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El psiquiatra era un hombre alto y delgado, con gafas y cabello plateado. Vestía un traje gris de raya diplomática. Bernie llevaba tres años y medio sin ver a nadie vestido con traje de calle, sólo los monos de los prisioneros y los prácticos uniformes de los guardias, ambos de un triste color verde aceituna.
Al médico lo habían instalado en el cuarto situado bajo la barraca del comandante, detrás de una mesa rayada procedente de los despachos de arriba. Bernie pensó que no le habían dicho para qué se usaba aquel cuarto. El hecho de haberlo colocado allí era muy propio del macabro sentido del humor de Aranda.
Agustín, uno de los guardias, estaba esperando a Bernie cuando su cuadrilla de trabajo regresó de la cantera, con órdenes de conducirlo ante el comandante.
– No tienes por qué preocuparte, no hay ningún problema -le dijo el guardia en voz baja, mientras cruzaban el patio. Bernie había inclinado la cabeza para darle las gracias. Agustín era uno de los mejores, un joven desaliñado que sólo aspiraba a vivir tranquilo. El sol brillaba muy bajo y un frío viento soplaba desde las montañas. Bernie llevaba la cuenta de los días y sabía que estaban a uno de noviembre; el invierno ya se les estaba echando encima y los pastores empezaban a bajar sus rebaños desde los altos pastos. Trabajar en la cuadrilla de la cantera resultaba muy duro, pero por lo menos uno podía captar un poco el sentido de los ritmos del mundo exterior. Se estremeció, envidiándole a Agustín la gruesa capa que llevaba sobre el uniforme.
El comandante Aranda permanecía sentado tras su escritorio. Levantó los duros ojos hacia Bernie, mientras una expresión burlona se dibujaba en su rostro alargado y hermoso adornado con un poblado bigote negro.
– Ah, Piper -le dijo-, tengo una visita para usted.
– ¿Señor? -Bernie se cuadró rígidamente, como Aranda esperaba que hiciera. -Un espasmo de dolor le traspasó el brazo; le dolía la vieja herida tras haberse pasado el día acarreando piedras.
– ¿Recuerda que, en San Pedro de Cardeña, un psiquiatra efectuó una evaluación de su estado?
– Sí, mi coronel.
Había sido una farsa grotesca, una broma de mal gusto. San Pedro de Cardeña era un abandonado monasterio medieval situado a las afueras de Burgos. Miles de presos republicanos habían sido amontonados allí dentro después de la batalla del Jarama. Un día les habían entregado unos largos cuestionaros para que los rellenaran. Les dijeron que era para un proyecto sobre la psicología del fanatismo marxista. Doscientas preguntas que oscilaban entre su reacción a ciertos colores y su grado de patriotismo.
El comandante encendió un cigarrillo y lo estudió con sus fríos ojos color avellana a través de una espiral de humo. Aranda llevaba casi un año al frente del campo de Tierra Muerta. Era un coronel veterano de la Guerra Civil y antes lo había sido en la Legión. Disfrutaba siendo cruel, y ni siquiera Bernie se habría atrevido a mostrarse insolente con él. Como siempre, el comandante vestido iba impecablemente, el uniforme planchado y las rayas del pantalón rectas como el filo de una navaja. Los prisioneros conocían todas las arrugas y las curvas de su rostro hermoso y bronceado con bigote encerado. Cuando fruncía el entrecejo o hacía pucheros como un chiquillo, seguro que alguien estaba a punto de recibir una tanda de azotes.
Aquella tarde, sin embargo, mostraba un semblante risueño. Le arrojó a Bernie una bocanada de humo, y éste experimentó de inmediato su antigua ansia de fumar y se inclinó ligeramente hacia delante para respirar otra vaharada.
– Están haciendo un estudio complementario sobre algunos prisioneros de especial interés. El doctor Lorenzo le espera abajo. Por cierto, Piper, procure colaborar con él, ¿vale?
– Sí, mi comandante.
El corazón de Piper latía con fuerza cuando Agustín lo acompañó al cuarto del sótano y abrió una pesada puerta de madera. Bernie jamás había estado allí, pero había oído describir gráficamente la estancia.
El rostro del psiquiatra era frío.
– Puede retirarse -le dijo éste a Agustín.
– Estaré fuera, señor.
El psiquiatra señaló con la mano una silla de acero colocada ante el escritorio.
– Siéntese.
Bernie se dejó caer en ella. En un rincón había una estufa de petróleo, así que en el cuarto hacía calor. El psiquiatra recorrió con una pluma plateada las columnas de un cuestionario. Bernie reconoció su propia letra. Los piojos de su barba se empezaron a mover, estimulados por el calor.
El psiquiatra levantó los ojos.
– ¿Es usted Piper, Bernard, inglés, de treinta y un años de edad?
– Sí.
– Yo soy el doctor Lorenzo. Hace tres años, cuando estaba en San Pedro, contestó usted a un cuestionario. ¿Lo recuerda?
– Sí, doctor.
– El propósito del estudio era establecer los factores psicológicos que pueden inducir a las personas a abrazar el marxismo. -Su voz era uniforme y monótona-. Casi todos los marxistas son personas ignorantes de la clase obrera, con escasa inteligencia y cultura. Queremos volver a examinar a las personas que no se ajustaban a estos criterios. Usted, por ejemplo. -El psiquiatra estudió detenidamente a Bernie.
– Lo que lleva a las personas hacia el marxismo es muy sencillo -dijo serenamente Bernie-. La pobreza y la opresión.
El psiquiatra asintió con la cabeza.
– Sí, eso es lo que yo esperaba que usted me dijera. Y, sin embargo, es posible que usted no haya estado sometido a ninguna de estas cosas; veo que estudió usted en una escuela privada inglesa.
– Mis padres eran pobres. Yo conseguí una plaza en Rookwood gracias a una beca.
Los ojos de Bernie se desviaron hacia un rincón de la estancia donde había un objeto alto, cubierto con una lona. Lorenzo golpeó bruscamente la superficie del escritorio con la pluma de plata.
/-Preste atención, por favor. Hábleme de sus padres… ¿a qué se dedicaban?
– Trabajaban en una tienda propiedad de otra persona.
– ¿Y quizás usted se compadecía de ellos? ¿Los quería mucho?
Una imagen de su madre acudió a la mente de Bernie, de pie en el salón retorciéndose las manos. «Bernie, Bernie, ¿por qué te tienes que ir a esta guerra tan horrible?»
Se encogió de hombros.
– Que yo sepa, a estas alturas ya podrían estar muertos.
– ¿Les escribiría si pudiera?
– Sí.
Lorenzo hizo otra anotación.
– Este colegio, este Rookwood que le permitió establecer contacto con chicos de una cultura superior. Me interesa el hecho de que usted rechazara aquellos valores., Bernie se rió amargamente.
– Allí no hay cultura. Y su clase era enemiga de la mía.
– Ah, sí, la metafísica marxista. -El psiquiatra asintió con la cabeza y lo miró con expresión pensativa-. Nuestros estudios revelan que, cuando las personas inteligentes y privilegiadas se sienten atraídas por el marxismo, se debe a un defecto de carácter. No comprenden los valores más elevados como la espiritualidad o el patriotismo. Son seres antisociales y agresivos por naturaleza. El comandante me dice que usted, Piper, rechaza, por ejemplo, los intentos de rehabilitación del campamento, ¿verdad?
Bernie se rió por lo bajo.
– ¿Se refiere a la instrucción religiosa obligatoria?
Lorenzo lo estudió como a una rata de laboratorio en el interior de una jaula.
– Sí, parece que usted odia el cristianismo. Una religión que predica el amor y la reconciliación. Sí, esto está muy claro.
– Nos dan también otras lecciones.
El doctor Lorenzo lo miró, perplejo.
– ¿Qué quiere decir?
– Esto es un cuarto de torturas. Este armario que hay a su espalda seguramente está lleno de porras y de cubos para ahogamientos simulados.
Lorenzo meneó suavemente la cabeza.
– Fantasías.
– Pues entonces retire la lona de esa cosa que tiene a su espalda -dijo Bernie-. Hágalo. -Se percató de que su tono era cada vez más insolente y se mordió el labio. No quería que le presentaran una queja a Aranda.
El psiquiatra emitió un leve gruñido de hastío, se levantó y retiró la lona. Las facciones de su rostro se endurecieron al ver la alta estaca de madera con el asiento de metal, las correas de sujeción, el aro para el cuello y el pesado tornillo de latón con sus correspondientes manijas en la parte posterior.
– Las ejecuciones, doctor. Ha habido seis desde mi llegada aquí. Los colocan en fila en el patio y nos obligan a mirar.
El psiquiatra volvió a sentarse. Su voz no se había alterado. Miró fijamente a Bernie y después meneó la cabeza.
– Usted es un antisocial -dijo en tono pausado-. Un psicópata. -Volvió a menear la cabeza-. Los hombres como usted jamás se rehabilitan; sus mentes son anormales, incompletas. Por desgracia, el garrote es necesario para mantener a raya a individuos como usted. -Hizo una anotación en su cuestionario y después levantó la voz para llamar a Agustín-. ¡Guardia! Ya he terminado con este hombre.
Agustín acompañó a Bernie fuera de la estancia. El sol ya se había ocultado tras el horizonte, y un resplandor rojizo bañaba las barracas de madera que bordeaban el patio de tierra. No tardarían en encenderse los reflectores de la atalaya que se levantaba por encima de la alambrada de púas. Pegado al barracón del rancho había un poste enorme de más de metro ochenta del que colgaban unas cuerdas. Parecía un símbolo, pero no lo era: ataban a él a los hombres como castigo. Bernie deseó haber mencionado aquel detalle al psiquiatra.
Ya había llegado la hora de pasar lista; trescientos prisioneros empezaban a formar alrededor de la pequeña plataforma de madera que había en el centro. Agustín se detuvo y se echó el pesado fusil al hombro.
– Esta noche tengo que llevar a otros cinco al loquero -dijo-. Va a ser una noche muy larga.
Bernie lo miró con asombro. Los guardias tenían prohibido hablar con los prisioneros.
– El médico parecía enfadado -añadió Agustín.
Bernie lo miró, pero el guardia mantenía el enjuto rostro apartado.
– Ten cuidado -dijo Agustín en voz baja-. Ya vendrán tiempos mejores, Piper. Ahora no puedo decir más. Pero ten cuidado. Procura que no te castiguen, o te maten.
Bernie permanecía de pie junto a su amigo Vicente. El rostro chupado del abogado, enmarcado por una desgreñada mata de cabello gris y una enmarañada barba, ofrecía un aspecto ojeroso y cansado. Miró con una sonrisa a Bernie y después sufrió un acceso de tos mientras, desde lo más hondo de su pecho, se escuchaba una especie de gorgoteo líquido. Vicente sufría infecciones pulmonares desde el verano; parecía que se recuperaba, pero éstas lo volvían a atacar, cada vez con más saña. Algunos guardias le permitían encargarse de trabajos más ligeros a cambio de su ayuda en la tarea de rellenar impresos; sin embargo, aquella semana el sargento encargado de la cuadrilla de la cantera era Ramírez, un hombre brutal que había obligado a Vicente a pasarse todo el día cargando piedras. Parecía que a duras penas podía tenerse en pie.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó a Bernie en un susurro.
– Hay un psiquiatra que anda entrevistando a unos cuantos hombres de San Pedro. Me ha dicho que soy un psicópata antisocial.
Vicente sonrió con ironía.
– Eso demuestra lo que yo siempre he dicho, que eres un buen hombre, aunque seas bolchevique. Si alguien de aquí te dice que eres normal, ya puedes empezar a preocuparte. Te has perdido la cena.
– Resistiré -dijo Bernie.
Tendría que disfrutar de una buena noche de sueño para estar en condiciones de trabajar al día siguiente. El arroz que les daban a los prisioneros era espantoso, las barreduras de algún almacén de arroz valenciano mezcladas con polvo arenoso; pero, para poder trabajar, uno tenía que comer todo lo que pudiera.
Pensó en lo que Agustín le había dicho. No lo entendía. ¿Tiempos mejores? ¿Se habría producido algún cambio político en España? El comandante les había dicho que Franco se había reunido con Hitler y que España no tardaría en entrar en guerra; pero, en realidad, ellos no sabían nada de lo que ocurría fuera de allí.
Aranda salió de su barraca. Sostenía en la mano su fusta de montar y se golpeaba la pierna con ella. Aquella tarde estaba sonriendo y, al verlo, todos los prisioneros se tranquilizaron ligeramente. Subió a la plataforma y empezó a pronunciar nombres con su voz clara y enérgica.
La tarea de pasar lista duró media hora, en cuyo transcurso los hombres se mantuvieron en la rígida posición de firmes. Hacia el final, alguien de unas filas más allá se desplomó. Unos compañeros se inclinaron para ayudarlo.
– ¡Dejadlo! -gritó Aranda-. ¡Vista al frente!
Al final, el comandante levantó el brazo e hizo el saludo fascista.
– ¡Arriba España!
Los primeros días del cautiverio de Bernie en San Pedro muchos prisioneros se negaban a responder; pero, tras el fusilamiento de unos cuantos, optaron por obedecer y contestar con voz áspera y apagada. Bernie había revelado a sus compañeros una palabra inglesa que sonaba casi como «arriba», así que ahora muchos contestaban «Grieve -es decir, "pobre", "triste"- España».
Los prisioneros recibieron la orden de romper filas. El hombre que se había desplomado fue levantado del suelo por sus compañeros y conducido de nuevo a su barraca. Era uno de los polacos. Se movía levemente. Al otro lado de la alambrada de púas, una figura borrosa envuelta en largas y negras vestiduras contemplaba la escena.
– El padre Eduardo -musitó Vicente-. Viene por su presa.
Los prisioneros observaron cómo el joven sacerdote cruzaba la verja y se acercaba a la barraca del polaco mientras su larga sotana levantaba pequeños remolinos de polvo en el patio. El último rayo de sol brillaba en los cristales de sus gafas.
– Hijoputa -murmuró Vicente-. Viene a ver si puede aterrorizar a otro buen ateo, amenazándolo con las penas del infierno para que acepte recibir la extremaunción.
Vicente era un viejo republicano de izquierdas, miembro del partido de Azaña. Había ejercido la abogacía en Madrid, ofreciendo ayuda casi gratuita a los pobres de Madrid hasta su incorporación a la milicia en 1936. «Fue un gesto romántico -le había dicho a Bernie-. Era demasiado viejo. Pero hasta los españoles más racionalistas como yo son románticos en su fuero interno.»
Como todos los miembros del partido, Vicente sentía un odio visceral hacia la Iglesia. Era casi una obsesión para los republicanos de izquierdas; una distracción liberal burguesa, decían los comunistas. Vicente despreciaba a los comunistas y decía que habían destruido la República. Eulalio, jefe de los comunistas en la barraca de Bernie, no aprobaba la amistad entre Bernie y Vicente.
– En este campo sólo tus convicciones te ayudan a seguir adelante -le había advertido Eulalio a Bernie en cierta ocasión-. Si se te las comen, pierdes también la fuerza, te rindes y mueres.
Bernie se había encogido de hombros y le había dicho a Eulalio que acabaría convirtiendo a Vicente, pues en el abogado maduraban las semillas de una visión clasista. No sentía el menor respeto por Eulalio, y tampoco lo había votado cuando los veinte comunistas de la barraca lo habían elegido como jefe. Eulalio estaba obsesionado por el control y no soportaba la disidencia. Durante la guerra, la presencia de aquellas personas había sido necesaria, pero allí la situación era otra. Al término de la Guerra Civil, los partidos que integraban la República se odiaban los unos a los otros, pero en el campo los prisioneros tenían que colaborar para sobrevivir. Sin embargo, Eulalio procuraba mantener la identidad propia de los comunistas. Les decía que seguían siendo la vanguardia de la clase obrera y que algún día volverían a tener su oportunidad.
Un par de días atrás, Pablo, uno de los comunistas, le había susurrado al oído a Bernie:
– Procura no mantener demasiado trato con el abogado, compañero. Eulalio se lo está tomando muy a pecho.
– Que se vaya a tomar por culo. De todas maneras, ¿quién es él para impedírmelo?
– ¿Por qué arriesgarte, Bernardo? Es obvio que el abogado no tardará en morir.
Treinta prisioneros entraron arrastrando los pies en la desnuda barraca de madera y se tumbaron en los jergones que cubrían las tablas de madera de sus camas, cada uno de ellos envuelto en una manta marrón del ejército. Bernie había elegido la litera situada al lado de la de Vicente al morir su último ocupante. Lo había hecho, en parte, como desafío a Eulalio, el cual permanecía tumbado en su litera de la fila del otro lado, mirándolo fijamente.
Vicente volvió a toser. Se le congestionó la cara y se reclinó hacia atrás entre jadeos.
– Estoy muy mal. Mañana tendré que decir que estoy enfermo.
– No puedes. Ramírez está de servicio y sólo conseguirás que te den una paliza.
– No sé si podré trabajar un día más.
– Vamos, si aguantas hasta que vuelva Molina, él te encomendará una tarea más fácil.
– Lo intentaré.
Guardaron silencio un instante, después del cual Bernie se incorporó sobre un codo y habló en voz baja.
– Oye, antes el guardia Agustín me ha dicho algo muy raro.
– ¿Ese taciturno de Sevilla?
– Sí.
Bernie repitió las palabras del guardia. Vicente frunció el entrecejo.
– ¿Qué habrá querido decir?
– Vete tú a saber. ¿Y si los monárquicos hubieran derribado la Falange? Nosotros no nos habríamos enterado.
– No estaríamos mejor bajo los monárquicos. -Vicente reflexionó un momento-. ¿Ya vendrán tiempos mejores? ¿Para quién? A lo mejor, se refería sólo a ti y no a todo el campo.
– ¿Y por qué me iban a hacer un favor a mí?
– No lo sé. -Vicente volvió a tumbarse con un suspiro que inmediatamente se transformó en un acceso de tos. Se le veía muy enfermo y desdichado.
– Mira -dijo Bernie para distraerlo-, yo le planté cara al muy hijoputa del matasanos. Me dijo que era un degenerado porque no se me podía convertir al catolicismo. ¿Recuerdas la escena de las pasadas Navidades? La del muñeco.
Vicente emitió un sonido a medio camino entre una carcajada y un gruñido.
– ¿Cómo iba a olvidarla?
Había sido un día muy frío, con nieve acumulada en el suelo. Los prisioneros fueron obligados a salir al patio donde el padre Jaime, el mayor de los dos sacerdotes que prestaban servicio en el campo, permanecía de pie envuelto en una capa pluvial de color verde y amarillo. Con todas sus galas en medio de aquel desolado patio nevado, parecía un visitante de otro mundo. A su lado, el joven padre Eduardo, vestido con su sotana negra como de costumbre, parecía sentirse algo incómodo, con su rostro redondo enrojecido por el frío. El padre Jaime sostenía entre sus manos un muñeco infantil de madera envuelto en un pañolón. El muñeco llevaba un círculo plateado pintado alrededor de la frente que, por un instante, desconcertó a Bernie hasta que éste se dio cuenta de que pretendía simular una aureola.
Como siempre, el rostro del padre Jaime mostraba una expresión contrariada y arrogante; y su nariz aguileña, con los tiesos pelillos encima, aparecía arrugada, como si le molestara algo más que el olor a rancio que despedían los hombres. Aranda ordenó a los hombres formar en trémulas filas y después subió a la plataforma, golpeándose la pierna con la fusta.
– Hoy celebramos la Epifanía -anunció mientras su aliento formaba unas nubes grises en la gélida atmósfera-. Hoy adoramos al Niño Jesús que vino a la Tierra para salvarnos. Si le rendís homenaje, puede que el Señor se compadezca de vosotros e ilumine vuestras almas con su luz. Cada uno de vosotros besará la imagen de Cristo Jesús que el padre Jaime sostiene en sus manos. No os preocupéis si la persona que tenéis delante está enferma de tuberculosis, el Señor no permitirá que os contagiéis.
El padre Jaime frunció el entrecejo ante la falta de seriedad del tono del comandante. El padre Eduardo se miró los pies. Entonces el padre Jaime alzó el muñeco en gesto amenazador, como si fuera un arma.
Uno a uno, los hombres se aproximaron arrastrando los pies y lo besaron. Algunos no acercaron del todo los labios a la madera y el sacerdote los llamó severamente al orden.
– ¡Otra vez! ¡Besa como es debido al Niño Jesús!
Hubo un anarquista que se negó. Tomás, el constructor naval de Barcelona. Se situó delante del sacerdote, mirándolo a los ojos. Era un hombre corpulento, así que el padre Jaime reculó un poco hacia atrás.
– No pienso besar su símbolo de superstición -dijo-. ¡Le escupo!
Y así lo hizo, dejando un reguero de saliva blanca en la frente de madera de la imagen. El padre Jaime lloró como si el niño fuera de verdad. Uno de los guardias le soltó a Tomás un guantazo que lo derribó al suelo. El padre Eduardo hizo ademán de acercarse a él, pero la mirada severa del padre Jaime se lo impidió. El sacerdote de mayor edad limpió con un pañuelo blanco la frente del muñeco.
Aranda brincó de la plataforma y se dirigió a grandes zancadas al lugar donde el hombre permanecía tumbado en el suelo.
– ¡Has insultado a Nuestro Señor! -gritó-. ¡ La Virgen del Cielo llora porque has escupido a su hijo!
Las palabras eran de indignación, pero el tono seguía siendo de guasa. Aranda tomó la fusta y empezó a azotar metódicamente al anarquista Tomás, empezando por las piernas y terminando con un golpe en la cabeza que lo hizo sangrar. Ordenó a un par de guardias que se lo llevaran y después se volvió hacia el padre Jaime. El sacerdote se había echado hacia atrás, abrazando al muñeco contra su pecho como para protegerlo de la escena.
Aranda inclinó la cabeza.
– Disculpe el insulto, padre. Siga, se lo ruego. Vamos a conducir a estos hombres a la religión, aunque en ello nos vaya la vida, ¿verdad?
Aranda hizo una seña al siguiente hombre de la fila. Bernie se alegró de ver un poco de miedo y cólera en los ojos del padre Jaime mientras el prisionero se acercaba arrastrando los pies e inclinaba la cabeza hacia el muñeco. Nadie más opuso resistencia.
– Recuerdo cómo olía el muñeco -le dijo Bernie a Vicente-. A pintura y saliva.
– Esos escarabajos negros son todos iguales. El padre Jaime es un bruto, pero este Eduardo es más taimado. Ahora estará en la barraca del polaco enfermo, tratando de averiguar si está a punto de morir y si es lo bastante débil para dejarse convencer de que acepte la absolución.
Bernie lo negó con un movimiento de la cabeza.
– Eduardo no es tan taimado. ¿Recuerdas que intentó conseguir que asignaran un médico al campo? ¿Y las cruces para el cementerio?
Pensó en la ladera de la loma, fuera del campo, donde se enterraba a los que morían en sepulcros anónimos. Cuando llegó al campo en verano, el padre Eduardo pidió cruces para señalar la localización de las tumbas. El comandante lo había prohibido; quienes estaban en el campo habían sido condenados por los tribunales militares a varias décadas de prisión, pero en la práctica ya estaban muertos. Algún día, el campo se clausuraría, y tanto las barracas como la alambrada de púas se retirarían sin dejar en la desnuda colina azotada por el viento la menor huella de su existencia.
– ¿Qué importan las cruces? -replicó Vicente-. Más símbolos de superstición. La bondad del padre Eduardo es falsa, todo lo que hace tiene un fin. Los escarabajos negros son todos iguales, intentan obligarte a hacer lo que ellos quieren cuando te estás muriendo y te encuentras en tu momento de máxima debilidad.
Fuera ya había oscurecido. En la barraca, algunos jugaban a las cartas o se remendaban los uniformes raídos a la mortecina luz de unas velas de sebo. Bernie cerró los ojos y trató de dormir. Pensó en la paliza que le habían propinado a Tomás; el anarquista había muerto unos días después. Y él mismo había corrido peligro con el psiquiatra aquella tarde. Había tenido suerte de que, por lo visto, el hombre lo considerará un simple ejemplar. Una parte de Bernie deseaba protagonizar un gesto de rebeldía como el de Tomás, pero el resto de su ser quería vivir. Si lo mataban, ellos alcanzarían su definitiva e irrevocable victoria.
Al final, se quedó dormido. Tuvo un sueño muy extraño. Entraba en la barraca con todo un grupo de colegiales de Rookwood a cuyo frente se encontraba el señor Taylor. Los chicos examinaban los jergones de madera y después se situaban alrededor de la mesa hecha con viejas cajas de embalar que había colocada en el centro. Decían que, si aquel era su nuevo dormitorio, pues muy bien, a ellos les daba igual. «No sean tan conformistas -les replicaba Taylor en tono de reproche-. Este no es el estilo de Rookwood.»
Se despertó sobresaltado. La barraca estaba completamente a oscuras y él no podía ver nada. Tenía frío. Empujó la fina manta hacia abajo para cubrirse los pies. Era la primera noche auténticamente fría. Septiembre y octubre eran los meses más fáciles. El calor sofocante del verano se iba desvaneciendo cada semana en unos pocos pero bienvenidos grados y la temperatura, por la noche, era lo bastante agradable para que uno pudiera dormir a gusto. Sin embargo, ahora ya había llegado el invierno.
Permaneció despierto en la oscuridad, prestando atención a las toses y los murmullos de los demás hombres. Se oían unos crujidos cuando algunos se movían inquietos en sus jergones, quizá también a causa del frío. Pronto habría heladas cada mañana; por Navidad, la gente se empezaría a morir.
Oyó un susurro procedente de la litera de al lado.
– Bernardo, ¿estás despierto? -Vicente volvió a toser.
– Sí.
– Presta atención.
La voz sonaba apremiante. Bernie se volvió, pero no vio nada en medio de la espesa oscuridad.
– No creo que aguante todo el invierno -dijo Vicente.
– Pues claro que aguantarás.
– Si no aguantara, quiero que me prometas una cosa. Al final vendrán los escarabajos negros e intentarán darme la absolución. No se lo permitas. Puede que mi determinación se debilite, sé que a muchos les ocurre. Sería una traición a todo aquello por lo que he vivido. Por favor, impídeselo de la manera que sea.
Bernie sintió el escozor de las lágrimas en sus ojos.
– Muy bien -contestó en un susurro-. Si alguna vez se plantea esta situación, te prometo que lo haré.
Vicente alargó el brazo, encontró el de Bernie y lo apretó con su escuálida mano.
– Gracias -le dijo-. Eres un buen amigo. Tú me ayudarás a cumplir mi último desafío.
El uno de noviembre amaneció muy húmedo y frío en Madrid. El apartamento de Harry ofrecía un aspecto sombrío, a pesar de las acuarelas de paisajes ingleses que había pedido prestadas a la embajada para cubrir las paredes desnudas.
A veces pensaba en el comisario desaparecido. Se preguntó qué clase de comisario habría sido Bernie si hubiera vivido y su bando hubiera ganado la guerra. Su misión había consistido en alentar a Barbara a que le hablara de Sandy cuando ambos se reunían y, en tales ocasiones, apenas habían mencionado el nombre de Bernie; lo cual le producía una extraña sensación de vergüenza, como si lo hubieran tachado de sus vidas. «Bernie habría sido un comisario muy competente», pensó; poseía la dureza y la furia necesarias para ello, junto con una conciencia social profunda y compasiva. Sin embargo, no se lo imaginaba convertido en uno de aquellos individuos de quienes había oído hablar y que durante la Guerra Civil condenaban a los soldados a ser fusilados por protestar.
De pie junto a la ventana, se tomó una taza de té de la marca Liptons facilitado por la embajada. Había encendido el brasero y un agradable calor se difundía por toda la estancia desde el pequeño recipiente metálico situado bajo la mesa. La lluvia caía muy despacio desde los balcones de la acera de enfrente. Le había resultado muy desagradable hacer preguntas a Barbara acerca de Sandy y sonsacarle información, y en cambio le había alegrado descubrir que ésta no sabía aparentemente nada. Debía de ser porque él no era gran cosa como espía.
Aquella mañana había actuado como intérprete en una sesión celebrada en el Ministerio del Interior y después se había vuelto a reunir con Sandy en el Café Rocinante. Lo había telefoneado al día siguiente de su paseo con Barbara por la Casa de Campo. Le dijo que en la embajada no tenía mucho trabajo y le preguntó si le apetecería volver a quedar. Sandy había aceptado encantado.
Bajó por la calle para dirigirse al café. Miró atentamente alrededor como de costumbre, pero no se veía la menor señal de que Enrique hubiera sido sustituido por otro espía más eficiente.
Cuando llegó, Sandy ya estaba en el Rocinante, sentado a una mesa y con un pie apoyado en un bloque de madera mientras un desarrapado chiquillo de diez años le lustraba los zapatos. Sandy lo llamó agitando el brazo.
– ¡Estoy aquí! Perdona que no me levante.
Harry se sentó. El local estaba muy tranquilo aquella tarde; a lo mejor, la gente se había quedado en casa por la lluvia y la niebla.
– Qué tiempo más desagradable, ¿verdad? -dijo Sandy alegremente-. Es como si estuviéramos en casa.
– Perdona el retraso.
– No te preocupes. He llegado hace unos minutos. Me temo que ya está aquí el invierno.
El niño se sentó en cuclillas mientras Sandy inspeccionaba sus zapatos.
– Muy bien, niño -dijo Sandy, entregándole una moneda al chiquillo, que inmediatamente desvió sus grandes y tristes ojos hacia Harry.
– ¿Le limpio los zapatos, señor?
– No, gracias.
– Vamos, Harry, son sólo cinco céntimos.
Harry asintió con la cabeza y el niño colocó el bloque de madera bajo sus pies y empezó a sacar brillo a los zapatos negros que él mismo se había lustrado apenas una hora antes. Sandy llamó al camarero por señas, y ambos pidieron café. El niño terminó con los zapatos de Harry, éste le entregó una moneda y entonces el chiquillo pasó a otros clientes, preguntándoles con un triste y lastimero tono de voz:
– ¿ Limpiabotas?
– Pobre criatura -dijo Harry.
– La semana pasada intentó venderme unas postales guarras. Una cosa horrorosa, unas prostitutas maduras que se remangaban las bragas. Como no se ande con cuidado, los guardias civiles lo pillarán.
El camarero les sirvió los cafés. Sandy estudió a Harry con semblante pensativo.
– Dime una cosa -preguntó-, ¿qué te pareció Barbara cuando la viste?
– Bien. Fuimos a dar un paseo por la Casa de Campo.
Pero lo cierto era que no le había parecido bien en absoluto; había en ella un no sé qué de cerrado y reservado que jamás le había visto anteriormente, pero no tenía la menor intención de comentárselo a Sandy. Era una lealtad que podía permitirse el lujo de no traicionar.
– ¿No te pareció inquieta o preocupada?
– Pues la verdad es que no.
Sandy encendió un cigarro.
– Hay algo en ella desde hace unas semanas. Me dice que no es nada, pero yo no estoy tan seguro. -Sandy miró sonriendo a Harry-. En fin, puede que este trabajo de voluntaria la esté agotando demasiado. ¿Te ha hecho algún comentario al respecto?
– Sí. Y me pareció bueno.
– También tuvisteis un encuentro con la Falange en el restaurante.
Sandy arqueó las cejas.
Harry hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– Una pequeña muestra de grosería.
Sandy se rió.
– Hitler dijo una vez que el fascismo podía convertir un gusano en un dragón. Es lo que les ha ocurrido a unos cuantos gusanos de aquí. Bueno, hay que dejarles soltar su fuego y su humo. Aunque cansa un poco. -Sonrió con repentino afecto-. Resulta agradable ver de vez en cuando un apacible rostro inglés.
– Te debe de resultar extraño trabajar con esta gente. Trabajas sobre todo con el Ministerio de Minas, ¿verdad? Me lo comentabas el otro día.
Sandy asintió con la cabeza y se pasó una mano por el bigote.
– Exacto. Al final, todas aquellas excursiones a la caza de dinosaurios me fueron muy útiles, ¿sabes? Más útiles que el latín con que nos llenaban la cabeza. Sé algo de geología… conocí hace algún tiempo a un ingeniero de minas en el teatro y acabamos yendo directamente al grano.
– Ah, ¿sí? -«Éste es Otero», pensó Harry, procurando disimular su interés.
– La política económica de Franco se orienta a convertir España en un país lo más autosuficiente posible, para no tener que estar a merced de las potencias extranjeras. Conceptos típicamente fascistas. O sea que, si tú te dedicas a prospecciones mineras, las oportunidades son ilimitadas. Hasta te subvencionan los gastos si tú ofreces experiencia a cambio. -Sandy hizo una pausa, estudiando tan intensamente a Harry que, por un instante, éste temió que su amigo supiera algo-. ¿Recuerdas cuando la otra noche te dije que te podría hacer algunas sugerencias sobre negocios?
– Sí.
– Aquí se puede ganar mucho dinero si sabes dónde invertir.
Harry hizo un movimiento afirmativo con la cabeza para animarlo a seguir adelante.
– Yo he ahorrado una parte considerable de mi asignación a lo largo de los años. Algunas veces he pensado que me gustaría hacer algo con mi dinero, en lugar de guardarlo simplemente en el banco.
Sandy se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el brazo.
– Entonces soy tu hombre. Me encantaría ayudarte a ganar un poco de dinero. Especialmente, en el sector de la explotación minera, en agradecimiento por haberme acompañado a todas aquellas expediciones a la caza de fósiles. -Sandy bajó la cabeza-. No te aburrían, ¿verdad?
– No, al contrario. Me gustaban.
– A mí me siguen fascinando. Las cosas que hay ocultas en la tierra. -Sandy miró a Harry con expresión juiciosa-. Veré qué puedo hacer. Tendré que andarme con un poco de cuidado; los falangistas del ministerio hacen una excepción conmigo, pero no les gustan los británicos. -En sus labios se dibujó una sonrisa-. Ya se me ocurrirá algo. Me gustaría que vieras el éxito que he tenido. -Hizo una pausa y le dirigió a Harry una de sus perspicaces miradas de siempre-. Tú tenías ciertas dudas al respecto, ¿a que sí?
– Bueno…
– Lo leí en tu cara, Harry. Te preguntabas qué hacía yo con esta gente. Barbara se lo sigue preguntando, también lo he visto en su cara. Pero no hay que tener remilgos en los negocios.
– Lleva tiempo comprender… lo complicadas que pueden ser las cosas aquí.
Sandy le dirigió una mirada rápida e irónica.
– Vaya si lo son. ¿Fuiste a aquella fiesta en casa del general Maestre?
– Sí. Tengo que acompañar a su hija al Prado. -La tendría que llamar aquella noche; lo había estado aplazando.
– ¿Buena chica?
– Muy joven. Todos eran monárquicos en la fiesta. No les gustaba la Falange en absoluto.
– Ellos lo que quieren es una monarquía autoritaria en la que los aristócratas corten el bacalao como hace cincuenta años. Pero todo se volvería a derrumbar.
– Son proaliados.
– No los interpretes mal, Harry. Son más duros que una piedra. Todos combatieron al lado de Franco en la guerra; Juan March, el compinche de los monárquicos, financió la rebelión inicial.
– Últimamente oigo mucho este nombre.
– La Falange cree que está conspirando con los monárquicos y que mantiene vínculos con los Aliados. Dicen que está sobornando a los generales y que compra su apoyo a la idea de mantener España al margen de la guerra.
Y entonces Harry lo vio, fue como si se hubiera encendido una luz en su cerebro. Soborno. De eso habían estado hablando Hillgarth y Maestre aquel día. Los Caballeros de San Jorge eran una clave para designar a los soberanos, la moneda en cuyo reverso figuraba san Jorge matando al dragón. Les pagarían en soberanos. Respiró hondo.
– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Sandy.
– No. Es que… acabo de recordar una cosa. -Tomó un sorbo de café e hizo un esfuerzo por regresar al presente-. Por cierto -añadió, por decir algo-, ¿has tenido noticias de tu hermano últimamente?
– Llevo nueve años sin saber nada de él. Cuando me echaron de Rookwood, mi padre ya no me quiso ni ver. Dijo que pertenecía a la categoría de los perdidos, no comprendía que alguien pudiera hacer algo tan perverso como lo que yo hice. -Sandy soltó una sorda carcajada-. Colocar arañas en el despacho de un profesor. Dios mío, si supiera algunas de las cosas que han estado ocurriendo aquí. Sea como fuere, cuando me marché de casa, ya jamás volví a tener noticias de papá ni de Peter, el hijo perfecto. -En su voz se advertía un tono de amargura-. Estoy seguro de que Pete se está comportando como un heroico capellán militar en algún sitio.
Sandy encendió un cigarro.
– Perdona, no quería… / -No te preocupes. Mira, en cuanto al otro asunto, deja que hable con una o dos personas, a ver qué se puede hacer.
– Estaría muy bien. -Harry titubeó-. ¿Me podrías decir algo más al respecto?
Sandy sonrió, meneando la cabeza.
– Todavía no. Cuestión de confidencialidad. -Consultó su reloj-. Ya es hora de que me vaya. Tengo una reunión con mi Comité Judío.
– Barbara me comentó que estabas haciendo un trabajo con los refugiados.
– Sí, no dejan de cruzar los Pirineos. Intentan pasar a Portugal, por si Franco entra en guerra y los entrega de nuevo a Hitler. Algunos de ellos se encuentran en muy malas condiciones cuando llegan… procuramos asearlos y los ayudamos con los papeles. -Esbozó una sonrisita, como si se avergonzara de sus obras benéficas-. Me gusta ayudarlos; supongo que porque siempre me he sentido un poco como un judío errante. -Se incorporó-. Bueno, ahora sí que me tengo que ir. Invito yo. Pero tenemos que volver a vernos. Siempre suelo estar aquí a esta hora.
Harry inició el camino de regreso a casa. El ambiente seguía siendo frío y húmedo. La conversación entre Maestre y Hillgarth volvía incesantemente a su mente, junto con la seca orden de Hillgarth de que se olvidara de Juan March y de los Caballeros de San Jorge. ¿Sería posible que la embajada también estuviera implicada en una operación de soborno de ministros? Le parecía una posibilidad descabellada; y, por si fuera poco, peligrosa en caso de que Franco lo descubriera.
Meneó la cabeza; notaba una sensación de presión en el oído malo, otra vez aquel zumbido débil y molesto. A lo mejor, era cosa de la humedad. Volvió a recordar a la señorita Maxse diciéndole que no podían ganar aquella guerra jugando limpio. ¿Qué otra cosa había dicho acerca de las personas que se mezclaban con políticas extremistas? «A veces, es tanto cuestión de sentimiento como de política.» Sandy siempre había disfrutado asumiendo riesgos… ¿sería por eso por lo que había acabado allí? Pensó una vez más en el asunto de los judíos. Sandy tenía su lado bueno. Ayudaba a la gente siempre que podía, como cuando lo había instruido en el tema de los fósiles o como ahora, que parecía estar gobernando la vida de Barbara.
Tendría que regresar a la embajada para informar acerca de sus progresos. Les entusiasmaría la idea de que él pudiera participar en uno de los proyectos de Sandy. Cierto que podía tratarse de otra cosa que no tuviera nada que ver con el oro. Pero él seguía pensando en los Caballeros de San Jorge y preguntándose qué podría significar todo aquello. ¿Y si fracasaran, y si los falangistas consiguieran convencer a Franco y España entrara en guerra? Personas como Maestre podrían correr peligro; tal vez por eso éste deseaba sacar a su hija del país a la menor oportunidad.
Se dio cuenta de que había llegado casi sin querer hasta la Puerta de Toledo. Entonces se detuvo y se quedó un momento contemplando los carros y los destartalados automóviles que pasaban. Algunos de ellos parecían llevar veinte años circulando, y quizás así fuera. Pasó un gasógeno traqueteando. No había tenido noticias de Sofía sobre la conveniencia de buscar a un médico para Enrique, y ya había transcurrido más de una semana. ¿Y si Enrique enfermara de rabia? Harry había oído decir que los chinos sustentan una creencia según la cual, si alguien salva la vida de una persona, quedaba unido a ella para siempre; pero él sabía que era Sofía la que lo inducía a pensar en aquella familia. Titubeó, después cruzó la calle y bajó hacia el barrio de Carabanchel.
La calle de Sofía, como todas las demás de aquella zona, permanecía desierta y en silencio. Empezaba a caer la noche cuando se detuvo ante la casa de vecindad. Dos niños que empujaban una vieja carretilla arriba y abajo cual si fuera un aro se detuvieron a mirarlo. Iban descalzos y tenían los pies enrojecidos por el frío. Harry se avergonzó de su grueso abrigo y de su sombrero de ala ancha.
Franqueó el oscuro portal, dudó un momento y después subió los húmedos peldaños y llamó a la puerta. Mientras lo hacía, se abrió la puerta del otro piso del rellano y apareció una anciana. Tenía un rostro redondo y arrugado y unos ojos fríos y penetrantes. Harry se quitó el sombrero.
– Buenas tardes.
– Buenas tardes -contestó recelosamente la mujer, justo en el momento en que Sofía abría la puerta de su apartamento.
Lo miró asombrada con sus grandes ojos castaños abiertos de par en par.
– Ah, señor Brett.
Harry volvió a quitarse el sombrero.
– Buenas tardes. Perdone que la moleste, sólo quería saber cómo estaba Enrique.
Sofía miró hacia la vecina que seguía estudiando a Harry con descaro.
– Buenas tardes, señora Ávila -le dijo en tono perentorio.
– Buenas -musitó la anciana.
Cerró la puerta de su apartamento y bajó presurosa los peldaños.
Sofía se la quedó mirando momentáneamente y, después, se volvió hacia Harry.
– Pase, señor, por favor -le dijo con la cara muy seria y sin la menor sonrisa en los labios.
Harry la siguió al húmedo y frío salón. La anciana de la cama utilizaba la mano sana para jugar a las damas con el niño. Al ver a Harry, éste se echó hacia atrás y le empezaron a temblar los hombros. La anciana lo rodeó con el brazo sano.
– Buenas tardes -le dijo Harry-. ¿Cómo está?
– Bastante bien, señor, muchas gracias.
Enrique estaba sentado junto a la mesa con la pierna vendada apoyada en un almohadón. Su rostro alargado y chupado mostraba un aspecto febril. Al ver a Harry, se le iluminó el rostro.
– Cuánto me alegro de verlo, señor.
Se inclinó hacia delante y le estrechó la mano.
– ¿Cómo va la pierna?
– Bastante mal, todavía. Sofía me la limpia, pero parece que no mejora.
Su hermana lo miró avergonzada. -Necesita tiempo -dijo.
Sobre la mesa descansaban unos dibujos infantiles. Harry les echó un vistazo y abrió los ojos asombrado. Dos guardias civiles con sus uniformes verdes y sus correas amarillas exactamente del mismo color que los de verdad fusilaban a una mujer de cuyo cuerpo brotaban pequeños chorros de color rojo. Al lado, se podía ver el dibujo de otro guardia civil ahorcado en una farola y a un chiquillo tirando de la cuerda para levantarlo en el aire. Pero el dibujo estaba tachado con unos gruesos trazos negros.
– Los ha hecho Paco -explicó Sofía dulcemente-. Hace estos dibujos, pero después los tacha y se pone muy triste. Sólo mamá lo puede calmar. De tanto ruido como metió esta mañana, pensé que iba a venir la señora Ávila.
Harry miró al niño. No se le ocurría nada que decirle.
– Señor Brett -dijo Sofía con cierto titubeo-. ¿Podría hablar con usted en la cocina?
– Pues claro.
Harry la siguió a una estancia de suelo de hormigón cuyas paredes estaban forradas de armarios baratos. Empezaba a oscurecer; Sofía accionó el interruptor y se encendió una bombilla de pocos vatios que iluminó la estancia con un débil resplandor amarillento. Todo estaba muy limpio, aunque los platos se amontonaban en el fregadero. Sofía siguió la dirección de su mirada.
– Ahora tengo que guisar y limpiar para todos.
– No… yo no quería…
– Siéntese, por favor.
Le indicó a Harry una silla junto a la mesa de la cocina y ella se sentó frente a él con las manos cruzadas delante. Después lo miró con expresión pensativa.
– No esperaba que regresara -le dijo.
Harry la miró sonriendo.
– No he recibido la factura del médico.
– Esperaba que la pierna de Enrique se curara sola. -La joven lanzó un suspiro-. Pero la infección no cede. Creo que sí, que necesita un médico.
– Mi ofrecimiento sigue en pie.
Ella frunció el entrecejo.
– Disculpe, señor, pero ¿por qué tiene usted que ayudarnos? ¿Después de que Enrique lo espiara?
– Me sentí obligado de alguna manera. Por favor, no son más que los honorarios de un médico; en eso la puedo ayudar. Me lo puedo permitir.
– Como la vieja del piso de al lado se entere de que recibo dinero de diplomáticos extranjeros, ya sé yo lo que va a pensar.
Harry se ruborizó. ¿Eso era lo que Sofía pensaba también?
– Disculpe, no quería ponerla en un apuro. -Harry se dispuso a levantarse-. Sólo quería ayudarla.
– No, ya lo veo. Quédese, por favor. -El tono de Sofía era de disculpa. Se sentó y encendió un cigarrillo-. Pero es una sorpresa que un extranjero nos ofrezca ayuda, después de lo que hizo Enrique. -Se mordió el labio-. Creo que mi hermano necesita un poco de esa nueva penicilina.
– Pues entonces, deje que la ayude. Veo que la situación es… difícil.
Sofía sonrió, y después se le iluminó el rostro.
– Muy bien. Muchas gracias.
– Vaya en busca de un médico, compre las medicinas que su hermano necesita y después envíeme la factura de los gastos.
Ella lo miró avergonzada.
– Perdone, señor Brett, usted ha salvado la vida de mi hermano y yo ni siquiera le he dado las gracias como es debido.
– No se preocupe.
– Hoy en día, todo el mundo sospecha de todo el mundo. -Sofía se levantó-. ¿Le apetece un café? No es muy bueno, no será como ése al que usted está acostumbrado.
– Sí, gracias.
Llenó una tetera negra de gran tamaño en el fregadero.
– Esta bruja que ha visto usted en el rellano, ahora que Enrique está enfermo, quiere que entreguemos a Paquito al orfelinato de la iglesia. Pero no lo haremos, no son buenos sitios.
– Ah, ¿no?
Estaba a punto de decirle que conocía a alguien que iba a trabajar como voluntaria en uno de ellos, pero decidió no hacerlo. Sofía le ofreció una taza de café. Harry la miró. ¿De dónde sacaba tanta serenidad y tanta energía? Su cabello negro azabache adquiría reflejos castaños cuando le tocaba la luz.
– ¿Lleva mucho tiempo trabajando en la embajada? -preguntó Sofía.
– En realidad, sólo unas cuantas semanas. Dejé el ejército por invalidez.
– ¿O sea que usted combatió? -preguntó otra vez, con un nuevo tono de respeto en la voz.
– Sí. En Francia.
– ¿Y qué le pasó?
– Sufrí una lesión en el oído cuando estalló una granada. Ya estoy mejor. -Sin embargo, la presión en la cabeza aún no había desaparecido.
– Tuvo suerte.
– Sí. Supongo que sí. -Harry titubeó-. También sufrí neurosis de guerra. Ahora ya no.
Ella preguntó tras dudar un poco:
– O sea que usted ha luchado contra los fascistas.
– Sí. Sí, en efecto. -La miró-. Y lo volvería a hacer.
– Sin embargo, muchos admiran al Generalísimo. Durante la Guerra Civil conocí a un voluntario, un chico inglés. Me dijo que muchos ingleses piensan que Franco es un digno caballero español.
– Pues yo no, señorita.
– Era de Leeds, ese chico. ¿Conoce usted Leeds?
– No, yo soy del norte.
– Mi padre lo conoció en las batallas de la Casa de Campo. Los dos murieron allí.
– Lo siento. -Harry se preguntó si habría sido su amante.
– Ahora tenemos que sacar todo el provecho que podamos de la situación.
Sofía sacó un pitillo y lo encendió.
– ¿No hay ninguna posibilidad de que usted reanude sus estudios de medicina?
Ella denegó con la cabeza.
– ¿Teniendo que atender a mamá y a Paquito? ¿Y también a Enrique?
– Con un tratamiento, quizá pueda volver a trabajar.
– Sí, pero esta vez en otra cosa. -Arrojó con rabia la ceniza del cigarrillo a un platito de postre-. Le dije que no debería haber aceptado este trabajo. -Volvió a mirar a Harry con perspicacia-. ¿Cómo puede ser que hable usted tan bien el español?
– Soy profesor, lector, en Inglaterra; al menos, lo era antes de que estallara la guerra. Nuestra guerra -añadió-. Visité España en 1931, ya se lo dije; supongo que fue entonces cuando nació mi interés.
Ella sonrió con tristeza.
– Nuestro tiempo de esperanza.
– El amigo con quien yo vine aquí en 1931 regresó para combatir en la Guerra Civil. Resultó muerto en el Jarama.
– ¿Usted también era partidario de la República?
– Bernie, sí. Era un idealista. Yo era neutral.
– ¿Y ahora?
Harry no contestó. Sofía sonrió.
– En cierto sentido, me recuerda usted al chico de Leeds; su cara reflejaba el mismo desconcierto. -Sofía se levantó-. Y ahora voy a buscar a un médico. Ahora mismo.
Harry la acompañó de nuevo al salón.
– Enrique, he estado hablando con el señor Brett -le dijo Sofía a su hermano-, voy a buscar a un médico. Ahora mismo. Enrique lanzó un suspiro de alivio.
– Gracias a Dios. Mi pierna no es muy agradable de ver. Gracias, señor. Mi hermana es una pesada.
La anciana trató de incorporarse.
– Es usted muy amable con nosotros.
– De nada -contestó tímidamente Harry.
El niño lo miró con expresión atemorizada. Harry volvió a mirar alrededor, respirando el olor a moho de la atmósfera mientras contemplaba las manchas de humedad bajo la ventana. Se avergonzó de su riqueza y de la seguridad de que él disfrutaba.
– La señora Ávila volvía a fisgonear cuando llegó el señor Brett -le dijo Sofía a su madre.
– Esa beata -musitó la anciana, arrastrando las palabras-. Cree que, si les cuenta suficientes detalles a los curas, Dios la convertirá en una santa.
Sofía se ruborizó.
– ¿Le importaría salir usted primero, señor Brett? Si nos ven salir juntos, correrán rumores.
– Claro -dijo Harry algo azorado.
Enrique se incorporó.
– Gracias una vez más, señor.
Harry se despidió de todos y regresó muy despacio a la parada del autobús de la Puerta de Toledo. Miró al suelo para evitar los baches y los desagües sin tapa que arrojaban un nauseabundo olor a la calle. Si uno no iba atento, se podía romper una pierna.
Le entristeció pensar que ahora quizá sólo recibiría la cuenta de los honorarios de un médico y ya no habría nada más. Ellos no esperarían que regresara. Pero, en cierto modo, él ya había decidido volver a ver a Sofía.
El lunes siguiente fue un día de mucho ajetreo en la embajada. Harry había acordado reunirse con Milagros Maestre en el Prado a las cuatro, pero tuvo que traducir al español un comunicado de prensa de la embajada acerca de las victorias británicas en el norte de África y llegó con un cuarto de hora de retraso.
La había llamado el fin de semana. No le apetecía, pero no tenía más remedio que hacerlo; habría sido una grosería. Tolhurst le había dicho que Maestre se ofendería y ellos no podían permitírselo. Milagros parecía encantada, así que aceptó la invitación de inmediato.
Harry ya había visitado el Prado anteriormente, una tarde de 1931 con Bernie. Entonces el museo le había parecido un hervidero de actividad; en cambio, ahora, el enorme edificio estaba muy tranquilo. Compró la entrada y cruzó el vestíbulo principal. Apenas había visitantes, menos que los vigilantes que paseaban lentamente por las salas haciendo tintinear las llaves que llevaban al cinturón mientras el eco de sus pisadas resonaba con un rumor sordo. Había muy poca luz, y aquella triste tarde de invierno el edificio producía una impresión de sombrío abandono.
Casi bajó corriendo los peldaños del café donde acababa de reunirse con Milagros. Ella estaba sola, sentada al fondo del café. Harry se sorprendió al ver a un hombre sentado frente a ella. El hombre se volvió y Harry reconoció en él al acompañante de Maestre en el baile, el teniente Gómez. En su rostro severo y cuadrado se observaba una mueca de contrariedad. Milagros sonrió con alivio.
– Ah, señor Brett -dijo Gómez en tono de reproche-. Ya empezábamos a temer que no viniera.
– Les pido disculpas, me han entretenido en la embajada. -Harry se volvió para mirar a Milagros-. Le ruego que me perdone.
– No se preocupe -dijo ella-. Por favor, Alfonso, no es nada.
Lucía un costoso abrigo de pieles y se acababa de ondular el cabello castaño con una permanente. Pese a que iba vestida como una mujer de más edad, Harry reparó una vez más en la apariencia infantil de su rostro mofletudo.
Gómez soltó un gruñido, apagó el cigarrillo y se levantó.
– Les dejo. Milagros, la veré en la entrada a las cinco y media. Buenas tardes, señor Brett.
Su mirada era muy fría cuando le estrechó la mano. Harry recordó el cesto de rosas con aquellas cabezas de marroquíes en el centro que, según decían, Maestre había regalado a las monjas. Se preguntó si Gómez habría estado presente.
Se sentó frente a Milagros.
– Me temo que lo he ofendido.
Milagros denegó con la cabeza.
– Don Alfonso me protege demasiado. Me lleva a todas partes, es mi dama de compañía, mi carabina. ¿Las chicas de Inglaterra todavía tienen carabinas?
– No: Más bien no.
Milagros sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo. Unos cigarrillos de calidad, Lucky Strike, no los ponzoñosos pitillos que fumaba Sofía. No sabía por qué, pero se había pasado todo el fin de semana pensando en Sofía.
– ¿Usted fuma, señor Brett?
Harry sonrió.
– No, gracias. Y llámeme Harry, por favor.
Milagros exhaló una larga columna de humo.
– Ah, así está mejor. No les gusta que fume, consideran que soy demasiado joven -explicó, ruborizándose-. Piensan que no es apropiado para una chica seria.
– Todas las mujeres que yo conozco fuman.
– ¿Le apetece un café?
– Ahora no, gracias. Quizá cuando hayamos visto los cuadros, ¿le parece?
– Me parece muy bien. Pues entonces, me termino el pitillo. -Milagros esbozó una sonrisa nerviosa-. Me encanta que me vean fumar en público. -Exhaló una nube de humo azulada, apartando el rostro para no arrojársela a Harry a la cara.
A Harry no le importaba visitar galerías de arte, siempre y cuando no tuviera que permanecer en ellas mucho rato; pero la verdad era que tampoco le entusiasmaban. La impresión de cavernoso vacío del Prado se fue intensificando progresivamente a medida que recorrían las salas en las que sólo se escuchaba el eco de sus pisadas. Casi todas ellas estaban vacías. Unos espacios en blanco en las zonas de las paredes antaño ocupadas por cuadros robados o desaparecidos durante la Guerra Civil. En los rincones, unos guardias uniformados de negro permanecían sentados en sillas, leyendo el Arriba.
Milagros era todavía más ignorante en arte que Harry. Se detenían delante de algún cuadro, él o ella hacían algún comentario grandilocuente y seguían adelante.
En la sala de Goya, el horror oscuro de las Pinturas Negras pareció poner muy nerviosa a Milagros.
– Pinta cosas muy crueles -dijo la muchacha en voz baja mientras contemplaba el Aquelarre.
– Había visto muchas cosas de la guerra. Bueno, creo que ahora ya lo hemos visto casi todo… ¿le apetece un café?
Ella le sonrió con gratitud.
– Oh, sí. Gracias.
Las salas estaban muy frías; en cambio, en la cafetería hacía demasiado calor. Cuando él llevó de la barra a la mesa dos tazas de pésimo café, Milagros ya se había quitado el abrigo y en torno a ella se percibía el intenso aroma almizcleño de un perfume muy caro. Se lo había aplicado en exceso. Harry se compadeció repentinamente de ella.
– Me gustaría ver las galerías de arte de Londres -dijo la joven-. Me gustaría ver todo lo que hay en Londres. Mi madre dice que es una gran ciudad.
– ¿La conoce?
– No, pero lo sabe todo de ella. A mis padres les encanta Inglaterra.
A los españoles no les gustaba que sus hijas salieran con extranjeros. Harry lo sabía; pero, en aquellos momentos, un lugar como Inglaterra debía de ser un destino muy apetecible a los ojos de alguien como Maestre. Contempló el rostro serio y mofletudo de la muchacha.
– Todos los países parecen mejores desde lejos.
– Quizá. -Milagros parecía abatida-. Pero tiene que ser mejor que España; aquí todo es tan sucio y miserable, tan inculto.
Harry pensó en Sofía y en su familia mutilada, que vivían en aquel pobre apartamento.
– Su padre tiene una casa muy bonita.
– Pero todo es muy inseguro. Tuvimos que huir de Madrid durante la guerra, ¿sabe? Ahora tenemos esta nueva guerra que se cierne sobre nosotros. ¿Y si lo volvemos a perder todo? -La muchacha pareció entristecerse momentáneamente, pero después volvió a sonreír-. Hábleme más de Inglaterra. He oído decir que la campiña es preciosa.
– Sí, todo es muy verde.
– ¿Hasta en verano?
– Especialmente en verano. Hierba verde y árboles gigantescos.
– Antes Madrid estaba lleno de árboles. Cuando volvimos, los rojos los habían cortado todos para hacer leña. -Milagros lanzó un suspiro-. Yo me sentía más a gusto en Burgos.
– Ahora la situación también es bastante insegura en Inglaterra. -Harry la miró sonriendo-. Recuerdo que en el colegio no había nada más bonito que un largo partido de criquet en una tarde estival.
Evocó las verdes canchas de juego, a los chicos con sus uniformes blancos de criquet y el sonido del bate y la pelota. Era un sueño tan lejano como el mundo de la fotografía en la que sus padres habían quedado atrapados.
– He oído hablar del criquet. -Milagros soltó una carcajada nerviosa que le otorgó, más que nunca, el aspecto de regordeta colegiala-. Aunque no sé cómo se juega. -Bajó la mirada-. Perdone, esta tarde… es que tampoco sé nada de pintura.
– Como yo, la verdad -contestó Harry, un poco avergonzado.
– Tenía que pensar en algún sitio adonde ir. Pero, si usted quiere, otro día podemos ir al campo; lo podría acompañar a ver la sierra de Guadarrama en invierno. Alfonso nos llevaría en coche.
– Sí, sí, tal vez.
Milagros se había vuelto a ruborizar; no cabía ninguna duda, se estaba enamorando de él. «Vaya por Dios», pensó Harry. Consultó el reloj de la pared.
– Ya es hora de marcharnos -dijo-. Alfonso estará esperando. No conviene que lo hagamos enfadar.
La boca de Milagros tembló levemente.
– No.
El viejo soldado esperaba en la escalinata del Prado, vuelto de cara al Ritz del otro lado de la calle, con un cigarrillo en los labios. Empezaba a oscurecer! Se volvió y, esta vez, miró con una sonrisa a Harry.
– Ah, justo a tiempo. ¿Lo ha pasado bien, Milagros?
– Sí, Alfonso.
– Tiene que comentarle a su madre los cuadros que ha visto. El automóvil está a la vuelta de la esquina. -El militar le dio a Harry un apretón de manos-. Puede que volvamos a vernos, señor Brett.
– Sí, teniente Gómez.
Harry estrechó la mano de Milagros. La chica lo miró expectante, pero él no le dijo nada acerca de la posibilidad de volver a verse. El rostro de Milagros reflejó decepción y Harry se sintió culpable; pero no tenía la menor intención de engañarla. Se los quedó mirando mientras ambos se alejaban. ¿Por qué se habría encaprichado aquella chica de él? No tenían nada en común.
– Vaya por Dios -añadió en voz alta.
Harry había quedado con Tolhurst para tomar unas copas en el Café Gijón. Pasó por delante del edificio cerrado de las Cortes y, después, del ministerio donde había conocido a Maestre y cuya calle patrullaban unos guardias armados con metralletas. Se subió el cuello del abrigo. El tiempo había vuelto a refrescar; después del sofocante calor del verano y de un otoño fallido, parecía que el invierno se acercaba.
La Gran Vía se había rebautizado con el nombre de «Avenida de José Antonio Primo de Rivera», en memoria del fundador de la Falange; pero era exactamente como Harry la recordaba en 1937: una larga arteria comercial. Las tiendas ya volvían a abrir después de la pausa de la siesta, y la luz amarillenta se derramaba sobre la acera. Incluso allí los escaparates estaban muy mal surtidos. Había oído hablar del Gijón, pero jamás había estado en él. Al entrar en el local adornado con espejos, vio a varias personas repartidas por las mesas. Había individuos con pinta de artistas con barba y bigotes extravagantes, pero no cabía duda de que todos debían de ser partidarios del régimen como lo era Dalí.
– El fascismo es el sueño convertido en realidad -decía un joven, entusiasmado, a su compañero-, lo surrealista hecho realidad.
«Y que lo digas», pensó Harry.
Tolhurst estaba sentado a una mesa, con su corpachón comprimido contra la pared. Harry lo saludó con la mano, después se acercó a la barra para pedir un brandy y se reunió con él.
– ¿Qué tal ha ido la cita? -le preguntó Tolhurst.
Harry tomó un sorbo de brandy.
– Esto está mejor. Bastante mal, en realidad. La chica es muy simpática pero es… cómo diría yo… sólo una niña. Llevaba carabina. El ex ordenanza o lo que sea de Maestre.
– Aquí tienen unas ideas muy anticuadas sobre las mujeres. -Tolhurst lo miró fijamente-. Procura no perderla de vista; es un nexo con Maestre.
– Quiere que vayamos a dar una vuelta por la sierra de Guadarrama.
– Ah -Tolhurst lo miró sonriendo-. Tú y ella solos, ¿eh?
– Con Gómez como chófer.
– Ah, bueno. -Tolhurst se chupó los carrillos mofletudos-. Santo cielo, a veces pienso que ojalá pudiera volver a casa. La echo de menos.
– ¿Echas de menos a tu familia?
Tolhurst encendió un cigarrillo y contempló cómo el humo se elevaba hacia el techo en espiral.
– No exactamente. Mi padre está en el ejército y llevo siglos sin verlo. -Suspiró-. Yo siempre quise vivir en Londres y disfrutar de la refinada existencia de allí. Jamás lo conseguí… primero el colegio y, después, el servicio diplomático. -Volvió a suspirar-. Probablemente ahora ya es demasiado tarde. Con los bombardeos y las ciudades a oscuras, toda esta clase de vida tiene que haber desaparecido. -Meneó la cabeza-. ¿Has echado un vistazo a los periódicos? Siguen comentando lo mucho que congenió Franco con Hitler en Hendaya. Y Sam está en plan muy conciliador; le ha dicho a Franco que Gran Bretaña estaría encantada de que España les arrebatara Marruecos y Argelia a los franceses.
– ¿Qué? ¿Como colonias españolas?
– Pues sí. Está alentando los sueños imperiales de Franco. Supongo que comprende su manera de pensar. Francia está acabada como potencia.
Tolhurst comentaba lo que «Sam» hacía como si fuera el confidente del embajador, era típico de él; aunque Harry sabía que probablemente se limitaba a repetir los chismes que circulaban por la embajada.
– Contamos con el bloqueo -dijo Harry-. Podríamos privarlos de sus suministros de alimentos y petróleo como quien cierra el grifo. Quizá ya va siendo hora de que lo hagamos. Para advertirlos sobre sus coqueteos con Hitler.
– No es tan sencillo. Si los dejamos sin nada que perder, puede que se unan a los alemanes y tomen Gibraltar.
Harry bebió otro trago de brandy.
– ¿Recuerdas la noche del Ritz? Le oí decir a Hoare que aquí no puede haber el menor apoyo británico para operaciones especiales. Tengo presente un discurso que pronunció Churchill poco antes de que yo me fuera. La supervivencia de Gran Bretaña enciende destellos de esperanza en la Europa ocupada. Podríamos ayudar a la gente de aquí en lugar de dar coba a sus dirigentes.
– Calma -dijo Tolhurst, soltando una carcajada nerviosa-. El brandy se te está subiendo a la cabeza. Si Franco cayera, los rojos volverían. Y serían peores que antes.
– ¿Y qué piensa el capitán Hillgarth? Aquella noche en el Ritz me pareció que estaba de acuerdo con sir Sam.
Tolhurst se removió muy inquieto en su asiento.
– Pues mira, Harry, si quieres que te diga la verdad, le molestaría bastante saber que alguien oyó sus comentarios.
– No lo hice a propósito.
– Aun así, yo de eso no sé nada -añadió Tolhurst en tono cansado-. Yo sólo soy el burro de carga. Arreglo las cosas, recibo información de las fuentes y controlo sus gastos.
– Dime una cosa -le preguntó Harry-, ¿tú has oído hablar alguna vez de los «Caballeros de San Jorge»?
Tolhurst entornó los ojos.
– ¿Dónde has oído eso? -preguntó en tono precavido.
– Maestre utilizó esa expresión el primer día que fui con Hillgarth para hacer de intérprete. Se refiere a los soberanos, ¿verdad, Tolly? -Tolhurst no contestó, se limitó a fruncir los labios. Harry siguió adelante, sin preocuparse por los protocolos que pudiera estar infringiendo-. Hillgarth también habló de Juan March. ¿Estamos implicados en una operación de soborno a los monárquicos? ¿Es éste el caballo por el que estamos apostando para mantener a España fuera de la guerra? ¿Por eso Hoare no quiere mantener ningún tipo de trato con la oposición?
– Mira, Harry, no conviene que seamos demasiado fisgones. -La voz de Tolhurst sonaba tranquila como al principio-. No nos corresponde a nosotros pensar en… bueno… los planes de acción. Y, por el amor de Dios, a ver si bajas un poco la voz.
– Entonces estoy en lo cierto, ¿verdad? Te lo leo en la cara. -Harry se inclinó hacia delante y murmuró en tono decidido-. ¿Y si todo fracasa y se viene abajo, y Franco se entera? Entonces nos hundiríamos en la miseria y lo mismo les ocurriría a Maestre y sus compinches.
– El capitán ya sabe lo que hace.
– ¿Y si la cosa da resultado? Estaremos atados a estos cabrones para siempre. Gobernarán España por siempre jamás.
Tolhurst respiró hondo. Estaba furioso y tenía la cara arrebolada por la emoción.
– Por Dios, Harry, ¿cuánto tiempo llevas dándole vueltas a todo eso?
– El otro día adiviné qué podían ser los Caballeros de San Jorge. -Se reclinó contra el respaldo de su asiento-. No te preocupes, Tolly, no diré nada.
– Más te vale no hacerlo, si no quieres ser acusado de alta traición. Es lo que pasa cuando se contratan los servicios de gente perteneciente al mundo académico -dijo Tolhurst-. Sois demasiado entrometidos. -Soltó una carcajada para intentar recuperar el tono amistoso-. No te lo puedo decir todo -añadió-. Eso lo tienes que comprender. Pero Sam y el capitán ya saben lo que hacen. Tendré que decirle al capitán que has descubierto todo esto. ¿Seguro que no se lo has dicho a nadie más?
– Te lo juro, Tolly.
– Entonces, toma otro trago y olvídate de todo.
– De acuerdo -dijo Harry, pensando que ojalá hubiera resistido el impulso de hacerle la pregunta a Tolhurst.
Tolhurst se levantó con cierta dificultad e hizo una mueca cuando la esquina de la mesa se le clavó en el vientre. Harry fijó la vista en el vaso. Experimentó un momento de pánico. Sus creencias acerca del mundo y del lugar que ocupaba en él se volvían a mover como arena bajo sus pies.
El dinero llegó el 5 de noviembre, la víspera del día en que Barbara tenía concertada su nueva cita con Luis. Ya desesperaba de recibirlo y se había preparado para suplicarle a Luis que esperara. A medida que su preocupación iba en aumento, Barbara comprendió que estaba cada vez más nerviosa y retraída. Sandy empezaba a preguntarse con toda claridad qué le ocurría. Aquella mañana se había hecho la dormida mientras él se vestía; porque estaba despierta, mirando la almohada mientras recordaba que era el día de Guy Fawkes, en que Gran Bretaña conmemoraba la detención de Guy Fawkes el año 1605 por su intento de hacer saltar por los aires las Cámaras del Parlamento. Aquel año no habría fuegos artificiales en Inglaterra; ya tenían suficiente con las explosiones reales de todas las noches. La BBC informaba de que no se habían registrado más incursiones en la región de los Midlands; en cambio, Londres seguía siendo bombardeada casi cada noche. Los periódicos de Madrid señalaban que buena parte de la ciudad había quedado reducida a escombros, pero ella se decía a sí misma que todo era propaganda.
Cuando Sandy se fue, Barbara bajó a buscar las cartas. Vio un sobre mecanografiado encima del felpudo con la cabeza del rey de Inglaterra en el sello, en lugar de la de Franco y su fría mirada. Lo rasgó para abrirlo. En frío tono oficial, el banco le comunicaba que había transferido sus ahorros a la cuenta que ella había abierto en Madrid. Más de 5.000 pesetas. Comprendió el tono de reproche que emanaba de la misiva por el hecho de haber sacado el dinero al extranjero en tiempo de guerra.
Regresó a la habitación y dejó la carta en su escritorio. Ahora guardaba en él dos guías de Cuenca que había estudiado cuidadosamente. Cerró el escritorio.
Se vistió a toda prisa; tenía que estar en el orfelinato a las nueve. Era su segunda mañana de trabajo allí. La víspera se había presentado con la ropa de costumbre, pero sor Inmaculada le había dicho que era una lástima que ensuciara un buen vestido. A Barbara le pareció un alivio volver a ponerse una falda vieja y un jersey holgado. Consultó su reloj. Ya era hora de irse.
Barbara había acordado acudir al orfelinato dos veces por semana, pero ya no estaba muy segura de poder seguir. Había trabajado como enfermera anteriormente, aunque jamás en condiciones como aquéllas.
Recordó con añoranza los pasillos impecablemente fregados del Hospital Municipal de Birmingham mientras se acercaba al orfelinato. Pasó un gasógeno, y el humo maloliente que se escapaba de la pequeña chimenea la hizo toser. Llamó a la puerta y le abrió una monja.
El edificio del siglo XIX era un antiguo monasterio construido alrededor de un patio central con un claustro de columnas. Los muros del claustro estaban cubiertos de carteles anticomunistas. Un ogro fiero con una gorra de la estrella roja se cernía sobre una joven madre y sus hijos; la hoz y el martillo en un montaje con una calavera y la leyenda: «Esto es el comunismo.» La víspera le había preguntado a sor Inmaculada si no temía que los carteles asustaran a los niños. La alta monja había denegado tristemente con la cabeza.
– Casi todos los niños proceden de familias rojas. Hay que recordarles que vivían a la sombra del demonio. Si no, ¿de qué otra manera se podrían salvar sus almas cándidas?
Cuando llegó Barbara, sor Inmaculada, que llevaba una palmeta metida entre el hábito y el cinturón, estaba terminando de pasar lista con una voz clara y bien timbrada que resonaba por todo el patio. Cincuenta niños y niñas de entre seis y doce años permanecían de pie en fila sobre el suelo de hormigón. La monja bajó la tablilla.
– ¡Ya os podéis retirar! -ordenó, levantando inmediatamente el brazo para hacer el saludo fascista-. ¡Viva Franco!
Los niños contestaron en un coro desigual mientras movían vagamente los brazos arriba y abajo. Barbara recordó el concierto y a Franco reprimiendo un bostezo. Se dirigió al dispensario; «España Reconquistada para Cristo», decía una leyenda pintada encima de la puerta.
Su primera tarea del día consistía en examinar el estado de salud de los niños recién llegados por si alguno de ellos necesitaba asistencia médica. En el interior del frío dispensario, con camas de hierro e instrumentos de acero colgados en las paredes, la esperaba la señora Blanco. Era una anciana cocinera retirada, una beata cuya vida giraba en torno a la iglesia. Tenía unos apretados rizos grises y llevaba un delantal de color marrón; su rostro mofletudo estaba arrugado y, a primera vista, parecía amable.
– Buenos días, señora Forsyth. Ya tengo preparada el agua caliente.
– Gracias, señora. ¿Cuántos tenemos hoy?
– Sólo dos. Traídos por la Guardia Civil. Un niño sorprendido robando en una casa y una chiquilla que andaba perdida por ahí. -La mujer meneó la cabeza piadosamente.
Barbara se lavó las manos. Los niños que llegaban al orfelinato vivían casi todos como salvajes y ejercían el robo y la mendicidad. La mendicidad era una molestia y, cuando la policía los pillaba, los solía entregar a las monjas.
La señora Blanco hizo sonar una campanilla y una monja hizo pasar a un niño de unos ocho años envuelto en un grasiento abrigo marrón demasiado grande para él. Sor Teresa era joven y tenía un rostro cuadrado de campesina.
– A esta pequeña fiera la pillaron robando -dijo en tono de amonestación.
– Qué niño más malo -comentó tristemente la señora Blanco-. Quítate la ropa, niño, que te vea la enfermera.
El niño se desvistió con aire malhumorado y se quedó en cueros: le asomaban las costillas a través de la piel y los brazos parecían palillos. Inclinó la cabeza y Barbara lo examinó. Olía a sudor rancio y a orina; su piel estaba fría como la de un pollo desplumado.
– Está muy delgado -dijo en voz baja-. Y tiene liendres, naturalmente. -El niño tenía en la muñeca un corte largo y enrojecido que supuraba-. Qué corte más feo, niño -le dijo con dulzura-. ¿Cómo te lo hiciste?
El niño levantó la cabeza y la miró con sus grandes ojos asustados.
– Un gato -contestó en voz baja-. Entró en mi sótano y entonces yo quise agarrarlo y me arañó.
Barbara sonrió.
– Gato malo. Te pondremos un poco de ungüento. Después te daremos algo de comer, ¿te parece bien? -El niño asintió con la cabeza-. ¿Cómo te llamas?
– Iván, señora.
La señora Blanco apretó los labios.
– ¿Quién te puso este nombre?
– Mis padres.
– ¿Y dónde están tus padres ahora?
– Los guardias civiles se los llevaron.
– I van es un mal nombre, un nombre ruso, ¿lo sabías? Las monjas ya te buscarán otro mejor.
El niño inclinó la cabeza.
– Creo que eso es todo -dijo Barbara.
Hizo una anotación en una tarjeta y se la entregó a la señora Blanco, la cual se retiró con el niño. Sor Teresa se retiró por la otra puerta para ir en busca del siguiente niño.
La beata regresó a los pocos minutos, limpiándose las manos en el delantal oscuro.
– Señor, qué mal olía.
Fuera hubo alboroto. Barbara oyó unos gritos estridentes antes de que la puerta se abriera de golpe. Sor Teresa llevaba a rastras a una escuálida niña morena de unos once años de edad, que forcejeaba violentamente con ella. La monja tenía el rostro arrebolado y, con la toca ladeada, parecía que estuviera borracha.
– Madre de Dios, se resiste más que un cerdo. -Sor Teresa inmovilizó a la niña sujetándola por los brazos y la obligó a estarse quieta-. Basta, si no quieres que te dé con la palmeta. Lleva el diablo dentro. Vivía en una casa abandonada de Carabanchel… los guardias civiles la tuvieron que perseguir por las calles.
Barbara se agachó ante la niña. Ésta respiraba afanosamente, sus labios entreabiertos mostraban una dentadura estropeada y sus ojos parecían tremendamente asustados. Llevaba un sucio vestido azul y sostenía en la mano un burrito peludo, tan sucio y destrozado que apenas se distinguía lo que era.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Barbara amablemente.
La niña tragó saliva.
– ¿Usted es monja?
– No, soy una enfermera. Sólo te quiero examinar para ver si te hace falta un médico.
La niña la miró con expresión implorante.
– Por favor, déjeme ir. No quiero que me conviertan en sopa.
– ¿Cómo?
– Las monjas convierten a los niños en sopa y después se la dan de comer a los soldados de Franco. Por favor, por favor, pídales que me dejen ir.
Sor Teresa se echó a reír.
– Ya ve usted quién la ha educado.
La señora Blanco miró a la niña frunciendo el entrecejo.
– Éstas son las mentiras perversas que contaban los rojos. Eres una niña mala por decir estas cosas. Ahora quítate la ropa, que te vea la enfermera. ¡Y dame eso! -Alargó la mano hacia el burrito peludo, pero la niña lo agarró con más fuerza-. Te digo que me lo des. ¡A mí no me desafíes, rojita!
Agarró el juguete y tiró de él. El burrito se rompió por la mitad y el relleno blanco salió volando. La beata perdió el equilibrio y la niña pegó un brinco y huyó chillando. Después corrió a esconderse bajo una cama y allí se quedó acurrucada, con la cabeza del burrito -lo único que quedaba de él- apretada contra su rostro mientras seguía aullando sin descanso. La señora Blanco arrojó el resto del juguete al suelo.
– Pequeña bruja del demonio…
– ¡Quieta! -le gritó Barbara severamente.
La beata pareció ofenderse. Sor Teresa cruzó los brazos y contempló la escena con interés mientras Barbara se agachaba ante la niña.
– Perdona -le dijo en un susurro-. Ha sido un accidente. A lo mejor yo te puedo arreglar el burro.
La niña restregó la cabeza del peluche contra su mejilla.
– Fernandito, Fernandito… ella me lo ha matado.
– Dámelo. Yo te lo volveré a coser. Te lo prometo. ¿Cómo te llamas?
La niña la estudió con recelo, no estaba acostumbrada a ser tratada con amabilidad.
– Carmela -contestó en voz baja-. Carmela Mera Várela.
Barbara se estremeció. Mera. El apellido de los amigos de Bernie. Los que vivían en Carabanchel. Recordó sus visitas allí tres años atrás… el corpulento y cordial progenitor, la madre agobiada de trabajo, el chico enfermo de tuberculosis. Y también había una niña pequeña que entonces debía de tener unos ocho años.
– ¿Tienes… tienes familia?
La niña denegó con la cabeza y se mordió el labio.
– Lanzaron una granada muy grande -dijo-. Después busqué un sótano vacío para mí y Fernandito. -La niña rompió a llorar en atormentados sollozos.
Barbara alargó la mano, pero la niña se escabulló, llorando con desconsuelo. Barbara se levantó.
– Dios mío, debe de llevar años viviendo a la intemperie. -Sabía que no podía decir que la conocía, que conocía a su familia. Una familia roja.
– ¿Le parece que nos la llevemos? -preguntó fríamente la señora Blanco.
Barbara volvió a agacharse.
– Carmela, te prometo que las monjas no te van a hacer daño. Te darán de comer, te podrán ropa abrigada. No te ocurrirá nada si haces lo que te mandan, pero se enfadarán si no obedeces. Si lo haces, te prometo que te arreglaré el burro, te lo coseré. Pero tienes que ser obediente y salir de aquí. -Esta vez la niña dejó que Barbara tirara de ella para sacarla de debajo de la cama-. Muy bien, Carmela. Ahora estate quieta y quítate la ropa para que yo te examine. Eso es, muy bien, dame a Fernandito, yo cuidaré de él. -Los brazos y las piernas de la niña estaban cubiertos de eczema; Barbara se preguntó cómo habría logrado sobrevivir-. Está muy desnutrida. ¿De dónde sacas la comida, Carmelita?
– Pido limosna. -Una mirada de desafío apareció en sus ojos-. Robo cosas.
– ¡Hala! -dijo bruscamente sor Teresa-. Vístete, que vamos a apuntarte en el registro. Y basta ya de bromas. Te darán un poco de comida si te portas bien. De lo contrario, probarás el bastón.
La niña volvió a ponerse el vestido. Sor Teresa apoyó firmemente una mano rechoncha y enrojecida en su hombro. Mientras se la llevaban, Carmela se volvió hacia Barbara y le dirigió una mirada de angustia.
– Te traeré a Fernandito dentro de uno o dos días -le dijo Barbara-. Te lo prometo. -La puerta se cerró a su espalda.
La señora Blanco soltó un bufido.
– Esto es una basura.
Se inclinó y recogió del suelo el resto del relleno de Fernandito. Lo comprimió todo en una bola apretada y lo arrojó a una papelera, junto con la otra mitad del burro peludo. Barbara se acercó, lo volvió a sacar todo y se lo guardó en el bolsillo.
– Le he prometido arreglarlo.
La beata resopló.
– Es una porquería. No le permitirán conservarlo, ¿sabe? -Se acercó un poco más a Barbara y la miró con los ojos entornados-.
Señora Forsyth, con toda mi caridad me pregunto si es usted adecuada para el trabajo que estamos llevando a cabo aquí. Ahora no podemos permitirnos el lujo del sentimentalismo en España. Quizá convendría que lo comentara con sor Inmaculada. -Con un movimiento brusco y arrogante de su ensortijada cabeza, la mujer abandonó el dispensario.
Aquella tarde, en casa, Barbara trató de recomponer el burro. Estaba sucio y grasiento, y tuvo que poner mucho cuidado en volver a colocar debidamente el relleno para que no acabara convertido en un objeto sin forma. Utilizó el hilo más fuerte que tenía, pero no estuvo muy segura de que pudiera resistir el constante maltrato de un niño. No podía dejar de pensar en Carmela. ¿Pertenecería a aquella familia, los amigos de Bernie? ¿Habrían muerto todos los demás?
Pilar entró para atizar el fuego y miró a Barbara con extrañeza. Barbara pensó que debía de tener una pinta muy rara, sentada allí en el suelo del salón vestida de aquella manera, cosiendo un juguete infantil con frenética concentración.
Cuando terminó, colocó el burro en el suelo. No había hecho un mal trabajo. Se preparó una tónica con ginebra, encendió un cigarrillo y se sentó a mirarlo. Tenía la expresión humilde y paciente de un burro de verdad.
A las siete entró Sandy. Se calentó las manos a la vera del fuego y la miró sonriendo. Barbara no se había tomado la molestia de encender la lámpara del techo y, exceptuando el charco de luz procedente de la lámpara de lectura en el cual se arremolinaba el humo de su cigarrillo, la estancia estaba en penumbra.
Sandy parecía contento y satisfecho.
– Hace mucho frío en la calle -dijo. Después miró al burro con asombro-. ¿Qué demonios es eso?
– Es Fernandito.
Sandy frunció el entrecejo.
– ¿Quién?
– Pertenece a una niña del orfelinato. Se rompió cuando me la llevaron al dispensario.
Sandy soltó un gruñido.
– Creo que será mejor que no te tomes demasiado a pecho lo de estos niños.
– Pensé que te sería útil que yo trabajara allí. Por la conexión con la marquesa. -Barbara alargó la mano hacia la botella de ginebra que descansaba sobre la mesa de costura y se preparó otro trago. Sandy la miró.
– ¿Cuántos te has tomado?
– Sólo uno. ¿Quieres?
Sandy tomó un vaso y se sentó frente a ella.
– Pasado mañana me volveré a reunir con Harry Brett. Creo que voy a poder introducirlo en algo.
Barbara suspiró.
– No lo metas en ningún asunto turbio, por lo que más quieras. A él no le gustaría. Trabaja en la embajada, tienen que andarse con cuidado.
– Es sólo una oportunidad de negocios. -Sandy la miró inquisitivamente.
– Si tú lo dices. -No solía hablar con él en aquel tono, pero estaba muy cansada y deprimida.
– Parece que no sientes demasiado interés por Harry -dijo Sandy-. Pensé que se había portado muy bien contigo cuando Piper murió.
Ella lo miró fijamente sin contestar. Por un instante, había visto en sus ojos una expresión desagradable, algo cruel y amenazador. Con sus facciones marcadas iluminadas por la lumbre, ofrecía el aspecto de un hombre disoluto de mediana edad. El se revolvió en la silla y luego sonrió.
– Le he dicho que tú te reunirías con nosotros después. Sólo nosotros tres.
– De acuerdo.
Sandy la miró de nuevo sonriendo.
– Harry es un tipo muy curioso -añadió, con tono pensativo-. A veces, no sabes en qué está pensando. Arruga la frente en silencio y te das cuenta de que le está dando vueltas a algo.
– A mí siempre me ha parecido muy sincero. ¿Quieres que encienda la lámpara del techo?
Los ojos oscuros de Sandy se clavaron en ella.
– ¿Qué te ocurre últimamente, Barbara? Pensé que el trabajo de enfermera te animaría un poco, pero te veo más abatida que nunca.
Ella lo estudió. No parecía que sospechara nada, estaba simplemente irritado.
– Si vieras las cosas que yo veo en el orfelinato, tú también estarías abatido. -Barbara lanzó un suspiro. ¿O no lo estaría? Puede que no.
– Vas a tener que dejarlo. Tengo muchas cosas en la cabeza en estos momentos.
– Es que estoy cansada, Sandy.
– Estás descuidando mucho tu aspecto. Fíjate en este jersey raído que llevas puesto.
– Me lo pongo para el orfelinato.
– Bueno, pero ahora no estás en el orfelinato. -Barbara se dio cuenta de que estaba muy molesto con ella-. Me recuerdas la vez que te conocí. Y te tienes que volver a hacer la permanente. Comprendo por qué aquellas niñas te llamaban cuatro ojos con ricitos. Y, además, te sigues poniendo las gafas.
La intensidad de su dolor y su rabia la dejó asombrada. Cuando hacía enfadar a Sandy, éste raras veces contraatacaba con semejante violencia. Sabía cómo herirla. Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el temblor de su voz. Se levantó.
– Voy arriba a cambiarme -dijo.
Sandy la miró con una sonrisa radiante en los labios.
– Eso ya está mejor. Tengo que leer unos papeles… dile a Pilar que cenaremos a las ocho.
Barbara abandonó el salón. Mientras subía al piso de arriba, pensó: «Cuando saque a Bernie de aquí, regresaré a Inglaterra. Lejos de este lugar horrible, lejos de él.»
Luis no estaba en el café cuando ella llegó al día siguiente. Miró a través de la luna que daba a la calle y sólo vio a unos cuantos obreros acodados en la barra. Era una tarde grisácea, muy fría y desapacible.
Se acercó a la barra y pidió un café. La gorda la miró inquisitivamente.
– ¿Otro trabajito, señora? -le preguntó, guiñándole el ojo.
Barbara se ruborizó sin decir nada.
– Su amigo es muy guapo, ¿verdad, señora? Aquí tiene su café.
Una pareja de ancianos permanecía sentada a una mesa, contemplando sus tazas vacías. Ya estaban allí la otra vez, pensó Barbara mientras se sentaba a su mesa de costumbre y encendía un cigarrillo. Los estudió. No parecían espías, simplemente una pareja de ancianos que se había ido a pasar un rato en el café porque allí se estaba calentito. Tomó un sorbo de su café; sabía a aguachirle caliente. Ya llevaba diez minutos esperando con creciente nerviosismo, cuando finalmente apareció Luis. Éste entró casi sin resuello y la miró como disculpándose. Pidió un café en la barra y se le acercó presuroso.
– Discúlpeme, señora, es que me he cambiado de casa.
– No se preocupe. ¿Tiene alguna noticia?
Luis asintió con la cabeza y se inclinó hacia ella con expresión anhelante.
– Sí. Hemos hecho progresos. Agustín ya ha conseguido que lo incluyan en los turnos de guardia de la cantera. En el momento oportuno, se pondrá de acuerdo con su amigo para que éste pida ir al lavabo diciendo que… -carraspeó como si le diera vergüenza-… tiene diarrea. Le propinará a Agustín un golpe en la cabeza, le robará las llaves de las esposas y escapará.
– ¿Van esposados? -Era uno de los horrores que había imaginado.
– Pues sí, tendrá que ir al lavabo esposado.
Barbara lo pensó un momento y después asintió con la cabeza.
– Muy bien. -Encendió otro pitillo y le ofreció la cajetilla a Luis-. ¿Cuándo? Cuanto más se prolongue la espera, tanto mayor será el peligro. Y no simplemente a causa de la situación política. Es que ya no aguanto más, mi… marido… se ha dado cuenta de que no soy la misma.
Luis se revolvió en su asiento.
– Me temo que ahí está el problema. Agustín tiene tres semanas de permiso a partir de la semana que viene. No regresará hasta principios de diciembre. Habrá que esperar hasta entonces.
– ¡Pero si todavía falta un mes! ¿No puede cambiar la fecha del permiso?
– Por favor, señora, baje la voz. Piense en lo sospechoso que resultaría si Agustín cancelara de repente el permiso que tenía previsto desde hace varios meses y, estando de servicio, se registrara una fuga.
– Todo esto me parece muy mal. ¿Y si España entra en guerra, y si yo me tengo que ir?
– Llevan desde junio diciendo que vamos a entrar y hasta ahora no ha ocurrido nada, ni siquiera después de la entrevista de Franco con Hitler. Le prometo, señora, que se hará lo antes posible, cuando Agustín regrese al trabajo. Y todo será más fácil cuando los días sean más cortos… la oscuridad favorecerá la fuga de su amigo.
– Se llama Bernie… Bernie. ¿Por qué no puede utilizar su nombre?
– Sí, claro, Bernie.
Barbara reflexionó cuidadosamente.
– ¿Cómo se podrá trasladar desde el campo de prisioneros hasta Cuenca? Irá vestido de paisano.
– Todo es territorio abrupto y rural hasta llegar a la garganta de Cuenca, con sitios de sobra donde esconderse. Y hay un lugar de Cuenca en el que usted se podrá reunir con él. Todo eso lo arreglará Agustín.
– ¿Cuál es la distancia entre el campo de prisioneros y Cuenca?
– Unos ocho kilómetros. Pero, mire, señora, su Bernie es un prisionero fuerte como el que más. Están acostumbrados al trabajo duro y a las largas caminatas invernales. Lo conseguirá.
– ¿Qué sabe Bernie? ¿Sabe que yo estoy intentando ayudarlo?
– Todavía no. Así es más seguro. Agustín sólo le dijo que ya llegarán tiempos mejores. No le quita el ojo de encima.
– Poco lo podrá vigilar desde Sevilla.
– Eso es inevitable. Lo siento, pero no podemos hacer nada más.
– Muy bien. -Barbara suspiró y se pasó una mano por la cara. ¿Cómo podría resistir las semanas que tenía por delante?
– Ahora ya está todo arreglado, señora. -Luis la miró con intención-. Acordamos que yo cobraría la mitad cuando todo estuviera arreglado.
Barbara denegó con la cabeza.
– No exactamente, Luis. Yo le dije que le pagaría la mitad cuando hubiéramos elaborado un plan. Eso significa cuando yo sepa cómo y cuándo se llevará a efecto el plan.
Vio un destello de furia en sus ojos.
– Su amigo tendrá que pegarle a mi hermano un fuerte golpe en la cabeza para que ellos se crean la historia. Después, Agustín se tendrá que quedar quizá varias horas en Tierra Muerta para darle ocasión de escapar. Y ya hay nieve en los picos de la sierra.
Barbara lo miró desde lo alto de su estatura superior.
– Cuando tenga una fecha, Luis. Una fecha.
– Pero…
Se calló de golpe. Dos guardias civiles acababan de entrar en el local con sus tricornios y sus capas cortas brillando cual carapachos de insectos. Las armas resultaban visibles en las fundas amarillas que llevaban al cinto. Se acercaron a la barra.
– ¡Mierda! -exclamó Luis por lo bajo. Hizo ademán de levantarse, pero Barbara apoyó una mano en su brazo.
– Siéntese. ¿Qué van a pensar si nos largamos en cuanto ellos aparecen?
Luis volvió a sentarse. La vieja atendió a los guardias, comentándoles el frío que hacía.
– Demasiado frío para irnos directamente a casa después del servicio, señora. -Tomaron sus cafés y se sentaron. Uno de ellos miró con curiosidad a Barbara y después le murmuró algo a su compañero. Ambos se echaron a reír.
– Vamos, señora, vámonos ahora mismo. -Luis temblaba de inquietud.
– De acuerdo. Pero muy despacio.
Se levantaron y salieron a la calle. Ambos lanzaron un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró a su espalda.
– Me ha decepcionado con eso del dinero, señora -dijo Luis con expresión enfurruñada-. Ciertas cosas escapan a mi control.
«¿Se habrá cambiado de casa confiando en el dinero que pensaba cobrar?», se preguntó Barbara. Habría sentido mucho que así fuera.
– Cuando yo tenga una fecha, usted tendrá el dinero.
Luis se encogió de hombros con gesto airado.
– Regresaré a Cuenca este fin de semana, veré a Agustín antes de que se vaya a Sevilla. Podemos volver a reunimos dentro de una semana.
Y después, para asombro de Barbara, le estrechó de nuevo la mano con aquella rígida formalidad tan propia de él antes de dar media vuelta y perderse en la tarde gris. «Más semanas -pensó Barbara-, más semanas de lo mismo.» Apretó los puños. Mientras se alejaba, evitó mirar a los guardias civiles a través de la luna del local, pero observó que los ancianos mantenían las cabezas inclinadas sobre sus tazas de café y miraban furtivamente a los guardias con expresión atemorizada. Ellos también les tenían miedo; no vigilaban a nadie.
Ya habían caído las primeras nieves sobre los picos de la sierra de Valdemeca, allá lejos hacia el noreste. Aquella mañana habían visto por primera vez una blanca capa de escarcha en el patio del campo, una finísima piel de hielo en los pequeños charcos. Los primeros rayos de sol iluminaron la nieve de las lejanas montañas, tiñéndola de un delicado color rosa que a Bernie le pareció hermoso mientras permanecía de pie envuelto en su delgado mono de trabajo, a la espera de que Aranda pasara su lista de la mañana.
A su lado, Vicente se sonó la nariz con la manga e hizo una mueca al ver en ella unos trazos de moco de intenso color amarillo. Algo le ocurría a su nariz; le dolía mucho la cabeza y soltaba constantes mucosidades.
Aranda salió de su barraca con su gabán y sus guantes y se dirigió a la plataforma. Una vez allí, se quitó los guantes, se sopló las manos y miró con semblante enfurecido a los prisioneros. Una brisa gélida soplaba desde la sierra, y alborotaba con sus ásperos dedos el cabello de los prisioneros mientras la voz sonora de Aranda los iba llamando por sus nombres. Había media docena de nuevos prisioneros, republicanos que habían huido a Francia tras la victoria de Franco y habían sido devueltos por los nazis. Ahora contemplaban su nueva prisión sin el menor interés. Uno de ellos dijo que el presidente catalán Companys había sido devuelto a Madrid y enviado a Barcelona para acabar siendo fusilado en el castillo de Montjuic. En la barraca del comedor, Bernie se sentó con algunos de los comunistas a la hora del desayuno. Pablo, un ex minero de Asturias, se desplazó un poco para hacerle sitio en el banco.
– Buenos días, camarada. Hoy hace frío, ¿no?
– Mucho frío. Este invierno ha llegado muy pronto.
Bernie se fue comiendo a cucharadas el líquido puré de garbanzos. Eulalio lo miró desde el fondo de la mesa. Su sarna había empeorado y su cara estaba cubierta de ronchas rojas en las zonas donde se había rascado. Una mancha dura y enrojecida en la muñeca revelaba que la enfermedad había alcanzado la fase de la formación de costras y pústulas bajo las cuales se ocultaban los ácaros y los huevos.
– Compañero Piper, veo que hoy has decidido unirte a nosotros.
– Verás, compañero, a mí me gusta moverme un poco por ahí, de esta manera te enteras de más noticias.
Eulalio lo miró con sus duros y penetrantes ojos grises.
– ¿Y de qué noticias te has enterado por ahí?
– Pues de que uno de los guardias le ha dicho a Guillermo que la piedra de la cantera es para un monumento que Franco está empezando a construir en la sierra de Guadarrama. Al parecer, quiere que sea su sepulcro; tardarán veinte años en terminarlo.
– Si está en la sierra de Guadarrama, ¿por qué quieren piedra caliza de aquí?
– Más apropiada para los adornos monumentales, dice Guillermo.
Eulalio soltó un gruñido.
– A mí todo eso me suena a propaganda. Los guardias siembran todas estas historias para hacernos creer que Franco siempre estará aquí. Deberías analizar un poco lo que te dicen, camarada.
– Ya lo hago, camarada Eulalio.
Bernie le devolvió la gélida mirada. Con su calva abombada y los pelillos que tenía en el cuello, Eulalio le recordaba a las lagartijas que se veían en verano escabullándose entre las rocas. Eulalio sonrió fríamente.
– Confío en que analices muy especialmente lo que te diga este burgués de Vicente.
– Lo hago. Y él analiza a su vez lo que yo le digo.
– ¿Sigues en la cuadrilla de la cantera? -le preguntó Pablo, cambiando de tema.
– Toda esta semana. Preferiría estar en la barraca de la cocina contigo.
El guardia tocó el silbato.
– Vamos, a ver si termináis. ¡Ya es hora de trabajar!
Bernie recogió con la cuchara lo último que le quedaba del puré y se levantó. Con la boca torcida en una mueca de dolor, Eulalio se rascaba las costras de la muñeca.
Los prisioneros formaron largas filas en el patio. Ahora el sol asomaba por encima de las pardas y las yermas colinas, y el ambiente era un poco más cálido; el hielo de los charcos se empezaba a fundir. Se abrieron las verjas y la cuadrilla de Bernie salió, formando una larga fila mientras los guardias armados con fusiles ocupaban sus posiciones a cada pocos metros. El sargento Ramírez bajó muy despacio a lo largo de la fila, contemplando con rostro enfurruñado a los prisioneros. Era un gordinflón de cincuenta y tantos años con un desordenado bigote gris, un rubicundo rostro y una bulbosa nariz de borracho. Ofrecía un aspecto decrépito; pero era muy peligroso, un volcán ardiente en cuyo interior se agitaban toda suerte de odios reconcentrados. Era un viejo soldado profesional, de esos que por regla general solían ser los más crueles, pues normalmente, los reclutas preferían tomarse la vida con más calma. Bajo su gabán, se distinguía el bulto de su látigo metido en el cinturón. Llegó al principio de la fila, tocó el silbato y los prisioneros iniciaron el ascenso a las colinas.
Era un paseo de casi cinco kilómetros. El nombre de Tierra Muerta le iba que ni pintado: un territorio raso y pedregoso, unos pocos campos de labranza protegidos por chaparros y arañados en las hondonadas abiertas entre las colinas. Pasaron por delante de una familia de labriegos que trabajaba la tierra pedregosa con un arado de bueyes. Los labriegos no levantaron la vista al paso de la columna; por acuerdo tácito, los prisioneros eran invisibles.
Un poco más allá, coronaron una colina y Ramírez tocó el silbato para anunciar un descanso de cinco minutos. Vicente se sentó en una roca. Estaba muy pálido y respiraba con jadeos entrecortados y ásperos. Bernie miró al guardia más próximo y se sorprendió de que fuera Agustín, el hombre que una semana atrás le había hecho aquel extraño comentario tras su visita al psiquiatra.
– Hoy me encuentro muy mal, Bernardo -dijo Vicente-. Tengo la cabeza a punto de estallar.
– Molina regresa la semana que viene… él dejará que te lo tomes con más calma. -Bernie se inclinó un poco más hacia él-. Trabajaremos juntos, así podrás descansar.
– Eres bueno, para ser un viejo burgués -dijo el abogado en un intento de dárselas de gracioso. Estaba sudando, y la humedad le brillaba en la frente arrugada-. Empiezo a preguntarme de qué sirve seguir luchando. Al final, los fascistas nos van a matar a todos. Eso es lo que quieren, matarnos a trabajar.
– Serán derrotados. Tenemos que resistir.
– Han ganado en todas partes. Aquí, en Polonia, en Francia. Inglaterra será la siguiente. Y Stalin ha firmado un pacto de no agresión con Hitler porque se muere de miedo.
– El camarada Stalin firmó ese pacto con Hitler para ganar tiempo.
Era lo que Eulalio había dicho al enterarse a través de los guardias del pacto nazi-soviético. Bernie no podía aceptar la idea de que aquella guerra contra el fascismo se tuviera que llamar ahora guerra entre potencias imperialistas. Fue entonces cuando empezó a poner en duda por vez primera la línea de conducta del partido.
– El camarada Stalin. -Vicente se rió con una carcajada hueca que acabó convirtiéndose en un acceso de tos.
Muy a lo lejos, allí donde la Tierra Muerta bajaba suavemente hasta perderse en la brumosa distancia, Bernie divisó un espectáculo extraordinario. Por encima de una capa de niebla blanca se distinguía un peñasco en cuya ladera se levantaban unas casas con las ventanas iluminadas por unos radiantes rayos de sol. Parecían muy cercanas, como si flotaran sobre la niebla. Era una jugarreta que la luz gastaba allí algunas veces, como un espejismo del desierto. Bernie le dio un suave codazo a Vicente.
– Mira allí, amigo mío, ¿no te parece un espectáculo por el que merece la pena vivir? Un panorama como éste no se ve muy a menudo.
Vicente atisbo en la distancia.
– No veo nada, no llevo las gafas. ¿Hoy se puede ver Cuenca?
– Se pueden ver nada menos que las casas colgadas; es como si flotaran sobre la niebla que se levanta desde la garganta de más abajo. -Bernie lanzó un suspiro-. Es como contemplar otro mundo.
Delante de ellos, Ramírez tocó el silbato.
– ¡En marcha! -gritó Agustín.
Bernie ayudó a Vicente a ponerse en pie. Mientras reanudaban su camino, Agustín se situó a su lado, acompasando el paso al suyo. Bernie observó que aquel hombre lo estudiaba con disimulo. Se preguntó si estaría interesado en su trasero; cosas que ocurrían en el campo.
La cantera era un inmenso y profundo corte excavado en la ladera de la colina. Se habían pasado varias semanas trabajando allí día tras día, arrancando enormes pedazos de piedra caliza y partiéndolos en trozos de tamaño más reducido que después se llevaban en camiones. Bernie se preguntó si la historia sobre el monumento de Franco sería cierta; a veces se preguntaba, como Vicente, si la extracción de piedras de la cantera no sería una simple excusa para matarlos a todos poco a poco a trabajar en aquel desierto.
Agustín y otro guardia encendieron una hoguera delante del cobertizo levantado a la entrada de la cantera, pero Ramírez no se acercó al calor como lo habría hecho Molina. Permaneció de pie sobre un montón de rocas, con las manos a la espalda mientras uno de los guardias montaba la ametralladora. Otros guardias empezaron a repartir los picos y las palas que se guardaban en el cobertizo. No había la menor posibilidad de que los prisioneros utilizaran las herramientas para atacarlos… el fuego de la ametralladora los habría abatido en menos que canta un gallo.
Bernie y Vicente encontraron un montón de bloques de piedra caliza en el que trabajar, parcialmente oculto por un saliente rocoso que se proyectaba hacia fuera. Allí trabajarían hasta la puesta del sol con sólo una breve pausa a mediodía para comer y beber. Ahora, por lo menos, los días eran cada vez más cortos; en verano, la jornada laboral duraba trece horas. El estruendo y el fragor de la piedra contra el metal resonaban en todos los rincones.
Una hora más tarde, Vicente tropezó y se dejó caer pesadamente sobre las piedras. Volvió a sonarse la nariz, se manchó la manga con un hilillo de mucosidad que parecía pus y emitió un gemido de dolor.
– No puedo seguir -dijo-. Llama al guardia.
– Descansa un poco.
– Es demasiado peligroso, Bernardo. Hay que llamar al guardia cuando alguien está enfermo.
– Calla esa boca burguesa.
Vicente permaneció sentado, respirando entre jadeos. Bernie siguió con su tarea, prestando atención por si oía unas pisadas detrás del saliente. Le dolían los pies dentro de aquellas botas viejas y cuarteadas y había alcanzado el primer grado de la sed cotidiana en el que la lengua se movía incesantemente alrededor de la boca en busca de humedad.
El soldado apareció sin previo aviso, asomando por detrás del saliente con demasiada rapidez para que Bernie pudiera decirle a Vicente que se levantara. Era Rodolfo, un curtido veterano de las guerras de Marruecos.
– ¿Qué haces? -gritó-. ¡Tú! ¡Levántate ahora mismo! -Vicente se levantó temblando.
Rodolfo se acercó a Bernie.
– ¿Por qué permites que este hombre eluda sus obligaciones? ¡Eso es un sabotaje!
– Es que se acaba de poner enfermo, señor cabo. Ahora mismo lo iba a llamar.
Rodolfo sacó el silbato del bolsillo y empezó a tocarlo con fuerza. Vicente encorvó la espalda, presa de la desesperación.
Se oyó el crujido sobre la tierra de unos pies calzados con botas y apareció Ramírez. Inmediatamente después, Agustín se acercó corriendo a su espalda. Ramírez miró enfurecido a Bernie y Vicente.
– ¿Qué cono pasa aquí?
Rodolfo enseguida levantó el brazo haciendo el saludo fascista.
– He sorprendido al abogado aquí sentado sin hacer nada -dijo-. Y el inglés lo estaba mirando tan tranquilo.
– Por favor, mi sargento -dijo Vicente-. Me he sentido indispuesto. Y Piper estaba a punto de llamar al guardia.
– Conque indispuesto, ¿eh?
A Ramírez se le salían los ojos de las órbitas a causa de la rabia. Con la mano enguantada, abofeteó el rostro de Vicente. El sonido resonó en la cantera como un disparo de fusil, mientras el abogado se desplomaba convertido en un guiñapo. Ramírez se volvió para mirar a Bernie.
– Y tú lo dejabas holgazanear, ¿verdad? Inglés comunista, hijo de la grandísima puta. -Dio un paso al frente para acercársele un poco más-. Tú eres uno de esos que mentalmente no se sienten derrotados, ¿verdad? Me parece que necesitas pasarte un día en la cruz.
Ramírez se volvió hacia Rodolfo, el cual sonrió e inclinó la cabeza con expresión sombría. Bernie apretó los labios. Pensó en el daño que le haría el estiramiento en la vieja herida del hombro… bastante le dolía ya después de una jornada de trabajo. Estudió los ojos de Ramírez. Algo en su aspecto debía de haber provocado el enojo del militar. Con una rapidez superior a la que la mirada habría podido seguir, éste sacó el látigo y azotó a Bernie en el cuello. Bernie lanzó un grito y se tambaleó mientras la sangre le brotaba entre los dedos.
Agustín se adelantó y rozó nerviosamente el brazo de Ramírez.
– Mi sargento.
Ramírez se volvió con impaciencia.
– ¿Qué?
Agustín tragó saliva.
– Mi sargento, el psiquiatra está estudiando a este hombre. Creo… creo que al comandante no le gustaría que sufriera algún daño.
Ramírez frunció el entrecejo.
– ¿Estás seguro? ¿Éste?
– Seguro, mi sargento.
Ramírez hizo pucheros como un niño al que acabaran de arrebatar una golosina, y asintió con la cabeza a regañadientes.
– Muy bien. -Se inclinó sobre Bernie y le arrojó a la cara un fétido aliento que apestaba a ajo rancio-. Que te sirva de advertencia. Y tú… -señaló a Vicente con un gesto de la mano-… vuelve al trabajo. -Luego se alejó, con Rodolfo a la zaga. Agustín los siguió apurando el paso, sin volverse para mirar a Bernie.
Aquella noche, mientras los hombres permanecían tumbados en sus literas a la espera de que apagaran las luces, Vicente se volvió hacia Bernie. El abogado se había pasado casi toda la tarde durmiendo.
– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Bernie.
Vicente lanzó un suspiro.
– Por lo menos, he descansado. -A la tenue luz de la vela, su rostro estaba arrugado y ojeroso-. ¿Y tú?
Bernie se tocó cuidadosamente la larga herida del cuello. Se la había lavado y confiaba en que no se le infectara.
– Todo irá bien.
– ¿Qué ocurrió esta mañana? -preguntó Vicente en voz baja-. ¿Por qué te soltaron?
– No lo sé, me he pasado todo el día tratando de averiguarlo. -La indulgencia de Ramírez era la comidilla de todo el campo; a la hora de la cena, Eulalio también se lo había preguntado, mirándolo con recelo-. Agustín me dijo que me estaba tratando el psiquiatra, pero yo creo que al psiquiatra le importa un bledo el estado en que yo me encuentre.
– A lo mejor, Agustín te quiere en su cama.
– Lo he pensado, pero no creo. No me mira de esa manera.
– Pues a mí alguien me ha mirado así al entrar -dijo Vicente en voz baja-. Lo he visto.
– ¿El padre Eduardo? Sí, yo también lo he visto.
Bernie había tenido que ayudar al abogado en la última etapa del camino de regreso desde la cantera, sujetándolo para ayudarlo a caminar. Mientras atravesaban el patio, había visto al joven sacerdote saliendo de la barraca de las clases. Se había detenido y los había seguido con la mirada mientras ambos avanzaban renqueando en dirección a su barraca.
– Ahora ya me tiene fichado -dijo Vicente-. Para él sería un buen trofeo.
El despacho de Sandy estaba situado en una mísera plaza llena de tiendas y de pequeños almacenes que anunciaban excedentes de quiebras. Caía una fría y fina llovizna. Desde el refugio de su quiosco, un viejo vendedor de periódicos contemplaba con aire melancólico a Harry mientras éste cruzaba la plaza. Al otro lado, unos hombres que descargaban cajas de un carro lo miraron con curiosidad. Que Harry supiera, en aquellos momentos no lo seguía nadie; pero, aun así, se sentía desprotegido. En el dintel de una puerta de madera maciza sin pintar figuraba una hilera de timbres eléctricos. Y una placa de madera al lado del de arriba decía «Nuevas Iniciativas». Harry pulsó el timbre y esperó.
Sandy lo había llamado a la embajada.
– Perdona que haya tardado tanto; pero, a propósito de esta oportunidad de negocio… ¿podríamos reunimos en mi despacho y no en el café? Quiero enseñarte unas cosas. Barbara se reunirá después con nosotros para tomar un café.
Aquella mañana Harry se había reunido con Tolhurst y Hillgarth en el despacho de Tolhurst para ponerlos al corriente. Hillgarth estaba de muy buen humor, y su rostro melancólico aparecía relajado y satisfecho.
– ¿A ver si será el oro? -preguntó, con expresión risueña.
– Ha estado muy evasivo al respecto -contestó Harry cautelosamente.
Hillgarth se pasó un dedo por la raya de los pantalones y frunció el entrecejo con aire pensativo.
– Sabemos que Franco trata de negociar el envío de suministros alimenticios de Argentina. Digo yo que querrán cobrar, ¿verdad Tolly?
– Sí, señor.
Hillgarth hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se reclinó contra el respaldo de su asiento.
– Ofrezca lo que ofrezca, creo que usted debería picar el anzuelo. -Soltó una risita suave-. No, no exactamente; aquí el anzuelo es usted, y él es el pescado. Muy bien, Tolly. El dinero.
Tolhurst abrió una carpeta y miró con la cara muy seria a Harry.
– Estás autorizado a ofrecer una inversión de hasta dos mil libras en cualquier proposición significativa de negocio de Forsyth. Si pide más, puedes recurrir a nosotros una vez más. Te facilitaremos el dinero, pero tú tendrás que enseñarle a Forsyth tu propia libreta de ahorro para demostrarle que dispones de fondos.
– Aquí la tengo -dijo Harry, empujando la pequeña cartilla de cartulina sobre la mesa.
Hillgarth la estudió con cuidado.
– Eso es mucho dinero.
– Recibí el capital de mis padres al cumplir los veintiún años. No gasto mucho.
– Tendría usted que vivir un poco. Cuando yo tenía su edad, dirigía una mina de estaño en Bolivia… qué no habría yo dado entonces por cinco mil libras.
– Es bueno que Brett las haya conservado -dijo Tolhurst-. A Londres no le gustan las libretas de ahorro falsas.
Los grandes ojos castaños de Hillgarth seguían clavados en Harry. Éste se revolvió un poco en su asiento, recordando que no les había dicho nada sobre Enrique. Había sido una estúpida testarudez por su parte, pero no lo había hecho. ¿Qué mal podía haber en ello?
– Maestre me dice que su hija tiene el corazón destrozado porque usted no se ha vuelto a poner en contacto con ella desde que la acompañó al Prado -dijo Hillgarth.
Harry titubeó antes de contestar.
– Preferiría no volver a verla, con toda franqueza.
Hillgarth se encendió un Gold Flake, y estudió a Harry por encima del encendedor.
– Una señorita encantadora, me deja usted de piedra.
– Es poco más que una niña.
– Lástima. Nos podría ser muy útil desde un punto de vista diplomático.
Harry no contestó. Ya estaba engañando a Sandy y a Barbara, ¿tenía que engañar también a Milagros?
– Supongo que alguien podría decir que es usted un agente ideal, Brett -dijo Hillgarth en tono pensativo-. Incorruptible. No persigue a las mujeres, no le interesa el dinero. Y ni siquiera bebe demasiado, ¿verdad?
– Nos tomamos unas cuantas copas la otra noche -dijo Tolhurst jovialmente.
– Casi todos los agentes son corruptibles. Quieren algo, aunque sólo sea emoción. Pero eso a usted tampoco le entusiasma, ¿verdad?
– Lo hago por mi país -dijo Harry. Sabía que sus palabras sonaban ampulosas y excesivas, pero le daba igual-. Porque me dijeron que sería útil para el esfuerzo bélico. Es otra forma de servir.
Hillgarth movió muy despacio la cabeza en gesto afirmativo.
– Eso es bueno, me parece estupendo. La lealtad. -Hillgarth lo pensó un poco-. ¿Hasta dónde estaría usted dispuesto a llegar por lealtad?
Harry titubeó, pero los modales despectivos de Hillgarth le habían caído tan mal que se envalentonó.
– No lo sé, señor, dependería de lo que se me pidiera.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– ¿Habría límites?
– Dependería de lo que se me pidiera -repitió Harry.
– Dudo que Forsyth tenga límites. ¿Usted qué cree?
– Sandy sólo te deja ver lo que él quiere que veas. La verdad es que no sé qué sería capaz de hacer. -Harry hizo una pausa-. Probablemente casi todo. -«Como usted», pensó.
– Bueno, ya veremos. -Hillgarth volvió a reclinarse en su asiento-. En cuanto a hoy, a ver qué es lo que le ofrece; dígale que está de acuerdo y después preséntenos su informe.
– Pero no te lances sin más, Harry -añadió Tolhurst-. Finge dudar y estar preocupado por tu dinero. Dile que necesitas saberlo todo antes de comprometerte.
– Sí -convino Hillgarth-. Ésta es la línea que hay que seguir. La manera de conseguir que le enseñe algo más.
Abrió la puerta una mujer regordeta de cincuenta y tantos años con la cara arrugada y el cabello gris recogido en un moño. -¿Sí? -preguntó. -Tengo una cita con el señor Forsyth. Me llamo Brett.
Lo acompañó, subiendo un angosto tramo de escaleras hasta un pequeño despacho con una máquina de escribir sobre un escritorio maltrecho. Llamó con los nudillos a una puerta y apareció Sandy, sonriendo de oreja a oreja. Vestía un traje de raya diplomática, con un pañuelo rojo en el bolsillo superior de la chaqueta.
– ¡Harry! Bienvenido a Nuevas Iniciativas. -Miró sonriendo a la secretaria, y ésta se ruborizó inesperadamente-. Ya veo que conoces a María, prepara el mejor té de Madrid. Dos tés y dos cafés, María.
La secretaria se retiró de inmediato.
– Vamos.
Sandy acompañó a Harry a una estancia sorprendentemente espaciosa. Una mesa de gran tamaño atestada de mapas y papeles ocupaba toda una pared. Harry se sorprendió al ver relucientes botes metálicos parecidos a termos apilados, también, sobre la mesa. Por encima de la mesa destacaba una reproducción de un lienzo del siglo XIX. Un mar tropical rebosante de vida salvaje, con unos reptiles gigantescos que se atacaban entre sí con sus mandíbulas ensangrentadas mientras en el cielo de arriba unos pterodáctilos circunvolaban la escena. Al otro lado, tras un enorme escritorio de madera de roble, dos hombres vestidos de paisano permanecían sentados fumando.
– A Sebastián de Salas ya lo conoces, claro -dijo Sandy.
– Buenas tardes. -De Salas se levantó e inclinó la cabeza mientras estrechaba la mano de Harry. El otro hombre era bajito, tenía el rostro muy pálido y vestía un traje que le sentaba muy mal. En contraste con la pulcritud de De Salas, parecía un oficinista desastrado.
– Alberto Otero, el cerebro de nuestro equipo.
Otero se levantó brevemente y estrechó la mano de Harry en un húmedo apretón. Estudió a Harry con semblante inexpresivo y sin la menor sonrisa en los labios.
– Ya veo que te ha llamado la atención mi cuadro -dijo Sandy-. Antiguo condado de Dorset, de Henry de la Beche. Pintado en 1830, cuando la gente empezaba a descubrir los dinosaurios.
– Naturalmente, todo es falso -terció severamente Otero-. Los animales están muy desproporcionados.
– Sí, Alberto. Pero tú imagínate lo que debió de pensar la gente al darse cuenta de que, en otros tiempos, su precioso paisaje inglés había estado lleno de reptiles gigantes. -Forsyth sonrió y se acomodó junto a De Salas. Sentado frente a ellos, Harry se dio cuenta de que los tres lucían idénticos bigotitos, el distintivo de la Falange.
Sandy se reclinó en su asiento, cruzando los brazos sobre la barriga.
– Mira, Harry, tú tienes un poco de dinero para invertir y nosotros tenemos un proyecto que necesita más capital. Pero Alberto quiere saber algo más acerca de los fondos disponibles. -Sandy guiñó el ojo-. Son muy precavidos, estos españoles. Y les sobra razón.
– Tengo algo de dinero en el banco -dijo Harry-. Aunque no quisiera invertir demasiado en un solo proyecto.
De Salas hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, pero Otero conservó su semblante inexpresivo.
– ¿Puedo preguntar cuál es su procedencia? -inquirió éste-. No quisiera parecer impertinente, pero tenemos que saberlo.
– Por supuesto. Es el capital de la testamentaría de mis padres. Murieron cuando yo era pequeño.
– Harry es un soso -dijo Sandy-. No gasta demasiado.
– ¿Dónde está el dinero ahora?
– En mi banco de Inglaterra. -Harry sacó la libreta de ahorro-. Pueden echar un vistazo, no me importa. Pensé que les interesaría verlo.
Otero examinó la libreta.
– ¿Y qué me dice de las restricciones monetarias?
– No tienen aplicación en este caso -dijo Sandy-. Personal de la embajada, ¿no es así, Harry?
– Estoy autorizado a invertir en un país neutral.
De Salas lo miró sonriendo.
– ¿Y no le importaría invertir aquí? Estoy pensando en la situación política. Más bien discrepábamos a este respecto la última vez que nos vimos.
– Apoyo a mi país contra Alemania. No tengo nada contra España. Se tiene que construir su propio futuro, como usted mismo dijo.
– Cuando hay dinero de por medio, ¿verdad, señor? -Sebastián miró con una sonrisa a Harry, una sonrisa conspiradora pero también ligeramente despectiva.
– ¿Y si España entra en guerra? -preguntó Otero-. Eso inmovilizaría cualquier inversión británica que se hubiera efectuado aquí.
– En la embajada están bastante convencidos de que Franco no entrará en guerra. Lo bastante para que yo me atreva a correr el riesgo.
Otero hizo una ligera señal de asentimiento con la cabeza.
– ¿Hasta qué extremo es fiable su información? ¿Eso es lo que piensa el embajador?
Semejante información habría valido un montón de dinero, y Harry lo sabía.
– Yo oigo simplemente lo que dicen otros traductores. Como es lógico, no tengo acceso a ningún material secreto. -Dejó que en su voz se insinuara una nota de arrogancia-. Y ni se me ocurriría soltar una sola palabra en caso de que lo tuviera. Yo sólo sé lo que dice la gente en general; probablemente los mensajeros españoles sepan lo mismo.
Sebastián levantó una mano.
– Por supuesto, señor Brett. Disculpe mi curiosidad.
– Harry es leal al rey -dijo Sandy sonriendo.
Otero lo miró inquisitivamente.
– En caso de que le facilitáramos información acerca de este asunto que tenemos entre manos, tendría usted que mantenerlo en un plano absolutamente confidencial.
– Por supuesto.
– No quisiéramos que se comentara en ningún otro sitio. Y mucho menos en la embajada. ¿Cree que allí podrían estar interesados?
– No veo por qué razón -contestó Harry con la mayor inocencia-. En caso de que se trate verdaderamente de un negocio, claro. -Adoptó una expresión preocupada-. Porque no será nada de tipo ilegal, ¿verdad?
Otero sonrió.
– Todo lo contrario. Pero es un tema que podría despertar… un interés considerable.
– Claro que no le diré nada a nadie. -Harry titubeó un instante-. Lo prometo.
– Ni siquiera a Barbara -añadió Sandy-. Palabra de caballero, ¿eh?
– Pues claro.
Sebastián de Salas sonrió.
– Sandy nos ha hablado de las relaciones de honor entre los compañeros de estudios de los colegios públicos. Es una especie de código, ¿verdad?
– Que Harry jamás quebrantaría -añadió Sandy.
– ¿Un código de honor como el que reina entre los soldados de la Legión?
– Sí -contestó Harry-. Sí, eso es.
Otero estudió un poco más a Harry y después se volvió para mirar a Sandy.
– Muy bien. Queda bajo su responsabilidad, Forsyth.
– Respondo por Harry -dijo Sandy sonriendo.
– ¿Cuánto tenía pensado invertir? -le preguntó Otero a Harry.
– Depende. Depende de lo que se me ofrezca.
Llamaron con los nudillos a la puerta y entró María con una bandeja. Les sirvió el té y el café. En medio del silencio, Harry se sintió inesperadamente presa del temor. Notaba las axilas húmedas de sudor. Le estaba resultando muy difícil mantener la ficción con tres personas concentradas en él. La secretaria se retiró y cerró suavemente la puerta a su espalda.
– De acuerdo. -Sandy abrió un cajón de su escritorio. Todos se lo quedaron mirando mientras sacaba una ampolla de cristal llena de un polvo amarillo. Tomó una hoja de papel y le echó cuidadosamente encima una pequeña cantidad del contenido de la ampolla-. Ya está. ¿Qué creen ustedes que es? Adelante, cojan un poco.
Harry se pasó el polvo entre los dedos. Sabía lo que era, pero fingió ignorarlo.
– Es como aceitoso.
Otero soltó una carcajada que más bien parecía un ladrido y meneó la cabeza. Sandy sonreía satisfecho.
– Es oro, Harry. Oro español. Procede de un campo situado a cierta distancia de aquí. Alberto llevaba años buscando por allí, tomando muestras, y esta primavera va y saca el gordo. España tiene algunos pequeños yacimientos de oro, pero éste es grande. Muy grande.
Harry dejó caer nuevamente los granos sobre el papel.
– ¿Éste es el aspecto que tiene el oro cuando lo extraen de la tierra?
Otero se levantó y se acercó a la mesa. Tomó uno de los botes, lo llevó al escritorio y abrió la tapa. Estaba lleno de una tierra blanda de color amarillo anaranjado.
– Esto es el mineral. Se le aplica mercurio y ácido para separar el oro. Dos botes como éste producirían aproximadamente el contenido de la ampolla; el contenido en oro es muy elevado. ¿Se imagina lo que podría valer todo un yacimiento de este mineral? ¿Veinte yacimientos?
Harry se pasó suavemente la tierra grumosa entre los dedos. «Ya está -pensó-. Lo he conseguido.»
– Estos botes van al Ministerio de Minas para su análisis. -Sandy se volvió hacia De Salas-. Es donde trabaja Sebastián, nuestro contacto de allí.
De Salas asintió con la cabeza.
– Como usted sabe, señor Brett, La política económica de España se basa en la autosuficiencia. El Ministerio de Minas concede licencias a empresas privadas para explorar yacimientos. Después, si se encuentran depósitos minerales explotables y los laboratorios del Gobierno se muestran satisfechos con las pruebas, la empresa recibe una licencia de explotación.
– Y las acciones suben -añadió Sandy.
– ¿Y eso es lo que hace Nuevas Iniciativas?
– Exacto. Nosotros tres somos los principales accionistas. Técnicamente, Sebastián no debería ser un miembro de la empresa porque es funcionario del Ministerio de Minas; pero aquí nadie se preocupa por estas cosas. Además, él ha conseguido que algunos compañeros suyos inviertan.
– ¿Y están satisfechos con su mineral?
– Ha habido demoras -contestó De Salas-. Por desgracia, hay política de por medio. ¿Se ha enterado de lo del fracaso de Badajoz?
– Algo he oído decir.
Sandy asintió con la cabeza.
– El año pasado se informó de la existencia de enormes depósitos de oro, pero al final resultó que allí no había nada. Después de que el Generalísimo hubiera anunciado al país en su discurso radiofónico de Navidad que España muy pronto tendría todo el oro que necesitaba. -Sandy sonrió tristemente-. Fue muy embarazoso… como lo de aquel científico austriaco que afirmaba poder fabricar petróleo a partir de la hierba. El Generalísimo buscaba tan desesperadamente todas estas cosas que se volvió, ¿cómo diría?, un poco crédulo. Ahora ha pasado al otro extremo y se ha vuelto excesivamente precavido. Hay un comité que estudia todas las concesiones de importantes depósitos mineros. Las personas que forman parte de él no congenian políticamente con el Ministerio de Minas. Nos ven como un nido de falangistas.
– Pero, si hay auténticos recursos, todo el mundo tendría que estar interesado en desarrollarlos, ¿no?
– Eso es lo que cabría esperar, Harry -convino Sandy-. Lo que cabría esperar.
Otero se encogió de hombros.
– Ciertas personas alargan las cosas y ordenan que se hagan nuevas pruebas, a pesar de que ya se han llevado a cabo suficientes análisis para satisfacer a cualquier cliente razonable. Pruebas hechas con muestras obtenidas en el mismo emplazamiento y en presencia de inspectores del Gobierno.
– Es posible que te podamos mostrar los informes -dijo Sandy-. En plan estrictamente confidencial, naturalmente.
– A mí las pruebas no me importan -prosiguió diciendo Otero-. Es más, por de pronto, he estado efectuando reconocimientos en zonas adyacentes que ofrecen un potencial todavía mejor. Cuando hayamos superado toda esta carrera de obstáculos burocráticos y la cosa pase a dominio público, todo el que esté asociado a esta empresa se va a hacer pero que muy rico. Pero todo cuesta dinero, señor. Obtener muestras, hacer pruebas… e incluso un territorio aledaño que queremos comprar. El precio es superior al que en estos momentos nos podemos permitir.
– No es simplemente una cuestión política -terció De Salas-. A estos generales que integran el comité les gustaría que nos arruináramos, exigiéndonos una prueba tras otra hasta dejarnos en la situación de tener que venderlo todo a otra empresa de prospección. Controlada por ellos, claro.
– En última instancia, todo se reduce al vil metal. -Sandy enarcó las cejas-. Unas quinientas libras, por ejemplo, nos podrían ser muy útiles en este momento. Podríamos costear más prospecciones, preparar muestras y adquirir los derechos de estas nuevas tierras. Si ellos vieran que disponemos de recursos financieros, creo que los obstáculos desaparecerían y entonces ya podríamos empezar a ganar una fortuna.
– ¿Quinientas? -repitió Harry-. Eso es mucho dinero. Parece un poco… arriesgado.
– No es arriesgado -dijo fríamente Otero-. Como ya le he dicho, tengo informes que certifican la calidad de nuestro mineral.
Harry fingió reflexionar, frunciendo los labios. El corazón le latía muy rápido, pero ya no tenía miedo. Olfateaba el éxito.
:-Estos informes, ¿están escritos en lenguaje profano?
– Por supuesto -contestó De Salas, riéndose-. Los tienen que entender los del comité.
– Tienes que venir aquí a leerlos -dijo Sandy-. No los podemos sacar del despacho, pero nosotros te guiaremos en su lectura.
– Es usted un privilegiado, señor Brett -dijo Otero con la cara muy seria-. Muy pocas personas saben algo al respecto.
Harry respiró hondo. De perdidos al río.
– Me gustaría ver la zona. No quisiera hacer las cosas a ciegas.
Otero denegó lentamente con la cabeza.
– La localización es algo muy confidencial, señor. No estoy preparado para llegar tan lejos, no.
– Pero seguramente el Gobierno sabe dónde está.
– Sí, Harry. -La voz de Sandy sonó repentinamente impaciente-. Pero sólo a nivel de estricta confidencialidad.
– Es que, si voy a formar parte de este… -Harry extendió las manos.
– Eso habría que discutirlo. -Sandy se acarició el bigote, mirando de De Salas a Otero. No se les veía muy contentos.
– De acuerdo -dijo Harry.
No era el momento de insistir. Se alegró de haber provocado en ellos una inquietud visible. Y de haber borrado del rostro de Sandy la complaciente sonrisa que lo iluminaba. En caso de que se negaran a enseñárselo, seguiría con ellos de todos modos, pero el hecho de ver el emplazamiento habría sido un auténtico golpe de efecto.
Llamaron con los nudillos a la puerta. Sandy levantó la vista, todavía irritado, y María asomó la cabeza.
– ¿Qué?
– Ha llegado la señora Forsyth, señor. Está fuera.
Sandy se pasó una mano por el cabello.
– Ha venido muy temprano. Mira, Harry, eso lo tendremos que discutir. ¿Por qué no te llevas tú solo a Barbara a tomar ese café? Te llamaremos más tarde.
– Como quieras.
– Muy bien pues. Salgo un momento contigo a saludar. -Sandy se levantó y los españoles hicieron lo propio.
– Hasta nuestro próximo encuentro -dijo De Salas estrechándole la mano seguido por Otero, el cual volvió a dirigirle otra de sus frías miradas.
Sandy lo acompañó fuera. Barbara estaba sentada junto al escritorio de María, la cabeza tocada con un pañuelo estampado empapado de lluvia. Estaba muy pálida y parecía preocupada.
– Hola, Harry.
– ¡Llegas muy temprano! -Sandy señaló con impaciencia el pañuelo de la cabeza-. ¿Y por qué te has puesto eso? Como si no tuvieras suficientes sombreros.
Harry lo miró, sorprendiéndose de su tono de voz. Al ver aquella mirada, Sandy sonrió y tomó a Barbara del brazo.
– Mira, cariño, ha habido un cambio de planes. Hemos celebrado una reunión y ahora tengo que discutir ciertas cosas con unos amigos. ¿Por qué no os vais tú y Harry a tomar un café juntos?
– Sí, me parece muy bien. -Barbara le dirigió a Harry una rápida sonrisa.
– Después te acompañará a casa, ¿verdad, Harry? Buen chico. Mañana te llamo. -Sandy le guiñó el ojo a Harry-. Veré qué puedo hacer con Otero.
Fuera seguía lloviendo y el ambiente era frío y desapacible. Barbara se arregló el pañuelo de la cabeza.
– No le gusta que me ponga estas cosas -dijo-. Cree que son demasiado vulgares. -Sonrió con una tensa frialdad que Harry jamás había visto en su rostro-. ¿Qué habéis estado haciendo… te intenta liar con alguno de sus proyectos?
Harry soltó una carcajada forzada.
– Hay una posibilidad de inversión.
– Oye, ¿te importa que no vayamos a tomar café? Prefiero volver a casa, creo que estoy a punto de pillar un resfriado.
– Claro que no. -Echaron a andar muy despacio. Harry contempló su pálido y tenso rostro-. ¿Te ocurre algo, Barbara?
– No, la verdad es que no. -Barbara lanzó un profundo suspiro-. He ido al cine después de comer para pasar el rato hasta la hora de reunirme contigo. Han dado el noticiario, ya sabes cómo son, pura propaganda proalemana. -Se estremeció con un suspiro-. Han dado la noticia del bombardeo, «Gran Bretaña de rodillas». Han pasado unas imágenes del centro de Birmingham.
– Lo siento. ¿Tan grave ha sido?
– Horrible. Algunos sectores de la ciudad estaban ardiendo. Toda aquella gente muerta en la última incursión aérea y ellos regocijándose de lo ocurrido. -Barbara se detuvo de golpe-. Dios mío, perdona, estoy un poco mareada.
Harry miró alrededor en busca de algún café, pero no había ninguno a la vista, sólo una de las grandes iglesias que salpicaban la ciudad. Sujetó a Barbara por el brazo.
– Ven, vamos a sentarnos un poco aquí dentro. -Subió con ella las gradas.
El interior del templo estaba frío y oscuro, sólo el ornamentado altar cubierto de pan de oro aparecía iluminado. En los bancos en penumbra unas figuras borrosas permanecían sentadas con los hombros encorvados, algunas de ellas murmurando oraciones. Harry acompañó a Barbara a un banco vacío. Había lágrimas en sus mejillas. Barbara se quitó las gafas y se sacó un pañuelo del bolsillo.
– Perdona-dijo en un susurro.
– Lo comprendo. Yo también estoy preocupado por mi primo Will.
– ¿El que está casado con una fiera?
– Sí. Aunque, poco antes de marcharme, descubrí su otra faceta. Nos vimos atrapados en una incursión aérea y tuve que acompañarla a un refugio. Estaba muerta de miedo por sus hijos. No pensaba que los quisiera tanto.
Barbara suspiró.
– Aquí vi algunas incursiones aéreas durante la Guerra Civil, claro, pero verlas en Inglaterra… -Se mordió el labio-. Las cosas ya jamás volverán a ser lo mismo después de todo esto, ¿verdad? ¿En ningún sitio?
Harry contempló la seriedad de su semblante intensamente pálido en medio de la penumbra.
– No. No creo que lo vuelvan a ser.
– Tendría que estar allí. En Inglaterra. Hubo un tiempo en que buscaba seguridad después de lo de Bernie… -hizo una pausa-… cuan do él se fue. Sandy me la ofreció o, por lo menos, yo lo creí. Pero no hay seguridad en ninguna parte, ya no. -Hizo otra pausa-. Y ni siquiera estoy segura de si la deseo.
Harry sonrió con tristeza.
– Me temo que yo sí. No soy un héroe. Si te soy sincero, lo que de veras quisiera es largarme corriendo a casa y disfrutar de una vida tranquila.
– Pero no lo harás, ¿verdad? -Barbara lo miró sonriendo-. Eso sería contrario a tu sentido del honor.
– Es curioso que esta palabra haya surgido en la conversación que acabo de mantener con Sandy. El honor de los colegios privados. Como es natural, eso jamás significó nada para él.
Ambos guardaron silencio un instante. Sus ojos se habían adaptado a la penumbra y Harry observó que casi todas las personas que rezaban eran pobres mujeres vestidas de negro. Algunas sólo tenían un trozo de trapo negro para cubrirse la cabeza. Barbara contempló en una capilla lateral la imagen de Jesús crucificado con la sangre pintada manando de sus heridas.
– Qué religión tan rara -dijo con amargura-. Sangre y tortura;
no es de extrañar que los españoles acabaran matándose los unos a los otros. La religión es una maldición, en eso Sandy tiene razón.
– Pensaba que servía para refrenar los excesos de la gente.
Barbara soltó una carcajada amarga.
– Pues aquí sirve para todo lo contrario, y creo que siempre ha servido para lo mismo. -Volvió a ponerse las gafas-. ¿Recuerdas aquella familia amiga de Bernie? ¿Los Mera?
– Sí, yo estaba con él cuando conoció a Pedro Mera. De hecho, fui a ver… fui a ver si podía localizar su apartamento. -Harry titubeó un poco, no quería decirle a Barbara lo que había descubierto en Carabanchel.
– ¿De veras?
– Sí. ¿Por qué… acaso los has visto? -Harry la miró con ansia.
Barbara se mordió el labio.
– ¿Sabes que trabajo como voluntaria en un orfelinato de la Iglesia? -dijo serenamente.
– Sí.
– Aquello es un infierno. Tratan a los niños como animales. Hace un par de días llevaron allí a Carmela, la hijita de Pedro e Inés. Vivía a la intemperie, como una salvaje. Creo que todos los demás han muerto.
– Dios mío. -Harry recordó a la chiquilla, que lo miraba solemnemente mientras él intentaba enseñarle unas cuantas palabras en inglés. A su hermano Antonio, testigo de cómo los comunistas habían echado a los fascistas con su ayuda y la de Bernie; a Pedro, el corpulento y campechano progenitor; a Inés, la incansable y abnegada madre-. ¿Todos?
– Creo que sí. -Barbara buscó en el interior de su bolso y sacó el maltrecho burro de lana, remendado con un costurón alrededor de la parte central-. La bruja que trabaja conmigo se lo quitó de las manos y lo rompió. Creo que era la última posesión que le quedaba a Carmela. Le prometí que se lo arreglaría, pero esta mañana cuando se lo iba a devolver me han dicho que había hecho varios intentos de fuga y que la han trasladado a un hogar especial para niños rebeldes. Ya te puedes imaginar lo que eso significa. La monja que se encarga de estos menesteres no me ha querido revelar su paradero; ha dicho que no era asunto mío. Sor Inmaculada. -El tono de su voz reflejaba una dolorosa amargura.
– ¿Y no te puedes enterar?
– ¿Cómo? ¿Cómo, si no me lo quieren decir? -Barbara levantó la voz, lanzó un suspiro y apretó los labios-. Ya sé, voy a dejar al burro Fernandito como ofrenda al Señor. Quizás Él cuide de Carmela. Quizá. -Se levantó y se acercó con el juguete a la barandilla de la capilla lateral. Lo arrojó con gesto airado sobre las flores que había ante el Crucificado, después regresó y volvió a sentarse junto a Harry-. No pienso regresar al convento. A Sandy no le gustará, pero tendrá que aguantarse.
– Tú y Sandy… -Harry vaciló-. ¿Va todo bien entre vosotros?
Barbara sonrió con tristeza.
– Eso vamos a dejarlo, Harry. Venga, salgamos de este panteón.
Harry la miró con la cara muy seria.
– Barbara, si alguna vez necesitas… bueno… algún tipo de ayuda, siempre podrás acudir a mí.
Ella le rozó la mano. Una anciana que pasaba por su lado chasqueó la lengua en gesto de reproche.
– Gracias, Harry, pero estoy bien, simplemente he tenido un mal día.
Harry observó que la anciana agarraba a un cura de la manga y los señalaba con el dedo.
– Vamos, Barbara -dijo-. Nos van a detener por inmoralidad en lugar sagrado.
Una vez fuera, Barbara se enojó consigo misma por su momentánea debilidad. Tenía que ser fuerte.
Al salir de la iglesia, dejó que Harry la acompañara a un bar. Le preguntó cuáles eran las últimas noticias de la embajada sobre la posible entrada en guerra de Franco. Harry le dijo que en la embajada se creía que la reunión de Franco con Hitler había sido un fracaso. Era un alivio.
Al llegar a casa, se preparó un té y se sentó sola en la cocina, pensando y fumando. Pilar tenía la tarde libre y no estaba. Barbara se alegró, pues jamás se sentía a gusto con la chica cerca. En la previsión meteorológica de la radio, el locutor anunció más frío en Madrid y nevadas en la sierra de Guadarrama. Contempló el jardín barrido por la lluvia y pensó: «Eso significa que en Cuenca también nevará.» Ahora no se podía hacer más que esperar a que el hermano de Luis se tomara su permiso. Volvió a pensar en Harry. Habría deseado contarle algo acerca de Bernie, no soportaba la idea de que siguiera pensando que su viejo amigo había muerto y habría querido decirle la verdad; pero Harry también era amigo de Sandy y lo que ella tenía intención de hacer era ilegal. Era peligroso decirle algo, era peligroso decírselo a cualquiera.
Al cabo de un rato, se fue al salón y le escribió una carta a sor Inmaculada, comunicándole en términos fríamente corteses que sus obligaciones domésticas le impedirían seguir trabajando por más tiempo en el orfelinato. Ya estaba terminando cuando entró Sandy. Parecía cansado. La miró sonriendo mientras posaba en el suelo el maletín, que emitió un tintineo como si contuviera algún objeto metálico. Se acercó y le apoyó una mano en el hombro.
– ¿Cómo estás, cariño? Mira, perdóname por el arrebato de furia del despacho. He tenido un mal día. Acabo de pasar una hora en el Comité de Judíos. -Se inclinó y la besó en el cuello.
En otro momento, semejante gesto la hubiera ablandado, pero ahora sólo fue consciente del cosquilleo de los pelos de su bigote. Se apartó, y él frunció el entrecejo.
– ¿Qué ocurre? Ya te he pedido perdón.
– Es que yo también he tenido un mal día.
– ¿A quién le escribes?
– A sor Inmaculada. Le digo que ya no voy a volver al orfelinato. No soporto ver cómo tratan a esos niños.
– Pero eso no se lo habrás dicho en la carta, ¿verdad?
– No, Sandy, he dicho obligaciones domésticas. No te preocupes, no habrá ningún problema con la marquesa.
Sandy se apartó.
– No hace falta que me contestes así.
Barbara respiró hondo.
– Perdona.
– Bueno, ¿y ahora qué piensas hacer? Te conviene hacer algo.
«Necesito un mes para ayudar a Bernie a salir y escapar de allí», pensó Barbara.
– Pues no lo sé. ¿Podría echar una mano con tus refugiados? ¿Los judíos?
Sandy tomó un trago de whisky y denegó con la cabeza.
– Son muy tradicionales. No les gusta que las mujeres les digan lo que tienen que hacer.
– Yo creía que casi todos ejercían profesiones liberales.
– Pero, aun así, son muy tradicionales. -Sandy cambió de tema-. ¿Qué te ha estado contando Harry?
– Hemos hablado de la guerra. No cree que Franco entre en ella.
– Sí, eso es lo que me ha dicho a mí. Es muy astuto en cuestión de negocios, ¿sabes? -Sandy sonrió con aire pensativo-. Mucho más de lo que imaginaba. -Volvió a mirar a Barbara-. Pero verás, cariño, yo creo que te equivocas en esto del orfelinato. Hay que hacer las cosas a su manera. Donde fueres… Te lo he dicho muchas veces.
– Sí, es cierto. Pero yo no pienso volver allí, Sandy, no quiero participar en la manera que ellos tienen de tratar a los niños.
¿Por qué la provocaba y la hacía enfadar tanto últimamente, cuando ella más necesitaba que todo pareciera normal y se mantuviera en equilibrio? Barbara sabía que él había notado algo raro. Ahora incluso evitaba hacer el amor con él y, cuando él insistía y ella cedía, le resultaba imposible fingir placer.
– Esos niños son muy salvajes -dijo Sandy-. Tú misma lo has dicho. Necesitan disciplina, no animales de juguete.
– Por Dios, Sandy, a veces pienso que tienes una piedra por corazón. -Las palabras se le escaparon sin que ella pudiera evitarlo.
El rostro de Sandy se congestionó de rabia y éste hizo ademán de acercarse a ella. Apretó los puños y Barbara se estremeció mientras el corazón le latía con fuerza en el pecho. Siempre había sabido que Sandy podía ser cruel y perverso cuando estaba enojado, pero hasta aquel momento jamás había temido ninguna acción violenta de él. Respiró hondo. Sandy consiguió controlarse y habló fríamente.
– Yo te he hecho -dijo-. No lo olvides. No eras nada cuando yo te encontré; un desastre, porque a ti lo único que siempre te ha preocupado es lo que la gente piensa de ti. En lugar de corazón, tú lo que tienes es un revoltijo de sensiblería empalagosa. -La miró con rabia, y entonces comprendió claramente por primera vez qué era lo que siempre había querido de ella y en qué había consistido la relación entre ambos desde el principio. Control. Poder.
Barbara se levantó y abandonó la estancia.
Cuando Harry regresó a casa tras haber dejado a Barbara, encontró dos cartas esperándolo. Una era una nota garabateada de Sandy, entregada directamente en mano. Decía que había convencido a Otero y De Salas de que le permitieran visitar la mina y que él mismo acudiría a recogerlo a su casa tres días más tarde, el domingo a primera hora de la mañana, para acompañarlo al lugar. Estaba a sólo tres horas de camino por carretera.
Abrió la otra carta; la dirección estaba escrita en una caligrafía pulcra y menuda que él no reconoció. Era de Sofía e incluía una factura de tratamiento y medicinas extendida por un médico del centro de la ciudad, junto con una carta en español.
Estimado señor Brett:
Le incluyo la factura del médico. Sé que los honorarios son razonables. Enrique ya está mejor. Pronto podrá volver a trabajar y entonces las cosas serán más fáciles para todos nosotros. Le da las gracias, y mamá también. Usted le salvó la vida a Enrique y nosotros siempre recordaremos con gratitud lo que usted hizo.
Harry sufrió una decepción ante el ceremonioso tono de la carta en el cual parecía encerrarse una despedida.
Le dio vueltas un par de veces entre sus manos; después, se sentó y escribió una respuesta:
Me alegro de que Enrique ya esté mejor y mañana mismo pagaré los gastos del médico. Me gustaría volver a verla para entregarle la factura y, de paso, invitarla a tomar un café. Me encantó hablar con usted, porque raras veces tengo ocasión de conversar con españoles de manera informal. Espero que pueda venir.
Sugería que ambos se reunieran dos días más tarde en un café que él conocía cerca de la Puerta del Sol a las seis en punto, pues sabía que ella empezaba a trabajar muy temprano.
Cerró la carta. La echaría al correo cuando saliera.
Lo de la factura era un pretexto y ella así lo interpretaría. Bueno, ¿contestaría o no? Se volvió hacia la mesita del teléfono y marcó el número de la embajada. En recepción, pidió que le comunicaran al señor Tolhurst que necesitaba hablar con él sobre el previsto comunicado de prensa relativo a las importaciones de fruta. Era la clave que ambos habían acordado para cuando él tuviera alguna noticia sobre Sandy. Al principio pensaba que aquellas claves eran estúpidas y melodramáticas, pero ahora había comprendido que eran necesarias porque todos los teléfonos estaban pinchados.
El recepcionista se puso de nuevo al aparato para decirle que el señor Tolhurst estaba disponible, por si quisiera hablar con él en aquel momento. No le extrañaba. Tolly se pasaba muchas tardes en la embajada. Harry cogió el abrigo y volvió a salir.
Tolhurst se mostró enormemente encantado cuando Harry le explicó lo ocurrido. Dijo que se lo comunicaría a Hillgarth que, en aquel momento, se encontraba en una reunión pero tendría interés en saberlo. A los pocos minutos, regresó emocionado al pequeño despacho.
– El capitán está muy contento -dijo-. Si hay mucho oro, me parece que se pondrá directamente en contacto con Churchill, y entonces éste dispondrá un endurecimiento del bloqueo para que sólo se permita la entrada de los suministros que se puedan pagar con oro. -Tolhurst se frotó las manos.
– ¿Qué va a decir sir Sam a todo eso?
– Lo que a Churchill le importa es lo que piensa el capitán. -Un arrebol de placer iluminó el rostro de Tolhurst mientras éste pronunciaba el nombre del primer ministro arrastrando aristocráticamente las sílabas.
– Preguntarán por qué se ha endurecido el bloqueo.
– Y probablemente nosotros se lo diremos. Para que sepan que no nos pueden ocultar nada. Y le pegaremos un puñetazo en el ojo al sector de la Falange. Tú dijiste que convendría que practicáramos una política más firme, Harry. Puede que lo consigamos.
Harry asintió con expresión pensativa.
– Eso hará que Sandy se encuentre en apuros. Y puede que acabe teniendo problemas muy serios.
Comprendió que había estado tan concentrado en su misión que apenas había pensado en lo que podría ocurrirle a Sandy. Experimentó una punzada de remordimiento.
Tolhurst le guiñó el ojo.
– No necesariamente. El capitán también se guarda algo en la manga.
– ¿Qué? -Harry lo pensó un poco-. ¿No será que vais a intentar reclutarlo?
Tolhurst meneó la cabeza.
– No te lo puedo decir, todavía no. -Esbozó una sonrisa engreída que irritó a Harry-. Por cierto, el otro asunto, lo de los Caballeros de San Jorge, no se lo habrás dicho a nadie más, ¿verdad?
– Por supuesto que no.
– Es importante que no lo hagas.
– Lo sé.
A la mañana siguiente, Harry acompañó a uno de los secretarios de embajada a otra sesión de interpretación con Maestre, con el cual se tenían que revisar unos certificados. El joven intérprete de la Falange también estaba presente y volvieron a repetir la comedia de fingir que Maestre no hablaba inglés. La actitud del general español para con Harry era visiblemente fría y éste comprendió que Hillgarth tenía razón; el hecho de que no se hubiera vuelto a poner en contacto con Milagros se había interpretado como un desaire. Pero él no iba a fingir que quizás hubiera algo entre él y la chica simplemente para que los espías estuvieran contentos. Se alegraba de que fuera viernes, fin de semana. Cuando regresó a casa, encontró una respuesta de Sofía encima del felpudo, sólo un par de líneas accediendo a reunirse con él la tarde del día siguiente. Harry se sorprendió de la emoción que experimentó en su fuero interno.
El café era un local pequeño, alegre y moderno. De no ser por el retrato de Franco colgado en la pared detrás de la barra, habría podido estar en cualquier lugar de Europa. Llegó con cierto adelanto, pero Sofía ya estaba allí, sentada al fondo del local con una taza de café entre sus manos. Vestía el abrigo largo de color negro que llevaba la noche en que él había acompañado a Enrique a su apartamento, algo raído como él pudo ver bajo las luces del local. Su rostro de duendecillo sin asomo de maquillaje estaba muy pálido. Parecía mucho más joven y vulnerable. Levantó los ojos con una sonrisa al verlo acercarse.
– Espero no haberla hecho esperar demasiado -dijo Harry.
– Yo he llegado antes de lo previsto. Es usted muy puntual. -Había algo distinto en su sonrisa. Era sincera y amistosa, pero se advertía en ella cierta perspicacia.
– Voy a buscarle otro café. -Fue a pedir las consumiciones.
– Enrique está mucho mejor -dijo la chica, mientras él se sentaba-. La semana que viene empezará a buscar trabajo.
Harry sonrió con ironía.
– Un trabajo distinto.
– Sí, claro. Algún trabajo de tipo manual, si lo encuentra.
– ¿Le pagó el ministerio… mientras estuvo enfermo?
Por un instante, la sonrisa de Sofía adquirió un aire un tanto cínico.
– No.
– Tengo la factura. -Harry había visitado el consultorio y había pagado los gastos médicos tal como había prometido hacer.
– Gracias.
Sofía dobló cuidadosamente el papel y se lo guardó en el bolsillo.
– Si su hermano tiene algún otro problema, yo tendría mucho gusto en ayudarlo.
– Creo que ahora ya está todo arreglado.
– Muy bien.
– Le decía en mi carta que usted le salvó la vida. Siempre le estaremos agradecidos.
– Faltaría más. -Harry sonrió, pero, de repente, se quedó sin saber qué otra cosa decir.
– ¿Ha sido… -Sofía enarcó ligeramente las cejas- sustituido?
– No, gracias a Dios. Ahora me dejan en paz. Es que yo soy nada importante, ¿sabe? Un simple traductor.
Sofía encendió un pitillo y después se reclinó en su asiento para estudiarlo. Su expresión era inquisitiva, pero ni hostil ni recelosa. Lejos de su apartamento, se la veía mucho más relajada.
– ¿Regresará usted a Inglaterra? -preguntó-. Por Navidad, quiero decir.
– Navidad. -Harry se rió-. Ni siquiera lo había pensado.
– Faltan sólo seis semanas. Creo que, en Inglaterra, ustedes la celebran por todo lo alto.
– Sí, pero dudo que vaya a casa. En la embajada nos necesitan a todos. Ya sabe usted cómo son las cosas. En el mundo diplomático. -Harry se preguntó cómo era posible que conociera aquel detalle acerca de la Navidad inglesa. Quizás a través de aquel chico de Leeds que había conocido durante la Guerra Civil. Se preguntó una vez más si habría sido su amante. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis?
– O sea que no la podrá celebrar con sus padres.
– Mis padres han muerto.
– Qué pena.
– Mi padre murió en la Primera Guerra. Y mi madre murió en la epidemia de gripe que hubo poco después.
Sofía asintió con la cabeza.
– Sí, España no participó en la Primera Guerra, aunque después sufrimos la epidemia. Es una pena perder al padre y a la madre.
– Tengo tías, un tío y un primo. Él me mantiene informado de lo que ocurre en casa.
– ¿Las incursiones aéreas?
– Sí. Son graves, pero menos de lo que la propaganda de aquí quiere dar a entender. -Vio que ella miraba rápidamente alrededor al oír sus palabras y se maldijo a sí mismo por haber olvidado que se encontraban en un país lleno de espías donde uno tenía que vigilar lo que decía-. Perdón.
Sofía volvió a esbozar la sonrisa irónica de antes, extrañamente seductora.
– Nadie nos puede oír. He elegido a propósito una mesa del fondo.
– Comprendo.
– ¿Y no tiene a nadie más en su país? -preguntó ella-. ¿Una esposa quizá?
Aquella pregunta tan directa lo pilló desprevenido.
– No. A nadie. Nadie en absoluto.
– Perdone mi pregunta. Le debo de haber parecido una descarada. Estará pensando, no es la clase de preguntas que hacen las españolas.
– A mí no me importa la franqueza -dijo Harry, contemplando los grandes ojos castaños de Sofía-. Para variar del ambiente que se respira en la embajada. Hace un par de semanas estuve en una fiesta ofrecida por un ministro del Gobierno para celebrar los dieciocho años de su hija. Las normas de etiqueta resultaban asfixiantes. Pobre chica -añadió.
Sofía exhaló una nube de humo.
– Yo vengo de otra tradición distinta.
– Ah, ¿sí?
– De la tradición republicana. Mi padre y los familiares que lo precedieron eran republicanos. Los extranjeros ricos piensan que España es la de las iglesias antiguas, las corridas de toros y las mujeres con mantilla; pero aquí existe otra tradición completamente distinta. En mi familia pensábamos que las mujeres tenían que ser iguales. A mí me educaron en la creencia de que valía tanto como un hombre. Al menos, mi madre. Mi padre tenía unas ideas más anticuadas. Pero a veces tenía la amabilidad de avergonzarse de ellas.
– ¿A qué se dedicaba?
– Trabajaba en un almacén. Por muy poco dinero, como yo.
– Creo que la familia que tuve ocasión de conocer cuando estuve aquí en 1931 también formaba parte de esta tradición. Aunque yo no lo veía en estos términos. -Pensó en la historia que le había contado Barbara, la de Carmela y su burrito.
– Usted los apreciaba -dijo Sofía.
– Sí, eran buena gente -contestó Harry sonriendo-. ¿Su familia también era socialista?
Sofía negó con la cabeza.
– Teníamos amigos socialistas, anarquistas y republicanos de izquierdas. Pero no todos se afiliaron al partido. Los partidos hablaban de utopías comunistas y anarquistas, pero lo único que quiere la mayoría de la gente es paz, pan en la mesa y dignidad. ¿No cree?
– Sí.
Sofía se inclinó hacia delante y clavó sus penetrantes ojos en Harry.
– Usted no sabe lo que fue para nosotros el advenimiento de la República, lo que eso significó. De repente, teníamos importancia. Yo obtuve una plaza en la Facultad de Medicina. También tenía que trabajar mucho en un bar, pero todo el mundo estaba muy esperanzado; al final habría cambios, la posibilidad de vivir con dignidad. -Sofía sonrió de repente-. Perdone, señor Brett, pero me dejo arrastrar por la lengua. Casi nunca tengo oportunidad de hablar de aquellos tiempos.
– No se preocupe. Me ayuda a comprender.
– ¿Comprender el qué?
– España. -Harry vaciló-. A usted.
Ella bajó la mirada a la mesa, alargó la maño hacia la cajetilla de cigarrillos y encendió otro. Cuando levantó la vista, sus ojos reflejaban incertidumbre.
– A lo mejor, tiene que abandonar España antes de lo previsto. Si Franco entra en guerra.
– Esperamos que no lo haga.
– Todo el mundo dice que Inglaterra le dará a Franco todo lo que pida con tal de que se mantenga al margen de esta maldita guerra. Y entonces, ¿qué será de nosotros?
Harry lanzó un suspiro.
– Supongo que mis jefes dirían que tenemos que hacer lo que sea para mantener a España fuera de la guerra, pero… no tenemos muchas cosas de las que enorgullecemos, lo sé.
Sofía sonrió inesperadamente.
– Perdone, lo veo muy triste. Usted ha hecho tanto por ayudarnos y yo aquí, discutiendo con usted, le ruego que me perdone.
– No se preocupe. ¿Le apetece otro café?
Sofía denegó con la cabeza.
– No, creo que ya tengo que volver. Mi madre y Paco me esperan. Voy a ver si encuentro un poco de aceite de oliva.
Harry vaciló. Había visto un anuncio en el periódico de la tarde y había decidido preguntárselo, a menos que aquella tarde hubiera terminado mal.
– ¿Le gusta el teatro? -preguntó de repente, con tal torpeza que Sofía lo miró, momentáneamente desconcertada-. Disculpe -se apresuró a añadir-: pero es que mañana por la noche se estrena Macbeth en el teatro Zara. No sé si a usted le apetecería ir. Me gustaría ver la obra en español.
Ella lo miró indecisa con sus grandes ojos castaños.
– Gracias, señor, pero será mejor que no.
– Es una lástima -dijo Harry-. Es que me gustaría… que fuéramos amigos. No tengo amigos españoles.
Sofía sonrió denegando con la cabeza.
– Ha sido muy agradable conversar con usted, señor, pero vivimos en mundos muy distintos.
– ¿Tan distintos somos? ¿Soy demasiado burgués?
– Todos vestirán sus mejores galas para el Zara. Yo no tengo ropa como la suya. -Sofía lanzó un suspiro y lo volvió a mirar-. Hace unos cuantos años, eso no me hubiera preocupado.
Harry sonrió. -¿Entonces?
– Sólo tengo un vestido que podría llevar. -Venga, se lo ruego. Ella le devolvió la sonrisa.
– De acuerdo, señor Brett -dijo ruborizándose-. Pero sólo como amigos, ¿eh?
Había llovido mucho la semana anterior, una lluvia fría que a veces se transformaba en aguanieve. Por el camino de la cantera, los prisioneros chapoteaban a través de un barro pegajoso y rojizo; cada día el límite de la nieve en las lejanas montañas bajaba un poco más.
Aquella mañana había amanecido muy húmeda y cruda. La cuadrilla de trabajo formaba en fila junto a la cantera, moviendo los pies para conservar el calor mientras un par de zapadores del ejército colocaba cuidadosamente unos cartuchos de dinamita en una enorme grieta que discurría a lo largo de una cara rocosa de siete metros. El sargento Molina, de vuelta de su permiso, hablaba con el conductor de un camión del ejército que había transportado los explosivos desde Cuenca.
Bernie pensó en Agustín. Días atrás, éste se había ido de permiso y lo había hecho mientras se pasaba la lista de la mañana; Bernie lo había visto cruzar el patio con una mochila a la espalda. Los ojos de Agustín se cruzaron brevemente con los suyos un segundo antes de que éste apartara rápidamente la cabeza. Se abrió la verja y Agustín desapareció, subiendo por el camino de Cuenca.
– Ésta es una carga muy fuerte -murmuró Pablo. Ahora el compañero comunista de Bernie trabajaba con él en la cuadrilla de la cantera. Era un antiguo minero de Asturias, un experto en explosivos-. Tendríamos que apartarnos más, saltarán astillas por todas partes.
– Tendrían que haberte encomendado a ti la colocación de las cargas, amigo mío.
– Tendrían miedo de que las colocara debajo de su camión, como hicimos el treinta y seis en Oviedo.
– Anda que si les pudiéramos meter mano, ¿eh, Vicente?
– Pues sí.
El abogado permanecía medio tumbado sobre una roca al lado de sus compañeros. Aquella mañana había estado ayudando a Molina con el trabajo de oficina -el sargento, un gordinflón holgazán ascendido a un cargo superior a sus capacidades, apenas sabía escribir y el abogado era para él como una bendición de Dios-; pero lo habían hecho esperar junto a los demás mientras se colocaban las cargas. Vicente se sostenía la cabeza entre las manos. El estado de su nariz había empeorado. Las secreciones habían cesado, pero ahora parecía que el veneno se le había quedado atrapado en los senos nasales. No podía respirar por la nariz y el hecho de aspirar el aire o tragar le resultaba muy doloroso.
– ¡Apartaos! ¡Todavía más! -gritó Molina.
La cuadrilla se retiró arrastrando los pies mientras los zapadores regresaban al camión; Molina y el conductor se reunieron con ellos detrás del camión.
Se oyó una sorda explosión y Bernie retrocedió, pero no volaron astillas por el aire. En su lugar, toda la cara rocosa se vino abajo y se desintegró como un castillo de arena alcanzado por una ola. Una nube de polvo se abrió en abanico hacia fuera y los hizo toser. Una pequeña manada de ciervos que habitaba en Tierra Muerta bajó brincando aterrorizada por la ladera.
Mientras el polvo se iba posando en el suelo, vieron que el derrumbamiento había dejado al descubierto una cueva de aproximadamente un metro y medio de altura detrás de la cara de la roca. Estaba claro que la grieta se ensanchaba por detrás y penetraba en la ladera de la colina. Los zapadores se acercaron a la cueva. Sacaron unas linternas y, agachándose con cuidado, entraron a través de la abertura. Hubo un momento de silencio, después se oyó un repentino grito y los dos hombres volvieron a salir, corriendo hacia el camión con expresión aterrada. Los prisioneros y los guardias contemplaron la escena con asombro.
Los zapadores hablaron con Molina en tono apremiante. El rollizo sargento se echó a reír.
– Pero ¿qué decís? ¡No puede ser! ¡Estáis locos!
– ¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Vaya a verlo!
Molina frunció el entrecejo visiblemente desconcertado y después se dirigió con los zapadores al lugar donde se encontraban Bernie y los demás. El sargento le hizo una seña a Vicente y éste se levantó medio atontado.
– Rueño, abogado, tú eres un hombre instruido, ¿no? Quizá tú puedas entender lo que dice este loco. -Señaló al zapador que tenía más cerca, un muchacho con la cara picada de acné-. Dile lo que has visto.
El chico tragó saliva.
– En la cueva hay pinturas. Unos hombres que persiguen animales, ciervos y hasta elefantes. ¡Parece una locura, pero lo hemos visto!
Un destello de interés iluminó el rostro de Vicente.
– ¿Dónde?
– ¡En la pared, en la pared!
– Algo muy parecido se encontró en Francia hace unos años. Pinturas rupestres realizadas por hombres prehistóricos.
El joven soldado se santiguó.
– Es como estar viendo las paredes del infierno.
A Molina le brillaron los ojos.
– ¿Podrían ser valiosos? -preguntó.
– Creo que sólo para los científicos, mi sargento.
– ¿Las podríamos ver? -preguntó Bernie-. Yo tengo un título de la Universidad de Cambridge -añadió, mintiendo como un bellaco.
Molina lo pensó un momento y luego asintió con la cabeza. Bernie y Vicente lo acompañaron a la cueva. Los zapadores se quedaron donde estaban. Molina señaló bruscamente al hombre que había hablado.
– Enséñaselo.
El hombre tragó saliva y, a continuación, tomó la linterna de su compañero para pasársela a Bernie antes de encabezar a regañadientes la marcha hacia la entrada de la cueva. Los prisioneros contemplaban la escena con interés.
La cueva era estrecha y estaba tan llena de polvo que Vicente se puso a toser dolorosamente. Unos tres metros más allá, la cueva se abría a una amplia caverna circular. Ante ellos, bajo la luz de las linternas, vieron unas figuras en la pared, unos hombres delgados como palillos que perseguían a unos animales enormes, unos elefantes peludos de altas cabezas abombadas, rinocerontes y venados. Pintados en vivos colores rojo y negro, los animales parecían brincar y danzar a la luz de las linternas. Las pinturas llenaban toda una pared de la cueva.
– Vaya -dijo Bernie en voz baja.
– Es como en Francia -murmuró Vicente-. Vi las pinturas en una revista. Pero no tenía idea de que las imágenes pudieran parecer tan reales. Ha hecho usted un hallazgo importante, señor.
– ¿Quién las pintó? -preguntó muy nervioso el soldado-. ¿Por qué pintar figuras en la oscuridad?
– Eso nadie lo sabe, soldado. A lo mejor, era para sus ceremonias religiosas.
Muy impresionado, el zapador recorrió con la luz de su linterna las paredes de la cueva que lo rodeaban e iluminó las estalagmitas y la roca desnuda.
– Pero aquí no se podía entrar -dijo con inquietud.
Bernie señaló unas rocas amontonadas de cualquier manera en un rincón de la cueva.
– Esto puede que fuera una entrada que quedó bloqueada con el tiempo.
– Y todo esto lleva miles de años en la oscuridad -musitó Vicente-. Es más antiguo que la Iglesia católica, más antiguo que Jesucristo.
Bernie estudió las pinturas.
– Son preciosas -dijo-. Es como si las hubieran acabado de pintar ayer. Mira, un mamut peludo. Cazaban mamuts -añadió riéndose con asombro.
– Tengo que salir -dijo el zapador, regresando con sus ruidosas pisadas a la entrada.
Bernie arrojó un último haz de luz sobre un grupo de estilizados hombres que perseguían a un venado enorme, y dio media vuelta.
Al salir, el zapador y Vicente se fueron a hablar con Molina. Un guardia le indicó a Bernie con un movimiento del fusil que regresara junto a los demás prisioneros que formaban filas irregulares, muchos de ellos temblando en medio del frío y la humedad del aire.
– ¿Qué pasó? -le preguntó Pablo a Bernie.
– Unas pinturas rupestres -contestó Bernie-. Pintadas por hombres prehistóricos.
– ¿De verdad? ¿Y cómo son?
– Sorprendentes. Tienen miles de años de antigüedad.
– La época del comunismo primitivo -dijo Pablo-. Antes de que se crearan las clases sociales. Habría que estudiarlas.
Vicente cruzó el terreno irregular, emitiendo unos ásperos jadeos que sonaban a papel de lija.
– ¿Qué ha dicho Molina? -preguntó Bernie.
– Que presentará un informe al comandante. Nos van a desplazar al otro lado de la colina; quieren colocar cargas en otro sitio. -Volvió a sufrir un acceso de tos y la frente se le quedó empapada de sudor-. Ah, es como si estuviera ardiendo. Si al menos tuviera un poco de agua.
Un soldado trepó hasta la boca de la cueva. Se santiguó y permaneció de pie a la entrada, montando guardia.
Aquella noche, a la hora de cenar, el estado de Vicente se agravó. A la mortecina luz de las lámparas de petróleo, Bernie vio que temblaba y sudaba profusamente. Cada vez que se tragaba una cucharada de puré de guisantes pegaba un respingo.
– ¿Cómo te encuentras?
Vicente no contestó. Soltó la cuchara y se sostuvo la cabeza entre las manos.
Se abrió la puerta de la barraca del rancho y entró Aranda, seguido por Molina. El sargento parecía asustado. Detrás de ellos entró el padre Jaime, alto y serio en su sotana, con el cabello gris acero peinado hacia atrás desde la frente despejada. Los hombres sentados alrededor de las mesas de tresillo se revolvieron con inquietud mientras Aranda los miraba con semblante severo.
– Hoy en la cantera -empezó diciendo Aranda con su bien timbrada voz- la cuadrilla del sargento Molina ha hecho un descubrimiento. El padre Jaime desea dirigiros la palabra a este respecto.
El sacerdote inclinó la cabeza.
– Los garabatos de unos hombres de las cavernas en las paredes de roca son cosas paganas realizadas antes de que la luz de Cristo iluminara el mundo. Hay que evitarlos y huir de ellos. Mañana se colocarán otras cargas en la cueva y las pinturas serán destruidas. Cualquiera que tan siquiera las mencione será castigado. Eso es todo.
El cura saludó con la cabeza a Aranda, dirigió una mirada de desprecio a Molina y se retiró a toda prisa, seguido por los oficiales.
Pablo se inclinó hacia Bernie.
– Será cabrón. Eso forma parte del patrimonio de España.
– Son como los godos y los vándalos, ¿eh, Vicente?
Vicente emitió un gemido y resbaló hacia delante golpeándose la cabeza contra la mesa. Su plato de hojalata cayó ruidosamente al suelo, haciendo que un guardia se acercara a toda prisa.
Era Arias, un joven recluta despiadadamente brutal.
– ¿ Qué pasa aquí? -preguntó, sacudiendo a Vicente por el hombro.
El abogado emitió un gemido.
– Se ha desmayado -explicó Bernie-. Está enfermo, necesita que lo atiendan.
Arias soltó un gruñido.
– Llevadlo a su barraca. Vamos, cógelo. Ahora tendré que salir, con el frío que hace. -Se pasó el poncho por la cabeza, protestando.
Bernie levantó a Vicente. Era muy liviano, un puro saco de huesos. El abogado trató de mantenerse en pie, pero le temblaban demasiado las piernas. Bernie lo sujetó mientras abandonaban la barraca del rancho, seguidos por el guardia. Cruzaron el patio chapoteando entre los charcos donde el hielo que se estaba condensando brillaba bajo la luz de los reflectores de las atalayas. Una vez en la barraca, Bernie colocó a Vicente en su jergón. Empapado de sudor y en estado semiinconsciente, éste jadeaba sin apenas poder respirar. Arias estudió el rostro del abogado.
– Creo que ha llegado la hora de llamar al cura para éste.
– No, no es tan grave -dijo Bernie-. Ya ha estado así otras veces.
– Yo tengo que llamar al cura cuando un hombre parece que está a punto de morir.
– Sólo está indispuesto. Llame al padre Jaime si quiere, pero ya ha visto usted que está de muy mal humor.
Arenas vaciló.
– Bueno. Déjalo y volvamos a la barraca del rancho.
Cuando los hombres regresaron a la barraca después de cenar, Vicente se había despertado, pero su aspecto era peor que nunca.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. ¿Me he desmayado?
– Sí. Ahora tienes que descansar.
– Me arde la cabeza. Está llena de veneno.
Tumbado en la litera del otro lado, Eulalio los miraba con su rostro amarillento y sarnoso monstruosamente iluminado por la luz de una vela de sebo.
– ¡Ay, compañero! Tú has visto las pinturas de los hombres prehistóricos. ¿Cómo eran? Unos hombres estupendos, ¿eh? Los primeros comunistas.
– Sí, Eulalio, eran unos hombres estupendos. Cazaban unos elefantes peludos.
Eulalio lo miró inquisitivamente.
– ¿Cómo iban a ser peludos unos elefantes? No me vaciles, Piper.
El día siguiente era domingo, y la obligatoria ceremonia religiosa se celebró en la barraca que hacía las veces de iglesia, con un lienzo blanco extendido sobre la mesa de tresillo que servía de altar. Durante la celebración, los prisioneros permanecieron sentados como de costumbre, muchos de ellos medio dormidos. El padre Jaime habría pedido al guardia que los sacudiera para despertarlos, pero aquel día el celebrante era el padre Eduardo y éste los dejó dormir. Los sermones de Jaime solían estar llenos de venganzas y llamas infernales; mientras que Eduardo, en tono casi de súplica, hablaba más bien de la luz de Cristo y del gozo que el arrepentimiento llevaba aparejado. Bernie lo estudió cuidadosamente.
Después de la celebración, el sacerdote estaba a disposición de quienquiera que deseara hablar con él. Pocos solían hacerlo. Bernie esperó mientras los prisioneros iban saliendo y después le dijo algo en voz baja al guardia. El soldado lo miró extrañado y después lo acompañó a una pequeña estancia al fondo de la barraca.
Bernie se sintió cohibido al entrar en la habitación del sacerdote. El padre Eduardo se había quitado las vestiduras de oficiante y se había vuelto a poner la sotana negra. Su rostro mofletudo parecía muy joven, como el de un niño al que acabaran de lavar la cara. Miró a Bernie con una sonrisa nerviosa y le indicó la silla que había ante su escritorio.
– Buenos días. Siéntate, por favor. ¿Cómo te llamas?
– Bernie Piper. Barraca 8.
El sacerdote consultó la lista.
– Ah, sí, el inglés. ¿En qué puedo ayudarte, hijo mío?
– Tengo en mi barraca a un amigo que está muy enfermo. Vicente Medina.
– Sí, conozco a este hombre.
– Si fuera posible que lo atendiera un médico, quizá se pudiera hacer algo por él.
El sacerdote denegó tristemente con la cabeza.
– Las autoridades no permitirán la entrada de ningún médico aquí. Yo lo he intentado, lo siento.
Bernie asintió con la cabeza. Ya se lo esperaba. Repasó las palabras que había ensayado durante la ceremonia.
– Señor, ¿usted cree que las conversiones forzadas son un error?
El sacerdote vaciló un instante.
– Sí. La Iglesia enseña que una conversión al cristianismo que no sea auténtica, sino tan sólo una simple sucesión de palabras, carece de validez.
– Vicente es un viejo republicano de izquierdas. Usted sabe que son unos ateos empedernidos.
El rostro del padre Eduardo se puso tenso.
– En efecto. Mi iglesia fue quemada por el populacho en 1931. La policía recibió la orden de no intervenir; Azaña, el republicano de izquierdas, dijo que todas las iglesias de España no valían lo que la vida de un republicano.
– Ahora Vicente ya no puede hacer ningún daño. -Bernie respiró hondo-. Pido que ustedes lo dejen morir en paz cuando llegue el momento. No intenten administrarle la extremaunción. Dadas sus creencias, eso no sería más que una burla.
El padre Eduardo lanzó un suspiro.
– ¿Tú crees que tratamos de influir en los moribundos para que acepten convertirse a la fuerza?
– ¿No es eso lo que hacen?
– Qué malos te debemos de parecer. -El padre Eduardo miró detenidamente a Bernie. Los gruesos cristales de las gafas aumentaban el tamaño de sus ojos de tal manera que éstos parecían flotar detrás de las lentes-. ¿A ti no te educaron como católico, Piper?
– No.
– Veo que eres comunista.
– Sí. -Bernie hizo una pausa-. Pero los cristianos creen en el perdón, ¿verdad?
– Eso es lo más importante de nuestra fe.
– Entonces, ¿por qué no perdonan a Vicente lo que pueda haber hecho su partido y lo dejan en paz?
El padre Eduardo levantó una mano.
– Es que tú no lo entiendes en absoluto. -Su voz volvió a adquirir el tono anterior de súplica-. Por favor, trata de comprenderlo. Si un hombre muere tras haber negado a la Iglesia, va al infierno. En cambio, si se arrepiente y pide perdón, aunque sólo sea al final y después de haber llevado la peor vida posible, Dios lo perdonará. Cuando un hombre se encuentra en su lecho de muerte, se nos ofrece la última oportunidad de salvar su alma. Es entonces cuando un hombre se encuentra al borde de la eternidad. A veces, puede realmente ver su vida y sus pecados por primera vez y elevar sus ojos a Dios.
– Es entonces cuando un hombre se encuentra en su momento de máxima debilidad y de terror. Ustedes saben aprovecharlo. ¿Y si un hombre recibe los sacramentos por simple temor?
– Sólo Dios puede saber si está sinceramente arrepentido.
Bernie se dio cuenta de que había perdido. Había subestimado hasta qué extremo el sacerdote estaba hundido en la superstición. Su natural compasión era sólo una trémula emoción superficial.
– Tiene usted respuesta para todo, ¿verdad? -preguntó en tono abatido-. ¿No cree que eso es torcer interminablemente la lógica?
El padre Eduardo sonrió con tristeza.
– Yo podría decir lo mismo de tu credo. El edificio que construyó Karl Marx.
– Mis creencias son científicas.
– ¿De veras? Me he enterado de lo de la cueva que descubrieron en las colinas con pinturas prehistóricas. Unas figuras de hombres que perseguían a animales ya extinguidos, ¿no es cierto?
– Sí. Probablemente su valor es incalculable y ustedes las van a destruir.
– La decisión no ha sido mía. Pero tú crees que aquellas personas vivían como comunistas, ¿verdad? El comunismo primitivo, la primera fase de la dialéctica histórica. Como ves, me conozco muy bien a mi Karl Marx. Pero es sólo una creencia, tú no puedes saber cómo vivían aquellas personas. Vosotros también vivís de la fe; una falsa fe.
Era como el psiquiatra. Bernie habría deseado hacerle daño al sacerdote, provocar su enfado como había hecho con el médico.
– Esto no es un juego intelectual. Nos encontramos en un lugar en el que a los enfermos se les niega la asistencia médica y en el que un Gobierno apoyado por su Iglesia los mata a trabajar.
El sacerdote lanzó un suspiro.
– Tú no eres español, Piper, ¿cómo vas a comprender realmente la Guerra Civil? Yo tenía amigos, sacerdotes, que quedaron atrapados en la zona republicana. Fueron fusilados, arrojados a precipicios, torturados.
– Y por eso ahora se vengan de nosotros. Yo creía que los cristianos eran mejores que el común de los mortales. -Bernie soltó una carcajada amarga-. ¿Qué dice la Biblia? Por sus frutos los conoceréis.
El padre Eduardo no se enfadó, más bien se entristeció y pareció hundirse en el dolor.
– ¿ Qué piensas tú que supone para el padre Jaime y para mí -preguntó serenamente- el hecho de trabajar aquí entre personas que mataron a nuestros amigos? ¿Por qué crees que lo hacemos? Por caridad, para intentar salvar a los que nos odian.
– Usted sabe que, si es el padre Jaime el que va a ver a Vicente, disfrutará con lo que hace. ¿Su venganza quizá? -Bernie hizo ademán de levantarse-. ¿Puedo irme con su permiso?
El padre Eduardo levantó una mano y después la dejó caer con aire cansado sobre el escritorio.
– Sí. Vete. -Bernie se levantó-. Rezaré por tu amigo -dijo el padre Eduardo-. Por su restablecimiento.
Aquella noche Eulalio ordenó una reunión de la célula. Los diez comunistas se congregaron alrededor del jergón de Pablo, al fondo de la barraca.
– Tenemos que fortalecer nuestro credo marxista -dijo Eulalio. Bernie lo miró a la cara mientras utilizaba aquella palabra. Vio que estaba muy serio-. El descubrimiento de estas pinturas me ha dado que pensar. Tendríamos que organizar aulas acerca de la valoración marxista de la historia y el desarrollo de la lucha de clases a lo largo de los años. Algo que nos volviera a unir; lo necesitamos, ahora que se nos echa encima otro invierno.
Uno o dos hombres asintieron con la cabeza, pero otros adoptaron una expresión de hastío. Habló Miguel, un viejo tranviario de Valencia.
– Hace demasiado frío para permanecer sentados por ahí en medio de la oscuridad.
– ¿Y si los guardias se enteran? -preguntó Pablo-. ¿O si alguien se lo dice?
– ¿Quién dirigirá estas aulas? -preguntó Bernie-. ¿Tú? -Comprendió que la reunión se estaba volviendo en contra de Eulalio; éste tendría que haber hecho la sugerencia antes de que las frías noches obligaran a los hombres a encerrarse corriendo en sí mismos.
La escamosa cabeza se volvió en dirección a Bernie, con los ojos encendidos por la furia.
– Sí. Yo soy el jefe de la célula.
– El camarada Eulalio tiene razón -dijo Pepino, un joven obrero del campo de rostro enjuto-. Tenemos que recordar lo que somos.
– Pues yo, por de pronto, no tengo la energía necesaria para escuchar las lecciones del camarada Eulalio acerca del materialismo histórico.
– Ya está decidido, camarada -dijo Eulalio en tono amenazador-. He sido elegido y las decisiones las tomo yo. Éste es el centralismo democrático.
– No, no lo es; yo aceptaré tus órdenes, contrarias a la opinión de este grupo, cuando un Comité Central legalmente constituido del Partido Comunista Español me lo diga. No antes.
– Ya no existe ningún Comité Central -dijo tristemente Pepino^-. Al menos, no en España.
– Exacto.
– Tendrías que cuidar tu lenguaje, inglés -dijo Eulalio en voz baja-. Conozco tu historia. Un hijo de obreros que estudió en un colegio aristocrático, un arribista.
– Y tú eres un petit bourgeois ávido de poder -replicó Bernie-. Crees que sigues siendo capataz de fábrica. Soy leal al partido, pero tú no eres el partido.
– Te puedo expulsar de esta célula.
Bernie se rió por lo bajo.
– Menuda célula. Enseguida comprendió que no tendría que haberlo dicho, los pondría a todos en su contra; pero es que la cabeza le daba vueltas a causa del agotamiento y la rabia. Se levantó y se tumbó en su jergón. Alguien les gritó que se callaran, la gente quería dormir. Poco después, oyó el crujido del jergón de Eulalio en el momento en que éste se tumbaba. Le oyó rascarse y sintió sus ojos clavados en él.
– Vamos a tener que estudiar tu caso, camarada -dijo Eulalio en un susurro.
Bernie no contestó. Oía los jadeos ásperos y los gorgoteos de la respiración de Vicente y hubiera deseado romper a llorar de rabia y dolor. Recordó las palabras de Agustín que tanto lo habían desconcertado. Tiempos mejores. «No -pensó-, fuera lo que fuera lo que me querías decir, te equivocaste.»
Aquella noche no pudo dormir. Permaneció tumbado sin dar vueltas en su litera en medio del frío, con la mirada perdida en la oscuridad. Recordó cómo, en Londres, las teorías del Partido Comunista sobre la lucha de clases le habían parecido una revelación, la explicación definitiva del mundo. Al principio, cuando dejó Cambridge, había ayudado a sus padres en la tienda, pero la depresión de su padre y la decepción y las quejas de su madre por el hecho de que hubiera arrojado por la borda todo lo que significaba Cambridge lo asfixiaban de tal manera que decidió irse de casa y buscar alojamiento cerca de allí.
Lo sacaba más que nunca de quicio el contraste entre la opulencia de Cambridge y la pobreza desolada y despreciable del East End donde los parados holgazaneaban por las esquinas de las calles y ya se empezaban a advertir los ligeros movimientos de un fascismo doméstico. Millones de personas estaban en paro, y el Partido Laborista no hacía nada. Se mantenía en contacto con los Mera; la República había sido una decepción y el Gobierno se negaba a subir los impuestos para financiar las reformas, pues tal cosa habría despertado la cólera de las clases medias. Un amigo lo había acompañado a un mitin del Partido Comunista y enseguida había comprendido que allí estaba la verdad y que aquello era explicar en serio cómo funcionaban realmente las cosas. Estudió a Marx y a Lenin; su dura prosa, tan distinta de cualquier otra cosa que hubiera leído anteriormente, le planteó al principio una cierta dificultad; pero, cuando comprendió los análisis que ellos hacían, descubrió que allí estaba la inexorable realidad de la lucha de clases. Más dura que el hierro, le dijo su instructor del partido. Bernie trabajó con gran denuedo por el partido, vendiendo el Daily Mail a la entrada de las fábricas bajo la lluvia, actuando como encargado del orden en los mítines que se organizaban en locales semidesiertos. Muchos de los socios locales del partido eran gente de la clase media, bohemios, intelectuales y artistas. Sabía que, para muchos de ellos, el comunismo era un capricho, un acto de rebelión; pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que se sentía más a gusto con ellos que con los obreros. Con su acento de la escuela privada, éstos lo consideraban uno de los suyos; y precisamente uno de ellos, un escultor, le consiguió su trabajo como modelo. No obstante, una parte de él seguía sintiéndose desarraigada y solitaria. Ni proletaria ni burguesa, sino tan sólo un híbrido inconexo.
En julio del treinta y seis, el ejército español se alzó contra el gobierno del Frente Popular y estalló la Guerra Civil. En otoño los comunistas empezaron a pedir voluntarios y él fue a King Street y se apuntó.
Tuvo que esperar. La formación de las Brigadas Internacionales, los itinerarios y los puntos de reunión estaban llevando mucho tiempo. Empezaba a perder la paciencia; hasta que, tras otra visita infructuosa al cuartel general del partido, desobedeció al partido por primera y única vez en su vida. Hizo la maleta y, sin decir ni una palabra a nadie, se fue a la estación Victoria y subió al tren que enlazaba con el barco.
Llegó a Madrid en noviembre; Franco había llegado a la Casa de Campo pero, de momento, contenía su avance y los ciudadanos de Madrid mantenían a raya al ejército español. Aunque el tiempo era frío y desapacible, los ciudadanos que cinco años atrás se mostraban tristes y abatidos parecían haber cobrado nueva vida, y se advertía por todas partes un fervor revolucionario y un entusiasmo ardiente. Los tranvías y los camiones llenos de obreros con monos azules de trabajo y pañuelos rojos al cuello pasaban por las calles en su camino hacia el frente, con las palabras «¡Abajo el Fascismo!» pintadas en tiza en los costados.
Tendría que haberse presentado en la sede central del partido, pero ya era muy tarde cuando el tren llegó y se fue directamente a Carabanchel. Un grupo de mujeres y niños montaba una barricada en una esquina de la plaza de los Mera, levantando para ello los adoquines de la calzada. Al ver a un forastero, alzaron las manos haciendo el saludo del puño cerrado.
– ¡Salud, compañero!
– ¡Salud! ¡Hermanos proletarios, uníos! -«Algún día -pensó Bernie-, eso ocurrirá en Inglaterra.»
Le había escrito a Pedro y ellos sabían que iría, aunque no cuándo. Inés abrió la puerta del apartamento; parecía cansada y abatida, y un desgreñado cabello entrecano le enmarcaba el rostro. Se le iluminó el semblante al verlo.
– ¡Pedro! ¡Antonio! -llamó-. ¡Ya está aquí!
Sobre la mesa del salón había un fusil desmontado, un arma de apariencia muy antigua con una boca enorme. Pedro y Antonio examinaban las distintas piezas. Iban sin afeitar y cubiertos de polvo, con sus monos de trabajo sucios de tierra. Francisco, el hijo tuberculoso, permanecía sentado en una silla sin apenas haber crecido después de cinco años, pálido y delgado como siempre. La pequeña Carmela, que ahora tenía ocho años, estaba sentada sobre sus rodillas.
Pedro se limpió las manos con un trozo de papel de periódico y corrió a abrazarlo.
– ¡Bernardo! Menudo día para llegar. -Respiró hondo-. Mañana Antonio se va al frente.
– Estoy intentando limpiar este viejo fusil que me han dado -dijo Antonio con orgullo.
Inés frunció el entrecejo.
– ¡Pero ahora no sabe cómo armarlo!
– A lo mejor, yo te puedo ayudar.
Bernie había estado en el Cuerpo de Instrucción de Oficiales de Rookwood. Y recordaba haber irritado a los demás alumnos diciendo que los conocimientos militares quizá les fueran útiles cuando estallara la revolución. Así pues, ayudó a sus amigos a recomponer el fusil, después despejaron la mesa e Inés sirvió cocido.
– ¿Has venido para ayudar a matar a los fascistas? -preguntó Carmela, mirándolo con unos ojos llenos de emoción y curiosidad.
– Sí -contestó Bernie, acariciándole la cabeza. Después se volvió para mirar a Pedro-. Mañana me tendría que presentar en la sede central del partido.
– ¿Los comunistas? -Pedro denegó con la cabeza-. Ahora estamos en deuda con ellos. Si al menos los británicos y los franceses hubieran accedido a vendernos armas.
– Stalin sabe cómo librar una guerra revolucionaria.
– Mi padre y yo nos hemos pasado toda la tarde cavando trincheras -dijo Antonio con la cara muy seria-. Después me han entregado este fusil y me han dicho que duerma bien esta noche y me presente mañana para mi incorporación a la acción.
Bernie contempló el rostro chupado y juvenil de Antonio y respiró hondo.
– ¿Crees que podría haber un fusil para mí?
Antonio lo miró con la cara muy seria.
– Sí. Necesitan cuantos más hombres mejor, con tal de que sepan sostener un fusil.
– ¿Cuándo te tienes que presentar?
– Al amanecer.
– Iré contigo. -Bernie experimentó una extraña y jubilosa sensación de emoción y temor. Apretó la mano de Antonio y se echó a reír; al final, ambos acabaron riéndose histéricamente.
Pero Bernie estaba asustado cuando se levantó con Pedro y Antonio al amanecer. Al salir, oyó a lo lejos el fuego de artillería. Se estremeció en la fría y grisácea mañana. Antonio le había dado un pañuelo rojo; llevaba la chaqueta y los pantalones con los que había llegado, pero ahora acompañados por el pañuelo rojo alrededor del cuello.
En la Puerta del Sol, unos oficiales enfundados en uniformes caqui invitaban a los hombres a formar en fila y los acompañaban a los tranvías que permanecían alineados uno detrás de otro. Mientras se alejaban del centro de la ciudad, los hombres se empezaron a poner en tensión, sujetando los fusiles entre las rodillas. Cuando el tranvía se detuvo ruidosamente delante de la entrada de la Casa de Campo, Bernie oyó el fragor del fuego de artillería. El corazón le latía violentamente cuando el sargento les ordenó a gritos que bajaran.
Entonces Bernie vio los cuerpos. Media docena de muertos yacían en fila en el suelo, todavía con los pañuelos rojos anudados alrededor del cuello. No era la primera vez que veía un cadáver -su abuela había permanecido en el cuarto de atrás de la tienda antes del funeral-; pero aquellos hombres cuyos rostros estaban tan inmóviles y pálidos como el de su abuela, eran jóvenes. Un chico presentaba un orificio negro en la frente con una gotita de sangre debajo que parecía una lágrima. El corazón le golpeó en el pecho como un martillo, y notó un sudor frío en la frente mientras seguía a Pedro y Antonio para incorporarse al desorganizado grupo de milicianos.
Pedro fue acompañado a un destacamento destinado a la labor de cavar trincheras; mientras que Bernie, Antonio y otros veinte hombres, algunos con fusiles y otros sin ellos, recibían la orden de seguir a un sargento hasta una trinchera a medio cavar donde unos hombres con azadas interrumpieron su labor para permitirles el paso. Unos sacos terreros se habían amontonado en el lado que miraba a la Casa de Campo, desde donde se escuchaban esporádicos disparos. Todo era muy caótico. Los hombres corrían de un lado para otro mientras unos camiones se deslizaban y patinaban sobre el barro. Otros hombres permanecían apoyados en los sacos terreros con expresión perpleja.
– Jesús -le dijo Bernie a Antonio-. Esto no es un ejército.
– Pues es lo único que tenemos -dijo Antonio-. Toma, guárdame esto, voy a echar un vistazo. -Había una escalera de mano al lado de Antonio y, antes de que Bernie se lo pudiera impedir, el chico empezó a trepar por ella.
– Déjalo, insensato, te van a dar. -Bernie recordó a su padre diciéndole que así era como muchos miles de nuevos reclutas habían muerto en el Frente occidental: asomando la cabeza para mirar al otro lado.
Antonio apoyó los brazos sobre los sacos terreros.
– No te preocupes, no me pueden ver. Dios mío, ellos tienen cañones de campaña y todo lo que quieran al otro lado. Aquí no se mueve nada…, Bernie soltó un reniego, posó el fusil en el suelo y subió por la escalera de mano, agarrándose a la cintura de Antonio.
– ¡Baja te digo!
– Bueno, hombre, ya voy.
Bernie subió otro peldaño y agarró a Antonio por el hombro, y fue entonces cuando el francotirador disparó. La bala no le dio a Antonio en la cabeza por muy poco, pero alcanzó a Bernie en el brazo. Este lanzó un grito y ambos rodaron juntos escalera abajo hasta llegar al suelo de la trinchera. Bernie vio que la sangre le traspasaba el tejido de la chaqueta y se desmayó.
Un comisario español lo fue a visitar al hospital de campaña.
– Eres un necio -le dijo-. Deberías haberte presentado primero en el Quinto Regimiento; allí te habrían dado un poco de instrucción.
– Mis amigos me dijeron que en la Casa de Campo se necesitaban todos los hombres posibles, lo siento.
El comisario soltó un gruñido.
– Pues ahora te pasarás varias semanas fuera de combate. Y te tendremos que alojar en algún sitio cuando salgas de aquí.
– Mis amigos de Carabanchel cuidarán de mí.
El hombre lo miró de soslayo.
– ¿Son del partido?
– Socialistas.
El comisario soltó otro gruñido.
– ¿Cómo van los combates?
– Los vamos conteniendo. Estamos formando un regimiento que aporte un poco de disciplina.
Bernie cambió de posición en la litera para calentarse un poco las piernas. En la cama de al lado Vicente dormía emitiendo un terrible gorgoteo. Recordó sus semanas de convalecencia en Carabanchel. Sus intentos de convertir a los Mera al comunismo habían resultado infructuosos. Decían que los rusos estaban destruyendo la República y que hablaban de colaboración con la burguesía progresista pero al mismo tiempo traían su policía secreta y sus espías. Bernie les dijo que los rumores que corrían sobre la brutalidad rusa eran exagerados y que, en la guerra, uno tenía que ser duro. Pero no era fácil discutir con un veterano como Pedro, con treinta años de lucha de clases a su espalda. A veces, dudaba y no sabía si lo que se decía acerca de los rusos era mentira o no; pero procuraba apartar aquellos pensamientos de su mente porque eran una distracción y, en medio de aquella lucha, tenía que concentrarse.
Pero las dudas volvían en mitad de la fría noche. Necesitaban hombres duros, decían, pero, en caso de que ganaran, ¿el poder iría a parar a las manos de hombres como Eulalio? El cura Eduardo había dicho que el marxismo era una ideología equivocada. Él jamás había comprendido debidamente lo que era el materialismo dialéctico y sabía que muchos comunistas tampoco lo entendían porque era algo muy difícil de comprender. Pero el comunismo no era un credo como el catolicismo… estaba enraizado en una comprensión de la realidad, del mundo material.
Se agitaba y daba vueltas en la cama. Procuraba no pensar en Barbara, le dolía demasiado; pero aquel rostro seguía regresando a sus pensamientos. Los recuerdos que tenía de ella estaban siempre impregnados de remordimiento. La había abandonado. La imaginaba de nuevo en Inglaterra o quizás en Suiza, rodeada de gobiernos fascistas. Le solía decir que ella no entendía nada, pero aquella noche se empezaba a preguntar hasta qué punto él las comprendía. Procuraba evocar una imagen antigua y consoladora que a veces acudía a su mente cuando no podía dormir, la escena de un viejo noticiario del partido que había visto en Londres: unos tractores que rodaban por los interminables trigales rusos, seguidos de obreros que entonaban cantos mientras recolectaban las mieses a manos llenas.
Sandy se reunió con Harry en la puerta de su casa a primera hora de la mañana. Era un día frío y despejado, el oblicuo sol brillaba en un cielo claro y azul. Sandy bajó de su Packard y le estrechó la mano a Harry. Vestía un grueso abrigo de lana de camello y una bufanda de seda, y la luz del sol arrancaba destellos de su cabello engominado. Se le veía feliz y rebosante de entusiasmo por el hecho de haber salido de casa tan temprano.
– ¡Qué mañana tan estupenda! -dijo, contemplando el cielo-. No solemos disfrutar de muchas mañanas como ésta en invierno. -Abandonaron Madrid en dirección noroeste para subir a la sierra de Guadarrama-. ¿Te apetece venir a cenar a casa un día de éstos? -preguntó Sandy-. Sólo Barbara y nosotros dos. La sigo viendo un poco extraña. Puede que eso la anime.
– Me parece muy bien. -Harry respiró hondo-. Me alegro de que me hayas incluido en este proyecto.
– Faltaría más -contestó Sandy, sonriendo con expresión condescendiente.
Subieron hasta el final de la carretera de montaña; por encima de ellos, las cumbres más altas ya estaban cubiertas de nieve. Después bajaron de nuevo a la desnuda y parda campiña, cruzaron Segovia y giraron al oeste hacia Santa María la Real. Había muy poco tráfico y el campo estaba desierto y en silencio. Harry recordó el día de su llegada y el desplazamiento en automóvil a Madrid en compañía de Tolhurst.
Al cabo de una hora, Sandy enfiló un polvoriento sendero de carros que serpeaba entre las lomas.
– Ahora me temo que tendremos que prepararnos para unos cuantos brincos, nos queda todavía media hora hasta la mina.
En el sendero, las huellas de los cascos de los asnos quedaban tapadas por los surcos profundos de vehículos pesados. El automóvil empezó a experimentar sacudidas, pero Sandy circulaba con absoluta confianza y seguridad.
– No hago más que pensar en Rookwood desde que volvimos a encontrarnos -dijo en tono pensativo-. Piper se trasladó de nuevo a nuestro estudio cuando a mí me expulsaron, ¿verdad? Me lo dijiste en una carta.
– Sí.
– Apuesto a que debió de pensar que había ganado.
– No lo creo. Apenas volvió a mencionar tu nombre, que yo recuerde.
– No me sorprende que se hiciera comunista, siempre había sido un poco fanático. Me miraba como si nada le hubiera gustado más en esta vida que empujarme contra una pared para que me pegaran un tiro. -Sandy meneó la cabeza-. Los comunistas siguen siendo el verdadero peligro para el mundo, ¿sabes? Es contra Rusia contra lo que tendría que combatir Inglaterra, no contra Alemania. Pensaba que eso es lo que ocurriría después de lo de Múnich.
– El fascismo y el comunismo son malos de por sí, tanto el uno como el otro.
– Quita, hombre, por Dios. Por lo menos, con las dictaduras de derechas la gente como nosotros está a salvo; siempre y cuando sigamos las directrices del partido. Aquí apenas hay impuestos sobre la renta, aunque reconozco que el hecho de tener que bregar con la burocracia puede ser un engorro. No obstante, el Gobierno tiene que enseñarle a la gente quién es el que manda. Eso es lo que ellos piensan: conseguir que todo el mundo cumpla estas normas, enseñarles a los españoles el orden y la obediencia.
– Pero la burocracia es completamente corrupta.
– Esto es España, Harry. -Sandy lo miró con afectuosa ironía-. En el fondo, sigues siendo un hombre de Rookwood, ¿verdad? ¿Sigues creyendo en todos aquellos códigos de honor?
– Antes creía en ellos. Ahora ya no sé ni lo que soy.
– En los viejos tiempos, yo te admiraba por eso, ¿sabes? Pero son cosas del colegio, Harry, no es la vida real. Supongo que la vida académica también nos protegía mucho.
– Sí, es verdad, tienes toda la razón. Aquí se me han abierto mucho los ojos acerca de ciertas cosas.
– El mundo real, ¿eh?
– Más bien, sí.
– Ahora todos necesitamos seguridad con vistas al futuro, Harry. Yo te puedo ayudar a conseguirla si tú me lo permites. -Había algo así como una petición de beneplácito en el tono de voz de Sandy-. Y no hay nada más seguro que el oro, sobre todo en los tiempos que corren. Bueno, ya hemos llegado.
Más adelante, una alta alambrada de púas rodeaba una amplia extensión de terreno ondulado. En la tierra amarilla se habían perforado unos grandes hoyos, algunos de ellos parcialmente llenos de agua. Cerca de allí descansaban dos excavadoras mecánicas. El camino terminaba ante una verja con una cabaña de madera en la parte interior. A cierta distancia se podían ver otras dos cabañas, una de ellas bastante grande, y también un fortín de piedra de gran tamaño. Un letrero junto a la verja decía: «Nuevas Iniciativas S. A. Prohibida la entrada. Con el patrocinio del Ministerio de Minas.» Sandy hizo sonar la bocina y un escuálido anciano salió precipitadamente de la cabaña a abrir la verja. El hombre saludó a Sandy mientras el vehículo cruzaba la entrada y se detenía. Ambos bajaron del automóvil. Un viento frío cortaba las mejillas de Harry, que se encasquetó mejor el sombrero.
Sandy se volvió hacia el vigilante.
– ¿Todo bien, Arturo?
– Sí, señor Forsyth. Ha venido el señor Otero, está en el despacho. -El tono del vigilante era de respeto. «El que habría cabido esperar de un empleado más joven para con el jefe», pensó Harry. Aunque le resultaba extraño imaginarse a Sandy como un jefe al frente de una plantilla de empleados.
En un pliegue de las colinas se distinguía una finca de considerable tamaño rodeada de álamos. Unas cabezas de ganado negro pastaban en los campos circundantes. Sandy señaló en la distancia.
– Ese es el terreno que queremos comprar. Alberto ha estado allí en el más absoluto secreto y ha tomado algunas muestras. Por cierto, se alegra mucho de tu visita. Yo lo convencí. Temía confiar en alguien que trabaja en la embajada; pero yo le dije que tu palabra era tu garantía, le aseguré que no dirías nada.
– Gracias. -Harry experimentó una punzada de remordimiento. Procuró concentrarse en lo que Sandy le estaba diciendo.
– El filón de oro llega justo hasta debajo de la finca y allí es todavía más abundante. El ganadero cría toros de lidia. No es demasiado listo, ni siquiera se ha enterado de lo que hacemos aquí. Creo que lo podríamos convencer de que vendiera. -Sandy soltó una repentina carcajada mientras contemplaba los campos-. ¿No te parece maravilloso? Lo tenemos todo allí. A veces, ni yo mismo me lo creo. Y nos haremos con la propiedad de esta finca, no te quepa la menor duda. Le he dicho al ganadero que le pagaremos en efectivo para que se pueda ir a vivir con su hija a Segovia. -Se volvió para mirar a Harry-. Por regla general, se me da muy bien eso de convencer a la gente de que haga las cosas a mi manera, averiguar qué es lo que le interesa y colocárselo delante como un cebo -añadió, esbozando una nueva sonrisa.
Harry se agachó para recoger del suelo un puñado de tierra. Era muy parecida a la tierra de los botes del despacho de Sandy. Se notaba fría al tacto y se deshacía entre los dedos.
– Vamos a tomar un café en el despacho. Así nos calentamos un poquito. -Acompañó a Harry a la cabaña más cercana-. Hoy no hay nadie aquí, sólo el personal de seguridad.
El despacho era de una simplicidad espartana. Un escritorio y unas cuantas sillas plegables. Había un cuadro de una bailaora de flamenco colgado en una pared y una fotografía de Franco presidía el escritorio, detrás del cual permanecía sentado Otero leyendo un informe. Se levantó al ver entrar a Harry y Sandy y estrechó sonriendo la mano de Harry. Su comportamiento era más cordial que unos cuantos días atrás.
– Bienvenido, señor Brett, le agradezco que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí. ¿Café para los dos?
– Gracias, Alberto -contestó Sandy-. Aquí fuera se nos han estado congelando los cojones. Siéntate, Harry.
El geólogo se acercó a un rincón donde había una tetera para calentar agua y un hornillo de gas. Sandy se sentó junto a una esquina del escritorio y encendió un pitillo. Tomó el documento que Otero había estado leyendo.
– ¿Es éste el informe sobre las últimas muestras?
– Sí. Los resultados son buenos. La sección junto al río es una de las mejores. Usted perdone, señor Brett, pero sólo tenemos leche en polvo.
– No se preocupé. Veo que es una zona muy grande.
– Sí. Pero los terrenos qué tenemos han sido exhaustivamente inspeccionados. -Otero se volvió para mirar a Harry-. Las nuevas muestras corresponden a la finca dé aquí cerca. -Otero distribuyó las tazas de café y se volvió a sentar-. Todo eso me exaspera. No podemos iniciar labores intensivas hasta que el ministerio nos conceda su autorización. Según la legislación española, los minerales del subsuelo pertenecen al Gobierno y es cuestión de establecer nuestros derechos de explotación, nuestra comisión. El ministerio nos sigue pidiendo más muestras que cuestan más dinero, y necesitamos fondos para poder comprar la finca. En principio, contamos con el respaldo del Generalísimo; pero el ministerio le sigue diciendo que tenga cuidado y él sigue su consejo después del fracaso de Badajoz del año pasado.
– Si Madrid da su visto bueno y ustedes compran la finca, ¿cuánto podrían ganar? Digamos, en un año…
Sandy soltó una carcajada.
– La gran pregunta.
Otero asintió con la cabeza.
– No se puede decir exactamente, pero para mí que unos veinte millones de pesetas. Y, en cuanto la finca estuviera en pleno rendimiento, ¿quién sabe… treinta, cuarenta?
– Eso es más de un millón de libras el primer año -dijo Sandy-. Si tú adquirieras un tres por ciento de las acciones, serían quince mil libras por una inversión de quinientas. Y treinta mil, si invirtieras mil.
Harry tomó un sorbo de café. Era amargo, con unos grumos de leche en polvo que flotaban en la superficie.
Sandy y Otero lo miraron en silencio, mientras unas espirales de humo se escapaban de sus cigarrillos.
– Eso es mucho dinero -dijo Harry al final.
Otero se rió.
– Ustedes, los ingleses, siempre infravalorándolo todo.
– Y Harry, más que nadie. -Sandy soltó una carcajada y se levantó-. Ven, te vamos a enseñar las excavaciones.
Lo acompañaron al terreno, le mostraron de qué manera las mínimas variaciones de color de la tierra indicaban distintos contenidos de oro. Todo el terreno estaba salpicado por pequeños hoyos circulares; Otero explicó que allí se habían recogido las muestras.
Aparecieron unas nubes que se perseguían unas a otras en el cielo.
– Vamos a echar un vistazo al laboratorio -dijo Sandy-. ¿Qué tal va tu oído últimamente? Parece que bien, ¿no?
– Sí, ya casi se ha normalizado.
– Harry resultó herido en Dunkerque, Alberto. En la batalla de Francia.
– ¿En serio?
El geólogo inclinó la cabeza con interés. Llegaron a la cabaña del laboratorio y entraron. Se respiraba en el aire el olor áspero y penetrante de una sustancia química. Unos bancos largos estaban cubiertos por filtros de vidrio, grandes bateas de metal y bandejas llenas de un líquido claro y de una tierra de color amarillo.
– Ácido sulfúrico -explicó Sandy-. ¿Recuerdas las clases de química en el colegio? No toques ninguno de estos recipientes.
Lo acompañaron en un recorrido por todo el lugar, mientras Otero le explicaba los procesos de extracción del oro a partir del mineral. A Harry no le interesó demasiado. Mientras se retiraban, éste volvió a ver el fortín y observó que las ventanitas estaban protegidas por barrotes.
– ¿Qué es eso?
– Aquí guardamos el mineral destinado a la segunda fase del proceso de purificación. Es demasiado valioso para dejarlo por ahí. La llave está en el despacho, pero echa un vistazo a través de los barrotes, si quieres.
El interior estaba oscuro; sin embargo, Harry pudo distinguir más material de laboratorio. Había también toda una serie de grandes recipientes, casi todos ellos a rebosar de tierra amarilla molida hasta dejarla convertida en una especie de polvillo.
Regresaron al despacho donde Otero, cordial como al principio, preparó más café.
– Yo tengo experiencia con los yacimientos de oro de África del Sur -dijo Otero-. Era el lugar adonde iban los geólogos cuando yo era joven. Allí aprendí un poco de inglés, aunque ahora ya se me ha olvidado.
Otero esbozó una sonrisa como de disculpa.
– ¿Y cómo es este lugar en comparación?
Otero se sentó.
– Mucho más pequeño, naturalmente. Los yacimientos de Witwatersrand son los más grandes del mundo. Pero allí la calidad del mineral es inferior y las vetas se encuentran a mucha mayor profundidad. Aquí, en cambio, la calidad es muy alta y el mineral se encuentra en la superficie o muy cerca de ella.
– ¿En cantidad suficiente como para darle a España unos importantes depósitos de oro?
– ¿Quiere decir suficiente para que suponga un cambio significativo para el país? Pues sí.
Sandy miró a Harry por encima del borde de su taza.
– ¿Qué dices ahora?
– Me interesa. Pero me gustaría consultarlo con el director de mi banco de Londres, escribirle sólo en términos muy generales acerca de una inversión en un yacimiento de oro con reservas comprobadas, no diré dónde, en comparación con otro tipo de inversiones, etc.
– Tendríamos que echar un vistazo a la carta -dijo Sandy-. Te lo digo en serio, se trata de un proyecto muy confidencial.
Otero lo miró con la perspicacia que Harry recordaba.
– Como ya dijimos, nadie en la embajada tiene por qué saberlo. Una carta a Inglaterra podría ser abierta por el censor.
– No, si la envío por valija diplomática. Pero no me importa que ustedes la lean antes de que yo la envíe, si quieren.
– El director del banco seguramente te dirá que es una inversión arriesgada -le advirtió Sandy.
Harry sonrió.
– Pero yo no estoy obligado a aceptar su consejo. -Meneó la cabeza-. El tres por ciento de un millón.
– El primer año. -Sandy hizo una pausa para dejar que sus palabras surtieran el debido efecto.
Harry pensó: «Quizá todo eso podría haber sido mío si yo no los estuviera espiando.» Experimentó el repentino impulso de echarse a reír. Sandy se levantó y se dio unas palmadas en las rodillas.
– Bueno, pues. Yo me tengo que ir. Ceno esta noche con Sebastián.
Otero sonrió una vez más mientras estrechaba la mano de Harry.
– Espero que se una usted a nosotros, señor. Es el momento adecuado para invertir. Mil libras nos serían muy útiles para impedir que el ministerio nos machaque. Y, en cuanto a usted… -agitó la mano en el aire- las posibilidades… -Enarcó las cejas…
Mientras Harry y Sandy se dirigían al automóvil, se abrió la verja y apareció otro hombre, menudo y delgado. Para su asombro, Harry reconoció en él al antiguo ordenanza de Maestre, el acompañante de Milagros.
– Teniente Gómez -dijo sin pensar-. Buenos días.
– Buen día -musitó Gómez. Su rostro conservaba la impasible expresión propia de un militar; pero la atormentada e inquisitiva mirada de sus ojos hizo que Harry se detuviera en seco y que a éste se le helara el corazón al darse cuenta de que había cometido un error, y muy grave, por cierto.
– ¿Os conocéis? -preguntó Sandy en tono cortante.
– Sí, nos conocimos en una… una recepción hace algún tiempo, ¿verdad?
– Sí, señor, en una recepción nos conocimos.
Gómez se volvió y abrió la verja manteniendo la cabeza apartada mientras pasaba el vehículo. A través del espejo retrovisor, Sandy lo vio regresar a su cabaña.
– Es nuestro portero -explicó-. Acaba de entrar a nuestro servicio. -Hablaba tranquilamente y como quien no quiere la cosa-. ¿Cómo lo conociste?
– Pues en una recepción, una fiesta.
– ¿Conociste a un portero en una fiesta?
– Era un criado o algo por el estilo. Un sirviente de la familia. A lo mejor, lo sorprendieron robando cucharas. -Harry soltó una carcajada.
Sandy frunció el entrecejo y permaneció un momento en silencio.
– ¿Fue en la fiesta del general Maestre de la que me hablaste? ¿En honor de su hija?
«Mierda -pensó Harry-, mierda.» Qué rápido era Sandy; la fiesta de Maestre era la única de la que él le había hablado y Sandy no tenía más remedio que haberla recordado, siendo Maestre su enemigo. Sandy seguía mirando al portero a través del espejo retrovisor.
– Pues sí. Cuando más tarde acompañé a la hija de Maestre al Prado, él la fue a recoger. Supongo que lo habrán despedido.
– Tal vez. -Sandy hizo una pausa-. Nos vino recomendado, dijo que era un veterano que se había quedado sin trabajo.
– Si lo despidieron, se comprende que no tuviera referencias.
– ¿Has vuelto a ver a la hija? -preguntó Sandy con aparente indiferencia.
– No. Ya te dije que no era mi tipo. He conocido a otra persona -añadió para apartar a Sandy del tema. Pero Sandy se limitó a asentir con la cabeza. Ahora fruncía el entrecejo con semblante pensativo. Harry pensó: «Maestre ha colocado a Gómez aquí como espía y yo lo acabo de traicionar. Mierda. Mierda.»
Atravesaron una aldea. Sandy se detuvo ante un bar. Fuera había dos asnos atados a una verja.
– ¿Esperas un minuto, Harry? -dijo-. Tengo que hacer una llamada rápida, se me ha olvidado una cosa.
Harry esperó mientras Sandy entraba en el bar. Los asnos atados a la verja le hicieron recordar el Lejano Oeste. Tiroteos al amanecer. ¿Qué le harían a Gómez? Era mucho lo que estaba en juego. Tragó saliva. ¿Lo habría enviado Maestre allí para espiar? Un par de chiquillos andrajosos se habían detenido a contemplar el impresionante automóvil americano. Él les hizo señas para que se fueran, y los niños dieron media vuelta y echaron a correr, resbalando con los pies descalzos entre el barro.
Sandy volvió a salir con una expresión fría y reconcentrada, que le hizo recordar a Harry el día en que lo habían castigado en clase y empezó a planear su venganza contra Taylor. Abrió la puerta del vehículo y subió sonriendo con semblante más relajado.
– Cuéntame algo más de esta chica -dijo, mientras ponía en marcha el motor.
Harry le contó la historia de la salvación de un desconocido del ataque de unos perros y del encuentro con su hermana. Las mejores mentiras son las que más se acercan a la verdad. Sandy sonrió asintiendo con la cabeza, pero la fría expresión de su rostro cuando regresaba al vehículo se quedó grabada en la mente de Harry. Habría llamado a Otero, lo habría llamado con toda seguridad. Supo que se había equivocado con respecto a Sandy, se había equivocado al pensar que éste no tenía ni idea de las barbaridades que podían ocurrir, como, por ejemplo, lo de Dunkerque. Pero vaya si la tenía, y él mismo podía cometer barbaridades. Era como en el colegio, le importaba todo un bledo.
Habían acordado que, a la vuelta de la mina, Harry acudiría directamente a la embajada para presentar su informe. Le pidió a Sandy que lo dejara en la puerta de su casa, alegando que tenía que traducir un documento. En cuanto el vehículo dobló la esquina, Harry tomó un tranvía para dirigirse a la calle de Fernando el Santo.
Tolhurst estaba en su despacho, leyendo un ejemplar cuatro días atrasado del Times. Se había producido un corte de electricidad y él se había puesto un jersey grueso con un dibujo muy llamativo para protegerse del frío. El jersey le confería una apariencia más juvenil, como de regordete colegial.
– ¿Cómo ha ido? -le preguntó con ansia.
– Existe una mina, eso seguro. -Harry se sentó y respiró hondo-. Pero algo ha fallado.
El rostro redondo de Tolhurst pareció encogerse.
– ¿Cómo? ¿Sandy desconfía de ti?
– No es eso. Me acompañó en un recorrido por la mina. Está más allá de Segovia; abarca un territorio muy amplio, aunque la producción parece ser que se encuentra en una fase muy inicial. Otero estaba allí y esta vez se mostró muy amable conmigo.
– ¿Y qué más?
– Cuando ya nos íbamos, salió el vigilante para abrirnos la verja y yo lo reconocí. Es un tal Gómez. Trabaja para Maestre; ¿recuerdas que lo conocimos en la fiesta?
– Sí, era su antiguo ordenanza o algo por el estilo.
– Lo saludé sin pensar. Él me reconoció, pero yo comprendí que estaba asustado.
– Mierda. ¿Y cómo reaccionó Forsyth?
– Captó de inmediato el detalle y me preguntó dónde había conocido a Gómez.
– ¿Y tú se lo dijiste?
– Sí; lo siento, Simón, me… me quedé en blanco, no conseguí inventarme ninguna trola en aquel momento. Dije que Gómez trabajaba para Maestre y que quizá lo habían despedido. Fue lo único que se me ocurrió.
– Maldita sea. -Tolhurst cogió un lápiz y empezó a darle vueltas entre las manos. Harry estaba furioso consigo mismo, horrorizado ante las consecuencias que su fallo pudiera tener para Gómez-. Supe que Sandy estaba preocupado. Se detuvo en un pueblo, dijo que tenía que hacer una llamada. Salió con la cara muy seria. Debió de llamar a Otero. ¿Cómo puede Maestre estar metido en todo eso, Simón?
Tolhurst se mordió el labio.
– Pues no lo sé, pero está metido en todas las batallas de monárquicos contra falangistas. Sabíamos que formaba parte del comité de evaluación de la mina de oro, pero el capitán no ha conseguido sonsacarle nada más. Es muy hermético en todo lo que él considera intereses nacionales de España.
«O sea que los Caballeros de San Jorge sólo te llevarán hasta un determinado punto», pensó Harry.
– No tendrías que haber saludado a alguien que sabías que trabajaba para él -dijo severamente Tolhurst-. Tendrías que haber adivinado que quizá se trataba de una tapadera.
– Jamás me había visto obligado a pensar tan rápido. Lo siento. Estaba totalmente concentrado en el emplazamiento de la mina y en tratar de interpretar bien el papel de un inversor auténtico.
Tolhurst soltó el lápiz.
– Forsyth comprenderá que Maestre no puede haber despedido sin más a un antiguo ordenanza suyo al que, encima, utilizaba para acompañar a su hija. Por Dios, Harry, menudo lío has armado. Se lo tendré que decir al capitán. Ahora mismo está reunido con sir Sam, hay una valija diplomática que tiene que salir esta misma noche. Espera aquí.
Tolhurst se retiró y él se quedó allí, mirando tristemente a través de la ventana. Bajó por la calle un mendigo montado en un burrito con los pies casi rozando el suelo a ambos lados. Unos pesados fardos de leña iban atados al lomo del animal. Harry pensó en las tremendas cargas que las bestias de pequeño tamaño se veían obligadas a soportar; parecía que estuviera a punto de rompérsele el espinazo.
Fuera se oyeron unas rápidas pisadas. Harry se levantó en el momento en que Tolhurst, con semblante muy serio, abría la puerta para franquearle la entrada a Hillgarth. Lo acompañaba el embajador. Hoare, con el rostro enjuto congestionado por la furia, se dejó caer en el asiento de Tolhurst, mirando ceñudo a Harry.
– Es usted un maldito insensato, Brett -empezó diciendo Hillgarth-. Pero ¿cómo se le ha ocurrido?
– Disculpe, señor, yo no sabía que Maestre…
Hoare se dirigió a Hillgarth en un tono cortante como el cuchillo.
– Alan, le advertí que esta operación era muy arriesgada. Siempre se lo digo, nada de operaciones encubiertas; tendríamos que habernos limitado a recoger información y nada más. Nosotros no somos el maldito SOE, la Dirección de Operaciones Especiales. Pero no, ¡usted y Winston tenían que montarse sus propias historias! Ahora puede que hayamos puesto en peligro nuestras relaciones con todo el sector monárquico por culpa de este idiota. -El embajador señaló a Harry con el gesto de quien espanta un molesto insecto.
– Vamos, Sam, Maestre nos habría dicho algo si hubiera puesto en práctica su propio plan.
– ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué? Es su maldito país. -Hoare se acercó a la frente una mano trémula de rabia-. Maestre es una de nuestras mejores fuentes. He sudado sangre durante estos últimos cinco meses para convencer a los monárquicos de que tenemos intereses comunes y de que Inglaterra no constituye una amenaza para ellos. He intentado convencer a Winston de que hiciera algún gesto amistoso a propósito de Gibraltar para expulsar a la chusma de Negrín. Y usted ya sabe qué otras cosas he hecho también. Y ahora se enterarán de que habíamos montado una operación secreta que choca con una de las suyas, pese a todas mis promesas de apoyo.
– Si le ocurre algo a este Gómez -dijo Hillgarth-, no se podrá relacionar con nosotros.
– ¡No sea necio! Si Maestre tenía a un hombre en el lugar, seguro que éste habrá metido las narices en sus papeles. Eso es lo primero que haría. ¿Y si hubiera alguna nota acerca de un posible inversor en este proyecto llamado señor H. Brett, traductor adscrito al Servicio Diplomático de su majestad? -El rostro enjuto de Hoare se aflojó como si estuviera profundamente cansado-. Supongo que será mejor que llame a Maestre y lo advierta de que intente limitar los daños.
– Disculpe, señor -se atrevió a decir Harry-. Si hubiera sabido…
Hoare lo miró con rabia mientras el labio superior se le curvaba sobre unos pequeños dientes muy blancos.
– ¿Si lo hubiera sabido? Saber las cosas no es ningún maldito asunto suyo, su misión es mantenerse alerta y parar las pelotas. -Se volvió hacia Hillgarth-. Será mejor que aborte este proyecto. Envíe a este maldito insensato a casa, que se vaya a luchar contra los italianos en el norte de África. Yo dije que, si tuviéramos que hacerlo, lo mejor habría sido abordar directamente a Forsyth y tratar de sobornarlo sin tantas historias de espías y misterios.
Hillgarth tomó serenamente la palabra, aunque en su voz se percibiera un cierto tono de cólera reprimida.
– Señor embajador, decidimos que este camino sería demasiado peligroso, a menos que supiéramos cuánto valía para él el proyecto. Ahora ya lo sabemos, sabemos lo importante que es. Y la tapadera de Brett aún no ha quedado al descubierto; si éste le dijera a Forsyth que conoce al hombre de Maestre, puede que ganara credibilidad.
– Tengo que llamar a Maestre. Hablaremos más tarde. -Hoare se levantó y Tolhurst se apresuró a abrirle la puerta. El embajador le dirigió una mirada asesina al pasar por su lado-. Debería haberlo comprendido, Tolhurst. Hillgarth, lo necesito para esta llamada.
Tolhurst cerró lentamente la puerta a su espalda.
– Será mejor que te vayas a casa, Harry. Se pasarán toda la noche discutiendo.
– Esta noche pensaba ir al teatro. Macbeth. ¿Puedo?
– Supongo que sí.
– Tolly, ¿qué ha querido decir Hoare con eso de que deberías haberlo comprendido?
Tolhurst esbozó una sonrisa irónica.
– Yo soy tu vigilante, Harry. Controlo de cerca todo lo que haces, informo al capitán Hillgarth. Todos los espías inexpertos tienen un vigilante y yo soy el tuyo.
– Ah. -Harry ya lo sospechaba, pero el hecho de saberlo le produjo una sensación de profunda decepción.
– Siempre dije que lo estabas haciendo muy bien; Hillgarth empezaba a perder la paciencia, pero yo le decía que estabas manejando el asunto de Forsyth con sumo cuidado. Y hasta ahora, lo has hecho muy bien. Pero no te puedes permitir ningún error, no en este trabajo.
– Ah.
– No pensaba que pudieras cometer un fallo tan garrafal. Eso es lo malo. Si un sujeto te cae simpático, acabas siendo parcial. -Tolhurst le dirigió a Harry una mirada de resentimiento-. Será mejor que te vayas. Apártate de la vista de Hillgarth. Te llamaré cuando te necesitemos.
Harry llegó tarde al teatro. Se había pasado horas caminando de un lado a otro de su apartamento, pensando en su error, en la cólera de Hoare y Hillgarth, en la revelación de que, en cierto modo, Tolhurst había sido su espía. «No estoy hecho para eso -pensó-; jamás quise hacerlo.» Si lo enviaran a casa, no lo lamentaría, aunque fuera una vergüenza y un descrédito para él. Se alegraría de no volver a ver a Sandy jamás. Pero no podía quitarse de la cabeza a Gómez, el súbito terror que había visto en los ojos del viejo soldado.
Se dijo que todo aquello no lo iba a llevar a ninguna parte. Consultó el reloj y experimentó un sobresalto al darse cuenta de lo tarde que era. Tras haberse pasado tanto tiempo pensando en Sofía, se dio cuenta de que aquel día apenas había pensado en ella. Se cambió a toda prisa, tomó el abrigo y el sombrero y salió corriendo.
Sofía ya lo estaba esperando cuando él llegó al teatro, una figura diminuta tocada con una boina y enfundada en su viejo abrigo negro, de pie a la sombra de la entrada mientras elegantes parejas subían los peldaños del teatro. No llevaba bolso de mano; puede que no se pudiera permitir el lujo de tenerlo. Al verla tan menuda y vulnerable, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Cuando se le acercó, vio que un mendigo, un anciano en una silla de ruedas de fabricación casera, la estaba atosigando.
– Ya le he dado todo lo que puedo -dijo ella.
– Por favor, sólo un poquito más. Para que pueda comer mañana.
Harry se le acercó corriendo.
– Sofía -dijo casi sin resuello-. Siento llegar con retraso. -Ella lo miró con alivio. Harry dio cincuenta céntimos al mendigo y éste se alejó en su silla de ruedas-. Ha habido un… pequeño conflicto en el trabajo. ¿Lleva mucho rato esperando?
– No, pero es que, por el hecho de verme aquí, ese hombre pensaba que tenía dinero.
– Vaya por Dios, ¿qué puedo decir? -Harry la miró sonriendo-. Me alegro de verla.
– Y yo a usted.
– ¿Cómo está Enrique?
Sofía volvió a sonreír.
– Casi curado.
– Muy bien. -Harry carraspeó-. ¿Entramos?
Le ofreció tímidamente el brazo y ella lo aceptó. El calor de aquel cuerpo contra el suyo lo reconfortó.
Sofía había hecho un gran esfuerzo. Se había rizado elegantemente las puntas del cabello y se había aplicado polvos en la cara y carmín en los labios. Estaba muy guapa. El público que llenaba el vestíbulo lo integraban burgueses muy bien vestidos, y las mujeres lucían pendientes y collares de perlas. Sofía los estudió con expresión de divertido desprecio.
Harry había conseguido unas localidades situadas hacia el centro de la platea llena a rebosar. Alguien en la embajada había dicho que la vida cultural empezaba a renacer y que quien se lo podía permitir estaba evidentemente deseoso de salir una noche.
Sofía se quitó el abrigo. Debajo lucía un largo vestido blanco de corte impecable que realzaba su piel morena, con un escote más pronunciado de lo que en aquellos momentos se consideraba correcto. Harry apartó rápidamente la mirada. Ella lo miró sonriendo.
– Ah, qué calor hace aquí, ¿cómo lo consiguen?
– Calefacción central.
En el entreacto se fueron a tomar unas copas al bar. Sofía se sentía incómoda entre los apretones de la gente y tosió al primer sorbo de vino.
– ¿Se encuentra bien?
Ella rió con una carcajada nerviosa que contrastaba con su habitual confianza.
– Perdón, es que no estoy acostumbrada a tanta gente. Cuando no estoy en casa, estoy en la vaquería. -Sonrió con ironía-. Ahora estoy más acostumbrada a las vacas que a las personas.
Una mujer la miró, enarcando las cejas.
– ¿Y qué tal se está allí? -Harry sabía que las callejuelas de Madrid estaban llenas de pequeñas vaquerías, unos lugares muy poco saludables y con muy poco espacio.
– El trabajo es muy duro; pero, por lo menos, me dan leche para la familia.
– Debe de estar hasta el moño.
– Pero nos ayuda a ir tirando. Los hombres del organismo del Gobierno vienen cada día a llevarse sus cien litros que, una vez bautizados para el racionamiento, se convierten en doscientos.
– Terrible -dijo Harry, meneando la cabeza.
– Es usted un hombre muy extraño -le dijo ella.
– ¿Por qué?
– Su interés por mi vida. Una vaquería maloliente dista mucho de aquello a lo que está usted acostumbrado, supongo. -Sofía se inclinó hacia delante-. Fíjese en todas estas personas que hablan de las cosas que han comprado en el mercado negro y de sus problemas con la servidumbre. ¿No son éstas las cosas de que suelen hablar las personas de su clase? -En su rostro se había vuelto a dibujar la leve sonrisa burlona de antes.
– Sí. Pero yo ya estoy harto.
Sonó un timbre y regresaron a la sala. Durante el segundo acto, Harry se volvió un par de veces para mirarla, pero Sofía estaba tan enfrascada en la representación que no le correspondió con una sonrisa como él esperaba. Llegaron al momento en que lady Macbeth camina como en sueños, torturada por el remordimiento del asesinato que ella ha instado a cometer a su marido. «¿Cómo, jamás podré lavar mis manos?» Harry experimentó un repentino arrebato de pánico al pensar que quizá sería el culpable de la muerte de Gómez y tendría las manos manchadas de sangre. Emitió un jadeo y se agarró con fuerza a los brazos de la butaca; Sofía se volvió para mirarlo. Al término de la función, sonó el himno nacional a través de los altavoces. Harry y Sofía se pusieron en pie, pero no se unieron a las numerosas personas que levantaron el brazo haciendo el saludo fascista.
Al salir al frío de la calle, Harry volvió a sentirse un extraño, más extraño de lo que jamás se hubiera sentido en muchos meses. Le volvían a zumbar los oídos, el corazón le latía muy rápido y se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Suponía que era una reacción tardía a todo lo que había ocurrido aquel día. Mientras se dirigían a la parada del tranvía trató de entablar conversación, consciente de que le temblaba la voz. No tomó a Sofía del brazo; no quería que ésta notara su temblor.
– ¿Le ha gustado la obra?
– Sí -contestó Sofía, sonriendo-. No sabía que Shakespeare pudiera ser tan apasionado. Todos los asesinos reciben su justo castigo, ¿verdad?
– Sí.
– No ocurre lo mismo en el mundo real. -Harry no la había oído debidamente y ella tuvo que repetir lo que había dicho.
– Pues no, la verdad.
Llegaron a la parada del tranvía. Ahora Harry temblaba de pies a cabeza y ansiaba desesperadamente apartarse del frío y húmedo aire nocturno. No había ningún tranvía detenido en la parada. Tampoco había gente esperando, lo cual significaba probablemente que un tranvía acababa de marcharse. Necesitaba sentarse. Maldijo su temor; si tenía que experimentarlo, ¿por qué no en el apartamento, cuando estuviera solo?
– ¿Le ocurre algo? -oyó que Sofía le preguntaba.
De nada hubiera servido fingir, ahora se notaba todo el rostro empapado de sudor frío.
– No me encuentro demasiado bien. Perdone, es que de vez en cuando me dan estos pequeños ataques, desde que estuve en los combates de Francia. Ya se me pasará, no se preocupe; perdone, es una tontería.
– No es una tontería. -Sofía lo miró, preocupada:-. Es algo que les ocurre a los hombres en la guerra, lo vi aquí. Debería coger un taxi, lo acompañaré a su casa. No conviene que espere en medio del frío.
– Ya se me pasará, se lo aseguro. -No soportaba exhibir su debilidad de aquella manera, no lo soportaba en absoluto.
– No, voy a buscar un taxi. -De repente, Sofía había asumido el mando de la situación, como había hecho en su casa-. ¿Puede quedarse aquí un momento mientras yo me acerco a la esquina? He visto unos cuantos taxis esperando.
– Sí, pero…
– Sólo será un minuto. -Ella le rozó el brazo, lo miró sonriendo y se alejó. Harry se apoyó en el frío poste de la parada, inspirando hondo a través de la nariz y espirando por la boca como le habían enseñado a hacer en el hospital. Momentos después, se acercó un taxi.
Sentado en medio del calor del vehículo, enseguida se sintió mejor. Miró a Sofía con una triste sonrisa.
– Menuda manera de terminar la velada, ¿eh? Deje que pague yo el taxi para que la lleve a casa.
– No, quiero asegurarme de que se encuentra bien. Está muy pálido -dijo Sofía, estudiándolo con mirada profesional.
Al llegar a su destino, el taxi los dejó. Harry temía necesitar la ayuda de Sofía para subir la escalera, pero ahora ya se encontraba mucho mejor y subió sin ningún problema. Abrió la puerta y ambos pasaron al salón.
– Siéntese en aquel sofá -le dijo ella-. ¿Tiene un poco de alcohol?
– Hay algo de whisky en aquel aparador.
Ella fue por un vaso a la cocina y le preparó un trago. El whisky le hizo experimentar como una especie de pequeña sacudida. Sofía lo miró sonriendo.
– Bueno, ya le está volviendo el color a la cara. -Encendió el brasero y se sentó en el otro extremo del sofá, mirándolo.
– Beba usted también -le dijo Harry.
– No, gracias. No me gusta demasiado. -Estudió la fotografía de los padres de Harry.
– Son mi madre y mi padre.
– Es una fotografía muy bonita.
– Su madre me enseñó la fotografía de su boda el día que acompañé a Enrique a casa.
– Sí. Ella, papá y tío Ernesto.
– Su tío era sacerdote, ¿verdad?
– Sí, en Cuenca. No hemos sabido nada de él desde que empezó la Guerra Civil. Puede que haya muerto; Cuenca estaba en la zona republicana. ¿Le importa que fume, Harry?
– Claro que no. -Harry tomó el cenicero de la mesita auxiliar y se lo pasó. Observó que la mano le seguía temblando ligeramente.
– ¿Fue muy grave? -preguntó Sofía-. La guerra en Francia, quiero decir.
– Sí, una granada estalló justo a mi lado y mató al hombre que estaba conmigo. Me quedé sordo durante algún tiempo y sufría unos tremendos ataques de pánico. Últimamente, me encuentro mucho mejor. Luché contra ellos y pensé que los había derrotado, pero esta noche han vuelto.
– Quizá no se cuida usted lo bastante.
– Me encuentro bien. No me puedo quejar, recibo buenas raciones y vivo en este apartamento tan grande.
– Sí, es bonito. -Sofía miró alrededor-. Pero la atmósfera resulta un poco triste.
– La verdad es que para mí es demasiado grande. Me paseo constantemente de un lado para otro. Pertenecía a un funcionario comunista.
– Aquella gente se daba muy buena vida. -Sofía suspiró.
– A veces, me parece sentir su presencia. -Harry soltó una tímida carcajada.
– Ahora Madrid está lleno de fantasmas.
Todas las luces se apagaron y los sumieron en la más completa oscuridad, salvo por el resplandor del brasero. Ambos soltaron una exclamación y después Sofía explicó:
– Es sólo un corte de electricidad.
– Vaya, hombre, lo que faltaba.
Ambos se echaron a reír.
– Tengo unas velas en la cocina -dijo Harry-. Deme una cerilla para que vea un poco e iré por ellas. ¿A no ser que usted prefiera volver a casa?
– No -contesto Sofía-. Es bueno hablar un rato.
Harry encendió las velas y las colocó en unos platitos. Las velas iluminaron la estancia con una trémula luz amarilla. Allí donde lo iluminaba la luz, Harry observó una vez más que el cabello de la chica no era totalmente negro, sino que tenía unos reflejos castaños. Tenía un rostro muy triste.
– Siempre nos cortan la luz -dijo-. Ya nos hemos acostumbrado.
Harry permaneció en silencio un instante y después dijo:
– He visto aquí más penalidades de las que jamás hubiera imaginado.
– Sí. -Sofía volvió a suspirar-. ¿Recuerda a nuestra beata, la señora Ávila? Ayer vino a vernos. Dice que el cura está preocupado, y teme que no estemos cuidando debidamente a Paco; quiere que lo dejemos ir al orfelinato. El cura no vino personalmente porque nosotros no vamos a la iglesia. Naturalmente, ésta es la verdadera razón de que quieran apartarnos de Paco. Pero no lo van a conseguir. -Su expresión se endureció por un instante-. Enrique pronto podrá volver a trabajar. Puede que haya trabajo para él en la vaquería.
– Yo tengo una amiga, una inglesa, que trabajó durante algún tiempo en uno de esos orfelinatos. Dijo que era un mal sitio. Y se fue.
– Pues yo he oído hablar de niños que se suicidan. Eso es lo que yo temo que ocurra con Paco. Siempre tiene miedo. Apenas habla y sólo lo hace con nosotros.
– ¿Hay alguien que pudiera… no sé cómo decirlo… ayudarlo?
Sofía se rió amargamente.
– ¿Quién? Sólo estamos nosotros.
– Lo siento.
Sofía se inclinó hacia delante mientras sus grandes ojos brillaban a la luz de las velas.
– No tiene por qué sentirlo. Ha sido muy amable. Se preocupa por los demás. Los forasteros y los ricos de aquí cierran los ojos ante la manera en que vive la gente. Y los que no tienen nada están abatidos y se muestran apáticos. Es bueno conocer a alguien que se preocupa. -Sonrió levemente-. Aunque eso lo entristezca. Es usted un hombre bueno.
Harry pensó en Gómez y en el terror de sus ojos. Denegó con la cabeza.
– No, no lo soy. Quisiera serlo, pero no lo soy. -Se sujetó la cabeza entre las manos, lanzó un profundo suspiro y la miró. La muchacha lo miraba sonriendo. Entonces él alargó la mano y tomó la suya-. La buena es usted -dijo.
Ella no apartó la mano y la mirada de sus ojos se suavizó. Harry se inclinó muy despacio hacia ella y le rozó los labios con los suyos. El vestido de Sofía emitió un leve crujido cuando ésta se inclinó hacia delante para besarlo, un beso profundo y prolongado con un fuerte y apasionante sabor a tabaco. Harry se apartó.
– Perdón -dijo-. Usted está sola en mi apartamento y yo no quería…
Sofía sonrió, denegando con la cabeza.
– No. Me alegro. No me costó demasiado comprender lo que sentía. Y llevo pensando en usted desde que visitó nuestra casa y se sentó en el salón con aquella expresión tan desconcertada, pero con deseo de ayudarnos. -La muchacha bajó la cabeza-. No quería sentir lo que siento, ya bastante complicadas son nuestras vidas. Por eso no llamé al médico al principio. Pobre Enrique -añadió sonriendo-. Ya ve usted lo egoísta que soy.
Harry se inclinó hacia delante y le tomó la mano. Era pequeña y cálida y estaba llena de vida.
– Es usted la persona menos egoísta que he conocido. -Algo en él seguía dudando, no podía creer lo que estaba ocurriendo.
– Harry -dijo ella.
– Pronuncia mi nombre como nadie -dijo él, soltando entre dientes una pequeña carcajada.
– Es más fácil de pronunciar que la manera en que los ingleses dicen David.
– ¿El chico de Leeds?
– Sí. Estuvimos juntos algún tiempo. En la guerra hay que aprovechar las oportunidades que se presentan. A lo mejor lo escandalizo. Los católicos dirían que soy una mujer inmoral.
– Eso, nunca. -Harry vaciló, pero después se inclinó hacia ella y la volvió a besar.
Barbara había oído decir que, cuando se amaba a una persona y después se la dejaba de amar, a veces el amor se convertía en odio. Sandy le había dicho que tenía el corazón lleno de una sensiblería empalagosa, pero no era verdad. Ahora estaba lleno de hastío.
Tenía que ocultar sus sentimientos. Era miércoles y se había vuelto a reunir con Luis; Agustín regresaría de su permiso en cuestión de tres semanas, el 4 de diciembre. En cuanto lo hiciera, Luis se trasladaría a Cuenca para disponer todo lo necesario. La fecha de la fuga dependería de los horarios de los guardias, aunque lo más seguro es que se pudiera hacer antes de Navidad. Durante el tiempo que faltaba, ella tendría que procurar que Sandy no sospechara nada.
La casa, con sus estancias espaciosas y su mobiliario costoso e impecablemente limpio, le resultaba cada vez más opresiva. A veces, experimentaba el impulso de descolgar los relucientes espejos de las paredes y estrellarlos contra las enceradas tablas del suelo. Mientras iba de acá para allá, recorriendo con creciente nerviosismo las habitaciones o contemplando a través de las ventanas el jardín invernal, empezó a preguntarse si se estaría volviendo un poco loca.
Después de su discusión acerca del orfelinato, Barbara había vuelto a mostrarse extremadamente amable y sumisa. El domingo siguiente a la discusión, Sandy salió de buena mañana en su coche; asuntos de negocios, alegó. Barbara salió a dar un paseo y compró unas rosas de Andalucía en una lujosa floristería. Costaban mucho dinero, pero eran las preferidas de Sandy. Las llevó a la mesa en un jarrón. Sandy tomó una y olió su perfume.
– Muy bonitas -dijo secamente-. ¿Entonces ya se te ha pasado el enfado? -Seguía estando de muy mal humor.
– Las peleas son absurdas -contestó ella muy tranquila.
– Tu carta a sor Inmaculada ha provocado cierta perplejidad. Una o dos personas me han preguntado si no estaré dando cobijo a una subversiva.
– Mira, Sandy, no te quiero causar problemas con tus socios en los negocios. ¿Por qué no me ofrezco como voluntaria en otro sitio, quizás en algún hospital militar?
Sandy soltó un gruñido.
– Casi todos están dirigidos por la Falange. No quiero que ahora te pelees con ellos.
– Basta con que no vea maltratar a los niños, eso es todo.
La miró con sus ojos sombríos y gélidos.
– Casi todos los niños son maltratados. Así es la vida. A no ser que tengas suerte, como mi hermano. Tú fuiste maltratada y yo también.
– Pero no de esta manera.
– El maltrato es siempre el mismo. -Sandy se encogió de hombros-. Hablaré con Sebastián acerca del hospital militar.
– Gracias. -Barbara procuró fingir agradecimiento. Sandy soltó un gruñido y se inclinó sobre su plato.
No había vuelto a mantener relaciones sexuales con ella desde la pelea. La tarde siguiente, Barbara bajó a la cocina para hablar con Pilar y, desde la escalera, la oyó reírse. Sandy estaba allí apoyado en la mesa, fumando un cigarrillo con una sonrisa lasciva en los labios. Pilar lavaba los platos en el fregadero. Al ver a Barbara, la chica se puso colorada como un tomate y bajó la cabeza.
– Le traigo la lista de la compra, Pilar -dijo Barbara fríamente-. Se la dejo aquí encima de la mesa.
Más tarde no dijo nada, pero él sí lo hizo. Estaban sentados en el salón, cuando él se reclinó en su asiento acunando en sus manos un vaso de whisky con una sonrisa en los labios.
– Buena chica, Pilar. Aunque a veces es un poco descarada.
Barbara siguió enhebrando una aguja en silencio. «Lo hace para castigarme -pensó-, como si ahora me importara.»
– Hay que ver cómo os gusta coquetear con las criadas -dijo alegremente-. Supongo que es una fantasía, una cosa de las escuelas privadas.
– Si tú supieras cuáles son mis fantasías -dijo él-, no te gustarían. -Algo en su tono de voz indujo a Barbara a mirarlo bruscamente. Él le dirigió una fría mirada y tomó otro trago de whisky.
– Tengo que ir a buscar un patrón que mamá me ha enviado -dijo Barbara.
Acto seguido, abandonó la estancia y se quedó en el pasillo respirando afanosamente. A veces, necesitaba apartarse de él. Y pensaba: «Me paso una hora sentada con él y después salgo unos cuantos minutos. De esta manera, me acerco una hora más al momento en que me iré para siempre.»
Subió al dormitorio. No necesitaba el patrón para nada, pero pensó que sería mejor que lo recogiera. Ya allí, abrió el cajón de su escritorio y acarició su libreta de ahorro. Se alegraba de que el escritorio tuviera una buena cerradura; siempre se guardaba la llave en el bolsillo.
Respiró hondo una vez más. Tendría que bajar para intentar suavizar la situación. Le podría preguntar qué tal iban las cosas con Harry; si Harry se iba a incorporar al proyecto, fuera el que fuera. Pero, en el caso de que él insistiera en seguir utilizando a Pilar para burlarse de ella, dejaría que lo hiciera. Fingiría estar dolida y, de esta manera, tendría otra excusa para no hacer el amor cuando él se le volviera a acercar.
Para su alivio, aquella noche Sandy no volvió a mencionar a Pilar. Cuando ella le preguntó por Harry, le contestó que lo había vuelto a invitar a cenar el jueves de la otra semana. Después se levantó, diciendo que tenía que clasificar unos papeles en su estudio. Barbara lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró a su espalda.
Poco después, oyó sonar el teléfono un par de veces y enmudecer de golpe. Sandy debía de haber contestado a través del supletorio de su estudio. Se había puesto ligeramente nerviosa; al poco rato, se volvió a sobresaltar al oír el timbre de la puerta. «Quién demonios será -pensó-, ya es muy tarde.» Dejó la labor.
Oyó que Pilar subía de la cocina y, después, el repiqueteo de sus tacones sobre el mosaico del suelo. Al cabo de un minuto, la chica llamó con los nudillos y entró en el salón. Por muy poco que le importara lo que Sandy pudiera hacer en aquellos momentos, Barbara experimentó una punzada de cólera.
– ¿Quiénes?-preguntó.
Pilar no quería mirarla a la cara.
– Disculpe, señora, es un hombre que quiere ver al señor Forsyth. Parece un poco… -vaciló- extranjero. Ya sé que al señor Forsyth no le gusta que lo molesten en su estudio.
– Voy a ver quién es. -Barbara se levantó y pasó por delante de la chica. Una ráfaga de aire la azotó desde el recibidor; Pilar había dejado la puerta de la entrada abierta de par en par. Un anciano menudo con un abrigo manchado y un sombrero viejo y flexible esperaba en el umbral. Llevaba unas gafas rotas sujetas sobre el caballete de la nariz con esparadrapo. Se quitó el sombrero.
– Perdón, señora, ¿está el señor Forsyth en casa?
Hablaba español muy despacio y con gran esfuerzo, con un marcado acento francés. Barbara le contestó en este idioma.
– Sí. ¿En qué puedo servirlo?
En el rostro del anciano se dibujaron unas arrugas de alivio.
– Ah, habla usted francés. Mi español es muy deficiente. Perdone que la moleste. Me llamo Blanc, Henri Blanc, y tengo que entregarle una cosa al señor Forsyth.
Rebuscó en el interior de su abrigo y sacó una bolsita de lona que emitió un sonido metálico. Barbara lo miró perpleja.
– Disculpe -dijo el hombre-. Tengo que explicarme. Soy uno de los refugiados que el señor Forsyth ha estado atendiendo.
– Ah, comprendo. -Eso explicaba la ropa raída y el acento francés. Era uno de los judíos. Sujetó la puerta para que no se cerrara-. Pase, por favor.
El anciano meneó la cabeza.
– No, no; se lo ruego. No quiero molestar a estas horas. Es que hoy me han dicho que ya tengo mi permiso de traslado a Lisboa. -Sonrió, sin poder disimular su alegría-. Me voy con mi familia mañana a primera hora. -Volvió a ofrecerle el paquete-. Acéptelo, por favor. Dígale que es de máxima calidad, tal como le dije. Llevan en nuestra familia mucho tiempo, pero merece la pena para poder trasladarnos a Lisboa.
– Muy bien. -Barbara tomó el paquete-. Tiene que haber caminado mucho… ¿seguro que no quiere entrar un minuto? -Estudió sus zapatos, los tacones estaban casi totalmente gastados; probablemente, había caminado con ellos desde Francia.
– No, gracias. Tengo que regresar -contestó el hombre, sonriendo-. Pero estaba obligado a cumplir mi promesa. Dele las gracias al señor Forsyth de mi parte. Hemos estado muy preocupados; dicen que los alemanes están enviando a los refugiados republicanos desde Francia y tenemos miedo de que nos pidan a nosotros a cambio. Pero ahora estaremos a salvo gracias a su marido. -Alargó la mano para estrechar la suya, se volvió a poner el sombrero, dio media vuelta y se alejó renqueando ligeramente por el camino particular.
Barbara cerró la puerta. Vio una sombra en lo alto de la escalera del sótano y se dio cuenta de que Pilar había estado escuchando. ¿Sería eso lo que tendría que aguantar a partir de ahora?
– Pilar -llamó, levantando la voz-, ¿me puede preparar una taza de chocolate, por favor?
La sombra pegó un brinco y la chica contestó.
– Sí, señora.
Sus pisadas bajaron rápidamente los peldaños de la escalera de la cocina. Barbara se quedó en el vestíbulo, sopesando la bolsa que sostenía en las manos. No eran monedas, sino algo más liviano. Regresó al salón y tiró de la cinta que cerraba la bolsa. Vació el contenido en la palma de su mano. Había sortijas y collares, un par de broches y algunos objetos de extraña forma que parecían tener una función religiosa. Todos eran de oro, de claro y reluciente oro. Frunció el entrecejo, perpleja.
Pensó que sería mejor que le entregara la bolsa a Sandy. Subió lentamente los peldaños. La calefacción central silbaba y gorgoteaba en el silencioso pasillo. Una luz se filtraba por debajo de la puerta del estudio. Lo oyó hablar, aún debía de estar al teléfono. Estaba a punto de llamar con los nudillos, pero algo en el tono de su voz le impidió hacerlo. Le recordaba su voz de antes, cuando le había mencionado sus fantasías.
– Ya tendría que haber cantado. Lleváis con él todo el día. ¿Qué le habéis hecho? -Una pausa y después de nuevo la voz de Sandy-. Estos viejos soldados de Marruecos aguantan mucho. ¿Sigue diciendo que Gómez es su verdadero apellido? Bueno, supongo que tiene su lógica, han tenido que crear documentación falsa para un nombre falso, y eso es territorio de la Gestapo. -Más silencio, un par de gruñidos en respuesta a lo que el hombre del otro extremo de la línea estaba diciendo y de nuevo la voz de Sandy, cortante e irritada-: Lo dejo en vuestras expertas manos. -Otra pausa antes de añadir-: Hay sitios de sobra por Santa María. Oye, te tengo que dejar. Tengo aquí los papeles de Brett. No, él confía en mí. Sí. Adiós. -Se oyó un clic cuando colgó el aparato.
Las frases resonaban en la cabeza de Barbara. «¿Qué le habéis hecho?» «Territorio de la Gestapo.» Y, en cierto modo, Harry estaba implicado en todo aquello. Se quedó allí con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Oyó que Sandy abría un cajón de su escritorio y después un gruñido. Tragó saliva y se apartó de la puerta, apretando la bolsa de lona en su mano. Se la daría más tarde.
En el salón, Pilar había dejado la taza de chocolate encima de la mesa de costura. Se sentó pesadamente con la bolsa en el regazo. Pero ¿en qué demonios andaría Sandy metido? Recordó las burlas sobre sus fantasías. «Sería capaz de cualquier cosa -pensó-; jamás he llegado a conocerlo realmente.» Volvió a tragar saliva y depositó la bolsa encima de la mesa de costura. La contempló en silencio con el cuerpo en tensión y el oído atento a sus pisadas al otro lado de la puerta.
Sofía y Harry paseaban muy despacio entre la muchedumbre del Rastro. Era domingo, un día frío y nublado, y el principal mercadillo callejero de Madrid estaba lleno a rebosar de gente. Los destartalados tenderetes de madera, con sus toldos, se derramaban por las angostas callejuelas que rodeaban la plaza de Cascorro, atestados de toda suerte de baratijas… vulgares adornos, piezas de maquinaria rotas, canarios en jaulas de madera. Harry habría deseado tomar a Sofía de la mano, pero tal cosa estaba prohibida por inmoral; a no ser que la pareja estuviera casada..Varias parejas de guardias permanecían en los portales, vigilando a la gente con sus miradas frías y duras.
Había transcurrido exactamente una semana desde que ambos hicieran el amor en el apartamento de Harry. Desde entonces, se las habían arreglado para verse casi a diario. Harry disponía de mucho tiempo; no había recibido más instrucciones de los espías. Sofía acudía a su apartamento por la noche y se iba muy pronto, porque empezaba a trabajar muy temprano en la vaquería.
Él, por su parte, se alegraba de estar enamorado por primera vez, de que su mundo tranquilo y ordenado se hubiera trastocado de arriba abajo. Cuando recibió la última carta de Will sobre los problemas que éste tenía para conseguir una asistenta para su casa de campo y escolarizar a los niños, se sintió tremendamente alejado del mundo de su primo; pero, al mismo tiempo, experimentó un cálido torrente de amor hacia él.
Sin embargo, había secretos entre ellos. Harry no deseaba otra cosa que poder hablarle a Sofía de su trabajo como espía y de lo mucho que lo odiaba, o del amigo de la embajada que había resultado ser su vigilante. Pero no podía y no debía. Sofía tampoco había dicho nada a su familia acerca de sus relaciones. Decía que no era el momento oportuno. Cuando a primera hora de la noche dejaba a su madre y a Paco al cuidado de Enrique, le decía a éste que iba a ver a una de las chicas de la vaquería. No le importaba mentir a su hermano. Harry pensaba que quizá familias tan unidas como la de Sofía sólo podían soportar aquella estrecha intimidad a base de secretos.
Aquél era el día que Sofía libraba en la vaquería. Se las había arreglado para que Enrique se quedara en casa al cuidado de su madre y de Paco.
Habían hecho el amor en el apartamento de Harry y después ella había sugerido la visita al Rastro. Mientras se abrían paso entre la multitud, Harry le dijo en voz baja:
– Nunca hueles a leche. ¿Por qué no hueles a leche?
Ella se echó a reír.
– ¿Y a qué huelo?
– Simplemente, a ti. A limpio.
– Cuando entré a trabajar allí, me prometí a mí misma no acabar oliendo como los demás. Allí hay una ducha más fría que el hielo con un suelo de hormigón y un desagüe roto de metal en el que tienes que procurar no caer, pero yo me ducho todos los días.
– Nunca permitirás que nadie te doblegue, ¿verdad?
– No-contestó ella sonriendo-. Eso espero.
Prosiguieron su paseo entre la gente, riéndose de algunos de los objetos extravagantes que había a la venta, hasta llegar a la parte del mercado donde se vendían artículos de alimentación. Casi todos los tenderetes estaban prácticamente vacíos, sólo algunas verduras secas aquí y allá. En un tenderete de carne vendían despojos cuyo olor Harry pudo percibir a dos metros de distancia, pero aun así había cola para comprar. Sofía se percató de su mueca de desagrado.
– Ahora la gente lo compra todo -dijo-. Las raciones no serían suficientes ni para dar de comer a un perro.
– Lo sé.
– Todo el mundo está desesperado. Por eso Enrique aceptó aquel trabajo, ¿sabes? En el fondo es muy bueno; no habría aceptado ser espía.
– No sé si el hecho de ser un mal espía te convierte en un hombre mejor.
– Puede que sí. Las personas que saben engañar a los demás no pueden ser muy buenas, ¿no crees? Él es más feliz trabajando como barrendero.
– ¿Cómo tiene la pierna?
– Muy bien. Se sigue cansando por las noches, pero mejorará. La señora Ávila está decepcionada. Ahora que hay más ingresos en la familia, ya no tiene excusa para acudir al cura y decirle que no nos podemos permitir atender a Paco.
Harry la miró.
– ¿Cómo era tu tío el cura? -preguntó.
Sofía sonrió con tristeza.
– Mi madre y mi padre se trasladaron de Tarancón a Madrid para encontrar trabajo cuando yo era pequeña, y tío Ernesto se fue a una parroquia de Cuenca. Aunque mis padres eran republicanos, se mantenían en contacto con él porque la familia lo es todo en España. Cada verano de mi infancia íbamos a pasar unos días con tío Ernesto. Recuerdo lo mucho que me llamaba la atención su sotana. -Sofía se rió-. Solía preguntarle a mi madre por qué tío Ernesto llevaba vestido. Pero era muy bueno. Me permitía limpiar los candeleros de la iglesia. Dejaba marcadas las huellas de los dedos en ellos, y él decía que no importaba. Después debía de dejar que les sacara brillo alguna de sus beatas. -Miró a Harry-. Desde que terminó la guerra, mamá lleva diciendo que alguno de nosotros tendría que ir a Cuenca para averiguar si está vivo. Pero, aunque nos lo pudiéramos permitir, no lo considero una buena idea. He oído contar historias terribles acerca de lo que les ocurrió a los curas y a las monjas de allí.
– Lo siento.
Aprovechando el gentío que los rodeaba, ella le tomó la mano un momento.
– Por lo menos, yo tenía una familia que me cuidaba. No me enviaron a un colegio como a ti.
La calle se ensanchaba ante ambos. Allí reinaba un especial ajetreo y Harry vio un número insólito de personas elegantemente vestidas alrededor de un tenderete, examinando atentamente la mercancía con el entrecejo fruncido. Una pareja de la Guardia Civil vigilaba desde un portal.
– ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó Harry.
– Aquí es donde acaban todos los objetos que sacaron de las casas de los ricos en 1936 -contestó Sofía-. Las personas que se los llevaron necesitaban el dinero para comprar comida y por eso ahora los venden a los propietarios de los tenderetes. Los madrileños ricos vienen aquí, a ver si encuentran los bienes heredados de sus familias.
Pasaron por delante de los tenderetes. Había jarrones y vajillas, figuras de porcelana e incluso un viejo gramófono con brazo de plata. Harry leyó la inscripción que figuraba en él: «A don Juan Ramírez Dávila, de sus compañeros del Banco de Santander, 12-07-1919.» Una anciana rebuscaba entre un montón de broches y collares de perlas.
– Jamás lo encontraremos, Dolores -murmuró su marido en tono cansado-. Tienes que olvidarlo.
Harry tomó una figura de mujer vestida al estilo dieciochesco, con la nariz desportillada.
– Algunas de estas cosas debieron de significar mucho para alguien en otros tiempos.
– Pero se compraron con dinero robado a la gente -replicó Sofía con aspereza.
Pasaron por delante de una mesa con un montón de fotografías encima. La gente se apretujaba alrededor y rebuscaba entre las fotografías con semblante triste y afligido, incluso desesperado.
– ¿Y todo eso de dónde viene? -preguntó Harry.
– A las fotografías les quitaban los marcos cuando las vendían. La gente viene aquí en busca de fotografías de sus familiares.
Algunas de las imágenes eran recientes y otras tenían medio siglo de antigüedad. Fotografías de bodas, retratos familiares en blanco y negro o sepia. Un joven vestido de militar, sonriendo a la cámara; una pareja joven sentada delante de una taberna con las manos entrelazadas. Harry comprendió que muchas de aquellas personas ya debían de haber muerto. No era de extrañar que aquella gente buscara con tal ansia. Puede que allí encontraran la única imagen que quedaba de un hijo o un hermano perdido.
– Cuántos han muerto -dijo en voz baja-. Cuántos.
Sofía se inclinó hacia él.
– Harry, ¿conoces a aquel hombre de allí? Nos está mirando.
Harry se volvió y contuvo bruscamente la respiración. El general Maestre se encontraba ante el tenderete de los objetos de porcelana, con su mujer y su hija Milagros. Vestía de paisano, un abrigo grueso y un sombrero de paño. Sin el uniforme, sus rasgos curtidos por la intemperie parecían duros y más viejos. La señora Maestre examinaba un candelabro de plata, pero el general seguía mirando a Harry con expresión ceñuda. Milagros también lo miraba con unos ojos cuya infinita tristeza se extendía a todos los rasgos de su rostro mofletudo. Los ojos de Harry se cruzaron con los suyos y entonces ella se ruborizó y bajó la cabeza. Harry saludó con un movimiento de la cabeza al general. Éste enarcó levemente las cejas antes de inclinar bruscamente la suya en respuesta al saludo.
– Es un alto cargo del Gobierno, el general Maestre -murmuró Harry.
– ¿Y de qué lo conoces? -preguntó Sofía con un tono de voz repentinamente cortante, mirándolo con los ojos muy abiertos.
– Tuve que hacer una traducción para él. Es una situación muy violenta, porque una vez salí con su hija por obligación. Ven, será mejor que nos vayamos.
Pero había tanta gente alrededor del tenderete de las fotografías que tuvieron que salir por el otro lado, en dirección al lugar donde se encontraba Maestre. El general se adelantó, le cortó el paso a Harry y lo saludó sin sonreír.
– Señor Brett, buenos días. Milagros se preguntaba si había desaparecido usted de la faz de la tierra.
– Lo lamento, mi general, pero he estado tan ocupado que…
Maestre miró a Sofía y ésta le correspondió con una fría mirada de enojo.
– Milagros esperaba que usted la volviera a llamar -prosiguió diciendo el general-. Aunque ahora ya lo ha dejado correr. -Se volvió para mirar a su familia-. A mi mujer le gusta venir aquí, a ver si encuentra alguna parte de los tesoros robados a nuestra familia. Pero yo le digo que acabará pillando algo en medio de todas estas putas de los barrios bajos.
Enarcó las cejas mirando a Sofía y después sus ojos recorrieron de arriba abajo su viejo abrigo negro, tras lo cual dio media vuelta para reunirse de nuevo con su mujer y con Milagros, que fingía estar absorta en la contemplación de una pastorcita de porcelana de Dresde. Sofía lo siguió con la mirada, respirando afanosamente con los puños apretados. Harry le rozó el hombro.
– Sofía, perdona…
Ella le apartó la mano y se volvió de cara a la gente. La aglomeración le impedía caminar más rápido, por lo que sólo podía arrastrar los pies y Harry le dio inmediatamente alcance.
– Sofía, Sofía, perdona. -Suavemente la obligó a volver el rostro para mirarlo-. Es un cerdo, un bruto, por haberte insultado de esta manera.
Para su asombro, ella soltó una carcajada áspera y amarga:
– ¿Tú crees que las personas como yo no estamos acostumbradas a los insultos de las personas como él? ¿Crees que me importa lo que diga este viejo de mierda?
– ¿Entonces?
Sofía meneó la cabeza.
– Bueno, es que tú no lo entiendes; hablamos de estas cosas pero tú no lo entiendes.
Harry buscó sus manos y las tomó en las suyas. La gente los miraba, pero a él le daba igual.
– Quiero entenderlo.
Sofía respiró hondo y se zafó de su presa.
– Será mejor que sigamos caminando, estamos ofendiendo la moralidad pública.
– De acuerdo. -Se situó a su lado y Sofía levantó los ojos hacia él.
– He oído hablar de este hombre. El general Maestre. El suyo era uno de los nombres más temidos durante el asedio. Dicen que en un pueblo mandó reunir en la plaza principal a todas las esposas de los concejales socialistas y ordenó a los moros atarlas y cortarles los pechos en presencia de sus maridos. Sé que hubo mucha propaganda falsa, pero yo atendí como enfermera a un hombre de aquel pueblo y me dijo que era verdad. Y cuando tornaron Madrid el año pasado, Maestre tuvo un destacado papel en la tarea de acorralar a los subversivos. No sólo a los comunistas, sino también a gente que sólo quería vivir en paz y disfrutar de una parte de su país. -Harry vio que estaba llorando, y que las lágrimas le rodaban por las mejillas-. La limpieza, la llamaban. Noche tras noche, oías los disparos procedentes del cementerio del este. Y a veces todavía se oyen. Tomaron esta ciudad como si fueran un ejército de ocupación, y así es como la siguen ocupando. Y la Falange presumiendo y buscando camorra por toda nuestra ciudad…
Habían llegado a una zona más tranquila. Sofía, se detuvo de golpe, respiró hondo y se enjugó el rostro con un pañuelo. Harry se la quedó mirando. No sabía qué decirle. Ella le tocó el brazo.
– Sé que tratas de entenderlo -le dijo-. Pero después te veo hablando con aquel personaje. Has venido a visitar este… infierno… desde otro mundo, Harry. Te quedarás algún tiempo aquí y después te irás. Llévame a tu apartamento, Harry, hagamos el amor. Al menos, podemos hacer el amor. Ahora ya no quiero seguir hablando.
Siguieron caminando en silencio hasta llegar a la plaza de Cascorro, donde empezaba el mercado. Mientras se abrían paso para cruzar la plaza, Harry pensó: «¿Y si pudiera sacarla de aquí y llevármela a Inglaterra?» Pero ¿cómo? Ella jamás dejaría a su madre, a Enrique y a Paco; ¿y yo cómo iba a sacarlos también a ellos? Sofía caminaba delante de él, señalando el camino a través de la muchedumbre, fuerte e indómita, pero menuda y vulnerable en aquella ciudad gobernada por los generales que Hoare y Hillgarth manejaban a su antojo por medio de los Caballeros de San Jorge.
En Tierra Muerta el tiempo había empeorado. Una mañana el campo amaneció enteramente cubierto de nieve, incluso los tejados inclinados de las atalayas. La nieve era tan abundante en el camino de montaña que conducía a la cantera que hasta penetraba a través de las grietas de las viejas botas que calzaban los prisioneros. Bernie recordó a su madre cuando él era chico, diciéndole que procurara no mojarse nunca los pies en invierno, pues era la manera más segura de pillar un resfriado. Se rió en voz alta y Pablo se volvió para mirarlo con extrañeza.
Los hombres se detuvieron a hacer un breve descanso en el pliegue de las colinas desde el cual, si las condiciones eran apropiadas, se podía divisar Cuenca a lo lejos. Aquel día no se podía ver nada, sólo un atisbo del pardo peñasco de la garganta que se abría entre las lomas blancas y el cielo frío y lechoso.
– ¡Vamos, cabrones holgazanes! -gritó el guardia.
Los hombres se levantaron rápidamente para que la circulación fuera restablecida y volvieron a colocarse en fila.
Vicente se estaba muriendo. Las autoridades habían visto ya suficientes muertes para saber cuándo alguien estaba a punto de morir, por cuyo motivo habían cejado en su empeño de intentar hacerle trabajar. Los últimos dos días se los había pasado tumbado en su jergón de la barraca, entrando y saliendo de la conciencia. Siempre que se despertaba, pedía agua y decía que le ardían la cabeza y la garganta.
Aquella noche un fuerte viento empezó a soplar desde el oeste, llevando consigo una intensa corriente de viento que fundió la nieve. A la mañana siguiente, seguía lloviendo a cántaros y el viento empujaba la lluvia a través del patio en cortinas verticales. A los hombres se les comunicó que aquel día no habría cuadrillas de trabajo. «A los guardias no les gusta salir en días como éste», pensó Bernie. La tormenta no cesaba y los hombres se quedaron en sus barracas, jugando a las cartas, cosiendo o leyendo versículos católicos o ejemplares del Arriba, que eran lo único que se les permitía leer.
Bernie sabía que el grupo comunista había celebrado una reunión dos días atrás para discutir su situación. Desde entonces lo evitaban, incluso Pablo; pero no le habían comunicado su decisión. Bernie adivinaba que estaban esperando a que muriera Vicente para concederle un breve período de indulgencia.
El abogado se pasó casi toda la mañana durmiendo, se despertó hacia mediodía. Bernie estaba tumbado en su jergón, pero se incorporó y se inclinó hacia él. Ahora Vicente estaba muy delgado y tenía los ojos profundamente hundidos en el interior de unas cuencas oscuras.
– Agua -graznó.
– Voy por ella, espera un momento.
Bernie se puso su viejo y remendado gabán del ejército y salió a la lluvia del exterior, haciendo una mueca cuando los proyectiles de aguanieve le azotaron el rostro. Las barracas no disponían de agua corriente, y él había limpiado cuidadosamente su cubo de mear y lo había dejado fuera toda la noche para que se llenara de agua de lluvia. Lo trasladó al interior de la barraca, recogió un poco de agua en un recipiente de hojalata y después levantó cuidadosamente la cabeza del abogado para darle de beber. Eulalio, tumbado en el catre del otro lado, soltó una carcajada gutural.
– Ay, inglés, ¿es que estás dando tus orines de beber al pobre hombre?
Vicente volvió a reclinarse; hasta el esfuerzo de beber lo dejaba agotado.
– Gracias.
– ¿Cómo estás?
– Me duele mucho. Ojalá terminara todo de una vez. No hago más que pensar: «Se acabó la cantera, se acabaron las funciones dominicales.» Estoy muy cansado. Preparado para el silencio infinito.
Bernie no contestó. Vicente sonrió con gesto cansado.
– Precisamente ahora soñaba con el primer día que llegamos aquí. ¿Recuerdas aquel camión? ¿Los brincos que pegaba?
– Sí.
Tras su captura, Bernie se había pasado muchos meses en la prisión de San Pedro de Cárdena, donde lo habían sometido a las primeras pruebas psiquiátricas. Para entonces, casi todos los prisioneros ingleses habían sido repatriados a través de vías diplomáticas, menos él. Después, a finales de 1937, lo habían trasladado junto con un grupo de prisioneros españoles y extranjeros considerados políticamente peligrosos al campo de Tierra Muerta. Bernie se preguntaba si su condición de miembro del partido habría sido la causa de que la embajada no hubiera solicitado su puesta en libertad; seguro que su madre habría intentado sacarlo de allí al enterarse de que había sido hecho prisionero.
Los trasladaron a Tierra Muerta en unos viejos camiones del ejército donde Vicente fue esposado a su lado en el banco. Éste le preguntó a Bernie de dónde era y muy pronto ambos se enzarzaron en una discusión acerca del comunismo. A Bernie le gustaba el ácido sentido del humor de Vicente y siempre había sentido debilidad por los burgueses intelectuales.
A los pocos días de su llegada a Tierra Muerta, Vicente fue en su busca. El abogado había sido adscrito al despacho para ayudar a la administración a aligerar la montaña de papeles relacionada con el traslado de prisioneros al nuevo campo. Bernie estaba sentado en un banco del patio. Vicente se sentó a su lado y bajó la voz.
– ¿Recuerdas que me dijiste que los demás prisioneros ingleses se. habían ido a casa y que tú pensabas que tu embajada no quería tomarse ninguna molestia contigo porque eras comunista?
– Sí.
– Pues ése no es el motivo. Hoy he echado un vistazo a tu expediente. Los ingleses creen que has muerto.
Bernie lo miró asombrado.
– ¿Cómo?
– Cuando te capturaron en el Jarama, ¿qué ocurrió exactamente?
Bernie arrugó la frente.
– Me pasé un rato inconsciente. Y después una patrulla fascista se hizo cargo de mí.
– ¿Te preguntaron lo de siempre? ¿Nombre, nacionalidad, filiación política?
– Sí, el sargento que me capturó tomó unas cuantas notas. Era un cabrón. Estaba a punto de pegarme un tiro, pero su cabo lo convenció de que no lo hiciera porque yo era extranjero y podría haber problemas.
Vicente asintió lentamente con la cabeza.
– Creo que fue más cabrón de lo que tú te imaginas. Las embajadas de los prisioneros de guerra siempre tenían que ser informadas de su captura. Pero, según tu expediente, te apuntaron como español. Un tribunal militar te condenó a veinticinco años de prisión bajo un nombre español, junto con todo un grupo de prisioneros. Las autoridades no descubrieron el error hasta más tarde y entonces decidieron dejar las cosas como estaban.
La mirada de Bernie se perdió en la distancia.
– ¿Entonces mis padres me creen muerto?
– Debieron de darte por desaparecido y presuntamente muerto los de tu propio bando. Supongo que el sargento que te capturó facilitó detalles falsos, precisamente para que tu embajada no fuera informada de que habías sido capturado. Con toda la mala intención.
– ¿Y por qué jamás hubo una rectificación?
Vicente extendió las manos.
– Probablemente, por simple inercia burocrática. Cuanto más tardaran en notificarlo, más probable sería que tu embajada armara un escándalo. Sospecho que te convertiste en un estorbo, una anomalía. Y por eso te han enterrado aquí.
– ¿Y si ahora dijera algo?
Vicente meneó la cabeza.
– No serviría de nada. -Lo miró con la cara muy seria-. Puede que te pegaran un tiro para eliminar la anomalía. Aquí no tenemos ningún derecho, no somos nada.
Vicente se pasó el resto del día durmiendo, despertando de vez en cuando y pidiendo agua. Al anochecer, el padre Eduardo entró en la barraca. Bernie lo vio cruzar el patio en medio del viento y la lluvia, envuelto en una gruesa capa negra. Entró chorreando agua sobre las tablas desnudas.
El padre Jaime se habría acercado directamente al lecho del enfermo sin prestar atención a los demás, pero el padre Eduardo siempre trataba de establecer contacto con los prisioneros. Miró alrededor con una sonrisa nerviosa en los labios.
– Vaya, menuda tormenta -dijo.
Algunos hombres se lo quedaron mirando fríamente; otros volvieron a su lectura o a su costura. A continuación, el cura se dirigió al jergón de Vicente. Bernie se levantó y le impidió el paso.
– Él no quiere verlo, padre -dijo en tono pausado.
– Tengo que hablar con él. Es mi deber. -El sacerdote se inclinó un poco más-. Mira, Piper, el padre Jaime quería venir, pero yo le he dicho que consideraba que este hombre me correspondía a mí. ¿Prefieres que lo vaya a buscar? No quisiera hacerlo; pero, si me impides el paso, tendré que comunicárselo. El es el sacerdote de mayor antigüedad.
Bernie se apartó a un lado sin decir nada. Se preguntó si habría sido mejor que estuviera allí el padre Jaime; a Vicente tal vez le hubiera resultado más fácil oponer resistencia a aquel hombre tan brutal.
El ruido había despertado al abogado. Éste levantó la vista mientras el sacerdote se inclinaba hacia él. Unas gotas de agua cayeron desde la capa del cura sobre la sábana de arpillera.
– ¿Eso es agua bendita, padre?
– ¿Cómo estás?
– No muerto todavía. Bernardo, amigo mío, ¿me quieres dar un poco más de agua?
Bernie introdujo el recipiente en el cubo y se lo pasó a Vicente. Éste bebió con avidez. El sacerdote contempló con desagrado el cubo de los meados.
– Hijo, estás muy enfermo -dijo-. Debes confesar tus pecados.
Se hizo un silencio absoluto en la barraca. Todos los prisioneros miraban y escuchaban con sus rostros convertidos en círculos borrosos de color blanco bajo la pálida luz de las velas. Todo el mundo sabía que Vicente aborrecía a los curas, sabía que se acercaba aquel momento.
– No. -Vicente consiguió incorporarse un poco. La luz brilló en la barba grisácea de dos días de sus mejillas y en sus ojos cansados y enfurecidos-. No.
– Si mueres sin confesión, tu alma irá derecha al infierno. -El padre Eduardo estaba nervioso y sus dedos retorcían un botón de su sotana. Sus gafas reflejaban la luz de la vela y convertían sus tristes ojos en dos pequeñas hogueras.
Vicente se pasó la lengua por los labios resecos.
– No hay infierno -dijo entre jadeos-. Sólo… silencio. -Se volvió a reclinar, agotado por el esfuerzo.
El padre Eduardo lanzó un suspiro y dio media vuelta. Inclinándose hacia Bernie, le habló en voz baja. Emanaba de él un leve perfume a incienso y óleo sagrado.
– Creo que a este hombre le quedan tan sólo uno o dos días. Volveré mañana. Pero, dime, ¿este cubo de los orines es lo único que tienes para darle de beber?
– Lo he limpiado.
– Aun así, tener que utilizar eso… ¿Y de dónde sacas el agua?
– Es agua de lluvia.
– La lluvia no durará eternamente. Oye, tengo un grifo en la iglesia y también un cubo. Ven mañana y te daré un poco de agua.
– No se va a ganar su confianza de esta manera.
– ¡No quiero verlo sufrir más de lo debido! -replicó el padre Eduardo, súbitamente enojado-. Vengas o no vengas, como quieras; pero hay agua, si quieres.
Dio media vuelta y abandonó a grandes zancadas la barraca para regresar a la tormenta del exterior. Bernie se volvió de nuevo hacia Vicente.
– Se ha ido.
El abogado sonrió amargamente.
– He sido fuerte, ¿verdad, Bernardo?
– Sí. Sí lo has sido. Perdona que no se lo haya podido impedir.
– Has contribuido a distraerlo. Sé que sólo tengo la nada por delante. Y lo acepto. -Vicente emitió un jadeo entrecortado-. Intentaba reunir suficientes gargajos para escupirle. Como vuelva, lo haré.
Aquella noche el viento viró al este y volvió a nevar. A la mañana siguiente, hacía un frío espantoso. El viento había amainado, la nieve formaba una espesa capa, los ruidos del campo estaban amortiguados y los pies de los hombres hacían crujir la nieve mientras éstos se colocaban en fila para el acto de pasar lista. A Aranda no le gustaba el frío; se paseaba por allí con un pasamontañas que contrastaba poderosamente con el inmaculado uniforme que vestía.
Estaban a domingo y no había ninguna cuadrilla de trabajo. Después del acto de pasar lista, a algunos prisioneros les encomendaron la tarea de quitar la nieve del patio y amontonarla contra las barracas. Vicente se había despertado con una sed ardiente. Bernie había dejado el cubo fuera antes de irse a dormir y ahora estaba lleno de nieve. Lo miró. Tardaría siglos en fundirse en la gélida barraca y, cuando lo hiciera, sólo habría una cuarta parte de agua en el cubo. Permaneció un momento temblando en la gélida mañana; las viejas heridas del hombro y el muslo le dolían intensamente. Miró hacia Id barraca que albergaba la iglesia, con una cruz pintada en la parte lateral. Dudó y echó a andar hacia ella.
Aranda permanecía de pie a la entrada de su barraca, contemplando la actuación de la cuadrilla quitanieves. Miró a Bernie, mientras éste pasaba por delante de él. Bernie atravesó la iglesia y llamó con los nudillos a la puerta del despacho. Dentro ardía una estufa de gran tamaño y la cálida atmósfera era como un bálsamo. El padre Jaime permanecía de pie junto a ella, calentándose las manos mientras el padre Eduardo trabajaba sentado tras el escritorio. El cura de más edad miró a Bernie con recelo.
– ¿Qué quieres?
– Este hombre y yo hemos mantenido unas cuantas discusiones -explicó el padre Eduardo.
El padre Jaime enarcó sus pobladas cejas.
– ¿Éste? Es un comunista. ¿Ha hecho la confesión?
– Todavía no.
El padre Jaime arrugó la nariz con gesto de desagrado.
– Me he dejado el misal en mi habitación. Tengo que ir a buscarlo. Aquí la atmósfera no es lo que era. -Pasó como una exhalación y cerró ruidosamente la puerta a su espalda.
– Decirle una mentira a su superior, ¿no es un pecado venial o algo por el estilo?
– No ha sido una mentira. Hemos hablado, ¿no? -El padre Eduardo lanzó un suspiro-. Eres implacable, ¿verdad, Piper?
– He venido por el agua.
– Allí la tienes.
El padre Eduardo le señaló el grifo que había en un rincón. Debajo había un cubo limpio de acero.
Bernie lo llenó y después se volvió de nuevo hacia el padre Eduardo.
– Le creo capaz de haber echado una gota de agua bendita en el fondo del cubo y de haberlo bendecido después.
El padre Eduardo meneó la cabeza.
– Sabes muy poco sobre lo que nosotros creemos. Sabes lanzar dardos que hieren, pero no hace falta ser muy listo para eso.
– Por lo menos, yo no amargo las últimas horas de la gente, padre. Adiós. -Bernie dio media vuelta y se fue.
Ahora el patio ya estaba casi limpio de nieve. Los hombres amontonaban las paletadas contra el muro de la barraca del comandante. A medio cruzar el patio, Bernie oyó un grito.
– ¡Oye, tú! ¡Inglés! -Aranda bajó los peldaños de su barraca y se acercó a él. Bernie dejó el cubo en el suelo y se cuadró. El comandante se detuvo delante de él y lo miró con semblante enfurecido-. ¿Qué hay en este cubo?
– Agua, mi comandante. Tenemos a un hombre enfermo en mi barraca. El padre Eduardo me dijo que podía sacar un poco de agua del grifo de la iglesia.
– Ese marica de mierda. Cuanto antes muera el abogado, mejor.
Bernie adivinó que Aranda estaba aburrido y quería provocar su reacción. Bajó la vista al suelo.
– No creo en la blandura. -Aranda propinó un puntapié al cubo con su bota y el agua se derramó sobre la tierra-. Yo digo: «¡Viva la muerte!» Devuélvele este cubo al cura maricón. Ya hablaré yo después de eso con el padre Jaime. ¡Andando!
Bernie recogió el cubo y regresó lentamente a la barraca. Estaba furioso, pero también aliviado. De buena se había librado. Aranda estaba deseando hostigar a alguien.
Le contó al sacerdote lo que Aranda había dicho.
– Dice que presentará una queja contra usted al padre Jaime.
– Es un hombre muy duro. -El padre Eduardo se encogió de hombros.
Bernie dio media vuelta para retirarse.
– Espera -le dijo el cura, mirando todavía a través de la ventana-. Está regresando a su barraca. -Se volvió hacia Bernie-. Mira, lo conozco muy bien. Ahora irá a calentarse junto a la estufa, en la parte de atrás de la barraca. Vuelve a llenar el cubo y vete rápido, no te verá.
Bernie lo miró con los ojos entornados.
– ¿Por qué está usted haciendo todo esto?
– Vi a tu amigo pidiendo desesperadamente agua y quería ayudar. Eso es todo.
– Entonces, déjelo en paz. No le amargue sus últimas horas por la probabilidad de uno contra un millón de que se arrepienta.
El sacerdote no contestó. Bernie volvió a llenar el cubo y abandonó la barraca sin decir ni una sola palabra más. El corazón le latía violentamente en el pecho cuando cruzó el patio. Como Aranda viera que lo había desobedecido, se pondría hecho una fiera.
Llegó sano y salvo a la barraca y cerró la puerta a su espalda. Se acercó al jergón de Vicente.
– Agua, amigo mío -dijo-. Cortesía de la Iglesia.
El sacerdote regresó aquella tarde. Casi todos los hombres que se encontraban en forma, hartos de permanecer encerrados, habían salido fuera a jugar un inconexo partido de fútbol en el patio. Vicente deliraba; al parecer, se imaginaba de vuelta en su despacho de Madrid y pedía repetidamente a alguien que le llevara una carpeta y abriera la ventana porque hacía demasiado calor. Estaba empapado de sudor a pesar del intenso frío que reinaba en la barraca. Bernie se sentó a su lado, secándole el rostro de vez en cuando con una esquina de la sábana. En la cama del otro lado, Eulalio permanecía tumbado fumando en silencio. Ahora raras veces salía de la barraca.
Bernie oyó un murmullo junto a su codo y se volvió. Era el padre Eduardo; debía de haber entrado sigilosamente.
– Está soñando, padre -dijo Bernie en voz baja-. Déjelo, ya está muy lejos de aquí.
El cura depositó una caja encima de la cama, una caja con los santos óleos, supuso Bernie. Se le aceleraron los latidos del corazón; había llegado el momento. El padre Eduardo se inclinó hacia delante y le tocó la frente a Vicente. El abogado hizo una mueca, se echó hacia atrás y abrió lentamente los ojos. Respiró hondo y emitió un estertor.
– Mierda. Otra vez usted.
El padre Eduardo respiró hondo.
– Creo que se acerca su hora. Se ha estado deslizando hacia el sueño y puede que la próxima vez ya no regrese. Pero incluso ahora, señor Vicente, Dios lo acogerá en la vida eterna.
– No lo escuches -le dijo Bernie.
Vicente esbozó un rictus espectral a modo de sonrisa, dejando al descubierto unas pálidas encías.
– No te preocupes, compadre. Dame un poco de agua. -Bernie ayudó a Vicente a beber. Éste ingirió muy despacio unos sorbos, sin quitarle los ojos de encima al sacerdote, y después se volvió a reclinar entre jadeos.
– Por favor. -Se advertía en la voz del padre Eduardo un tono de súplica-. Tiene una oportunidad de alcanzar la vida eterna. No la desprecie.
Vicente empezó a emitir unos gorgoteos a través de la garganta. El sacerdote volvió a hablar.
– Si no aprovecha esta última oportunidad, tendrá que ir al infierno. Eso es lo que está escrito.
La garganta de Vicente estaba trabajando. Gorgoteó y farfulló algo, y Bernie comprendió lo que intentaba hacer. El sacerdote se inclinó hacia delante y Vicente respiró hondo, pero la mucosidad que había estado intentando escupir le resbaló de nuevo al interior de la garganta. Tosió y después se empezó a asfixiar, emitiendo unos jadeos en su desesperado intento por respirar. Se incorporó con el rostro congestionado a causa del esfuerzo y trató de aspirar un poco de aire. Bernie se inclinó hacia él y le dio unas palmadas en la espalda. A Vicente se le desorbitaron los ojos mientras experimentaba un acceso de náuseas y vomitaba. De pronto, un espasmo le recorrió todo el cuerpo devastado y volvió a caer sobre el jergón. Un gorgoteo prolongado y chirriante se escapó de su garganta, una especie de sonido de terrible cansancio. Bernie vio que la expresión huía de sus ojos. Había muerto. El cura cayó de rodillas y empezó a rezar.
Bernie se quedó sentado en la cama. Le temblaban las piernas. Al cabo de un minuto, el padre Eduardo se levantó y se santiguó. Bernie lo miró con frialdad.
– Estaba intentando escupirle, ¿no se ha dado cuenta?
El cura denegó con la cabeza.
– Usted lo amenazó con el infierno, y él trató de soltarle un escupitajo y se atragantó con él. Usted le ha provocado esta muerte.
El sacerdote contempló el cuerpo de Vicente y después meneó la cabeza y dio media vuelta para abandonar la barraca. Bernie le gritó a su espalda.
– No se preocupe, padre, no está en el infierno. ¡Acaba de salir de él!
Vicente fue enterrado al día siguiente. Puesto que no había recibido los últimos sacramentos, no se pudo celebrar ninguna ceremonia por la Iglesia. Vicente se habría alegrado. Bernie caminó con paso cansino a través de la nieve, siguiendo a la cuadrilla que llevaba el cadáver cosido en el interior de una vieja sábana hasta la ladera de la colina donde estaban las sepulturas. Contempló cómo lo bajaban a una tumba muy poco profunda que había sido cavada aquella misma mañana.
– Adiós, compañero -murmuró serenamente. Se sentía muy solo.
El guardia que los acompañaba se santiguó e indicó a Bernie con un movimiento del fusil que regresara al campo. La cuadrilla del entierro empezó a llenar la tumba, luchando con la tierra congelada. Se puso otra vez a nevar, unos copos blancos y pesados. Bernie pensó: «El padre Eduardo estará pensando que te quemas en el fuego eterno, pero la verdad es que te van a encajonar en hielo.» El chiste hubiera hecho gracia a Vicente.
Aquella tarde Bernie estaba apoyado contra la pared de la barraca fumando un cigarrillo que le había regalado amablemente un miembro de la cuadrilla del entierro, cuando Pablo se le acercó. Parecía un poco incómodo.
– Me han enviado para hablar contigo en nombre de la célula del partido -dijo. «Porque tú eras mi amigo -pensó Bernie-, para demostrarme que Eulalio es el que mete en cintura a todo el mundo.»-. Se te ha considerado culpable de un incorregible individualismo burgués y de resistencia a la autoridad -dijo Pablo, mirándolo muy envarado-. Se te expulsa del partido y se te advierte de que, si hicieras algún intento de sabotear nuestra célula, se tomarán medidas.
Bernie ya sabía lo que eso significaba; una navaja clavada en la oscuridad, como ya había ocurrido anteriormente entre los prisioneros.
– Soy un comunista leal y siempre lo he sido -dijo-. No acepto la autoridad de Eulalio como dirigente nuestro. Algún día presentaré mi causa al Comité Central.
Pablo bajó la voz.
– ¿Por qué armas jaleo? ¿Por qué eres tan terco? Eres muy terco, Bernardo. La gente dice que te hiciste amigo del abogado sólo para fastidiarnos.
Bernie sonrió amargamente.
– Vicente era un hombre honrado. Y yo lo admiraba.
– ¿A qué vino todo aquel alboroto con el cura? Estas cosas provocan problemas. Es inútil discutir con los curas. Eulalio tiene razón, eso es puro individualismo burgués.
– Pues entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo podemos resistir?
– Debemos mantenernos fuertes y unidos. Algún día el fascismo caerá.
Pablo hizo una mueca y se rascó la muñeca. A lo mejor, era sarna… éste era el riesgo que se corría cuando uno permanecía demasiado rato con Eulalio.
– Otra cosa, Eulalio quiere que te vayas de la barraca. Quiere que pidas un traslado, que digas que no puedes seguir aquí después de la muerte de tu amigo.
Bernie se encogió de hombros.
– Puede que no me lo concedan.
– Eulalio dice que te tienes que largar.
– Lo pediré, camarada.
Bernie subrayó amargamente la última palabra. Pablo dio media vuelta y Bernie lo vio alejarse. «Y, si no me conceden el traslado -pensó-, como probablemente ocurrirá, Eulalio dirá que causaré más problemas si me quedo. Lo tiene todo preparado.» Miró a través de la valla hacia la colina donde Vicente estaba enterrado, un tajo alargado de color marrón en la nieve. Pensó que no le importaría reunirse con él bajo tierra. Pero después apretó los labios. Mientras siguiera con vida, lucharía. Eso era lo que tenía que hacer un verdadero comunista.
Se respiraba una atmósfera inquietante alrededor de la mesa del comedor. Sandy y Barbara fumaban sin cesar y encendían nuevos pitillos entre plato y plato. Sandy se mostraba insólitamente taciturno y se hundía en pequeños silencios, mientras que los intentos de conversación de Bárbara sonaban nerviosos e inseguros, y una o dos veces ésta había mirado a Sandy de una manera muy rara. A Harry le dio la impresión de que ambos estaban muy lejos el uno del otro, singularmente desconectados. El ambiente lo estaba poniendo nervioso y le hacía sentirse incómodo. No podía dejar de estudiar el rostro preocupado y un tanto enfurruñado de Sandy y de preguntarse qué le habría ocurrido a Gómez. «¿Qué le habéis hecho?»
Los espías sabían que lo habían vuelto invitar a cenar en casa de Sandy y que aquella tarde se había entrevistado con Hillgarth. Éste llevaba más de una semana sin verlo. El despacho del capitán estaba en la parte de atrás de la embajada, una zona que Harry jamás había visitado. Una secretaria extremadamente profesional lo acompañó a una estancia espaciosa de techo alto abovedado. Varias fotografías enmarcadas de buques de guerra colgaban en las paredes; en un estante, junto a los anuarios Whitaker's Almanac y Jane's Figbting Ships, había varios ejemplares encuadernados de las novelas de Hillgarth. Harry recordó uno o dos títulos que había visto leer a Sandy en el colegio. La princesa y el perjuro y El belicista.
Hillgarth permanecía sentado a un enorme escritorio de madera de roble. Su rostro mostraba una expresión dura y ceñuda y sus grandes e inquisitivos ojos reflejaban toda la cólera que sentía, por más que el tono de su voz fuera sereno y pausado.
– Tenemos problemas con Maestre -empezó diciendo-. Está furioso. Él y algunos de sus compinches monárquicos espiaban aquella maldita mina, y Gómez trabajaba para ellos. Es una lástima que usted haya delatado a su hombre. De todos modos, Maestre ya no estaba muy contento con usted por el hecho de haber dejado plantada a su hija. Es el final de la operación que estaban llevando a cabo.
– ¿Puedo preguntar qué le ocurrió a Gómez, señor? ¿Está…?
– Maestre lo ignora. Pero no espera volver a verlo. Gómez había trabajado muchos años a su servicio.
– Comprendo. -A Harry se le encogió el estómago.
– Al menos, parece que Forsyth no sospecha de usted. -Hillgarth lo miró fijamente-. Así que siga engañándolo, acceda a invertir y manténgame al tanto de aquellos informes de los que hablaron cuando los reciba. Eso es lo que yo quiero ver.
– Sí, señor.
– Sir Sam está ejerciendo presión en Londres. Puede que se anule esta operación. En caso de que así sea o de que algo falle, tengo un plan de emergencia para Forsyth. -Hillgarth hizo una pausa-. Intentaremos reclutarlo. No le podemos ofrecer lo mismo que él espera conseguir con esta mina, pero es posible que podamos ejercer otra clase de presiones. ¿Sigue estando enemistado con su familia?
– Por completo.
Hillgarth soltó un gruñido.
– O sea, que por ahí no hay nada que nos pueda servir. En fin, ya veremos. -El capitán miró incisivamente a Harry-. Lo veo preocupado. ¿No le gusta la idea de que apretemos las tuercas a Forsyth? Tenía la impresión de que usted lo despreciaba.
Harry no dijo nada. Hillgarth siguió adelante sin quitarle los ojos de encima.
– La verdad es que usted no está hecho para este tipo de trabajo, ¿verdad, Brett?
– No, señor -contestó Harry en tono abatido-. Hice simplemente lo que me pidieron que hiciera. Siento muchísimo lo que le ocurrió al teniente Gómez.
– Es comprensible. Pero nosotros necesitamos que siga haciendo lo que ha hecho hasta ahora, de momento. Después lo enviaremos a casa. Seguramente, muy pronto. -Hillgarth esbozó una media sonrisa-. Confío en que eso sea un alivio, ¿eh?
Pilar llevó a la mesa el plato principal: una paella con mejillones, gambas y anchoas sobre un lecho de arroz. Depositó la bandeja sobre la mesa y se retiró sin mirar a nadie. Barbara tomó una cuchara de servir y llenó los platos.
– Es todo un lujo conseguir pescado fresco -dijo Sandy, aparentemente animado por el aroma del plato. Miró a Harry con una sonrisa-. Cada vez hay menos.
– ¿Y eso?
– Los pescadores reciben una asignación de combustible para sus embarcaciones, pero los precios del petróleo en el mercado negro son tan astronómicos que ellos lo venden a cambio de enormes ganancias y no se molestan en salir a pescar. Esos son los efectos que produce nuestro bloqueo, ¿comprendes?
– ¿Y el Gobierno no los puede obligar a que utilicen el combustible para pescar?
Sandy rió.
– No. Aunque aprueben leyes, no pueden obligar a nadie a cumplirlas. Y, además, la mitad de los ministros están metidos hasta el cuello.
– ¿Cómo va ese proyecto en el que vas a invertir? -preguntó Barbara, dirigiéndole a Harry otra mirada muy rara.
– Bueno…
Sandy lo interrumpió.
– Despacio. De momento, no hay ninguna novedad.
Barbara miró un instante de uno a otro.
– Ayer recibí una carta de Will -dijo Harry-. Ahora se lo pasa muy bien viviendo en el campo.
– Su mujer debe de estar encantada de haberse alejado de las incursiones aéreas -terció Barbara.
– Sí, todo eso ha sido demasiado para ella. -Harry la miró con la cara muy seria-. ¿Te has enterado de lo de Coventry?
Barbara dio una larga calada al cigarrillo. Tras los cristales de las gafas, sus ojos parecían cansados y estaban rodeados por unas ojeras que Harry jamás le había visto anteriormente.
– Sí. Quinientos muertos, según los informes. Todo el centro de la ciudad arrasado.
– Los reportajes del Arriba son exagerados -dijo Sandy-. Siempre hacen que los bombardeos parezcan peores de lo que son. Los alemanes les dicen lo que tienen que escribir.
– Pero eso lo dijeron en la BBC.
– Y vaya si es verdad -convino Harry.
– Coventry se encuentra a sólo veinticinco kilómetros de Birmingham -dijo Barbara-. Cada vez que escucho la BBC, temo enterarme de que ha habido más incursiones. Deduzco de sus cartas que mi madre ya empieza a sufrir los efectos de la tensión. -Lanzó un suspiro y miró a Harry con una sonrisa triste en los labios-. Resulta extraño ver que tus padres se han convertido de repente en unos ancianos atemorizados.
– Tendrías que ir a verlos -dijo Sandy.
Ella lo miró con asombro.
– ¿Por qué no? Llevas años sin verlos. Se acerca la Navidad. Sería una bonita sorpresa para ellos.
Barbara se mordió el labio.
– Es que… no me parece el momento adecuado -dijo.
– No veo por qué no. Yo te podría encontrar plaza en un avión.
– Lo pensaré.
– Como quieras. -Harry miró a Barbara. Se preguntó por qué no quería ir a su casa.
Ella se volvió para mirarlo.
– ¿Y tú qué, Harry, te van a conceder vacaciones por Navidad?
– No creo. Quieren tener a los traductores disponibles por si hubiera alguna emergencia.
– Supongo que te gustaría ver a tu tío y a tu tía.
– Pues sí.
– Sandy dice que te has echado novia -dijo Barbara con falsa jovialidad-. ¿A qué se dedica?
Harry se arrepintió de habérselo comentado a Sandy en el coche el día que ambos habían visitado la mina.
– Pues… trabaja en el sector lácteo.
– ¿Y cuánto tiempo llevas con ella?
– No mucho.
Harry pensó en la víspera, que había transcurrido en el apartamento de Carabanchel. Sofía le había revelado inesperadamente que su familia estaba al corriente de las relaciones entre ambos. Harry se había preguntado cómo reaccionarían. Enrique y su madre lo habían recibido encantados; pero Harry suponía que era porque pensaban que Sofía había pescado a un hombre rico, aunque fuera extranjero. Paco se había mostrado más tranquilo y relajado y hasta había hablado con él por primera vez. Y él, por su parte, se había sentido extrañamente privilegiado.
– La tendrás que traer a cenar -dijo Barbara alegremente-. Formaremos dos parejas.
– Por eso no vas a casa por Navidad -dijo Sandy, señalando a Harry con el dedo-. Qué guardado te lo tenías, pillín. -Se secó la boca con la servilleta-. ¿Dónde está la pimienta? A Pilar se le ha olvidado.
– Voy por ella -dijo Barbara-. Perdón. -Abandonó la estancia. Sandy miró a Harry con la cara muy seria.
– Quería librarme un momento de ella -dijo-. Me temo que hay un problema en el asunto de la mina.
El corazón de Harry se puso a latir con fuerza.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Sebastián teme que un extranjero invierta en el negocio. Creo que no va a poder ser.
Parecía sinceramente apenado.
– Qué lástima. -O sea que, al final, no habría ningún informe que presentarle a Hillgarth-. Me sorprende, porque yo pensaba que era Otero el que más dudas tenía.
Sandy jugueteó con su vaso de vino.
– Teme que a este comité de supervisión no le guste la idea de un inversor inglés. Nos están sometiendo… -hizo una pausa- a mucha presión.
– ¿El comité del general Maestre?
– Sí. Nos vigilan más de cerca de lo que nosotros pensábamos. Creemos que saben algo de ti.
Harry quería preguntar por Gómez, pero no se atrevió.
– Entonces, ¿seguís teniendo problemas por falta de fondos?
Sandy asintió con la cabeza.
– El comité está insinuando más o menos la posibilidad de asumir ellos la dirección del proyecto. Y, en ese caso, adiós beneficios. La gente del comité ganará una fortuna, claro.
– Lo siento.
– Bueno, supongo que algo sacaremos. Lamento haberte dejado en la estacada. -Sandy miró a Harry con aquellos ojos castaños tristes y líquidos como los de un perro. Con cuánta rapidez podía cambiar su expresión.
– No te preocupes. Quizá sea mejor que no participe. No estoy muy seguro de que fuera el tipo de negocio más apropiado para mí.
– Menos mal que te lo tomas así. Es una pena, quería hacer algo por ti, en… bueno, en recuerdo de los viejos tiempos.
Sonó el teléfono en el vestíbulo y Harry experimentó un sobresalto. Oyó unas pisadas y la voz de Barbara hablando en inglés. Momentos después, ésta regresó con semblante angustiado.
– Harry, en la embajada quieren hablar contigo. Dicen que es urgente. -Lo miró con inquietud-. Espero que no sean malas noticias de Inglaterra.
– ¿Les diste nuestro número? -Sandy lo miró incisivamente.
– Tuve que hacerlo, esta noche estoy de servicio. Me tendré que ir si hay algo urgente que traducir. Disculpadme. -Salió al vestíbulo. Un braserillo colocado bajo la mesita del teléfono le calentó los pies, arrojando un resplandor amarillo sobre el mosaico del suelo. Descolgó el teléfono.
– Dígame. Harry Brett.
Contestó una cultivada voz de mujer.
– Ah, señor Brett, me alegro de que hayamos podido localizarlo. Tengo una llamada en espera, una tal señorita Sofía Roque Casas. -La mujer vaciló-. Dice que es urgente.
– ¿Sofía?
– Está esperando. ¿Quiere atender la llamada?
– Sí, por favor, pásemela.
Se oyó un clic y, por un instante, Harry temió que se hubiera cortado la comunicación; pero enseguida se escuchó la voz de Sofía. Le pareció raro oírla en el vestíbulo de la casa de Sandy.
– Harry, Harry, ¿eres tú? -Su voz, normalmente serena, parecía asustada.
– Sí, Sofía, ¿qué es lo que ocurre?
– Es mamá. Creo que ha sufrido otro ataque. Enrique ha salido y yo estoy sola. Paco se encuentra fatal, lo ha visto todo. Harry, ¿puedes venir? -Tenía voz de llorar.
– ¿Un ataque?
– Creo que sí. Ha perdido el conocimiento.
– Voy enseguida. ¿Dónde estás?
– Tuve que caminar dos manzanas para encontrar un teléfono. Perdona, no sabía qué hacer. Oh, Harry, está muy mal.
Harry reflexionó un momento.
– De acuerdo. Vuelve al apartamento, iré lo antes posible. ¿Cuándo regresará Enrique?
– Muy tarde. Ha salido con unos amigos.
– Mira, ahora estoy en la calle Vigo. Pediré un taxi y llegaré en cuanto pueda. Vuelve con tu madre y Paco.
– Por favor, date prisa; por favor, date prisa. -Era terrible oírla tan asustada-. Sabía que vendrías -añadió Sofía.
Después se oyó un clic mientras ella colgaba el aparato.
Se abrió la puerta del salón y Barbara asomó la cabeza.
– ¿Qué ocurre? Has dicho que alguien había sufrido un ataque, ¿verdad? ¿Es tu tío?
Harry respiró hondo.
– No, es la madre de Sofía, mi… mi novia. -Siguió a Barbara al comedor-. Ha llamado a la embajada y ellos me la han pasado aquí. Está sola con su madre y un chiquillo que tienen a su cuidado. Me tengo que ir para allá.
Sandy lo miró con curiosidad.
– ¿No pueden llamar a un médico?
– No se lo pueden permitir.
Debió de haber utilizado un tono desabrido, porque Sandy levantó la mano diciendo.
– Bueno, chico, bueno.
– ¿Puedo pedir un taxi desde aquí? -Para trasladarse a casa de Sandy, Harry había cogido un tranvía.
– Tardará siglos a estas horas de la noche. ¿Dónde viven?
Harry vaciló antes de contestar.
– En Carabanchel.
– ¿En Carabanchel? -Sandy enarcó las cejas.
– Sí.
De repente, Barbara intervino en tono decidido.
– Yo te llevo. Si esta pobre mujer ha sufrido un ataque, quizá la pueda ayudar.
– Sofía estudió medicina. Pero tú la puedes ayudar. ¿Te importa?
– Es peligroso circular en coche por allá abajo -dijo Sandy-. Podemos pedir un taxi.
– No me ocurrirá nada. -Barbara se encaminó hacia la puerta-. Ven, voy por las llaves.
Harry la siguió. Al llegar al umbral, se volvió. Sandy permanecía sentado a la mesa. Se le veía furioso y malhumorado. Jamás le había gustado que lo dejaran de lado.
La noche era fría y despejada. Barbara condujo rápido y con pericia por el centro de la ciudad y entre las callejuelas oscuras de los barrios obreros. Parecía alegrarse de haber salido. Miró a Harry con curiosidad.
– No pensaba que Sofía fuera de Carabanchel.
– ¿Esperabas que fuera alguien de la clase media?
– Supongo que, subconscientemente, sí. -Barbara sonrió con tristeza-. Bien sé yo que el hecho de enamorarse de alguien es algo imprevisible. -Volvió a mirarlo con expresión inquisitiva-. ¿Tiene algo de especial?
– Sí. -Harry vaciló-. Al principio me pregunté si no sería… no sé, por una especie de sentimiento de culpa o algo por el estilo, eso de querer averiguar cómo viven los españoles corrientes. -Soltó una tímida carcajada.
– ¿Un deseo de identificarte con la manera de vivir de los nativos?
– Algo así. Pero es simplemente… simplemente amor, ¿sabes?
– Lo sé. -Barbara vaciló-. ¿Y qué piensan en la embajada?
– No se lo he dicho. Quiero reservarme una parte de mi vida para mí mismo. Ya estamos, la siguiente calle.
Aparcaron ante el bloque de apartamentos de Sofía, entraron rápidamente y subieron corriendo por la oscura escalera. Sofía los había oído subir y esperaba en la puerta. Una luz amarillenta se derramaba por el rellano. Se oía desde dentro el llanto histérico de un niño. Sofía estaba muy pálida y un lacio y desgreñado cabello le enmarcaba el rostro. Miró a Barbara.
– ¿Quién es?
– Barbara, la mujer de un amigo mío. Estábamos cenando juntos. Es enfermera y quizá te pueda ayudar.
Sofía encorvó los hombros.
– Demasiado tarde. Mamá ha muerto. Ya había muerto cuando regresé después de haberte llamado.
Los hizo pasar. La anciana yacía en la cama. Le habían cerrado los ojos y su blanco rostro ofrecía un aspecto sereno y tranquilo. Paco se había arrojado sobre el cadáver y lo abrazaba con fuerza, sollozando entre lastimeros gemidos. El niño levantó la cabeza al oírlos entrar y miró a Barbara con expresión atemorizada. Sofía se le acercó y le acarició el cabello.
– Tranquilo, Paco, esta señora es amiga de Harry. Ha venido a ayudarnos. No es de la Iglesia. Anda, apártate. -Lo apartó delicadamente del cadáver y lo abrazó. Ambos se sentaron en la cama, llorando. Harry se sentó a su lado y rodeó a Sofía con el brazo.
Paco se levantó y miró a Barbara, todavía asustado. Ésta se le acercó y, muy suavemente, le tomó aquellas sucias manitas entre las suyas.
– Hola, Paco -le dijo-. ¿Te puedo llamar Paco? -El niño asintió en silencio-. Mira, Paco, Sofía está muy disgustada. Tienes que procurar comportarte como un chico mayor. A ver si puedes, ya sé que es difícil. Mira, ven a sentarte aquí conmigo. -Paco permitió que lo apartara suavemente de la cama. Barbara lo sentó en una desvencijada silla y acercó otra para sentarse a su lado.
Sofía, abrazada fuertemente a Harry, contemplaba el cadáver de su madre.
– Ya pensaba que podía ocurrir y que quizá fuera lo mejor para ella, pero es muy duro. Tendría que pedir que vengan por ella, no sé, una ambulancia tal vez, no podemos dejarla aquí.
– ¿Enrique no querrá verla? -le preguntó Harry.
– Será mejor que no. -Sofía se levantó y fue en busca de su abrigo, colgado tras la puerta.
– Ya voy yo -dijo Harry.
Barbara se levantó.
– No, tú quédate aquí con Sofía. De camino, he visto una cabina telefónica no lejos de aquí.
– No conviene que vaya sola -le dijo Sofía.
– He estado en sitios peores. Por favor, déjeme ir. -Barbara hablaba en tono enérgico y profesional, con deseo de ayudar-. No tardo ni un minuto.
Se fue antes de que pudieran protestar y sus pisadas resonaron escalera abajo. Sofía tomó la mano de Paco y lo acompañó para que se sentara de nuevo en la cama con ellos. Contempló el rostro inmóvil de Elena.
– Estaba muy cansada últimamente -murmuró Sofía-. Y de pronto, esta noche después de cenar lanzó un grito tremendo, como un gemido muy fuerte. Cuando me acerqué, ya había perdido el conocimiento. Después, cuando regresé de llamarte, ya había muerto. Dejé al pobre Paco solo con ella. -Besó la cabeza del niño-. No tendría que haberlo hecho. Me tendría que haber quedado aquí.
– Hiciste lo que pudiste.
– Mejor así -repitió en tono apagado-. A veces, mojaba la cama. Le dolía tanto hacerlo que se echaba a llorar. -Meneó la cabeza-. Tendrías que haber conocido a mamá antes de que se pusiera enferma, era tan fuerte que cuidaba de todos nosotros. Mi padre no quería que fuera a la universidad, pero mamá siempre me apoyó. -Contempló la fotografía de su madre vestida de novia, de pie entre su marido y su hermano, el cura, los tres mirando con una sonrisa a la cámara.
Harry la estrechó con fuerza en sus brazos.
– Pobre Sofía. No sé cómo has podido resistirlo. -Ella correspondió a su abrazo. Al final, se oyeron unas pisadas en la escalera-. Barbara ya está aquí -dijo Harry-. Algo habrá arreglado.
Sofía lo miró.
– ¿La conoces bien?
Harry la besó en la frente.
– Desde hace mucho tiempo. Pero es sólo una amiga.
Barbara entró con el rostro arrebolado a causa del frío.
– He conseguido hablar con el hospital. Van a dar aviso a la morgue y enviar a alguien, pero puede que tarden un ratito. -Se sacó un trozo de papel del bolsillo del abrigo-. He pasado por una bodega y he comprado un poco de brandy para todos. Pensé que nos vendría bien.
– Muy bien hecho -dijo Harry.
Sofía fue por unas copas y Barbara sirvió una generosa medida para todos. Paco sintió curiosidad y pidió probarlo, y ellos le dieron un poco, mezclado con agua.
– Uy -exclamó el pequeño, haciendo una mueca-. ¡Es asqueroso! -Se quebró la tensión y todos se echaron a reír de una manera un tanto histérica.
– No está bien que nos riamos -dijo Sofía en tono culpable.
– A veces no queda más remedio que hacerlo -dijo Barbara. Miró alrededor, contemplando las paredes manchadas de humedad y los muebles maltrechos y, al darse cuenta de que Sofía la estaba estudiando, bajó los ojos avergonzada.
– ¿Es usted enfermera, señora? -preguntó Sofía-. ¿Trabaja aquí como enfermera?
– No, ahora no. Estoy… estoy casada con un hombre de negocios inglés. Fue compañero de colegio de Harry.
– Barbara trabajó como voluntaria en uno de los orfelinatos de la Iglesia -explicó Harry-. Pero no lo pudo resistir.
– No, era un lugar horrible -dijo Barbara, mirando con una sonrisa a Sofía-. Harry me dice que estudió usted medicina.
– Sí, antes de que estallara la Guerra Civil. ¿Tienen ustedes mujeres médico en Inglaterra?
– Algunas. No muchas.
– En mi curso de la universidad éramos tres. A veces los profesores no sabían qué pensar de nosotras. Comprendías que se avergonzaban de ciertas cosas que tenían que enseñarnos.
– ¿Impropias de una dama? -preguntó Barbara, sonriendo.
– Sí. Aunque, en la guerra, todo el mundo las veía.
– Lo sé. Estuve algún tiempo en Madrid, trabajando para la Cruz Roja. -Barbara se volvió hacia Paco-. ¿Tú cuántos años tienes, niño?
– Diez.
– ¿Vas al colegio?
Paco denegó con la cabeza.
– No pudo adaptarse -explicó Sofía-. Además, las nuevas escuelas no sirven para nada, están llenas de ex soldados nacionales sin experiencia docente. Yo intento darle clase en casa.
Se oyeron pisadas en la escalera, unas fuertes pisadas masculinas. Sofía contuvo bruscamente la respiración.
– Debe de ser Enrique. -Se levantó-. Déjenme hablar con él a solas. ¿Quieren acompañar a Paco a la cocina, por favor?
– Vamos, jovencito. -Barbara tomó al niño de la mano y Harry la siguió. Éste encendió la estufa. Barbara señaló un libro que había sobre la mesa para distraer a Paco, mientras se oía desde fuera un murmullo de voces. El libro tenía unas tapas verdes, con la imagen de un niño y una niña que iban a la escuela-. ¿Qué es este libro? -Paco se mordió al labio, prestando atención a las voces del exterior. Harry había oído la voz de Enrique, un grito repentino y doloroso-. ¿Qué es? -insistió Barbara, en un intento de distraerlo.
– Mi viejo libro del colegio. De cuando iba al colegio, antes de que se llevaran a papá y mamá. Me gustaba.
Barbara lo abrió y lo empujó hacia él sobre la mesa. Oyeron que alguien lloraba fuera, el llanto de un hombre. Paco volvió a mirar hacia la puerta.
– Enséñamelo -le dijo dulcemente Barbara-. Sólo unos minutos. Es bueno dejar a Enrique y Sofía juntos un ratito. Recuerdo el libro -añadió-. Los Mera me lo enseñaron una vez. Carmela tenía un ejemplar. -Se le llenaron los ojos de lágrimas y Harry comprendió que, pese a su fingida alegría, estaba al límite de sus fuerzas. Se volvió hacia Paco-. Mira todos los apartados. Historia, geografía, aritmética.
– A mí me gustaba la geografía -dijo Paco-. Mira los dibujos, todos los países del mundo.
Fuera volvía a reinar en silencio. Harry se levantó.
– Voy a ver cómo están. Tú quédate con Paco. -Apretó afectuosamente el hombro de Barbara y regresó a la habitación principal. Enrique estaba sentado en la cama con Sofía. Miró a Harry con una amarga expresión que éste jamás le había visto y que afeaba su pálido rostro surcado por las lágrimas.
– Ya ve usted todos nuestros dramas familiares, inglés.
– Lo siento mucho, Enrique.
– Harry no tiene la culpa -dijo Sofía.
– Si al menos nos viera con un poco de dignidad. Antes teníamos dignidad, ¿lo sabe usted, señor?
Llamaron a la puerta. Sofía suspiró.
– Debe de ser la ambulancia. -Pero, mientras se encaminaba hacia la puerta, ésta se abrió y apareció el rostro chupado de la señora Ávila. Llevaba la cabeza envuelta en un chal negro y se sujetaba fuertemente los extremos.
– Perdón, pero he oído que alguien lloraba, ¿ha ocurrido algo?… ¡Oh! -La mujer vio el cuerpo en la cama y se santiguó-. ¡Oh, pobre señora Roque! ¡Pobre señora! Pero ahora está en paz con Dios. -Después miró a Harry con curiosidad.
Sofía se levantó.
– Señora Ávila, quisiéramos estar solos, por favor. Esperamos a que vengan a llevarse a nuestra madre.
La beata miró alrededor.
– ¿Dónde está Paco, pobrecito?
– En la cocina. Con otra amiga.
– Aquí tendría que haber un sacerdote en estos momentos -dijo la anciana en tono halagüeño-. Voy a avisar al padre Fernando.
Algo pareció romperse con un chasquido en el interior de Sofía. Harry lo percibió casi físicamente, como si hubiera sonado un crujido en la estancia. Sofía se levantó y se acercó a ella a grandes zancadas. La anciana era más alta; pero, aun así, se echó hacia atrás.
– Óigame bien, buitre del demonio, ¡aquí no queremos que venga el padre Fernando! -La voz de Sofía se elevó hasta casi convertirse en un grito-. Por mucho que intente introducirlo en nuestra casa, por mucho que intente apoderarse de Paco, ¡jamás lo conseguirá! No es bienvenida aquí, ¿comprende? Y ahora, ¡largo!
La señora Ávila se irguió en toda su estatura mientras el pálido rostro se le teñía de arrebol.
– ¿Así es como recibes a una vecina que viene a ayudarte? ¿Así es como correspondes a la caridad cristiana? El padre Fernando tiene razón, sois enemigos de la Iglesia…
Enrique se levantó de la cama y se acercó a la señora Ávila con los puños apretados. La beata retrocedió.
– ¡Pues vaya y denúncienos al cura si quiere, bruja maldita! ¡Usted, que disfruta de todo un apartamento para usted sola porque su cura es amigo del jefe de la finca!
– A mi padre lo mataron los comunistas -replicó la beata temblando-. No tenía a donde ir.
– ¡Pues yo escupo a su padre! ¡Fuera de aquí! -Enrique levantó un puño. La señora Ávila lanzó un grito y abandonó a toda prisa el apartamento, cerrando estrepitosamente la puerta a su espalda. Enrique se sentó a los pies de la cama, respirando con entrecortados jadeos. Sofía se sentó a su lado, agotada. Barbara salió y se quedó en la puerta de la cocina-. Lo siento -dijo Enrique-. No tendría que haberle gritado así.
– No importa. Si nos denuncia, diremos que estábamos abrumados por la pena.
Enrique agachó la cabeza y juntó las huesudas manos sobre las rodillas. Desde algún lugar del exterior, Harry oyó una especie de aullido que fue en aumento hasta dar la impresión de proceder de una docena de lugares a la vez.
– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Barbara con voz trémula.
Sofía levantó la mirada.
– Los perros. Los perros asilvestrados. A veces, en esta época del año aúllan por el frío. Señal que el invierno ha llegado de verdad.