38418.fb2 Invierno en Madrid - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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TERCERA PARTE

FRÍO GLACIAL

35

Una gruesa capa de nieve cubría Tierra Muerta desde hacía casi un mes. Había llegado temprano y se había quedado; los guardias decían que, en Cuenca, la gente comentaba que era el invierno más frío que tenían desde hacía muchos años. Unos días claros y gélidos alternaban con copiosas nevadas, y el viento siempre soplaba desde el noreste. Algunas noches, los pequeños venados de las colinas que captaban el olor de la comida, bajaban y se detenían a escasa distancia del campo. Cuando se acercaban demasiado, los guardias de las atalayas los mataban a tiros y de esta manera disponían de carne de venado para comer.

Ahora, a principios de diciembre, ya se había abierto un trillado camino a través de los ventisqueros entre el campo y la cantera. Cada mañana la cuadrilla de trabajo subía arrastrando los pies a las colinas, donde el panorama de interminables paisajes blancos sólo quedaba interrumpido por las finas ramas desnudas de las carrascas.

Bernie se sentía muy solo. Echaba de menos a Vicente y ahora ningún comunista le dirigía la palabra. Por la noche permanecía silenciosamente tumbado en su jergón. Incluso en Rookwood había tenido siempre a alguien con quien hablar. Pensó en Harry Brett; a veces Vicente le recordaba a Harry, bondadoso y con principios, pese a su irremediable pertenencia a la clase media.

A los prisioneros les resultaba muy difícil resistir el mal tiempo. Todo el mundo estaba resfriado o tosía; ya había habido nuevas muertes y más cortejos fúnebres hasta el anónimo cementerio. Bernie notó que la antigua herida del brazo le estaba causando molestias; a media tarde, el hecho de sostener el pico en la cantera le resultaba extremadamente doloroso. La herida de la pierna del Jarama, que había cicatrizado con gran rapidez y jamás le había vuelto a dar problemas, ahora le volvía a doler.

No había conseguido cambiar de barraca, como Eulalio le había ordenado que hiciera. Había presentado la petición semanas atrás, pero no se había producido ningún cambio. De pronto, una tarde en que regresaba de la cantera le dijeron que Aranda lo quería ver.

Bernie permaneció de pie en la caldeada barraca ante el comandante. Aranda estaba sentado en su sillón de cuero, con su fusta de montar apoyada contra el costado del sillón. Para asombro de Bernie, el comandante lo miró sonriendo y lo invitó a tomar asiento. Después, sacó una carpeta y se puso a hojear su contenido.

– Tengo el informe del doctor Lorenzo -le dijo jovialmente-. Dice que eres un psicópata antisocial. Según él, todos los izquierdistas cultos padecen una forma innata de locura antisocial.

– ¿En serio, mi comandante?

– A mí, personalmente, me parece una tontería. En la guerra, tu bando combatió por vuestros intereses y nosotros lo hicimos por los nuestros. Ahora poseemos España por derecho de conquista. -Aranda enarcó una ceja-. ¿Qué dices a eso, eh?

– Estoy de acuerdo con usted, mi comandante.

– Muy bien. O sea que estamos de acuerdo. -Aranda sacó un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió-. ¿Te apetece uno? -Bernie vaciló, pero Aranda le ofreció la pitillera-. Vamos, cógelo, te lo ordeno. -Bernie extrajo un cigarrillo y Aranda le ofreció un encendedor de oro. El comandante se reclinó en su asiento y el cuero chirrió-. A ver, ¿qué es eso de que ahora quieres cambiar de barraca?

– Desde que murió mi amigo el mes pasado, me cuesta estar allí.

– También he oído decir que te has apartado de tus amigos comunistas. Y, muy especialmente, de Eulalio Cabo. Es un hombre fuerte y, en cierto modo, hasta lo admiro. -El comandante sonrió-. No te sorprendas tanto, Piper. Tengo oídos entre los prisioneros. -Bernie guardó silencio. Sabía que había confidentes en casi todas las barracas. En la suya se sospechaba de un pequeño vasco, un católico que asistía a los oficios religiosos. Había muerto de neumonía dos semanas atrás-. No es fácil ser prisionero y, encima, no gozar de la simpatía de los demás hombres. Tus amigos comunistas te han abandonado, ¿por qué no vengarte un poquito? -El comandante enarcó las cejas-. Podrías tener todos los cigarrillos que quisieras, y otros privilegios. Te podría sacar de la cuadrilla de la cantera. Debe de hacer mucho frío allí arriba; yo, estas mañanas, me quedo congelado de sólo salir al patio. Si tú te convirtieras en mi confidente entre los prisioneros, yo no te pediría demasiado, sólo un poco de información de vez en cuando. Tener amigos en el campo enemigo facilita mucho la vida.

Bernie se mordió el labio. Pensó que, si se negaba, habría problemas. Contestó muy despacio, procurando que su voz sonara lo más respetuosa posible.

– No daría resultado, mi comandante. Eulalio ya me considera un traidor. Me vigila.

Aranda lo pensó.

– Sí, ya lo veo; pero quizá los problemas con los comunistas serían una buena excusa para que tú te buscaras otros amigos. De esta manera, podrías averiguar cosas.

Bernie vaciló.

– Mi comandante, usted ha hablado antes de la batalla entre nuestros dos bandos…

– Me vas a decir que no puedes cambiar tus lealtades -dijo Aranda sin dejar de sonreír, pero ahora con los párpados entornados. Bernie guardó silencio-. Pensaba que me ibas a decir eso, Piper. Vosotros, los ideólogos, os buscáis muchos problemas. -Aranda meneó la cabeza-. Bueno, pues ya te puedes retirar; ahora estoy ocupado.

Bernie se levantó. Se sorprendió de haber salido tan bien parado. Sin embargo, a veces Aranda esperaba y te pillaba más tarde. El cigarrillo ya se había consumido, por lo que Bernie se inclinó hacia delante para apagar la colilla en el cenicero. Casi esperaba que el comandante levantara la fusta y lo azotara en el rostro, pero Aranda no se movió. Esbozó una sonrisa cínica, regodeándose en el temor que le había provocado, y después levantó la mano haciendo el saludo fascista.

– ¡Arriba España!

– ¡Grieve España! -Bernie abandonó la barraca y cerró la puerta. Le temblaban las piernas.

Eulalio se había puesto enfermo. De la sarna, estaba cada vez peor, y ahora sufría una dolencia estomacal y tenía diarrea casi todos los días. Se estaba consumiendo, se había quedado en los puros huesos y se veía obligado a caminar con un bastón; pero, cuanto más debilitado tenía el cuerpo, tanto más brutal y autoritario se volvía.

Pablo había ocupado el jergón de Vicente, aunque tenía orden de no dirigirle la palabra a Bernie. Apartó la cabeza cuando Bernie regresó de su visita a Aranda y se tumbó en su jergón. Eulalio había estado hablando con los demás comunistas al fondo de la barraca, pero ahora se acercó a Bernie fuera del resplandor de la luz de la vela, golpeando el suelo de madera con el bastón. Se detuvo al pie del jergón.

– ¿Qué quería Aranda de ti? -Su voz era un resuello gutural. Bernie contempló el rostro amarillento cubierto de sarna.

– Era por mi petición de cambiar de barraca. Me ha dicho que no.

Eulalio lo miró con recelo.

– Te trata con mucha amabilidad. Como a todos los confidentes. -Hablaba en voz alta, y otros hombres se volvieron para mirarlos.

Bernie también levantó la voz.

– Me ha pedido que informara, Eulalio. Me ha dicho que, si lo hago, me trasladará. ¿Crees que lo haría, ahora que tú ya me tienes aislado? Le he dicho que un comunista no informa.

– Tú no eres un comunista -dijo Eulalio, respirando afanosamente-. Ten cuidado, Piper, te estamos vigilando. -Dicho lo cual, regresó renqueando a su camastro.

Al día siguiente, Bernie estaba trabajando con un grupo en la limpieza de la zona antaño ocupada por la cueva. Habían hecho detonar una enorme carga de dinamita en su interior, la habían destruido por completo y dejado en su lugar una gigantesca montaña de escombros. El grupo había recibido órdenes de clasificarlos en trozos de distintos tamaños y de desmenuzar los que fueran demasiado grandes para poder manejarlos. Un camión llegaría por la tarde y se los llevaría; al monumento de Franco, según decían los rumores.

Pablo trabajaba al lado de Bernie. De repente, dejó el pico a un lado y recogió algo.

– ¡Ay, fíjate en eso! -exclamó.

Bernie se volvió, preguntándose qué habría inducido a Pablo a romper la prohibición de hablar con él. Mirando al guardia que tenía más cerca para asegurarse de que éste no lo estuviera observando, se inclinó hacia el lugar donde Pablo sostenía un trozo de piedra aplanado en sus manos agrietadas. La superficie era de color rojo oscuro; en ella figuraba pintada la cabeza de un mamut de color rojo que miraba a dos hombres delgados como palillos y armados con lanzas a punto de atacar.

– Mira -murmuró Pablo-, algo ha sobrevivido.

Bernie acarició la superficie suavemente con los dedos. El tacto era como el de cualquier otra piedra, pero la pintura se remontaba a muchos miles de años de antigüedad.

– Es preciosa -dijo en un susurro.

Pablo asintió con la cabeza y se guardó el trozo de piedra en el bolsillo del viejo poncho de hule que llevaba puesto.

– Lo esconderé. Algún día, enseñaré a la gente lo que aquí destruyeron.

– Pero ten cuidado -le dijo Bernie en voz baja.

La vida en la prisión, Bernie lo sabía muy bien, resultaba más llevadera gracias a las pequeñas victorias contra los captores; aunque, a veces, semejantes victorias podían costar muy caras.

Al menos, las jornadas en la cantera eran muy cortas. El silbato sonaba a las cuatro y media cuando empezaban a caer las sombras del atardecer. Había sido uno más de los muchos días fríos, claros y desapacibles que vivían en aquella época del año. Un sol rojo de enorme tamaño se había ocultado en el horizonte, tiñendo las lejanas montañas de un rosado resplandor. El montón de escombros ya casi había desaparecido; dejaba tan sólo un mellado boquete en la ladera de la colina. Mientras el camión enviado para recoger la carga de piedra bajaba traqueteando por el camino de montaña, los hombres devolvieron sus herramientas e iniciaron el lento y cansado regreso al campo.

Aquel día no se veía Cuenca; había demasiada neblina. Últimamente, la divisaban casi todos los días. Bernie se preguntó si los guardias no estarían mandando descansar a la columna en aquel lugar con el deliberado propósito de atormentar a los hombres con una visión lejana de la libertad. A veces, pensaba en las casas colgadas. ¿Cómo debía de ser vivir en una de ellas y contemplar el desfiladero desde tu ventana? ¿Daba vértigo? Aquellos días, teniendo tan poca gente con quien hablar, su mente parecía regresar cada vez más a menudo al pasado. Hasta los que no eran comunistas lo evitaban; suponía que Eulalio les habría dicho que era un confidente.

En el patio, los hombres se incorporaron con gesto cansino a la fila para el acto de pasar lista. El sol, que casi rozaba el horizonte, arrojaba un resplandor rojizo sobre el patio, las barracas y las atalayas. Aranda subió al estrado y empezó a pronunciar nombres. A medio camino, Bernie oyó delante de él un repentino clic, como de algo que hubiera caído al suelo. Vio a Pablo llevarse la mano a los pantalones y bajar la vista. El trozo de piedra se había abierto camino a través del deshilachado tejido de los pantalones y ahora descansaba en el suelo. Uno de los guardias se acercó rápidamente a él. Desde el estrado, Aranda levantó bruscamente la vista.

– ¿Qué pasa aquí?

El guardia se agachó y recogió la piedra. La miró, clavó los ojos en Pablo y después subió al estrado. Él y Aranda inclinaron la cabeza sobre la piedra. Pablo los observó con el rostro muy pálido.

Obedeciendo a un movimiento de la cabeza de Aranda, el guardia volvió a bajar. El y otro guardia sacaron a Pablo de la fila y le ataron las manos a la espalda. Aranda sostuvo la piedra en alto.

– ¡Tenemos entre nosotros a un coleccionista de recuerdos! -gritó-. Este hombre ha encontrado un fragmento de aquellas blasfemas pinturas de la cantera y se lo ha quedado. ¿Alguien más se ha llevado alguna pinturita a su barraca? -Miró hacia la silenciosa hilera de prisioneros-. ¿No? Bueno, pues esta noche todos vosotros seréis registrados y las barracas también. -Meneó tristemente la cabeza-. ¿Por qué no aprendéis a hacer lo que os decimos? Tendré que imponer un castigo ejemplar a este hombre. Que esta noche permanezca incomunicado. Mañana todos lo volveréis a ver. -Los guardias se llevaron a Pablo en volandas.

– Eso significa la cruz -murmuró alguien.

Aranda reanudó el acto de pasar lista, pronunciando los nombres con su voz áspera y bien timbrada.

Aquella noche en la barraca, después del registro, Eulalio se acercó al jergón de Bernie. Lo acompañaban cuatro de los restantes comunistas. Se sentó en el camastro vacío de Pablo. Eulalio cruzó las manos sobre la empuñadura del bastón. Bajo la piel reseca se podían ver los tendones moviéndose sobre los huesos.

– Me han dicho que hoy has estado hablando con Pablo en la cantera. ¿Les has dicho tú a los guardias que él se había llevado aquel fragmento de piedra? Se lo has dicho, ¿eh? -Bernie se incorporó y miró a Eulalio a los ojos.

– Tú sabes que no es cierto, Eulalio. Todo el mundo ha visto lo que ha ocurrido… se le cayó del bolsillo.

– Y tú, ¿qué le estabas diciendo? Él tiene prohibido hablar contigo.

– Me enseñó el trozo de piedra que había encontrado. Le dije que tuviera cuidado. Pregúntaselo a él.

– Creo que lo has delatado.

– Se le cayó del bolsillo -dijo Miguel, el viejo tranviario-. Vamos, camarada, todos lo hemos visto.

Eulalio dirigió una mirada perversa a Miguel. Bernie se rió.

– ¿Lo ves?, la gente empieza a ver lo que realmente eres, hijo de puta. Un hombre que saca beneficio de lo que le van a hacer a Pablo.

– Déjalo, Eulalio -dijo Miguel.

El viejo dio media vuelta y los otros tres lo siguieron vacilando. Bernie miró a Eulalio con una sonrisa en los labios.

– A medida que se te va marchitando el cuerpo, Eulalio, te transparenta el corazón.

Eulalio se levantó con gran dificultad, agarrando el bastón.

– Voy a acabar contigo, cabrón -dijo en voz baja.

– Si antes no te mueres -le replicó Bernie a su espalda, mientras el otro se alejaba renqueando.

A la mañana siguiente, después del acto de pasar lista, los prisioneros recibieron la orden de permanecer en su sitio sin romper filas. Bernie observó que Agustín se había vuelto a incorporar al servicio. Parecía que tuviera frío de pie allí fuera… debía de ser un cambio tremendo después de haber estado en Sevilla. El hombre cruzó momentáneamente la mirada con la suya y apartó la vista; parecía que lo estuviera estudiando. Bernie se volvió a preguntar si estaría interesado en su trasero, si aquél sería el motivo de que lo hubiera ayudado aquella mañana en la colina. «Tiempos mejores», le había dicho Agustín. Ahora Bernie estuvo casi a punto de reírse en voz alta.

Dos guardias sacaron a Pablo de la barraca donde había permanecido incomunicado y lo llevaron a rastras hasta la cruz que había junto a la barraca del rancho. Bernie vio suspirar a Agustín, como si estuviera cansado. Colocaron a Pablo al lado de aquella cosa mientras la respiración se les congelaba en el aire. Aranda se acercó a ellos a grandes zancadas, golpeándose el muslo con la fusta. Lo acompañaban el padre Jaime y el padre Eduardo, ambos envueltos en unas gruesas capas negras. Habían permanecido junto a él en el estrado durante el acto de pasar lista. El padre Jaime, frío y ceñudo; el padre Eduardo, con la cabeza inclinada. Los tres se detuvieron ante Pablo. Aranda se volvió para dirigirse a los prisioneros.

– Vuestro camarada Pablo Jiménez se va a pasar un día en la cruz, como castigo por su operación de contrabando. Pero primero tenéis que ver esto.

El comandante se sacó del bolsillo el trozo de piedra pintada y lo depositó en el suelo. El padre Jaime dio un paso al frente. Sacó un pequeño martillo del bolsillo, se agachó y empezó a golpear el trozo de piedra. Éste se hizo añicos y las astillas volaron en todas direcciones. El padre Jaime le hizo una seña con la cabeza al padre Eduardo y éste recogió los fragmentos. El padre Jaime se volvió para guardar el martillo en el bolsillo y miró a los hombres con una mueca de satisfacción en su inflexible semblante.

– Así es como la Iglesia militante se ha venido enfrentando con el paganismo desde sus primeros tiempos -dijo, levantando la voz-. ¡A golpes de martillo! Recordadlo… si es que algo puede penetrar en vuestras duras e impías molleras. -Dicho lo cual, se alejó a grandes zancadas seguido por el padre Eduardo, que sostenía en sus manos ahuecadas los fragmentos de piedra.

Los guardias tomaron los brazos de Pablo y los ataron con cuerdas al palo horizontal de la cruz. Lo ataron de manera que sólo las puntas de los pies rozaran el suelo y después dieron un paso atrás. Pablo se aflojó un segundo y luego se volvió a incorporar, apoyándose en los dedos de los pies. La tortura de la cruz consistía en la incapacidad del hombre de respirar con los brazos extendidos por encima de él, a no ser que tuviera la fuerza de elevarse. Al cabo de unas cuantas horas en semejante posición, cualquier movimiento suponía un calvario; pero era la única manera de poder respirar. Subiendo y bajando dolorosamente, subiendo y bajando.

Aranda estudió la posición de Pablo y asintió con semblante satisfecho. Miró a los prisioneros con una torva sonrisa, gritó un «¡Rompan filas!» y regresó a grandes zancadas a su barraca. Los guardias distribuyeron a los hombres en sus distintos grupos de trabajo. Agustín estaba en la cuadrilla de Bernie. Mientras cruzaban la verja, se le acercó.

– Quiero hablar contigo -le dijo en voz baja-. Es importante. Sal de tu barraca esta noche después de cenar, como si fueras a mear. Yo te esperaré en la parte de atrás.

– ¿Qué quieres? -le replicó Bernie en un susurro airado.

A juzgar por la inquieta expresión de su rostro, no parecía que el hombre se lo quisiera follar.

– Más tarde. Tengo que decirte una cosa. -Agustín se apartó.

A última hora de la tarde, empezó a caer una copiosa nevada y los guardias ordenaron a los hombres que interrumpieran el trabajo. En el camino de vuelta, Agustín permaneció al otro extremo de la fila, evitando mirar a Bernie. Al regresar al campo, vieron a Pablo todavía atado a la cruz con la nieve arremolinándosele alrededor de la cabeza.

– Mierda -murmuró el hombre que caminaba al lado de Bernie.

– Aún está aquí.

Pablo estaba pálido e inmóvil y, por un instante, Bernie pensó que había muerto; pero después lo vio elevarse empujando el suelo con los dedos de los pies. Respiró hondo y exhaló el aire en medio de un prolongado y chirriante gemido. Los guardias cerraron las verjas y dejaron que los prisioneros regresaran por su cuenta a sus barracas. Bernie y algunos otros se acercaron a Pablo.

– Agua -graznó éste-. Agua, por favor.

Los hombres se agacharon y empezaron a recoger puñados de nieve, acercándoselos para que bebiera. Fue un proceso muy lento. De pronto, se abrió la puerta de la barraca de Aranda y una luz amarilla atravesó la espesa cortina de copos de nieve. Los hombres se pusieron tensos, temiendo que saliera el comandante y les ordenara alejarse; pero el que salió fue el padre Eduardo. Vio al grupo alrededor de la cruz, titubeó un instante y después se acercó a ellos. Los prisioneros se hicieron a un lado para dejarle pasar.

– Yo creía que eran los romanos los que crucificaban a los inocentes -dijo alguien en voz alta.

El padre Eduardo se detuvo un instante y después reanudó la marcha, levantando la mirada hacia Pablo.

– He hablado con el comandante -dijo-. Muy pronto te van a bajar.

La única respuesta de Pablo fue otro ruidoso jadeo mientras se elevaba, empujando una vez más el suelo con los dedos de los pies. El cura se mordió el labio y dio media vuelta para retirarse.

Bernie le cortó el paso. El padre Eduardo lo miró parpadeando, pues tenía los cristales de las gafas cubiertos por una fina capa de nieve fundida.

– ¿Es eso lo que usted quiere decir, cura, cuando habla de los cristianos que comparten los sufrimientos de Cristo en la cruz?

El padre Eduardo se volvió y se alejó muy despacio con la cabeza inclinada. Mientras luchaba contra la nieve que se arremolinaba a su alrededor, alguien le gritó a su espalda.

– ¡Hijo de puta!

Un manotazo en la espalda sobresaltó a Bernie. Se volvió y vio a Miguel.

– Bien hecho, Bernardo -dijo éste-. Creo que has avergonzado al muy cabrón.

Sin embargo, mientras contemplaba la espalda del padre Eduardo perdiéndose en la distancia, Bernie también se avergonzó. Jamás se hubiera atrevido a insultar al padre Jaime de aquella manera, ninguno de los hombres lo habría hecho. Había elegido al representante más débil, al que más fácilmente podía herir; y, en ese caso, ¿qué clase de valor era el suyo?

Bernie abandonó la barraca después de cenar, alegando que tenía que mear y su cubo ya estaba lleno. Les estaba permitido hacerlo hasta que se apagaban las luces. Agustín lo había puesto nervioso, pero necesitaba averiguar qué quería de él. Dejó a Pablo tumbado en el jergón de al lado, tapado por una gruesa capa de mantas ofrecidas por los demás hombres, pues estaba congelado y le dolían tremendamente los hombros. Bernie había colocado su manta encima de las demás. El rostro de Pablo estaba muy pálido. Miguel le murmuró a Bernie:

– Es joven y vigoroso, con un poco de suerte lo superará. -Estaba claro que había decidido hacer caso omiso de las órdenes de Eulalio para desairarlo; es probable que otros imitaran su ejemplo.

Fuera había cesado de nevar. Bernie rodeó la barraca para dirigirse a la parte de atrás, donde la luz de la luna arrojaba una sombra alargada. En el interior de la sombra, Bernie vio el rojo resplandor de una colilla de cigarrillo. Se acercó a Agustín. El guardia apagó el cigarrillo aplastándolo con el pie.

– ¿Qué coño quieres? -le preguntó Bernie con aspereza-. Llevas siglos mirándome a hurtadillas.

Agustín lo miró fijamente.

– Tengo un hermano en Madrid que también era guardia, ¿lo recuerdas? Alto y delgado como yo, se llama Luis.

Bernie frunció el entrecejo.

– Se fue hace varios meses, ¿verdad? ¿Qué tiene que ver conmigo?

– Se fue a Madrid en busca de trabajo; en Sevilla no hay. Allí entró en contacto con un periodista inglés que conoce a una amiga tuya. -Agustín vaciló, mirando a Bernie, y después añadió-: Han planeado una fuga para ti.

– ¿Qué? -Bernie se lo quedó mirando-. ¿Y quién es esta amiga?

– Una inglesa. La señora Forsyth.

Bernie meneó la cabeza.

– ¿Quién? Yo no conozco a ninguna señora Forsyth. En el colegio conocía a un chico que se llamaba Forsyth, pero no era amigo mío.

Agustín levantó la mano.

– Tranquilo, hombre, por el amor de Dios. Esta mujer está casada con tu compañero del colegio. Tú la conociste en Madrid durante la guerra. Su nombre era entonces Barbara Clare.

Bernie se quedó boquiabierto de asombro.

– ¿Barbara sigue en España? ¿Y está casada con Sandy Forsyth?

– Sí. Es un hombre de negocios que vive en Madrid. Él no sabe nada, Barbara se lo ha ocultado. Ella es la que nos paga. Mi trabajo aquí está a punto de terminar y no quiero volver a firmar para otro período de servicio. Odio este lugar. El frío y el aislamiento.

– Santo Dios. -Bernie miró a Agustín-. ¿Cuánto tiempo lo lleváis planeando?

– Muchas semanas. No ha sido fácil. Te he estado vigilando desde que regresé. Tienes que andarte con cuidado, te has creado muchos enemigos. No es bueno pasar el invierno en el campo. Todo el mundo tiene frío y evita salir, y el cerebro empieza a inventarse maldades.

Bernie se pasó la mano por la barba enmarañada.

– Barbara. ¡Oh, Dios mío, Barbara! -Experimentó una repentina sensación de debilidad y tuvo que apoyarse contra la pared de la barraca-. Barbara. -Pronunció el nombre en un susurro mientras las lágrimas le humedecían los ojos. Después respiró hondo y se acercó un poco más a Agustín, el cual se echó ligeramente hacia atrás-. ¿Es eso verdad? ¿De veras es cierto?

– Lo es.

– ¿Se casó con Forsyth? -Rompió a reír sin dar crédito-. ¿Y él sabe algo de esto?

– No, sólo ella.

Bernie respiró hondo.

– ¿Cómo se hará? ¿Cuál es el plan?

Agustín se inclinó hacia él.

– Ya te lo diré.

36

Hacía mucho frío en Madrid desde principios de diciembre, y el día 6 al despertar Harry se encontró con la ciudad cubierta por una espesa capa de nieve. Le resultó extraño ver nieve allí. Esta ocultaba parcialmente la fealdad y las cicatrices de la guerra; pero, mientras se dirigía a pie a la embajada contemplando los rostros angustiados y enrojecidos de los viandantes, se preguntó cómo podría la población medio muerta de hambre resistir la situación en caso de que ésta se prolongara.

La nevada había sido tan fuerte que los tranvías no circulaban; Harry atravesó una ciudad extraña y silenciosa con todos los sonidos amortiguados bajo un cielo gris pizarra que prometía más nieve. Al cruzar la Castellana, vio un gasógeno detenido en mitad de la calle que vomitaba espesas nubes de humo mientras el conductor trataba desesperadamente de ponerlo en marcha. Un viejo pasó lentamente con un asno cargado con latas de aceite de oliva. Las botas agrietadas del hombre estaban empapadas.

– Hace mal tiempo -le dijo Harry.

– Sí, muy malo.

Tenía que ver a Hillgarth a las diez; no es que deseara precisamente aquel encuentro, y encima ahora iba a llegar tarde. A lo largo de las dos semanas transcurridas desde que la cena quedara interrumpida por la llamada de Sofía, Harry había seguido adelante con su «turno de vigilancia» sobre Sandy, con quien se había reunido un par de veces en el café y en cuya casa había vuelto a cenar; pero ya no había podido averiguar nada más. Sandy ya no le había vuelto a mencionar la mina de oro y, al preguntarle qué tal iban las cosas por allí, Sandy contestaba que la situación era «difícil» y rápidamente cambiaba de tema. Parecía preocupado, y sólo haciendo un gran esfuerzo conseguía conservar su habitual afabilidad. En su más reciente reunión en el café, le había preguntado a Harry cómo iba todo en Inglaterra, si el mercado negro era muy grande y cuánto negocio hacían los traficantes del mercado negro. A su vez, Harry le había preguntado si pensaba regresar a casa; pero él se había limitado a encogerse de hombros. Harry habría deseado que todo terminara de una vez, estaba harto del engaño y las mentiras. La idea de que Gómez tal vez hubiera sido asesinado no se apartaba jamás de sus pensamientos.

Barbara seguía dando la impresión de estar muy alterada y se mostraba muy distante con él. Sin embargo, cuando lo acompañó a la puerta tras su visita de unos días atrás, le preguntó cómo estaba Sofía. Ésta había expresado su deseo de volver a ver a Barbara y Harry había apuntado la posibilidad de que los tres se reunieran a almorzar algún día. Tras dudarlo un instante, Barbara había accedido.

A los espías no les había gustado enterarse de la existencia de Sofía. Tolhurst lo había interrogado sobre la llamada de la chica a la embajada; Harry adivinó que todas las llamadas relacionadas con él eran comunicadas automáticamente a Tolhurst.

– Nos tenías que haber informado de que habías conocido a una putita española -le dijo-. ¿Cómo os conocisteis?

Harry le contó la historia del rescate del hermano del ataque de los perros, y omitió el detalle de quién era Enrique.

– Podría ser una espía -dijo Tolhurst-. Aquí nunca se es lo bastante precavido con las mujeres. Dijiste que ya no te seguían. No obstante, si os conocisteis por casualidad…

– Por pura casualidad. Además, Sofía es enemiga del régimen.

– Sí, Carabanchel era un barrio rojo. Pero allí abajo no son muy amigos nuestros. Ten cuidado, Harry, es lo único que te digo.

– Le he dicho que soy traductor. No me pregunta nada acerca de mi trabajo.

– ¿Es guapa? ¿Ya te la has metido entre las sábanas?

– Vamos, Tolly, no es una de tus pelanduscas -replicó Harry con repentina exasperación.

Una expresión ofendida se dibujó en el rostro de Tolhurst. Éste se apartó un mechón de cabello de la cara y se ajustó la corbata blanca de Eton.

– Calma, chico. -Enarcó una ceja-. Pero no te impliques demasiado.

Habían quitado la nieve de delante de la embajada. No hacía viento, y la bandera británica colgaba como sin vida del asta. Harry pasó por delante de la pareja de guardias civiles de la entrada, arrebujados en sus capas. Una vez más, la reunión iba a tener lugar en el despacho de Tolhurst. Hillgarth ya estaba allí, aquel día enfundado en su uniforme de la Armada, sentado detrás del escritorio fumando Players. Tolhurst permanecía de pie, estudiando unos documentos. En la pared, el enjuto y sombrío rostro del rey miraba desde su retrato.

– Buenos días, Harry -lo saludó Tolhurst.

– Buenos días. Lamento el retraso, pero hoy no circulan los tranvías a causa de la nieve.

– Bueno -dijo Hillgarth-. Quiero revisar la situación con Forsyth. He estado examinando los informes de sus reuniones recientes. Ya no habla de la mina de oro, pero usted dice que parece preocupado.

– Sí, señor, lo está.

Hillgarth tamborileó con los dedos sobre la mesa.

– No podemos obtener ninguna información de Maestre acerca de la mina. Ahora sabemos que forma parte de este comité de vigilancia, aunque él no va a decir nada al respecto. Por muchas cosas que le ofrezcamos a cambio. -Hillgarth arqueó las cejas, mirando a Harry-. Seguimos sin tener noticias del tal Gómez. De lo cual se nos acusa. Sobre todo a usted, Harry. -Hillgarth encendió otro cigarrillo y exhaló un torrente de humo-. Será mejor que se mantenga apartado de él a partir de ahora.

– Lo vi en el Rastro hace un par de semanas. No estuvo muy amable.

– Me lo imagino. -Hillgarth reflexionó un instante-. Dígame, ¿cree usted que Forsyth u otra persona podría estar activamente implicado en algún tipo de juego sucio?

– Podría ser -contestó Harry muy despacio-. En caso de que pensara que sus intereses corren peligro.

Hillgarth asintió con la cabeza.

– Necesitamos averiguar datos sobre esta mina, con cuántos recursos de oro cuenta el régimen. El único camino que nos queda es Forsyth. -Hillgarth miró a Harry con expresión inquisitiva-. Me gustaría ofrecerle una oportunidad de redimirse. Barajamos la posibilidad de reclutarlo, dado que Maestre no se dejará sobornar. Dígaselo, Tolly.

Tolhurst lo miró más serio que una lechuza.

– Ésta es información clasificada, Harry. ¿Recuerdas que me preguntaste acerca de los Caballeros de San Jorge? -Harry asintió con la cabeza-. Nuestro Gobierno dispone de grandes sumas destinadas a sobornar a gente aquí en España. A destacados monárquicos bien relacionados con el régimen y a cualquier otra persona que ejerza influencia sobre el Gobierno y pueda abogar en favor de que España no entre en guerra.

– Casi todas las embajadas cuentan con fondos para sobornos -terció Hillgarth-. Pero esto, a distinta escala. No es sólo la antipatía por los fascistas lo que induce a Maestre a facilitarnos información; a él y a otros personajes de alto rango. Si Forsyth se pasara a nuestro bando, podríamos hacerle llegar fondos y ofrecerle protección diplomática si fuera necesario. He llegado a la conclusión de que es la única manera de averiguar algo acerca del oro. Las acciones de su empresa están cayendo en picado. Supongo que Maestre y su comité le están apretando las tuercas. Quieren arrebatarle el control del oro a la Falange.

– Estaría muy bien, señor.

– Londres quiere saber si hay oro, y cuánto. Están ejerciendo presión sobre Sam; pero, de momento, éste ni siquiera consigue concertar una cita con Franco. El Generalísimo se está tomando toda suerte de molestias para tratarnos con el mayor desdén posible y complacer así a los alemanes. Y lo que hemos conseguido averiguar acerca de la personalidad de Forsyth nos induce a pensar que éste se tirará de cabeza a nuestro bando si su proyecto tropieza con dificultades. -Hillgarth se inclinó hacia delante-. ¿Usted qué piensa, Harry?

Harry reflexionó un momento.

– Si tiene problemas, creo que podría hacerlo.

Al final, había acabado por despreciar a Sandy, pero pensaba que la perspectiva de que Hillgarth le arrojara un salvavidas sería un alivio para él.

– Si necesita un plan de fuga, se conformará con menos dinero -terció Tolhurst-. No conviene estirar demasiado el presupuesto.

Harry miró a Hillgarth con la cara muy seria.

– Pero no sé hasta qué extremo se pueden fiar ustedes de Sandy. Siempre le hace el juego a alguien.

Hillgarth sonrió.

– Ah, sí, de eso ya me he dado cuenta. De hecho, creo que Forsyth podría convertirse en un espía excelente. Alguien aficionado a tener secretos; puede que disfrute con la emoción del peligro. ¿Qué tal le suena eso?

– Yo diría que bien, siempre y cuando el peligro no se acerque demasiado. Tal vez debería estar asustado -contestó Harry, mirando a Hillgarth a los ojos-. Podríamos estar contratando a alguien implicado en un asesinato.

El capitán inclinó la cabeza.

– No sería el primero, no podemos ser remilgados.

Hubo una pausa de silencio. Tolhurst la rompió.

– ¿Tiene Forsyth alguna preferencia política?

– Creo que apoya cualquier sistema que le dé mano libre para ganar dinero. Por eso le gusta Franco. Odia a los comunistas, naturalmente. -Harry hizo una pausa-. Pero tampoco es leal a Gran Bretaña, ni poco ni mucho.

– Su padre es obispo, ¿verdad? -preguntó Hillgarth-. Por regla general, los hijos de los clérigos acostumbran a ser personas inestables.

– Sandy cree que la Iglesia y todas sus antiguas tradiciones están hechas a propósito para asfixiar a personas como él.

– Y no le falta razón. -Hillgarth asintió con la cabeza y luego juntó las puntas de los dedos de las manos delante de sí-. Entonces, eso es lo que vamos a hacer: vuelva a reunirse con Forsyth; dígale, simplemente, que hay alguien en la embajada que tiene un ofrecimiento que hacerle. No revele demasiado, sólo anímelo a venir. Puede decirle que tiene contactos con el servicio secreto si cree que eso le podría resultar útil. Si consigue hacerlo, podría borrar la pizarra y regresar a casa con un triunfo en el bolsillo.

Harry asintió con la cabeza.

– Haré lo que pueda. Hoy voy a comer con Barbara. Puedo intentar organizar algo. -«Menos mal que es lo último que me piden», pensó.

– Muy bien. ¿Qué tal es la mujer de Forsyth?

– No creo que sean muy felices.

– ¿Sigue sin saber nada acerca del negocio?

– Sí. Estoy prácticamente seguro de que él no le cuenta nada.

– Temíamos que usted se hubiera empezado a encariñar con ella, hasta que se lió con esa lechera -dijo Hillgarth, haciéndole a Harry un repentino e inoportuno guiño.

Mientras se dirigía a pie al centro a la hora del almuerzo, Harry pensó en la entrevista. La indiferente manera con que Hillgarth había despachado la desaparición de Gómez y la posible intervención de Sandy en el asunto lo habían dejado helado. ¿Acaso no sabían lo que significaba para una persona normal el hecho de tener que hacer aquel trabajo? Unas pequeñas brigadas de obreros limpiaban sin orden ni concierto las aceras con palas y escobas. Harry buscó la posible presencia de Enrique entre ellos, pero no lo vio.

Barbara le había propuesto reunirse con él y Sofía en el Café Gijón. La elección del lugar le había parecido un poco rara; sabía que Barbara solía ir allí con Bernie durante la Guerra Civil, pero ahora apenas mencionaba su nombre. «Pobre Bernie -pensó-, por lo menos no tuvo que ver en qué se había convertido España.»

La barra estaba llena de prósperos madrileños que se quejaban de la nieve mientras tomaban café. Se respiraba en el aire un húmedo olor a grasa. Harry se llevó su taza de café con leche a un desierto rincón del local. Se dio cuenta de que había llegado muy temprano.

Sandy y los espías se llevarían muy bien, pensó. Bueno, él los dejaría con lo suyo y se iría a casa. «Pero ¿a casa para hacer qué?», se preguntó. Vuelta a Cambridge, más solo que la una. Se miró la cara en los espejos. Había adelgazado desde su llegada allí, lo cual le parecía de perlas. «¿Y si me pudiera llevar a Sofía?», se preguntó. ¿Habría alguna manera? Tendría que cargar también con Paco, porque ella jamás lo abandonaría. Si pudiera llevárselos a los dos a Inglaterra… ¿Y si no diera resultado? Una parte de su mente también le decía que estaba loco, que sólo la conocía desde hacía seis semanas.

El barman le había dejado el cambio en un platito. Una de las nuevas monedas de cinco pesetas con el busto de Franco. Volvió a pensar en Hillgarth, hablando como si tal cosa de la posibilidad de reclutar a alguien… que quizá fuera un asesino, contándole de qué manera había sobornado a los monárquicos. Hoare había dicho que había sudado sangre para intentar convencer a los monárquicos de que él y ellos hablaban el mismo lenguaje. «Pero también había sudado oro», pensó Harry. Gente como Maestre que hablaban del honor de España y de las tradiciones que preservaban; pero que, al mismo tiempo, aceptaban sobornos de un enemigo en potencia. Y Gran Bretaña, a la que sólo interesaba España por su valor estratégico… aunque ganaran la guerra, España quedaría en poder de Franco y volvería a ser olvidada.

Se inclinó sobre su taza de café con leche. Pensó que quizá fuera mejor que Hitler invadiera España. Hasta Sandy decía que el régimen era muy débil; quizás el pueblo volviera a alzarse contra los alemanes tal como se había alzado contra Napoleón. Pero entonces Gran Bretaña perdería Gibraltar y quedaría todavía más debilitada/Recordó la imagen que había visto el primer día, unos soldados alemanes y españoles saludándose en la frontera. El Führer y el Caudillo sellando su eterna amistad tras la victoria de ambos en Europa. La idea era espantosa. Volvió a estudiar su tenso rostro en el espejo. Les prestaría aquel último servicio, intentaría reclutar a Sandy para ellos.

Experimentó un sobresalto al notar el roce de una mano en su hombro. Era Sofía, envuelta en su viejo abrigo negro y con el rostro arrebolado por el placer de verlo, comprendió Harry presa de una cálida emoción.

– ¿En qué estabas pensando? -preguntó ella, con una sonrisa en los labios.

– Nada. Unos problemas del trabajo. Anda, siéntate.

– ¿Aún no ha llegado Barbara?

– No. -Harry consultó su reloj y se extrañó de que ya fuera casi la una-. Se está retrasando. Voy a pedirte un café.

– De acuerdo -dijo ella, tras dudar un instante.

Había habido entre ambos algunas discusiones por el hecho de que Harry lo pagara todo y hasta le hiciera regalos.

– Tengo dinero -le había dicho él-, puede que no me lo merezca, pero lo tengo. ¿Por qué no gastarme una parte contigo?

– La gente dirá que soy una mantenida -había contestado ella, ruborizándose.

Harry se había dado cuenta de que Sofía no estaba tan libre como quería creer de lo que ella llamaba «las sensibilidades burguesas».

– Tú sabes que no es cierto, y eso es lo que importa.

Pero Sofía no permitía que le diera dinero para la familia, alegando que ya se las arreglaría ella sola. Harry habría deseado que le dejara hacer algo más; sin embargo, también admiraba su orgullo. Fue a pedirle un café.

– ¿Cómo está Paco?

– Muy callado y tranquilo. Hoy Enrique está con él; tiene el día libre.

Con Elena muerta y Sofía y Enrique trabajando, ahora el chiquillo se tenía que quedar solo en el apartamento casi todos los días. Pero se negaba a salir, a no ser que alguno de los mayores lo acompañara.

– Le han gustado los lápices de colores que le regalaste ayer. Quiere saber cuándo volverá la señora pelirroja. Lo dejó muy impresionado. La llama «la señora buena».

– Le podríamos preguntar si le importaría ir a verlo.

– Estaría muy bien. -Sofía arrugó la frente-. Tengo miedo de que algún día Paco le abra la puerta a la señora Ávila. Sé que ella llama. Le tengo dicho que no abra. Las llamadas lo asustan, le recuerdan la vez que se llevaron a sus padres. Pero yo temo que un día le abra la puerta y ella se lo lleve porque está solo.

– No le abrirá la puerta si le tiene miedo.

– Pero así no podemos seguir, dejándolo constantemente solo en casa.

– No -convino Harry.

– No quiero perderlo. -Sofía lanzó un suspiro-. ¿Crees que somos unos tontos, cargando con un peso como éste? A veces Enrique cree que sí, lo sé, pero él también quiere mucho a Paco.

Harry pensó: «Ha perdido a su madre, ahora teme perder al niño y, si a mí me envían a casa, también me perderá.» Frunció el entrecejo.

– ¿Qué ocurre, Harry?

– Nada. -Levantó la vista y, al ver acercarse a Barbara con el pañuelo que le cubría la cabeza y las gafas punteados de copos de nieve, levantó la mano para saludarla.

– Perdón por el retraso. Fuera ha empezado a nevar otra vez.

– En mi vida había visto cosa igual -dijo Sofía-. La sequía en verano y ahora esto.

Harry se levantó y recogió el abrigo de Barbara.

– ¿Pedimos el menú del almuerzo?

Barbara levantó una mano.

– No, verás. Lo lamento muchísimo, pero no me puedo quedar. Tengo una cita en la otra punta de la ciudad y los tranvías no circulan. Tendré que ir a pie. Pídeme sólo un café, si no te importa.

– De acuerdo. -Harry estudió a Barbara. Había algo serio y decidido en su manera de comportarse. Fue a pedir otro café. Al volver, Sofía y Barbara estaban enzarzadas en una conversación muy seria.

– Barbara dice que Paco necesita que lo vea un médico -le dijo Sofía.

– Pues sí, quizás un médico pueda ofrecer alguna idea sobre la mejor manera de ayudarlo. Yo podría colaborar en los gastos… -Se mordió la lengua al ver que Sofía fruncía el entrecejo. No tendría que haber hablado de dinero delante de Barbara.

– Si yo pudiera echar una mano al pobre chiquillo -dijo Barbara-. Pero comprendo que es difícil.

– ¿Ya has empezado a trabajar en el hospital militar? -le preguntó Harry, cambiando de tema.

– Sí, por lo menos es mejor que el orfelinato. Aunque las heridas de guerra son tremendas. Todo lo que la Cruz Roja trató de evitar. -Barbara suspiró-. En fin, ahora es demasiado tarde para pensar en eso. -Miró a Harry-. Es probable que, al final, vuelva a casa por Navidad.

– ¿A Inglaterra?

– Sí, ¿recuerdas que Sandy me lo sugirió y yo pensé, «bueno, por qué no»? Por lo menos veré qué tal están realmente por allí.

– ¿Y después te permitirán regresar a España? -preguntó Sofía-. Supongo que sí, porque tu marido trabaja aquí.

Barbara titubeó.

– Supongo.

«Pero es que Sandy no es su marido», pensó Harry. De pronto, se le ocurrió una cosa.

– A lo mejor sucede lo contrario, ¿verdad? Quiero decir que, si un inglés tuviera… digamos… una novia española, probablemente le pondrían pegas para llevársela a Inglaterra. En cambio, estando casados, los dejarían entrar a los dos.

– Sí -dijo Barbara-. Por lo menos, así era antes de la guerra. Recuerdo todas aquellas normas de la Cruz Roja. Para trasladar a los refugiados de un país a otro. -Se quedó momentáneamente en blanco-. Hace menos de cinco años. Y parece toda una vida.

. Sofía bajó la voz.

– Y sigue habiendo el peligro de que Franco declare la guerra.

Barbara se quitó las gafas empañadas por el vapor y las limpió con su pañuelo. Sin ellas, su rostro resultaba más atractivo, pero también más vulnerable. Removió cuidadosamente su café y después los miró.

– Seguramente no volveré -dijo, sin la menor inflexión en la voz-. No creo que Sandy y yo podamos seguir juntos.

– Lo siento -dijo Harry-. Supe que no eras feliz.

Barbara dio una calada a su cigarrillo.

– Estoy muy en deuda con él. Me ayudó a recuperarme después… después de lo de Bernie. Sin embargo, creo que ya no me gusta el papel que me asignó. -Se rió avergonzada-. Perdona que te haya soltado todo esto tan de repente. Pero es que no tengo a nadie con quien hablar, ¿sabes? ¿Tiene sentido lo que digo?

– Llega un momento en la vida en que uno se tiene que enfrentar con las cosas -dijo Harry-. Y quitarse la venda de los ojos. -Meneó la cabeza mirando a Sofía-. Ésta es la impresión que me ha dado España. Me ha hecho comprender que el mundo es más complicado de lo que yo pensaba.

Barbara lo miró con aquella extraña manera suya tan perspicaz e incisiva.

– Vaya si lo es.

Hubo unos momentos de silencio.

– ¿Le has dicho que no vas a volver? -le preguntó Sofía.

– No. De todos modos, ya no le importa. Tengo un… un pequeño asunto que resolver aquí y después espero poder irme por Navidad.

– Sandy podría tener algún problema con sus negocios -señaló Harry en tono dubitativo.

– ¿Sabes algo? -le preguntó Barbara.

Harry vaciló.

– Me iba a introducir en… en una de sus empresas. Pero todo se ha quedado en agua de borrajas.

– ¿Qué empresa?

– No sé. Apenas sé nada.

Barbara hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

– Siento parecer desleal -dijo-, pero te he estado observando cuando estabas con él. En realidad, ahora ya no te gusta, ¿verdad? Simplemente conservas la relación por el tema del colegio.

– Bueno… algo así.

– Es curioso, pero él busca tu aprobación. -Barbara se volvió hacia Sofía-. Aquí en España no hay nada comparable a los vínculos que se crean entre hombres que estudiaron en esas escuelas privadas inglesas. -Soltó una carcajada un poco histérica y Sofía se sintió incómoda. Harry pensó: «Está al borde de un ataque de nervios.» Barbara se mordió el labio-. Lo vais a mantener en secreto, ¿verdad? Perdona.

– Faltaría más.

Sofía la miró sonriendo.

– Paco pregunta constantemente por ti. No sé si podrás ir a verlo antes de marcharte a Inglaterra.

Barbara le devolvió la sonrisa.

– Me encantaría. Gracias. A lo mejor, lo podríamos llevar a algún sitio que le guste.

Harry respiró hondo.

– Tengo que hablar con Sandy de un asunto relacionado con aquel negocio. ¿Sabes si hoy estará en su despacho?

– Supongo que sí. -Barbara consultó el reloj-. ¡Oh, Dios mío, me tengo que ir! No os he dejado comer, contándoos todas mis penas. ¡Cuánto lo siento!

– No te preocupes. Oye, a ver si me llamas y organizamos algo para que vayas a ver a Paco.

– Lo haré. Me ha encantado veros a los dos.

Barbara se inclinó para besar a Sofía en la mejilla al estilo español y después se levantó y se encaminó hacia la salida, luego se detuvo un momento para anudarse el pañuelo alrededor de la cabeza. Harry la miró, pero pensando en el matrimonio. ¿Se atrevería a dar aquel paso? ¿Y Sofía lo aceptaría? En la embajada averiguaría más detalles; pero primero tendría que intentar reclutar a Sandy para que Hillgarth le permitiera apuntarse aquel triunfo.

Barbara abrió la puerta y se volvió para despedirse rápidamente con la mano antes de perderse en medio del remolino de los copos de nieve.

37

Barbara se maldijo en su fuero interno mientras se alejaba calle abajo. No era su intención soltarlo todo de aquella manera. Sin embargo, al verlos a ellos dos sentados allí con aquel aire tan doméstico y en cierto modo tan seguro, no lo había podido evitar.

Tras haber escuchado furtivamente aquella llamada, había temido durante un tiempo que Harry pudiera estar implicado en alguna de las muchas cosas horribles en las que Sandy andaba metido. Pero, cuando más tarde lo vio, supo que no era así; más bien, otros lo utilizaban a él como rehén. Menos mal que el negocio se había ido a pique, fuera lo que fuera. Se sentía culpable cada vez que veía a Harry, porque éste seguía pensando que Bernie había muerto. Precisamente aquel día estaba citada con Luis y esperaba discutir los planes efectivos para la fuga de Bernie. Sabía que Agustín ya había regresado de su permiso de vacaciones. Le había sugerido a Harry que se reunieran en el Café Gijón porque, ahora que la posibilidad de ver a Bernie estaba tan cerca, quería volver a visitar todos los lugares en los que ambos habían estado juntos, lugares que durante tanto tiempo ella había evitado. Tres años transcurridos en campos de prisioneros. «¿Cómo estará? ¿Cómo reaccionará al verme?» Se dijo que no tenía que esperar nada, ambos habrían cambiado hasta extremos irreconocibles. Lo único que tenía que esperar era sacarlo de allí.

La nieve caía copiosamente, cubría los automóviles y los abrigos de quienes deambulaban entre la tormenta cual blancos fantasmas. Se le fundía a través del pañuelo de la cabeza, y pensó que debería haber llevado sombrero. El viento le arrojaba la nieve contra los cristales de las gafas y se las tenía que limpiar con las manos enguantadas.

Pasó por delante de una pareja de la Guardia Civil que montaba guardia a la entrada de un edificio del Gobierno; con sus gruesas capas y sus tricornios cubiertos de nieve, parecían muñecos de nieve con unas máscaras siniestras pintadas encima. Era la primera vez que la contemplación de un guardia civil le provocaba risa.

Se daba cuenta de que últimamente se sentía muy a menudo al borde de la histeria, pero cada vez le resultaba más difícil reprimir sus sentimientos. Quizá le faltara muy poco para irse. Desde la noche, dos semanas atrás, en que había escuchado la conversación telefónica, había estado intentando analizar las palabras de Sandy. «Estos viejos soldados de Marruecos aguantan mucho. ¿Sigue diciendo que Gómez es su verdadero apellido?» Había tratado de buscar una docena de interpretaciones distintas, pero siempre acababa en lo mismo: alguien estaba siendo torturado. Y empezó a pensar: «Como se entere de lo que estoy haciendo, puede que yo también corra peligro.»

Cuando Sandy bajó del estudio después de la llamada, Barbará le entregó la bolsa que el viejo judío le había entregado, pero él pareció no darle importancia. La dejó en el suelo, junto a su silla, y se quedó allí sentado contemplando el fuego de la chimenea sin prestarle la menor atención. Estaba más preocupado que nunca: el sudor le brillaba en el negro bigote. A partir de aquella noche, se había mostrado cada vez más reservado. Ya apenas le prestaba atención, aunque eso a ella le daba igual. Si pudiera aguantar hasta liberar a Bernie y después huir a Inglaterra. Quizá Sandy jamás se enterara de lo que había hecho.

Dos noches atrás, Sandy había regresado a casa muy tarde. A pesar de que bebía mucho, raras veces se emborrachaba. Tenía un extraordinario autocontrol. Aquella noche, en cambio, entró en el salón tambaleándose y miró alrededor con la expresión de quien lo ve todo por primera vez.

– ¿Qué miras? -le preguntó a Barbara con voz pastosa.

A Barbara el corazón le empezó a galopar en el pecho.

– Nada, cariño. ¿Te encuentras bien? -Siempre en actitud conciliadora, su estrategia instintiva. Dejó su labor de punto. Ahora se pasaba la tarde haciendo calceta, los rítmicos movimientos la tranquilizaban.

– Pareces una vieja, todo el día con tu maldita calceta -dijo él-. ¿Dónde está Pilar?

– Es su noche libre, ¿no lo recuerdas? -Probablemente quería acostarse con ella; le estaría bien empleado a Pilar, tener que aguantar que él la sobara en semejante estado.

– Ah, sí, es verdad. -Una lujuriosa sonrisa se le dibujó en los labios mientras se acercaba al mueble bar para prepararse un whisky. Después, se sentó frente a ella y tomó un buen trago-. Esta noche vuelve a hacer un frío de cojones.

– La escarcha ya ha matado un montón de plantas en el jardín.

– Plantas -repitió Sandy en tono burlón-. Plantas. Hoy he tenido un día fatal. Algo muy importante que tenía entre manos se ha ido al carajo, a la puta mierda. -Se volvió a mirarla con su ancha sonrisa de siempre-. ¿Te imaginas que fuéramos pobres, Barbara?

– Pero no es para tanto, ¿verdad?

– ¿Que no? Pobre Barbara. -Se rió para sus adentros-. Pobre Barbara, eso fue lo que pensé de ti cuando nos conocimos. -La sonrisa le tembló a Barbara en los labios. Si se quedara dormido. Si se cayera al fuego de la chimenea. Sandy la volvió a mirar, esta vez con la cara muy seria-. No seremos pobres -dijo-, yo no permitiré que eso ocurra. ¿Lo entiendes?

– Pues claro, Sandy.

– Me recuperaré. Siempre lo hago. Nos quedaremos en esta casa. Tú, yo y Pilar. -Una chispa se encendió en sus ojos-. Ven a la cama. Anda, te voy a enseñar de qué estoy hecho todavía.

Barbara respiró hondo. Recordó el plan de echarle en cara su relación con Pilar para mantenerlo a raya, pero ahora estaba demasiado asustada.

– Has bebido mucho, Sandy.

– Pero eso a mí no me detiene. Vamos.

Se levantó, se acercó a ella haciendo eses y le estampó un húmedo beso de cerveza en la boca. Barbara reprimió el instinto de apartarse y dejó que la levantara, la rodeara con un brazo y la acompañara al piso de arriba. Al llegar al dormitorio, Barbara confió en que Sandy se desplomara en la cama, pero ahora parecía que estaba más controlado. Empezó a desnudarse mientras ella se quitaba la ropa, muerta de asco en su fuero interno. Se quitó la camisa y dejó al descubierto el cuerpo musculoso que tanto la excitaba en otros tiempos, pero que ahora sólo le recordaba a un animal fuerte y perverso. Consiguió dominar su repugnancia mientras él la penetraba, emitiendo unos pequeños gruñidos que parecían de desesperación. Después se apartó de ella y, al cabo de un minuto, se puso a roncar. Barbara se preguntó cómo había podido aguantarlo y cómo no se había echado a llorar y no lo había apartado a golpes. Por miedo, suponía. El miedo te puede aplastar, pero también te puede conferir fuerza y capacidad de control. Se dirigió sigilosamente al cuarto de baño, cerró la puerta y, víctima de unos violentos mareos, empezó a vomitar.

El pequeño café estaba lleno de gente que había entrado huyendo de la nieve; todas las sillas estaban ocupadas, y los clientes permanecían de pie en doble fila junto a la barra. La atmósfera olía a moho. La anciana iba de la barra a la cafetera automática con las tazas de café en la mano. Los cristales de las ventanas estaban empañados por el vapor y hasta el retrato de Franco aparecía cubierto por una húmeda película. Los cristales de las gafas de Barbara se cubrieron inmediatamente de vaho. Se los limpió en la manga del abrigo y miró alrededor en busca de Luis. Su mesa de costumbre estaba ocupada, pero lo vio en el rincón del fondo, apretujado contra la pared a una mesa para dos con el abrigo doblado sobre el respaldo de la otra silla. Contemplaba su taza de café con semblante cansado y abatido. Levantó la mirada y su expresión se transformó en una sonrisa al verla abriéndose paso entre la gente para reunirse con él. Barbara se sentó y se quitó el empapado pañuelo de la cabeza, pasándose una mano por el cabello mojado.

– Esta nieve es terrible -dijo.

Luis se inclinó sobre la mesa.

– ¿Le importa no tomar café? Es que hay tanta gente en la barra.

– Si quiere, podemos ir a otro sitio A algún otro sitio más tranquilo…

– Hoy será lo mismo en todas partes. -Se advertía una aspereza insólita en sus modales.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó ella, preocupada.

– No ocurre nada. Es que toda esta gente me pone nervioso. -Luis bajó la voz-. Todo está preparado. ¿Trae el dinero?

– Sí. Setecientas pesetas cuando usted me diga dónde y cuándo. El resto cuando él esté fuera.

Luis asintió con la cabeza, aliviado. Barbara extrajo sus cigarrillos y le ofreció un Gold Flake.

– Gracias. Y ahora, escúcheme bien, por favor. -Se inclinó un poco más hacia ella y habló con una voz que no era más que un áspero murmullo-. Acabo de regresar de Cuenca. Ayer estuve con Agustín. Le ha hablado a su amigo de la fuga. Le ha dicho que es usted la que lo ha organizado.

– ¿Y cómo reaccionó? -preguntó ansiosamente Barbara-. ¿Qué dijo?

Luis asintió con la cara muy seria.

– Se puso muy contento, señora. Se alegró mucho.

Barbara vaciló.

– ¿Sabe que yo estoy… estoy con otro?

– Agustín no me lo dijo.

Barbara se mordió el labio.

– Bueno; entonces, ¿cuál es el plan?

– La fuga tendrá lugar el catorce de diciembre. Sábado.

«Ocho días -pensó Barbara-, ocho días más.»

– ¿No podríamos hacerlo antes?

– Ese será un buen día. Empezarán las fiestas de Navidad; las condiciones en el campo de prisioneros y en la ciudad empezarán a relajarse. Agustín no quiere que los hechos ocurran demasiado cerca de su regreso y yo estoy de acuerdo en que podría resultar sospechoso. Además, con un poco de suerte, la nieve ya habrá desaparecido para entonces. Un hombre corriendo podría destacar demasiado en la nieve.

– Seguramente ya habrá desaparecido para entonces. Las fuertes nevadas no son habituales en esta época.

– Esperemos que no.

– ¿Y será tal como usted ha dicho? ¿Una fuga de la cuadrilla de trabajo?

– Sí. El señor Piper fingirá tener diarrea, Agustín se adentrará entre los arbustos con él, recibirá un golpe en la cabeza lo bastante fuerte para provocarle una magulladura y el señor Piper le quitará las llaves de las esposas y huirá. Después, echará a correr colina abajo hacia Cuenca. Su amigo recorrerá cierta distancia y se ocultará entre árboles y arbustos hasta que oscurezca, y entonces se dirigirá a la ciudad.

– ¿Y en Cuenca no lo buscarán? ¿No comprenderán que es allí adonde ha ido?

– Sí. En realidad, es el único sitio adonde puede ir; en la otra dirección, sólo hay yermos y montañas. De manera que sí, lo buscarán en la ciudad. -Luis sonrió-. Pero allí tenemos un lugar donde esconderlo.

– ¿Dónde?

– Hay unos matorrales en la carretera, cerca del puente que hay junto al desfiladero, en el otro extremo de la ciudad. Se ocultará allí hasta que llegue usted con ropa para cambiarse.

Barbara respiró hondo.

– Muy bien.

– Tendrá usted que dirigirse a Cuenca en automóvil el día catorce y estar allí a las tres de la tarde. Es importante que esté allí antes de que oscurezca… una mujer caminando sola por la ciudad podría ser interrogada. Hay un lugar fuera de la ciudad, un lugar apartado donde usted podrá dejar el automóvil. -Luis la miró con la cara muy seria-. Agustín se ha pasado todos los días libres recorriendo las calles y los alrededores de Cuenca para asegurarse de que todo vaya bien.

– Entonces, ¿tendré que esperar en la ciudad a que oscurezca?

Luis meneó la cabeza.

– No. Tenemos un lugar donde podrá esperar, un lugar que usted podrá decir que ha venido a visitar en caso de que alguien le hiciera preguntas. La catedral. Es allí adonde tendrá que llevar después a su amigo. Una vez se haya cambiado de ropa en el matorral, cruzarán el puente como una pareja de turistas ingleses que ha ido a ver la catedral. Allí dentro se podrá afeitar -lleva barba- y asearse.

– ¿Y si hubiera alguien allí?

Luis meneó la cabeza.

– Un sábado de invierno no habrá visitantes en la catedral. Sólo alguien que los ayudará.

– ¿Agustín? ¿Estará allí?

– No. -Luis sonrió con ironía-. Pero a veces acude a las celebraciones del domingo en la catedral de Cuenca. Es una excusa para ir a la ciudad… Creen que se ha vuelto muy devoto. Allí hay un vigilante al servicio de la iglesia que se encarga de echarle un vistazo a todo. Se ha ofrecido a ayudarnos.

– ¿Un empleado de la iglesia? -preguntó bruscamente Barbara-. ¿Y por qué nos iba a ayudar?

– Por dinero, señora. -Una impaciente expresión de cólera se dibujó por un instante en el rostro de Luis-. Su anciana mujer está enferma y no tienen dinero para pagar a un médico. O sea que la ayudará por el mismo motivo por el que la ayudamos nosotros. Quiere trescientas pesetas.

Barbara respiró hondo.

– Muy bien.

– O sea que diríjase por carretera a Cuenca el día catorce y procure estar allí a las tres. Deje el coche donde yo le diré y vaya a la catedral. El viejo, que se llama Francisco, la estará esperando. Aguarde allí hasta que oscurezca y, después, diríjase a las casas colgadas. ¿Sabe dónde están?

– Sí. He estado estudiando un plano y una guía. Seguramente podría ir con los ojos cerrados.

– Muy bien. Lleve un poco de ropa para su amigo, un traje, a poder ser.

– De acuerdo. Elegiré la talla grande. Bernie es alto y de complexión muy fuerte.

Luis meneó la cabeza.

– Después de tres años en el campo, no. Bastará con un traje para un hombre delgado. Y artículos para afeitar.

– ¿Qué le parece un sombrero? ¿De ala ancha para ocultar el rostro y el cabello rubio?

– Sí. Eso iría muy bien.

– Puedo conseguir la ropa -dijo Barbara-. Diré que son regalos de Navidad. Lo del automóvil ya es otra historia; mi… mi marido quizá lo necesite.

Luis arrugó el entrecejo.

– Eso lo tendrá que resolver usted, señora.

– Sí, claro, encontraré la manera. ¿Y qué hago cuando llegue a las casas colgadas?

– Junto a Tierra Muerta se encuentra la garganta de un río. Es muy profunda. No se puede trepar por ella. Al otro lado de la garganta está la ciudad vieja que conduce a la carretera de Madrid. Allí hay un gran puente de hierro para peatones tendido sobre la garganta. En el lado de la ciudad están las casas colgadas, y en el lado contrario, la carretera. Un poco más allá, a lo largo de la carretera, verá la arboleda donde su amigo estará esperando.

– ¿Y si hubiera guardias en el puente? ¿Y si supieran que se ha fugado un prisionero?

– Podría ser. Los del campo habrán llamado a la ciudad. Si así fuera, espere en la catedral. El señor Piper cruzará el desfiladero más abajo y se dirigirá allí. Después tendrán ustedes que regresar al automóvil y fingir ser un matrimonio inglés que está pasando el día en Cuenca. Y recuerde que andarán buscando a un prisionero, no a un hombre impecablemente afeitado y vestido con traje de paisano. Con un poco de suerte, no habrá bloqueo de carreteras, no pensarán que se haya ido en coche. -Luis miró a Barbara con sus profundos y duros ojos verde aceituna-. Su aspecto de persona acomodada será su mejor disfraz, señora.

– ¿Cuánto ha dicho usted que distaba Cuenca del campo? ¿Ocho kilómetros?

– Sí.

– ¿Él estará en condiciones de caminar tanto? -preguntó Barbara con voz trémula.

– Supongo que sí. Con el frío que hace, muchos se ponen enfermos en el campo; pero, de momento, su amigo está bien. Y todo es cuesta abajo.

– ¿Y si lo descubren por el camino?

– Esperemos que no -contestó Luis en tono cortante. Tomó otro cigarrillo de la cajetilla que descansaba sobre la mesa-. Tenemos que confiar en que no haya nieve y no brille la luna. -Encendió el cigarrillo y dio una calada profunda-. Tendrá que moverse con cuidado y ocultarse en la sombra.

Barbara se sintió repentinamente abrumada por las dudas.

– ¿Y si lo atrapan…?

– El lo ha querido así, señora.

– Sí. -Barbara se mordió el labio-. Sí, correrá el riesgo, lo sé. Tengo que hacerlo por él.

Luis la miró con curiosidad.

– Cuando lo tenga a su lado, ¿qué hará usted?

El rostro de Barbara se puso tenso.

– Lo acompañaré a la embajada británica. Es ciudadano británico; tendrán que aceptarlo. Ya enviaron a casa a todos los demás brigadistas internacionales.

– ¿Y usted?

– Ya veremos. -Barbara no tenía intención de revelarle sus planes.

– Confío en que me pague el resto del dinero cuando regrese.

– Me volveré a reunir con usted el día dieciséis -dijo Barbara-. Aquí, a mediodía. ¿Y si se produce algún cambio en el plan, si le cambian el turno a Agustín, o Bernie se pone enfermo o algo por el estilo?

– Agustín me enviará un mensaje y yo la llamaré a usted a casa. Me tendrá que dar su número.

– Eso es peligroso. -Barbara lo pensó un momento-. Si no estoy en casa, diga que llama de la panadería por lo del pastel de Navidad y que volverá a llamar. Yo enseguida me pondré en contacto con usted. ¿De acuerdo? -Anotó el número en la cajetilla de cigarrillos y se la entregó. Luis sonrió, siempre encantado de que le regalaran cigarrillos; pero, de repente, la miró con aire muy cansado.

– Lo han planeado todo muy bien -dijo Barbara-. Usted y su hermano.

Luis evitó mirarla a los ojos.

– No nos dé las gracias -dijo-. No nos dé las gracias, por favor.

– ¿Por qué no?

– Lo hemos hecho por dinero. Necesitamos dinero para nuestra madre. -Otra vez el mismo cansancio en su rostro. Ambos guardaron silencio un instante.

– Dígame -preguntó Barbara-, ¿ha tenido alguna otra noticia de aquel periodista? ¿Markby?

Luis meneó la cabeza.

– No, contactó conmigo a través de un amigo; quería hacer un reportaje sobre los campos de prisioneros, pero ya no supe nada más de él. Creo que ha regresado a Inglaterra.

– He intentado llamarle varias veces, pero siempre estaba fuera.

– Los periodistas. Son gente sin raíces. -Luis contempló su café y después carraspeó-: Señora…

– Sí, claro. -Barbara abrió el bolso y le entregó un sobre abultado por debajo de la mesa.

Él lo tomó, permaneció inmóvil un instante y después hizo una señal afirmativa con la cabeza. Barbara observó que los hombros de su raída chaqueta estaban mojados; comprendió que no tenía abrigo.

– Gracias -dijo Luis-. Y ahora le sugiero que nos reunamos aquí el viernes, día once, para discutir los preparativos definitivos. Para asegurarnos de que todo marcha como la seda.

– De acuerdo. -Se sentía alborozada. Estaba ocurriendo, iba a ocurrir.

Luis se metió el sobre en el bolsillo y miró a hurtadillas a los clientes que lo rodeaban para asegurarse de que no lo estaban observando. Barbara se sintió súbitamente oprimida y agobiada. Estaba deseando irse de allí. Se levantó.

– ¿Nos vamos?

– Yo me quedaré un ratito, hasta que deje de nevar. Hasta la semana que viene, señora. -Después la miró y añadió inesperadamente-: Es usted una buena mujer.

Barbara rió.

– ¿Yo? No lo creo. Simplemente causo problemas.

Luis meneó la cabeza.

– No. Eso no es cierto. Adiós, señora.

– Hasta luego.

Se abrió paso hasta la puerta. Fue un alivio respirar una vez más el frío aire del exterior. La nieve empezaba a amainar. Encendió un cigarrillo y se dirigió al centro. Ahora había muy pocas personas en la calle. Todos los que podían se habían quedado en casa. La gente no quería correr el riesgo de estropearse los zapatos; aunque pudiera encontrar otros que los sustituyeran, los precios estaban por las nubes.

Cruzó la Plaza Mayor. Las palmeras cubiertas de nieve ofrecían un aspecto extraño. Al lado de una de las fuentes, un vendedor de periódicos permanecía en pie junto a su quiosco. Le llamó la atención un titular garabateado en una cartelera: «Veterano de guerra torturado y asesinado en Alcalá. El Terror Rojo, bajo sospecha.»

Compró un ejemplar del Ya, el periódico católico. Se acercó a la entrada de una tienda cerrada y examinó la primera plana. Bajo la fotografía de un hombre de complexión delgada vestido con uniforme del ejército en posición de firmes, leyó:

El cuerpo del teniente Alfonso Gómez Romero, de 59 años, fue' descubierto ayer en una acequia de drenaje cerca del pueblo de Paloblanco, a las afueras de Santa María la Real. El comandante Gómez, veterano de las guerras de Marruecos que en 1936 participó en la liberación de Toledo, fue salvajemente torturado. Lo hallaron con las manos y los pies quemados y el rostro desfigurado. Se sospecha de una de las bandas del Terror Rojo que actúan en distintas zonas de la sierra. El subsecretario de Comercio coronel Santiago Maestre Miranda, patrón y antiguo jefe del comandante Gómez, declaró que eran amigos y compañeros desde hacía treinta años y que él se encargaría personalmente de que los asesinos fueran detenidos. «No hay seguridad ni protección para los enemigos de España», dijo.

Barbara sintió flojera en las rodillas y pensó que se iba a desmayar. Un sacerdote que pasaba por delante de la tienda la miró con curiosidad. Ahora ya lo sabía. Sandy había mencionado el apellido de Gómez por teléfono y ella había oído mencionar el nombre de Maestre como adversario de los amigos de la Falange de Sandy. Estaba implicado en la tortura y el asesinato de aquel hombre. Sandy había dicho que tendrían que resolver el asunto, queriendo decir con ello «asesinar». Y aquél era el hombre al que ella estaba engañando para salvar a su enemigo de la infancia. Se agarró al tirador de la puerta cerrada y respiró hondo varias veces, para no desmayarse.

38

Tras su encuentro con Barbara y Sofía, Harry regresó a la embajada. Llamó al despacho de Sandy desde la pequeña estancia en la que había un teléfono privado a disposición de los espías. La secretaria le pasó la llamada.

– ¿Sandy? Hola, soy Harry. Mira, quisiera reunirme contigo. Hay algo que me gustaría comentarte.

Percibió un tono de impaciencia en la voz de Sandy.

– Es que estoy muy ocupado, Harry. ¿Qué te parece después del fin de semana?

– Es un poco urgente.

– De acuerdo. Mañana es sábado, pero yo vendré al despacho. Me reuniré contigo en el café. -Harry captó un suspiro inmediatamente reprimido-. ¿A las tres en punto?

– Gracias.

A continuación, Harry se dirigió al registro con la intención de averiguar detalles acerca de los visados de entrada para Gran Bretaña. Al regresar a su despacho, Tolhurst lo esperaba apoyado en su escritorio, leyendo un ejemplar del Ya.

– Hola, Harry. -Su voz sonaba seca y preocupada.

– He llamado a Forsyth -le dijo Harry-. Mañana nos reuniremos en el café.

– Muy bien. -Tolhurst le pasó el periódico-. Tendrías que ver esto.

Harry leyó la información sobre Gómez y dejó el periódico encima del escritorio.

– O sea que lo han matado -dijo en tono sombrío.

Tolhurst asintió con la cabeza.

– Eso parece. Lo sospechábamos. Ya no hay ningún problema para reclutar a Forsyth. -Su voz sonaba fría y distante. Harry recordó su primer encuentro con él. Tolhurst, el gordito simpático. Ahora veía su otra cara.

– ¿Pese a constaros su implicación en este asunto? -preguntó.

– Presunta implicación, Harry, presunta. Y nosotros no somos la policía.

– No. Está bien, Tolly, intentaré ponerme en contacto con él.

Tolhurst sonrió.

– Buen chico -dijo, con un vestigio de su antigua cordialidad-. Por cierto, ¿qué tal va el oído?

– Bien. Creo que, en parte, era una cuestión psicológica; como las crisis de pánico. -No había vuelto a sufrir ninguna desde aquella noche en el teatro. Al parecer, el hecho de estar con Sofía lo había curado.

– Me parece estupendo -dijo Tolhurst-. Bueno, me voy volando. Que haya suerte.

Cuando Tolhurst se retiró, Harry se sentó para echar otro vistazo a la noticia y leyó lo que le habían hecho a Gómez. Pobre desgraciado. ¿Y Sandy estaría presente? No, pensó Harry con amargura. Eso se lo habría dejado a otros.

Sofía parecía cansada cuando llegó aquella noche a su apartamento. Tenía unas marcadas ojeras oscuras bajo los ojos.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Harry mientras tomaba su abrigo.

Ella esbozó una sonrisa de niña valiente. A veces parecía muy joven.

– No quiero volver a la vaquería. Estoy harta de las vacas -dijo-. Es muy aburrido. Y no sabes cuánto aborrezco el olor de la leche.

– Siéntate. Ahora mismo sirvo la cena. He preparado un cocido.

Tenía puesto el tocadiscos y Vera Lynn cantaba When the lights go on again all over the world en tono nostálgico; pero Sofía lo siguió a la cocina y se apoyó contra la pared, contemplando cómo mezclaba el contenido de las cacerolas que había puesto a hervir en los fogones.

– Eres el primer hombre que conozco que sabe cocinar.

– Cuando uno vive solo, aprende. No hay más remedio.

Ella inclinó la cabeza.

– Te veo preocupado. ¿Tienes algún problema en el trabajo?

Harry respiró hondo.

– No. Pero, mira, tengo que decirte una cosa.

– ¿Qué? -preguntó ella, poniéndose inmediatamente en guardia. Harry comprendió que, desde hacía mucho tiempo, cualquier noticia era para ella una mala noticia.

– Espera a que nos sentemos. -Había comprado un tinto muy bueno y, en cuanto se sentaron, le llenó la copa a Sofía. La luz mortecina de la lámpara del techo iluminaba la mesa, dejando el resto de la estancia en penumbra-. Sofía -dijo-. La embajada me quiere enviar a casa.

Sofía pareció encogerse y su rostro palideció.

– Pero ¿por qué? Seguro que te necesitan, aquí nada ha cambiado, a no ser que… -respiró hondo bruscamente-. A no ser que Franco esté a punto de declarar la guerra. ¡Oh, Dios mío!, os van a evacuar a todos…

Harry levantó una mano.

– No, no es eso. Soy yo; ellos… creen que me pueden sacar mejor partido en casa.

– Harry -dijo ella en un suave susurro-. ¿Estás en apuros?

– No, lo digo en serio. Simplemente… había estado haciendo otro trabajo aparte de la traducción y ahora ya está casi terminado.

Sofía arrugó la frente.

– ¿Qué clase de trabajo?

Harry vaciló antes de contestar.

– Agente secreto. -Se mordió el labio-. Por favor, no te puedo decir nada más. Ni siquiera te lo tendría que haber dicho. Pero eso ya está a punto de terminar. Me alegro, porque lo odio.

– ¿Agente secreto contra este régimen?

– Sí.

– Muy bien. Me alegro. -Sofía respiró hondo-. ¿Y cuándo te vas?

– No estoy seguro. Puede que antes de que finalice el año. -La miró a los ojos-. Sofía, ¿vendrás conmigo? No hace falta que me contestes ahora; pero, mira, me he pasado toda la tarde pensándolo. ¿Recuerdas lo que dijo Barbara sobre los extranjeros que podían entrar en Inglaterra siempre y cuando estuvieran casados con un ciudadano británico?

Ella lo miró con la cara muy seria.

– Harry, no me pidas eso -dijo, con voz trémula-. No podría dejar aquí a Paco. Enrique puede cuidar de sí mismo, pero no de Paco. La beata se lo llevaría. -Alargó la mano y tomó la de Harry-. No me pidas que elija…

– También he estado pensando en eso. Si hubiera alguna manera de adoptar a Paco…

Ella meneó la cabeza con aire cansino.

– No puedo. Ahora es la Iglesia la que se encarga de estas cosas y jamás lo permitiría.

– No. En España, no; en Inglaterra. Si decimos que lo hemos estado cuidando desde que murieron sus padres y que nos lo podríamos llevar a Inglaterra, es posible que lo pudiéramos adoptar… Creo que hay alguna manera. Verás, si hago bien este último trabajo que tengo entre manos, me ganaré el favor de la gente de la embajada. Puede que ellos nos ayuden.

Ella lo miró fijamente a los ojos.

– ¿Es peligroso eso que estás haciendo?

– No, ¡qué va! -Harry se rió-. De verdad que no, te lo juro. Trato de sonsacar información a unos hombres de negocios. No hay ningún peligro. Olvídate de eso. ¿Qué dices, Sofía?

– ¿Y cómo estaría Paco en Inglaterra? Un idioma desconocido, las bombas. Tengo que pensar en Paco.

Harry no pudo evitar sentirse dolido por el hecho de que el niño pareciera ser más importante que él.

– Podríamos ir a Cambridge -dijo-. Allí no hay bombas. Viviríamos muy bien; en Inglaterra se puede conseguir casi todo si tienes dinero. Y yo tengo lo suficiente. Paco estaría a salvo, ya no habría más llamadas a la puerta. Luego intentaría sacar también a Enrique, aunque eso tal vez resultara más difícil.

– Sí, Paco tendría más oportunidades en Inglaterra. A no ser que lleguen los alemanes, que también podrían venir aquí. Dicen que éste es el peor momento; pero España tardará muchos años, décadas, en recuperarse de lo que ha hecho Franco. Si es que alguna vez puede recuperarse. -Sofía miró a Harry con asombro-. ¿Y tú te llevarías a Paco, asumirías esa responsabilidad?

– Sí, yo tampoco lo quiero dejar. Creo que le vendría muy bien recibir la atención sanitaria que necesita.

Sofía asintió con la cabeza.

– Debe de haber muchos médicos en Cambridge.

– Montones. Si pudiéramos sacar a Paco, ¿querrías… te querrías casar conmigo? Tú… no has dicho lo que piensas al respecto. Si… si no quieres…

Sofía lo estudió.

– ¿Aceptarías una vida conmigo y con Paco? ¿Sabiendo cómo es Paco?

– Sí, claro. Es la única responsabilidad que ahora me interesa. Sofía, ¿quieres casarte conmigo?

Sofía se levantó y se acercó a él. Se arrodilló y lo besó, después separó la boca de la suya y lo miró sonriendo.

– Sí, sí quiero. Aunque no sé si estás loco.

Harry soltó una sonora carcajada de alivio y alegría.

– Puede que un poco, pero quiero estarlo. Me he pasado el día entero pensando en qué hacer, desde que me dijeron que me iban a mandar a casa…

Ella se inclinó hacia delante y apoyó un dedo en sus labios.

– Algo se te ocurrirá, seguro. Sí, Harry, me casaré contigo.

– Ya sé que nos conocemos desde hace sólo unas pocas semanas, pero en los tiempos que corren hay que aprovechar las cosas buenas mientras se pueda.

– Han sido las mejores pocas semanas de mi vida. -Sofía se arrodilló a su lado en el suelo y él se inclinó para abrazarla-. Tenía que pensar en Paco -dijo Sofía-, no podía abandonarlo, ¿comprendes? -Su voz se convirtió en un susurro-. Es lo único que he podido salvar de todas las esperanzas que antaño teníamos.

– Lo comprendo, Sofía. Quizás en Inglaterra puedas volver a estudiar para médico.

– Antes tengo que aprender el inglés. Y eso será muy duro. Pero estoy dispuesta a todo, siempre y cuando sea contigo. Y pensar que no nos habríamos conocido de no ser por Enrique. -Sofía meneó la cabeza-. Qué casualidad tan frágil y extraña.

La prostituta que, al principio, Harry había tomado por espía se encontraba en el Café Rocinante cuando él se presentó en el local a la tarde siguiente. Sandy aún no había llegado. La mujer estaba sentada a su mesa del fondo del local en compañía de un hombre de negocios gordinflón que hablaba español con fuerte acento alemán. El hombre presumía del dinero que había ganado desde su llegada a España y de la cantidad de tratos que había cerrado. La mujer sonreía y asentía con la cabeza, pero la expresión de su rostro era distante. Permanecía sentada en ángulo recto con respecto a la mesa y exhibía unas piernas bien torneadas a pesar de su edad. Harry vio que se había pintado una raya en la parte posterior para simular que llevaba medias de nailon; pero, por la manera en que la luz se reflejaba en sus piernas, se veía que no llevaba ningún tipo de media. Debía de morirse de frío, caminando por la calle entre la nieve.

El alemán vio que Harry lo estaba mirando y arqueó las pobladas cejas. Harry tomó asiento lo más lejos posible de ellos. Una ráfaga de aire frío le azotó el rostro cuando se abrió la puerta y entró Sandy. Llevaba un grueso abrigo negro y un sombrero de ala flexible y tenía los hombros cubiertos por una fina capa de nieve, pues acababa de ponerse otra vez a nevar. Mientras esperaba allí, sabiendo lo que Sandy había hecho, Harry se preguntó si sentiría miedo cuando lo volviera a ver; pero la verdad es que sólo sintió rabia y repugnancia.

Sandy se acercó a la mesa y se detuvo un momento para intercambiar unos comentarios acerca del tiempo con un conocido. Harry levantó un brazo para llamar al viejo camarero que se encontraba de pie en un rincón, charlando con el limpiabotas. El chico era nuevo; puede que el anterior se hubiera ido o se hubiera muerto de frío en la puerta de algún otro local.

– Hola, Harry -dijo Sandy, tendiéndole la mano. Tenía los dedos helados.

– Hola. ¿Café?

– Creo que mejor chocolate en un día como éste. -Sandy miró al camarero que se acercaba a toda prisa-. Un café con leche y un chocolate, Alfredo.

Harry estudió el rostro de Sandy. Sonreía cordialmente como siempre, pero su aspecto era tenso y cansado. Encendió un cigarrillo.

– ¿Qué tal van las cosas? -le preguntó.

– No tan bien como antes. ¿Qué es este asunto tan urgente? Estoy intrigado.

Harry respiró hondo.

– Pues resulta, Sandy, que comenté en la embajada que un amigo mío inglés tenía ciertos problemas con sus negocios. Hay un par de personas que tendrían mucho gusto en hablar contigo. Quizá les podrías hacer un trabajo.

Sandy lo miró con dureza. Casi se podía escuchar el ruido de las ruedas de los engranajes al girar. Sacó un cigarrillo de la pitillera y lo encendió.

– Eso me suena a servicio secreto -dijo en tono cortante. Santo Dios, qué rápido era. Harry no contestó, y Sandy entornó los ojos-.

¿Son espías? -Sandy se detuvo y emitió un pequeño jadeo de asombro-. ¿Eres un espía, Harry? -preguntó en voz baja. Dudó un instante y añadió-: ¡Santo cielo! Lo eres, ¿verdad? Supongo que lo de la traducción es una buena tapadera. ¿Has estado revolviendo las papeleras de Franco? -Rió con incredulidad, miró a Harry y se volvió a reír.

– Ahora mismo no te puedo decir nada más, Sandy, lo lamento. Es que… he visto que las cosas no te estaban yendo demasiado bien y me gustaría echarte una mano. -Con qué facilidad le estaban saliendo las mentiras-. Sólo una reunión de tanteo con un par de personas de la embajada, sin compromiso.

– Supongo que me quieren contratar, ¿verdad? -Sandy siguió hablando con el tono reposado que había estado utilizando hasta aquel momento. Apareció el camarero y Sandy tomó la bandeja que éste sostenía en sus manos-. Ah, muy bien, Alfredo. ¿Azúcar, Harry? -Se entretuvo un buen rato en organizar las consumiciones, buscando tiempo para pensar. Se reclinó en su asiento, exhalando una nube de humo, y después le dio a Harry un juguetón puntapié en la espinilla-. ¿Seguro que no me puedes decir nada más, muchacho?

– Lo siento.

De repente, un espasmo, una expresión de angustia se dibujó en el rostro de Sandy y éste miró a Harry con los ojos muy abiertos.

– ¡Dios!, supongo que eso no tendrá nada que ver con el oro, ¿verdad?

Por primera vez, Harry experimentó una sacudida de temor.

– No te puedo decir más.

Sandy volvió a reclinarse en su asiento. Procuró que su semblante no dejara traslucir la menor emoción, pero no pudo borrar la angustiada expresión de sus ojos.

– Se rumorea que la embajada británica está llena de espías -espetó-. Hay más espías allí que en ninguna otra embajada, exceptuando la alemana. Y no es que yo haya estado en la embajada alemana, pero conozco a gente que sí. Tengo entendido que Hoare está furioso porque Franco le sigue diciendo que está demasiado ocupado para recibirlo, mientras que Von Stohrer entra y sale de El Pardo y se pasea por allí como Pedro por su casa. -Harry no contestó. Sandy respiró hondo-. En fin, parece que estamos en tiempo de cambios. Mi hermano ha muerto, ¿sabes?

Harry levantó la vista.

– ¿De veras? Lo siento.

– Recibí una carta hace una semana. Estaba en Egipto, una granada italiana alcanzó su tienda. -Sandy esbozó una sonrisa irónica-. Probablemente apuntaba contra Archibald Wavell… muy propio de los italianos, haberle dado al capellán por equivocación.

– Lo siento, Sandy. Es una mala noticia.

Sandy volvió a encogerse de hombros.

– Llevaba años sin verlo. Nunca me llevé bien con Peter, tú lo sabes.

– ¿Te escribió tu padre?

– No, un viejo amigo mío lo leyó en el periódico y me envió una carta. Mi viejo y querido padre no me escribiría aunque supiera dónde estoy. Me ha borrado, estoy destinado a acabar en el fuego del infierno. En cambio, Peter estará en el Cielo, a salvo en los brazos de Dios. -Sandy soltó una amarga carcajada-. Te veo un poco incómodo, Harry. Tú no te creerás todas estas idioteces religiosas, ¿verdad?

– No. Y menos después de todo lo que he visto aquí.

Sandy se reclinó contra el respaldo del asiento, dando caladas al cigarrillo con semblante pensativo; después soltó una áspera y amarga carcajada.

– A veces, todo parece muy divertido.

– ¿A qué te refieres?

– A la vida. La muerte. Todas estas imbecilidades. Fíjate en aquella puta de allí, con sus medias de nailon pintadas. Miles de años de evolución nos han llevado hasta aquí. Muchas veces pienso que los dinosaurios eran más emocionantes. Duraron ciento sesenta millones de años. -Sandy apuró su taza de chocolate-. Tú me has estado espiando durante todo este tiempo, ¿verdad, Harry?

– Ya te lo he dicho, de momento no te puedo contar nada más.

Sandy meneó la cabeza.

– Yo buscaba tu aprobación, ¿sabes? Lo mismo hacía en Rookwood. No sé por qué. Me pareció muy raro que regresaras aquí. Muy raro… -La mirada de Sandy se perdió un momento a media distancia y, después, éste volvió a mirar a Harry con dureza-. Quería ayudarte a ganar un poco de dinero, tú lo sabes. Mi viejo amigo Harry. Peor para mí, ¿eh? -Harry no contestó; no tenía nada que decir. Sandy hizo un gesto afirmativo con la cabeza-. Iré a ver a tus amigos del servicio secreto. ¿Tienes el número? -Empujó su cajetilla de cigarrillos hacia Harry. Éste anotó el número que lo conduciría hasta Tolhurst. Sandy se lo guardó en el bolsillo y después esbozó una extraña media sonrisa, torciendo la boca-. A lo mejor, tengo una noticia que los deja de piedra.

– ¿Cuál?

Sandy inclinó la cabeza.

– Ya lo verás. Por cierto, no le he comentado a Barbara lo de mi hermano. No quiero que se ponga a llorar. Tú tampoco le digas nada, si la ves.

– De acuerdo.

– ¿Sabe que eres un espía, Harry?

– No. No sabe nada, Sandy.

Sandy asintió con la cabeza.

– Por un momento, me he preguntado si no sería eso lo que le ocurre. -Volvió a esbozar la extraña media sonrisa de antes-. Qué curioso, cuando era pequeño quería ser bueno. Pero nunca supe muy bien cómo hacerlo. Y, si no eres bueno, los buenos se te echan encima como fieras. Por consiguiente, más te vale ser malo. -Contempló un momento la taza vacía y después alargó la mano hacia el abrigo-. Muy bien. Vamos allá.

Ambos se encaminaron hacia la puerta. Sandy apartó al vendedor de cigarrillos con un gesto de la mano. Se quedaron en la puerta… la nieve seguía cayendo y los ventisqueros se amontonaban contra los muros de los edificios. Al otro lado de la calle, la gente, arrebujada en sus abrigos, bajaba las gradas de un templo al término de una ceremonia religiosa, mientras que un sacerdote estrechaba la mano de los feligreses en la entrada.

Sandy se puso el sombrero.

– Bueno, ya estamos otra vez con la nieve.

– Pues sí.

– Procura que no te sorprendan revolviendo papeleras. Nos vemos, Harry. -Sandy dio media vuelta bruscamente, envuelto en su abrigo. Harry respiró hondo y salió bajo la nevada para ir a decirle a Tolhurst que la presa había mordido el anzuelo.

39

El taxi se abrió tortuosamente camino a través de Carabanchel. Se había producido un corte de electricidad y las calles estaban oscuras como la boca del lobo, excepto la pálida luz de las velas que brillaba en las ventanas de los altos bloques de apartamentos. El vehículo avanzaba a sacudidas sobre las accidentadas calzadas cubiertas de nieve. Un carro detenido junto al bordillo apareció ante los globos gemelos de los faros delanteros mientras el taxista se desviaba bruscamente para esquivarlo.

– ¡Mierda! -murmuró el hombre-. Esto es como un viaje al infierno, señor.

Cuando Harry lo había parado en la Puerta del Sol, el taxista se había negado a llevarlo a Carabanchel en mitad de un corte de electricidad. Al caer la noche, cesó la nevada y salió la luna; sin la luz de las farolas y con sólo el débil resplandor de las velas en las ventanas, era como circular a través de las ruinas de una ciudad muerta y abandonada a los elementos.

Aquella mañana, Harry había sido llamado al despacho de Tolhurst. El corte de electricidad había afectado a la calefacción central y la regordeta figura de Tolhurst aparecía envuelta de nuevo en unos gruesos jerséis.

– Forsyth ya ha llamado -le dijo éste-. Debe de estar interesado.

– Muy bien. -«Hecho», pensó Harry, «misión cumplida». -Nos gustaría que estuvieras presente cuando lo entrevistemos.

– ¿Cómo? -Harry frunció el entrecejo-. ¿Es necesario?

– Creemos que podría ayudar. Es más, nos gustaría que la reunión tuviera lugar en tu apartamento.

– Yo creía que eso era todo, por lo que a mí respecta.

– Y lo será. Esto es lo último. Sé que estás deseando dejarlo. -El tono de Tolhurst era de reproche y casi de ofensa-. El capitán dice que después ya te podrás ir, probablemente habrá plaza para ti en el avión que lleva a la gente a casa por Navidad. Pero cree que Forsyth estaría más dispuesto a aceptar en tu territorio. A veces estos pequeños detalles pueden influir, ¿sabes? Y, en caso de que negara haberte dicho alguna cosa, tú estarías presente para contradecirlo.

Harry se puso furioso y notó que se le hacía un apretado nudo en el estómago.

– Eso será muy humillante. Para él y para mí. Por lo menos, que sea en tu despacho, no nos obligues a echarnos mutuamente en cara ciertas cosas.

Tolhurst meneó la cabeza.

– Lo lamento, órdenes del capitán. -Harry guardó silencio. Tolhurst lo miró con tristeza-. Siento que las cosas no hayan salido todo lo bien que esperábamos. Es lo malo de esta clase de trabajo: una palabra fuera de lugar, y estás hundido.

– Lo sé. -Harry lo estudió-. Oye, Tolly, tú sabes que he estado saliendo con esta chica, ¿verdad?

– Sí.

– Quiero casarme con ella. Y llevármela a Inglaterra.

Tolhurst arqueó las cejas.

– ¿A esta pequeña lechera?

Harry se enfureció. Pero tenía que intentar que Tolhurst se pusiera de su parte. Procuró que se le calmara la voz.

– Ha accedido a casarse conmigo.

Tolhurst arrugó la frente.

– No sé qué decirte, ¿estás seguro de lo que haces? Si te la llevas a Inglaterra, tendrás que cargar con ella para siempre. -Se rascó la barbilla-. No la habrás metido en algún lío, ¿verdad?

– No. Aunque hay un niño que ella y su hermano han estado cuidando, un huérfano de guerra. Nos gustaría llevárnoslo.

Tolhurst miró a Harry con cara de lechuza sabionda.

– Bueno, ya sé que las cosas no han sido fáciles para ti, pero ¿te parece el momento apropiado para tomar decisiones de este calibre? Si no te importa que te lo diga.

– Mira, Tolly, es lo que yo quiero. ¿Me puedes ayudar? Con los de inmigración, quiero decir.

– No sé. Tendré que hablar con el capitán.

– ¿Lo harás? Por favor, Simón, sé que sería una gran responsabilidad; pero es lo que yo quiero, ¿comprendes?

Tolhurst volvió a acariciarse la barbilla.

– ¿Tienen la chica o su hermano algún tipo de simpatía política?

– No, son contrarios al régimen, pero eso no tiene nada de extraño.

– En esta clase de personas, no. -Tolhurst tamborileó con los dedos sobre el escritorio.

– Si pudieras hacer todo lo posible, Tolly, te estaría eternamente agradecido.

Tolhurst lo miró complacido.

– De acuerdo. Lo intentaré.

Harry y Sofía habían acordado que él acudiría a cenar al apartamento de Carabanchel y entonces les comunicarían sus planes a Paco y Enrique. Cuando el taxi lo dejó finalmente ante el edificio de Sofía, Harry abrió la puerta con la llave que ella le había dado. Subió con cuidado por la escalera, que estaba a oscuras; no se veía nada y tuvo que encender una cerilla. Éste había sido uno de los consejos de Tolhurst. Llevar siempre cerillas por si hubiera cortes de electricidad.

Llamó y, cuando Sofía le abrió, una pálida luz inundó el rellano. Se había puesto el vestido que llevaba la noche en que habían ido al teatro. A su espalda, había velas en todos los rincones de la estancia; la suave luz ocultaba las manchas de humedad de las paredes y el desastroso estado de los maltrechos muebles. La cama de su madre seguía donde siempre, empujada contra la pared. Harry se inclinó hacia delante y la besó. Parecía cansada.

– Hola -le dijo ella en un susurro.

– ¿Dónde están Paco y Enrique?

– Han salido por un poco de café. No tardarán en volver.

– ¿Saben algo de lo nuestro?

– Paco ha adivinado que algo ocurre. Ven, quítate el abrigo.

La cama de su madre estaba cubierta con una colcha de retazos limpia, y la mesa, con un mantel blanco. El brasero llevaba un buen rato encendido y la estancia estaba bien caldeada. Se sentaron en la cama, el uno al lado del otro. Harry le dijo a Sofía que había hablado con un compañero acerca de la cuestión de los visados.

– Creo que hará todo lo que pueda. Podría ser antes de Navidad.

– ¿Tan pronto?

Harry asintió con la cabeza, y ella meneó la suya.

– Será muy duro para Enrique.

– Le podemos enviar dinero. De esta manera, por lo menos, podrá conservar el apartamento. -Harry le tomó la mano entre las suyas-. ¿Estás segura de lo que haces?

– Sí. -Sofía lo miró-. ¿Y qué hay de ese trabajo tuyo del que me hablaste? ¿Ya está a punto de terminar?

– Sí. Pero ¿tú no crees que sería mejor esperar a que tengamos la certeza de que podemos hacerlo antes de decírselo?

Sofía meneó enérgicamente la cabeza.

– No. No podemos esperar a decírselo en el último momento, cuando ya estemos a punto de irnos. Tienen que saber ahora lo que queremos hacer.

– Me alegro.

Se oyeron unas pisadas en la escalera. Entró Enrique con Paco. Parecía cansado; en cambio, Paco a su lado mostraba un insólito arrebol en las mejillas. Enrique le estrechó la mano a Harry.

– Buenas tardes. Madre de Dios, menudo frío hace hoy. -Se volvió hacia Sofía-. Mira, hemos encontrado un poco de café. Algo es algo. -Con una insólita sonrisa en los labios, Paco se sacó un frasco de extracto de achicoria de debajo del abrigo y lo sostuvo en alto como si fuera un trofeo.

Sofía preparó la cena. Garbanzos con chorizo. Comieron juntos sentados alrededor de la mesa, mientras Enrique comentaba su trabajo como barrendero encargado de retirar la nieve y hablaba de las mujeres ricas que se empeñaban en lucir zapatos de tacón a pesar de la nieve y se pegaban a cada momento unos morrones impresionantes. Cuando terminaron de comer, Sofía apartó su plato a un lado y tomó la mano de Harry.

– Tenemos algo que deciros.

Enrique los miró, perplejo. Paco, cuya cabeza a duras penas rebasaba el nivel de la mesa, frunció el entrecejo con semblante preocupado.

– Le he pedido a Sofía que se case conmigo -dijo Harry-. Pronto regresaré a Inglaterra y Sofía me ha dicho que vendrá conmigo, siempre y cuando nos llevemos a Paco.

A Enrique se le aflojó la cara. Miró a Sofía.

– ¿Y yo me quedaré aquí solo? -Después se encogió de hombros e hizo un esfuerzo por sonreír-. Bueno, ¿qué iba a hacer yo en Inglaterra? Apenas sé leer y escribir. Tú siempre fuiste la inteligente.

Paco los había estado mirando a uno y a otro. Al oír las palabras de Enrique, su rostro se puso tenso.

– ¡No! ¡No! ¡Yo no quiero dejar a Enrique, no! -Se abrazó al cuello de Enrique y hundió el rostro en su hombro, mientras de su boca salían unos desesperados gritos de protesta. Enrique lo levantó.

– Me lo llevo a la cocina -dijo, sujetándolo y retirándose con él de la estancia.

Mientras se cerraba la puerta de la cocina, Sofía lanzó un suspiro.

– Enrique es muy valiente. Ahora esto, justo después de lo de mamá.

Harry le tomó la mano y la apartó de su rostro.

– Cuando estemos bien instalados, quizá podríamos conseguir que se reuniera con nosotros… -Interrumpió la frase al oír una insistente llamada a la puerta. Sofía se levantó con semblante cansado.

– Como sea otra vez la señora Ávila… -Se encaminó hacia la puerta y la abrió de par en par.

Era Barbara. Su rostro estaba muy pálido y había estado llorando.

– ¿Estás bien? -preguntó bruscamente Harry-. ¿Qué ha ocurrido?

– ¿Puedo entrar? ¡Por favor! Fui a tu apartamento y después pensé que, a lo mejor, estarías aquí. Perdonad, es que no tenía ningún otro sitio adonde ir. -Parecía desesperada y asustada.

Sofía la miró un momento y después tomó su mano.

– Pase. -La acompañó a una silla y Barbara se dejó caer pesadamente en ella.

– Toma un poco de vino -le dijo Harry-. Tienes cara de estar helada.

– Gracias. Lo siento, ¿estabais cenando?

– Ya hemos terminado -dijo Sofía-. Paco está disgustado y Enrique se lo ha llevado un momento a la cocina.

Barbara se mordió el labio.

– Mejor que no se entere de por qué he venido. -Sacó una cajetilla del bolso, se la ofreció a Sofía y encendió un pitillo. Después, lanzó un suspiro de alivio-. Es bueno estar con amigos. No tenéis ni idea.

– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estás tan alterada?

Barbara juntó fuertemente las manos sobre la mesa y respiró hondo.

– Tú ya sabes que Sandy y yo no nos llevamos muy bien últimamente. Y sabes que he estado hablando de la posibilidad de volver a casa.

– Sí.

Barbara tragó saliva.

– Hace poco oí una conversación telefónica que él mantenía en su estudio. Fue por casualidad. No estaba escuchando furtivamente, pero lo que él decía me sonó muy raro. Hablaba con alguien acerca de tus inversiones; después, preguntó a la persona del otro extremo de la línea qué le había hecho a un hombre… -Barbara se estremeció-… y dijo que éste aguantaba mucho. No me lo podía quitar de la cabeza. Mencionaron un nombre. Un tal Gómez. -Harry abrió los ojos como platos mientras Barbara se sacaba del bolso un ejemplar del Ya-. Y anteayer por la tarde veo esto. -Sofía se inclinó hacia delante para leer la información. Harry se reclinó en su asiento y miró a Barbara, mientras la cabeza le daba vertiginosas vueltas.

Sofía levantó la vista.

– ¿Estás diciendo que guarda relación? -preguntó en tono apremiante.

Se abrió la puerta de la cocina y Enrique asomó la cabeza con semblante inquisitivo. Sofía se levantó y entró en la cocina con él. Barbara permaneció hundida en su asiento, mientras Harry la miraba. Sofía regresó.

– Les he pedido que se queden en la cocina. -Volvió a sentarse-. Señora Barbara, ¿está segura de lo que dice? La veo… usted me perdonará… muy alterada.

Barbara meneó enérgicamente la cabeza.

– Todo coincide. -Barbara levantó la voz-. Sandy está implicado en la tortura y el asesinato de un hombre. Cuando leí el periódico, no quise volver a casa. Pero me obligué a hacerlo. Le dije que me dolía mucho la cabeza y que me tenía que ir a la cama. Ahora ni siquiera soporto hablar con él. -Por un instante, todo su cuerpo se estremeció-. Lo oí reírse en el pasillo con la chica, se acuesta con ella. Tuve un miedo tan grande tumbada allí en la cama, jamás en mi vida he estado tan asustada. Hoy he salido muy de mañana para ir al hospital militar; pero después… no me he sentido con ánimos de regresar a casa. Debería hacerlo, lo sé, pero simplemente no pude.

– Barbara -dijo Harry en tono pausado. Carraspeó porque, por un instante, no le salió la voz-. Lo sé todo.

– ¿Cómo? -Barbara lo miró sin saber qué decir. Sofía clavó los ojos en él.

Harry apoyó las manos sobre la mesa.

– Trabajo en el servicio secreto. Soy un espía. Yo soy el culpable de la muerte de este hombre.

Barbara lo miró con horror y estupefacción.

– Me dijiste que lo que hacías no era peligroso -dijo Sofía en un tono más duro y cortante que un látigo.

– Jamás habría querido hacerlo. Jamás.

Se lo contó todo a las dos. Su reclutamiento en Londres, sus reuniones con Sandy, su visita a la mina, el error que le había costado la vida a Gómez. Ellas lo escucharon en horrorizado silencio. Desde la cocina, se oían los ocasionales sollozos de Paco y los tranquilizadores murmullos de Enrique.

– ¿Una mina de oro? -preguntó Barbara, en cuanto él terminó su relato. Lo miró a los ojos-. Eres un cabrón, Harry. -No levantó la voz, habló más bien en un triste susurro-. Te has pasado estos dos últimos meses viniendo a cenar a casa o reuniéndote a almorzar conmigo, cuando en realidad no dejabas de espiar a Sandy. ¡Y, probablemente, también a mí!

– ¡No! No, cuando vine a España, no tenía ni idea de que tú estabas con él. No soportaba engañarte y, si quieres que te diga la verdad, no soportaba todo este asunto. ¡No lo soportaba! -dijo en voz tan alta y amargada que Sofía lo miró con asombro.

– ¿Pues qué me dices del peligro que yo corría? -prosiguió diciendo Barbara-. ¡Tú sabías lo de Gómez y no me advertiste!

– No lo supe con certeza hasta el viernes. Pero te dije que era mejor que volvieras a Inglaterra.

– ¡Gracias, Harry, muchísimas gracias! -Barbara se quitó las gafas y se pasó las manos por el rostro-. Oí mencionar tu nombre cuando escuché sin querer a Sandy hablando por teléfono. Jamás habría imaginado que pudieras estar implicado en un asesinato. Y, resulta que, durante todo este maldito tiempo, actuabas como espía.

Harry miró a Sofía. Ésta mantenía el rostro apartado.

– Ya todo ha terminado, te suplico que me creas, por favor. Mira, me han echado por lo de Gómez. Y yo me alegro. -Respiró hondo-. Ahora están tratando de contratar a Sandy. -Contemplando los escandalizados rostros de ambas mujeres, pensó: «¡Dios mío!, pero ¿qué les he hecho?»

Sofía lo volvió a mirar.

– Ese tal Gómez estuvo en Toledo, donde por las calles corría la roja sangre republicana y donde los moros cortaban cabezas como trofeos. No tienes que lamentar la muerte de un hombre como ése. -Barbara se volvió para mirarla. Estaba escandalizada. Sofía la miró a los ojos-.

Tendría que regresar a Inglaterra, señora, lejos de aquí. Podría alojarse en un hotel hasta que consiguiera pasaje para un barco o un avión. -Sofía miró a Harry-. Nosotros la vamos a ayudar, ¿verdad, Harry?

– Sí, claro. -Harry asintió enérgicamente con la cabeza, alegrándose de aquel «nosotros»-. Sofía tiene razón, Barbara, tendrías que regresar a casa cuanto antes.

– ¿Acaso crees que no lo sé? -Para asombro de Harry, Barbara soltó una carcajada áspera y amarga-. Pero, de momento, no puedo volver a casa. ¡Dios mío! Tú no sabes de la misa la media.

Algo en el tono de su voz dejó helado a Harry.

– ¿Qué quieres decir?

Barbara respiró hondo y echó los hombros hacia atrás.

– No sabes lo de Bernie. Bernie está vivo. Está en un campo de trabajo cerca de Cuenca y yo estoy implicada en un plan con un ex guardia aquí, en Madrid, para sacarlo. Para rescatarlo. El sábado que viene, dentro de seis días. -Barbara hizo una pausa y miró a Harry-. Ahora te toca a ti escandalizarte, ¿verdad?

Harry se había quedado boquiabierto. Barbara volvió a reírse con aquel tono estridente e histérico que él ya le había oído anteriormente. Harry tuvo una visión de Bernie caminando entre risas por una calle de Madrid, con sus ojos verdes rebosantes de entusiasmo y picardía.

Sofía parecía perpleja.

– ¿Quién es Bernie? ¿Se refiere a aquel amigo tuyo que vino a combatir aquí?

– Sí. -Harry miró a Barbara a los ojos-. Dios mío, ¿es eso cierto?

– Vaya si lo es.

Sofía lo miraba con sus grandes ojos castaños llenos de emoción. «Maldita sea -pensó Harry-, lo he estropeado todo. Ahora no me perdonará mi manera de tratar a Barbara.»

– Eso es lo que hay -terminó diciendo Barbara-. Tengo que quedarme aquí hasta el sábado.

– Pero, aun así, podría dejar a este hombre -le dijo Sofía.

– No. Me buscaría, no me soltaría así, sin más. Se armaría un alboroto tremendo. Él no tiene que saberlo. -Apretó los labios-. Como se entere, es capaz de conseguir que sus amigos le hagan algo a Bernie, por despecho.

– ¿Y si usted encontrara a alguien que pudiera ir a Cuenca? -Sofía miró inquisitivamente a Harry-. ¿Nosotros, quizá?

Barbara la miró sorprendida.

– ¿Por qué ibas a correr este peligro? -dijo Barbara, pasando al tuteo.

– Porque significaría ayudar a alguien que luchó por nosotros. Y sería hacer algo contra estos miserables que ahora nos gobiernan. -Sofía miró a Harry-. Yo mantengo mis lealtades. Son importantes.

– No daría resultado -dijo Barbara-. Si apareciera un desconocido para reunirse con Luis, el ex guardia, éste echaría a correr; y bastante nervioso está ya. -Les reveló el plan, desde su primera entrevista con el periodista, en octubre. Ellos la escucharon en silencio. Al final, Barbara dijo en voz baja-: No, tendré que regresar junto a Sandy. Fingiré estar enferma, diré que tengo la gripe y pediré una habitación separada. A él le dará igual; seguramente, meterá a la chica en nuestra cama.

– Esta semana va a ser muy dura -dijo Harry-. Tener que fingir constantemente con Sandy.

– ¡Bien lo sabes tú! -contestó Barbara en tono airado-. Casi me da pena, ver cómo lo habéis tratado. -Lanzó un suspiro y se sostuvo la cabeza con las manos-. No, me equivoco -añadió más tranquila-. El se lo buscó -dijo, levantando la vista-. Creo que lo podré resistir, si con ello consigo sacar a Bernie de allí. -Volvió a mirar el periódico-. Fue la impresión que me llevé al enterarme de lo de este hombre, no me lo he podido quitar de la cabeza.

Sofía contemplaba las fotografías de la pared de su madre y su padre y de su tío, el cura.

– No tendrías que ir sola a Cuenca -le dijo-. Una extranjera sola llamará la atención. Es una ciudad muy apartada.

– ¿La conoces?

– Estuve allí muchas veces de niña. Nosotros somos de Tarancón, que está al otro lado de la provincia; pero tenía un tío allí. No tendrías que ir sola -repitió.

Barbara lanzó un suspiro.

– Ni siquiera tengo coche para ir, a no ser que me pueda llevar el de Sandy. Éste es el otro inconveniente.

– Ahí yo te podría echar una mano -dijo Harry-. Podría sacar un vehículo de la embajada.

– ¿Y eso no va contra las normas?

Harry se encogió de hombros. No le importaba. Si Bernie estuviera vivo…

Sofía se inclinó hacia delante.

– Harry y yo te podríamos llevar. Sí, seguro que daría resultado. Harry podría ser un diplomático que acompaña a dos amigas a una excursión. Un vehículo con matrícula diplomática.

Sofía lo miró. El corazón de Harry empezó a latir con fuerza. Pensó que aquello era una locura. Si los pillaban, Sofía se quedaba sin poder salir de España. A él y a Barbara los podrían expulsar, pero Sofía… La miró. Adivinó que ella quería que dijera que sí para redimirse. Y, en caso de que Bernie estuviera vivo, de que consiguieran sacarlo de allí… Se volvió para mirar a Barbara.

– ¿Estás segura de que Luis sabe lo que tiene entre manos?

– Claro que lo estoy -contestó Barbara con impaciencia-. ¿Crees que no lo he puesto todo en duda durante estas últimas semanas? Luis no es tonto, él y su hermano lo han preparado todo minuciosamente.

– Muy bien, pues -dijo Harry-, iré contigo. Pero tú no, Sofía; tienes demasiado que perder.

Barbara se sorprendió.

– ¿Y si la embajada se enterara? Te podrías meter en un buen lío, ¿verdad? Sobre todo, teniendo en cuenta… lo que has estado haciendo hasta ahora.

Harry respiró hondo.

– Que se vayan todos al carajo. Tú tienes razón, Sofía, en eso que has dicho acerca de la lealtad. Tú me has ayudado a perder muchas de mis viejas lealtades, ¿lo sabías?

La cólera se encendió en los ojos de Sofía.

– Las tenías que perder.

– Supongo que mi lealtad a Bernie es la más antigua de todas. -Harry meneó la cabeza-. Había oído rumores acerca de estos campos secretos.

Barbara fruncía el entrecejo por la concentración.

– Podríamos traer a Bernie en coche y dejarlo en una cabina telefónica cerca de la embajada. Entonces ellos enviarían a alguien a recogerlo, ¿verdad?

Harry lo pensó un momento.

– Sí, lo harían.

– El podría decir que un conductor lo había recogido en Cuenca y nadie tendría que saber que tú participaste en su rescate.

– Sí. Sí, podría dar resultado. -Harry lanzó un suspiro. Se enfrentaba con la posibilidad de perderlo todo, pero tenía que hacerlo. Por Sofía. Y por Bernie. Bernie, vivo…

– Yo también iré -dijo Sofía con determinación-. Os serviré de guía.

– No -dijo Harry, apoyando una mano en su brazo-. No, no debes hacerlo.

– Escúchame, Harry, será mucho menos peligroso si vamos todos juntos. Te lo digo yo, que conozco la ciudad. Podremos ir directamente adonde tenemos que ir sin consultar planos ni llamar la atención. -Sofía, piensa-Sofía se incorporó en su asiento. Su voz sonaba tranquila, pero ahora brillaba en sus ojos un extraño fulgor.

– Me sentía culpable por el hecho de abandonar mi país. No te lo había dicho, pero así era. Ahora, en cambio, se me ofrece la oportunidad de hacer algo. Algo contra ellos.

40

De vez en cuando, los hombres eran obligados a pasar una tarde en la iglesia viendo películas de propaganda. El año anterior habían visto una filmación del desfile de la victoria de Franco: cien mil hombres desfilando delante del Caudillo mientras los aparatos de la Legión Cóndor sobrevolaban la zona. Habían visto películas sobre el resurgimiento de España, sobre los batallones de las Juventudes Falangistas que contribuían a las labores del campo, sobre un obispo que bendecía la reapertura de unas fábricas en Barcelona. Y, más recientemente, habían visto la película de la entrevista en Hendaya en la que Franco, con el rostro radiante de felicidad, pasaba revista a una guardia de honor en compañía de Hitler.

El tiempo frío seguía en toda su intensidad. Los venados, en su desesperado afán de encontrar algo que comer, se acercaban al campo atraídos por el olor de la comida. Los guardias disponían de más carne de la que necesitaban y ahora disparaban contra los venados simplemente para matar el aburrimiento.

Los prisioneros entraron arrastrando los pies en la iglesia, alegrándose de poder disfrutar por lo menos del calor de la estufa. Se sentaron en unas duras sillas de madera, revolviéndose y tosiendo mientras un par de guardias colocaba debidamente el viejo proyector. Sobre la pared se había extendido una pantalla ante la cual Aranda permanecía de pie, enfundado en su uniforme impecablemente planchado, sosteniendo entre sus manos un ligero bastón mientras miraba con impaciencia al operador. Encogido en su chaqueta, Bernie se frotaba el hombro. Estaban a 9 de diciembre; faltaban cinco días para la fuga. Procuró no mirar a Agustín, que estaba de servicio en la entrada.

A una señal del operador, Aranda se adelantó sonriendo.

– Muchos de vosotros, los prisioneros extranjeros, estaréis deseando ver alguna imagen del mundo exterior. Así que nuestro Noticiario Español se enorgullece de presentar una película sobre los acontecimientos de Europa. -Señaló la pantalla con el bastón-. Os voy a ofrecer… Alemania Victoriosa.

«Es todo un actor -pensó Bernie-; todo lo que hace, desde esto hasta torturar a la gente, gira en torno al hecho de que él tiene que ser el centro del escenario.» Procuró que su mirada no se cruzara con la de Aranda, como llevaba haciendo desde su negativa a convertirse en confidente.

La película empezaba con un noticiario de las tropas alemanas entrando en Varsovia, pasaba a los tanques que cruzaban la campiña francesa y después a Hitler, contemplando París. Bernie jamás había visto nada de todo aquello; el alcance de lo ocurrido era aterrador. De repente, apareció en la pantalla la ciudad de Londres, humeante tras el bombardeo.

– Sólo Gran Bretaña no se ha rendido. Huyó del campo de batalla de Francia, y ahora Churchill espera malhumorado en Londres negándose a luchar y a rendirse con honor, en la creencia de que está a salvo porque Gran Bretaña es una isla. Pero la venganza llega desde el cielo y destruye las ciudades de Gran Bretaña. Ojalá Churchill hubiera seguido el ejemplo de Stalin y firmado una paz beneficiosa tanto para él como para Alemania.

Las imágenes pasaban de un Londres en llamas a un despacho donde el ministro de Asuntos Exteriores soviético Molotov permanecía sentado a un escritorio firmando un documento, mientras Von Ribbentrop sonreía y Stalin le daba una palmada en la espalda. La contemplación de todas aquellas imágenes le causó a Bernie una fuerte impresión. A menudo se había preguntado por qué razón Stalin había firmado el año anterior un pacto con Hitler -lo cual parecía una locura-, en lugar de unirse a los Aliados. Los comunistas decían que sólo Stalin conocía las realidades concretas y que había que confiar en su criterio, pero el hecho de verlo celebrar el pacto con Von Ribbentrop, a Bernie le había producido escalofríos.

– Pese a haber pactado con Alemania, Rusia no sólo ocupa la mitad de Polonia, sino que mantiene un floreciente comercio con Alemania y recibe divisas a cambio de materias primas.

Se mostraba la imagen de un enorme tren de mercancías controlado en una frontera y a unos soldados alemanes protegidos con cascos de acero que examinaban unos manifiestos de carga con unos rusos envueltos en gabanes. La filmación pasaba a ensalzar las hazañas alemanas en los países ocupados; la atención de Bernie se perdió mientras Vidkun Quisling daba la bienvenida en Oslo a una compañía de ópera alemana.

Aquella tarde, en la cantera, Bernie se había quejado ante Agustín de su diarrea. Había sido una prueba para dejar claro que tenía un problema.

– Entonces será mejor que te vayas a los arbustos -le había contestado Agustín, levantando la voz para que todos lo oyeran. Encadenó los pies de Bernie y lo acompañó al otro lado de la colina. Desde allí, el territorio descendía cuesta abajo y se podía contemplar un panorama de blancas y onduladas colinas. Era un día nublado y la luz ya empezaba a menguar.

Bernie miró a Agustín. Su rostro enjuto mostraba la expresión sombría y preocupada de siempre; pero sus ojos estudiaban el paisaje con perspicacia.

– Primero dirígete a aquel pliegue de la colina -le dijo Agustín en voz baja, señalándolo con el dedo-. Hay un camino que podrás distinguir a través de la nieve. Yo he estado por allí abajo en mis días libres. Verás unos cuantos árboles… escóndete entre ellos hasta que oscurezca. Después sigue recto cuesta abajo por los caminos de ovejas. Al final, llegarás a la carretera que bordea el desfiladero.

Bernie contempló el inmenso espacio nevado.

– Verán las huellas de mis pisadas.

– Puede que, para entonces, la nieve ya haya desaparecido. Y, aunque no fuera así, si te largas a última hora de la tarde, ellos no podrán iniciar una búsqueda como Dios manda antes de que oscurezca. Les va a ser más difícil seguir tus huellas. Los guardias enviarán a alguien al campo de abajo para dar la alarma; pero, para cuando Aranda haya enviado a una partida en tu búsqueda, tú ya estarás casi a punto de llegar a Cuenca.

Bernie se mordió el labio. Se imaginó corriendo cuesta abajo, el sonido de un disparo y a sí mismo desplomándose. El final de todo.

– Veremos cómo está el tiempo el sábado.

Agustín se encogió de hombros.

– Puede que ésta sea tu única oportunidad. -Consultó el reloj y miró muy nervioso alrededor-. Ya tendríamos que estar de vuelta. Estudia el paisaje, Piper. Si regresamos aquí por segunda vez antes del día acordado, es posible que a alguien le parezca raro. -Se volvió a echar el fusil al hombro y le dirigió a Bernie una triste mirada de angustia.

Bernie le sonrió con picardía.

– A lo mejor, piensan que nos estamos casando, Agustín. Agustín arrugó el entrecejo, indicándole con un brusco movimiento del fusil que regresara a la cantera.

La película seguía adelante, mostrando a unos ingenieros alemanes ocupados en la tarea de modernizar unas fábricas polacas. Los prisioneros despedían el húmedo olor propio de las personas que no se lavan. Algunos de ellos se habían quedado dormidos en medio del insólito calor que los envolvía, mientras que otros permanecían sentados con la mirada perdida en la distancia. Siempre ocurría lo mismo durante las películas de propaganda y las ceremonias en la iglesia: sensación de hastío, desdicha y malhumor. ¿Podía el padre Eduardo creer en serio que aquellas ceremonias tenían algún valor? Eran como las películas. Otra forma de venganza y de castigo. Bernie miró a Pablo, sentado unas sillas más allá en la fila. Desde la crucifixión, éste parecía más introvertido, tenía los ojos hundidos en las órbitas y le dolían mucho los brazos. A veces, parecía que ya se hubiera dado por vencido. Su expresión era la misma que la de Vicente hacia el final de su vida. Eulalio trataba a Pablo con sorprendente amabilidad. Le fallaban las fuerzas y había conseguido que éste le echara una mano en sus actividades cotidianas; Bernie dudaba de la eficacia de darle a Pablo algo que hacer para evitar que se hundiera en la depresión.

El padre Eduardo también se había sentido muy afectado por la crucifixión. Bernie lo había visto mirar a Pablo mientras éste cruzaba el patio cubierto de nieve, arrastrando penosamente los pies. El sacerdote se mostraba taciturno y preocupado, y su rostro reflejaba un profundo dolor mientras sus ojos seguían tristemente a Pablo. Ahora Bernie esquivaba al padre Eduardo, que se sentía todavía culpable de haber participado en su tormento; aunque, la víspera, el cura se había acercado a él en el patio después de pasar lista.

– ¿Cómo está Pablo Jiménez? -preguntó-. Comparte contigo la barraca.

– Nada bien.

El sacerdote miró a Bernie a los ojos.

– Lo siento muchísimo.

– Eso se lo tendría que decir a él.

– Ya lo hice. O, por lo menos, lo intenté; pero no me hizo caso.

Quería que tú también lo supieras. -El padre Eduardo se alejó arrastrando los pies, con la cabeza hundida entre los hombros como un anciano.

Se oyó un zumbido y un clic y la pantalla se quedó en blanco. Un guardia encendió las lámparas de petróleo y Aranda se situó ante ellos, con las manos cruzadas a la espalda y una sonrisa en los labios. «Se divierte humillándonos», pensó Bernie.

– Bueno, caballeros, ¿les ha impresionado la película? -preguntó-. Demuestra lo cobardes, miedicas y acojonados que están los comunistas. Prefieren firmar un tratado con sus enemigos, los alemanes, antes que luchar. Son tan poco combatientes como los holgazanes de los británicos. -Agitó el bastón que sostenía en la mano-. Vamos, quiero oír lo que pensáis. ¿Quién tiene algo que decir?

Responder a aquellos desafíos verbales era un juego muy peligroso. Aranda podía etiquetar cualquier respuesta que no le gustara como una insolencia e imponer el correspondiente castigo al hombre que la hubiera formulado. Pese a lo cual, Eulalio, sentado al lado de Pablo, se levantó dolorosamente de su asiento con la ayuda de su bastón. Ahora la piel de su rostro mostraba el color amarillento propio de la ictericia y contrastaba fuertemente con las rojas estrías de la sarna. Pero Eulalio jamás se daría por vencido.

– El camarada Stalin es más listo de lo que usted cree, mi comandante. -Su voz sonaba como un resuello y tuvo que hacer una pausa para respirar-. Espera a que las potencias imperialistas se desgasten con la guerra. Entonces, cuando el Imperio Británico y Alemania hayan combatido entre sí hasta quedar extenuados, los obreros de ambos países se levantarán y la Unión Soviética les prestará su apoyo.

Aranda estaba encantado. Contempló con una sonrisa en los labios el devastado rostro de Eulalio.

– Pero Gran Bretaña se encuentra al borde de la derrota, mientras que Alemania es más poderosa que nunca. No seguirán combatiendo hasta llegar a un punto muerto, sino que Alemania se alzará simplemente con la victoria. -Señaló con el bastón a Bernie-. ¿Qué piensa nuestro comunista inglés?

Ahora todo dependía de su capacidad de no meterse en líos. Bernie se levantó.

– No lo sé, mi comandante.

– Tú ya has podido deducir de la película que Gran Bretaña no se enfrentará en buena lid a Alemania. Tú no esperas que los combates se prolonguen hasta que las clases dominantes de Gran Bretaña y Alemania se destruyan entre sí como ha dicho tu camarada, ¿verdad? -Eulalio se volvió para mirarlo con expresión desafiante. Bernie no dijo nada. Aranda sonrió y, después, para alivio de Bernie, le hizo señas de que volviera a sentarse-. Los británicos saben que serán derrotados, por eso se quedan en casa. Pero la primavera que viene, el canciller Hitler invadirá el país y todo habrá terminado. -Aranda miró con una sonrisa a los prisioneros-. Y entonces, ¿quién sabe?, quizá dirija su atención a Rusia.

Más tarde, en la barraca, Bernie estaba tumbado en su jergón, meditando. La gruesa capa de nieve llevaba varias semanas cubriendo la tierra. Aquella situación no podía prolongarse por mucho tiempo. Pero sólo faltaban cinco días. Oyó el golpeteo de un bastón y levantó la vista. Ahora Eulalio no podía caminar sin ayuda, y Pablo le sujetaba el otro brazo. Se detuvo al pie del jergón y miró a Bernie con los ojos tan vivos y penetrantes como siempre bajo la luz de la vela, la única parte de su cuerpo que no se había encogido ni había sido devorada por la enfermedad.

– Esta noche apenas has tenido nada que decirle al comandante, Pipen

– De nada sirve discutir con locos.

– Gran Bretaña sigue combatiendo en el mar. Sigue siendo un poderoso enemigo para Alemania.

– Así lo espero.

– Porque Gran Bretaña y Alemania pueden acabar debilitándose la una a la otra hasta el extremo de que los trabajadores se sientan con ánimos para sublevarse, ¿no crees? Ya has visto cómo el camarada Stalin ha engañado a Alemania, haciéndole creer que es amigo suyo.

– Si se hubiera unido a Francia y Gran Bretaña el año pasado, puede que Alemania hubiera sido derrotada.

– ¿O sea que estás de acuerdo con Aranda en que el camarada Stalin es un cobarde?

– No sé por qué firmó el pacto. Y tú tampoco lo sabes.

– Tiene razón. Ésta es una guerra imperialista.

– Es una guerra contra el fascismo. Por eso combatí en el treinta y seis. Vete, Eulalio, no quiero discutir con un enfermo.

Bernie miró a Pablo. Tenía el rostro contraído por el dolor y mantenía una mano apoyada en la barandilla de la litera, mientras con la otra sujetaba a Eulalio.

– Algún día -dijo Eulalio en un sereno susurro-, cuando los soviéticos hayan ganado, lamentarás no haber conservado la fe. Yo no estaré allí para denunciarte como enemigo de la clase obrera, pero otros sí lo harán. -Señaló a Pablo con un brusco movimiento de la cabeza-. Esta gente conservará mi memoria.

– Sí, camarada. -Bernie se levantó del jergón. Tenía que acabar con aquella situación como fuera-. Disculpa, tengo que ir a mear.

Se encaminó hacia la puerta y dobló la esquina de la barraca para hacer sus necesidades. Contempló a través de la alambrada de púas el paisaje blanco del otro lado. «Que no salga la luna esa noche», pensó. De pronto, se sobresaltó y estuvo casi a punto de lanzar un grito al percibir una mano en su hombro. Giró en redondo. Era Agustín.

– ¿Qué coño estás haciendo? -le preguntó en un susurro áspero.

– Llevo una hora esperando, a ver si sales. -Agustín respiró hondo-. Han cambiado los turnos. Me han obligado a librar el sábado. No lo podremos hacer.

41

Hillgarth y Tolhurst tenían que estar en el apartamento de Harry a las siete, mientras que Sandy se presentaría allí a las siete y media. Al decirle a Harry que él acompañaría a Hillgarth, el rostro de Tolhurst se había iluminado de orgullo.

– El capitán me ha pedido que esta vez le eche una mano porque yo lo sé todo al respecto -explicó, hinchándose como un pavo, como si a Harry le importara.

Cuando a última hora de la tarde Harry regresó a casa desde la embajada, en el apartamento hacía un frío espantoso. No había vuelto a nevar, pero quedaban una espesa capa de escarcha y varios dedos de hielo en la ventana. Encendió el brasero, se dirigió a la cocina y depositó las llaves en el platito donde solía dejarlas. Las llevaba en el abrigo y el metal estaba frío. Recordó un verso de Ricardo III, en cuya producción teatral escolar había participado. La escena en la que Gloucester quiere asegurarse de que el duque de Clarence ha muerto y le responden que el duque está «más frío que una llave».

Fue al salón y enderezó una acuarela torcida en la pared. La espera era lo peor. Habría que esperar mucho entre aquel momento y el sábado en que se irían a Cuenca.

La estancia conservaba el leve aroma del perfume de Sofía. Era curioso que el perfume oliera a almizcle cuando hacía calor y despidiera un aroma intenso y penetrante cuando el tiempo era frío. La víspera, ambos habían permanecido casi todo el rato sentados, hablando del rescate. Lo que iban a hacer era un delito muy grave. En caso de que los descubrieran, él disfrutaría de inmunidad diplomática y Barbara de protección; pero Sofía era española, lo cual podría significar una larga sentencia de cárcel. Harry se había pasado media velada tratando de disuadirla de que los acompañara, pero ella se había mostrado inflexible.

– Bastante peligro corrí durante el sitio -dijo-. Si voy a abandonar mi país, que por lo menos pueda hacer una buena obra y rescatar a una persona.

– Bernie es importante para mí… no podría hacer otra cosa. Pero tú no le debes nada.

– Yo estoy en deuda con todas las personas que vinieron a ayudar a la República. Quiero hacer algo antes de irme -dijo, sonriendo con tristeza-. ¿Te suena muy romántico, muy español y muy estúpido?

– No, no. Es una cosa muy limpia.

Se preguntó, por un instante, si ella querría ver si él también era capaz de hacer algo limpio después de las sucias actividades en las que se había visto implicado y de todas las traiciones que había cometido. Harry le había dicho a Barbara que la ayudaría; en parte, porque el corazón le había dado un vuelco de alegría en el pecho al enterarse de que Bernie estaba vivo y, en parte, para compensar sus mentiras, pero también para demostrarle a Sofía que era capaz de hacer una buena obra. Algo había cambiado entre ellos; un ligero alejamiento por parte de Sofía y un leve titubeo por la suya que sólo un amante habría podido detectar.

Ella, en cambio, no había vacilado al manifestarle él su intención de casarse en la embajada. Sería una ceremonia civil porque él no era católico, pero la embajada podía celebrar una boda de acuerdo con la legislación inglesa. Tolhurst había soltado alguna que otra palabrita en determinados departamentos y había allanado el terreno.

– Lo único que me preocupa -dijo Harry- es saber si Barbara será lo bastante fuerte para resistirlo.

– Yo creo que sí. Hasta ahora lo ha llevado todo ella sola. Este Bernie debe de ser alguien muy especial. Casi todos los comunistas españoles eran mala gente.

– Era mi mejor amigo. Bernie nunca te dejaba en la estacada, era más fuerte que una roca. -«No como yo», pensó Harry-. No sabes con cuánta firmeza defendía su socialismo. -Rió por lo bajo-. Y eso no estaba nada bien visto en Rookwood, te lo aseguro. -Sonrió con ironía-. No conviene que Paco estudie en una de esas escuelas privadas. O bien te rebelas o bien te dejan convertido en un sonámbulo para toda la vida.

El estridente sonido del timbre de la puerta despertó a Harry de sus ensoñaciones. Hillgarth y Tolhurst estaban en la puerta, tocados con unos sombreros de paño y envueltos en gruesos abrigos. Debajo, vestían unos elegantes trajes de calle. Hillgarth se frotó las manos.

– Por Dios bendito, Brett, pero qué frío hace aquí.

– Tarda un poco en calentarse. ¿Les apetece tomar algo?

Preparó whisky para Hillgarth y brandy para Tolhurst y para él. Consultó el reloj: las siete menos cuarto. Tolhurst se sentó muy nervioso en el sofá. Hillgarth se puso a pasear por la estancia, estudiando los cuadros.

– ¿Son de la embajada?

– Sí, no había nada en las paredes cuando vine.

– ¿Encontraste algún recuerdo del comunista que había vivido aquí? -Tolhurst sonrió-. ¿Alguna consigna de Moscú en la parte de atrás de las sillas?

– No, nada de todo eso.

– Seguro que los de Franco lo limpiaron a conciencia. Por cierto, han dejado de seguirte, ¿verdad?

– Sí. Desde hace unas semanas.

– Debieron de llegar a la conclusión de que eras demasiado jovencito. -Santo Dios, pensó Harry, la de cosas que les estaba ocultando; y eso no era nada comparado con lo que iba a hacer el sábado. No tenía que pensar en ello, tenía que conservar la cabeza fría. Fría como una llave-. Por cierto -dijo Tolhurst-, tu prometida tiene que ir mañana a la embajada para una entrevista. Sólo para un examen político, para asegurarnos de que no es una agente de Franco. Te puedo asesorar sobre lo que tendrá que decir.

– De acuerdo. Te lo agradezco.

– El chiquillo no planteará ningún problema, seguramente -añadió Tolhurst-; pero ella tendrá que demostrar que lo ha tenido a su cargo. -Miró a Harry con su habitual cara de lechuza.

– Recoge sus raciones de alimentos y lo lleva haciendo desde hace un año y medio.

Tolhurst asintió con la cabeza.

– Creo que eso bastará.

Hillgarth miró a uno y a otro, sosteniendo la copa en sus manos.

– Tendría usted que estarle muy agradecido a Tolly, Brett. Media tarde de ayer se la pasó en el departamento de inmigración.

Volvió a escucharse el agudo sonido del timbre. Por un segundo, los tres permanecieron en silencio como haciendo acopio de todos sus recursos. Después, Hillgarth dijo:

– Vaya a abrir, Brett.

Con una sonrisa en los labios, Sandy esperaba en la puerta en posición relajada.

– Hola, Harry. -Miró por encima del hombro de éste-. ¿Ya están aquí?

– Sí, pasa.

Lo acompañó al salón. Sandy saludó a Hillgarth y Tolhurst con una inclinación de cabeza y luego miró alrededor.

– Bonito apartamento. Veo que tienes unos cuantos cuadros ingleses.

Hillgarth se le acercó y le tendió la mano.

– Soy el capitán Alan Hillgarth. Le presento a Simón Tolhurst.

– Encantado de conocerles.

– ¿Qué vas a tomar, Sandy? -le preguntó Harry.

– Whisky, por favor. -Observó la botella del aparador-. ¡Ah!, veo que tienes Glenfiddich. No sé si tu proveedor es el mismo que yo tengo. ¿Un pequeño local dedicado al mercado negro detrás del Rastro?

– Más bien suministros de la embajada -explicó Hillgarth-. Directamente de Inglaterra. Ventajas del oficio.

– Comodidades hogareñas, ¿eh? -Sandy miró a Harry con su ancha sonrisa de siempre mientras éste le ofrecía el vaso.

Harry se revolvió inquieto en su fuero interno.

– ¿Nos sentamos? -preguntó Hillgarth.

– Por supuesto. -Sandy se sentó y le ofreció la pitillera de plata a Hillgarth. Después, se reclinó en su asiento-. ¿En qué puedo servirlo?

– Lo hemos estado vigilando, Forsyth -dijo Hillgarth en tono pausado-. Estamos al corriente de su participación en la mina de los alrededores de Segovia; sabemos que es un gran proyecto y que usted ha tenido problemas con el comité del general Maestre. Creemos que su sector monárquico quiere arrebatarle el control de este importante recurso a los falangistas del Ministerio de Minas.

El rostro de Sandy se quedó en blanco mientras éste miraba a Hillgarth. Harry pensó: «Sandy se dará cuenta de que todo esto sólo se habrá podido averiguar a través de mí.» Hillgarth lo tendría que haber advertido de que irían directamente al grano.

– Las acciones de su empresa, Nuevas Iniciativas -añadió Hillgarth, mirando a Sandy a los ojos-, están bajando.

Sandy se inclinó hacia delante, sacudió cuidadosamente la ceniza de su cigarrillo en el cenicero, volvió a reclinarse en su asiento y enarcó una ceja.

– Eso es para usted el mercado bursátil.

– Y, como es natural, las cosas se habrán complicado considerablemente tras descubrirse el cadáver del teniente Gómez.

Sandy mantuvo un semblante inexpresivo y no dijo nada. Fueron sólo unos segundos, pero parecieron durar una eternidad. Después, miró a Tolhurst antes de volverse para mirar nuevamente el rostro de Hillgarth.

– Veo que está usted muy bien informado -dijo en un pausado susurro-. ¿O sea que Harry me ha estado espiando? ¿Mi viejo compañero del colegio? -Se volvió muy despacio para mirar a Harry. Sus grandes ojos castaños reflejaban una profunda tristeza-. Lo has estado fisgoneando todo, ¿verdad?

– La información es correcta, ¿no es cierto? -lo interrumpió Hillgarth.

Sandy se volvió para mirarlo.

– Una parte podría serlo.

Hillgarth se inclinó hacia delante.

– No juegue conmigo, Forsyth. Muy pronto va a necesitar un refugio. Si el Estado se hace cargo de la explotación de la mina, se quedará usted sin un céntimo. Incluso alguien podría acusarlo del asesinato de Gómez.

Sandy inclinó la cabeza.

– Yo no tengo la culpa de que a algunas de las personas con quienes trabajo se les fuera la mano.

– Nuestra fuente nos dice que usted fue el instigador.

Sandy ingirió un buen trago de whisky sin mediar palabra. Hillgarth se reclinó contra el respaldo de su asiento. Tolhurst se había pasado todo el rato mirando con cara de lechuza a Sandy. Si con ello pretendía ponerlo nervioso, su propósito falló… Sandy ni siquiera pareció darse cuenta.

– Todo eso está fuera de nuestra jurisdicción -añadió Hillgarth, agitando una mano-. Pero la verdad es que tampoco nos interesa. Simplemente queríamos decirle que, si se encuentra usted en dificultades, quizá podría considerar la posibilidad de cambiar de actividad. Y trabajar para nosotros.

– ¿Qué clase de trabajo sería?

– Espionaje. Lo devolveríamos a Inglaterra. Pero, primero, nos lo tendría que decir todo acerca de la mina. Para eso enviamos a Brett. ¿Qué extensión tiene; cuánto falta para iniciar la producción? ¿Otorgará a España las reservas de oro necesarias para adquirir productos alimenticios en el extranjero? De momento, el país depende de nuestros préstamos y de los de Estados Unidos, lo cual nos permite ejercer cierta presión.

Sandy asintió muy despacio.

– ¿O sea que, si les dijera todo lo que sé sobre la mina, me sacarían ustedes de aquí?

– Sí. Lo enviaríamos a Inglaterra y, si usted quisiera, lo adiestraríamos y lo enviaríamos a trabajar a algún otro sitio en el que sus conocimientos pudieran resultar útiles. Tal vez a Latinoamérica. Creemos que el lugar podría ser muy indicado para usted. La paga sería buena. -Hillgarth se inclinó levemente hacia delante-. Si se encuentra a gusto con su trabajo de aquí, perfecto. Pero, si quiere salir, primero tendremos que averiguarlo todo acerca de la mina. Lo que se dice todo.

– ¿Es una promesa?

– Lo es.

Sandy ladeó la cabeza mientras movía el vaso que sostenía en la mano para agitar su contenido. Hillgarth añadió en tono tranquilo y reposado:

– De usted depende. Puede asociarse a nosotros o regresar a su mina de oro. Pero el juego es muy peligroso, por rentable que pueda haber parecido al principio.

Para asombro de Harry, Sandy echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

– Me has estado espiando y no te has enterado. Es para troncharse. Jamás lo adivinaste.

– ¿Qué? -preguntó Harry, perplejo.

– ¿Qué? -repitió Sandy, imitando su tono de voz-. ¿Sigues estando un poco sordo o la historia no era más que una tapadera?

– No -contestó Harry-. Pero ¿qué quieres decir? ¿Adivinar el qué?

– Pues que no hay ninguna mina de oro -contestó Sandy en un suave susurro teñido de un ligero tono de desprecio-. Nunca la hubo.

Harry se incorporó bruscamente en su asiento.

– Pero yo la vi.

Sandy miró a Hillgarth y no a Harry cuando contestó.

– Vio una extensión de territorio, un poco de material y unas cabañas. Bueno, el terreno es del tipo que podría contener yacimientos de oro, sólo que no los contiene. -Soltó otra carcajada y meneó la cabeza-. ¿Alguno de ustedes ha oído hablar alguna vez de eso que se llama aplicación de sal?

– Yo sí -dijo Hillgarth-. Se toma una muestra de un determinado tipo de terreno y se colocan en ella unos granos de oro, para que parezca mineral de oro. -Se quedó boquiabierto-. Dios bendito, ¿eso es lo que han estado haciendo?

Sandy asintió con la cabeza.

– Ni más ni menos. -Sacó otro cigarrillo-. Casi merece la pena haber sido traicionado por Brett para ver la cara que ustedes ponen ahora.

– Yo también he trabajado en el sector de la minería -dijo Hillgarth-. La aplicación de sal es una tarea difícil, hay que ser un experto geólogo para eso.

– Cierto. Tanto como mi amigo Alberto Otero. Trabajó en África del Sur y me contó algunos de los malabarismos que se han hecho por allí. Yo sugerí la posibilidad de hacer lo mismo en España, donde el Gobierno anda buscando desesperadamente oro y el Ministerio de Minas está lleno de falangistas que tratan de aumentar su influencia. Descubrió el lugar apropiado y compramos la tierra. Ya he conseguido establecer algunos contactos útiles con el ministerio.

– ¿Se refiere a De Salas? -preguntó Tolhurst.

– Sí, De Salas. Tuvo muchas dificultades para mantener a raya a Maestre. El también cree que la mina es auténtica y que servirá para que España se convierta en un gran país fascista. -Sandy se volvió para mirar a Hillgarth con una sonrisa en los labios-. En nuestros laboratorios mezclamos polvo de oro de excelente calidad con la llamada «mena» y después lo enviamos todo a los laboratorios del Gobierno. Llevamos seis meses haciéndolo. Ellos siguen pidiendo más muestras y nosotros se las proporcionamos.

Hillgarth entornó los párpados.

– Necesitarían ustedes una considerable cantidad de oro para poder hacerlo. El precio en el mercado negro es muy elevado. Cualquier compra importante sería objeto de comentario.

– No, si formas parte de un comité que ayuda a unos pobres y desgraciados judíos a huir de Francia. A éstos sólo les está permitido traer lo que puedan llevar en su equipaje de mano, y la mayoría trae oro. Nosotros nos quedamos con él a cambio de visados para Lisboa; después, Alberto lo funde y lo convierte en minúsculos granos de oro.

Tenemos todo el oro que necesitamos y nadie se entera. En realidad, lo de los judíos fue idea mía. -Exhaló una nube de humo-. Cuando supe que los judíos de Francia se estaban trasladando a Madrid para huir de los nazis, pensé que quizá los podría ayudar. Es probable que Harry no se lo crea, pero yo me compadecía de ellos, de esa gente a la que parece que nunca le sale nada a derechas y siempre anda errante por el mundo. Pero, para conseguirles visados, necesitaba dinero y lo único que ellos tenían era oro. Eso me indujo a comentarle a Otero el sempiterno valor del oro que siempre hace que a la gente se le iluminen los ojos de codicia. De ahí surgió toda la idea.

Sandy miró con una sonrisa a Hillgarth, todavía reacio a mirar a Harry.

O sea que todo había sido un engaño, pensó Harry. Todo aquello, el trabajo, las traiciones y la muerte de Gómez no habían servido de nada. Pura prestidigitación.

Hillgarth se pasó un buen rato mirando a Sandy. Después, soltó una sonora risotada.

– Dios bendito, Forsyth, pero qué listo es usted. Ha tenido engañado a todo el mundo. -Sandy inclinó la cabeza-. ¿Qué pensaba hacer? ¿Esperar a que las acciones de la compañía subieran lo suficiente para después endilgárselas a alguien y desaparecer?

– La idea era ésta. Pero alguien del Ministerio de Minas ha estado haciendo correr la voz de que es muy probable que la empresa sea adquirida por otra. Su táctica más reciente para hacerse con el control. Un puñado de taimados cabrones. -Sandy volvió a reírse-. Sólo que los pobres no saben que no van a controlar nada, simplemente un par de fincas inservibles. Pero entonces va Maestre y nos coloca un espía. Tenía las llaves de todos los despachos… a poco listo que fuera, habría acabado descubriendo la verdad.

– O sea que podía usted llegar a quedarse sin un céntimo. -Los ojos de Hillgarth eran duros como piedras-. Y puede que con precio sobre su cabeza.

– En cualquier momento. O bien apuñalado en una oscura callejuela. No me gusta tener que vigilarme constantemente la espalda.

– Ha estado jugando a un juego muy peligroso.

– Sí. Pensé que Harry podría ser una ventaja. -Seguía sin querer mirar a Harry-. Sabía que tenía dinero y que, si invirtiéramos más dinero y compráramos más tierras, seríamos más fuertes y resultaría más difícil comprarnos nuestra parte. Harry también habría obtenido unos buenos beneficios. Yo me habría encargado de que así fuera y le habría aconsejado cuándo vender. Después, cuando nos enteramos de lo de Gómez, temimos que éste hubiera averiguado que todo era una impostura; pero no fue así, pues no ocurrió nada más. Gómez no era muy listo. Pero Maestre sigue urdiendo intrigas para apoderarse del oro. Ya es hora de dejarlo. -Finalmente, Sandy se volvió para mirar a Harry. Su rostro inexpresivo estaba lleno de rabia y dolor-. Yo confiaba en ti, Harry, eras la última persona del mundo en quien todavía confiaba. -Esbozó una leve sonrisa-. Pero no importa. Todo se ha resuelto de la mejor manera. -Se reclinó un momento contra el respaldo de su asiento con semblante pensativo. Harry observó una ligera sacudida espasmódica por encima de su ojo izquierdo. Estaba avergonzado, demasiado avergonzado para contestar, a pesar de lo que Sandy había hecho. Sandy miró de nuevo a Hillgarth-. Usted es el Alan Hillgarth que escribía novelas de aventuras, ¿verdad?

– Pues sí.

– Y ahora lo hace en la vida real, ¿eh? Yo leía sus libros en el colegio. Es como yo, le gusta la aventura. -Hillgarth no contestó-. Sólo que usted daba un toque romántico a las cosas. ¿Recuerda aquella novela cuyo argumento transcurría en el Marruecos español? No mostraba cómo eran realmente las guerras coloniales. La violencia.

Hillgarth lo miró sonriendo.

– Lo que realmente ocurría no habría superado la censura.

Sandy asintió con la cabeza.

– Creo que tiene usted razón. Hay censores por todas partes, ¿verdad? Unos censores que nos hacen creer que el mundo es mejor y más seguro de lo que realmente es.

– Volvamos a los negocios, Forsyth. Creo que usted nos podría seguir siendo muy útil. ¡Qué barbaridad!, alguien capaz de montar semejante malabarismo. Pero, si lo sacamos de esta apurada situación, tendrá que aceptar nuestras condiciones. Para empezar, todo esto se lo tendría que revelar a ciertas personas de Londres. Lo escoltaremos en su vuelo de regreso. ¿Lo ha entendido?

Sandy dudó un instante, pero después inclinó la cabeza.

– Perfectamente.

– Muy bien, pues. Preséntese en la embajada mañana a las diez. Está viviendo con una inglesa, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Qué sabe ella acerca de la mina?

Sandy esbozó una cínica media sonrisa.

– Nada. Nada en absoluto. -Volvió a mirar a Harry-. Barbara es una pardilla, ¿verdad, Harry?

Hillgarth soltó un gruñido.

– Le tendrá que decir por qué regresa a Inglaterra.

– Bueno, supongo que le encantará regresar a casa. Además, dudo mucho que sigamos demasiado tiempo juntos. No es un factor que debamos tener en cuenta.

– Bien. -Hillgarth se levantó y miró a Sandy.

– Eso es todo de momento. Creo que tiene madera para convertirse en un buen agente, Forsyth. -Lo miró sonriendo-. Pero no nos vaya a tomar el pelo.

Sandy inclinó la cabeza, se levantó y le tendió la mano a Hillgarth. Éste se la estrechó.

– ¿Y qué hará con su casa? -preguntó Tolhurst.

– La había alquilado a uno de los ministerios. En realidad, el alquiler es gratuito. -Sandy le tendió la mano a Tolhurst, el cual se la estrechó tras un leve titubeo. Harry también se levantó. Sandy lo miró un instante, después dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Tolhurst lo acompañó.

Hillgarth miró a Harry.

– Es frío como un témpano. El trabajo que nos ha costado esta mina. Supongo que no nos habrá mentido, ¿verdad?

– Creo que ha dicho la verdad -contestó Harry en un susurro.

– Sí. Si todo este maldito montaje hubiera sido verdad, habría sido un tira y afloja tremendo y él lo hubiera aprovechado. Supongo que por eso ha confesado de inmediato que era falso. Probablemente ha pensado que era sólo cuestión de tiempo que se descubriera la verdad. -Hillgarth reflexionó un momento.

Tolhurst regresó a la estancia y se sentó.

– Sir Sam se pondrá furioso, señor. Tantos medios malgastados, la enemistad de Maestre, y todo por una mina que jamás existió. ¡Dios mío!

– Sí, tendré que buscar el momento oportuno para decírselo. -Hillgarth meneó la cabeza y después se echó a reír-. Mira que engañar al mismísimo Franco. Pero bueno, hay que reconocer que Forsyth tiene un par de cojones. -Por primera vez, miró amablemente a Harry-. Siento haber tenido que destapar su papel, pero no había más remedio para poder hablar de la mina.

Harry vaciló momentáneamente y después dijo:

– No se preocupe, señor, ya nada me sorprende; ya ni siquiera me sorprende la cuestión de los Caballeros de San Jorge, eso de que el Gobierno estuviera dispuesto a sobornar en masa a los monárquicos.

– Harry -dijo Tolhurst avergonzado, mientras Hillgarth arqueaba las cejas. Pero Harry siguió adelante, todo había terminado y ya nada le importaba.

– Lo único que me pregunto es por qué había que sobornarlos -añadió con amargura-. No quieren combatir en una guerra contra nosotros y saben que a nosotros nos importa un carajo lo que le hagan a la gente de aquí.

Harry pensaba que Hillgarth iba a perder los estribos y, en parte, lo deseaba; pero el capitán se limitó a esbozar una sonrisita de desprecio.

– Váyase, Brett. Arregle las cosas con su novieta y después ya puede regresar a casa. Deje España en manos de quienes saben lo que hay que hacer.

42

Aquella tarde Barbara se quedó en casa cuidándose un resfriado. Lo tenía de verdad… lo había pillado la víspera y, con la nariz que no paraba de gotearle y los ojos enrojecidos, no le había sido difícil exagerar los síntomas y simular que tenía la gripe. Había apuntado la posibilidad de dormir en uno de los dormitorios de reserva para minimizar el riesgo de contagiárselo a Sandy y éste se había mostrado de acuerdo. Se le veía más preocupado que nunca y ahora casi ni prestaba atención a lo que ella decía.

Le había comentado que no regresaría a casa hasta muy tarde y ella se había pasado todo el rato en la cama, fingiendo tener la gripe también con Pilar. Puso la radio, tratando de sintonizar con la BBC; pero la recepción era mala. Después se sentó junto a la ventana y contempló la calle cubierta de nieve. El ambiente era indudablemente más cálido y el agua de la nieve goteaba desde las ramas de los árboles. Una franja de verdor ya había asomado bajo el olmo del jardín de la parte anterior de la casa. Experimentó una oleada de alivio. En caso de que desapareciera la nieve, el rescate de Bernie sería más fácil.

Al día siguiente, acudiría con Harry y Sofía a su última reunión con Luis. Habían acordado que ella se reuniría primero con él; pues Barbara temía que, si ella se presentara con otras dos personas, Luis huyera despavorido. Cuando ella le hubiera explicado la situación a Luis, aparecerían los otros. No veía ningún motivo para que él pusiera reparos. Sofía tenía razón: el hecho de tenerlos a ella y a Harry a su lado no podía sino aumentar sus posibilidades de éxito. Les estaba muy agradecida, pero, al mismo tiempo, se sentía traicionada por Harry; qué cuestiones tan complejas habían resultado ocultarse bajo aquella superficie tan aparentemente tranquila.

Sus reflexiones quedaron interrumpidas por una llamada con los nudillos a la puerta del dormitorio. Se levantó de un brinco y cerró la ventana. Mientras se acercaba a la puerta, se sonó ruidosamente la nariz y trató de adoptar la fatigada expresión de una inválida. Pilar estaba fuera con su enfurruñado rostro de costumbre y un cabello más rizado que nunca asomando por debajo de la pequeña cofia.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, señora?

– Claro que sí. Pase -dijo Barbara en tono cortante. La chica no podía esperar otra cosa; ni ella ni Sandy se habían molestado en ocultar lo que estaban haciendo. Barbara permaneció de pie en el centro de la estancia, frente a Pilar-. ¿Qué ocurre?

Pilar entrelazó las manos delante de su blanco delantal. Sus ojos reflejaban una cólera malhumorada. «Las personas siempre aborrecen a aquellos a quienes han ofendido», pensó Barbara. Suponía que eso permitía mantener a raya el remordimiento.

– Quería anunciarle mi despedida, señora.

Fue una sorpresa.

– Ah, ¿sí?

– Me gustaría irme a finales de la semana que viene, si a usted le parece bien.

No era mucho tiempo para buscar a otra persona, pero Barbara estaría encantada de no volver a verle el pelo. La asistenta externa ya se las arreglaría. Se preguntó qué habría ocurrido. ¿Pilar se habría peleado con Sandy?

– Esto es muy precipitado, Pilar.

– Sí, señora; mi madre se ha puesto enferma en Zaragoza y tengo que ir a cuidarla.

Era una mentira descarada. Barbara sabía que los padres de la chica eran madrileños. No pudo resistir la tentación de soltarle un alfilerazo.

– Espero que no se haya sentido a disgusto trabajando para mi marido y para mí.

– No, señora -contestó Pilar, sin dejar de mirarla con sus enfurecidos ojos semientornados-. Mi madre se ha puesto enferma en Zaragoza -repitió.

– En tal caso, tiene que reunirse con ella. Váyase esta misma noche, si quiere. Le pagaré hasta el final de la semana.

Pilar pareció tranquilizarse.

– Se lo agradezco, señora, me iría muy bien.

– Vaya a hacer la maleta, que yo mientras tanto le preparo el dinero.

– Gracias. -Pilar hizo una reverencia y abandonó rápidamente la estancia. Barbara tomó la llave del escritorio donde guardaba el dinero. «Que se vaya con viento fresco», pensó.

Pilar hizo la maleta y se fue en menos de una hora. Desde la ventana, Barbara la vio alejarse subiendo por el camino con su pesada y maltrecha maleta, mientras sus zapatos dejaban unas profundas huellas marcadas en la nieve que se fundía rápidamente. Se preguntó adonde iría la chica. Bajó a la cocina. Estaba hecha un desastre, con los platos amontonados en el fregadero y el suelo sin barrer. Barbara pensó que debería haber hecho algo al respecto, pero no quiso molestarse. Se quedó allí sentada, fumando un cigarrillo mientras contemplaba con indolencia la caída de la noche. Después, para pasar el rato, preparó un cocido para la cena.

Ya eran más de las diez cuando oyó las pisadas de Sandy. Éste entró en el salón. Barbara subió muy despacio los peldaños del sótano, confiando en poder llegar a su habitación sin que Sandy la oyera, pero él la llamó a través de la puerta entornada del salón.

– Barbara, ¿eres tú?

Se detuvo en los peldaños.

– Sí.

– Sube un momento. -Se encontraba junto a la chimenea apagada, fumando con el abrigo y el sombrero todavía puestos-. ¿Cómo estás? -preguntó. Parecía un poco bebido. Sus apagados ojos reflejaban una tristeza que ella jamás había visto anteriormente.

– Aún no se me ha pasado el resfriado.

– Hace mucho frío en esta habitación. ¿Por qué no ha encendido Pilar la chimenea?

Barbara respiró hondo.

– Pilar se ha ido, Sandy. Ha subido a verme esta tarde para anunciarme que se iba. Su madre se ha puesto enferma en Zaragoza, o eso me ha dicho.

Sandy se encogió de hombros.

– En fin. -Miró a Barbara-. He estado con ciertas personas de la embajada británica. Y después me he ido a tomar una copa.

– ¿Y eso por qué? -Naturalmente, ya lo sabía. Harry le había dicho que lo querían reclutar.

– Siéntate -le dijo Sandy. Ella se sentó en el borde del sofá. Sandy encendió otro cigarrillo-. Dime una cosa, cuando te reunías con Brett, ¿él te hizo alguna vez preguntas sobre mí? ¿Sobre mi trabajo?

«¡Oh, Dios mío! -pensó ella-, sabe lo de Harry. Por eso lo llama Brett.»

– Algunas veces cuando venía al principio. Poco podía yo decirle.

Sandy asintió con expresión pensativa y después dijo:

– Harry no es un traductor en absoluto, sino un espía. Ha estado espiando mis actividades empresariales por cuenta del maldito servicio secreto.

Barbara fingió sorprenderse.

– ¿Cómo? ¿Seguro que no te equivocas? ¿Y por qué te iba a espiar?

– Yo estaba implicado en un proyecto importante. -Sandy meneó la cabeza con semblante enfurecido-. Pero ahora eso ya terminó. Estoy acabado.

– ¿Cómo? Pero ¿por qué?

– Tenía demasiados enemigos. Los jefes de Brett me ofrecen un salvavidas, pero… Harry me engañó. Debería haberme dado cuenta -dijo, hablando más consigo mismo que con ella-. Debería haber permanecido alerta. Pero yo confiaba en él. Y, probablemente, ellos lo sabían.

– ¿Quiénes? ¿Quién lo hizo?

– ¿Cómo dices? Pues sus jefes, los taimados fisgones. -Volvió a menear la cabeza-. Debería haberme dado cuenta. Debería haberme dado cuenta. No hay que bajar nunca la guardia -murmuró-, no hay que confiar nunca en nadie. -Sus ojos estaban desenfocados y Barbara creyó ver en ellos el atisbo de unas lágrimas.

– ¿Estás seguro de que es eso? -preguntó Barbara-. ¿Por qué… por qué iba él a espiarte?

– Él mismo me lo dijo. -Sandy hablaba en tono pausado y sin la menor inflexión en la voz-. O más bien me lo dijeron sus jefes delante de él. Comprendí que no quería que yo lo supiera. Ellos se habían estado interesando por mis actividades empresariales. Y ahora quieren que trabaje para ellos. -Meneó una vez más la cabeza-. El goteo de información y las normativas y la quejumbrosa hipocresía. Y las bombas. Eso si no me meten entre rejas o me rematan de un golpe en la cabeza cuando regrese a casa. Con escolta. -Miró inquisitivamente a Barbara-. Tú quieres volver, ¿verdad?

– Sí -contestó ella con cierto titubeo-. Pero ¿y tus negocios?

– Ya te lo he dicho, eso se acabó. -Sus labios se movieron momentáneamente-. Todo ha terminado. Lo más importante que jamás había hecho en mi vida.

Barbara experimentó el repentino e insensato impulso de soltarlo todo, de hablarle de Bernie y de su liberación. Era la tensión, no podía soportar la tensión ni un minuto más. Pero Sandy dijo bruscamente:

– Voy arriba, tengo que ordenar unas cosas. Después saldré un rato a dar una vuelta.

– ¿A estas horas de la noche?

– Sí. -Sandy dio media vuelta y abandonó la estancia.

Barbara se acercó al mueble bar y se sirvió un whisky solo, se sentó y encendió un cigarrillo. O sea que Harry había sido desenmascarado. Seguro que no le había gustado. Pero quizá se lo tenía bien merecido.

Sonó el estridente timbre del teléfono en el vestíbulo.

– Vaya por Dios -musitó Barbara-. Y ahora, ¿quién llama? -Esperó a que contestara Pilar, pero recordó que la chica ya no estaba. El timbre seguía sonando. ¿Por qué no se ponía Sandy desde el supletorio de arriba? Salió al vestíbulo y levantó el auricular.

– ¿Señora Forsyth? -Reconoció de inmediato la voz de Luis, áspera y casi sin resuello. Miró angustiada alrededor, temiendo que Sandy apareciera en lo alto de la escalera y preguntase quién era.

– Sí -contestó en voz baja-. ¿Qué pasa? ¿Por qué llama aquí?

– Disculpe, señora, tenía que hacerlo. -Luis hizo una pausa-. ¿Puedo hablar sin peligro?

– Sí. Pero si oye un clic, será él desde el supletorio; entonces deje de hablar. -Barbara conversaba en un desesperado murmullo-. ¿Qué ocurre? Sea rápido.

– Me acabo de enterar a través de Agustín. Tenemos un acuerdo para que él me pueda llamar al bar al que yo acudo por las noches…

– Sí, sí; pero, por favor, dese prisa.

– Han cambiado los turnos del personal. Agustín no estará el sábado con Piper en la cantera de la prisión.

– ¿Cómo? ¡Oh, Dios mío!

– Tendrá que ser el viernes, ¿puede trasladarse a Cuenca la víspera? El plan será el mismo. Reunirse con Piper a las siete en los matorrales que hay junto al puente. Agustín se ha ido a Cuenca para hablar con el viejo de la catedral.

– Sí, sí, de acuerdo, sí. -Barbara arrugó el entrecejo. ¿Podría Harry tomarse el viernes libre en la embajada?

– Ya sé que mañana nos tenemos que reunir, pero quería que usted lo supiera lo antes posible, señora. En caso de que usted tuviera que cambiar algún otro plan.

– Muy bien, sí, de acuerdo. Nos vemos mañana.

– Adiós.

Se oyó un clic y el teléfono enmudeció, sólo el zumbido del tono de marcar llenaba su oído. Colgó el auricular. Regresó al salón, pero no lograba calmarse. Salió y subió al piso de arriba. El pasillo estaba a oscuras y ella recordó su temor infantil a la oscuridad en lo alto de la escalera cada vez que subía a su habitación. De repente pensó en Carmela y en el burrito peludo que había dejado en la iglesia.

Un haz de luz se filtraba por debajo de la puerta de su dormitorio. Sandy estaba allí dentro, abriendo y cerrando cajones. ¿Qué estaría haciendo?

Regresó al salón y se sentó a beber y a fumar. Al cabo de un rato, oyó las pisadas de Sandy en la escalera. Se puso tensa a la espera de que él entrara en la estancia, pero entonces oyó cerrarse la puerta principal y, a continuación, el ruido de la puesta en marcha del motor del coche. El vehículo se alejó. Barbara subió corriendo a su dormitorio del piso de arriba. Sandy había recogido algunas prendas, un traje y una camisa. Miró por la ventana: todo aparecía envuelto en una espesa niebla, y la débil luz de las farolas de la calle traspasaba la mortecina bruma amarillenta. ¿Adónde habría ido? ¿Qué andaría haciendo? El tiempo no era seguro para conducir.

Se pasó horas sentada junto a la ventana, fumando sola en casa.

43

Todo estaba tranquilo en el restaurante de las inmediaciones del Palacio Real. Barbara le pidió un café al bajito y rechoncho propietario del local; adivinó que el hombre la recordaba del día en que ella había estado allí con Harry. Habían transcurrido tan sólo unas semanas, aunque parecían toda una vida.

Eran sólo las dos de la tarde; Harry y Sofía aún tardarían una hora en llegar, pero Barbara no aguantaba en la casa desierta y había salido. Sandy aún no había regresado. La asistenta había llegado a las nueve y Barbara le había ordenado limpiar la cocina. Después empezó a pasear por las silenciosas estancias en las que no se oía el menor sonido, aparte de sus pisadas y el incesante goteo de la lluvia en el exterior. La nieve ya casi había desaparecido. Entró en el estudio de Sandy. Todo parecía normal, todos los cuadros y los objetos de decoración estaban en su sitio. Abrió el cajón del escritorio donde él guardaba sus libretas de ahorro. Estaba vacío. «Se ha ido para siempre -pensó-, me ha abandonado.» Se sintió extrañamente abatida y desamparada. Trató de librarse de aquella sensación, diciéndose a sí misma que no fuera tonta, que eso era lo que ella quería. Pensó con una extraña indiferencia que, muy poco tiempo atrás, el hecho de que Sandy se acostara con la sirvienta, y ya no digamos que la abandonara a ella, la habría dejado absolutamente hundida y habría confirmado los peores conceptos que tenía de sí misma.

El restaurante se empezaba a llenar de clientes cuando llegaron Harry y Sofía. Ambos estaban muy serios.

– ¿Todo bien? -les preguntó ella.

– Sí. -Harry se sentó-. Sólo que Sandy se tendría que haber presentado esta mañana para una entrevista en la embajada y no ha aparecido.

Barbara lanzó un suspiro.

– Creo que se ha ido. Se ha largado. -Les contó lo que había ocurrido la víspera-. Ahora se entienden algunas de las cosas tan raras que decía. Creo que se ha ido con Pilar.

– Pero ¿adónde se pueden haber ido? -preguntó Sofía.

– A Lisboa, quizá -dijo Harry-. Anoche nos habló de no sé qué comité de ayuda a los judíos refugiados de Francia; aceptaban oro a cambio de visados para Portugal.

– Conque era eso -dijo Barbara-. Por eso los ayudaba.

– Fundían las joyas familiares de esa gente para obtener el oro que utilizaban para falsear las muestras. -Harry le contó lo que había averiguado la víspera: que la mina de oro era un timo.

Barbara se lo quedó mirando un segundo y después suspiró.

– Entonces todo era una impostura-dijo-. Absolutamente todo.

– Supongo que Sandy se habrá ido con pasaporte falso.

– Dios mío.

– Hillgarth dijo que casi lo esperaba, porque no pensaba que Sandy fuera una persona dispuesta a doblegarse y a recibir órdenes.

– No -dijo Barbara-, es verdad. -Lanzó un suspiro-. O sea que se acabó. Me pregunto qué va a hacer ahora.

Harry se encogió de hombros.

– Montar algún negocio en algún sitio, supongo. Tal vez en América. No sé por qué no ha querido aprovechar la ocasión que se le ofrecía de regresar a Inglaterra.

– Había dicho algo de que eso lo asfixiaría. Y temía ir a parar a la cárcel.

– No creo que eso hubiera ocurrido. Querían utilizar sus… habilidades. -Harry hizo una mueca-. Y, sin embargo… él dijo que todo empezó porque quería ayudar realmente a los judíos. Aunque parezca mentira, yo le creo.

Barbara guardó silencio.

– ¿Qué ocurrirá con la casa? -preguntó Sofía.

– Sandy la consiguió a través de un ministerio sin pagar alquiler. Supongo que la querrán recuperar. Entre tanto, yo acamparé allí. No será por mucho tiempo.

Se acercó el camarero y Harry y Sofía pidieron café. Faltaba todavía casi una hora para la cita con Luis; el café se encontraba a quince minutos a pie. Sofía miró inquisitivamente a Barbara.

– ¿Cómo llevas el que Sandy se haya marchado?

Barbara encendió un cigarrillo.

– De todos modos, yo lo hubiera dejado a él dentro de unos días. Me pregunto cuánto durará Pilar. Lo debían de tener preparado desde hace algún tiempo. -Exhaló una nube de humo.

– Eso nos facilita las cosas a nosotros -dijo Sofía en tono dubitativo.

– Sí. -Barbara respiró hondo-. Pero es que hay otro problema. Anoche llamó Luis. Han cambiado el turno de su hermano; se tendrá que adelantar un día. Tendrá que ser el viernes.

Sofía frunció el entrecejo.

– ¿Y por qué le han cambiado el turno en el último minuto?

– En el campo se cambian los turnos. No pregunté. Estaba en el vestíbulo, temiendo que de un momento a otro bajara Sandy -explicó Barbara con cierta irritación en la voz-. Se lo podemos preguntar a Luis cuando lo veamos.

Harry se acarició la barbilla.

– Tendré que cambiar la reserva del coche. Había conseguido uno para el sábado, uno de los pequeños Fords que la embajada pone a disposición de los miembros de menor antigüedad del personal; dije que quería hacer una excursión por el campo el fin de semana. Pero supongo que no habrá ningún problema, diré que he cambiado de idea. Mañana estoy de servicio… han organizado un fiestorro de Navidad para los traductores en la Real Academia y a mí no me apetece ir, por eso me he ofrecido para quedarme de guardia en el despacho. Pero el viernes tengo el día libre.

– Y yo me pondré enferma en la vaquería el viernes, en lugar del sábado.

Barbara la miró.

– Siento haber perdido antes los estribos, supongo que todos estamos un poco nerviosos.

Sofía asintió, sonriendo.

– No te preocupes.

Hubo unos minutos de silencio. Harry sonrió y tomó la mano de Sofía.

– Nos han concedido una autorización especial. Nos casamos el diecinueve. De mañana en una semana. Después nos iremos a Inglaterra en avión el veintitrés. Hemos conseguido un visado para Paco.

– Qué bien -dijo Barbara sonriendo-. Me alegro muchísimo.

– Paco figura con nuestro apellido en el formulario -dijo Sofía-. Se me hace extraño verlo. Francisco Roque Casas.

– Gracias a Dios que un niño puede salir de aquí. ¿Cómo está?

– La verdad es que no entiende demasiado lo que significa eso de marcharse. -Una sombra se dibujó en el rostro de Sofía-. Le entristece que Enrique no vaya con nosotros.

– ¿No ha habido manera de arreglarlo?

– No. -Harry meneó la cabeza-. Lo volveremos a intentar desde Inglaterra. Pero creo que será imposible, mientras haya guerra. Tuvimos suerte de encontrar pasaje para el avión.

– Me alegro mucho por vosotros.

– ¿Tú has reservado algo?

– No. Confío en la suerte, no pienso planear nada hasta que Bernie haya entrado en la embajada británica y esté todo listo para su vuelta a casa. Me preocupa que pueda haber problemas porque es comunista. Por lo que tú me has dicho acerca de Hoare, no me sorprendería que lo devolviera a los españoles.

Harry meneó enérgicamente la cabeza.

– No, Barbara, la embajada lo tiene que acoger. Independientemente de lo que Hoare quiera hacer, él es un prisionero de guerra ilegalmente detenido según la legislación internacional. Y yo me imagino que las autoridades españolas no armarán ningún escándalo. Les daría mala imagen. Pero tú tienes que mantenerte al margen. -Harry reflexionó un momento-. Y no lo acompañes a la puerta principal. Si se ha fugado, los guardias civiles de la entrada podrían haber recibido la orden de vigilar y detenerlo; no estará en territorio británico hasta que se encuentre realmente en el interior de la embajada.

– Lo acompañaré a una cabina telefónica del centro de Madrid. Desde allí podrá llamar a la embajada y pedir que vayan a recogerlo. Podrá decir que robó la ropa y que paró un automóvil en la carretera pidiendo que lo llevara a Madrid, como acordamos. Eso no lo podrán refutar.

Harry se echó a reír. Barbara pensó que era la primera risa de auténtico placer que le oía desde que ambos se habían vuelto a encontrar.

– Será la comidilla de toda la embajada al día siguiente; yo puedo decir que nos conocimos en la escuela y después lo ayudaré a regresar a Inglaterra. -Harry meneó la cabeza con asombro-. Hasta puede que lo haga en el mismo avión que nosotros.

– Está todo perfectamente cronometrado -dijo Sofía-. Pero recuerda que las cosas pueden fallar y que, a lo mejor, tendremos que improvisar. -Volvió a mirar a Barbara-. ¿Te encuentras bien? ¿Estás resfriada?

– No es nada. Hoy ya estoy mejor -contestó Barbara. Le sorprendió ver que ahora Sofía parecía haber asumido el mando de la situación.

– Tengo un arma -dijo Sofía-. Por si acaso.

Harry se inclinó hacia delante.

– ¿Un arma? ¿Y de dónde la has sacado?

– Era de mi padre, de la Guerra Civil. Lleva en casa desde entonces. -Sofía se encogió de hombros-. Hay muchas armas en Madrid, Harry.

Barbara se horrorizó.

– Pero ¿por qué llevar un arma?

– Por si tenemos que echar a correr. Como ya he dicho, puede que tengamos que improvisar.

Barbara denegó enérgicamente con la cabeza.

– Las armas empeoran las cosas, crean más peligro…

– Es sólo por si hubiera una emergencia. Yo no quiero utilizarla.

– ¿Tienes balas? -preguntó Harry en tono vacilante.

– Sí, y sé disparar. A las mujeres las adiestraron a disparar durante la guerra.

– ¿Me dejas que la lleve yo? -preguntó Harry-. Yo también sé disparar.

Sofía vaciló antes de contestar.

– De acuerdo. -Mirando a Barbara, añadió-: Esto que estamos haciendo no es una acción muy pacífica, que digamos.

– Está bien, está bien, lo sé. -Barbara se pasó una mano por la frente. El hecho de llevar armas iba en contra de sus creencias; pero Sofía tenía razón, era ella la que conocía la vida de allí.

– Sigo pensando que tú no tendrías que ir -le dijo Harry a Sofía-. Tú corres más peligro que cualquiera de nosotros dos.

– Facilitará las cosas -dijo ella con firmeza-. Cuenca es una antigua ciudad medieval; y no es fácil orientarse en ella. -Se volvió hacia Barbara-. ¿No es hora de que vayas a reunirte con el guardia?

– Sí. Dadme un cuarto de hora y después seguidme. -Cuando se levantó, le temblaban las piernas.

La tarde era húmeda y desapacible y las calles estaban mojadas de barro y aguanieve. Aún quedaban vestigios de la niebla de la víspera y algunas tiendas ya tenían la luz encendida. En los escaparates, había algunos motivos navideños, y los Reyes Magos rodeaban la cuna con sus regalos. Barbara se preguntó qué clase de Navidad le iba a ofrecer Sandy a Pilar en Lisboa.

El Real Madrid disputaba un partido y había muy poca gente junto a la barra del café, escuchando la radio. Luis estaba sentado junto a su mesa de costumbre. Hoy su nerviosismo irritó a Barbara.

– Anoche me asustó -le dijo bruscamente mientras se sentaba.

– Se lo tenía que decir.

– ¿Y por qué este cambio de turno?

Él se encogió de hombros.

– Son cosas que pasan. Uno de los guardias se puso enfermo y hubo que cambiarlo todo. Será exactamente el mismo plan, sólo que el viernes en lugar del sábado.

– Viernes, trece -dijo Barbara, soltando una frágil carcajada.

Luis la miró sin comprender.

– Se considera un día de mala suerte en Inglaterra.

– Jamás lo había oído decir. -Luis esbozó una leve sonrisa-. Aquí en España el día de mala suerte es el martes y trece, señora; así que no se preocupe por eso.

– No importa. Oiga, ¿la nieve también se estará fundiendo en Cuenca?

– Creo que sí. La radio dijo que todo el país está en época de deshielo. -Luis miró alrededor y después se inclinó hacia delante-. La fuga será a las cuatro, como dijimos. Su amigo ya tendría que haber alcanzado el puente a las siete. Si hay una fuerte nevada y él no está allí a las nueve, o en la catedral en caso de que el puente está vigilado, significará que hemos decidido anularlo todo a causa del mal tiempo.

– O que lo han atrapado.

– En cualquiera de los dos casos, usted no podrá hacer nada. Si él no aparece, tendrá usted que regresar a Madrid. No se quede a pasar la noche en Cuenca… los datos de todos los clientes de los hoteles van a parar a la Guardia Civil y una inglesa sola llamaría la atención. ¿Entiende?

– Sí, claro que lo entiendo. -Barbara le ofreció un cigarrillo a Luis y dejó la cajetilla de Gold Flakes encima de la mesa.

– Puede que tengamos suerte. A pesar de ser viernes y trece. La nieve se quedará en las cumbres de las montañas, pero en la parte más baja de Tierra Muerta ya habrá desaparecido.

– He tenido suerte en otro sentido -dijo Barbara, mirándolo a los ojos-. Aquí en Madrid hay un viejo amigo inglés de Bernie y él me facilitará un automóvil. Me acompañará hasta allí con su novia española. Ella conoce Cuenca.

– ¿Cómo? -Luis la miró horrorizado-. Pero, señora, esto tenía que ser un secreto. ¿A cuánta gente se lo ha dicho?

– Sólo a ellos dos. Son de confianza. Conozco a Harry desde hace años.

– Señora, usted tenía que ir sola, el trato era éste. Eso complica las cosas.

– No es cierto -contestó serenamente Barbara-. Las facilita. Tres personas de excursión no llamarán tanto la atención como una mujer sola. Y, en cualquier caso, yo no habría podido conseguir un automóvil sin la ayuda de Harry. ¿Por qué tiene tanto miedo? -Luis estaba absolutamente desconcertado. A través de la luna del local, Barbara vio a Harry y Sofía cruzando la calle-. Es absurdo discutir, estarán aquí en menos de un minuto.

– ¡Mierda! -exclamó Luis, dirigiéndole una enfurecida mirada de hombre atrapado-. Me lo tendría que haber dicho.

– Es que a ellos no se lo dije hasta hace tres días.

– ¡Primero tenía que haber hablado conmigo! Bajo su responsabilidad, señora. -Miró a Harry y Sofía con rabia al verlos entrar en el café. La gente soltó un grito, alguien había marcado un gol.

Harry y Sofía se acercaron. Luis les estrechó la mano sin sonreír.

– Luis no está muy contento -les explicó Barbara-. Pero yo le he dicho que ya está todo decidido.

Luis se inclinó hacia delante.

– Esto es una empresa muy arriesgada -dijo en tono enojado.

– Lo sabemos -contestó Harry, adoptando una actitud serena y razonable-. ¿Por qué no repasamos las cosas y vemos si el hecho de que seamos tres complica de alguna manera la situación? Nos dirigimos a Cuenca por carretera, llegamos allí sobre las cuatro y dejamos el automóvil en algún sitio, ¿verdad?

Luis asintió con la cabeza.

– Agustín se pasó toda una tarde pateándose las calles para buscar el mejor lugar. Hay una granja colectiva abandonada en las afueras de la ciudad y un campo protegido de la carretera por una hilera de árboles, justo un poco más allá de un letrero donde dice que está usted a punto de entrar en Cuenca. Tendría que dejar el coche en el campo, allí nadie lo verá. -Luis volvió a inclinarse hacia delante-. Es importante dejar el automóvil allí porque es el escondrijo más cercano a la ciudad. Pocas personas tienen automóvil en Cuenca; el suyo podría llamar la atención de los guardias civiles si lo dejara aparcado en una calle.

Harry asintió con la cabeza.

– Sí, es lógico.

Luis miró a Barbara con los ojos entornados.

– Agustín ha invertido mucho trabajo en todo esto. Y, si falla, lo podrían fusilar.

– Lo sabemos, Luis -dijo Barbara serenamente.

– Y después, ¿qué hacemos? -preguntó Harry-. ¿Subimos a pie hasta la ciudad vieja y la catedral?

– Sí. Ya habrá oscurecido cuando ustedes lleguen allí. Esperen en la catedral hasta las siete, después crucen el puente hasta el otro lado del desfiladero y quédense entre los árboles. A aquellas horas de una noche invernal habrá muy poca gente por allí, si es que hay alguien. Pero el viejo, Francisco, sólo espera a la señora Forsyth.

– Ya se lo explicaremos -dijo Harry-. Creo que tendría que ser yo quien recogiera a Bernie. Vosotras dos podríais esperar en la catedral.

– No -replicó Barbara rápidamente-. Tengo que ser yo, él me espera sólo a mí.

Luis levantó las manos.

– A eso me refería yo. Veo que no se ponen de acuerdo ni siquiera en eso.

– Eso ya lo decidiremos más tarde -dijo Harry-. Barbara, ¿tienes la ropa?

– Toda empaquetada. Él se cambia detrás de los arbustos, cruzamos el puente en dirección a la catedral y, desde allí, regresamos al automóvil.

Harry asintió con la cabeza.

– Como dos parejas que hubieran pasado el día fuera. Muy verosímil.

– ¿Es de confianza ese viejo de la catedral? -preguntó Sofía.

– Necesita dinero desesperadamente. Tiene a la mujer enferma.

– La catedral. -Sofía titubeó-. Supongo que, como en todas las catedrales de la zona republicana, habrá una lista con los nombres de todos los sacerdotes que fueron asesinados durante la República.

Luis la miró perplejo.

– Supongo que sí. ¿Por qué?

– Un tío mío era sacerdote allí.

– Lo siento, señorita. -Luis miró a Harry-. ¿Por qué está usted en España, señor? ¿Es un hombre de negocios, como el marido de la señora Forsyth?

– Sí, sí, en efecto -mintió Harry con la cara muy seria.

«Qué bien se te da mentir», pensó Barbara.

– ¿Su marido sigue sin saber nada? -le preguntó Luis.

– Nada.

Luis miró de uno a otro y después se encogió de hombros.

– Bueno, pues la responsabilidad es suya, digo yo. ¿Y al día siguiente me reuniré con usted, señora?

– Sí. Según lo previsto.

– ¿Y su hermano? -preguntó Harry-. ¿Dejará que le arreen un estacazo en la cabeza y después se atendrá a la historia?

– ¡Claro que sí! Ya se lo he dicho, ¡lo podrían fusilar por colaborar en una fuga!

– Muy bien -dijo Harry-. Eso es todo, pues. Solucionado. No veo ningún problema.

– Y después usted y su hermano volverán a Sevilla -dijo Sofía.

Luis exhaló una nube de humo.

– Sí. Y olvidaremos el ejército y la guerra y el peligro.

– ¿A ustedes los reclutaron cuando los fascistas tomaron Sevilla al principio de la guerra? -preguntó Sofía.

– Sí. -Luis la miró fijamente-. No se nos ofrecía ninguna otra alternativa. Si te negabas, te pegaban un tiro.

– Eso quiere decir que llegaron con Franco a Madrid en 1936. Con los moros.

La voz de Luis se endureció.

– Ya se lo he dicho, señorita, no se nos ofrecía ninguna otra alternativa. Yo participé en el sitio aquel invierno, al otro lado de la línea de donde usted seguramente se encontraba. No hay prácticamente ninguna calle de España que no haya tenido gente en ambos bandos.

– Es cierto, Sofía -dijo Harry-. Piensa en vosotros y en vuestro tío.

Se oyó un grito de decepción entre la gente. El partido había terminado; el Real Madrid acababa de perder. Los hombres que se encontraban junto a la barra se fueron distribuyendo por las mesas.

– Si no tienen más preguntas, yo me voy -dijo Luis.

– Creo que ya lo hemos repasado todo. -Harry miró inquisitivamente a las mujeres y éstas asintieron en silencio.

Luis se levantó.

– Pues entonces, les deseo buena suerte.

– No me gusta este hombre -dijo Sofía en cuanto se fue.

Harry tomó su mano.

– Lo que ha dicho de la guerra es verdad. La gente no podía elegir en qué bando luchar.

– Nunca ha fingido hacerlo por otro motivo que no fuera el dinero -dijo Barbara-. Si me quería engañar, ya habría agarrado el dinero que yo le he dado, que es mucho, por cierto, y habría desaparecido.

– Es verdad.

Los hombres de la mesa de al lado se pusieron a hablar en voz alta.

– El Real Madrid lo está haciendo pero que muy mal.

– Es que ha tenido mala suerte, hombre -replicó su amigo-. ¿Has oído que se acerca otra helada? Volverá a hacer más frío. Y hasta puede que nieve.

Barbara se mordió el labio inferior, pensando: «Viernes y trece.» Hasta los mejores planes necesitaban contar con un poco de suerte.

44

A la mañana siguiente, Harry y Sofía bajaron a pie por la Castellana camino de la embajada. Harry habría deseado darle el brazo, pero había una pareja de la Guardia Civil por allí cerca.

El tiempo había vuelto a refrescar de la noche a la mañana; se veían trozos de hielo negro en las aceras y aguanieve congelada en las cunetas. La gente que iba al trabajo caminaba arrebujada en sus abrigos. Pero no había nevado y el cielo matinal era de un claro azul eléctrico.

– ¿Lo sabrás hacer? -le preguntó Harry a Sofía.

– Sí. -Sofía lo miró sonriendo-. Es sólo cuestión de rellenar formularios, y a eso los españoles estamos muy acostumbrados. Ayer contesté a las preguntas políticas.

Había que preparar ciertos documentos para la ceremonia de la boda y aquella mañana tenía una entrevista con el abogado de la embajada. El hombre quería verla a ella sola; pero después Sofía acudiría al despacho de Harry.

– Mañana a esta hora estaremos camino de Cuenca -dijo Harry.

– ¿Estás seguro de que el embajador enviará a Bernie de vuelta a Inglaterra?

– Tiene que hacerlo. No puede actuar ilegalmente.

– Pues aquí lo harían. Lo hacen constantemente.

– Inglaterra es distinta -dijo Harry-. No es un lugar perfecto, pero en ese sentido es distinto.

– Así lo espero.

– Que en recepción me llamen cuando hayan terminado contigo. Te enseñaré mi despacho. Hoy las horas pasan muy despacio. ¿Cuándo tienes que estar en la vaquería?

– A las doce. Hoy tengo turno de tarde.

– He recibido una carta de Will. Nos ha alquilado una casa. Está en las afueras de Cambridge y tiene cuatro dormitorios. -Sofía se rió meneando la cabeza ante la idea de semejante lujo-. Podemos entrar a vivir cuando queramos. Después, yo empezaré a buscarme trabajo en la enseñanza y me encargaré de conseguir un médico para Paco.

– Y yo iré a clases de inglés.

Harry la miró sonriendo.

– Procura portarte bien. No seas descarada con el profesor.

– Lo intentaré. -Sofía contempló los altos edificios de la Castellana que la rodeaban y el claro cielo azul de Madrid.

– Se me hace extraño pensar que dentro de un par de semanas estaremos tan lejos.

– Al principio, Inglaterra te parecerá muy rara. Tendrás que acostumbrarte a nuestra formalidad, a nuestra manera de hablar siempre con rodeos.

– Tú no lo haces.

– No lo hago contigo. Bueno, aquí está la embajada. ¿Ves la bandera?

Harry anotó el nombre de Sofía en el registro y esperó con ella hasta que apareció el abogado, un sujeto campechano y simpático que se presentó y les estrechó la mano antes de llevarse a Sofía. Mientras Harry los veía alejarse, se abrió otra puerta y apareció Weaver.

– Hola, Brett, irá a la Real Academia, ¿verdad? Será mejor que nos demos prisa o llegaremos tarde.

– Estoy de servicio.

– ¡Ah, claro!, lo había olvidado. Hay tantas fiestas en esta época del año. Mañana tiene el día libre, ¿verdad?

– Pues sí, he pedido un automóvil para ir a dar una vuelta por el campo.

– Hace un poco de frío para eso, ¿no? Pero, en fin, que lo pase bien. Nos vemos la semana que viene.

Tolhurst estaba sentado a su escritorio con un montón de carpetas al lado. Había montones de hojas de papel llenas de cálculos anotados con su pulcra y redonda caligrafía.

– ¿Gastos de los agentes?

– Sí, los tengo que tener todos listos antes de Navidad. ¿Vas a ir mañana a la recepción de la embajada norteamericana? Supongo que estará bien.

– No, tengo el día libre. Llevaré a Sofía a dar una vuelta por el campo. -Harry volvió a experimentar una chispa del antiguo afecto que había sentido por él-. Oye, Tolly, en cuanto a la boda, te agradezco tu ayuda.

– ¡Ah!, bueno, faltaría más.

– Siento que las cosas no dieran resultado con Forsyth. -Tolhurst entrelazó las manos sobre su prominente estómago. Estaba cada vez más grueso.

– Bueno, por lo menos, sabemos que no tienen oro.

– ¿Alguna noticia más a este respecto? -preguntó tímidamente Harry.

– Según el capitán, Sam estaba considerando la posibilidad de comunicarle a Maestre que la mina era un timo. Él sabe hasta qué extremo estábamos implicados en este asunto; pero, por lo menos, le habríamos facilitado una información que él habría podido utilizar. Que el ridículo lo hagan los falangistas.

– Ya. -A Harry ya nada le importaba.

Tolhurst lo miró sonriendo.

– Tengo entendido que estás a punto de irte.

– Sí, después de la boda.

– ¿Ya tenéis padrino? -preguntó Tolhurst.

– Le hemos pedido al hermano de Sofía que lo sea.

Harry sabía que Tolhurst esperaba que se lo pidieran a él. Tolhurst, su vigilante. Harry le estaba agradecido por su ayuda en la cuestión de la boda, pero la idea ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

– ¿Y tú regresarás a Inglaterra por Navidad? -le preguntó, para cambiar de tema.

– No -contestó Tolhurst en tono malhumorado-. Me quedo de servicio. Estaré por ahí, por si surgiera algún problema con nuestros agentes. -Sonó el teléfono. Tolhurst levantó el auricular y asintió con la cabeza-. Son los de recepción. Han terminado con tu chica. Dice que todo ha ido bien y que te espera abajo.

– Pues voy para allá.

Tolhurst lo miró.

– Por cierto, ¿has visto por ahí a la señorita Clare? ¿La chica de Forsyth?

– Ayer estuve tomando un café con ella -contestó cautelosamente Harry.

– Parece que Forsyth se ha largado en toda regla. Supongo que ahora la mujer regresará a Inglaterra.

Llamaron a la puerta y entró un anciano secretario vestido con levita. Parecía nervioso. Miró a Harry a través de unos quevedos de oro.

– ¿Es usted Brett?

– Sí.

– El embajador desea verle en su despacho.

– ¿Cómo? ¿A propósito de qué?

– Si es usted tan amable de acompañarme, señor. Es urgente.

Harry miró a Tolhurst, pero éste se limitó a encogerse de hombros con semblante perplejo.

Harry dio media vuelta y siguió al secretario, bajando por el pasillo. Estaba al borde del pánico. ¿Habrían descubierto algo sobre Cuenca?

El secretario hizo pasar a Harry al despacho de Hoare. No había vuelto a visitar aquella lujosa estancia desde su llegada. El embajador permanecía de pie tras su escritorio, vestido con traje de calle. Su enjuto rostro estaba arrebolado por la cólera. Miró a Harry con expresión ceñuda.

– ¿Es el único que hay aquí? -preguntó bruscamente al secretario.

– Sí, señor embajador.

– No comprendo cómo han permitido que todos los traductores se fueran a esa recepción.

– El señor Weaver se acaba de marchar, señor, era el último. He intentado llamarlo a la Real Academia, pero sus teléfonos comunican.

Hoare le dirigió a Harry una gélida mirada.

– Bueno, pues me tendré que conformar con usted. ¿Por qué no ha ido a la recepción?

– Mi novia está aquí ultimando la documentación para nuestra boda.

Hoare soltó un gruñido. Mandó retirarse al secretario con un irritado gesto de la mano.

– ¿Dónde está su traje de calle? -le preguntó a Harry en tono cortante.

– En casa.

– Pues tendrá que pedir uno prestado de los que hay aquí. Y ahora, escúcheme bien. Llevo semanas tratando de conseguir una entrevista con el Generalísimo. Pero él me hace esperar, se niega a verme mientras Von Stohrer y los italianos entran y salen de allí cada cinco minutos como Pedro por su casa. -La voz de Hoare rebosaba de furia-. Pero, de pronto, recibo noticias de que me quiere ver esta misma mañana. Tengo que ir. Hay cuestiones importantes que plantear y necesito hacer sentir mi presencia. -El embajador hizo una pausa-. Yo leo el español, naturalmente, pero hablar no se me da tan bien.

Harry experimentó el impulso de echarse a reír de alivio por el hecho de que no hubiera ningún problema y por la pose de Hoare; todo el mundo sabía que apenas hablaba una palabra de español.

– Sí, señor.

– Por consiguiente, voy a necesitar un traductor. Me gustaría que usted se preparara en cuestión de media hora, por favor. Nos vamos a El Pardo. Usted ha traducido para subsecretarios, ¿verdad?

– Sí, señor. Y también he traducido algunos discursos de Franco.

Hoare meneó la cabeza con gesto irritado.

– No se refiera a él en estos términos. Usted quiere decir el generalísimo Franco. Es el jefe de Estado. -El embajador volvió a menear la cabeza-. Por eso necesitaba a un hombre experto. Vaya a prepararse. -Mandó retirarse a Harry con un gesto semejante al de quien espanta un insecto molesto.

Era largo, el trayecto hasta el palacio situado al norte de la ciudad del que Franco se había apropiado para convertir en su residencia. El vehículo se adentró en la campiña circulando por la carretera que bordeaba el curso del río Manzanares, cuyas frías aguas grises discurrían entre unas altas y boscosas riberas de árboles esqueléticos. Sentado en la parte de atrás con Hoare, Harry levantó la vista al cielo. Esperaba con toda su alma que no volviera a nevar hasta el día siguiente.

Tras elegir uno de los trajes de calle de repuesto que había en la embajada, Harry regresó al despacho de Hoare y bajó con él a recepción. Sofía, que lo esperaba sentada, los miró con asombro. Él se le acercó para explicarle rápidamente adonde se dirigía mientras Hoare esperaba con una irritada mirada de impaciencia. Al mencionarle el nombre de Franco, observó que Sofía apretaba los labios y sintió sus ojos clavados en ellos cuando abandonaban la embajada.

El embajador permanecía sentado hojeando una carpeta, y tomaba apuntes con una pluma estilográfica. Al final, Hoare se volvió para mirar a Harry.

– Cuando traduzca, asegúrese de que transmite el sentido exacto de mis palabras. Y no mire al Generalísimo a los ojos, se considera una impertinencia.

– Sí, señor.

Hoare soltó un gruñido.

– Hay fotografías de Hitler y Mussolini en su escritorio. No mire, simplemente ignórelas. -Hoare se pasó una mano por el ralo cabello-. Voy a tener que parecer muy duro con la propaganda de la prensa en favor del Eje. Pero usted mantenga el tono normal y hable sin la menor emoción en la voz, como un mayordomo. ¿Entendido?

– Sí, señor.

– Si el Generalísimo fuera un hombre razonable, me daría las gracias por la cantidad adicional de trigo que he convencido a Winston de que le permita recibir. Pero razonable es precisamente lo que no es. Todo esto ha sido repentino, muy repentino. Hoare sacó un peine y empezó a alisarse el cabello.

Algunas imágenes acudieron a la mente de Harry: una mujer rebuscando en los cubos de la basura, detenida cuando el viento le había levantado la falda del vestido por encima de la cabeza; los perros asilvestrados atacando a Enrique; Paco agarrado al cadáver de la anciana. Ahora iba a conocer finalmente al creador de aquella nueva España.

El automóvil llegó a una pequeña aldea convertida en cuartel, con soldados por todas partes; los hombres miraron hacia el interior del vehículo, mientras éste circulaba bordeando un muro elevado. El chófer se acercó a una alta verja de hierro de doble hoja custodiada por soldados armados con ametralladoras. Entregó la documentación para que la examinaran y, acto seguido, la verja se abrió y el automóvil cruzó lentamente la entrada, Los guardias saludaron el paso del vehículo, brazo en alto.

El Palacio de El Pardo era un edificio de tres pisos construido en piedra amarilla, rodeado por extensos prados cubiertos de blanca escarcha. Unos miembros de la Guardia Mora armados con lanzas permanecían de pie junto a los peldaños que conducían a la entrada; uno de ellos bajó y les abrió la portezuela. Harry oyó desde algún lugar el triste lamento de un pavo real. Se estremeció; allí fuera el frío parecía todavía más intenso.

Un ayudante vestido de paisano los recibió en los peldaños y los acompañó a través de toda una serie de estancias decoradas con muebles del siglo XVIII, fastuosos pero cubiertos de polvo. A Harry se le aceleraron los latidos del corazón. Llegaron a una puerta más grande flanqueada por otros miembros de la Guardia Mora de rostros morenos e impasibles. Uno de ellos llamó con los nudillos a la puerta y el ayudante los hizo pasar.

El despacho de Franco era espacioso y estaba lleno de oscuros y pesados muebles que le otorgaban un aspecto tenebroso, a pesar de la luz solar que se filtraba a través de las altas ventanas. Las paredes estaban cubiertas de pesados tapices antiguos que mostraban escenas de batallas medievales. El Generalísimo permanecía en pie delante de un inmenso escritorio, con las fotografías de Hitler y Mussolini en lugar destacado y, para asombro de Harry, una del Papa. Franco vestía de general con una ancha faja roja alrededor de la voluminosa cintura. Su cetrino rostro mostraba una expresión altiva. Harry esperaba presencia, pero Franco no la tenía; con su calva, su papada y su bigotito grisáceo, le recordaba a Harry lo que Sandy le había dicho el primer día en el Café Rocinante: un director de banco. Y era bajito y menudo. Bajando la mirada tal como le habían aconsejado hacer, Harry observó que el Generalísimo calzaba zapatos con plataforma.

– Buenos días, Generalísimo -dijo Hoare. Al menos, hasta ahí llegaban sus conocimientos de español.

– Excelencia. -La voz de Franco sonaba estridente y chillona. Estrechó la mano de Hoare, ignorando la presencia de Harry.

El ayudante ocupó su posición al lado de Franco.

– Ha pedido usted una reunión, excelencia -dijo Franco en un suave murmullo.

– Me alegro de poder verlo, finalmente -dijo Hoare casi en tono de reproche. Había que reconocer que no estaba en absoluto intimidado-. El Gobierno de su majestad ha estado muy preocupado por el apoyo que recibe el Eje en la prensa. Prácticamente incitan al pueblo español a entrar en guerra.

Harry tradujo, esforzándose en mantener un tono de voz tranquilo y reposado. Franco se volvió para mirarlo. Sus grandes ojos castaños eran líquidos, pero en cierto modo inexpresivos. El Generalísimo se volvió para mirar de nuevo a Hoare y se encogió de hombros.

– Yo no soy responsable de la prensa, excelencia. No querrá usted que me entrometa, ¿verdad? -Franco miró a Hoare con una fría sonrisa en los labios-. ¿Acaso no son este tipo de cosas las que nos critican las potencias liberales?

– La prensa está controlada por la censura del Estado, mi general, como usted bien sabe. Y buena parte del material procede de la embajada alemana.

– Yo no me ocupo de la prensa. Tendría usted que hablar con el ministro de Interior.

– Lo haré sin falta. -La voz áspera de Hoare cortaba como un cuchillo-. Es una de las cuestiones que más graves considera mi Gobierno.

El Generalísimo meneó la cabeza y volvió a esbozar una fría sonrisa.

– ¡Ah, excelencia!, me entristece que haya obstáculos a la amistad entre nuestros países. Ojalá ustedes concertaran la paz con Alemania. El canciller Hitler no desea la destrucción del Imperio Británico.

– Jamás permitiremos que los alemanes dominen Europa -replicó bruscamente Hoare.

– Pero si ya lo están haciendo, señor embajador, ya lo están haciendo. -Muy cerca había un antiguo y enorme globo terráqueo. Franco alargó una pequeña mano asombrosamente delicada y lo hizo girar suavemente-. Los ingleses son un pueblo orgulloso, lo sé; como nosotros, los españoles. Pero hay que afrontar la realidad. -El Generalísimo volvió a menear la cabeza-. Hace apenas dos años, cuando firmó los acuerdos de Múnich, pensé que su viejo amigo el señor Chamberlain se uniría a los alemanes y se volvería contra el verdadero enemigo, que son los bolcheviques. -Franco lanzó un suspiro-. Pero ahora ya es demasiado tarde.

Mientras Harry traducía, la furia hizo que Hoare se pusiera tenso.

– Es inútil seguir discutiendo -dijo éste en tono cortante-. Gran Bretaña jamás se rendirá.

Franco se incorporó y su fría mirada le recordó a Harry la expresión que mostraba en las monedas.

– En ese caso, me temo que serán ustedes derrotados.

– Quería analizar las importaciones de trigo -dijo Hoare-. Su Gobierno tendrá que solicitar certificados para que puedan pasar el bloqueo. Seguimos controlando los mares -añadió en tono iracundo-. Necesitamos garantías de que ninguna cantidad de trigo será reexportada a Alemania y de que su importe será íntegramente pagado por el Gobierno español.

Franco volvió a sonreír con auténtico regocijo.

– Lo será. Los argentinos han accedido a aceptar condiciones de crédito. A fin de cuentas, nosotros no tenemos reservas de oro ni somos un país productor de oro. -Se volvió lentamente para mirar a Harry y, pese a su sonrisa, algo en sus ojos le infundió temor-. Precisamente ayer estuve hablando con el general Maestre -añadió suavemente el Generalísimo. -«Oh, Dios mío», pensó Harry, «lo sabe.» Hoare se lo habría dicho a Maestre y Maestre se lo habría dicho a él. Y Hoare experimentó un sobresalto-. Confío en que todo pueda seguir adelante sin ningún contratiempo -añadió Franco-. De lo contrario… No quisiéramos considerar a Inglaterra un país enemigo, aunque siempre es cuestión de ver cómo actúa una potencia respecto a nosotros. En sus convenios abiertos y en los secretos. -Franco arqueó las cejas, mirando a Hoare, y el embajador se ruborizó.

Harry se preguntó qué habría dicho Franco si se hubiera enterado del asunto de los Caballeros de San Jorge. Se agarró a una mesa que tenía a su espalda para no tambalearse.

A bordo del automóvil que los llevaba de regreso a Madrid, Hoare estaba furioso. La reunión se había prolongado media hora más de lo previsto. Hoare había analizado los acuerdos comerciales y los rumores que corrían sobre el envío de camiones cargados de alimentos destinados al ejército alemán en Francia; pero, al final, había perdido la iniciativa. La actitud de Franco había sido la de una parte ofendida tratando con un negociador importuno.

– Ya verá cuando me reúna con Hillgarth -dijo Hoare, mirando a Harry enfurecido-. He sido humillado ahí dentro, ¡humillado! Por eso me ha llamado, para echarme en cara la maldita mina de oro. Y yo he tenido la mala suerte de que usted fuera el único traductor disponible. ¡Estas aventuras tienen que terminar! ¡Me han obligado a hacer el ridículo!

Hoare hablaba casi entre dientes y las enjutas facciones de su rostro parecían una máscara de furia. Harry advirtió que una gota de saliva aterrizaba en su rostro.

– Lo siento, señor.

– Maestre se lo tiene que haber dicho todo a Franco después de que Hillgarth le revelara que todo era una estafa. Maestre ha hecho quedar en ridículo a la Falange, pero a nosotros nos ha hecho quedar muchísimo peor. -Hoare respiró hondo-. Menos mal que pronto se irá. Tenemos que asegurarnos de que el Generalísimo sepa que usted se ha ido. Casarse con una española de clase tan baja… no sé cómo cree usted que eso lo podrá ayudar en su futura carrera, Brett. Es más, yo diría que ha sido un digno remate -añadió despectivamente el embajador.

Después apartó el rostro, abrió la cartera con un chasquido y sacó una carpeta. Harry vio pasar rápidamente a través de la ventanilla los primeros suburbios de Madrid. Mañana, a aquella hora, ya estarían a punto de llegar a Cuenca; y unos días después, ya se habrían ido de allí. «Váyase usted a la mierda -pensó Harry-, váyanse todos a la mierda.»

45

Seguía habiendo nieve en las cotas más altas de Tierra Muerta; sin embargo, por debajo de la cantera, casi toda se había fundido durante la breve fase de tiempo más templado que había convertido el patio del campo en un barrizal.

La víspera, durante la pausa de descanso en su camino hacia la cantera, Agustín se había situado al lado de Bernie mientras éste miraba colina abajo hacia Cuenca.

– ¿Estás preparado para mañana? -le preguntó en un susurro. -Bernie asintió con la cabeza-. Mañana recoge una piedra afilada de gran tamaño y guárdatela en el bolsillo.

Bernie lo miró con asombro.

– ¿Por qué?

Agustín respiró hondo. Parecía asustado.

– Para golpearme con ella. Me tienes que hacer un corte para que salga sangre, será más realista. -Bernie se mordió el labio y asintió con la cabeza.

Tumbado aquella noche en su jergón de la barraca, Bernie se frotó el hombro que le ardía de dolor después de la dura jornada de trabajo. La pierna también la tenía muy rígida; esperaba que no le fallara cuando, al día siguiente, tuviera que bajar por la ladera de la montaña. Bajar por la ladera de la montaña. Le parecía increíble y, sin embargo, era verdad. Miró hacia el jergón del otro lado. Eulalio había muerto en medio de grandes dolores dos noches atrás y los demás prisioneros se habían repartido sus mantas. Los comunistas de la barraca estaban tristes y abatidos.

Cuando amaneció, se sentía muy débil. Se levantó y miró a través de la ventana. Hacía más frío que nunca, pero seguía sin nevar. El corazón le empezó a latir con fuerza. Lo conseguiría. Ejercitó con cuidado la pierna rígida.

A la hora del desayuno, evitó mirar a los comunistas a los ojos. Volvió a avergonzarse de abandonar a los demás prisioneros. Pero no podía hacer nada por ellos. En caso de que consiguiera escapar, se preguntó si se alegrarían por él o bien lo condenarían. Si llegara a Inglaterra, contaría al mundo las condiciones allí, lo proclamaría desde los tejados.

Se colocó en fila con los demás en el patio cubierto de barro, para el acto de pasar lista. El ondulante barro se había congelado y una película de blanca escarcha lo cubría como si de un mar helado se tratara. Aranda tomó la lista. A veces, desde que Bernie se negara a convertirse en confidente, los ojos de Aranda se clavaban en él mientras pasaba lista: se detenía un instante y sonreía como si le tuviera reservada alguna jugarreta. Algún día lo atraparía por algo que hubiera hecho, pero aquél no era el más apropiado; Aranda pasó al siguiente nombre. Bernie lanzó un suspiro de alivio. «Has perdido la oportunidad, cabrón», pensó.

El padre Eduardo salió de la iglesia con aire cansado y abatido, como le solía ocurrir últimamente. A Bernie le pareció que su cabello pelirrojo oscuro presentaba casi el mismo tono que el de Barbara. Jamás lo había observado anteriormente, pese a lo mucho que la había estado recordando desde que supiera que ella estaba detrás de los planes de su fuga. El sacerdote se acercó a la verja y levantó el brazo en respuesta al saludo del guardia mientras éste le franqueaba el paso. Debía de ir a Cuenca. Ninguno de los curas se había presentado por Eulalio. Quizá no se habían atrevido. A diferencia del pobre Vicente, Eulalio era un hombre temido.

Al terminar el acto de pasar lista, la cuadrilla de la cantera se reunió ante la verja. Agustín no miró a Bernie. Se abrió la verja y la fila de hombres empezó a ascender por la ladera. Al principio, el camino ascendía entre una hierba de color marrón; después, unos dedos de nieve asomaron en las hondonadas y, al final, se elevaron por encima de la línea de las nieves perennes y todo el paisaje volvió a cubrirse de blanco. Agustín caminaba un poco por delante de Bernie; no quería que nadie recordara haberlos visto juntos antes de la fuga.

Bernie fue colocado en un grupo encargado de romper rocas de gran tamaño. Esperaba poder tomarse el día con calma para conservar las fuerzas; pero hacía tanto frío que, si dejaba de trabajar, enseguida se ponía a temblar. Entrada la mañana, encontró una piedra adecuada para golpear a Agustín; plana y redonda y con un canto cortante que haría salir sangre para que el golpe pareciera más grave de lo que era. Se la guardó en el bolsillo, apartando de su mente la imagen de Pablo en la cruz.

Durante la pausa del almuerzo, procuró tomar la mayor cantidad posible de garbanzos con arroz. Por la tarde, mientras trabajaba, contempló el cielo. Seguía despejado. El sol empezó a ponerse, arrojando un resplandor rosado sobre las laderas desiertas y las altas montañas blancas del este. El corazón se le aceleró antes de tiempo. De una u otra manera, aquélla sería la última vez que contemplaría aquel paisaje.

Al final, vio que Agustín, que se las había ingeniado para vigilar su sección, se acercaba un poco más. Era la señal de que había llegado el momento. Bernie respiró hondo y contó hasta tres, preparándose para la representación. Acto seguido, soltó el pico y se apretó el vientre gritando como si le doliera algo. Después, dobló el espinazo y volvió a gritar aún más fuerte. Los hombres con los que estaba trabajando se lo quedaron mirando. No había ningún otro guardia a la vista. Estaban de suerte.

– ¿Qué ocurre, Bernardo? -le preguntó Miguel.

Agustín se descolgó el fusil del hombro y se acercó.

– ¿Qué es lo que pasa aquí? -preguntó con aspereza.

– Tengo diarrea. ¡Ay!, no me aguanto.

– Aquí no lo hagas. Yo te acompaño detrás de los arbustos. -Agustín levantó la voz-. ¡Dios mío!, la de quebraderos de cabeza que nos dais. Quédate quieto para que te pueda encadenar.

«Sabe actuar», pensó Bernie. Agustín dejó el fusil en el suelo y sacó de la bolsa que llevaba colgada al cinto una larga y fina cadena con grilletes en los extremos. Con ella aseguró las piernas de Bernie.

– ¡Rápido, por favor! -Bernie hizo una mueca de angustia.

– ¡Vamos para allá!

Agustín recogió el fusil y le hizo señas para que echara a andar. Alcanzaron rápidamente el caminito que serpeaba alrededor de la colina. En cuestión de un minuto, ambos se perdieron de vista a la altura de los arbustos. Bernie jadeó de alivio.

– Lo hemos conseguido -dijo respirando afanosamente.

Agustín se agachó a toda prisa y le quitó los grilletes con los dedos trémulos. Arrojó la llave al suelo. Después soltó el fusil y se arrodilló sobre la nieve. Levantó la vista y miró a Bernie, dirigiéndole una aterrorizada mirada de súplica, ahora que se encontraba a su merced.

– No me matarás, ¿verdad? -Tragó saliva-. No me he confesado, tengo pecados sobre mi conciencia…

– No. Sólo un golpe en la cabeza. -Bernie se sacó la piedra del bolsillo y la levantó.

– Hazlo ahora -se apresuró a decirle Agustín-. ¡Ahora! Pero no demasiado fuerte.

Apretó los dientes y cerró los ojos. Por un instante, Bernie se mostró indeciso; le era difícil establecer con cuánta fuerza golpear. Después golpeó a Agustín con la piedra en la sien. Sin un sonido, el guardia rodó por el suelo y se quedó inmóvil. Bernie lo miró asombrado, no tenía intención de dejarlo sin sentido. Un riachuelo de sangre brotaba del corte de la cabeza donde la piedra lo había golpeado. Se arrodilló junto al guardia. Éste todavía respiraba.

Se levantó y miró hacia atrás, después hacia la pendiente de la ladera. Pensó en la posibilidad de llevarse el fusil de Agustín, pero habría sido un estorbo. Respiró hondo y echó a correr cuesta abajo entre la nieve medio fundida, consciente de lo mucho que destacaban la manchada chaqueta marrón y el mono verde sobre la blancura que lo rodeaba. Su espalda experimentó una sacudida, a la espera de una bala. Era como en el Jarama, el mismo temor de indefensión.

Pasó por debajo de la línea de las nieves perpetuas y se detuvo para contemplar la línea de huellas que había dejado más arriba, a su espalda. Se había desviado a la derecha y ahora echó correr hacia la izquierda, confiando en que el cambio de dirección engañara a los guardias. Había pliegues en las colinas, en ambos sentidos. Era terrible estar solo, correr por aquel paisaje desolado; inesperadamente, Bernie echó de menos las paredes protectoras de la barraca. De pronto, resbaló sobre un retazo de hierba congelada y empezó a rodar cuesta abajo entre gemidos y jadeos. Se golpeó el hombro y tuvo que ahogar un grito de dolor.

Se detuvo al fondo del primer pliegue de las colinas y se incorporó sin resuello. Miró hacia arriba. Nada. Nadie. Sonrió. Había llegado adonde quería más rápido de lo que había imaginado. Se levantó y corrió al socaire de la colina. Como le había dicho Agustín, un pequeño carrascal crecía en un lugar resguardado. Corrió a esconderse entre los árboles y se tumbó sobre un tronco, respirando afanosamente. «Bien hecho -pensó-. Hasta ahora, todo bien.»

Permaneció sentado y prestó atención; pero no se oía nada, sólo un silencio que parecía zumbarle en los oídos. Se puso nervioso, llevaba más de tres años sin experimentar un silencio tan absoluto. Aunque estuvo tentado de echar a correr, Agustín tenía razón; era mejor esperar hasta que oscureciera antes de seguir adelante. Molina enseguida se habría dado cuenta de que Agustín y él habían desaparecido. Echó la espalda hacia atrás y empezó a mover los dedos medio congelados de los pies. Poco después, le pareció oír unos débiles gritos en la distancia que luego ya no se volvieron a repetir.

En el cielo se elevó una media luna y salieron las estrellas. Bernie se sorprendió de ver que las estrellas aparecían repentinamente de una en una. Cuando el cielo estuvo completamente negro, Bernie se levantó. Hora de irse. De repente, se quedó helado. Había oído un crujido a escasos metros de la entrada del carrascal. «¡Oh, Dios mío! -pensó-, ¡Dios mío!» Lo volvió a oír, procedente del mismo lugar. Apretando los dientes, separó con sumo cuidado las ramas de un arbusto y miró. Un pequeño venado pastaba la áspera hierba muy cerca de allí. Era muy joven, quizá la madre hubiera muerto abatida por un disparo de los guardias. Ahora que la nieve había desaparecido, el venado volvería a trepar por la montaña en busca de alimento. De repente, Bernie se emocionó; las lágrimas asomaron a sus ojos al tiempo que él levantaba la mano para enjugarlas. El venado lo oyó, levantó la cabeza, se volvió y huyó bajando estrepitosamente por la pendiente. Bernie contuvo la respiración para escuchar. Si lo estuvieran persiguiendo y estuvieran cerca de allí, aquel ruido les habría llamado la atención. Pero el silencio no se quebró. Volvió a salir de entre los arbustos. Soplaba un viento gélido. Se agachó y volvió a sentirse tremendamente expuesto al peligro. Después, hizo un esfuerzo por levantarse y empezó a bajar una vez más por la ladera. Faltaban siete kilómetros.

Se sorprendió de la cantidad de cosas que podía ver a la luz de la luna en cuanto los ojos se acostumbraban a ella. Se mantuvo a la sombra, siguiendo los senderos abiertos por los pastores, y caminó cuesta abajo sin detenerse. Calculaba que habrían transcurrido casi dos horas desde que dejara a Agustín; pero no podía estar seguro. Siguió bajando y deteniéndose de vez en cuando para recuperar el resuello y prestar atención desde detrás de una de las pequeñas carrascas que ahora eran cada vez más frecuentes. El hombro lo estaba matando y los pies ya le empezaban a doler. Aunque era como si llevara una eternidad corriendo cuesta abajo, la pierna mala seguía aguantando.

Después, al llegar a la cumbre de una pequeña loma, vio las luces de Cuenca directamente delante de él y sorprendentemente cerca: los puntos amarillos de las ventanas iluminadas. Un grupito de luces destacaba por debajo de las demás: las casas colgadas construidas en el mismo borde del peñasco. Respiró hondo. Había tenido suerte de salir justo al otro lado de la ciudad.

Ahora decidió ir más despacio, buscando todas las sombras. Unas nubes aparecieron surcando el cielo por delante de la cara de la luna y él agradeció los minutos adicionales de oscuridad que éstas le ofrecieron. Entonces distinguió el desfiladero y los negros machones del puente de hierro que lo cruzaban. Parecía increíblemente frágil, con un camino de madera peatonal lo bastante ancho para que pudieran caminar por él tres personas a un tiempo. Vio que sólo había unas cuantas casas construidas al borde del peñasco del otro lado. Eran mucho más pequeñas de lo que había imaginado.

La carretera que discurría paralela al desfiladero se distinguía claramente unos cien metros más abajo. Bernie se agachó tras un arbusto. No se veía a nadie. Los del campo ya habrían telefoneado a la Guardia Civil; quizás enviaran efectivos para vigilar el puente. Sin embargo, aquél no era el único puente, recordó que le había dicho Agustín; había otros más allá, otros medios de entrar en la ciudad. En caso de que el puente principal estuviera vigilado, Barbara lo esperaría en la catedral.

Oyó unas voces y se quedó petrificado. Voces de mujer. Un grupo de cuatro mujeres envueltas en pañolones negros, acompañadas de dos asnos cargados con leña. Las miró mientras pasaban por debajo de él; no alcanzaba a distinguir sus rostros, pero las ásperas voces parecían de ancianas. Llevaba tres años sin ver a una mujer. Recordó a Barbara esperándolo en su cama, y el corazón le empezó a latir con fuerza mientras una cálida saliva le subía a la boca. Se la tragó y respiró hondo.

Las mujeres y sus asnos se alejaron. Cruzaron el puente y desaparecieron. Bernie abandonó su refugio y contempló la carretera de abajo. Un poco más allá del puente vio una arboleda junto a la carretera. Aquél debía de ser el lugar. Casi no había ningún sitio donde esconderse; ahora tendría que caminar a lo largo de la ladera visible de la colina, de cara a la ciudad del otro lado del desfiladero. Se apartó de su refugio y empezó a avanzar muy despacio, deteniéndose en cada carrasca.

Mientras salía de detrás de un árbol oyó un sonido por encima de su cabeza, como un chasquido metálico. Se arrojó al suelo, esperando un disparo. No ocurrió nada. Abrió los ojos: sólo se distinguía la ladera desierta. Ligeramente por encima de él distinguió otra carrasca más grande, aislada de las demás. Le pareció que el sonido procedía de allí; pero, si fuera un guardia civil o un guardia del campo, ya habría disparado. Siguió adelante, volviéndose a cada momento a mirar el árbol, y ya no se oyó nada más. A lo mejor, había sido otro venado o una cabra.

Alcanzó la arboleda y se refugió en ella. También había unos arbustos espesos cuyas rígidas ramas le azotaron las piernas.

Desde allí no podía ver la carretera, pero tenía que permanecer escondido. Oiría acercarse a Barbara. Ella sabría que estaba allí. Barbara. Se estremeció, consciente del frío, ahora que había dejado de moverse. Y, cansado, le temblaban las manos y los pies. Se frotó las manos y se las sopló. Tendría que aguantar. No podía hacer más que esperar; esperar a que Barbara acudiera a rescatarlo.

46

Aquella mañana, Harry se había despertado temprano. Por primera vez en varias semanas le volvían a zumbar los oídos; no obstante, al permanecer tumbado el zumbido desapareció. Descorrió las cortinas, vio que la calle estaba cubierta de blanco y se desanimó por un instante. «Maldita sea -pensó-, más nieve.» Pero entonces se dio cuenta de que sólo era escarcha, una gruesa capa blanca sobre las aceras y la calzada. Lanzó un suspiro de alivio.

Sofía llegó a las nueve, según lo previsto. Harry le preparó el desayuno. Ambos estaban un poco apagados, ahora que había llegado el momento.

– ¿Has dormido bien? -le preguntó Sofía.

– No demasiado. Tengo el coche, un viejo Ford. Está fuera. ¿Y tú?

– Bien.

– ¿Has conseguido inventarte alguna excusa?

– Enrique está enfadado por tener que quedarse en casa con Paco. Le dije que nos habíamos tomado el día libre y quería venir con el niño. -Sofía meneó la cabeza-. Me duele tener que mentirles.

Harry tomó su mano.

– A partir de hoy, basta de mentiras. Vamos, tenemos que comer un poco. -Llevó unos platos de huevos revueltos al salón.

– ¿Cómo está Barbara? -preguntó Sofía, mientras desayunaban.

– Bien.

La víspera, tras haber recogido el automóvil en la embajada, Harry se había dirigido a casa de Barbara. Le había dicho que la noticia de la estafa de la mina de oro había llegado hasta el mismísimo Franco; ahora, lo más probable sería que las autoridades salieran en persecución de Sandy.

Se oyeron unas pisadas en la escalera. Ambos se pusieron tensos.

– Debe de ser ella -dijo Harry.

Barbara llevaba una mochila de gran tamaño y su pálido rostro parecía cansado.

– Perdonad que llegue un poco tarde -dijo, casi sin aliento-. Ha venido gente a las seis, cuando yo todavía estaba en cama. Una pareja de guardias civiles y alguien del Gobierno. Querían saberlo todo acerca de Sandy. Yo he interpretado el papel de la mujercita tonta y les he dicho que no sabía nada. -Se sentó y encendió un cigarrillo-. Les he dicho que se había largado hace un par de días. Me ha sido fácil engañarlos. Son de esos que no creen que las mujeres sirvan para nada. Se han llevado todo lo que había en su estudio, incluso su colección de fósiles. Casi lo he sentido por él.

Harry respiró hondo.

– Él se lo ha buscado, Barbara. -Harry descubrió que ya no sentía el menor afecto por Sandy. Éste no era más que un espacio en blanco.

– Pues sí -dijo Barbara, asintiendo con la cabeza-. Es verdad.

– Si ya lo tenemos todo, tendríamos que irnos -dijo Sofía. Fue por su abrigo y sacó una pesada pistola alemana, una Mauser. Se la entregó a Harry-. Llévala tú.

– De acuerdo. -Harry la examinó. Estaba limpia y lubricada, y las cámaras, cargadas. Se la guardó en el bolsillo. Barbara se estremeció levemente y miró a Sofía, que le devolvió serenamente la mirada. Harry se levantó-. Bueno, pues -dijo-. Lo repasamos todo en un momento y enseguida nos vamos.

Fuera hacía tanto frío que el mero hecho de respirar resultaba doloroso. Tuvieron que rascar la escarcha del parabrisas del Ford. Harry temía que el motor no arrancara, pero éste cobró vida de inmediato. La embajada británica cuidaba muy bien su parque automovilístico. Barbara y Sofía se acomodaron en la parte de atrás y se pusieron en marcha por la carretera de Valencia. Los tres estaban muy taciturnos; la cuestión de la pistola parecía haber levantado una barrera entre ellos. Al cabo de un rato, Sofía habló:

– Estoy pensando en lo que tendríamos que decir si alguien nos pregunta por qué hemos ido a una ciudad tan apartada como Cuenca. Podríamos decir que me habéis acompañado para averiguar alguna noticia acerca de mi tío. Esto también podría ser un motivo para visitar la catedral y examinar la lista de sacerdotes asesinados durante la guerra.

– ¿Crees que el nombre de tu tío podría constar en ella? -preguntó Barbara.

– Si fue asesinado, sí. -Sofía apartó la cabeza y, a través del espejo retrovisor, Harry la vio parpadear para reprimir las lágrimas. Y, pese a ello, estaba dispuesta a utilizar la tragedia de su familia para ayudarlos. Harry experimentó un sentimiento de amor y admiración.

Se pasaron toda la mañana en la carretera. En muchos lugares, la carretera se encontraba en muy mal estado y los obligaba a circular más despacio. Había muy poco tráfico y muy pocas ciudades; estaban en el corazón seco de Castilla. A primera hora de la tarde, la tierra empezó a elevarse y las laderas escarpadas de las colinas quebraron el pardo paisaje. Los riachuelos helados bajaban por los declives, destacando como delgadas y blancas cuchilladas sobre el oscuro terreno. «Frío como una llave -pensó Harry-, frío como una llave.»

Sobre las tres de la tarde vislumbraron una línea de bajas montañas de redondeadas cumbres en el horizonte. La campiña empezó a cambiar: ahora había más tierras de labranza; retazos de un brillante color verde en las zonas de regadío. Una gran ciudad apareció a lo lejos, un revoltijo de edificios blanco grisáceos que trepaban por una ladera tan empinada que parecían haber sido construidos los unos encima de los otros, cada vez más cerca del cielo. Llegaron a un cartel indicador en el que se informaba a los automovilistas de que estaban a punto de entrar en Cuenca. Barbara se inclinó hacia delante y tocó el brazo de Harry para señalarle un camino que se apartaba de la carretera y se adentraba en un terreno baldío por donde serpeaba tras una arboleda que ocultaría el automóvil de la carretera.

– Ése debe de ser el sitio.

Harry asintió con la cabeza y enfiló el camino mientras el vehículo brincaba sobre los congelados surcos. Se detuvo tras la arboleda. Al otro lado, el prado se elevaba suavemente hacia el horizonte.

– ¿Qué os parece?-preguntó.

– Nos pegaremos una caminata para volver -dijo Barbara.

– Tenemos que seguir el consejo de Luis. Dijo que era el escondrijo más cercano.

– De acuerdo.

Abrieron las puertas. Fuera, Harry se sintió repentinamente vulnerable y expuesto al peligro. Una brisa fría y cortante les alborotó el cabello mientras salían a la carretera. Harry se echó a la espalda la mochila con la ropa y la comida. Sofía se situó en el lado de la carretera que miraba a Cuenca.

– No veo la catedral -dijo Harry.

– Está justo en lo alto de la colina. Detrás se encuentra el desfiladero.

– ¿Y Tierra Muerta está al otro lado del desfiladero? -preguntó Barbara.

– Sí. -Sofía respiró hondo y echó a andar en dirección a la ciudad. Los demás la siguieron, bajando por la larga y desierta carretera.

Sólo un par de carros y un automóvil pasaron por su lado antes de llegar al puente tendido sobre un turbulento río de agua gris verdoso. Para entonces, el sol invernal ya estaba muy bajo sobre el horizonte. Pasaron por entre las casas humildes y destartaladas de la ciudad nueva, más allá de la estación del tren. Había muy poca gente y nadie les prestó demasiada atención. Se mantenían en actitud vigilante, temiendo la presencia de patrullas de la Guardia Civil en las calles; sin embargo, sólo un par de perros sarnosos les plantó cara: los animales emitieron ladridos furiosos, pero se escabulleron a toda prisa al verlos acercarse. Sus ladridos le hicieron recordar a Harry la jauría asilvestrada de Madrid y lo indujeron a acariciar con la mano la Mauser que guardaba en el bolsillo para mayor seguridad.

A continuación, iniciaron el ascenso pisando unos adoquines gastados hacia un encumbrado desierto de piedra cada vez más alto, mientras empezaban a caer las primeras sombras del ocaso. Las estrechas callejuelas se enroscaban progresivamente, subiendo cada vez más arriba. Las interminables casas de vecindad de tres o cuatro plantas de altura y varios siglos de antigüedad estaban descoloridas y con el revoque desconchado. Los edificios de apartamentos que se elevaban por encima de sus cabezas se convertían, cuando ellos ascendían a la siguiente calle, en un mar de tejados contemplado desde arriba. Las malas hierbas crecían entre los agrietados azulejos, el único verdor entre tanta piedra. Unos finos jirones de humo se elevaban al cielo desde las chimeneas y el olor a humo de leña y a excrementos de animales era más intenso que en Madrid. Casi todas las ventanas tenían las persianas cerradas; pero, de vez en cuando, se vislumbraban en ellas unos rostros que los miraban y rápidamente se apartaban.

– ¿Qué antigüedad tienen estos edificios? -le preguntó Harry a Sofía.

– No lo sé. Quinientos años, seiscientos. Nadie sabe quién construyó las casas colgadas.

Al llegar a una plazoleta situada a medio camino de la cuesta, se detuvieron para permitir el paso a un anciano que conducía un burro medio derrengado por el peso de la leña que llevaba encima.

– Gracias -dijo el hombre, mirándolos con curiosidad. Se detuvieron un momento para recuperar el resuello.

– Recuerdo todo esto -dijo Sofía-. A veces temía haberme extraviado.

– Todo está muy desolado -dijo Barbara.

El sol poniente arrojaba un frío resplandor sobre la calle, confiriendo un matiz rosado a los montículos de nieve congelada en las cunetas.

– No para una niña -dijo Sofía, sonriendo con tristeza-. Todas estas calles tan empinadas eran muy emocionantes. -Tomó a Harry del brazo y reanudaron su ascenso.

La vieja Plaza Mayor coronaba la cumbre de la colina en dos de cuyos lados se levantaban unos edificios municipales. El tercer lado caía en picado a la calle de abajo desde un pretil, pero el solar no estaba ocupado por ningún edificio y ofrecía con ello una despejada vista de la catedral que dominaba el cuarto lado con su enorme fachada cuadrada, tan sólida como amenazadora. Una ancha escalinata se elevaba en el lugar donde unos mendigos permanecían acurrucados en el profundo pórtico de una grandiosa entrada. Había un bar junto a la catedral, pero estaba cerrado; aparte de los mendigos, la plaza estaba desierta.

Permanecieron en pie delante del bar, mientras sus ojos recorrían rápidamente las ventanas cerradas que los rodeaban. Una anciana con un enorme fardo de ropa en la cabeza cruzó la plaza al tiempo que el eco de sus pisadas resonaba en medio del gélido crepúsculo.

– ¿Por qué está todo tan tranquilo? -preguntó Harry.

– Esta ciudad siempre ha sido muy tranquila. En un día como éste, la gente se suele quedar en casa para calentarse. -Sofía contempló el cielo. Unas nubes lo cubrían desde el norte.

– Deberíamos entrar en la catedral. -Barbara contempló la puerta tachonada de color marrón junto a la cual se acurrucaban los mendigos que los miraban en silencio-. Mejor que no nos vean.

Sofía asintió con la cabeza.

– Tienes razón. Tendríamos que buscar al vigilante. -Encabezó la marcha hacia la escalinata con los hombros encorvados y las manos profundamente hundidas en los bolsillos del viejo abrigo al pasar por delante de los mendigos; éstos alargaron las manos hacia ellos. Empujó la enorme puerta y ésta se abrió muy despacio.

La gigantesca catedral estaba desierta e iluminada tan sólo por la luz fría y amarillenta que se filtraba a través de las vidrieras de colores. El aliento de Harry formaba una nube en el aire delante de su rostro. Barbara se situó a su lado.

– Aquí parece que no hay nadie -murmuró.

Sofía avanzó muy despacio entre las altas columnas hacia el presbiterio donde un enorme cancel adornado con reluciente pan de oro se levantaba detrás de una alta reja. Contempló el cancel frunciendo el entrecejo; su figura, envuelta en el viejo abrigo negro, parecía más menuda de lo que era. Harry la rodeó con su brazo.

– Cuánto oro -dijo Sofía-. A la Iglesia jamás le ha faltado oro.

– ¿Dónde está el vigilante? -preguntó Barbara, acercándose a ellos.

– Vamos a buscarlo. -Sofía se separó de Harry y bajó por la nave. Los demás la siguieron. La pesada mochila se clavaba en los hombros de Harry.

A la derecha, una inmensa vidriera de colores permitía el paso de una luz cada vez más pálida. Bajo la vidriera había un estrecho confesionario de madera oscura. La luz se fue apagando mientras ellos seguían avanzando por el templo. Harry experimentó una violenta sacudida al ver una figura de pie en una capilla lateral. Barbara se agarró a su brazo.

– ¿Qué es eso?

Mirando con más detenimiento, Harry vio que era un retablo en tamaño natural de La Última Cena. El que le había provocado el sobresalto era Judas, un Judas sorprendentemente realista labrado en el acto de levantarse de la mesa. Su rostro, vuelto ligeramente hacia el Maestro al que estaba a punto de traicionar, resultaba brutalmente frío y calculador, con la boca entreabierta como si estuviera emitiendo un gruñido siniestro. A su lado, Jesús, vestido con una túnica blanca, permanecía sentado de espaldas a la nave.

– Impresionante, ¿verdad?

– Sí.

Harry miró a Sofía, que caminaba un poco por delante de ellos con las manos todavía tan profundamente metidas en los bolsillos que las costuras de los hombros amenazaban con abrirse. Sofía se detuvo y, cuando ellos la alcanzaron, se volvió y le dijo a Harry en voz baja:

– Mira, está allí, en aquel banco.

Un hombre permanecía sentado junto a una capilla de la Virgen, casi invisible en medio de la oscuridad. Se acercaron a él en silencio. De pronto, Harry oyó un áspero y repentino jadeo por parte de Sofía, que estaba contemplando una lápida nueva empotrada en el muro. En unas hornacinas laterales ardían unas velas y, delante de ellas, descansaba un ramillete de eléboros negros. Por encima de una lista de nombres, figuraba la inscripción «Caídos por Dios y por la Iglesia».

– Aquí está -dijo Sofía-. Mi tío. -Los hombros se le encorvaron. Harry la rodeó con su brazo. Era tan menuda, tan delicada.

Sofía volvió a apartarse.

– Tenemos que reunimos con el vigilante -dijo en un susurro.

El hombre se levantó del banco al verlos acercarse. Era viejo, bajito y de complexión fuerte y vestía un traje gastado y una camisa raída. Los estudió a todos con unos penetrantes ojos azules que destacaban en un rostro hostil y desconfiado surcado por múltiples arrugas.

– ¿Viene usted de parte de Luis, el hermano de Agustín? -le preguntó a Barbara.

– Sí. ¿Es usted Francisco?

– Me dijeron que esperara sólo a una inglesa. ¿Por qué han venido tres personas?

– Los planes han cambiado. Luis ya lo sabe.

– Agustín dijo que una sola persona. -Los ojos del anciano miraron nerviosamente a unos y a otros.

– Tengo el dinero -dijo Harry-. Pero ¿es seguro esperar y traer aquí a nuestro amigo?

– Creo que sí. Hoy no hay ninguna función vespertina. Hace frío. No ha venido nadie esta tarde, excepto la hermana del padre Belmonte. -Señaló brevemente con la cabeza la placa conmemorativa-. Con unas flores. Fue uno de los que murieron mártires por España -añadió con intención-. Cuando los sacerdotes fueron asesinados y las monjas violadas para dar gusto a los rojos.

«Es del bando nacional», pensó Harry.

– Aquí tenemos las trescientas pesetas.

El anciano alargó una mano.

– Pues démelas.

– Cuando llegue el hombre al que hemos venido a buscar. -Harry procuró que su voz sonara seca y autoritaria como la de un oficial del ejército-. Éste fue el trato.

Se metió una mano en el bolsillo y le mostró al viejo el fajo de billetes ladeando el cuerpo de manera que éste pudiera vislumbrar también fugazmente la pistola.

El hombre abrió los ojos como platos y asintió con la cabeza.

– Sí, sí.

Harry consultó el reloj.

– Hemos llegado antes de lo previsto. Tendremos que esperar un poco.

– Pues esperen. -El vigilante se volvió y regresó a su banco. Se sentó allí a vigilarlos.

– ¿Nos podemos fiar de él? -preguntó Barbara en voz baja-. Se le ve muy hostil.

– Porque lo es -replicó Sofía en tono cortante-. Es partidario de los otros. ¿Crees que la Iglesia contrata a republicanos?

– El hermano de Luis se debe de fiar de él -dijo Harry-. Y le podrían pegar un tiro si esto fallara. -Se fueron a sentar en un banco desde el cual podían ver tanto al vigilante como la entrada-. Son las seis y diez -dijo Harry-. Sofía, ¿cuánto se tarda en llegar al puente desde aquí?

– No mucho. Unos quince minutos. Tenemos que esperar un cuarto de hora más. Yo te acompaño… rodearemos la iglesia por detrás y enseguida estaremos en el desfiladero y el puente.

Barbara respiró hondo.

– Déjame allí y vuelve, Sofía. Él espera que yo acuda sola.

– Lo sé. -Sofía se inclinó hacia delante y le apretó el brazo a Barbara-. Todo irá bien, todo irá bien.

Barbara se ruborizó ante aquel inesperado gesto.

– Gracias. Siento lo de tu tío, Sofía.

Sofía asintió tristemente con la cabeza.

Harry pensó en el anciano sacerdote fusilado ante un paredón. Se preguntó si unas imágenes parecidas pasarían también por la mente de Sofía. La volvió a rodear con el brazo.

– Sofía -dijo Barbara en voz baja-. Os quería decir una cosa… os agradezco mucho que hayáis venido. Ninguno de los dos tenía por qué hacerlo.

– Yo sí -dijo Harry-. Por Bernie.

– Y yo quisiera poder hacer algo más -terció Sofía con repentino ardor-. Me gustaría que se volvieran a levantar barricadas, porque esta vez yo empuñaría un arma. No tendrían que haber ganado. Mi tío tampoco habría muerto si ellos no hubieran empezado la guerra. -Se volvió para mirar a Barbara-. ¿Te parezco muy dura?

Barbara lanzó un suspiro.

– No. A veces es difícil, para alguien como yo, comprender todo lo que habéis sufrido.

Harry apretó la mano de Sofía.

– Tú te esfuerzas todo lo que puedes en ser dura; pero, en realidad, no lo quieres ser.

– No me ha quedado más remedio.

– Todo será distinto en Inglaterra.

Permanecieron sentados un rato en silencio. Después, Sofía levantó un poco la manga de la camisa de Harry para consultar el reloj.

– Las seis y media -dijo-. Ya tendríamos que irnos. -Miró al vigilante-. Tú quédate aquí, Harry, no le quites los ojos de encima. Dale la mochila a Barbara.

Harry no quería dejarla.

– Tendríamos que ir los tres juntos.

– No. Uno de nosotros se tiene que quedar aquí.

Harry le soltó la mano y ambas mujeres se levantaron. Después, de espaldas al vigilante, Harry extrajo el arma.

– Creo que es mejor que la llevéis. Por si hubiera algún problema. No para disparar, sino sólo para amenazar. -Se la ofreció a Sofía, sujetándola por la culata, pero Sofía vaciló; ahora no le apetecía llevarla. Barbara alargó la mano y la asió con delicadeza.

– Yo la llevo -dijo, guardándosela en el bolsillo. Harry le pasó la mochila y sonrió con ironía-. Es curioso, pero te da una sensación de seguridad. -Respiró hondo-. Vamos, Sofía.

Ambas mujeres se encaminaron hacia la salida. La puerta se abrió con un chirrido y se volvió a cerrar a su espalda. Harry experimentó la separación de Sofía como un dolor físico. Miró al viejo y percibió la hostilidad de sus ojos.

47

Fuera, ya estaba casi oscuro. Barbara se colocó la mochila con la ropa y la comida en el centro de la espalda. Pesaba mucho. Los mendigos ya no estaban. Las nubes tapaban la luna, pero las farolas de la calle ya estaban encendidas. Sofía encabezó la marcha hacia una callejuela que discurría por el lateral de la catedral. Conducía a una calle más ancha, con la parte posterior de la catedral a un lado. Al otro, más allá del pretil de piedra, la calle daba a un ancho y profundo desfiladero. Barbara miró al otro lado del precipicio. Algo más adelante, un puente peatonal sostenido por unos pilares de hierro cruzaba la garganta.

– O sea que ya estamos -dijo Barbara.

– Sí, el puente de San Pablo. Nadie lo vigila -dijo Sofía con emoción-. Las autoridades aún no se habrán enterado de la fuga.

– Eso si es que se ha fugado.

Sofía señaló las colinas.

– Mira, aquello es Tierra Muerta. Bajará por allí.

A su derecha, Barbara vio las luces de las casas construidas al borde del precipicio y los balcones colgados sobre el profundo abismo.

– Las casas colgadas -dijo Sofía.

– Impresionante.

De repente, Barbara se tensó al oír el rumor de unas fuertes pisadas acercándose por una calle lateral. Apareció un hombre envuelto en una larga capa negra y con una franja blanca en el cuello. Un sacerdote. Era joven, de unos treinta años, llevaba gafas y, bajo un cabello pelirrojo casi del mismo color que el suyo, mostraba un semblante redondo y risueño. Parecía preocupado; pero, al verlas, esbozó una sonrisa.

– Buenas tardes, señoras. Ya es tarde para pasear por la calle.

«Maldita sea», pensó Barbara. Sabía que los curas acostumbraban a interrogar a las mujeres por la calle y enviarlas a casa. Sofía bajó modestamente los ojos.

– Ya vamos de vuelta, señor.

El sacerdote miró a Barbara con curiosidad.

– Disculpe, señora, pero ¿es usted extranjera?

Barbara adoptó un tono jovial.

– Soy inglesa, señor. Mi marido trabaja en Madrid. -Era consciente del peso de la pistola contra su costado.

– ¿Inglesa? -El cura la miró inquisitivamente.

– Sí, señor. ¿Ha estado usted en Inglaterra?

– Pues no. -El cura estaba a punto de añadir algo más, pero se abstuvo de hacerlo-. Está oscureciendo -añadió con dulzura, como si hablara con una niña-. Ya deberían regresar a casa.

– Estábamos a punto de hacerlo.

El sacerdote se volvió hacia Sofía.

– ¿Es usted de Cuenca?

– No. -Sofía respiró hondo-. He venido a ver la placa conmemorativa de la catedral. Mi amiga me ha acompañado desde Madrid. Yo tenía un tío aquí, un sacerdote.

– Ah. ¿Lo martirizaron en el treinta y seis?

– Sí.

El cura asintió tristemente con la cabeza.

– Cuántos muertos. Hija mía, la veo un poco amargada, pero creo que tenemos que empezar a perdonar para que España pueda renacer. Ha habido demasiada crueldad.

– No es un sentimiento muy extendido -dijo Sofía.

El sacerdote sonrió con tristeza.

– No -convino. Se hizo una breve pausa y después el sacerdote preguntó como quien no quiere la cosa-: ¿Dónde se alojan?

Sofía vaciló.

– En el convento de San Miguel.

– Vaya. Yo también. Pero sólo por un par de noches. A lo mejor, las veré después a la hora de cenar. Soy el padre Eduardo Alierta.

Saludó con una inclinación de la cabeza y después se volvió hacia k calle que conducía a la catedral. Sus pisadas se perdieron lentamente. Las mujeres se miraron.

– Hemos tenido suerte -dijo Sofía-. Algunos curas se habrían empeñado en acompañarnos al convento.

– Si va al convento, descubrirá que allí nadie sabe nada de nosotras.

Sofía se encogió de hombros.

– A la hora de cenar ya nos habremos ido.

– Parecía triste. Casi todos los curas me parecen severos; pero él, en cambio, daba la impresión de estar triste.

– Casi toda España está triste -dijo Sofía-. Vamos.

Mientras se dirigían al puente, el corazón de Barbara se puso a palpitar con fuerza. Se notaba la boca seca y en su mente se agolpaban las imágenes de Bernie, pero de Bernie tal como era antes. ¿Cómo sería ahora? Se agarró al refuerzo metálico del puente y contempló el paso peatonal de abajo, unas tablas de madera tendidas sobre un retículo de hierro. El otro extremo del puente no era más que un perfil borroso en la oscuridad.

– Vuelve con Harry -le dijo a Sofía-. Regresaré dentro de una hora, espero.

– De acuerdo. -Sofía le dio un rápido abrazo-. Todo irá bien, ya verás. Dile al brigadista que una amiga española está deseando conocerlo.

– Se lo diré.

Sofía la besó en la mejilla e inmediatamente dio media vuelta y se alejó por el camino. Volvió una sola vez la vista atrás y después desapareció por la callejuela que había seguido el sacerdote.

Barbara se quedó sola en la calle desierta y silenciosa. Unas pulsaciones de emoción le latían en la garganta. Dio un paso adelante y se agarró a la barandilla. El metal estaba frío. Con la otra mano sujetó el arma que guardaba en el bolsillo. «Ten cuidado -se dijo-. No vayas a apretar el gatillo y herirte en la pierna. Ahora no.» Entró en el puente y avanzó muy despacio, por si hubiera hielo en las tablas del suelo. Seguía sin ver el otro lado del puente, sólo la mole de la colina algo más oscura que el cielo. Echó a andar. Una ligera brisa tremendamente fría soplaba por el valle del río. Todo estaba en silencio, no se escuchaba el menor ruido del río de abajo; desde arriba, sólo podía ver la negrura que se extendía bajo sus pies y alrededor del estrecho puente de hierro. Por un instante, experimentó una sensación de vértigo y la cabeza empezó a darle vueltas.

«¡Cálmate!» Respiró hondo un par de veces y siguió adelante. Notó algo frío en la mejilla y se dio cuenta de que había empezado a nevar ligeramente.

De pronto, oyó unas pisadas que cruzaban el puente desde el otro lado. Contuvo la respiración. ¿Sería Bernie? ¿Y si las hubiera visto a ella y a Sofía al otro lado y hubiera decidido cruzar el puente para reunirse con ella? No, seguramente habría preferido permanecer escondido hasta que pudiera quitarse la ropa de presidiario; debía de ser alguien de la ciudad.

Las pisadas sonaban más cerca; ahora percibía las pequeñas reverberaciones a través de las tablas de madera. Siguió adelante, aferrada a la barandilla mientras se esforzaba por conseguir que su rostro mostrara una expresión relajada.

Apareció una alta figura masculina envuelta en un grueso abrigo. Caminaba por el centro del puente sin tocar la barandilla. Poco a poco distinguió su rostro, vio los ojos que la miraban fijamente. El corazón se le paró un segundo antes de volver a palpitar.

Sandy se detuvo a unos tres metros de ella en el centro del puente, con una mano en el bolsillo del abrigo y la otra cerrada en puño al costado. Se había afeitado el bigote y su rostro ofrecía otro aspecto, mofletudo y amarillento. Sus labios se abrieron en la ancha sonrisa de costumbre.

– Hola, cariño -dijo-. ¿Te sorprende verme? ¿Esperabas a otro?

En el interior de la catedral, el anciano se levantó y se acercó con paso cansino a un interruptor de la pared. Un sonoro clic sobresaltó a Harry mientras se encendía una luz eléctrica sobre el altar y el blanco resplandor del sodio hacía palidecer el revestimiento dorado de la reja que había delante. Vio al anciano regresar a su asiento. Pensó que ojalá tuviera la pistola. Ya se había acostumbrado a su reconfortante presencia. Como en la guerra. Cruzó por su mente un rápido flash de la playa de Dunkerque.

Se levantó y empezó a pasear arriba y abajo para entrar un poco en calor. Si al menos Sofía se diera prisa; ahora ya tendría que estar de vuelta. Para ella había sido muy duro ver el nombre de su tío en la lápida conmemorativa.

Giró en redondo al oír el chirrido de la puerta. Quien acababa de entrar no era Sofía, sino un alto sacerdote pelirrojo. Harry se dejó caer en el banco más cercano, entrelazó las manos e inclinó la cabeza como si estuviera rezando. Vio a través de las rendijas de entre los dedos cómo el sacerdote se acercaba al altar mayor y se arrodillaba delante de él. Después el cura se santiguó y se acercó a Francisco. El anciano se levantó del banco muy nervioso. Harry juntó fuertemente las manos. ¿Y si el viejo se asustara y los traicionara?

– Buenas tardes, señor -dijo el cura amablemente-. Estoy de visita en la ciudad y me quedaré un par de noches en el convento. Me gustaría quedarme un rato a rezar.

– Pues claro, padre.

– Está todo muy tranquilo esta tarde.

– Con este tiempo, hay muy pocos visitantes.

– La verdad es que hace mucho frío. Pero nunca demasiado para rezar.

El sacerdote se acercó a los bancos y eligió uno situado unas filas más adelante que la de Harry. Parecía preocupado y no daba muestras de haber reparado en la presencia del otro penitente en medio de la penumbra. Francisco volvió a sentarse. Sus ojos se desviaron rápidamente de Harry al sacerdote, el cual se había arrodillado y se cubría el rostro con las manos.

La puerta se volvió a abrir. Harry miró rápidamente al sacerdote, pero éste siguió rezando mientras entraba Sofía. Para su sorpresa, Sofía se dirigió rápidamente al feo confesionario situado bajo la vidriera y se pegó contra su costado para esconderse. Harry se levantó, perplejo. Se golpeó la rodilla contra el banco y apretó los dientes al oír el ruido y experimentar un intenso dolor. Se acercó muy despacio al confesionario para amortiguar con ello el eco de sus pisadas, consciente de que el sacerdote levantaría la vista en caso de que oyera correr a alguien en el recinto sagrado. Pero el sacerdote seguía rezando de rodillas.

– ¿Qué ocurre? -preguntó en un susurro inquieto-. ¿Barbara se encuentra a salvo?

– Sí. La dejé en el puente. Pero es que nos cruzamos por el camino con este sacerdote pelirrojo. Le expliqué que nos alojábamos en el convento y que ya íbamos directamente para allá. No conviene que me vea aquí contigo. Y, cuando Barbara venga con Bernie…

– Tendré que decirle al viejo que se libre de él.

Sofía meneó enérgicamente la cabeza, con semblante atemorizado.

– No le va decir a un cura que abandone la catedral.

– Tendrá que hacerlo. -Harry le apretó el brazo para darle ánimos y bajó con paso decidido por la nave hasta el lugar donde se encontraba Francisco.

Barbara se detuvo en seco, sujetando con fuerza la barandilla. -¿Se te ha comido la lengua un gato? -preguntó Sandy en tono burlón-. ¿Recuerdas la llamada que te hizo aquel guardia de la prisión?

Yo la escuché; levanté el auricular al mismo tiempo que tú. -Hablaba en tono amable y reposado-. Después abrí tu escritorio y vi todo lo que guardabas allí. El plano con los arbustos del puente marcados.

– Pero ¿cómo lo pudiste abrir?

– Me hice un duplicado de la llave del escritorio cuando lo compré. Siempre tengo duplicados de todo lo que compro que tenga cerradura. Especialmente, cuando es para otra persona. Una vieja costumbre. -Barbara no dijo nada; se limitó a mirarlo, respirando entre dolorosos jadeos-. ¿Desde cuándo sabes que Piper está vivo? -le preguntó Sandy-. ¿Cuánto tiempo llevas planeando todo esto?

– Un par de meses -contestó Barbara en un susurro. Estudió su rostro. ¿Qué se propondría hacer? Sus ojos la miraban con furia asesina. A pesar del frío, tenía la frente empapada de sudor.

Un músculo de su mejilla se contrajo involuntariamente.

– ¿Brett también estaba metido en esto?

– No.

Bernie ignoraba que Harry estaba allí. Barbara contempló la mano que Sandy se había metido en el bolsillo. Vio un bulto. ¿Él también iba armado?

– Han estado en casa, buscándote -dijo. El corazón le palpitaba con tal fuerza que le costaba mucho evitar que le temblara la voz, pero tenía que hacerlo-. La policía. Se llevaron todo lo que guardabas en el despacho.

– Sí. Me imaginaba que lo habrían hecho. Tengo un pasaporte que me permitirá embarcar. Pertenecía a uno de los judíos franceses que se dirigían a Lisboa, pero ahora le he colocado mi fotografía y saldré por Valencia. Decidí pasar por aquí de camino.

Barbara asió el arma, rodeando el gatillo con los dedos.

– ¿Dónde está Pilar? -preguntó.

Ahora su voz sonaba más firme.

– Se ha ido. Le pagué para que se largara. Sólo fue una pequeña diversión. Nada tan importante como tu manera de traicionarme. -Le arrojó la palabra en un sibilante susurro de rabia, respiró hondo y siguió burlándose de ella-. Pues vaya, el gusano se ha convertido en un dragón. Y pensar que soy yo quien te ha hecho. Debería haber dejado que te pudrieras en Burgos. -Barbara no contestó, se limitó a mirarlo en silencio. Sandy volvió la cabeza hacia el fondo del puente-. Él está por ahí, esperando carretera arriba entre unos árboles. Lo he visto. Lo esperaba escondido detrás del tronco de un árbol. Iba a matarlo. Quería que te lo encontraras muerto. Pero él me oyó cuando estaba encendiendo un puro detrás de un árbol y eso lo puso sobre aviso, así que me vine para acá. A fin de cuentas, no hay nada más peligroso que un hombre acorralado. No creo que nos esté viendo en este extremo del puente. -Sandy inclinó la cabeza hacia su bolsillo-. Por cierto, voy armado.

Barbara apenas podía distinguir la arboleda situada a unos cuantos cientos de metros carretera arriba. ¿Estaría Bernie realmente allí?

– ¿Por qué, Sandy? -preguntó-. Quiero decir, ¿de qué sirve… de qué sirve eso ahora? Todo ha terminado.

Sandy seguía hablando en voz baja, pero el tono se había vuelto muy frío.

– En el colegio me trataba como un trozo de mierda, lo mismo que mi maldito padre. Hizo todo lo posible por apartar a Harry de mí. Y ahora ha conseguido que me traiciones y lo saques de la prisión. Bueno, pues ahora me vengaré. -Sandy volvió a sonreír; una sonrisa extraña, casi infantil-. Me vengaré; hablo en serio. -Barbara se echó involuntariamente hacia atrás. Ahora había en su voz algo de profundamente salvaje y trastornado-. No me mires de esta cochina manera -dijo-. ¿Acaso he hecho yo algo peor que lo que Piper y todos los demás ideólogos le hicieron a España, eh? ¿He hecho yo algo peor?

– Bernie no me ha hecho hacer todo esto, Sandy; la idea fue mía. Hasta hace muy poco, él ni siquiera lo sabía.

– Pero, aun así, he sido traicionado -dijo Sandy-. No permitiré que me vuelva a ocurrir. No permitiré que me dejen tirado como un trapo. Y, si éste es mi destino, lucharé hasta el final. Te juro que lo haré. -Sus ojos oscuros estaban a punto de saltársele de las órbitas. Barbara no contestó. Ambos se miraron un momento en silencio entre ocasionales copos de nieve. Sandy respiró hondo, cerró los ojos y, cuando habló, lo hizo en afable tono familiar-. ¿Cómo llegaste aquí? ¿En tren?

– Sí.

Sandy ignoraba que Harry y Sofía estuvieran allí, creía que Barbara estaba sola. Pero, desde la catedral, los otros no podían ayudarla.

– Supongo que en esta mochila llevas una muda de ropa para él.

– Sí.

– Pues, bueno, yo te voy a decir lo que puedes hacer. Puedes dar media vuelta y regresar por dónde has venido. Puedes volver a Inglaterra. Después yo me encargaré de él. -Inclinó de nuevo la cabeza hacia el bolsillo-. Me encantaría liquidarte a ti también, pero un disparo desde aquí se podría oír. -Se inclinó hacia delante, haciendo visajes-. Simplemente, no olvides durante el resto de tu vida que yo te perdono, no olvides que el que ha ganado soy yo. -Pronunció las palabras casi entre dientes; parecía un niño tontito. Hizo señas con la cosa que guardaba en el bolsillo-. Y ahora, da media vuelta y echa a andar. -Barbara se soltó de la barandilla y respiró hondo-. Adelante -dijo Sandy, levantando la voz-. Ya. De lo contrario, te pego un tiro, me cago en la puta. Tres años, me pasé construyéndote de la nada para que ahora me traiciones. Puta de mierda. Vamos, da la vuelta y camina.

Barbara se metió la mano en el bolsillo y extrajo la Mauser. La sujetó con ambas manos y extendió los brazos quitándole el seguro mientras le apuntaba contra el pecho.

– Arroja el arma por el puente, Sandy. -Se sorprendió de lo clara que le había salido la voz. Separó las piernas para conservar mejor el equilibrio-. Hazlo ya. Hazlo ahora mismo o te mato. -Mientras lo decía, supo con toda certeza que podría hacerlo si no le quedaba más remedio.

Sandy retrocedió y la miró con asombro.

– Tú… ¿tú tienes un arma?

– Saca la tuya del bolsillo, Sandy. Despacito.

Sandy apretó los puños.

– Puta.

– ¡Arroja el arma al agua!

Sandy la miró a los ojos y después se sacó muy despacio la mano del bolsillo. «A ver si ahora la saca y me pega un tiro», pensó Barbara. Pero ella dispararía primero. No permitiría que Sandy acabara con Bernie, no lo permitiría.

Sandy sacó una piedra de gran tamaño. La miró, miró sonriendo a Barbara y se encogió de hombros.

– No tuve tiempo de conseguir un arma. Iba a machacarle el cerebro a Piper con esto. -Soltó la piedra al suelo del puente y ésta se desvió hacia un lado y se perdió en el vacío. No se oyó el menor ruido cuando llegó al agua de abajo, estaba demasiado lejos.

Barbara recorrió rápidamente con los ojos sus bolsillos restantes.

– Colócate las manos en la cabeza -dijo.

Su rostro se volvió a ensombrecer, pero hizo lo que ella le ordenaba.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó. Ahora había temor en su voz, algo que ella jamás había visto. Se alegró; él había comprendido que hablaba en serio. Pensó rápidamente.

– Vamos a cruzar de nuevo el puente para ir junto a Bernie.

– No. -El rostro de Sandy se aflojó-. Así, no.

Barbara le apuntó a la cabeza con el arma.

– Date la vuelta.

Sandy vaciló.

– Está bien.

Se volvió y echó a andar muy despacio para regresar por donde había venido. Barbara lo siguió a la distancia de un brazo, por si él se diera repentinamente la vuelta y tratara de agarrarla. Llegaron al final del puente y pisaron la hierba del borde de la carretera. Había dejado de nevar y la luna había asomado por detrás de las nubes.

– Quieto -dijo Barbara.

Sandy se detuvo. Estaba ridículo allí de pie, con las manos en la cabeza. Barbara tenía que pensar qué hacer ahora. Se volvió para mirar hacia la arboleda. «¿Bernie nos puede ver? -se preguntó-. ¿Qué vamos a hacer con Sandy?» Sabía que ella no le podría disparar a sangre fría, pero Bernie probablemente lo hiciera.

De pronto, oyó un repiqueteo de pisadas. Se volvió y vio a Sandy corriendo por el puente. Había actuado con la rapidez de un rayo en cuanto ella había apartado la vista.

– ¡Quieto! -Sandy empezó a correr en zigzag de uno a otro lado del puente. Barbara trató de apuntar contra él, pero le fue imposible. Recordó lo que él había dicho anteriormente sobre el eco que provocaría un disparo desde aquel lugar. Barbara inclinó el arma mientras Sandy alcanzaba el otro lado del puente y echaba a correr volviéndose a cada momento mientras zigzagueaba colina arriba. Sandy desapareció entre los árboles. Barbara oyó el crujido y el susurro de las ramas.

Inclinó otra vez el arma. «Deja que se vaya -pensó-, no puedes correr el riesgo de disparar.» No iba armado y no podía ir a la ciudad y denunciarla a las autoridades… a él también lo andaban buscando.

Apuró el paso carretera arriba, mirando constantemente hacia la ladera de la colina y sintiéndose sola y expuesta al peligro. Contempló las luces de la ciudad al otro lado del desfiladero y distinguió la oscura mole de la catedral donde Harry y Sofía la estarían esperando. Encontró la arboleda. Todo estaba oscuro y en silencio. ¿Le habría mentido Sandy, estaría Bernie allí realmente? Levantó los ojos hacia la escarpada ladera e inició el ascenso. Se dio cuenta de que todavía sostenía el arma en la mano y se la guardó en el bolsillo. Sus pies resbalaban sobre la hierba congelada. Volvió la vista hacia la carretera y el puente, ambos todavía desiertos. Se preguntó dónde habría aprendido a decir aquellas cosas, «manos arriba» y «manos en la cabeza». Una década de películas, suponía, ahora todo el mundo conocía esas cosas.

– Bernie -gritó hacia los árboles en un susurro sonoro. No hubo respuesta-. Bernie -repitió un poco más alto.

Se oyó un murmullo de ramas desde el interior de la arboleda. Se puso tensa y volvió a sacar la pistola mientras un hombre aparecía de entre las sombras. Barbara vio una figura demacrada envuelta en un abrigo raído, una barba y una cojera de anciano. Creyó que era un vagabundo e hizo ademán de sacar el arma.

– Barbara -lo oyó llamarla, oyó su voz por primera vez en más de tres años. Se adelantó. Ella abrió los brazos y él se arrojó a ellos.

El anciano Francisco había sacado un rosario y pasaba nerviosamente las cuentas con sus inquietas manos. Harry se inclinó y acercó los labios a la peluda oreja del viejo.

– Tiene que pedirle al cura que se vaya. Vio a mis amigas en la calle. Ellas le dijeron que iban al convento. Si vuelven y él las ve, les hará preguntas.

– No le puedo decir a un sacerdote que está rezando a Nuestro Señor que se vaya de la catedral -contestó Francisco en un susurro enfurecido.

– Tiene que hacerlo. -Harry lo miró a los ojos-. De lo contrario, todos correríamos peligro. Y no habría dinero.

Francisco se pasó una mano callosa por la barba de las mejillas.

– Mierda -murmuró-. ¿Por qué tuve que meterme en esto?

Los bisbiseos del sacerdote habían cesado. Éste se había apartado las manos del rostro y permanecía arrodillado, contemplándose las palmas. No podía haber entendido las palabras pronunciadas en voz baja, pero tal vez el apremiante tono de voz de Harry hubiera llegado a sus oídos. «Maldita sea -pensó Harry-, maldita sea.» Habló de nuevo en susurros.

– Ahora no está rezando. Dígale que ha habido una emergencia familiar y que tiene que cerrar un rato la catedral.

El cura se levantó y se acercó a ellos mientras alrededor de sus piernas se escuchaba el frufrú de la capa negra. Francisco se levantó. El sacerdote lo miró sonriendo.

– ¿Le ocurre algo, abuelo?

– Me parece que su mujer se ha puesto enferma -dijo Harry, procurando que su acento sonara más español-. Soy médico. Nos haría usted un gran favor, padre, si él pudiera cerrar la catedral e irse a casa junto a ella. Yo iré a buscar al otro vigilante.

El sacerdote le dirigió una mirada inquisitiva. Harry pensó en lo fácil que sería obligarlo a obedecer por la fuerza. Era joven, pero parecía un poco blandengue.

– ¿De dónde es usted, doctor? No reconozco su acento.

– De Cataluña, padre. Pero vine a parar aquí después de la guerra.

Francisco señaló a Harry.

– Padre, él tiene… tiene… -Pero no pudo seguir e inclinó la cabeza.

– Si usted quiere, puedo esperar a que vaya en busca del otro hombre.

Francisco tragó saliva.

– Por favor, padre, las normas dicen que la catedral se tiene que cerrar si no hay un vigilante.

– Es mejor que cerremos la catedral -dijo Harry-. Acompañaré a Francisco a su casa; la casa del deán nos viene de camino y podré avisar al otro hombre.

El cura asintió con la cabeza.

– Muy bien. De todos modos, ya tendría que estar en el convento. ¿Cómo se llama su esposa?

– María, padre.

– Muy bien. -El cura dio media vuelta-. Rezaré a la Virgen por su recuperación.

– Sí. Rece por nosotros. -Justo en aquel momento el anciano se vino abajo y se disolvió en un mar de lágrimas mientras se cubría el rostro con las manos. Harry le hizo una seña con la cabeza al cura.

– Yo cuidaré de él, padre.

– Vaya con Dios, abuelo.

– Vaya usted con Dios, padre. -La respuesta del vigilante fue un murmullo avergonzado. El sacerdote le tocó el hombro. Finalmente, se alejó por la nave central y salió a la plaza.

Francisco se enjugó el rostro sin mirar a Harry.

– Me ha hecho avergonzar, cabrón rojo. Me ha hecho avergonzar en este lugar sagrado.

Bernie y Barbara se abrazaron con fuerza. Ella percibió la aspereza del tejido de su abrigo que parecía de arpillera y respiró aquel repugnante olor; pero el cálido cuerpo que había debajo era el suyo.

– Bernie, Bernie -le dijo.

Él se apartó y la miró. Tenía el rostro enjuto sucio de tierra y la barba enmarañada.

– Dios mío -exclamó-. ¿Cómo lo has hecho?

– Tenía que hacerlo, tenía que encontrarte. -Barbara respiró hondo-. Pero debemos marcharnos de aquí. -Miró hacia lo alto de la colina-. Sandy ha estado aquí hace un rato.

– ¿Forsyth? ¿Lo sabe?

– Sí. -Barbara le explicó rápidamente lo ocurrido. Bernie abrió enormemente los ojos cuando ella le dijo que Harry los esperaba en la catedral con su novia española.

– Harry y Sandy. -Bernie meneó la cabeza y rió sin dar crédito-. Y Sandy está por aquí arriba. -Levantó los ojos hacia lo alto de la colina-. Debe de estar loco.

– Se ha ido. No volverá mientras yo vaya armada.

– ¿Tú con una pistola? ¡Oh, Barbara, lo que has hecho por mí! -Se le quebró la voz a causa de la emoción. Barbara respiró hondo. Ahora tenía que ser práctica. Sandy se había ido, pero había otros muchos peligros.

– Aquí tengo un poco de ropa. Te podrías cambiar y afeitarte la barba. No, no hay luz suficiente para eso, lo tendremos que hacer en la catedral. Pero cámbiate.

– Sí. -Bernie le tomó las manos-. ¡Dios mío!, has pensado en todo. -La estudió en medio de la oscuridad-. ¡Qué distinta te veo!

– Yo a ti también.

– La ropa. Y te has puesto perfume. Antes no lo hacías. Huele raro.

Barbara se agachó y empezó a sacar el contenido de la mochila. Era muy difícil ver algo allí entre los árboles; debería haber llevado una linterna.

– Aquí traigo un abrigo muy calentito.

– ¿Habéis cruzado la ciudad?

– Sí. Estaba todo muy tranquilo.

– En estos momentos, el campo de prisioneros ya habrá comunicado la noticia por radio a la Guardia Civil.

– No vimos a ningún guardia.

– ¿Lleváis automóvil?

– Sí, uno con matrícula diplomática. El de Harry. Está escondido fuera de la ciudad, te acompañaremos a la embajada. Están obligados a acogerte.

– ¿Y eso no le supondrá ningún problema a Harry?

– No sabrán que ha intervenido. Te dejaremos fuera y tú podrás decir que robaste la ropa, que allanaste una morada o algo por el estilo y que después hiciste autoestop en la carretera.

Bernie la miró y rompió súbitamente a llorar.

– ¡Oh, Barbara!, cuando ya pensaba que estaba acabado, van y me dicen que tú me salvarás. Y yo te abandoné para irme a la guerra. Barbara, no sabes cuánto lo siento…

– No, no. Vamos, cariño. Alguien podría venir. Te tienes que cambiar.

– De acuerdo.

Bernie empezó a desnudarse, soltando dolorosos gruñidos mientras se quitaba la camisa que tantos días había llevado encima, pegada con tierra a su cuerpo. En medio de la oscuridad, Barbara distinguió vagamente unas cicatrices y vislumbró el cuerpo que tanto había amado convertido ahora en piel y huesos.

A los pocos minutos, él se le plantó delante vestido con un traje de Sandy, un abrigo y un sombrero de paño que ella se había llevado de casa; se habían arrugado en la mochila, pero le otorgaban un aspecto verosímil y normal, dejando aparte su cara sucia y su barba de mendigo. Barbara le alisó un par de arrugas.

– Bueno -dijo en un susurro. De repente, experimentó un deseo salvaje de echarse a reír-. Estás pasable.

La media hora que siguió a la partida del sacerdote fue la más larga de la vida de Harry. Él y Sofía paseaban sin descanso, mirando de la puerta al viejo y viceversa. Se habían librado del cura por los pelos. Él y Sofía se sentían al borde de la felicidad, y quizá Paco también. «Que nada más salga mal», le rogó al Dios en que no creía.

Al final, la puerta volvió a abrirse. Sofía se puso tensa. El anciano también miró atemorizado mientras Barbara y Bernie entraban muy despacio en el templo; Barbara sostenía a Bernie, el cual cojeaba a causa del esfuerzo. Al principio, Harry no reconoció la escuálida figura con barba; pero enseguida corrió a su encuentro, seguido por Sofía.

– Bernie -le dijo en voz baja-. Bueno, parece que has pasado lo tuyo.

Bernie rió sin poderlo creer.

– Harry, eres tú. -Parpadeó varias veces, como si el nuevo mundo en el que se encontraba fuera demasiado para él y no lo pudiera asimilar-. Jesús, no me lo podía creer.

Harry sintió que las facciones de su rostro pugnaban por reprimir la emoción al contemplar aquel semblante de espantapájaros.

– Pero ¿qué demonios has estado haciendo? ¡Mira qué pinta tienes! Rookwood tendría algo que decir al respecto.

Bernie se mordió el labio y Harry comprendió que estaba al borde de las lágrimas.

– He estado librando una batalla, Harry. -Se inclinó hacia delante y lo abrazó a la española. Harry se relajó en aquel abrazo y ambos permanecieron un momento fuertemente abrazados antes de que Harry se apartara, un poco cohibido. Bernie se tambaleó levemente.

– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Sofía preocupada.

– Será mejor que me siente. -Bernie la miró sonriendo-. Tú debes de ser Sofía.

– Sí.

– Viva la República -dijo Bernie en voz baja.

– Viva la República.

– ¿Eres comunista? -le preguntó Bernie.

– No -Sofía lo miró con la cara muy seria-. No me gustaron las cosas que hicieron los comunistas.

– Pensamos que eran necesarias. -Bernie lanzó un suspiro.

Barbara lo tomó del brazo.

– Vamos, te tienes que afeitar. Ve a la pila bautismal. -Le entregó un neceser de afeitado y él se encaminó cojeando hacia la pila. Harry se acercó al anciano. Francisco lo miró enfurecido y con el rostro surcado por las lágrimas. Harry le entregó el fajo de billetes.

– Su dinero, señor.

Francisco lo arrugó en su puño con gesto airado. Harry pensó que lo iba a arrojar al suelo, pero el hombre se lo guardó en el bolsillo y se apoyó contra la pared. Bernie regresó con la cara no muy bien afeitada, más envejecida, delgada y marcada por profundas arrugas, pero ahora ya reconocible como la suya.

– Tengo que sentarme -dijo-. Estoy hecho polvo.

– Sí, claro. -Barbara se volvió hacia los demás-. Está muy cansado, pero nos tenemos que ir de aquí cuanto antes.

– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó Sofía, cuyo áspero tono de voz indujo a Harry a levantar la vista. Barbara les contó lo de Sandy.

– Santo Dios -dijo Harry-. Se ha pasado de la raya. Está loco.

– En cualquier caso, medio loco de rabia.

– Tendríamos que irnos lo antes posible de aquí -dijo Sofía-. Temo que el cura diga en el convento que la catedral está cerrada y que envíen a alguien a la casa del viejo.

– Sí. -Harry miró hacia el lugar desde el cual Francisco los contemplaba con el rostro petrificado, y después apoyó la mano en el hombro de Bernie-. El vehículo se encuentra a pocos kilómetros de aquí. Fuera de la ciudad. ¿Crees que podrás caminar? Es todo cuesta abajo.

Bernie asintió con la cabeza.

– Lo intentaré. Si vamos despacio.

– Ya vuelves a tener aspecto de persona.

– Gracias. -Bernie levantó los ojos-. ¿Es cierto que Inglaterra sigue resistiendo?

– Sí. Los bombardeos son tremendos, pero resistimos. Bernie, nos tenemos que ir -le dijo Barbara.

– Muy bien. -Bernie se levantó haciendo una mueca.

«Está absolutamente agotado y consumido», pensó Harry.

– ¿Qué decíais de un sacerdote? -preguntó Bernie.

– Sofía y Barbara se cruzaron con él mientras se dirigían al puente. Después entró en la catedral para rezar, pero yo conseguí que el vigilante se librara de él. Fue un momento muy desagradable. De pronto lo vi rezando arrodillado como si tuviera que pasarse allí toda la vida, con su sotana negra y su cabello pelirrojo.

– ¿Cabello pelirrojo? -Bernie pensó un momento-. ¿Cómo era?

– Alto, joven. Un poco gordito.

Bernie respiró hondo.

– Dios mío, parece el padre Eduardo. Es uno de los curas del campo.

– Sí, ése era su nombre -dijo Barbara-. ¡Santo cielo! Pues no daba esta impresión.

– No es de ésos, es una especie de santo inocente o algo por el estilo. -Bernie apretó los labios-. Pero, como nos encuentre aquí, estamos perdidos. Pese a todo, nos denunciaría. -Respiró hondo-. Vamos. Vamos, nos tenemos que ir.

Harry tomó la mochila vacía y los cuatro se encaminaron hacia la puerta. Experimentó una abrumadora sensación de alivio al abandonar el templo. Se volvió para mirar al viejo; éste seguía sentado en su banco sosteniéndose la cabeza con las manos, una figura minúscula entre todos aquellos gigantescos monumentos a la fe.

48

El camino de vuelta a través de las empinadas y mal iluminadas callejuelas fue extremadamente lento. Bernie se sentía agotado. Las pocas personas que pasaban se volvían para mirarlos; Bernie se preguntó si, al verlo tambalearse de aquella manera, pensarían que estaba borracho. Y borracho se sentía efectivamente, intoxicado por el asombro y la felicidad.

Se había preguntado qué sentiría al ver a Barbara después de tanto tiempo. La mujer que había aparecido en la fría ladera de la colina era más dura y sofisticada, pero seguía siendo la misma Barbara de siempre; y él había percibido que conservaba todas las cosas que antaño apreciara en ella. Le parecía que había sido ayer la última vez que la había visto, que el Jarama y los últimos tres años no habían sido más que un sueño. Sin embargo, el dolor de su hombro era muy real y los pies hinchados en el interior de las botas viejas y cuarteadas lo estaban matando.

A medio camino de la pendiente, llegaron a una plazoleta con un banco de piedra bajo la estatua de un general.

– ¿Me puedo sentar? -le preguntó Bernie a Barbara-. Sólo un minuto.

Sofía se volvió y los miró con la cara muy seria.

– ¿No puedes continuar? -Contempló nerviosamente un bar situado a un lado de la plaza. Las ventanas estaban iluminadas y se oían voces que procedían del interior.

– Sólo cinco minutos -le suplicó Barbara.

Bernie se dejó caer en el banco. Barbara se sentó a su lado, mientras los otros dos esperaban a cierta distancia. «Como ángeles de la guarda», pensó Bernie.

– Perdón -dijo en voz baja-, es que estoy un poco aturdido. En cuestión de un minuto, me recupero.

Barbara le apoyó una mano en la frente.

– Tienes un poco de fiebre -dijo.

Sacó la cajetilla y le ofreció un cigarrillo. Él rió.

– Un cigarrillo como Dios manda. Gold Flake.

– Sandy solía conseguirlos.

Bernie tomó su mano y la miró a la cara.

– Traté de olvidarte -dijo-. En el campo.

– ¿Y lo conseguiste? -preguntó ella, con una frivolidad forzada.

– No. Intentas olvidar las cosas buenas para que no te atormenten. Pero vuelven incesantemente a tu memoria. Como las fugaces visiones de las casas colgadas. Las veíamos a veces, cuando subíamos a la cantera. Flotando por encima de la niebla. Eran como una especie de espejismo. Me han parecido muy pequeñas cuando antes pasamos por delante de ellas.

– No sabes cuánto siento lo de Sandy -dijo Barbara-. Pero es que… cuando pensé que habías muerto, me derrumbé. Además, al principio, era muy cariñoso; o, por lo menos, lo parecía.

– Jamás tendría que haberte dejado. -Bernie le apretó la mano con fuerza-. Cuando Agustín me dijo que eras tú la que estabas organizando la fuga, cuando me dijo tu nombre, fue el mejor momento, el mejor. -Experimentó una oleada de emoción-. Jamás te volveré a dejar.

Se abrió la puerta del bar y, a través de ella, se filtró al exterior un olor a vino rancio y a humo de cigarrillos. Salieron dos obreros y echaron a andar cuesta arriba, mirando con asombro al cuarteto que había junto a la fuente. Harry y Sofía se acercaron a ellos.

– No podemos quedarnos aquí -dijo Harry-. ¿Puedes seguir?

Bernie asintió con la cabeza. Al levantarse, fue como si introdujera los pies en el fuego; pero procuró no hacer caso, ya estaban casi a punto de llegar.

Caminaron muy despacio sin apenas decir nada. Bernie descubrió que, pese al dolor de pies, sus sentidos parecían haberse agudizado: el ladrido de un perro, la contemplación de un árbol gigantesco en medio de la oscuridad, el aroma del perfume de Barbara; las mil y una cosas que le habían sido arrebatadas desde el año 1937. Dejaron atrás la ciudad, cruzaron el puente y bajaron por la larga y desierta carretera hasta el campo donde estaba el automóvil. Se había puesto a nevar, aunque no mucho; unos minúsculos copos que emitían un suave susurro al caer sobre la hierba. La ropa nueva mantenía a Bernie abrigado y su insólita suavidad constituía para él una nueva sensación.

– Ya casi estamos -le murmuró Barbara al final-. El automóvil está tras aquellos árboles.

Cruzaron la entrada y siguieron los surcos del camino mientras Bernie apretaba los dientes cada vez que sus botas resbalaban sobre el terreno accidentado. Harry y Sofía caminaban un poco adelantados y Barbara seguía acompañando a Bernie. Éste distinguió de repente la forma borrosa de un automóvil algo más allá.

– Yo conduciré -le dijo Barbara a Harry.

– ¿Seguro?

– Sí. Tú nos has llevado a la ida. Bernie, siéntate detrás para estirar las piernas.

– De acuerdo. -Se apoyó contra el metal frío del Ford, mientras Barbara abría la puerta del piloto. Arrojó la mochila al interior y se deslizó hacia el asiento del copiloto para desactivar el dispositivo de apertura de las demás puertas. Harry abrió una puerta posterior y esbozó su tranquilizadora sonrisa de siempre.

– Su automóvil, señor.

Bernie le apretó el brazo.

De pronto, Sofía levantó la mano.

– Oigo algo -dijo en voz baja-. Entre los árboles.

– Será un ciervo -dijo Bernie, recordando el que le había pegado un susto en su escondrijo.

– Espera. -Sofía se apartó del automóvil y se acercó al carrascal. Los árboles arrojaban sombras alargadas y negras sobre la hierba. Los otros se la quedaron mirando. Se detuvo y atisbo entre las ramas.

– No oigo nada -murmuró Bernie. Miró hacia el interior del vehículo. Barbara se volvió para mirarlos inquisitivamente desde la parte anterior del automóvil.

– Anda, vamos -gritó Harry.

– Sí, ya voy. -Acto seguido, Sofía se apartó.

El rayo de luz de un reflector los iluminó desde los árboles. Una ametralladora empezó a escupir fuego desde la arboleda y Bernie vio volar unas ramitas por el aire mientras Sofía, iluminada por el reflector, pegaba un brinco y experimentaba unas sacudidas violentas, desgarrada por las balas. Unas salpicaduras de sangre volaron desde su pequeña figura cuando ésta cayó y alcanzó violentamente el suelo.

Harry quiso echar a correr hacia ella, pero Bernie lo agarró por el brazo y, con una fuerza insospechada, lo arrojó contra el costado del automóvil. Harry forcejeó un segundo, aunque enseguida dejó de hacerlo al ver aparecer por entre los árboles a una pareja de la Guardia Civil con sus negros tricornios brillando bajo la luz del reflector. El mayor de los guardias, un hombre de rostro severo, les apuntó con una pesada metralleta, mirándolos con frío e inexpresivo semblante. El otro, que era joven y parecía un poco asustado, no había echado mano al fusil, sino que empuñaba un revólver.

Bernie se quedó sin respiración. Jadeaba y trataba de respirar sin dejar de sujetar a Harry por los hombros. El guardia civil de mayor edad se acercó a Sofía y le levantó la cabeza con el pie, soltando un gruñido de satisfacción al ver que ésta caía exánime hacia atrás. Harry trató por segunda vez de soltarse, pero Bernie se lo impidió pese a lo mucho que le dolía el hombro.

– Demasiado tarde -dijo.

Se volvió para mirar hacia el automóvil. Barbara seguía inclinada sobre el asiento con expresión aterrorizada. Los guardias civiles se situaron a cierta distancia, apuntándoles con sus armas mientras dos hombres uniformados emergían de su escondrijo. Uno de ellos era Aranda, con su hermoso rostro iluminado por una sonrisa. El otro era mayor y más delgado, con unos mechones de cabello negro peinados hacia atrás sobre la calva y una siniestra expresión de satisfacción en su curtido rostro de soldado.

– Maestre -dijo Harry-. ¡Dios mío!, es el general Maestre. ¡Oh, Dios mío!, Sofía. -Se le quebró la voz mientras rompía en irreprimibles sollozos.

Los militares se acercaron a ellos caminando a grandes zancadas. Maestre miró a Harry con desprecio y dijo, levantando la voz:

– Señorita Clare, baje del vehículo.

Barbara salió. Parecía a punto de derrumbarse; se apoyó contra la puerta abierta, contemplando con expresión de profundo dolor el cuerpo de Sofía. Aranda miró a Bernie con una jovial sonrisa.

– Bueno, ya hemos vuelto a atrapar a nuestro pajarito.

Harry miró a Maestre.

– ¿Cómo lo supo? ¿Fue Forsyth?

– No. -El subsecretario lo miró fríamente-. Este rescate lo organizamos nosotros, señor Brett. El coronel Aranda y yo somos viejos amigos, servimos juntos en Marruecos. Una noche en el transcurso de una reunión me habló de un prisionero inglés del campo de Tierra Muerta que tenía una novia inglesa que ahora vivía en Madrid. El nombre me sonó. -Se introdujo ambas manos en los bolsillos-.Tenemos fichas de todos los que estuvieron relacionados con la República y, cuando vi que la señorita Clare se estaba haciendo pasar por la esposa de Forsyth, mi amigo y yo decidimos ponerlo en un apuro. Hoy habría sido un buen día para forzar el desenlace… mañana se celebra una importante reunión sobre el destino de la mina de oro.

– ¡Oh, no! -gimió Barbara.

Maestre extrajo un cigarrillo y lo encendió. Lanzó una nube de humo hacia el cielo y después volvió a mirar a Harry con dura concentración; como si lo odiara, pensó Bernie. Pero su voz seguía conservando un tono cortés y civilizado.

– Aunque, al final, resultó no haber ninguna mina de oro, ¿verdad? Ahora ya lo sabemos. -Harry no contestó. Parecía que ya ni siquiera lo escuchara. Trató de zafarse una vez más de la presa de Bernie; pero éste lo sujetó con fuerza, haciendo una mueca de dolor. Como intentara huir, lo más probable era que le pegasen un tiro. Maestre siguió adelante-. Sobornamos al periodista inglés Markby para que lo organizara; bueno, no ponga esta cara de asombro, señorita Clare, los ingleses también se dejan sobornar, y después el coronel Aranda consiguió que uno de nuestros antiguos guardias que estaba en el paro en Madrid desarrollara el proyecto. Sabía que él y su hermano necesitaban dinero para su madre.

– ¿Luis? -preguntó Barbara-. ¿Luis trabajaba para ustedes? ¡Oh, Dios mío!

– Él y Agustín cobrarán dinero para atender a su madre, pero de nosotros. Aunque también les vamos a permitir que se queden con el dinero que usted les dio. -Maestre meneó la cabeza-. Luis intentó apartarse del proyecto un par de veces. Creo que el hecho de engañarla les dolía enormemente tanto a él como a su hermano. Pero tenemos que ser duros si queremos reconstruir España.

Maestre empezó a pasear arriba y abajo con su alta figura entrando y saliendo del rayo de luz del reflector donde los copos de nieve se arremolinaban cada vez en mayor número, cual soldado que comenta una exitosa campaña militar. La luz centelleaba en sus botones relucientes. Aranda lo miraba con una sonrisa en los labios. Un poco más allá, la nieve se posaba sobre el abrigo negro de Sofía y su cabello. Harry, que había dejado de sollozar, permanecía ahora desplomado entre los brazos de Bernie.

– Siempre tuvimos el propósito de practicar su detención aquí. Ahora Forsyth no importa y, además, ya teníamos previsto impedir su fuga. Pero sabíamos que usted levantaría revuelo en la embajada sobre el campo, señorita Clare, e incluso que podría llegar a implicar a sus amigos de la Cruz Roja. El señor Brett también estaba en el ajo, lo cual pondría en un apuro al embajador Hoare que ya ha provocado el enfado del Generalísimo con sus tareas de espionaje y con el hecho de que el inglés Forsyth había intentado engañarlo con el oro. Por cierto, atraparemos a Forsyth; todos los puertos y fronteras están vigilados. Y necesitamos a Hoare, necesitamos su ayuda para mantener a España al margen de la guerra y para que quienes siempre la han gobernado puedan arrebatarle el control a la chusma de la Falange.

– ¿Qué va usted a hacer con nosotros? -Bernie notó el temblor de la voz de Barbara.

Maestre se encogió de hombros.

– De momento, mantenerla a usted encerrada. Lo mejor para todos sería que Piper recibiera un disparo durante un intento de fuga y que se informara de su muerte y de la del señor Brett, quizás en un accidente de carretera.

Aranda, que ya no sonreía, se acercó a Maestre.

– Los tendríamos que matar a todos ahora mismo -dijo.

Maestre meneó la cabeza.

– No. De momento, los mantendremos encerrados. Mañana se celebrará la importante reunión. Pero le doy las gracias, Manuel, por haber adelantado la fuga en un día. Los quería ver yo mismo en persona. -Maestre volvió a sonreír.

Todos se volvieron cuando Barbara lanzó un pequeño gemido y se desplomó al suelo. Aranda soltó una carcajada.

– Esta puta de mierda se ha desmayado. -Señaló con la cabeza al guardia civil más joven-. Despiértela. -El hombre se arrodilló a su lado. La sacudió por los hombros y ella emitió un gemido.

– ¿Qué…?

– Se ha desmayado, señorita -le dijo el guardia con sorprendente amabilidad.

– ¡Oh! ¡Oh, Dios mío! -Barbara se incorporó y dejó las manos colgando entre las rodillas. Bernie hizo ademán de acercarse a ella, pero el guardia civil le indicó con un movimiento de la pistola que retrocediera. Harry, libre de la presa de Bernie, se alejó tambaleándose. Se acercó muy despacio al cadáver de Sofía encorvado como un anciano, y pasó con expresión aturdida a través del rayo luminoso del reflector. El guardia civil de la metralleta giró en redondo hacia él, pero Maestre levantó una mano mientras Harry se arrodillaba junto a Sofía. Le acarició el cabello salpicado de nieve y después miró a Maestre.

– ¿Por qué la ha matado? ¿Por qué?

– Quebrantó la ley. -Maestre agitó un dedo en gesto amenazador-. Y eso ahora no se va a tolerar. Hay que controlar a las personas subversivas y nosotros sabemos hacerlo. Y, ahora, vuelvan al automóvil.

– Asesinos -dijo Harry, acariciando el cabello de Sofía-. Asesinos.

– Y pensar que mi hija quería salir a pasear con usted -dijo Maestre-. Pequeño imbécil. Alfonso murió por su culpa.

Barbara se levantó y se apoyó en la puerta abierta del coche con la cara más pálida que la cera.

– Por favor -dijo en un débil susurro-. ¿Me puedo sentar dentro del automóvil? Estoy temblando.

– Parece que está indispuesta, mi general -dijo el joven guardia civil.

Maestre asintió con la cabeza, mirando despectivamente a Barbara mientras ésta subía al vehículo. El guardia civil más joven cerró la puerta. Aranda miró a Bernie con una sonrisa.

– Las inglesas no tienen agallas, ¿eh?

Maestre soltó un gruñido.

– Son gente débil y degenerada. Si ganaran la guerra, nosotros nos podríamos librar de la Falange; pero dudo mucho que sean capaces de hacerlo.

Bernie miró alrededor. Podía ver que la parte posterior de la cabeza de Barbara temblaba ligeramente. Harry seguía sollozando inclinado sobre Sofía mientras la nieve caía también ahora sobre él.

– Ya es hora de irse -dijo Maestre-. ¡Usted! -llamó a Harry-. ¡Vuelva al automóvil!

Harry se levantó y regresó lentamente junto a Bernie. Bernie lo sujetó por el brazo y lo miró. Ofrecía un aspecto espantoso y el rostro se le había aflojado a causa de la impresión.

Maestre le hizo una seña al guardia civil de la pistola.

– Vaya a nuestro vehículo. Avise al cuartelillo que vamos para allá.

El guardia se cuadró.

– Regresaré dentro de un cuarto de hora, mi general. -Echó a correr hacia el vehículo. Su compañero permanecía inmóvil, apuntando todavía con su metralleta a Harry y Bernie.

Aranda, que ya había recuperado el buen humor, señaló a Bernie con un dedo.

– El general Maestre se ha desplazado especialmente desde Madrid para reunirse aquí conmigo. Naturalmente, sabíamos que estabais en la catedral; el vigilante y las autoridades eclesiásticas colaboraban con nosotros. Te he estado observando estas últimas semanas, esperaba castigarte por no haber accedido a ser mi confidente. He estado jugando contigo. Y aquí tienes tu castigo. -Soltó una carcajada-. ¿Sabes una cosa?, el padre Eduardo ha estado importunando a los guardias civiles con la historia de la desaparición de dos mujeres que no habían vuelto al convento donde se alojaban. Menudo bobalicón está hecho el pobre.

En realidad, Barbara no se había desmayado; si bien, al oírle decir al general que los iba a matar a todos, poco le había faltado. Eso le había dado la idea de fingir desplomarse para poder regresar al vehículo. Ahora los dos militares se encontraban situados justo detrás. Supuso que ellos no debían de pensar que sabía conducir, pocas españolas sabían. Contempló la escena a través del espejo retrovisor y empezó a calcular, procurando mantener los ojos apartados del cadáver de Sofía. Al ver que el guardia civil más joven regresaba a los árboles, pensó: «Ahora o nunca.» Era un riesgo que tenía que correr. De todos modos, lo más probable era que los mataran a todos, y ella no había llegado hasta allí para no llevarse a Bernie y compartir su vida con él. No lo volvería a dejar en sus manos.

Poco a poco, comprobando a través del espejo retrovisor que no la vigilaban, agarró la llave de contacto. Todo dependería de que el motor arrancara a la primera, pero era un buen automóvil; aquella mañana había arrancado sin problemas tras haberse pasado toda la noche a la intemperie. Si hiciera rápidamente marcha atrás, Bernie y Harry, que estaban apoyados contra el costado del vehículo, saldrían disparados hacia un lado; los militares serían alcanzados y, si el guardia civil de la metralleta le diera tiempo, podría desviarse y arrollarlo también a él. Miró al guardia civil. Éste mantenía los ojos clavados en Harry y Bernie, y su semblante era tan implacable e inexpresivo como antes.

Respiró hondo y giró lentamente la llave. El motor se encendió con un rugido y ella hizo marcha atrás. Notó que Harry y Bernie salían despedidos hacia un lado a causa del golpe y oyó que Bernie lanzaba un grito.

– ¡No!

El militar más joven, el que se había estado burlando de Harry, consiguió saltar a un lado, pero cayó hacia atrás. Por una décima de segundo, Barbara vio a través del espejo retrovisor una expresión de indignado asombro en el rostro del otro militar, el coronel del campo de prisioneros. Después, éste cayó bajo el vehículo; Barbara oyó un grito y percibió un crujido cuando las ruedas le pasaron por encima.

El guardia civil permaneció de pie con una expresión de asombro en la cara y después se volvió y levantó la pesada metralleta para apuntar contra el automóvil. Sin embargo, aquellos pocos segundos le dieron a Barbara tiempo suficiente para cambiar de dirección; la esquina posterior del vehículo golpeó violentamente al hombre y la metralleta se le escapó de las manos y voló por los aires, rebotando ruidosamente sobre la capota mientras el hombre se desplomaba. Barbara accionó el freno de mano y saltó, extrayendo el arma del bolsillo de su abrigo. El motor seguía en marcha.

Harry y Bernie se estaban levantando de la hierba. Harry parecía aturdido, pero Bernie se mantenía alerta.

– ¡Cuidado! -gritó.

El guardia civil, que se estaba incorporando medio atontado, alargó la mano hacia su pistola. Barbara no lo pensó, simplemente levantó la Mauser y disparó. Un rugido, un destello y enseguida brotó un chorro de sangre del pecho del hombre. El guardia se tambaleó hacia atrás y quedó tendido inmóvil en el suelo. Barbara contempló horrorizada lo que había hecho. Se volvió hacia el lugar donde Aranda yacía bajo el automóvil. También estaba muerto; sus ojos miraban hacia arriba con incredulidad y su boca abierta dejaba al descubierto unos blancos dientes en una definitiva mueca de rabia, mientras un riachuelo de sangre le bajaba por la barbilla.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Barbara.

Maestre se incorporó medio aturdido, con los mechones de cabello negro inicialmente peinados sobre la calva caídos ahora de una manera absolutamente absurda a un lado de su rostro.

– No me dispare -gritó con una nueva voz, áspera y aterrorizada. Levantó la mano como para protegerse de las balas-. Por favor, por favor.

Barbara dejó que Bernie la sujetara por el brazo y le quitara el arma de la mano. Éste apuntó a Maestre.

– Sube al automóvil -gritó a Barbara en tono apremiante por encima del hombro-. Ayuda a Harry a subir. ¿Sabes conducir?

– Sí.

– No disponemos de mucho tiempo -dijo Bernie-. El otro no tardará en regresar.

Maestre permanecía tumbado boca arriba sobre la hierba, apoyando el peso del cuerpo sobre los codos. Barbara observó cómo Bernie se le acercaba lentamente, apuntando el arma contra su cabeza. El general parpadeó para apartarse la nieve de los ojos. La nevada se había intensificado y ahora los copos se le posaban sobre el uniforme. A su lado, el cuerpo de Sofía se había convertido en un montículo blanco.

Barbara no soportaba la idea de oír otro disparo, de ver morir a otra persona.

– Bernie -dijo-, Bernie, no lo mates.

Bernie se volvió para mirarla y, justo en aquel momento, Barbara vio cómo la mano de Maestre se desplazaba hacia su bolsillo, rápida como una serpiente en pleno ataque.

– ¡Cuidado! -gritó, mientras el general extraía un arma. Bernie se volvió y abrió fuego al mismo tiempo que Maestre. Tanto el general como Bernie cayeron hacia atrás. Barbara vio saltar volando la parte lateral del rostro de Maestre mientras su sangre y su cerebro brotaban como un chorro y Bernie se tambaleaba y se desplomaba contra el costado del automóvil. Oyó un grito animal y cayó en la cuenta de que era su propia voz.

– ¡Bernie!

– ¡Mierda! -gritó él-, ayúdame a subir al automóvil. -Le rechinaban los dientes a causa del dolor y se sujetaba el muslo mientras la sangre se escapaba a través de los dedos.

Harry había contemplado la escena con expresión aturdida, pero ahora parecía haberse recuperado. Miró a Bernie.

– Oh, no, Dios mío -gimió.

– Ayúdame a subirlo -le dijo Barbara. Harry se adelantó y entre los dos consiguieron colocar a Bernie en el asiento de atrás-. Conduce tú, Harry, por favor -le pidió-. Yo tengo que atenderlo. Nos tenemos que ir ahora mismo, antes de que regrese el otro guardia. ¿Podrás hacerlo?

Harry miró a Sofía más allá de donde Barbara se encontraba.

– Está muerta, ¿verdad? Ya nada podemos hacer por ella.

– Nada, Harry, ¿puedes conducir? -Barbara le sujetó la cabeza con las manos y lo miró a los ojos. Temía que el motor se volviera a calar.

Harry respiró hondo y clavó los ojos en ella.

– Sí, sí. Lo haré.

Bernie experimentaba un dolor pulsante en el muslo. No podía mover la pierna y sentía que la sangre se le escapaba a borbotones entre los dedos. Barbara se había quitado el abrigo y arrancaba el grueso forro. Desde el asiento de atrás, Bernie podía ver la parte posterior de la cabeza de Harry y sus manos firmemente agarradas al volante. Bajo el resplandor de los faros delanteros, la nieve caía en implacables remolinos.

– ¿Adónde vamos? -preguntó.

– De regreso a Madrid, la embajada es nuestra única esperanza.

– Cuando vuelva el guardia civil, ¿no empezarán a dar la voz de alarma para que intenten detenernos?

– Tenemos que intentar regresar a Madrid. No hables, cariño. -Lo seguía llamando cariño, como en los viejos tiempos. Bernie la miró sonriendo y después hizo una mueca cuando ella sacó unas tijeras de manicura y le cortó la pernera del pantalón-. Te ha machacado la pierna, Bernie. Creo que la bala está alojada en el hueso. Te voy a vendar. Te llevaremos a un médico en Madrid. Procura incorporarte un poco. -Y sus manos frías y expertas empezaron a vendarle la pierna con las tiras del forro.

Cuando terminó, Bernie se dejó caer sobre el asiento. Tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Buscó su mano y se la apretó. Se pasó un rato desmayado; cuando volvió en sí, Barbara le seguía sujetando la mano. La nieve se arremolinaba ante las luces delanteras. Bernie se notaba la pierna entumecida. Barbara lo miró sonriendo.

– Recuerda una cosa por mí, Barbara -dijo-. ¿Recordarás una cosa?

– Te pondrás bien. Te lo prometo.

– Pero, por si acaso. Recuerda una cosa.

– Lo que tú quieras.

– La gente, la gente normal, parece que haya perdido; pero algún día, algún día la gente ya no será manipulada y perseguida por los jefes y los curas y los soldados; algún día se liberará, vivirá con libertad y dignidad, como estaba destinada a vivir.

– Te pondrás bien.

– Por favor.

– Lo haré. Sí. Lo haré.

Cerró los ojos y se volvió a quedar dormido.

49

Harry conducía rápido y seguro como un autómata. Procuraba concentrarse en la mancha de luz creada por las luces delanteras del automóvil. Todo lo que había más allá de su blanco resplandor estaba oscuro como la boca del lobo. Al cabo de un rato dejó de nevar, pero seguía resultando muy difícil conducir por la accidentada carretera en medio de la oscuridad. Harry experimentaba la constante sensación de un terrible agujero negro en el estómago, como si a él también le hubieran pegado un tiro. La imagen del cuerpo de Sofía acribillado a balazos se le clavaba en el cerebro y le provocaba deseos de llorar; pero hacía un esfuerzo por apartarla a un lado y concentrarse en la carretera, la carretera, la carretera. A través del espejo retrovisor, podía ver el rostro angustiado de Barbara, inclinada sobre Bernie. Estaba dormido o inconsciente; pero, por lo menos, el rumor de su respiración pesada y afanosa significaba que todavía estaba vivo.

En cada pueblo o ciudad temía que aparecieran los guardias civiles y les ordenaran detenerse, pero apenas vieron un alma durante todo el viaje. Poco después de las once, llegaron a las afueras de Madrid y Harry aminoró la marcha mientras se dirigía a la embajada a través de las calles todavía cubiertas de nieve.

– ¿Cómo está? -le preguntó a Barbara.

– Todavía inconsciente -contestó ella en voz baja-. Ya me preocupó al principio; pero es que ya estaba muy débil y ha perdido mucha sangre. -Levantó una mano manchada de sangre y consultó el reloj-. Has ido muy rápido.

– ¿Por qué no nos habrán obligado a detenernos? -preguntó Harry, muy nervioso.

– No lo sé. A lo mejor aquel guardia civil ha tardado mucho en regresar.

– Llevaba una radio. Y aquí las fuerzas policiales son lo único que funciona. -Una idea a la que había estado dando vueltas en su mente durante todo el viaje afloró ahora a la superficie-. A lo mejor esperan a atraparnos aquí, en Madrid. -Harry miró a Barbara a través del espejo retrovisor. Estaba pálida y agotada.

– ¿Dónde está la pistola?

– En el bolsillo de Bernie. No quiero molestarlo. El movimiento lo podría volver a hacer sangrar.

Harry vio pasar velozmente los altos edificios de las calles; se estaban acercando al centro de la ciudad.

– Puede que tengamos que abrirnos paso a tiros -dijo-. Deja que la lleve yo.

Barbara vaciló un instante y después palpó el bolsillo de Bernie. Le pasó la pistola a Harry, manchada de sangre negra reseca. Éste la acunó sobre sus rodillas. Tuvo un recuerdo fugaz de sí mismo sentado en la catedral con Sofía y, de repente, pegó un brinco y se desvió para evitar un gasógeno que avanzaba chisporroteando muy despacio por la calle. El conductor tocó enfurecido la bocina.

Al final, apareció ante sus ojos el edificio de la embajada. Harry pasó por delante de la entrada, despertando la curiosidad del único guardia civil que estaba de guardia, y después dobló la esquina para dirigirse al aparcamiento. Estaba casi desierto. Harry se detuvo junto a la puerta posterior. Estaban en territorio británico. En el primer piso, vio luz en una sola ventana protegida por una cortina; el funcionario de guardia. La cortina se movió y apareció una cabeza.

Harry se volvió hacia Barbara. En su blanco rostro destacaba una mancha de sangre.

– Alguien bajará dentro de un minuto. Vamos a sacar a Bernie. ¡Oh, Dios mío, qué mala cara tiene!

Bernie mantenía los ojos cerrados, su respiración era muy superficial y sus mejillas estaban más hundidas que nunca. Los pantalones de Bernie estaban fuertemente vendados con unas tiras anchas del forro del abrigo de Barbara.

– ¿Lo puedes despertar? -preguntó.

– No estoy muy segura de que convenga moverlo.

– Pero es que tenemos que llevarlo dentro. Inténtalo.

Barbara comprimió el hombro de Bernie primero muy suavemente y, después, con más fuerza. Bernie soltó un gruñido, pero no se movió.

– Me tendrás que ayudar a llevarlo -dijo Barbara.

Harry descendió del vehículo. Abrió la puerta de atrás y sujetó a Bernie por los hombros. Se sorprendió de lo liviano que era su cuerpo. Barbara lo ayudó a colocarlo en posición sentada. La sangre rezumaba a través del vendaje improvisado y había manchado todo el asiento de atrás y la ropa de Barbara.

Se oyó el ruido de unos pestillos que alguien estaba descorriendo. Después se abrió una puerta y unas pisadas crujieron sobre la nieve. Al volverse, vieron la mirada de Chalmers, un hombre alto y delgado de treinta y tantos años con una nuez muy pronunciada. Incluso a aquella hora de la noche vestía un convencional traje de calle. Les iluminó la cara con una linterna y abrió los ojos como platos al ver sus ropas manchadas de sangre.

– ¡Santo cielo!, ¿qué es eso? ¿Quiénes son ustedes?

– Soy Brett, uno de los traductores. Llevamos a un herido, necesita atención médica.

Chalmers concentró la luz de la linterna en Bernie.

– ¡Dios mío! -Iluminó el interior del automóvil y contempló horrorizado la sangre que empapaba los asientos de atrás-. ¡Dios mío!, pero ¿qué ha pasado aquí? ¡Éste es uno de nuestros vehículos!

Harry ayudó a Barbara a arrastrar a Bernie hasta la puerta abierta. Gracias a Dios, todavía respiraba. Emitió otro gemido. Chalmers corrió tras ellos.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién es? ¿Ha habido un accidente?

– Le han disparado. Es británico. Por Dios bendito, hombre, ¿quiere usted hacer el favor de decidirse de una vez y llamar a un médico? -Harry empujó la puerta y entraron tambaleándose. Se encontraban en un largo pasillo; Harry empujó la puerta del despacho más cercano y entraron. Él y Barbara depositaron a Bernie cuidadosamente en el suelo mientras Chalmers se acercaba al teléfono.

– Doctor Pagall -dijo éste-. Llamen al doctor Pagall.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó Harry lacónicamente mientras Chalmers colgaba el aparato.

– No mucho. Pero, por el amor de Dios, Brett, dígame qué ha ocurrido.

La imagen del cuerpo de Sofía cayendo con una espasmódica sacudida hacia atrás apareció de nuevo en su mente. Harry dio un respingo y respiró hondo. Chalmers lo miraba con curiosidad.

– Oiga, llame a Simón Tolhurst, Operaciones Especiales, su número está en la agenda. Déjeme hablar con él.

– ¿Operaciones Especiales? Dios mío. -Chalmers frunció el entrecejo; a los funcionarios corrientes no les caían muy bien los espías. Marcó otro número y le pasó el aparato a Harry.

– ¿Sí, dígame? -contestó una voz soñolienta.

– Soy Harry. Es una emergencia. Estoy en la embajada con Barbara Clare y un inglés que ha resultado herido de bala. No, no es Forsyth. Un prisionero de guerra. Sí, de la Guerra Civil. Está gravemente herido. Ha habido un… incidente. El general Maestre ha muerto de un disparo.

Tolhurst actuó con sorprendente rapidez y decisión. Le dijo a Harry que estaría allí de inmediato y que llamaría a Hillgarth y al embajador.

– Quédate donde estás -terminó diciendo.

«Como si pudiera ir a otro sitio», pensó Harry mientras colgaba el teléfono. Recordó a Paco y Enrique, que esperaban en casa. Se estarían preguntando dónde estaban él y Sofía. Aquello sería el final para Paco.

– Le dije que no viniera -murmuró.

Tolhurst y el médico llegaron al mismo tiempo. El médico era un español de mediana edad, todavía medio muerto de sueño. Se acercó a Barbara y ésta le explicó lo ocurrido. Tolhurst se tomó con sorprendente calma la imagen de Bernie tendido en el suelo con la ropa empapada de sangre y la de Barbara tan empapada como la suya.

– ¿Es ésta la señorita Clare? -le preguntó a Harry en voz baja.

– Sí.

– ¿Quién es este hombre?

Harry respiró hondo.

– Un brigadista internacional retenido ilegalmente en un campo de trabajos forzados durante tres años. Somos viejos amigos. Teníamos un plan para rescatarlo; pero falló.

– ¡Qué barbaridad! -Tolhurst miró a Barbara-. Será mejor que los dos vengáis a mi despacho.

Barbara levantó la vista.

– No, soy enfermera; puedo ayudar.

El médico la miró con dulzura y le dijo amablemente:

– No, señorita, prefiero trabajar solo. -El médico había empezado a retirar el vendaje y Harry vio fugazmente un retazo de carne roja hecha papilla y hueso blanco. Barbara contempló la herida y tragó saliva.

– ¿Lo podrá… lo podrá ayudar?

El médico levantó las manos.

– Trabajaré mejor si usted me deja solo. Por favor.

– Vamos, Barbara. -Harry la sujetó por el codo y la ayudó a levantarse. Abandonaron la estancia con Tolhurst y subieron por una escalera oscura. En todo el edificio se estaban encendiendo las luces y se oían murmullos mientras el personal del turno de noche se preparaba para hacer frente a la crisis.

Tolhurst encendió la luz de su despacho y les indicó unos asientos. «Ayer estuve aquí -pensó Harry-, justo ayer. En otro tiempo, otro mundo. Sofía estaba viva.» Tolhurst se sentó a su escritorio, con sus rasgos mofletudos serenados en una tensa expresión de alerta.

– Bueno, Harry. Dime exactamente qué ha ocurrido. ¿Qué demonios es eso de que Maestre ha muerto de un disparo?

Harry le contó la historia a partir del momento en que Barbara se había presentado en su casa para explicarle el plan hasta el rescate de aquella tarde. Tolhurst no paraba de mirar a Barbara. Ésta permanecía hundida en el sillón con sus empañados ojos perdidos en el espacio.

– ¿Y todo esto lo hizo usted sin decirle nada a Forsyth? -le preguntó bruscamente Tolhurst en determinado momento.

– Sí -contestó Barbara con indiferencia.

Harry le habló de la emboscada en el claro del bosque.

– Dispararon contra Sofía -dijo, y por primera vez se le quebró la voz-. Le pregunté a Maestre por qué y me dijo que porque los españoles necesitaban mano dura.

Tolhurst respiró muy hondo. «Ayúdanos, Tolly -pensó Harry-, ayúdanos.» Y, a continuación, pasó a describirle cómo habían escapado mientras Tolhurst volvía a mirar a Barbara con incrédulo asombro.

– ¿Usted pasó con el automóvil por encima de un hombre y mató a otro de un disparo?

– Sí -contestó Barbara, mirándolo a los ojos-. No me quedó más remedio.

– ¿Y el arma la tiene aquí ahora? -preguntó Tolhurst.

– No. La tiene Harry.

Tolhurst alargó una mano.

– Dámela, muchacho, por favor.

Harry se metió la mano en el bolsillo y se la entregó. Tolhurst la guardó en el cajón de su escritorio, haciendo una mueca de desagrado al ver la sangre que la manchaba. Se limpió cuidadosamente los dedos con un pañuelo y después se inclinó hacia delante.

– Eso es muy grave -dijo-. Un subsecretario ministerial muerto y un funcionario de la embajada implicado. Y después de lo que Franco le dijo ayer a Hoare… mierda -añadió, meneando la cabeza.

– No ha sido un asesinato -afirmó rotundamente Barbara-. Ha sido en defensa propia. La única que ha sido asesinada es Sofía.

Tolhurst la miró frunciendo el entrecejo como si fuera una estúpida incapaz de comprender la importancia de la situación. Harry sintió que el peso de la decepción se añadía al dolor sordo y profundo que experimentaba; esperaba que Tolhurst los pudiera ayudar y, en cierto modo, ponerse de su parte. Pero, en realidad, ¿qué otra cosa habría podido hacer?

Tolhurst volvió bruscamente la cabeza al oír el timbre del teléfono de su escritorio. Levantó el auricular.

– Muy bien -dijo, respirando hondo-. El capitán y el embajador están aquí. Tendré que informarles de lo ocurrido. -Se levantó y abandonó la estancia.

Barbara miró a Harry.

– Quiero ver a Bernie -dijo con firmeza.

Harry vio una mancha de sangre en sus gafas.

– Me ha parecido que el médico sabía lo que hacía.

– Quiero verlo.

Harry experimentó un repentino arrebato de furia. ¿Por qué ella había sobrevivido y, en cambio, Sofía había muerto? Era curioso, ambos se habrían tenido que consolar el uno al otro y, sin embargo, él sólo sentía aquella furia terrible. Al inclinarse sobre Sofía, había observado que sus ojos inexpresivos estaban entornados y que sus labios entreabiertos mostraban un atisbo de sus blancos dientes fuertemente apretados en el momento en que le habían arrancado la vida. Parpadeó, tratando de borrar aquella imagen de su mente. Ambos permanecieron sentados en silencio. La espera les pareció interminable. De vez en cuando, oían voces cortantes y pisadas en el exterior del despacho. Harry volvió a notar un zumbido en su oído malo.

Se oyeron otras voces en el pasillo. El profundo timbre de voz de Hillgarth y la estridente jerigonza del embajador. Harry se puso tenso cuando la puerta se abrió. Hillgarth vestía traje de calle y, como de costumbre, estaba más fresco que una rosa, con el cabello negro alisado hacia atrás y los grandes ojos castaños más penetrantes que nunca. En cambio, Hoare era un completo desastre, con el traje puesto de cualquier manera, los ojos enrojecidos y el fino cabello blanco de punta. Miró a Harry hecho una furia y palideció intensamente al ver a Barbara cubierta de sangre. Se sentó al escritorio de Tolhurst, con éste a un lado y Hillgarth al otro.

Hillgarth miró a Barbara.

– ¿Está usted herida? -le preguntó con sorprendente dulzura.

– No, estoy bien. Por favor, ¿cómo está Bernie?

Hillgarth no contestó, sino que se volvió muy despacio hacia Harry.

– Brett, Simón me dice que su novia ha muerto.

– Sí, señor. Los guardias civiles dispararon contra ella con una ametralladora.

– Lo siento muchísimo. Pero usted nos ha traicionado. ¿Por qué lo ha hecho?

– Dispararon contra ella con una ametralladora -repitió Harry-. Porque quebrantó la ley y hay que tener mano dura con la gente.

Hoare se inclinó hacia delante con una cara que era la viva imagen de la indignación y la furia.

– ¡Y a usted también lo reclaman por asesinato, Brett! -El embajador se volvió y señaló a Barbara con el dedo-. ¡Y a usted también! -Ella lo miró con asombro. El embajador levantó la voz-. He telefoneado a uno de nuestros amigos del Gobierno. Lo saben todo al respecto, aquel guardia civil regresó al claro del bosque y se encontró con una carnicería. Sus superiores acudieron a El Pardo. Han tenido que despertar al Generalísimo. ¡Mierda! -gritó-. ¡Los tendría que entregar a los dos para que los llevaran al paredón y los fusilaran! -Le temblaba la voz-. ¡Un subsecretario del Gobierno muerto de un disparo!

– Fue Piper quien lo hizo -terció Hillgarth en un susurro-. A ellos no les interesan realmente Brett y la señorita Clare; Sam, Franco no quiere por nada del mundo que ahora se produzca un grave incidente diplomático. Piénselo bien, habrían podido detenerlos por el camino, pero les han permitido llegar hasta aquí.

Hoare volvió a dirigir su atención a Harry, parpadeando a ritmo sincopado a causa de un tic en la mejilla.

– ¡Lo podría acusar de traición, joven, lo podría enviar a casa para que lo metieran entre rejas! -Se pasó una mano por el cabello-. ¡Yo habría sido virrey de la India, Winston prácticamente me lo había prometido! ¡Habría sido virrey en lugar de tener que enfrentarme con esta locura, estas imbecilidades, estos necios! Eso podría estar muy bien para este nuevo hombre de la oficina de Madrid en Londres… ¿cómo se llama…?

– Philby -dijo Hillgarth-. Kim Philby.

– ¡Eso estaría muy bien para que lo manejara Philby! ¡Pero ahora Winston me va a echar la culpa a mí!

– Bueno, Sam -dijo Hillgarth en tono apaciguador.

– ¿Cómo que bueno?

Barbara preguntó con un hilillo de voz.

– Por favor, ¿me pueden decir cómo está Bernie? Por favor. Esta sangre es suya, lo hemos traído desde Cuenca; por favor, díganme algo.

Hoare hizo un gesto de impaciencia.

– El médico ha dispuesto su envío al hospital, necesita una transfusión. Esperemos que tengan el equipo necesario porque, lo que es yo, no pienso enviarlo a una clínica privada. Si sale de ésta, quizá no pueda volver a utilizar la pierna izquierda, daño neurológico o algo parecido. -El embajador miró a Barbara frunciendo el entrecejo-. Y, si no sale, por lo que a mí respecta, ¡que tenga un buen viaje! ¡Un grave incidente diplomático por culpa de un terrorista rojo de mierda! Al menos, no tenemos que preocuparnos por la otra, la española que ha resultado muerta.

Barbara pegó un respingo hacia atrás en su asiento, como si acabaran de propinarle un puñetazo. Una momentánea expresión de satisfacción se dibujó en el rostro de Hoare, lo cual ejerció un efecto definitivo en Harry: todo el dolor, el pesar y la cólera se concentraron de golpe en su mente; por lo que, lanzando un grito, éste cruzó la estancia en dirección a Hoare y rodeó el huesudo cuello del embajador con sus manos. El hecho de apretar su piel reseca y de sentir cómo los tendones cedían bajo su presa, lo llenó de una inmensa sensación de liberación. El rostro de Hoare se congestionó y la boca se le abrió. Harry pudo contemplar directamente el fondo de la garganta del embajador de su majestad británica en Misión Especial ante la Corte del generalísimo Francisco Franco. Los brazos de Hoare se agitaron débilmente mientras éste trataba de agarrar los hombros de Harry.

De pronto, Harry oyó gritar a Barbara «¡Cuidado!» justo antes de recibir un fuerte golpe en el cuello. Miró aturdido alrededor y vio que había sido Tolhurst el que lo había golpeado; Tolhurst, que lo apartaba del embajador con una fuerza sorprendente y un rostro horrorizado. Hoare había caído hacia atrás en su sillón y ahora, con dos inflamadas ronchas rojas en su garganta, vomitaba en medio de unas fuertes náuseas.

Harry se mareó y notó que las piernas le flaqueaban. Mientras se desplomaba, captó en el rostro de Hillgarth una expresión extraña, algo que casi se habría podido definir como admiración. «A lo mejor, se piensa que todo esto no es más que una aventura», pensó antes de perder el conocimiento.