. No mucho, pero lo conocí. ¿Supongo que no le habló de mí? -Sandy soltó una extraña carcajada que sonó como un ladrido forzado-. La oveja negra de la clase.
– No. No hablaba demasiado de su colegio. Sólo decía que no se encontraba a gusto allí.
– No. En eso coincidíamos, recuerdo.
– ¿Eran ustedes amigos? -A Barbara le dio un vuelco el corazón; era como si una parte de Bernie hubiera regresado.
Sandy titubeó.
– Más bien no. Como ya le he dicho, no lo conocía muy bien. -Meneó la cabeza-. Pero qué coincidencia, Dios mío.
– Es algo así como el destino -dijo Barbara sonriendo-. Conocer a alguien que lo conoció.
El hecho de que Sandy hubiera conocido a Bernie, aunque no hubieran sido amigos, fue lo que atrajo a Barbara. Ambos adquirieron la costumbre de reunirse todos los jueves en el bar para tomarse unas copas. Al final, acabó esperando con ansia aquellas citas. Cordelia había regresado al frente y aquéllas eran ahora las únicas noches que tenía libres. Se fue una mañana, después de darle a Barbara un rápido abrazo y negarse a que ésta la ayudara a llevar las maletas a la estación. Barbara le agradeció que la hubiera ayudado a recuperarse un poco; pero Cordelia sonrió y le dijo que habría hecho lo mismo por cualquier otra persona, pues así se lo exigía su fe y su amor a Dios. Aquella respuesta impersonal le dolió y la hizo volver a sentirse muy sola. Averiguó que Sandy también conocía a Harry y había sido amigo suyo, ya que no de Bernie. En cierto modo, su actitud la desconcertaba. Era enigmático y apenas hablaba de sí mismo. En aquellos momentos no tenía ninguna gira turística a la vista, pero aun así se quedó en Burgos tratando de montar algún negocio, le dijo. Aunque nunca le reveló de qué clase. Iba siempre impecablemente vestido. Barbara se preguntaba si tendría novia en algún sitio, pero él jamás hacía el menor comentario al respecto. Se le llegó a pasar por la cabeza la posibilidad de que fuera marica, aunque no lo parecía.
Un jueves de diciembre, Barbara se dirigió a toda prisa al café bajo una lluvia torrencial que caía implacable desde un cielo encapotado. Al llegar, Sandy ya estaba allí, sentado a la mesa de siempre con un hombre vestido con un uniforme falangista. Ambos estaban inclinados el uno hacia el otro con las cabezas muy juntas y, aunque Barbara no pudo oír lo que decían, adivinó que estaban discutiendo. Se quedó indecisa mientras las gotas de lluvia se deslizaban por su chubasquero hasta caer al suelo. Al verla, Sandy le hizo señas de que se acercara.
– Perdona, Barbara, estaba terminando un asunto de negocios.
El falangista se levantó y la miró. Era un hombre de mediana edad y rostro extremadamente severo. Miró a Sandy desde arriba.
– El negocio tiene que ser para los españoles, señor -dijo-. Negocio español, beneficios españoles.
El hombre saludó a Barbara inclinando levemente la cabeza, dio media vuelta y se retiró haciendo sonar sus tacones sobre las tablas del suelo. Sandy lo miró con semblante enfurecido. Barbara se sentó, algo desconcertada. Sandy se calmó y soltó una carcajada incierta.
– Disculpa -le dijo-. Un plan que yo tenía para un trabajo se ha ido a pique. Aquí parece que no tienen mucha vista para los negocios. -Lanzó un suspiro-. No importa. Supongo que tendré que volver a las giras turísticas. -Fue por una copa para Barbara y regresó a la mesa.
– Quizá convendría que pensaras en la posibilidad de regresar a casa -le dijo Barbara-. Yo he estado pensando en lo que voy a hacer cuando termine la guerra. No creo que me apetezca regresar a Ginebra.
Sandy meneó la cabeza.
– Yo no quiero volver -dijo tranquilamente-. Allí no tengo a nadie. Inglaterra me resulta asfixiante.
– Entiendo lo que quieres decir. -Barbara levantó su copa-. Brindemos por el desarraigo.
Sandy la miró sonriendo.
– Por el desarraigo. Mira, aquella primera noche en que nos conocimos pensé, esta chica se mantiene al margen observándolo todo. Como yo.
– ¿De veras?
– Sí.
Barbara suspiró.
– Es que no me gusto demasiado -dijo-. Por eso me mantengo apartada.
– ¿Porque estás enojada con Bernie?
– ¿Con Bernie? No, no es eso. Él hizo que me gustara un poquito a mí misma. Durante algún tiempo.
Sandy la miró muy serio.
– No tienes que dejarles a los demás la tarea de hacer que te gustes a ti misma. Lo sé porque antes yo también era así.
– ¿Tú? -Barbara lo miró con asombro. Siempre se le veía tan confiado, tan seguro de sí mismo.
– Sólo antes de tener la edad suficiente para pensar por mí mismo.
Barbara respiró hondo.
– Yo lo pasé muy mal en la escuela. Sufrí acoso escolar. -Hizo una pausa, pero él se limitó a asentir con la cabeza, animándola a seguir. Y entonces le contó la historia-. A veces me parece oír sus voces, ¿sabes? No, no las oigo, eso significaría que estoy loca; pero sí las recuerdo. Cuando estoy cansada y cometo errores en mi trabajo. Me digo que soy fea, la cuatro ojos con ricitos que no sirve para nada. Y eso me ocurre cada vez más a menudo desde que Bernie murió. -Inclinó la cabeza-. Nunca hablo de eso. Sólo Bernie lo sabía.
– Entonces, me considero privilegiado porque me lo has dicho.
– Presiento que te puedo contar cosas -dijo Barbara sin levantar la cabeza-. No sé por qué.
– Mírame -dijo Sandy en voz baja-. Mírame, no tengas miedo.
Ella levantó la cabeza y sonrió con valentía, parpadeando para reprimir las lágrimas.
– Diles que se vayan a la mierda -dijo Sandy-. Cuando las oigas, diles que están equivocadas y que tú se lo vas a demostrar. No exteriormente, sino dentro de tu cabeza. Es lo que yo hice. Con mis padres y mis profesores, que me decían que iba a terminar muy mal.
– ¿Y dio resultado? Sí, lo debió de dar… porque tú crees en ti mismo, ¿verdad?
– No queda más remedio. Tienes que decidir lo que quieres ser y lanzarte. No prestes atención a la opinión que tengan los demás de ti. La gente siempre anda buscando a alguien a quien humillar. Eso hace que se sienta segura.
– No todo el mundo. Yo, no.
– Bueno, pues casi todo el mundo. ¿Te puedo decir una cosa?
– Si quieres.
– ¿No te ofenderás?
– No.
– No sacas el mejor partido de ti misma. Es como si no quisieras que los demás te respetaran. Esfuérzate un poco con la ropa que vistes, con tu cabello; podrías ser una mujer muy atractiva.
Barbara volvió a bajar la cabeza.
– Eso es lo otro que pensé la noche en que nos conocimos.
Notó que las puntas de sus dedos rozaban las de los de Sandy y se hizo un momento de silencio. Recordaba con toda claridad la escena en la iglesia. El beso de Bernie. Apartó la mano y levantó los ojos.
– No estoy… no estoy preparada para esto. Después de Bernie, no creo que jamás pueda…
– Vamos, Barbara -le dijo él con dulzura-. No me digas que crees en esta idea tan romántica de que sólo hay una persona para cada cual.
– Pues me parece que lo creo. -Quería irse de allí, el torbellino de emociones que se agitaba en su interior le provocaba mareos. Sandy levantó una mano.
– De acuerdo, pues olvídalo.
– Sólo quiero que seamos amigos, Sandy.
– Necesitas a alguien que cuide de ti, Barbara -dijo Sandy sonriendo-. Siempre he querido tener a alguien de quien cuidar.
– No, Sandy. No. Simplemente amigos.
Sandy asintió con la cabeza.
– Está bien. Está bien. Pero, de todos modos, deja que te cuide un poco.
Ella apoyó la cabeza en la mano y se cubrió el rostro. Fuera la lluvia seguía cayendo con fuerza.
El otoño se convirtió en invierno. Corrían rumores de una nueva ofensiva nacional que pondría fin a la guerra. Durante algún tiempo, Burgos se llenó de soldados italianos; pero, después, éstos volvieron a desaparecer.
Sandy cumplió su palabra; dejó de hacerle insinuaciones románticas. Ella no sentía por él lo mismo que había sentido por Bernie, era imposible. Sin embargo, y muy a pesar suyo, la emocionaba e ilusionaba que otro hombre la encontrara atractiva. Se daba cuenta de que una parte, una pequeña parte, de su pena había sido por sí misma, por el hecho de haber perdido en un santiamén su única oportunidad de amar. Como si la declaración de Sandy hubiera abierto la puerta de algo, Barbara empezó a pensar en él como hombre, un hombre alto y fuerte.
A mediados de diciembre llegó la noticia de que los republicanos se habían adelantado a la ofensiva de Franco y lanzado la suya propia en Teruel, muy hacia el este. El tiempo era frío, las calles de Burgos estaban cubiertas de nieve y en la oficina les habían dicho que a algunos soldados les habían tenido que amputar los pies congelados en el mismo campo de batalla. La oficina de la Cruz Roja se encontraba de nuevo en plena actividad.
– Lo tendrías que dejar -le dijo Sandy cuando ambos se reunieron aquel jueves por la noche-. Te está dejando rendida.
La miró con preocupación, pero también con aquel atisbo de impaciencia que ella le había visto en los últimos tiempos. La semana anterior, por primera vez, Sandy había intentado tomarle la mano al salir del bar. Habían bebido más que de costumbre, porque él se había pasado el rato pidiendo más vino. Ella había retirado la mano.
Barbara suspiró.
– Es mi trabajo. Incluso he anulado el permiso de Navidad para poder echar una mano.
– Pensaba que ibas a regresar a casa. A Birmingham, ¿no?
– Esa era mi intención. Pero la verdad es que no me apetecía, me alegro de tener un pretexto. -Barbara lo miró-. ¿Y tú? Nunca hablas de tu familia, Sandy; lo único que yo sé es que tienes un padre y un hermano.
– Y una madre en algún lugar, si es que vive todavía. Ya te lo dije, rompí con ellos. Pertenecen al pasado. -La miró-. Pero me iré un par de semanas de todos modos.
– Ah, ¿sí? -Se le cayó el alma a los pies; confiaba en que se quedara con ella por Navidad.
– Una oportunidad de negocio. Importación de automóviles desde Inglaterra. No les gusta que los de fuera intervengan en sus negocios, eso ya lo he captado; pero necesitarán a alguien que domine el inglés para poder hacerlo. Y ahora me voy a San Sebastián a echarle un vistazo.
Barbara recordó al falangista con quien Sandy había discutido.
– Comprendo. Parece una buena oportunidad. Pero es una mala época del año para viajar y las carreteras estarán llenas de soldados, con esta batalla que…
– Las del norte, no. Intentaré estar de vuelta para el día de Navidad.
– Sí. Sería bonito que lo pudiéramos celebrar juntos.
– Lo intentaré.
Pero no pudo ser. La llamada a la oficina que ella esperaba jamás tuvo lugar. La afectó más de lo que imaginaba. El día de Navidad salió a dar una vuelta sola por las calles nevadas, contemplando envidiosa las casas con pesebres en los jardines y la gente que entraba y salía de las ceremonias en las numerosas iglesias de Burgos. Experimentó una repentina y enfurecida impaciencia contra sí misma. ¿Por qué no había aceptado lo que Sandy le ofrecía? ¿A qué esperaba? ¿A que llegara la vejez? Pensó en Bernie y la tristeza le volvió a atenazar el corazón; pero Bernie ya no estaba.
Sandy la llamó al despacho dos días después de Navidad.
– Perdona que haya tardado tanto -le dijo.
Barbara sonrió al oír su voz.
– ¿Cómo ha ido?
– Muy bien. Estás hablando con un hombre que dispone de un permiso de importación firmado por el mismísimo ministro de Comercio. Oye, ¿ quieres que nos veamos en el bar esta noche? Ya sé que no es jueves.
Ella se echó a reír.
– Sí, estaría bien. ¿A la hora de siempre?
– Nos vemos a las ocho. Tomaremos un poco de champán para celebrar el acuerdo.
Barbara se había puesto su nuevo abrigo, el verde que Sandy había elegido para ella porque decía que combinaba muy bien con el color de su cabello. Se presentó allí antes que ella, como de costumbre, con un paquete de gran tamaño envuelto en papel de regalo de vistosos colores sobre la mesa. La miró sonriendo.
– Un tardío regalo de Navidad. Para disculparme por haber permanecido tanto tiempo fuera.
Barbara lo abrió. Dentro había un broche en forma de flor, con unas piedrecitas verdes que brillaban en los pétalos.
– Oh, Sandy -dijo ella-. Es precioso. ¿Y esto…?
Él la miró sonriendo.
– Unas esmeraldas. Pero pequeñitas.
– No tendrías que haberlo hecho, te habrá costado un dineral.
– No, si sabes dónde buscar.
– Gracias. -A Barbara le temblaba el labio-. No soy digna de él.
– Pues yo digo que sí. -Sandy alargó la mano y tomó la suya. Esta vez, ella no la retiró.
La miró a los ojos.
– Quítate las gafas -le dijo-. Quiero verte sin ellas.
El miércoles, después de su paseo con Harry, Barbara acudió a su tercera cita con Luis. Era un cálido y soleado día de otoño. Mientras bajaba por la Castellana, oyó el crujir de las hojas secas bajo sus pies y notó el leve pero penetrante olor a humo de unas hojas que alguien debía de estar quemando en alguna parte. Barbara paseaba mucho últimamente; eso la ayudaba a pensar y, además, cada vez le gustaba menos quedarse en casa.
No le había llegado el dinero de Inglaterra y ya empezaba a perder las esperanzas de recibirlo alguna vez. Si Luis le facilitara la prueba que ella le había pedido para confirmar la presencia de Bernie en el campo, de algún sitio lo tendría que sacar.
Luis ya estaba en el café. Fumaba una buena marca de cigarrillos, y Barbara se preguntó si parte del dinero que ella le había entregado para el billete de tren a Cuenca la habría gastado en tabaco; no sabía lo que costaba el billete. Como es natural, sólo tenía su palabra de que había estado allí.
Luis se levantó y estrechó su mano tan educado como siempre, y después fue a la barra a buscarle una taza de café. El local estaba muy tranquilo; el veterano cojo con la pernera cosida permanecía acodado solo en la barra.
Barbara encendió un cigarrillo, mirando deliberadamente la cajetilla de Luis.
– ¿Estuvo usted en Cuenca? -preguntó.
– Sí, señora. -Luis la miró sonriendo-. Me volví a reunir con Agustín en la ciudad. -Se inclinó hacia delante-. Agustín ha conseguido echar un vistazo a la ficha de Bernie, pero le aseguro que no fue nada fácil. Me facilitó muchos detalles.
Barbara asintió con la cabeza.
– Sí.
– Nació en un lugar de Londres llamado la Isla de los Perros. Vino a combatir por la República en 1936 y sufrió una herida leve en el brazo en una de las batallas de la Casa de Campo. -Barbara sintió que se le aceleraban los latidos del corazón. No había manera de que Luis o Markby supieran algo de aquella herida si no era echando un vistazo a una ficha oficial-. Cuando se recuperó, lo enviaron al Jarama, donde resultó herido y hecho prisionero.
– ¿Herido? -preguntó Barbara bruscamente-. ¿De gravedad?
– No fue nada serio. Una herida superficial en el muslo. -Luis la miró sonriendo-. Por lo visto, tenía buena estrella.
– No tan buena, Luis, si acabó en el campo de prisioneros.
– Agustín me lo describió -siguió diciendo Luis-. Es un hombre de estatura elevada, hombros anchos y cabello rubio. Probablemente muy guapo, me dijo Agustín; aunque ahora, como es natural, lleva barba de dos días y tiene piojos. -Barbara hizo una mueca-. Tiene fama de ser un hombre difícil y de espíritu indomable. Agustín le ha dicho que tenga cuidado, que es posible que lleguen mejores tiempos, pero de momento sólo eso. -Luis la miró con una sonrisa burlona en los labios-. Dice que su hombre tiene duende. Cree que tiene voluntad de fugarse. Y muchos en el campo han perdido la voluntad o la fuerza necesaria para hacerlo. -El corazón de Barbara latía violentamente en el pecho. Ahora sabía que todo era verdad, estaba segura. Luis ladeó la cabeza-. ¿Está usted satisfecha, señora? ¿Cree que le he dicho la verdad?
– Sí. Sí, lo creo. Gracias, Luis. -Respiró hondo-. Todavía no he recibido el dinero de mi banco de Inglaterra. Cuesta recibir dinero de fuera del país.
El la miró con la cara muy seria.
– Es importante que todo se haga antes de que llegue el mal tiempo. Los inviernos son muy duros allá arriba y empiezan muy pronto. Ya hará frío.
– Y la situación diplomática puede cambiar. Lo sé. Insistiré, hoy mismo les volveré a escribir. ¿Le parece que nos volvamos a reunir aquí dentro de una semana? Para entonces, tendré el dinero como sea. Si lo recibiera antes, ¿hay alguna manera de contactar con usted?
– No tengo teléfono, señora. ¿Quiere que la llame yo?
Barbara lo miró, indecisa.
– Mejor no. No quiero que mi marido descubra nada, bastante preocupado está ya por mí.
– Entonces hasta dentro de una semana. Pero tendremos que empezar con los preparativos. Pronto estaremos en noviembre.
– Sí, lo sé.
Mientras hablaba, pensó: «Ya no hay tiempo para que les vuelva a escribir. ¿Y si le pidiera un préstamo a Harry?» Sabía que éste tenía dinero. Pero era un diplomático, podría ser peligroso para él…
Hizo un esfuerzo por regresar de nuevo al presente.
– ¿El plan sigue siendo el mismo? -le preguntó a Luis-. ¿Agustín lo ayuda a fugarse y yo lo recojo en Cuenca?
– Sí. Puede haber alguna manera de conseguirle ropa de paisano para que no llame tanto la atención. Agustín lo está estudiando. Entonces de usted dependería, señora, sacarlo de allí y llevárselo a la embajada.
– Puede que eso no sea tan fácil. He pasado por allí y siempre hay guardias civiles en la entrada.
– Eso lo tendrá que resolver usted, señora -dijo Luis con una triste sonrisa en los labios. Parecía que la cosa ya no le interesaba; en cuanto Barbara recogiera a Bernie, el problema dejaría de ser suyo.
– Le pagaré una parte cuando hayamos elaborado un plan definitivo, y el resto, cuando todo esté hecho -dijo Barbara-. A todos nos interesa que la empresa llegue a buen puerto.
Luis la miró.
– Usted ya se encargará de que así sea, lo sé.
Barbara volvió a pensar en Harry. Si ella pudiera trasladar a Bernie a Madrid y esconderlo en algún sitio. Lanzó un suspiro. Se dio cuenta de que Luis la estaba mirando con curiosidad.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó.
– Disculpe la indiscreción, señora, pero ¿este asunto no tendrá consecuencias para usted y su marido? Si el señor Piper consigue llegar a la embajada, es probable que el asunto pase a dominio público. Por lo menos, se presentarán quejas ante nuestro Gobierno. Y su marido trabaja con el Gobierno, ¿no es cierto? Usted misma me lo dijo en nuestra primera reunión.
– Sí, Luis -dijo Barbara en un susurro-. Puede que haya consecuencias. Tendré que afrontarlas.
Luis la miró con semblante muy serio.
– Es usted una mujer muy valiente al poner en peligro su futuro de esta manera.
Ella lo estudió. Su rostro ofrecía un aspecto muy tenso y cansado. En realidad, era poco más que un muchacho obligado a manejar cosas terribles a una edad excesivamente temprana, como le ocurría a la mitad de los hombres del mundo en aquellos momentos.
– ¿Qué harán usted y su hermano, Luis, cuando esto termine y su hermano abandone el Ejército?
Luis sonrió tristemente.
– Sueño con ir a recoger a mi madre a Sevilla y llevarla a vivir al campo, cerca de Madrid, donde quizá podría cultivar verduras y hortalizas. Es algo que siempre me ha gustado, y una gran ciudad necesita verduras y hortalizas, ¿no cree? Así todos volveremos a ser una familia. -Su rostro se ensombreció-. La familia es importante para los españoles y la guerra separó a muchas… usted, que viene de Inglaterra, no puede comprender lo doloroso que resulta toda esta situación. Por eso tengo que hacer lo imposible con tal de estar juntos otra vez. ¿Lo comprende, señora?
– Sí. Y espero que lo consiga.
– Yo también. -Luis inclinó un momento la cabeza, cerró los ojos y después los volvió a abrir con una sonrisa en los labios-. Hasta la semana que viene, señora.
– Para entonces ya habré conseguido el dinero como sea.
Aquella noche, a la hora de cenar, Sandy le dijo que había reservado mesa en el Ritz para celebrar su aniversario la noche del día siguiente.
– Ah -dijo ella, sorprendida.
– ¿Qué tiene eso de malo? -le preguntó él. Aún no le había perdonado el olvido-. Es el hotel más caro de Madrid.
– Lo sé, Sandy. Sólo que estará lleno de alemanes y de sus compinches italianos. Y tú sabes que no soporto verlos.
– Una oportunidad para hacer acto de presencia -dijo Sandy sonriendo.
Barbara se preguntó si Sandy habría elegido deliberadamente el Ritz para provocar su enfado. Lo miró y recordó su ternura la primera vez que se habían visto. ¿Adónde habría ido a parar todo aquello? Se dio cuenta de que lo que disgustaba a Sandy era su malestar ante la vida que él había elegido para ella, un malestar que llevaba mucho tiempo creciendo en su interior pero que, en realidad, sólo había aflorado a la superficie a partir de aquella cena con Markby.
– ¿Recuerdas la primera Navidad después de nuestro primer encuentro? -le preguntó Sandy, mirándola con una expresión dura y burlona en los ojos.
– Sí. Cuando te fuiste por un asunto de negocios y no pudiste regresar hasta pasada la Navidad.
– Exactamente -dijo Sandy sonriendo-. Sólo que sí hubiera podido. Pero comprendí que, si no regresaba, tú te darías cuenta de lo mucho que me necesitabas. Y no me equivoqué.
Ella lo miró, sintiéndose primero escandalizada, y después, tremendamente furiosa.
– O sea que me manipulaste -dijo muy despacio-. Manipulaste mis sentimientos.
El la miró desde el otro lado de la mesa, ahora con la cara muy seria.
– Yo sé lo que quiere la gente, Barbara, lo intuyo. Es un don muy útil en los negocios. Veo lo que hay bajo la superficie. A veces, eso es muy fácil. Los judíos, por ejemplo, sólo quieren sobrevivir, tiemblan y se estremecen en su desesperado afán de sobrevivir. Lo que quieren las personas con quienes yo trabajo suele ser dinero, aunque a veces es otra cosa. Yo trato de complacerlas en lo que sea. Tú me querías a mí y querías seguridad, lo que ocurre es que no acababas de darte cuenta. Yo te ayudé a que lo sacaras a la superficie. -Sandy inclinó la cabeza y levantó su copa.
– ¿Y tú, Sandy? ¿Qué es lo que quieres?
Él la miró sonriendo.
– Éxito, dinero. Saber que puedo estar a la altura de las circunstancias y conseguir que la gente me dé lo que yo quiero.
– A veces eres una mierda, Sandy. ¿Lo sabes? -dijo ella.
Jamás le había hablado en semejantes términos, y él la miró momentáneamente desconcertado. Después, la expresión de su rostro se endureció.
– Últimamente no cuidas mucho tu aspecto, ¿sabes? Estás hecha un desastre. Espero que el hecho de trabajar en ese orfelinato te ayude a serenarte un poco.
Las palabras la azotaron con fuerza y ella se dio cuenta de que Sandy las había elegido para golpearla donde más le dolía. Algo frío y duro acudió a su mente mientras pensaba, «no contestes, hay que guardar las apariencias de momento». Se levantó, dejando cuidadosamente la servilleta sobre la mesa, y abandonó la estancia. Le temblaban las piernas.