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Era un hombre joven el que una mañana de verano iba labrando su barbecho. Hacía un sol magnífico, la hierba estaba empapada de rocío y el aire tenía una frescura que palabra alguna podría describir. Los caballos, algo ebrios por el aire matinal, arrastraban el arado como en un juego, su trote era muy distinto del acostumbrado y el hombre casi tenía que correr para poder seguirlos.
La tierra giraba untuosa y oscura bajo el arado, brillando de grasa y humedad, y el que empujaba la reja se alegraba de poder sembrar centeno en ella muy pronto. «¿Cómo es posible que a veces me cree tantos problemas y la vida me parezca tan dura? -se preguntaba-. ¿Acaso es necesario algo más que un poco de sol y buen tiempo para sentirse dichoso como un angelito de Dios en los cielos?»
Esto sucedía en un valle profundo, bastante ancho, dividido en múltiples cuadrículas de tonos ocre y amarillo verdoso, donde, además, destacaba el verde de los pastos de trébol segado, el color rojizo de los patatales en flor y el azul de parcelas de lino cuyas flores eran sobrevoladas por infinidad de mariposas blancas. Como último retoque a la perfección del conjunto, en medio del valle se alzaba una antigua e imponente casa de labor con muchas dependencias de madera grisácea y una magnífica vivienda pintada de rojo. [1] Había dos perales sin podar junto a la fachada lateral, un par de abedules jóvenes flanqueando la entrada, grandes pilones de leña en la explanada verde del patio y varios almiares enormes tras la hilera de establos. Era igual de hermoso ver aquel predio recortándose contra la lisura de los campos que contemplar un gran buque cuyos mástiles y velas se elevan sobre la ancha superficie del mar.
«¡Y con esta finca que tienes! -pensó el que labraba-. Sólidamente construida y con buen ganado, caballos muy dispuestos y sirvientes leales que valen su peso en oro. Eres tan rico como el que más y nunca tendrás que vivir con el temor de caer en la miseria.
»Tampoco es la pobreza lo que me asusta -respondió a su propia reflexión-. Con ser tan honrado como lo fueron mi padre y mi abuelo me basta.
»Ojalá no me hubiese dejado llevar por estos pensamientos -continuó diciéndose-, porque estaba muy contento hace un momento. Sólo añadiré que en tiempos de mi padre todos los vecinos se regían según su calendario: la misma mañana que él daba comienzo a la siega se ponían también ellos a segar, y el mismo día que los Ingmarsson labrábamos el barbecho de nuestra finca todas las casas del valle hincaban su arado en la tierra. En cambio, yo ya llevo varias horas labrando sin que nadie se haya puesto ni a afilar la reja siquiera.
»Creo que he manejado esta finca tan bien como cualquiera de los que han llevado el nombre de Ingmar Ingmarsson antes que yo. Me pagan el heno mejor a mí que a mi padre, y las zanjas que yo hago son mucho más profundas que las que atravesaban los campos en su época. Y otra gran verdad es que yo no castigo tanto el bosque como él, que lo talaba todo y luego quemaba la tierra para roturarla.
»Hay veces en que me resulta muy duro -reflexionó-, no siempre me lo tomo con tanta filosofía como hoy. En tiempos de mi padre y el abuelo se decía que la estirpe de los Ingmar llevaba tantos años en la tierra que para ellos los designios de Dios no eran ningún secreto y la gente sencillamente les suplicaba que gobernaran la parroquia. Eran ellos quienes nombraban tanto al pastor como al sacristán, quienes decidían cuándo había que limpiar el río y dónde había que edificar la escuela. En cambio, a mí nadie me pide consejo, y no hay nada sobre lo que yo tenga derecho a decidir.
»De todos modos, es curioso lo llevaderas que se hacen las preocupaciones a esta hora de la mañana. Ahora mismo, hasta podría reírme de todo el asunto. Pero me temo que las cosas se pondrán más feas que nunca cuando llegue el otoño. Si hago lo que estoy pensando hacer, ni el pastor ni el juez me darán su apretón de manos a las puertas de la iglesia los domingos, cosa que no han dejado de hacer hasta el momento; tampoco me elegirán como miembro del Consejo de Beneficencia y ya puedo ir olvidándome de convertirme en mayordomo de la iglesia.»
No hay como seguir los surcos que va dejando un arado, ora arriba ora abajo, para poder pensar. Uno está solo y no hay nada que le distraiga, aparte de las cornejas que recorren la aradura buscando lombrices. Aquel joven juraría que alguien susurraba ideas en su oído, tal era la facilidad con que surgían en su mente. Y como rara vez discurría con semejante agilidad y lucidez, se sentía contento y animado. Empezó a pensar que se preocupaba innecesariamente, hasta llegó a decirse que nadie le exigía que provocara su propia desgracia.
Pensó que, si aún viviese, le habría planteado a su padre la cuestión que le angustiaba, como solía hacer siempre que se trataba de un asunto difícil. No tener a su padre a mano para pedirle consejo le impacientó.
«Si supiera el camino -se dijo con una sonrisa y regocijándose ante la mera idea-, iría a verlo. Me pregunto qué diría don Ingmar, [2] mi padre, si un día me presentase ante él. Me lo imagino dueño de una importante finca con muchos campos y pastizales y grandes dependencias, y un ganado robusto de raza parda, nada de reses negras y abigarradas, como lo quería aquí abajo. Entonces, cuando entrara en la sala grande…»
El labriego se paró de golpe en medio del campo. Miró a lo alto y se echó a reír. La idea le proporcionaba un placer inmenso y se dejó arrastrar por ella; al final, ya ni sabía si seguía en este mundo, puesto que de pronto le pareció que estaba en el cielo con su padre.
«Entonces, al entrar yo en la sala grande -continuó imaginando-, veo una gran cantidad de labriegos sentados a lo largo de las cuatro paredes, todos de cabellos gris rojizo y cejas blancas y un labio inferior muy grueso y tan parecidos a padre como gotas de agua. Cuando me doy cuenta que ahí dentro hay tanta gente me entra vergüenza y me quedo en el umbral. Pero padre está sentado a la cabecera de la mesa y apenas me distingue dice: "¡Bienvenido seas, Ingmar hijo!", y luego viene hasta mí. "Me gustaría hablar unas palabras con usted, padre", le digo, "pero aquí hay mucha gente que no conozco". "Bah, pero si son todos de la familia", dice padre, "cada uno de estos hombres ha vivido en Ingmarsgården [3] y el más viejo es de los tiempos de Maricastaña". "Bueno, pero de todos modos me gustaría hablar unas palabras con usted a solas."
»Entonces, padre mira alrededor pensando en si ir a la recámara; pero como sólo se trata de mi persona, se dirige a la cocina. Allí, padre toma asiento en el hogar de la chimenea y yo en el tajo. "Menuda finca tiene usted aquí, padre", le digo. "No está mal", responde él. "¿Y por Ingmarsgården cómo van las cosas?" "Ahí nos va bien", contesto, "el año pasado nos pagaban tres reales por un quintal de heno". "¿Es posible, hijo?", dice. "No habrás venido hasta aquí para burlarte de mí, ¿eh?"
»"Pero a mí me va mal", continúo, "no paro de oír que usted, padre, era sabio como nuestro Señor; en cambio, a mí nadie me pide consejo". "¿No estás metido en el ayuntamiento?", me pregunta el viejo. "No estoy ni en el consejo escolar, ni en el consejo parroquial ni en el ayuntamiento." "¿Qué mal has hecho, Ingmar hijo?" "Bueno, dicen que el que ha de gobernar a otros antes debe demostrar que sabe gobernarse a sí mismo."
»Entonces imagino que el viejo baja la vista y se queda callado meditando. "Tienes que procurar casarte, Ingmar, y tener una buena esposa", me dirá sin duda al cabo de un rato. "Pero es eso justamente lo que no puedo hacer, padre, contesto yo; "en toda la parroquia no hay un granjero suficientemente pobre para que quiera darme a su hija". "A ver, Ingmar hijo, explícame despacio, cómo cuadra todo esto", dice padre muy clemente.
»"Pues mire usted, padre, hace cuatro años, el mismo año en que me hice cargo de la finca, pedí la mano de Brita de Bergskog." "Un momento", me interrumpe, "¿tenemos algún pariente en Bergskog?". Es como si no recordara nada concerniente a los asuntos de aquí abajo. "No, pero son gente acomodada y supongo que usted se acordará de que el padre de Brita es diputado." "Todo lo que quieras, pero tendrías que haberte casado con alguien de la familia, así tendrías una mujer que conocería las viejas costumbres." "Tiene usted toda la razón, padre, de eso ya me he dado cuenta."
»Luego tanto él como yo permanecemos callados un rato; al cabo dice: "Supongo que sería de buen ver, ¿verdad?" "Sí", respondo, "es morena de ojos claros y mejillas sonrosadas. Pero también es muy trabajadora, así que madre estaba contenta de que la tomase por esposa. Habría salido bien de no ser que ella no me quería". "¡Como si le importase a alguien lo que quiera una mocosa como ésa!" "Fueron sus padres los que la obligaron a aceptarme." "¿Cómo sabes tú que la obligaron? Estoy seguro de que estaba muy contenta de haber atrapado un buen partido como tú, Ingmar hijo, un Ingmarsson."
»"De eso nada, contenta no estaba, pero de todos modos se leyeron las amonestaciones y se fijó el día de la boda, y Brita se vino a vivir a la finca ya antes de casarnos para que pudiese ayudar a madre, pues la verdad es que a madre empiezan a pesarle los años." "No veo nada de malo en todo esto, Ingmar hijo", dice padre como queriendo animarme.
»"Pero es que ese año no creció nada en los sembrados, las patatas se malograron totalmente y las vacas se pusieron enfermas, así que madre y yo decidimos aplazar la boda un año. Vea usted, con las amonestaciones leídas no pensé que el casamiento tuviera tanta importancia; pero imagino que esa forma de pensar es muy anticuada." "Seguro que una que fuera pariente nuestra habría sabido resignarse a esperar", dice padre. "Seguro que sí", contesto yo; "ya me di cuenta de que a Brita no le gustó que retrasásemos la boda; pero es que, sabe usted, a mí me pareció que no podíamos permitírnoslo. Como tuvimos funeral esa primavera… Y como no queríamos sacar dinero del banco…". "Sí, hiciste bien en esperar", dice padre. "Pero me preocupaba que a Brita la disgustara tener que celebrar el bautizo antes que la boda." "Lo primero es asegurarse de que uno tiene con qué pagarla."
»"Brita se volvía más rara y taciturna cada día y yo no podía dejar de preguntarme qué le pasaba. Pensé que añoraba a los suyos, siempre se había sentido muy unida a su casa y sus padres. 'Ya se le pasará', pensaba yo, 'cuando se acostumbre. Con el tiempo acabará gustándole vivir en Ingmarsgården'. Me armé de paciencia un tiempo; pero un día le pregunté a madre que por qué Brita estaba tan pálida y tenía tanta rabia en los ojos. Madre dijo que era porque estaba esperando un hijo y que volvería a ser la de antes en cuanto lo hubiese tenido. En mi fuero interno yo me figuraba que lo que rumiaba Brita era que yo hubiese aplazado la boda; pero tenía miedo de preguntárselo. Ya sabe, padre, que usted siempre decía que el año que yo me casara habría de ser el año en que se pintara de rojo la casa. Y esa pintura yo no podía pagarla. 'Todo se arreglará el año que viene', pensaba yo."»
El que iba labrando movía los labios. Estaba tan sumido en sus propios pensamientos que hasta le parecía ver el rostro de su padre ante sus ojos. «No hay más remedio que exponérselo todo muy francamente a padre -pensó-, para que pueda aconsejarme bien.
»"Así pasó todo el invierno, y a menudo pensé que si Brita no dejaba de sentirse tan desgraciada mejor sería renunciar a ella y mandarla de nuevo con los suyos a Bergskog; pero también para eso era demasiado tarde. Hasta que llegó el mes de mayo y una noche nos dimos cuenta de que se había escabullido de la casa. Estuvimos toda la noche buscándola y a la mañana siguiente una de las criadas la encontró."
»Aquí me cuesta decir algo más así que me callo y entonces padre me pregunta: "¡Por Dios, no me dirás que estaba muerta!" "No, ella no", respondo, y Padre oye cómo me tiembla la voz. "¿Y la criatura, había nacido?", pregunta padre. "Sí", digo, "pero ella la había estrangulado. La tenía muerta a su lado". "Eso es que no estaba del todo cuerda desde el principio." "Ya lo creo que estaba cuerda," replico. "Lo hizo para vengarse de mí, porque yo la tomé por la fuerza. Aun así, me dijo que no lo habría hecho si yo me hubiese casado con ella; pero como no lo hice pensó que si yo no quería tener un hijo con honra tampoco lo tendría sin honra." Padre, desolado, se queda sin habla. "¿Te hubiera hecho ilusión ese hijo, Ingmar hijo?", me pregunta por fin. "Sí", le contesto. "Lástima que te tocara en suerte una mala mujer."
»"Estará en la cárcel, supongo", dice padre. "Sí, la condenaron a tres años." "¿Y por eso nadie quiere darte a su hija?" "Sí, pero yo tampoco he pedido la mano de nadie." "¿Y es por esto que no tienes ninguna autoridad en la parroquia?" "Opinan que Brita no se merecía una suerte así. Dicen que si yo hubiese sido un hombre juicioso como usted habría hablado con ella y habría comprendido qué le amargaba la existencia." "Tan sencillo no es; para un varón no es sencillo entender a una mala mujer."
»"No, padre", digo, "Brita no era mala sino orgullosa". "Viene a ser lo mismo", contesta padre.
«Cuando me doy cuenta de que padre intenta ponerse de mi parte, digo: "Muchos piensan que yo podría habérmelas apañado para que lo único que se supiese es que la criatura nació muerta." "¿Y por qué no habría ella de pagar su crimen?", protesta él. "En la época de usted, según dicen, usted se habría encargado de que la criada que la encontró callara la boca y así no se habría sabido nada." "¿Y entonces tú te habrías casado con ella?" "No, entonces yo no habría tenido por qué casarme con ella. Al cabo de un par de semanas la habría mandado a casa de sus padres y habría anulado el compromiso, ya que la disgustaba tanto vivir aquí." "Es posible que estén en lo cierto; pero no pueden pedir que tú, que eres joven, tengas el tino de un viejo."
»"Todo el pueblo opina que me he portado mal con Brita." "Pero ella se ha portado peor haciendo caer en desgracia a gente honrada." "Sí, pero fui yo quien la tomó por la fuerza." "De eso tendría que alegrarse y nada más", replica él.
»"Así pues, ¿no piensa usted que sea culpa mía que ella esté en la cárcel, padre?" "Mi opinión es que en la cárcel está por culpa suya." Entonces yo me levanto y digo despacio: "Entonces ¿usted opina que no debo hacer nada por Brita cuando salga en otoño?" "¿Qué podrías hacer? ¿Casarte con ella?" "Sí, supongo que es lo que debería hacer." Padre me mira un rato y luego pregunta: "¿La quieres?" "No; mató todo el amor que yo sentía." Entonces padre deja caer los párpados y se pone a cavilar en silencio.
»"Mire, padre, no puedo quitarme de la cabeza que he causado una desgracia", digo. El anciano permanece inmóvil sin responder. "La última vez que la vi fue en el juzgado. Se la veía muy dócil y lloró mucho por haber perdido al niño. No dijo nada malo contra mí, toda la culpa la asumió ella sola. Fueron muchos los que lloraron, padre, y hasta al juez casi se le escapaban las lágrimas. Por eso sólo la condenó a tres años."
»No obstante, padre sigue sin decir nada.
»"En otoño, cuando la suelten, lo pasará muy mal si tiene que volver a su casa", añado. "En Bergskog no se alegrarán de su presencia que digamos. Según ellos, ella les ha deshonrado, y quién sabe si no se lo echarán en cara abiertamente. Su destino será estar metida en casa para siempre, no podrá ni arriesgarse a ir a misa. Será muy duro en todos los sentidos."
»Padre no responde.
»"Para mí no sería fácil casarme con ella", digo. "A quién que sea dueño de una finca importante puede agradarle tener una esposa a quien gañanes y criadas mirarían por encima del hombro. A madre tampoco le gustaría. Además, no creo que pudiéramos seguir invitando a propietarios y gente de categoría ni a bodas ni a funerales."
»Padre sigue callando.
»"Verá usted, en el juzgado intenté ayudarla lo mejor que pude.
Le dije al juez que la culpa era toda mía por haberla forzado. También afirmé que para mí era tal su inocencia, que en el mismo momento en que ella mudase sus sentimientos hacia mí, yo me casaría con ella. Dije eso para que le cayera una pena más leve. Pero aunque me ha escrito dos cartas, no hay nada que indique que su talante haya cambiado. Así pues, comprenderá usted, padre, que ese discurso no me obliga al matrimonio."
»Padre permanece sentado, cavilando en silencio.
»"Ya sé que esto es interpretar los hechos según el criterio de los hombres y que nosotros los Ingmarsson siempre hemos intentado congraciarnos con nuestro Señor. Pero a veces pienso que quizá nuestro Señor no estaría de acuerdo en que una asesina se viera tan favorecida."
»Y padre que no deja de callar.
»"Padre, no olvide lo difícil que resulta ver cómo alguien sufre un tormento y no procurar ayudarle. Es posible que toda la parroquia piense que obro mal; pero estos años me han sido demasiado amargos para que no intente hacer algo cuando la pongan en libertad."
»Y padre inmutable, sin pestañear siquiera.
»Entonces, casi con lágrimas en los ojos, digo: "Vea usted, soy un hombre joven y es mucho lo que pierdo si me quedo con ella. Ya antes les parecía que obré mal, ¿qué no van a decir después de esto?"
»Aun así no consigo que padre diga algo.
»"Por otra parte, he pensado que resulta curioso que nuestra familia haya podido conservar la finca durante decenas de generaciones mientras todas las otras fincas han ido cambiando de dueño. Y entonces me digo que eso tiene que deberse a que los Ingmarsson siempre hemos buscado comprender la Providencia divina. Nosotros los Ingmarsson no debemos temer el juicio de los hombres, sólo basta con seguir los caminos de Dios."
»Entonces el anciano alza finalmente los ojos y dice: "Es una cuestión harto complicada, Ingmar. Creo que voy a entrar a consultarlo con el resto de los Ingmar." A continuación, padre entra en la sala grande y yo me quedo ahí sentado. Y ahí me quedaré esperando y esperando sin que él regrese. Así que, cuando haya esperado durante muchas horas, me cansaré y entraré a buscarlo. "¡Ten paciencia y aguarda ahí fuera, Ingmar hijo!", ordena padre. "Es una cuestión muy complicada." Y entonces veo que todos los ancianos están sentados con los ojos cerrados, cavilando. Mientras, a mí me toca esperar y esperar y supongo que todavía espero.»
Con una leve sonrisa en los labios, siguió caminando tras el arado que ahora avanzaba muy lentamente, como si los caballos necesitaran descansar. Cuando llegó al borde de la zanja, tiró de las riendas y las mantuvo así, refrenando los animales. De repente se había puesto muy serio.
«Es curioso, pero cuando le pides consejo a alguien, en el momento mismo de pedirlo incluso, descubres qué es lo correcto y de repente ves con claridad lo que no has podido esclarecer en tres años enteros. Así que ahora se hará lo que Dios quiera.»
Sintió que debía cumplir con lo que se había propuesto y, al mismo tiempo, lo que tenía ante sí le pareció tan penoso que su valor se fue agotando mientras lo pensaba.
– ¡Que Dios me ampare! -dijo.
Pero Ingmar Ingmarsson no era el único que estaba en pie a primeras horas de la mañana. Caminando por un sendero que serpenteaba entre los sembrados, venía un hombre mayor. No costaba adivinar su oficio ya que llevaba al hombro una brocha de mango largo e iba salpicado de manchas rojas de almagre desde la gorra hasta la punta de los zapatos. Echaba frecuentes vistazos alrededor, como suelen los pintores de exteriores que siempre están buscando granjas sin pintar o cuya pintura esté descolorida y desgastada por la lluvia. Le parecía ver ora uno ora otro edificio de su conveniencia, pero le costaba decidirse. Finalmente, llegó a lo alto de una loma y divisó el predio de los Ingmarsson, el cual destacaba con su magnífica extensión en medio de la planicie del valle. «¡Santo Cielo!», exclamó el viejo deteniéndose en seco por la alegría, y pensó: «Ese caserón no lo han pintado en cien años, la madera está totalmente ennegrecida por la edad, y las dependencias no conocen la pintura. ¡Y será que no hay muchas ni nada! -se entusiasmó-. ¡Aquí hay trabajo hasta principios de otoño!»
Apenas había recorrido un pequeño trecho cuando distinguió a un hombre que empujaba un arado. «Ahí tenemos a un labriego que vive por aquí y conoce estos pagos -se dijo el pintor-. Él me dirá lo que necesito saber acerca de esa finca.» Se desvió del sendero, entró en el barbecho y le preguntó a Ingmar qué predio importante era ése y si él creía que le permitirían darle una mano de pintura.
Ingmar Ingmarsson se estremeció y lo miró como si fuera un espectro. «Pero si es un pintor -pensó-, ¡y viene en este preciso instante!» Atónito, fue incapaz de articular una respuesta.
Tenía muy grabado en su memoria que cuando alguien le decía a su padre: «Tendría usted que dejar que le dieran una mano de pintura a ese viejo caserón suyo, don Ingmar», el anciano respondía invariablemente que lo haría el año en que su Ingmar se casara.
El pintor de fachadas insistió con su pregunta, pero Ingmar permanecía en silencio, como si no comprendiese.
«¿Ya han decidido una respuesta allá arriba? -se preguntó-. ¿Acaso es éste un mensaje de padre comunicándome su voluntad de que me case este año?» Quedó tan anonadado por la idea que, sin más, le prometió al hombre que le daría trabajo.
Después continuó empujando el arado muy emocionado y casi feliz. «Ya verás cómo no te resulta tan duro hacerlo ahora que sabes con certeza qué desea padre», se dijo.
Un par de semanas más tarde Ingmar se encontraba limpiando unos arneses. Parecía de mal humor y trabajaba con torpeza. «Si yo fuera nuestro Señor… -pensó frotando un par de veces y volviendo a empezar-. Si yo fuera nuestro Señor me ocuparía de que una cosa quedara lista y hecha en el mismo instante en que se tomó la decisión de hacerla. No le daría a la gente días y días para ir rumiando y darle vueltas una y otra vez a todos los obstáculos. Yo no me habría concedido tiempo para pulir los arreos y pintar el carro, me habría obligado a hacer lo que tenía que hacer directamente, cuando se me ocurrió aquel día labrando.»
Oyó el sonido de un coche en el camino, asomó la cabeza y reconoció de inmediato el caballo y el carruaje.
– ¡Ha venido el señor diputado de Bergskog! -gritó en dirección a la cocina, donde se encontraba atareada su madre. Al cabo de un momento oyó que su madre echaba leña al fuego y el molinillo de café se ponía en marcha.
El diputado condujo el coche hasta el patio. Ahí se quedó sentado sin moverse.
– No, no puedo entrar -dijo-, sólo quiero hablar unas palabras contigo, Ingmar. Es que no tengo tiempo, voy de camino a la asamblea de la Junta municipal.
– Madre querrá invitarle a un café -repuso Ingmar.
– Gracias, pero tengo que ser puntual.
– Hace mucho que el señor diputado no venía por aquí -insistió Ingmar, y su madre también contribuyó desde el umbral:
– Pero señor diputado, ¿no irá usted a hacer un viaje tan largo sin pasar y tomarse una tacita de café?
Ingmar desabrochó la manta de viaje que le cubría las piernas al diputado y éste se dispuso a bajar.
– Bueno, si es doña Märta en persona quien me lo pide tendré que obedecer -comentó, cortés.
Era un hombre apuesto de gran estatura y andares airosos que parecía pertenecer a una raza completamente distinta a la de Ingmar y su madre, quienes eran gente fea, de rostro soñoliento y cuerpo pesado. No obstante, profesaba un gran respeto por la venerable familia de los Ingmarsson y de buen grado habría cambiado su bella apariencia por la de Ingmar con tal de ser uno de ellos. Siempre había tomado el partido de Ingmar en contra de su propia hija, y la cálida bienvenida levantó sus ánimos.
Al cabo de un rato, después de que doña Märta sirviera el café, empezó a plantear la cuestión que le había llevado hasta allí.
– He venido -dijo, y se aclaró la garganta-, he venido a explicarles nuestros planes para Brita. -La taza que doña Märta sostenía tembló levemente y la cucharilla tintineó contra el plato. A continuación, sobrevino un silencio incómodo-. Hemos pensado que lo mejor para todos es mandarla a América. -Una nueva pausa. El silencio prosiguió. La inaccesibilidad de aquella gente le hizo soltar un suspiro-. Ya tiene el pasaje comprado.
– Pero supongo que antes pasará por su casa, ¿no? -dijo Ingmar.
– No, ¿para qué habría de venir a casa?
Ingmar volvió a guardar silencio. Entornó los ojos hasta casi cerrarlos y permaneció tan quieto como si estuviera dormido. En su lugar, doña Märta empezó a hacer preguntas.
– ¡Pero necesitará ropa!
– Todo está arreglado, hay un baúl preparado con sus cosas en el hostal del mercader Lövberg, donde solemos hospedarnos cuando vamos a la ciudad.
– ¿Y su señora esposa no irá a recibirla?
– Bien quisiera ella; pero yo le digo que es preferible evitar un encuentro.
– Es posible que así sea.
– En el hostal del mercader Lövberg tiene dinero y el pasaje, así que no le faltará nada. Me pareció que Ingmar debía saberlo para que finalmente pueda quitarse este peso de encima -añadió el diputado. Ahora hasta doña Märta enmudeció, cabizbaja y con la vista clavada en los pliegues de su delantal y el pañuelo corrido hacia la nuca-. Ha llegado la hora de que Ingmar empiece a pensar en un nuevo matrimonio. -Madre e hijo guardaban el mismo obstinado silencio-. Doña Märta necesita ayuda para llevar esta casa tan grande, Ingmar tiene la obligación de asegurarle una vejez tranquila. -El diputado hizo una pausa preguntándose si le estaban escuchando-. Tanto yo como mi esposa deseamos arreglar las cosas -dijo al cabo.
Mientras tanto, Ingmar se dejaba inundar por una inmensa alegría. Brita se iba a América y él no tendría que casarse con ella. No sería una asesina la que gobernara la casa de los Ingmarsson. Si guardaba silencio era porque no le parecía decente mostrar su satisfacción de buenas a primeras; pero pasados unos minutos ya no debería resultar impropio manifestarla.
El diputado guardaba silencio también. Era consciente de que debía darle a esa venerable gente tiempo para recapacitar. Pero entonces la madre de Ingmar dijo:
– Bien, Brita ya ha cumplido su castigo, ahora nos toca el turno al resto.
Con estas palabras la anciana pretendía decir que si el diputado deseaba ayuda por parte de los Ingmarsson como pago por haberles allanado el camino, ellos no tenían inconveniente en prestársela; sin embargo, Ingmar interpretó sus palabras de distinta manera. Dio un respingo y tuvo la impresión de que acababa de despertarse. «¿Qué diría padre de todo esto? -pensó-. Si yo le planteara esta situación ¿cómo se pronunciaría?» «No creas que puedes burlarte de la justicia divina», diría, «no creas que Dios te librará de castigo si permites que Brita cargue sola con toda la culpa. Aunque su padre quiera repudiarla para complacerte a fin de que le prestes dinero, tú, Ingmar Ingmarsson, no debes apartarte de los caminos de Dios».
«Estoy seguro de que mi anciano padre me vigila en este asunto -pensó-, sin duda ha enviado al padre de Brita para que me haga comprender lo abominable que es hacerle cargar con toda la culpa a ella sola, la pobre. Me refiero a que se ha dado cuenta de que no he tenido muchas ganas de hacer el viaje últimamente.»
Ingmar se puso en pie, echó brandy en el café y alzó la taza.
– Ahora, señor diputado, quiero agradecerle que haya venido a vernos en el día de hoy -dijo, y brindó a su salud.
Ingmar se había pasado la mañana entera arreglando los abedules de la entrada. Primero había montado un andamio y después inclinado las copas de los dos abedules de modo que formasen un arco [4] entre sí. Los árboles se amoldaban a desgana, soltándose una y otra vez para quedar igual de rectos que antes.
– ¿Y eso para qué es? -preguntó doña Märta.
– He pensado que podrían crecer así una temporada -refunfuñó Ingmar.
Llegó la hora de la siesta y, después del almuerzo, los jornaleros salieron al patio y se tumbaron por ahí para echar una cabezada. Ingmar Ingmarsson también dormía, pero lo hacía en una cama ancha que había en la recámara de la sala grande. La única que se mantenía despierta era la dueña de la casa, que hacía ganchillo en la sala.
La puerta del zaguán se abrió despacio dando paso a una vieja que cargaba con un yugo del que colgaban dos grandes canastas. Saludó con voz muy queda, tomó asiento en una silla junto a la puerta y levantó las tapas de los cestos. Uno estaba lleno de panecillos crujientes y rosquillas, el otro de untuosas barras de pan recién horneado. La dueña no tardó en acercarse para negociar. En general le costaba soltar los cuartos, pero si tenía una debilidad ésta era, sin duda, mojar algo dulce en el café.
Mientras elegía entre las barras, empezó a conversar con la vieja, la cual gustaba de darle a la lengua como casi todas las personas que van de puerta en puerta y conocen a mucha gente.
– Usted, Kajsa, es una mujer sensata de la que se puede una fiar -dijo la dueña.
– Ni que lo diga -respondió la otra-. Si yo no tuviera la prudencia de callarme algunas cosas que oigo por ahí, no sé cuántos andarían a la greña.
– Pero a veces se calla usted demasiado, Kajsa.
La vieja alzó la vista entendiendo lo que la otra quería decir.
– ¡Dios me perdone! -dijo con lágrimas en los ojos-. ¡Se lo conté a la dueña de Bergskog, señora del diputado, cuando tendría que haber venido aquí a hablar con usted!
– Así que habló usted con la dueña de Bergskog, señora del diputado, ¿eh? -Había un desprecio infinito en el tono con que repitió sus palabras.
El ruido de la puerta que daba a la sala grande abriéndose sigilosamente sacó a Ingmar Ingmarsson del sueño con un sobresalto. Pero nadie entró en la recámara sino que la puerta quedó entornada. No sabía si se había abierto por sí misma o si alguien lo había hecho. Adormilado, permaneció tendido e inmóvil en la cama, escuchando las voces de la sala.
– Dígame, Kajsa, ¿cómo se enteró usted de que Brita no quería a mi Ingmar? -decía la madre.
– Eso se lo oí contar a la gente desde el principio, que fueron los padres que la obligaron -respondió la vieja evasivamente.
– Déjese de rodeos, Kajsa, si yo le pregunto es que quiero saber la verdad, no me ande con remilgos. Estoy segura de que podré soportar lo que tenga que decirme.
– Pues le diré que cada vez que iba a Bergskog por esa época se le veían los ojos llorosos. Un día, que estábamos ella y yo solas en la cocina, le dije: «¡Qué bien casada vas a estar dentro de poco, ¿eh, Brita?» Ella me miró como si creyese que me estaba burlando. Y después dijo: «Usted lo ha dicho, Kajsa, bien casada.» Lo dijo de un modo que me hizo ver ante mí a Ingmar Ingmarsson, y no se puede decir que sea guapo el muchacho; pero yo, pobre de mí, nunca antes me había fijado porque les tengo un gran respeto a todos los Ingmarsson. Pero ese día no tuve más remedio que hacer una mueca. Brita me miró y volvió a decir: «Bien casada, sí», y dio media vuelta y se fue corriendo a su habitación, y la oí echarse a llorar. Aun así, me fui pensando: «Ya se arreglarán las cosas con el tiempo, a los Ingmarsson todo acaba saliéndoles bien.» No me extrañé de la actitud de los padres; si yo hubiese tenido una hija e Ingmar Ingmarsson la pidiese en matrimonio no viviría tranquila hasta que la niña le hubiera dado el sí.
Ingmar permanecía tumbado en la cama con los oídos atentos. «Madre hace esto adrede -pensó-. Está con la duda de por qué hago este viaje a la ciudad mañana. Piensa que voy a ir a buscar a Brita para traerla a casa. Madre no sabe que soy un pobre diablo que ni para eso valgo.»
– La próxima vez que vi a Brita -continuó la vieja-, ya se había mudado y vivía aquí abajo. No pude preguntarle si se sentía a gusto en Ingmarsgården porque la sala estaba llena de gente, pero cuando llevaba ya un trecho caminado en dirección a la arboleda me dio alcance. «Kajsa», me dijo, «¿hace mucho que has estado en Bergskog?» «Estuve en tu casa anteayer», le respondí. «¡Ay, Dios mío, estuviste en casa anteayer y a mí me parece que hace un siglo que no he estado allí!» Qué podía decirle yo, pobre de mí. Estaba en un estado en que no se le podía decir nada, parecía a punto de romper a llorar dijeras lo que dijeses. «¿Por qué no vas a hacerle una visita a tus padres?», le dije luego. «No; creo que jamás volveré a pisar mi casa.» «¡Venga, mujer, ve!», le dije, «con lo bonito que está todo allá arriba, el bosque se ha llenado de arándanos, donde las antiguas carboneras el suelo rojo parece rojo de tantos que hay.» «Dios bendito», dijo ella y se le pusieron los ojos grandes, «¿ya hay arándanos rojos?». «Sí, ¿por qué no pides libre un día y subes a tu casa y te das un hartón?» «No, mejor será que no vaya», dijo. «Si voy a casa me sentiré mucho peor al volver aquí.» «Tenía entendido que se estaba bien en casa de los Ingmarsson», dije yo. «Son buena gente.» «Sí», respondió ella, «son buena gente». «De lo mejorcito que hay en toda la comarca», le dije yo. «Gente honrada.» «Sí, casar a alguien por la fuerza no se considera una falta de honradez.» «Y gente muy juiciosa, además.» «Sí, pero a su juicio no hay que decir lo que se piensa.» «¿Nunca dicen nada?» «Nunca dicen más de lo estrictamente necesario.» Aquí yo ya me iba, pero en ésas que me pasó por la cabeza preguntar: «¿La boda será aquí o en tu casa?» «La celebraremos aquí en la finca, hay más espacio.» «¡Pues entonces procura que no la retrasen demasiado!», dije yo. «Nos casaremos dentro de un mes», dijo ella. Pero cuando ya me separaba de Brita pensé que los Ingmarsson habían tenido una mala cosecha, y le dije que no creía que fueran a celebrar una boda ese año. «Entonces no tendré más remedio que tirarme al río», dijo Brita. Pasado un mes me enteré de que la boda se aplazaba y pensé que eso no era bueno, así que subí hasta Bergskog para hablar con la señora del diputado. «Creo que van a hacer un disparate ahí abajo en casa de los Ingmarsson», le dije. «Hagan lo que hagan tendremos que conformarnos», me respondió. «Damos las gracias a Dios todos los días por haber podido casar tan bien a nuestra hija.»
«Madre no debería tomarse tantas molestias -pensó Ingmar Ingmarsson-, porque nadie de esta casa va a ir al encuentro de Brita. No necesitaba asustarse tanto por el arco triunfal, eso sólo son cosas que se hacen para poder decirle a nuestro Señor: "Yo quería, ya ves que era mi intención hacerlo." Pero de ahí a hacerlo realmente hay un trecho.»
– La última vez que vi a Brita -continuó contando Kajsa- fue en pleno invierno, con la nieve muy alta. Yo venía por un sendero muy angosto en lo más profundo del bosque, donde no vive nadie, y costaba mucho caminar porque había comenzado el deshielo y con tanta nieve derretida el suelo se te iba bajo los pies. En ésas que veo una figura sentada en la nieve descansando, y al acercarme reconocí a Brita. «¿Vas sola por esta zona tan apartada del bosque?», le dije. «Sí, estoy dando un paseo.» Me quedé quieta mirándola, no me entraba en la cabeza lo que podría estar haciendo allí. «Estoy buscando montañas escarpadas», me dijo entonces Brita. «Dios bendito, ¿no será para tirarte por una?», le dije yo, porque tenía todo el aspecto de no querer vivir. «Sí», me dijo, «si encontrase una suficientemente alta y escarpada, creo que me tiraría». «¡Cómo no te da vergüenza, a ti, con lo bien que estás!» «Sí, ya lo ves, soy muy mala, Kajsa.» «Me parece a mí que sí.» «Seguro que voy a hacer algo malo, así que mejor sería que me muriera.» «¡Eso son pamplinas, niña!» «No; me volví mala cuando vine a vivir aquí abajo.» Entonces se me acercó y pude ver que tenía los ojos de una loca. «Ellos sólo piensan en cómo atormentarme a mí y yo en cómo devolverles el tormento.» «De eso nada, Brita, son buena gente.» «¡Te equivocas, sólo buscan mi deshonra!» «¿Se lo has dicho a ellos?» «Nunca hablo con ellos. Lo único que hago es pensar en cómo causarles daño. Pienso en si prenderle fuego a la casa; sé que él le tiene mucho apego. Pienso en si envenenar a las vacas; son tan viejas y feas, con esas ojeras blancuzcas alrededor de los ojos, como si fueran parientes de él.» «Perro ladrador, poco mordedor», dije yo. «Algo le haré», dijo ella, «si no nunca viviré en paz». «No sabes lo que dices», le dije yo, «más bien diría que lo que quieres es acabar con tu paz de espíritu». Entonces pegó un quiebro y empezó a llorar. Se apaciguó y con voz dulce dijo que padecía mucho por culpa de esos malos pensamientos que la asaltaban. Luego la acompañé a su casa, y cuando nos separamos me prometió que no haría ninguna locura con tal que yo mantuviera la boca cerrada. Después le estuve dando muchas vueltas sin saber con quién hablar -añadió Kajsa-. No me atrevía a hacerlo con gente importante como ustedes…
Desde la espadaña del tejado de la caballeriza, la campana señaló el final de la siesta. A doña Märta le entró prisa por interrumpir a la vieja.
– Oiga, Kajsa, ¿cree usted que las cosas se pueden arreglar entre Ingmar y Brita?
– ¿Cómo? -repuso la vieja, asombrada.
– Me refiero a que si ella no se fuera a América, pongamos por caso, ¿cree usted que le aceptaría?
– No sé yo lo que creo. No; imagino que no.
– Seguramente le rechazaría, ¿verdad?
– Sí, seguramente.
Ingmar se había incorporado y sentado con las piernas fuera de la cama. «Esto era lo que necesitabas, Ingmar, ahora sí que vas a hacer el viaje -exclamó para sus adentros, descargando el puño contra el borde de la cama-. ¡Cómo puede creer madre que me impedirá partir con esta demostración de que Brita no me quiere!»
Golpe tras golpe fue dándole a la cama, como si en su cabeza estuviese derribando algo duro que le ofrecía resistencia. «Pues ahora quiero probarlo otra vez. Nosotros los Ingmarsson, si una cosa sale mal volvemos a empezar. Ningún hombre que se precie se resigna a que una hembra se vuelva loca de rencor hacia él.»
Nunca antes el sentimiento de la derrota sufrida había calado tan hondo, y se moría de ganas por compensar el agravio de algún modo. «¡Por mi alma, que Brita aprenderá a vivir a gusto en Ingmarsgården!», prometió. Y descargó en la cama un último golpe antes de levantarse para volver al trabajo.
«¡No me cabe la menor duda de que padre me ha enviado a Kajsa con el único propósito de que yo acabe haciendo el viaje a la ciudad!»
Ingmar Ingmarsson había llegado a la ciudad e iba subiendo despacio hacia la gran prisión provincial, magníficamente emplazada sobre una pequeña colina que daba a los jardines de la población. Pero lejos de contemplar las vistas, iba con la cabeza gacha, los gruesos párpados caídos, arrastrando los pies tan pesadamente como lo haría un viejo decrépito. Había guardado el vistoso traje regional por un día y llevaba uno negro de ciudad con camisa almidonada, la cual ya se había arrugado. Le embargaba un sentimiento de gran solemnidad, aunque la inquietud y la reticencia aún no le habían abandonado.
Ingmar llegó hasta la explanada sin asfaltar que había frente a la prisión, divisó a un guardián y le preguntó si ése era el día en que Brita Eriksdotter salía de la cárcel.
– Tengo entendido que sí sueltan a una hoy -dijo el hombre.
– Yo me refiero a una que ha cumplido pena por infanticidio -aclaró Ingmar.
– ¡Ah sí, es verdad! Sí, la van a soltar esta mañana.
Ingmar se apoyó contra un árbol y se dispuso a esperar, sin apartar la vista del portal ni un instante. «Algún que otro habrá que haya estado ahí dentro pasándolo muy mal -pensó-, pero no exagero si digo que hay muchos que han estado entre rejas sin sufrir tanto como yo que estoy en libertad. Sin duda don Ingmar ha conseguido que viniese a buscar a mi mujer a la salida de la cárcel, pero no se puede decir que eso me plazca ni esté satisfecho. Yo quería que mi futura esposa pasase por el arco triunfal y que luego su madre me la entregara. Y que después fuéramos en coche juntos hasta la iglesia acompañados de un gran cortejo. Y ella sentada a mi lado, preciosa con su vestido de novia y su corona y una tímida sonrisa en los labios.»
El portal se abrió varias veces: salió un cura, y la esposa y doncellas del director del centro penitenciario, que se dirigían a la ciudad. Por fin, salió Brita. Al abrirse el portal, el corazón de Ingmar dio un brinco. «Esta vez es ella», pensó. Bajó la mirada de golpe y se quedó como paralizado, sin mover un solo músculo. Cuando consiguió reunir el coraje suficiente levantó la vista y ahí estaba ella, en el escalón de la entrada.
La observó unos instantes, erguida e inmóvil. Ella se apartó el pañuelo de la frente hacia atrás y con la mirada limpia y despejada abarcó el paisaje. La altura a que estaba situada la prisión le permitía ver más allá de la ciudad y las boscosas colinas, hasta las montañas de su tierra natal.
Luego Ingmar la vio estremecerse y doblegarse bajo una fuerza invisible. Se llevó las manos a la cara y se sentó en el escalón de piedra. Sus sollozos llegaban hasta donde se encontraba él.
Entonces Ingmar cruzó la explanada de arena, se detuvo cerca de ella y aguardó. Sacudida por las convulsiones del llanto Brita no le oyó acercarse. Ingmar tuvo que esperar un rato.
– No llores así, Brita -le dijo finalmente.
Ella levantó los ojos.
– ¡Ay, Dios del cielo, tú aquí! -exclamó, y al instante pasó revista mental a todo el dolor que ella le había provocado y comprendió el esfuerzo que le habría supuesto ir a esperarla. Luego dejó escapar un grito de alegría y se arrojó en sus brazos, rodeándole el cuello mientras rompía a llorar de nuevo-. ¡Cuánto he deseado que estuvieras aquí! -balbuceó.
El corazón de Ingmar se aceleró.
– ¿Qué estás diciendo, Brita? ¿Deseabas que viniera? -dijo conmovido.
– Supongo que quería pedirte perdón.
Ingmar enderezó la espalda y su cuerpo se enfrió como una estatua.
– Ya habrá tiempo para eso -dijo-. Pero ahora no deberíamos quedarnos más en este sitio.
– No, realmente no es un buen sitio para quedarse -respondió ella humildemente.
– Tengo alojamiento en el hostal del mercader Lövberg -dijo Ingmar mientras echaban a andar.
– Sí, ahí tengo yo el baúl con mis cosas.
– Lo he visto -respondió Ingmar-. Es demasiado grande para cargarlo en el carro, tendremos que dejarlo allí hasta que alguien venga a buscarlo.
Brita se paró y lo miró. Era la primera vez que él mencionaba que quería llevarla a casa.
– Justamente hoy me ha llegado una carta de mi padre. Dice que estabas de acuerdo en que me fuera a América.
– Pensé que sería conveniente que tuvieras dónde elegir. Como no me parecía muy probable que quisieses venir conmigo…
Ella se dio cuenta de que no mencionaba expresamente que ése era su deseo; pero la omisión podía deberse a que él no quería obligarla a algo una vez más. Brita vaciló. Llevar a alguien como ella a la casa de los Ingmarsson era, sin duda, muy poco conveniente. «Dile que te vas a América. Es el único favor que puedes hacerle -pensó-. ¡Díselo, díselo!», se ordenó a sí misma. Pero mientras pensaba estas palabras oyó que alguien decía otras:
– Me temo que me falta coraje para irme a América. Dicen que allí hay que trabajar muy duro. -Era como si fuera otra persona y no ella quien las pronunciaba.
– Sí, eso dicen -contestó Ingmar en voz muy baja.
Brita se avergonzó de sí misma y recordó que esa misma mañana le había dicho al capellán de la prisión que saldría al mundo como una persona distinta, mejor. Disgustada, anduvo en silencio un largo trecho pensando en cómo retractarse. Pero tan pronto intentaba decir algo en ese sentido, la detenía la idea de que, si él todavía la amaba, rechazarle de nuevo significaría dar muestras de la más perversa ingratitud. «¡Ojalá pudiese leerle el pensamiento!», pensó. Entonces se detuvo para apoyarse contra una pared.
– Tanto ruido y tanta gente me marean -adujo.
Él le ofreció su mano y ella la tomó, y luego caminaron de la mano calle abajo. «Ahora parecemos novios», pensó Ingmar, sin dejar de darle vueltas a la idea de cómo iría todo una vez en casa, qué harían su madre y el resto de la gente.
Cuando entraron en el patio del mercader Lövberg, Ingmar explicó que su caballo estaba descansado, de modo que, si ella no tenía inconveniente, podrían hacer el primer tramo del viaje ese mismo día. Entonces ella pensó: «Ahora es el momento de decir que no quieres volver. ¡Dale las gracias y dile que no quieres!» Brita imploró a Dios que le dejase saber si sólo era compasión lo que le había hecho ir a buscarla. Ingmar fue a sacar el coche del cobertizo. Estaba recién pintado, la manta de viaje limpia y reluciente, los cojines en sus fundas nuevas. De la parte delantera de la capota pendía un pequeño ramo de flores silvestres algo marchitas. Al verlo, ella se detuvo a reconsiderar la situación. Ingmar volvió a la caballeriza para ponerle los aparejos al animal y conducirlo fuera. Ella vio entonces otro ramito medio mustio atado entre las almohadillas de la albarda; de nuevo empezó a incubar la esperanza de que él la quisiese realmente y pensó que lo mejor sería guardar silencio, de lo contrario tal vez pensara que ella era una ingrata incapaz de apreciar el inconmensurable valor de lo que él le ofrecía.
Iniciaron el viaje y para romper el silencio ella comenzó a preguntar sobre esto y aquello. Cada una de sus preguntas despertaba en él el recuerdo de alguien cuyo juicio temía. «¡Lo extrañado que quedará fulano! -pensaba Ingmar-. ¡Y menganito cómo se burlará de mí!» Él respondía con monosílabos y a ella la idea de pedirle que diera media vuelta no dejaba de rondarle la cabeza. «No le gusto, no me quiere. Sólo lo hace por piedad.»
No tardó en abandonar sus preguntas y después recorrieron legua tras legua en silencio. Sin embargo, llegaron a una posada donde les sirvieron café y bollos recién hechos y sobre la bandeja apareció un nuevo ramo de flores. Ella comprendió que él había encargado todo aquello al pasar por allí el día anterior. ¿También hacía eso sólo por compasión y bondad? ¿Acaso él se sentía alegre ayer? ¿No había sido hasta hoy, al verla salir de la cárcel, que se había disgustado? Tal vez mañana las cosas se arreglaran, si le daba tiempo a que él se olvidara de lo acontecido hoy.
El arrepentimiento y la humildad habían suavizado enormemente su carácter. Brita no quería causarle nuevas penas a Ingmar. Tal vez a pesar de todo él…
Pasaron la noche en una venta, pero volvieron a partir de madrugada y recorrieron tan rápido el trayecto que hacia las diez de la mañana ya divisaban la iglesia del pueblo. Al aproximarse, el camino de la iglesia estaba atestado de gente y sonaban las campanas.
– ¡Dios mío, pero si es domingo! -exclamó Brita juntando las manos. Todo se le borró de la cabeza menos la idea de que quería ir a la iglesia para darle las gracias a Dios. Deseaba inaugurar la nueva vida que ahora comenzaba con una misa en su antigua iglesia-. Me gustaría de todo corazón asistir a misa -dijo, sin siquiera imaginar lo que podría representar para Ingmar mostrarse allí con ella; todo su ser estaba colmado de devoción y gratitud.
Ingmar, por su parte, estuvo a punto de proferir un no rotundo, pues sentía que le faltaba valor para afrontar miradas incisivas y malas lenguas. «Pero tarde o temprano tendré que hacerlo -se dijo y viró tomando el camino de la iglesia-. No importa cuándo ocurra, siempre será igual de espantoso.»
Enfilaron la cuesta de la iglesia y vieron un grupo de feligreses sentados en el muro que mataban el tiempo antes de la misa escrutando la calle. Al reconocer a Ingmar y Brita la gente comenzó a darse codazos, cuchichear y señalar con el dedo. Ingmar miró a Brita, que llevaba las manos entrelazadas y parecía no darse cuenta de dónde estaba. Si ella no veía a nadie, Ingmar los veía a todos tanto mejor. Algunos les seguían corriendo tras el coche. Él no se extrañaba de que les persiguieran y los miraran; probablemente no dieran crédito a sus ojos. Debía de parecerles inaudito que él subiera hasta la casa del Señor con la mujer que había estrangulado a su bebé. «Es demasiado -pensó-. No aguanto más.»
– Brita, no te entretengas y entra en la iglesia enseguida -le dijo mientras la ayudaba a bajar del carro.
– Sí, claro -respondió ella. Era entrar en la iglesia lo que quería, no saludar a la gente.
Ingmar se tomó su tiempo para quitarle el arnés al caballo y darle forraje. Muchos tenían los ojos puestos en él, pero nadie le dirigió la palabra. Cuando estuvo listo para entrar en la iglesia, la mayoría de los feligreses ocupaba ya sus asientos y entonaba el salmo de introducción. Ingmar avanzó por el pasillo central mirando hacia el lado de las mujeres. Todos los bancos estaban llenos menos uno, y ése lo ocupaba una sola persona; al instante supo que era Brita y comprendió que nadie había querido sentarse a su lado. Ingmar dio unos pasos más y giró, se metió de lado en el banco y se sentó junto a ella. Al acercarse él, ella alzó la vista y abrió desmesuradamente los ojos. Hasta ese momento no había notado nada, sólo ahora comprendía por qué se encontraba sola en el banco. Entonces, la festiva solemnidad que la había invadido unos instantes antes se trocó en una profunda desolación. ¿Qué podía resultar de todo aquello? ¿Qué? Jamás debería haber vuelto con él.
Las lágrimas le anegaron los ojos y para no echarse a llorar cogió un viejo tomo del respaldo de enfrente y empezó a leerlo. Fue hojeando tanto los evangelios como las epístolas sin distinguir una palabra por las lágrimas, que no podía contener. De pronto, algo de un intenso rojo iluminó su vista. Era una estampa con un corazón encarnado que señalaba una página entre las hojas del libro. La cogió y se la pasó a Ingmar.
Brita vio cómo él la cogía en su manaza y le echaba una mirada furtiva. Al poco yacía tirada en el suelo. «¿Qué será de nosotros? Oh, ¿qué será de nosotros?», se lamentó Brita sollozando sobre los salmos.
Tan pronto el sacerdote hubo bajado del púlpito, salieron de la iglesia. Ingmar enganchó los caballos a toda prisa y Brita le ayudó. Para cuando la bendición estuvo dada, los salmos entonados y los asistentes comenzaron a salir, ellos ya se habían marchado. Ambos estaban pensando lo mismo: quien ha cometido un crimen semejante no puede vivir entre seres humanos. Para ambos había sido como estar en la picota. «Ninguno de los dos podrá soportarlo», pensaban.
En medio de su desolación surgió ante los ojos de Brita el predio de los Ingmarsson y apenas reconoció la casa, tan luminosa se veía recién pintada de rojo. Recordó que siempre se había dicho que aquella casa se pintaría el año que Ingmar contrajera matrimonio. También era verdad que su boda se había aplazado porque él no quiso costear la pintura. Brita se dio cuenta de que esta vez él se había propuesto hacerlo todo como era debido; pero que luego sus propósitos se le habían hecho demasiado arduos.
Cuando el coche entró en el patio de la finca toda la servidumbre se encontraba sentada alrededor de la mesa almorzando.
– Ya tenemos al amo en casa -dijo uno de los gañanes mirando por la ventana.
Doña Märta apenas alzó sus soñolientos párpados al ponerse en pie.
– ¡Quedaos todos aquí dentro! -ordenó-. No hace falta que nadie se levante de la mesa.
La anciana caminaba a paso lento y la servidumbre, que la seguía con la mirada, tomó nota de que, a fin de resaltar su autoridad, el ama se había engalanado con pañoleta de seda sobre los hombros y pañuelo también de seda en la cabeza. Ya había alcanzado la puerta del zaguán cuando el caballo se detuvo.
Ingmar bajó de inmediato; sin embargo, Brita permaneció sentada. Él dio la vuelta hasta su lado y desabrochó la manta de viaje.
– ¿No vas a bajar?
– No, no voy a hacerlo. -Brita se había puesto a llorar y se tapaba el rostro con las manos-. Nunca debería haber vuelto -dijo ella entre sollozos.
– ¡Va, baja ya! -ordenó Ingmar.
– ¡Deja que me marche a la ciudad! Yo no te merezco.
Ingmar pensó que en eso tal vez tuviera razón. No dijo nada pero se quedó esperando con la manta en la mano.
– ¿Qué dice? -preguntó doña Märta desde la puerta del zaguán.
– Dice que no se merece pertenecer a nuestra familia -respondió Ingmar, ya que a Brita no se la entendía debido al llanto.
– ¿Y por qué llora? -preguntó la anciana.
– Porque soy una miserable pecadora -dijo Brita presionando las manos contra su corazón, intuyendo que se le iba a romper de dolor.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó de nuevo la vieja.
– Que llora porque es una miserable pecadora -aclaró Ingmar.
Al oír que Ingmar repetía sus palabras en un tono frío e indiferente, toda la verdad le cayó encima. No, nunca se habría quedado ahí tieso repitiéndole a su madre sus palabras si él la quisiera, si él sintiese el menor afecto por ella. Ya no cabía la menor duda. Por fin tenía claro lo que necesitaba saber.
– ¿Por qué no baja? -preguntó doña Märta.
Brita se aguantó las lágrimas y contestó en voz alta:
– Pues porque no quiero provocar que Ingmar caiga en desgracia.
– Opino que tiene razón -dijo la anciana-. ¡Déjala ir, Ingmar, hijo! Quiero que sepas que de lo contrario la que se irá seré yo. No dormiré una sola noche bajo el mismo techo que ésa.
– ¡Por el amor de Dios, vámonos! -gimió Brita.
Ingmar soltó una maldición, le dio la vuelta al caballo y subió al carro de un brinco. Estaba harto de todo y se le habían acabado las ganas de luchar.
Cuando hubieron alcanzado la carretera, se cruzaron una y otra vez con gente que venía de misa. A Ingmar eso le molestaba y, sin previo aviso, se desvió por una senda del bosque que antiguamente había sido carretera comarcal. Era pedregosa con muchos baches pero perfectamente transitable para carruajes de un solo tiro.
Justo cuando la enfilaba, oyó que lo llamaban. Miró a los lados. Era el cartero, que quería entregarle una carta. Ingmar la tomó, se la metió en el bolsillo y arrancó hacia el bosque.
Tan pronto hubo llevado el carro suficientemente lejos para que nadie los viera desde la carretera, detuvo el coche y sacó el sobre. Brita puso su mano en el brazo de él.
– ¡No la leas! -exclamó.
– ¿Que no la lea?
– No, no vale la pena.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Esa carta es mía.
– En ese caso, tú misma me dirás lo que pone.
– No, no puedo.
Él la miró. Brita tenía las mejillas encendidas por el rubor y los ojos reflejaban ansiedad.
– Pues me parece que la voy a leer de todos modos -dijo Ingmar. Y empezó a rasgar el sobre.
Ella intentó arrebatárselo. Él la paró y consiguió sacar la carta de su envoltorio.
– Ay, Dios mío -gimió ella-, ¡no se me perdona nada! Ingmar -le imploró-, léela dentro de unos días, ¡cuando me haya ido!
Él ya la tenía desdoblada y la estaba ojeando. Ella la cubrió con una mano.
– Escúchame, Ingmar, fue el capellán de la prisión quien me hizo escribir esa carta, y luego me prometió que se la quedaría y te la enviaría cuando yo estuviera embarcada en el vapor. Ahora resulta que la ha mandado demasiado pronto. No tienes derecho a leerla todavía. ¡Por favor, Ingmar, deja que me vaya antes de leerla!
Él le dirigió una mirada llena de ira, saltó del carro para que le dejara en paz y se dispuso a leer. Ella estaba en un estado de exaltación semejante al que hubiera podido tener antiguamente cuando no conseguía salirse con la suya.
– Todo lo que pone ahí no es verdad. El capellán me convenció de que lo escribiera. ¡No te quiero, Ingmar!
Él apartó la vista del papel y la miró con los ojos muy abiertos, sorprendido. Entonces ella se calló y la humildad que había aprendido a sentir en la cárcel apareció nuevamente en su interior y la contuvo. Lo cierto era que la ignominia que sufría no sobrepasaba el tamaño de su culpa.
Ingmar se debatía con la carta. De pronto la estrujó con impaciencia mientras de su garganta salía un sonido semejante a un estertor.
– No entiendo nada -dijo pateando el suelo-. Se me nubla la vista. -Se acercó a Brita y la agarró con fuerza del brazo-. ¿Es verdad que pone que me quieres? -Su desconcierto tenía un tono brutal y la expresión de su rostro era terrible. Brita calló-. ¿Pone en la carta que me quieres? -repitió él y esta vez parecía exasperado.
– Sí -dijo ella con un hilo de voz.
Él le sacudió el brazo y luego lo soltó.
– ¡Mientes! -exclamó-. ¡Cómo mientes! -Ingmar sonreía de una forma tan grotesca que se le desfiguraban los rasgos.
– Dios sabe -proclamó ella con tono solemne- que cada día he rezado para poder verte antes de partir.
– Partir ¿adónde?
– Pues imagino que a América.
– Y un cuerno te vas a ir tú a América.
Ingmar estaba fuera de sí. Dando trompicones se adentró en el bosque y allí se echó al suelo; ahora quien lloraba era él. Brita le siguió y se sentó a su lado. Estaba tan contenta que no sabía cómo dominarse para no echarse a reír a carcajadas.
– ¡Ingmar, Ingmar hijo! -le dijo usando el sobrenombre por el que era conocido.
– ¡Con lo feo que dices que me encuentras!
– Sí, es verdad.
Ingmar apartó bruscamente la mano que le acariciaba.
– ¡Deja que te lo explique!
– ¡Eso, explícate!
– ¿Recuerdas lo que dijiste en el juzgado hace tres años?
– Sí.
– Que si yo cambiaba de talante te casarías conmigo. ¿Lo recuerdas?
– Sí, lo recuerdo.
– Pues fue después de eso que empecé a quererte. Nunca había imaginado que una persona pudiera decir algo así. Era sobrehumano que fueses capaz de decirme eso, después de todo lo que yo te había hecho. Cuando te miré entonces me pareciste más guapo que todos los demás, el más sensato de todos, y comprendí que sólo viviendo contigo sería feliz. Me enamoré totalmente de ti, y pensé que tú eras mío y que yo era tuya. Y primero di por sentado que vendrías a buscarme; pero después no me atreví a tener esperanzas.
Ingmar levantó la cabeza.
– ¿Por qué no me escribiste?
– Sí que te escribí.
– ¡Para pedirme que te perdonara! Para eso no valía la pena escribir.
– ¿Y qué querías que te escribiera?
– Sobre lo otro.
– ¿Y crees que podía atreverme a escribir sobre eso?
– Pues por poco no vengo.
– Pero, Ingmar, ¿debía atreverme a escribirte cartas de amor después de lo que te había hecho? El último día que estuve en la cárcel te escribí porque el capellán me dijo que tenía que hacerlo. Se quedó con mi carta y me prometió que te la haría llegar cuando yo estuviera en el barco. Pero como ves, se ha anticipado.
Ingmar le tomó la mano, la abrió, la extendió sobre el suelo y le dio un golpecito.
– Podría pegarte -dijo.
– Puedes hacer conmigo lo que quieras, Ingmar.
Él levantó los ojos hacia su rostro, al cual el sufrimiento había dotado de una nueva belleza. Luego se incorporó a medias y se le echó pesadamente encima.
– Ha faltado tan poco para que dejara que te fueras…
– Dudo que pudieras hacer otra cosa que venir a buscarme.
– Pues para que lo sepas, no te quería.
– No me extraña.
– Me alegré mucho cuando me dijeron que te ibas a América.
– Sí, mi padre me contó que estabas más que satisfecho.
– Viendo a mi madre no me sentía capaz de darle a alguien como tú por nuera.
– No, y no puedes hacerlo, Ingmar.
– He sufrido tantos disgustos por tu culpa…, nadie me respetaba por haber hecho que salieras tan bien parada.
– Creo que estás a punto de hacer lo que acabas de decir que harías -repuso Brita-: Vas a pegarme.
– Sí, nadie entenderá nunca lo enfadado que estoy contigo.
Ella no contestó.
– Cuando pienso lo mal que he pasado días y semanas enteras -empezó él a quejarse de nuevo.
– ¡Pero Ingmar!
– Bueno, no estoy enfadado por eso, sino porque tendría que haber dejado que te fueras.
– ¿No sentías ningún afecto por mí, Ingmar?
– Ninguno en absoluto.
– ¿En ningún momento?
– Ni un solo instante. Estaba harto de ti.
– ¿Cuándo volviste a sentir algo?
– Cuando recibí la carta.
– Me daba cuenta de que habías roto conmigo, por eso me avergonzaba tanto que supieras lo que yo sentía.
Él rió por lo bajo.
– ¿Qué pasa, Ingmar?
– Estoy pensando en que nos hemos escabullido de la iglesia y en que nos han echado de la finca.
– ¿Y eso te da risa?
– ¿Y por qué no? Tendremos que vivir en los caminos como los granujas. ¡Si padre nos viera!
– Ahora te ríes, pero no puede ser, Ingmar, de ninguna manera, y la culpa es mía.
– Pues yo creo que sí puede ser -replicó él-, porque ahora todo lo que no seas tú no me importa nada.
Brita casi lloraba de angustia; sin embargo él sólo quería oírla repetir una y otra vez cuánto había pensado en él y cuánto le había echado de menos. Al final se quedó quieto como un niño que escucha una canción de cuna. Todo había salido distinto de lo que Brita se había figurado. En su imaginación, si al salir de la cárcel se encontraba con él, enseguida le hablaría de su crimen y de cómo le pesaba que pudiera albergar tanta maldad en su interior. Habría querido decirle a él o a la madre de él o a quienquiera que hubiese venido que era perfectamente consciente de su inferioridad respecto a todos ellos. Que en ningún momento creyeran que ella se consideraba su igual. En cambio, de todo esto no pudo decirle nada.
En ese momento él le dijo con dulzura:
– Hay algo que quieres decirme.
– Sí, es cierto.
– Le estás dando vueltas todo el tiempo.
– Día y noche.
– Y eso se inmiscuye en todo.
– Exacto.
– ¡Cuéntamelo y así cargaremos con ello entre los dos!
Y la miró a los ojos, que tenían una expresión de espanto y extravío. Sin embargo, a medida que hablaba se fueron calmando.
– Ahora te sientes mejor -dijo él cuando ella hubo terminado.
– Es como si eso ya no existiera -respondió Brita.
– ¿Lo ves? Se debe a que lo compartimos. A lo mejor ahora quieres quedarte.
– Pues claro que me gustaría quedarme -dijo ella juntando las manos.
– En ese caso nos volvemos a casa -dijo Ingmar poniéndose en pie.
– No, no me atrevo.
– Madre no es tan peligrosa como parece, basta con que ella vea que uno sabe lo que quiere.
– No, jamás consentiré que la eches de su propia casa -replicó ella-. La única salida que veo es que yo me vaya a América.
– Te diré una cosa -repuso Ingmar sonriendo enigmáticamente-: no tienes nada que temer. Alguien nos ayuda.
– ¿Quién?
– Mi padre. Él lo hará posible.
Alguien se aproximaba por la senda del bosque. Era Kajsa, pero apenas la reconocieron porque iba sin las canastas a cuestas. «¡Buenas, buenas!», se saludaron y la vieja se aproximó.
– Vaya, aquí se os ve a vosotros bien sentaditos mientras todos los gañanes de la finca van como locos buscándoos. Teníais tanta prisa en salir de misa -continuó la vieja- que no alcancé a veros, pero como quería saludar a Brita me he llegado hasta Ingmarsgården. El reverendo pastor llegó al mismo tiempo que yo, y apenas nos saludamos que él ya se había metido en el comedor. Enseguida le dijo a doña Märta en voz muy alta, antes siquiera de tomarle la mano: «¡Ahora, doña Märta, podrá estar usted satisfecha de Ingmar! Ha dejado claro que pertenece a la vieja estirpe de los Ingmarsson, a partir de ahora habrá que empezar a llamarle don Ingmar!» Ya sabéis que doña Märta no es muy habladora. Pues hoy se ha quedado muda y no hacía más que darle vueltas al nudo de su pañuelo. «¿Qué dice usted reverendo?», logró decir por fin. «Pues que Ingmar ha ido a buscar a Brita», respondió el reverendo. «Y ¡créame, doña Märta, por eso que ha hecho le honrarán mientras viva!» «¡Ay, no, no!», gimió ella. «Cuando les he visto en la iglesia poco ha faltado para que perdiera el hilo. Lo que ellos han predicado con su ejemplo supera a cualquiera de mis sermones. Ingmar será un modelo a seguir para todos nosotros, como lo fue su padre.» «Trae usted grandes noticias, reverendo», dijo doña Märta. «¿Pero es que todavía no han llegado?» «Ah, no, Ingmar no está en casa, tal vez hayan ido primero a Bergskog.»
– ¿Madre ha dicho eso? -exclamó Ingmar.
– Pues claro, y mientras os esperábamos no paraba de mandar a éste y al otro en vuestra busca.
Kajsa siguió parloteando; sin embargo, Ingmar ya no la escuchaba, se encontraba muy lejos de allí. «Entonces entraré en la sala grande -pensaba-, donde padre está sentado con todos los Ingmar antepasados nuestros. "¡Buenos días, don Ingmar Ingmarsson!", me dice padre mientras viene hacia mí. "¡Buenos días, padre, y gracias por ayudarme!" "Sí, ahora estarás bien casado", dice padre, "luego todo lo otro vendrá por añadidura". "Sin su auxilio yo…", replico. "No ha sido nada del otro mundo", dice padre. "Ya sabes que lo único que tiene que hacer un Ingmar es seguir los caminos de Dios."»
A comienzos de los años 1880, en la parroquia a la que pertenecía la venerable dinastía de los Ingmarsson, a nadie se le hubiese ocurrido, ni remotamente, abrazar una nueva fe o asistir a algún nuevo tipo de culto. Sin duda, habían oído hablar de las sectas que brotaban por todas partes en otras parroquias o de la gente que se metía en los arroyos para recibir el bautismo según el nuevo ritual baptista; pero los feligreses se lo tomaban a risa diciendo: «Eso está bien para los que viven en Äppelbo y Gagnef, pero nunca sucederá en nuestra parroquia.»
Del mismo modo que se aferraban al resto de sus viejas costumbres, se cuidaban de asistir a misa todos los domingos. Todo el que podía ir iba, incluso en invierno, bajo el frío más riguroso. Lo cierto es que era precisamente entonces cuando más falta hacía. Era imposible resistir el frío en el interior de aquella iglesia sin calefacción, cuando fuera las temperaturas rebasaban los cuarenta grados bajo cero, a no ser que estuviera abarrotada de gente.
De todos modos, no hay que caer en el error de creer que los feligreses asistían a la iglesia al completo porque tuvieran un pastor sobresaliente; todo lo contrario. El sucesor del reverendo de los tiempos de juventud de Ingmar Ingmarsson era muy buena persona, pero ni con la mejor voluntad del mundo se le podría reconocer el menor talento a la hora de exponer la palabra de Dios. En la época que nos ocupa, se iba a misa para honrar al Señor y no para disfrutar escuchando un bello sermón. Cuando después cada cual volvía a su casa debatiéndose contra la ventisca que azotaba los caminos, se decía: «Ojalá nuestro Señor se haya dado cuenta de que has ido a misa con este frío.»
Esto era lo esencial; poco importaba si el pastor no había hecho más que repetir exactamente lo mismo que se le oía decir cada domingo desde el día en que le concedieron la pastoría.
Pero, la verdad, hay que reconocer que la mayoría estaba completamente satisfecha con lo que oía. A los feligreses no se les escapaba que aquello que el pastor les leía en voz alta era la palabra de Dios y por eso les parecía hermoso. Únicamente el maestro de la escuela y algún que otro circunspecto labriego entrado en años se quejaban entre ellos: «En realidad, este sacerdote no tiene más que un sermón. Sólo habla de la divina Providencia y de los designios del Señor. Esperemos que los sectarios se mantengan lejos de aquí como hasta ahora, o de lo contrario esta fortaleza tan mal defendida caerá a la primera espolonada.»
Y bien cierto es que los predicadores ambulantes siempre pasaban de largo. Solían declarar que no valía la pena ir allí, que aquellos parroquianos no querían saber de despertares religiosos. Tanto los predicadores errantes como los conversos de las parroquias aledañas tenían a la antigua familia de los Ingmarsson y demás feligreses por grandes pecadores, y, escuchando el tañido de las campanas de su iglesia, hasta habían llegado a afirmar que en realidad las campanas proclamaban lo siguiente: «¡Yaced en pecado, yaced en pecado!»
Todos y cada uno de los miembros de la parroquia, fueran adultos o niños, se sintieron profundamente indignados al conocer esa interpretación del repique de sus campanas. Por algo estaban seguros de que ningún feligrés se descuidaba de rezar un Padrenuestro cuando sonaban. Y de que cada tarde, a las seis en punto, cesaba el trabajo dentro y fuera de las casas, que los hombres se descubrían la cabeza, las mujeres hacían una genuflexión y todos permanecían inmóviles el tiempo necesario para rezarle una oración al Señor. Aquellos que habían sido vecinos de la parroquia se veían obligados a reconocer que nunca Dios les había parecido más poderoso y más alabado que allí, cuando en las tardes de verano las guadañas se paraban de golpe y las rejas se detenían en medio de un surco y las carretas de cereales quedaban a medio descargar al primero de aquellos toques de campana. Era como si la gente supiese que a esa hora nuestro Señor, inmenso, todopoderoso y benigno, planeaba por la comarca con las nubes del crepúsculo para derramar bendiciones sobre la región entera.
En aquella parroquia nunca se había dado empleo a un maestro que hubiese pasado por la Escuela Normal, sino que tenían uno a la antigua usanza, es decir, un campesino autodidacta. Éste era un hombre muy capaz, él solo podía con cien niños; había sido maestro durante más de treinta años y su reputación era excelente. El maestro no distaba mucho de pensar que el bienestar espiritual de la feligresía reposaba sobre su conciencia, y a menudo le inquietaba el hecho de que tuvieran un párroco tan negado para los sermones. No obstante, se mantuvo pasivo mientras en las parroquias aledañas sólo se introducía una nueva forma de bautismo; pero cuando se enteró de que le había tocado el turno a la sagrada comunión y de que los feligreses se reunían en sus humildes cabañas para comulgar, no pudo continuar impasible. Él era pobre, pero consiguió convencer a algunos de los campesinos más ricos para que le prestaran dinero a fin de construir un templo. «Ya me conocéis -les dijo-, lo único que deseo es que los fieles conserven sus antiguas creencias. ¿Adónde iremos a parar si los predicadores nos asaltan con el nuevo bautismo y la nueva comunión y no hay nadie que le explique a la gente la diferencia entre la verdadera doctrina y una falsa?»
El maestro era muy apreciado por el párroco así como por el resto de los feligreses. A menudo, el pastor y él iban y venían entre la escuela y la rectoría, iban y venían, iban y venían, como si nunca pudiesen dar por terminado lo que tenían que decirse. El pastor también solía llegarse hasta la casa del maestro después de la cena, y entonces se acomodaba junto a la amplia chimenea de la acogedora cocina y charlaba con la señora Stina, la mujer del maestro. Había épocas en que venía noche tras noche. En su propio hogar se aburría, su mujer estaba siempre en cama, enferma, y en la casa andaba todo manga por hombro.
En esta ocasión la noche era de invierno. El maestro y su esposa, sentados junto al fuego, hablaban muy despacio y con gravedad, mientras una niña de doce años jugaba en un rincón de la cocina. Se llamaba Gertrud y era la hija del maestro. Era muy rubia, de pelo casi blanco, mofletuda y sonrosada; sin embargo, no parecía una niña tan sabihonda y repipi como suelen serlo los hijos de aquellos que ejercen el magisterio.
El rincón de la cocina donde se entretenía era su cuarto de juegos. Tenía allí apilados una gran cantidad de trozos de vidrio coloreado, fragmentos rotos de tazas y platos, cantos rodados de la orilla del río, tacos cuadrados de madera e infinidad de menudencias por el estilo.
Llevaba ya un buen rato jugando tranquila sin que ni el padre ni la madre la interrumpiesen. Sentada en el suelo, ponía orden y estructura a sus trocitos de vidrio y sus pedazos de madera, lo hacía con prisa por temor a que en cualquier momento le recordaran los deberes y tareas pendientes. Sin embargo, qué buena suerte la suya, no parecía que esa noche tuviera que repasar la aritmética con su padre.
Y es que en aquel rincón se estaba desarrollando un gran proyecto: ni más ni menos que la creación de toda una parroquia. La niña pensaba construir su propio pueblo desde la primera casa hasta la última, iglesia y escuela incluidas. Y hasta el río y el puente; era menester que no faltara nada.
Su obra estaba bastante avanzada. Toda la cordillera que rodeaba la comarca, hecha de pedruscos grandes y pequeños, se alzaba ya sobre el horizonte del pueblo. En cada grieta había plantado vegetación de bosque con ramitas de abeto, y con dos piedras de punta afilada había erigido los picachos de Klackberget (Montaña del Tacón) y Olofshättan (Capucha de Olof), montañas encaradas a uno y otro lado del río desde las cuales se dominaba todo el valle.
La llanura circular que se extendía entre las montañas había sido cubierta por tierra extraída de las macetas de su madre, y hasta allí todo concordaba; sin embargo, no había podido hacer de ese valle la tierra reverdeciente y cultivada que debería ser. Así que se consolaba pensando que era el valle al inicio de la primavera, antes de que brotaran la hierba y las semillas.
En cambio, el río, que fluía ancho y grandioso por toda la comarca, sí estaba representado por un trozo alargado y estrecho de cristal, y el pontón, que con sus bamboleos unía ambas márgenes de la parroquia, se mecía en la corriente desde hacía tiempo.
También había marcado con trocitos de ladrillo rojo la situación de las granjas y aldeas más apartadas. Muy al norte, en medio de pastos y sembrados, se erigía el predio de los Ingmarsson; mientras que el pueblo de Kolåsen [5] se hallaba encaramado en la ladera oriental y la planta maderera de Bergsåna muy abajo en el sur, donde el río con sus rápidos y saltos de agua escapaba del valle y resurgía en el cráter de un antiguo volcán.
En realidad, todo lo exterior estaba terminado. Las carreteras que unían las granjas y que recorrían la margen del río lucían su buena capa de arena y gravilla. Aquí y allá crecían las arboledas, esparcidas por la llanura y también junto a las viviendas. Con una sola ojeada a su obra de piedras, tierra y ramitas la niña tuvo ante sí toda la comarca. Le pareció algo muy bello.
Alzó la vista repetidas veces para llamar a su madre y mostrarle aquella maravilla; pero cada vez se contenía. Al final, decidió que lo más prudente era no recordarles su presencia.
La tarea más ardua estaba por hacer. Levantar el pueblo que se extendía desde el centro de la comarca hasta el río abarcando ambas orillas. Tuvo que cambiar de sitio los pedruscos y trozos de cristal varias veces hasta que finalmente consiguió poner orden al conjunto. La casa del agente judicial se comía la tienda del pueblo y la del juez no cabía junto a la del médico. Y además había que acordarse de tantas cosas: la iglesia y la rectoría, la farmacia y la estafeta de correos, las casas de labor con todas sus dependencias, la posada, la granja del ingeniero de montes, la oficina de telégrafos…
Por fin, apareció ante sus ojos la totalidad del pueblo con sus casitas blancas y rojas, distribuidas entre el verde de los árboles. Ahora solamente faltaba una cosa.
Todo lo anterior lo había edificado muy aprisa a fin de poder dedicarse a la escuela, también dentro del pueblo.
La escuela requería mucho espacio. La erigiría a orillas del río, un edificio blanco de dos plantas rodeado por un extenso jardín y con un mástil muy alto para la bandera en medio de la explanada.
Sus mejores tacos los había ido guardando para la escuela, a pesar de lo cual ahora estaba sentada sin saber cómo empezar. A ser posible, le habría gustado construirla idéntica a como era, con una gran aula en la planta baja y otra en el piso superior y con la cocina y el cuarto donde vivían ella y sus padres.
Pero eso le llevaría demasiado tiempo. «No me dejaran en paz tanto rato», pensó.
En ésas se oyeron pasos en el zaguán, alguien se sacudía la nieve de los zapatos. La niña puso manos a la obra en el acto. Era el párroco, que venía a charlar con sus padres, así que ahora tendría toda la noche para hacerlo. Súbitamente muy animada, empezó a plantar los cimientos de la escuela, que abarcaban una extensión equivalente a la mitad de la parroquia.
La madre también había oído los pasos en el zaguán. Se puso en pie y arrimó al fuego una vieja butaca. Acto seguido se dirigió a su marido:
– ¿Se lo vas a decir esta noche?
– Sí -contestó el maestro-, a la primera oportunidad que se me presente.
El párroco hizo su entrada, congelado y transido por la ventisca y muy contento de poder sentarse junto al fuego en una habitación caldeada. Como siempre, estaba de un humor muy dicharachero. A decir verdad, resultaba imposible encontrar a alguien más encantador que el reverendo cuando llegaba así, con ganas de charlar sobre esto y aquello. Sobre asuntos profanos disertaba de modo ameno y audaz, y resultaba difícil creer que ese mismo hombre tuviera tan poca disposición para los sermones, pues cuando predicaba se daba exactamente lo contrario: hablando de las cosas elevadas del espíritu el pobre hombre se ruborizaba, farfullaba sin encontrar las palabras y nunca aportaba nada de peso a la conversación. A menos, claro, que se le ofreciera la oportunidad de discutir sobre el curioso modo en que Dios dispone las cosas.
Teniendo al párroco felizmente sentado allí, el maestro se dirigió a él y le soltó de pronto con tono jubiloso:
– Ahora, reverendo, quiero comunicarle que voy a construir un templo.
El párroco se quedó lívido, hundiéndose literalmente en la butaca que la señora Stina le había arrimado al fuego.
– ¿Qué me dice usted, Storm? -repuso-. ¿Se va a construir un templo en mi parroquia? ¿Qué será entonces de la iglesia y de mí? ¿Se nos elimina sin más?
– La iglesia y su pastor son igualmente necesarios -respondió el maestro sin vacilar-. El templo dará apoyo a la iglesia, ésa es mi intención. Son tantos los charlatanes que recorren el país que la iglesia precisa ayuda.
– Creía que usted era mi amigo -dijo el pastor, desolado.
Hacía sólo unos minutos que había entrado allí alegre y lleno de confianza, pero bastaron unos segundos para que se derrumbara. Ahora daba la impresión de estar agonizando.
El maestro comprendía muy bien su desolación. Al igual que todo el mundo, sabía que el pastor tuvo en su día grandes aptitudes para los estudios superiores; sin embargo, la disipada vida que había llevado en su juventud le había provocado una apoplejía de la cual nunca se había recobrado totalmente. A menudo olvidaba que ya sólo era la sombra de sí mismo, y cada vez que alguien o algo se lo recordaba caía presa de la más oscura desesperación.
En aquellos momentos se le veía como muerto en el sillón y nadie osó romper el prolongado silencio.
– Reverendo, no se lo tome así -dijo el maestro por fin, intentando que su voz sonara suave y amable.
– ¡Cállese, Storm! -le increpó el religioso-. Sé perfectamente que no soy un predicador brillante, pero no imaginaba que quisiera usted arrebatarme el puesto.
Storm rechazó la idea con un gesto de las manos significando que nada había más alejado de sus propósitos; sin embargo, no se atrevió a abrir la boca.
El maestro era un hombre de sesenta años que, a pesar de todo el trabajo que se había impuesto, conservaba la plenitud de su vigor. La diferencia entre él y el pastor era notable. Storm era alto como suelen serlo los varones en Dalecarlia, un pelo negro y ensortijado le cubría la cabeza, tenía el cutis bronceado como el cobre y afilados los rasgos de la cara. Al lado del sacerdote, que era un hombre de poca estatura, pecho hundido y la frente calva, irradiaba una gran energía.
La esposa del maestro pensaba que ya que su marido era el más fuerte de los dos también debía ser el más complaciente. Le hizo pues señas de que cediera; pero él, aun lamentándolo mucho, no dio muestra alguna de dar el brazo a torcer.
En su lugar, inició un discurso con voz muy clara y pausada. Dijo que estaba seguro de que no faltaba mucho para que el sectarismo llegara a aquella comuna. Y explicó que se necesitaba un lugar desde el cual hablarle al pueblo de una forma más llana que en la iglesia, un lugar donde uno pudiese elegir los textos, explicar la Biblia completamente e instruir a la feligresía sobre el significado de los pasajes difíciles.
Su esposa le hizo señas de que callara. Se daba cuenta de que a cada frase de su marido el pastor pensaba: «Así que yo no he instruido a nadie, no he sido un escudo protector de la fe. ¿Tan pésimo soy que el maestro de mi propia escuela, un hombre que no es más que un labriego instruido, se cree mejor predicador que yo?»
Pero el maestro no calló sino que continuó enumerando todo lo que era menester hacer para proteger al rebaño del inminente ataque de los lobos.
– Pues yo no he visto ningún lobo -dijo el pastor.
– Están de camino, reverendo, me consta -respondió el maestro.
– En ese caso es usted, Storm, quien está a punto de abrirles la puerta. -Y se puso en pie, sumamente molesto por las palabras del maestro, y el rubor que teñía su rostro le devolvió parte de su dignidad-. Viejo amigo, ¡no hablemos más del asunto! -dijo entonces.
A continuación se dirigió a la señora de la casa y se puso a conversar. Hizo alguna broma a costa de la última novia que doña Stina había vestido, pues era a ella y no a la señora del párroco o a la del sacristán a quien correspondía el honor de vestir a las novias en aquella parroquia. Sin embargo, la buena mujer adivinaba cuánto torturaban al pastor sus propias limitaciones. Sollozó de compasión y las lágrimas no la dejaron responder a sus preguntas, de modo que el párroco se vio obligado a platicar solo, mientras para sus adentros se decía: «¡Ay, si conservase la energía y el talento de mi juventud! Entonces le demostraría a este campesino lo aberrante de su comportamiento.»
Luego, de pronto se volvió hacia el maestro.
– ¿De dónde ha sacado usted el dinero?
– Hemos creado una sociedad -respondió Storm, y para que el pastor comprendiera que se trataba de hombres que no querían perjudicarle ni a él ni a la Iglesia, nombró a algunos de los labriegos que habían prometido ayudarle.
– ¿Ingmar Ingmarsson también está metido en esto? -preguntó el pastor como herido por un nuevo golpe-. Confiaba en Ingmar Ingmarsson tan ciegamente como en usted, Storm.
Y sin añadir más, se dirigió a la dueña de casa y siguió dándole conversación. Evidentemente, se percataba de que la mujer estaba llorando, pero fingió no advertirlo.
Luego volvió a la carga contra el maestro.
– No lo haga, Storm -le rogó-. ¡Renuncie a ese proyecto, póngase en mi lugar! A usted no le agradaría que alguien montase una escuela al lado de la suya.
El maestro reflexionó con la vista fija en el suelo.
– No puedo, reverendo -dijo, recobrándose enseguida e intentando adoptar un aire tranquilo y enérgico.
El párroco no volvió a abrir la boca y un silencio de muerte reinó durante diez largos minutos. Al cabo, se levantó, se puso la pelliza y la gorra y se dispuso a marchar. Se había esforzado por encontrar palabras que pudieran convencer a Storm de que iba a cometer un agravio no sólo contra él, sino contra toda la comunidad, la cual se vería gravemente afectada por aquella empresa. Pero a pesar de que las palabras y las ideas se agolpaban en su mente, no fue capaz de articularlas ni de ordenarlas porque, como hemos dicho, era un hombre acabado.
Al dirigirse hacia la puerta reparó en Gertrud, que estaba jugando en su rincón con sus pedacitos de vidrio y sus tacos de madera. Se detuvo y la observó. Era obvio que no había escuchado ni una palabra de la conversación; los ojos de la niña brillaban de emoción y sus mejillas se veían más sonrosadas que de costumbre.
Al sacerdote le impactó ver que la alegría más despreocupada pudiera convivir con la pesada aflicción que él arrastraba, y eso atrajo sus pasos hacia la niña.
– ¿Qué haces? -le preguntó.
Hacía un buen rato que la niña tenía el pueblo acabado; incluso había tenido tiempo de destruirlo todo y de iniciar un nuevo proyecto.
– ¡Lástima que el reverendo no haya venido un ratito antes! -respondió-. ¡He hecho un pueblo más bonito con su iglesia y su escuela!
– Bueno, ¿y ahora dónde lo tienes?
– Pues acabo de destruirlo, voy a construir una nueva Jerusalén y…
– ¿Qué dices? -la interrumpió el pastor-. ¿Estás diciendo que has destruido el pueblo para construir una nueva Jerusalén?
– Sí -respondió Gertrud-. Era un pueblo muy bonito pero es que ayer en la escuela estudiamos la historia de Jerusalén y ahora he deshecho el pueblo para construir Jerusalén.
El sacerdote se quedó de pie mirándola. Se pasó la mano por la frente intentando ordenar sus ideas. «Tiene que ser alguien que está muy por encima de esta niña quien habla por su boca», pensó.
Las palabras de la niña le parecían tan asombrosas que fue repitiéndolas en silencio. Mientras lo hacía, sus pensamientos tomaron los derroteros de costumbre y, una vez más, volvió a maravillarse de cómo Dios disponía las cosas y de los medios que utilizaba para imponer su voluntad.
Retrocedió hacia el maestro y le dijo con la voz amable que era habitual en él y una nueva lucidez en la mirada:
– Ya no estoy enfadado con usted, Storm. Usted no hace más que cumplir con su deber. He dedicado mucho tiempo de mi vida a intentar comprender la Providencia divina; aunque sin mayor éxito, lo admito. Tampoco esto lo entiendo; pero lo que sí entiendo es que usted sólo hace lo que tiene que hacer.
La misma primavera en que se construyó el templo, el deshielo fue muy abundante y el río Dal [6] tuvo una gran crecida. Era realmente extraño contemplar toda el agua que ofreció aquella primavera. Caía agua del cielo en forma de lluvia, bajaba a chorro por las laderas de las montañas, y la tierra empapada, incapaz de filtrarla, la escupía; cada huella de carreta y cada surco del arado contenía agua hasta los bordes.
Y toda esa agua quería abrirse paso hasta el río, el cual crecía y crecía arremolinándose cada vez con mayor velocidad. Ya no era un río de aguas oscuras y quietas como un espejo, sino una corriente gris de reflejos ocres debido a toda la tierra disuelta que iba a parar a su cauce y que, al precipitarse arrastrando un revoltijo de troncos y témpanos de hielo, provocaba un estupor sombrío cargado de amenazas y presagios.
En un comienzo los mayores no se preocuparon demasiado de aquella crecida primaveral. Sólo los niños, cuando podían, bajaban corriendo hasta las orillas para mirar el río enloquecido y todo lo que arrastraba.
Sin embargo, pronto no fueron sólo troncos y témpanos lo que bajaba, no señor. Ahora el río traía lavaderos enteros y casetas de baño. Y al poco tiempo arrastró barcas y restos de pontones hechos añicos.
«Se llevará nuestro puente, ya lo verás, seguro», decían los niños. Algo inquietos sí estaban; pero predominaba en ellos la alegría de estar viviendo algo tan extraordinario.
De repente bajó un enorme abeto con todas sus ramas y raíces intactas, y tras él pasó de largo un álamo de tronco blanco en cuyas extensas ramas, visibles desde la orilla, destacaban botones muy hinchados por la prolongada inmersión. Después, siguiendo de cerca a los árboles, bajó un pequeño henil flotando boca abajo. Todavía estaba lleno de paja y heno y navegaba sobre su techumbre como un barco sobre su casco.
Fue al traer el río este tipo de cosas cuando los adultos empezaron a reaccionar. Comprendieron que el río se había desbordado en algún sitio hacia el norte y se apostaron en las márgenes con pértigas y bicheros para pescar desde enseres hasta construcciones enteras.
En la zona más septentrional de la parroquia, un área despoblada donde vivía muy poca gente, Ingmar Ingmarsson había bajado sin compañía alguna a la orilla del río. Rondaba los sesenta años pero aparentaba bastantes más. Tenía el rostro curtido y cuarteado, la espalda encorvada; y al igual que antes, su aspecto era el de alguien torpe y desvalido.
Estaba de pie apoyado en un bichero largo y pesado mientras sus ojos vagaban ensimismados por la corriente. El río bramaba escupiendo espuma, mostrando con orgullo todo lo que había ido rapiñando en las márgenes. Era como si pretendiera burlarse del parsimonioso labriego. «No serás tú quien me arrebate nada de lo que arrastro», parecía jactarse.
Ingmar Ingmarsson dejó que pasaran cascos de barcos seguidos muy de cerca por trozos de pontones, sin preocuparse por recuperarlos. «Eso ya lo rescatarán abajo en el pueblo», pensaba.
Sin embargo, no quitaba los ojos de la corriente ni un solo instante; al contrario, iba fijándose en cada una de las cosas que arrastraba. Entre ellas percibió de pronto, a bastante distancia río arriba, algo de un luminoso amarillo suspendido sobre una plancha de tablas sueltas. «Aquí vienen, hace tiempo que me lo esperaba», se dijo en voz alta. Todavía costaba distinguir qué era lo amarillo; sin embargo, para quien supiera cómo vestían los niños de la región era fácil adivinarlo. «Han estado jugando en el lavadero de la planchada otra vez -pensó-, y no han tenido cabeza para bajarse antes de que el agua se lo llevara.»
El viejo labriego no tardó en comprobar que estaba en lo cierto. Distinguió claramente a tres niños pequeños enfundados en sayos de estameña amarilla con capuchas del mismo color, que navegaban río abajo sobre una planchada de tablas sueltas que las corrientes y los témpanos iban destrozando poco a poco.
Los niños todavía estaban lejos pero Ingmar Ingmarsson sabía que una de las corrientes del río se desviaba justo hasta su orilla. Si Dios quería que la planchada a que se aferraban los niños entrase en esa corriente, no sería del todo imposible que pudiese ponerlos a salvo.
Permaneció inmóvil observando el caudal. Entonces, fue como si alguien le diese un empujón a la plancha porque de pronto se desvió hacia la orilla. Mientras se acercaban, Ingmar pudo ver las caritas asustadas y oír el llanto de los niños. Pero estaban aún demasiado lejos para alcanzarlos con el bichero desde tierra. Así que se metió en el agua y empezó a vadear por el río.
Al hacerlo, le invadió la extraña sensación de que alguien le conminaba a que retrocediera. «Ya no eres un muchacho, Ingmar, esto puede resultar peligroso para ti.»
Recapacitó un instante preguntándose si realmente tenía derecho a jugarse la vida. Su esposa, a quien un día lejano había ido a buscar a la cárcel, había fallecido durante el invierno y desde que ella faltaba su mayor deseo era seguirla.
Por otra parte, su hijo, quien con el tiempo debería hacerse cargo de la finca, aún no era más que un crío; aunque sólo fuera por el muchacho, debía aguantarse y seguir viviendo.
– Que sea lo que Dios quiera -murmuró.
No podía decirse que fuera torpe ni lento este Ingmar Ingmarsson. Al meterse en el río, hincó firmemente la vara en el fondo resistiendo la impetuosa corriente, a la vez que vigilaba los troncos y témpanos que bajaban para que no se lo llevaran por delante. Cuando la planchada del lavadero llegó a su altura, afianzó los pies en el lecho del río, estiró el bichero y la pescó.
– ¡Sujetaos bien! -les gritó a los niños cuando la planchada viró casi en redondo con un agudo rechinar de tablas. Sin embargo, la precaria armazón resistió y él consiguió sacarla de la corriente más fuerte. Después la soltó, ya que sabía que a partir de allí ganaría la orilla por su propia cuenta.
Clavó de nuevo la vara en el lecho del río y se giró en dirección a la orilla, sin reparar en el enorme madero que venía hacia él a gran velocidad.
El madero lo embistió de pleno dándole en el costado debajo del brazo. Fue un golpe tremendo e Ingmar Ingmarsson empezó a dar tumbos medio sumergido en el agua. Sin embargo, consiguió mantenerse firmemente sujeto al bichero y logró alcanzar el ribazo. Allí, de pie en la arena, apenas se atrevió a palparse el tórax, no había duda de que el golpe le había machacado las costillas. La boca no tardó en llenársele de sangre. «Éste es el fin, don Ingmar», se dijo e, incapaz de dar un paso más, se desplomó en la arena.
Fueron los niños rescatados quienes dieron la alarma, de modo que acudieron varias personas y se lo llevaron a casa.
El párroco llegó al predio de los Ingmarsson y no se fue hasta el anochecer.
De camino a su casa pasó por la escuela. Aquel día le había deparado vivencias que necesitaba compartir.
Encontró al maestro y a la señora Stina profundamente afligidos por la noticia de que Ingmar Ingmarsson había muerto. El párroco, en cambio, se presentó allí con el paso ligero e irradiando un no sé qué de luz y claridad.
Lo primero que quiso saber el maestro es si había llegado a tiempo.
– Sí -contestó el pastor-, aunque no era mi presencia lo que necesitaba.
– ¿Ah no? -se extrañó la señora Stina.
– No -confirmó el párroco con una sonrisa enigmática-. Se las habría arreglado igual de bien sin mí. A menudo es duro atender a un moribundo -añadió.
– No me cabe la menor duda -asintió el maestro con un movimiento de cabeza.
– Sí, y muy especialmente si el moribundo es el hombre más notable de la parroquia.
– Desde luego que sí.
– Pero hay veces en que las cosas salen muy distintas de como las habíamos imaginado. -Entonces el pastor calló con la vista fija ante sí; tras los lentes, su mirada brillaba más de lo habitual-. Usted, Storm, o usted, Stina, ¿han oído hablar de un hecho extraordinario que le ocurrió a don Ingmar en su juventud? -les preguntó al cabo.
El maestro respondió que habían oído contar muchas anécdotas acerca de él.
– Sí, claro, pero hoy he oído por primera vez la más sonada. Me la contaron en casa de los Ingmarsson. Resulta que don Ingmar tenía un buen amigo que es hoy uno de los aparceros de la finca -empezó el pastor.
– Sí, ya lo sé -apuntó el maestro-, él también se llama Ingmar y la gente, para distinguirlos, lo apoda Stark Ingmar porque es muy fuerte. [7]
– Exactamente -dijo el párroco-. Su padre le puso Ingmar en señal de respeto a sus patronos. Bien, como iba diciendo, una noche de verano, cuando don Ingmar era joven, él y su amigo Stark Ingmar decidieron salir porque era sábado y tenían fiesta. Así que se pusieron el traje de los domingos y bajaron al pueblo para divertirse. -Hizo una pausa y meditó un momento-. Imagino que tuvo que haber sido una noche muy hermosa -dijo pensativo-, completamente serena y clara, una de esas noches en que el cielo y la tierra intercambian matices, de modo que el cielo adquiere tonalidades verdes y la tierra se cubre de ligeras neblinas que tiñen todo de blanco o azul. [8]
»Cuando llegaron al pontón y se disponían a cruzarlo, fue como si alguien les ordenara que miraran hacia arriba. Ellos obedecieron y vieron abrirse el cielo sobre sus cabezas. La bóveda celeste se había descorrido hacia un lado como si fuera un telón, y ellos dos, cogidos de la mano, contemplaban de frente la gloria de Dios en todo su esplendor.
»¿Ha oído algo semejante alguna vez, señora Stina? ¿Y usted, Storm? -quiso saber el pastor-. Imagínenselos ahí a los dos, sobre el pontón, contemplando los cielos abiertos, como san Esteban. [9]
»De hecho, jamás le contaron a nadie lo que vieron, lo único que les han explicado a hijos y allegados es que una vez, desde el puente, vieron los cielos abiertos. Nadie ajeno a la familia ha sabido de ello, han guardado su visión de la gloria celestial como si se tratara de una reliquia sagrada, ha sido su tesoro más preciado. -Volvió a bajar la vista y soltó un hondo suspiro-. Nunca antes había oído algo semejante -dijo. La voz le tembló ligeramente al continuar-: De todo corazón habría estado allí con ellos contemplando la gloria de Dios.
»Hoy, apenas lo trajeron a su casa -prosiguió-, don Ingmar ordenó que fueran a buscar a ese Stark Ingmar, así que enseguida enviaron a alguien a por él a la vez que mandaban por el médico y por mí. Pero Stark Ingmar no estaba en su casa, se encontraba en lo más alto del bosque cortando leña y no fue fácil localizarlo. Mientras mandaban por él una y otra vez, don Ingmar se angustiaba temiendo no poder verle antes de morir. Tardaron tanto que llegué yo y llegó el doctor, sin que aún hubiesen dado con el otro Ingmar.
»Don Ingmar no quiso saber mucho de los que estábamos allí, la muerte se le aproximaba. "Pronto llegará mi hora, reverendo", dijo. "Lo único que pido es poder ver a Stark Ingmar antes de morir." Yacía en la amplia cama de la alcoba, tapado con el tapiz más magnífico que tienen. Mantenía los ojos abiertos, sin cesar de mirar algo muy lejano que solo él veía. A los pequeños que había salvado los habían subido a la cama y estaban muy quietecitos los tres acurrucados a sus pies. Sólo apartaba la mirada de eso que veía a lo lejos para contemplar a los niños, y entonces una sonrisa iluminaba su rostro.
»Finalmente dieron con el aparcero y don Ingmar, al reconocer los contundentes pasos de su amigo en el zaguán, recuperó su mirada normal y esbozó una sonrisa. Cuando tuvo al hombre junto a su lecho le tomó la mano y se la acarició despacio; luego le preguntó: "¿Tú te acuerdas, Stark Ingmar, de cuando cruzábamos el puente de la iglesia y vimos los cielos abiertos?" "Pues claro, cómo no voy a acordarme de cuando juntos vimos lo que es el cielo", le respondió el aparcero.
»Entonces don Ingmar se giró completamente hacia él, con una sonrisa ancha y radiante, como si fuese a comunicar la noticia más maravillosa del mundo. "Pues ahí es adónde voy a ir yo ahora", le anunció al amigo. El aparcero se inclinó sobre él y le miró profundamente a los ojos. "Yo te seguiré", le dijo, y don Ingmar asintió con la cabeza. "Pero ya sabes que no me está permitido ir hasta que tu hijo haya hecho su peregrinaje y vuelva a casa." "Sí, sí, ya lo sé", respondió don Ingmar asintiendo con la cabeza. Tras lo cual aspiró unas bocanadas de aire y después murió.
El matrimonio estuvo de acuerdo con el pastor en que se trataba de una muerte muy bella. Los tres guardaron silencio un buen rato.
– Pero -saltó la señora Stina de repente-, ¿qué quiso decir Stark Ingmar con eso del peregrinaje?
El párroco alzó la vista levemente confundido.
– No lo sé -respondió-. Don Ingmar murió en ese mismo instante, no he tenido tiempo de pensarlo. -Y se sumió en nuevas cavilaciones-. Es una afirmación muy curiosa, tiene usted razón, señora Stina -añadió al cabo.
– Usted ya sabrá que de Stark Ingmar se dice que tiene el don de adivinar el futuro.
El párroco se frotó la frente con la mano como para poner orden en sus ideas.
– El hombre propone y Dios dispone, y estudiar eso es maravilloso -sentenció-. Nada más maravilloso hay en el mundo.
Era una mañana de otoño. En la escuela sonó la campana del recreo. El maestro y su hija Gertrud fueron a la cocina, se sentaron a la mesa y la señora Stina sirvió café.
Antes de que tuvieran tiempo de apurar sus tazas llegó una visita.
El visitante era Halvor Halvorsson, un joven granjero que acababa de abrir una tienda de comestibles en el pueblo. Su familia era dueña de la granja de Timsgården y por eso a menudo le llamaban Tims Halvor. [10] Era un hombre alto y garrido, pero se le veía muy desanimado. La señora Stina le sirvió café a él también, el joven tomó asiento y se puso a hablar con el maestro.
Por su parte, la señora Stina sacó sus agujas y se sentó a hacer calceta en el banco situado bajo la ventana. Desde allí divisaba el camino. De repente dio un respingo y estiró el cuello para ver mejor. Al punto adoptó una apariencia tranquila y, fingiendo indiferencia, dijo:
– Y digo yo que hoy ha salido a pasear lo mejorcito de la comarca.
Al tendero no se le escapó un dejo inusual en su voz y se levantó para mirar por la ventana. Vio a una mujer alta, algo encorvada, y un muchacho a medio camino de la edad adulta que se aproximaban a la escuela.
– Si mis ojos no me engañan, es Karin Ingmarsdotter -dijo la señora Stina.
– Sí, ya lo creo que es Karin -confirmó el tendero y, sin añadir más, se apartó de la ventana y escrutó con la vista las cuatro paredes de la vivienda como si buscara una vía de escape. Sin embargo, acabó regresando calmadamente a su asiento.
La cuestión es que el verano anterior, aún en vida de Ingmar Ingmarsson, Halvor había solicitado la mano de Karin Ingmarsdotter. Fue un cortejo prolongado, con muchos peros y contras. Los venerables Ingmarsson dudaban de si Halvor les convenía. No era una cuestión de dinero, Halvor era rico; el problema consistía en que su padre se había entregado a la bebida y bien pudiera ser que eso fuera hereditario. Al final, no obstante, quedó acordado que Karin sería suya.
Se fijó el día de la boda y se decidió con el párroco el período de las amonestaciones; pero antes de la primera vez en que iban a ser leídos sus nombres en la misa mayor, Karin y Halvor hicieron un viaje a Falun a fin de comprar los anillos de boda y un libro de cánticos. Estuvieron fuera tres días. Al volver, Karin le comunicó a su padre que no podía casarse con Halvor; aunque su única queja era que Halvor se había emborrachado durante el viaje en una ocasión. Como Karin veía ahora fundados sus temores de que Halvor fuera a salir como su padre, Ingmar Ingmarsson no quiso obligarla a aquel matrimonio. Así pues, Halvor fue rechazado.
Halvor se lo tomó muy mal. «Vas a arrastrar mi nombre por el lodo -le reprochó a Karin-. ¡Qué vergüenza, es intolerable! ¿Qué pensará la gente de mí si me repudias de esta manera? Esto no se le hace a un hombre honrado.» Pero ella no dio el brazo a torcer y desde ese día Halvor se convirtió en un hombre taciturno y desgraciado. No podía olvidar la afrenta infligida por los Ingmarsson.
Y ahora entraría Karin y se encontraría con Halvor. ¿Cómo resolver la situación?
Lo que estaba claro es que no había reconciliación posible. Desde el otoño pasado, Karin era la mujer de Eljas Elof Ersson. Ella y su marido vivían en la gran casa de labranza de los Ingmarsson, de la que eran los amos desde la muerte de don Ingmar la primavera anterior. Ingmar había dejado cinco hijas y un hijo; sin embargo, éste era demasiado joven para hacerse cargo de la finca.
Karin entró en la cocina. Tenía veintitantos, pero seguramente ni de niña había parecido joven. En muchos otros sitios se la habría tildado de ser una mujer muy fea ya que había heredado los rasgos familiares de su clan y tenía los párpados pesados, el pelo ligeramente rojizo y una boca de líneas duras. Sin embargo, al maestro Storm y a los suyos ese parecido les gustaba.
Al ver a Halvor no se inmutó; todo lo contrario, a paso lento y muy tranquila fue saludando a unos y otros. Cuando le tendió la mano a Halvor, él extendió la suya lo suficiente para que sus dedos se rozaran en la punta.
Karin tenía un modo característico de caminar ligeramente encorvada. Al acercarse a Halvor, dio la impresión de que su cabeza se inclinaba algo más que de costumbre; por su parte, Halvor irguió la espalda cuanto pudo y pareció más alto que nunca.
– Así que hoy nuestra querida Karin ha salido a dar un paseo -dijo la señora Stina arrimándole la butaca en que solía sentarse el párroco.
– Así soy yo -replicó Karin-. Ahora que ha helado no cuesta tanto caminar.
– Sí, esta noche se ha formado una capa muy gruesa de escarcha -apuntó el maestro.
A continuación se abatió un pesado silencio sobre la habitación, nadie tenía nada que decir. Tras permanecer todos callados un par de minutos, Halvor se puso en pie y los otros lo imitaron como despertando de un profundo sueño.
– Bueno, es hora de regresar a la tienda -dijo.
– No creo que Halvor tenga tanta prisa -protestó la dueña de casa.
– No será por culpa mía que Halvor se va -dijo Karin. Pronunció su nombre con un tono de gran humildad.
Tan pronto Halvor se hubo marchado, el hechizo se disolvió y al maestro no tardó en ocurrírsele un tema de conversación. Miró al muchacho que acompañaba a Karin, a quien nadie le había hecho caso hasta ahora. Era sólo un niño, no mucho mayor que Gertrud, con un infantil rostro dulce y luminoso, aunque también tenía cierto aire repipi; no costaba mucho ver a qué familia pertenecía.
– Creo que Karin ha venido a traernos un nuevo alumno -dijo Storm.
– Es mi hermano. Ahora él es Ingmar Ingmarsson.
– Es un poco pequeño para ese nombre -advirtió Storm.
– Sí, padre murió demasiado pronto.
– Y que lo digas -asintieron el maestro y su esposa al unísono.
– Ha estado yendo al colegio de Falun -dijo Karin-. Por eso no ha venido a su escuela antes.
– ¿Y no va usted a dejar que siga yendo este año también, Karin?
Ésta bajó sus gruesos párpados y soltó un largo suspiro.
– Por lo visto se le dan muy bien los estudios -eludió la pregunta.
– Bien, me temo que aquí conmigo no aprenderá gran cosa. Seguro que ya sabe tanto como yo.
– Me consta que usted sabe mucho más que un chiquillo como éste, señor maestro.
De nuevo se hizo el silencio, hasta que Karin retomó el hilo.
– No se trata únicamente de inscribirle en la escuela. También quería preguntarle a usted, señor maestro, y a usted también, señora Stina, si el chico puede vivir aquí en su casa.
El maestro y su esposa se miraron asombrados, sin saber qué responder.
– Lo cierto es que no nos sobra espacio -dijo Storm finalmente.
– He pensado que podría pagarles con mantequilla, leche y huevos.
– Sí, pero es que…
– Me harían un gran favor -añadió la rica campesina.
La mujer del maestro comprendió enseguida que Karin no les pediría algo tan extravagante a menos que realmente necesitara ayuda. De modo que tomó una decisión rápida.
– No hace falta que nos ruegue más, Karin -dijo-. Haremos todo cuanto esté en nuestra mano por ayudar a los Ingmarsson.
– Gracias -dijo Karin.
Después, mientras la señora Stina y Karin hablaban largamente sobre las condiciones en que Ingmar viviría con ellos, Storm se llevó al muchacho al aula. Una vez allí, Ingmar eligió asiento en un pupitre al lado de Gertrud. Durante todo el primer día no abrió la boca.
Halvor se mantuvo lejos de la escuela toda una semana, como si temiera volver a encontrarse con Karin. Pero una mañana que llovía a cántaros y en que no cabía esperar clientes, un profundo desaliento se abatió sobre él. «Soy un inútil, nadie me respeta», pensaba, atormentándose como solía desde el día en que Karin lo rechazara. Al final decidió ir a visitar a la señora Stina para al menos poder charlar un poco con alguien amable y alegre.
Cerró su tienda, se ciñó la chaqueta todo lo que pudo y corrió hasta la escuela intentando esquivar la lluvia y los salpicones de los charcos.
Halvor se sentía tan a gusto allí que no se movió ni cuando sonó la campana del primer recreo y llegaron Storm y los dos niños para tomar el café de la mañana.
Los tres se le acercaron para saludarle. Halvor se levantó para estrecharle la mano al maestro; pero cuando Ingmar le tendió la suya Halvor ya se había sentado y estaba tan concentrado en su conversación con la señora Stina que pareció no advertir la presencia del niño. Ingmar se quedó de pie esperando sin decir nada, después se dirigió a la mesa y se sentó. Más de una vez le oyeron suspirar de la misma forma en que lo hiciera Karin el día que estuvo allí.
– Halvor ha venido a enseñarnos su reloj nuevo -dijo la señora Stina.
Y Halvor se sacó del bolsillo un reloj de plata y lo mostró. Era muy bonito, bastante pequeño, con una flor dorada grabada en la tapa. El maestro abrió el reloj, fue al aula por la lupa, se la encajó en el ojo y observó la maquinaria. Presa del mayor entusiasmo, se quedó absorto contemplando cómo las ruedecillas se engarzaban unas con otras. Nunca había visto un trabajo tan excelente, dijo. Por fin, le devolvió el reloj a Halvor y éste se lo guardó, pero sin dar muestras ni de alegría ni de satisfacción como se suele hacer normalmente cuando alguien alaba algo que acabamos de adquirir.
Mientras estuvo comiendo, Ingmar no abrió la boca pero tras apurar su café le preguntó a Storm si entendía de relojes.
– Sí -contestó el maestro-; ya sabes que entiendo un poco de todo.
Entonces Ingmar se sacó un reloj del bolsillo de su chaleco. Era un reloj de plata grande y redondo, feo y demasiado pesado, especialmente ahora, que acababan de admirar el de Halvor. La cadena de la que colgaba también era fea y pesada. La caja carecía del más mínimo ornamento y tenía una gran abolladura. Aquel reloj no valía gran cosa. Le faltaba el cristal que protegía las manecillas y el esmalte de la esfera también estaba dañado.
– No va -dijo Storm, arrimándoselo al oído.
– No -confirmó el muchacho-. Quisiera saber si usted, señor maestro, conoce a alguien que pudiera arreglarlo.
Storm abrió el reloj, se oía un tintineo en su interior, como si los engranajes estuvieran sueltos.
– No sé si has estado partiendo avellanas con este reloj o qué, pero yo no puedo hacer nada.
– ¿Cree usted que Erik el relojero podría arreglarlo?
– Él podrá hacer tan poco como yo. Lo mejor será que lo envíes a Falun a que le cambien la maquinaria.
– Sí, ya me lo imaginaba -dijo Ingmar recuperando el reloj.
– ¿Qué demonios has estado haciendo con ese reloj? -preguntó el maestro.
El muchacho tragó saliva un momento, como atragantado por el llanto.
– Era el reloj de mi padre -dijo-. Quedó así cuando aquel madero lo arrolló.
Ahora los presentes eran todo oídos e Ingmar hizo un esfuerzo por continuar.
– El accidente ocurrió durante las vacaciones de Pascua, así que yo estaba en casa y fui el primero en llegar a donde estaba padre. Lo encontré en el suelo con el reloj entre las manos. «Me muero, Ingmar», me dijo. «Lamento que el reloj se haya roto porque quiero que se lo des a alguien a quien he ofendido; dáselo con un saludo de mi parte.» Entonces me dijo a quién debía darle el reloj, y me pidió que antes lo hiciese arreglar en Falun. Pero no he podido volver a Falun y ahora no sé qué hacer.
El maestro se puso a rebuscar en su memoria algún posible conocido que fuera a viajar a la ciudad dentro de poco. La señora Stina preguntó:
– Ingmar, ¿a quién debías darle el reloj?
– No sé si decirlo -respondió el muchacho.
– ¿No era a Tims Halvor, aquí presente?
– Sí, a él -admitió el niño.
– En ese caso, dáselo tal como está -dijo la señora Stina-. Eso le satisfará más que nada.
Ingmar se levantó obedientemente de la silla, sacó el reloj y le dio brillo con la manga de su chaqueta para dejarlo lo más bonito posible. Después cruzó la habitación con porte formal.
– Le presento saludos de parte de mi padre y le entrego esto -dijo tendiéndole el reloj.
Halvor, que había permanecido callado y sombrío todo el rato, se llevó la mano a los ojos como para no verlo. Ingmar siguió plantado ante él sosteniendo el reloj. Al final, el muchacho desvió la vista hacia la dueña de casa como pidiendo ayuda.
– «Bienaventurados sean los pacificadores» [11] -dijo ella entonces.
Halvor estiró un brazo y apartó de sí aquel reloj.
– En mi opinión, no puede usted pedir mayor desagravio, Halvor -terció Storm-. Siempre he sostenido que si Ingmar Ingmarsson no hubiese muerto, hace tiempo que se habría encargado de reparar su honor tal como usted se merece, Halvor.
Entonces vieron que Halvor, con la mano con que no se tapaba los ojos, casi contra su voluntad, agarró el reloj y se lo llevó de un tirón. Y una vez en su mano, lo metió bajo la doble protección del abrigo y el chaleco.
– Ese reloj no se lo quitará nadie -dijo el maestro, y soltó una carcajada al ver lo bien que se abrochaba la chaqueta que escondía el reloj.
Halvor también se rió, luego se puso en pie, estiró la espalda e inspiró hondo. El color subió a sus mejillas. Paseó una mirada franca y alegre por la habitación.
– Creo que Halvor se siente como si acabasen de resucitarlo -dijo la esposa del maestro.
Halvor se metió la mano en la chaqueta y sacó su reloj. Se acercó a Ingmar, quien de nuevo se había sentado a la mesa.
– Ya que yo he aceptado el reloj que era de tu padre, ahora tú debes aceptar éste que es mío -le dijo.
Y colocó el reloj sobre la mesa y se marchó sin despedirse de nadie.
Todo el día se lo pasó vagando por caminos y senderos. Un par de campesinos de la granja de Västgården bajaron para comerciar con él. Estuvieron esperando a la puerta de la tienda desde el mediodía hasta el ocaso; pero de Tims Halvor no se vio ni rastro.
Elof Ersson de la granja de Eljasgården, casado con Karin Ingmarsdotter, tuvo un padre malo y avaricioso que siempre fue muy severo con su hijo. De pequeño a Eljas apenas le daban de comer y de adulto siguió sufriendo una tremenda represión. El viejo no cesaba de hostigarle para que trabajara más, nunca le permitió ir a un baile y tampoco los domingos le concedía descanso. Es de lamentar que el matrimonio no significara para Eljas Elof un medio de alcanzar la independencia, ya que al ir a vivir a la finca de los Ingmarsson tuvo que supeditarse a la autoridad de su suegro. Lo cierto es que tampoco en Ingmarsgården encontró otra cosa que servidumbre y parquedad. Curiosamente, sin embargo, mientras vivió Ingmar Ingmarsson, Eljas siempre dio muestras de estar muy satisfecho y trabajaba como un esclavo sin quejarse nunca de nada. La gente comentaba que los Ingmarsson habían encontrado la horma de su zapato, ya que Elof Ersson no sabía hacer otra cosa en la vida que trabajar.
Pero fue morir Ingmar Ingmarsson y el yerno se dio a la bebida y empezó a llevar una vida de lo más disipada. Trabó amistad con todos los crápulas del pueblo y o bien los invitaba a la finca o bien se iba de ronda con ellos por todas las tabernas y posadas de la comarca. Se olvidó de trabajar y no pasaba un día sin emborracharse. En cuestión de un par de meses se convirtió en un pobre borracho.
Cuando su esposa, Karin Ingmarsdotter, lo vio ebrio por primera vez se quedó de piedra. «Dios me castiga así por haberme portado mal con Halvor», fue lo primero que cruzó su mente.
En el marido no desperdició demasiadas palabras de reproche o amenaza. Enseguida comprendió que aquel hombre era como un árbol de raíces podridas que nunca podría darle apoyo ni sombra.
En cambio, las hermanas de Karin Ingmarsdotter no eran tan perspicaces como ella. Se avergonzaban de aquellos excesos y de que desde la carretera se oyera el jaleo y las juergas que armaban los borrachos en la casa familiar. Ora se mofaban de él ora le reprendían, y aunque el cuñado en el fondo era un hombre apacible, a veces se encolerizaba. Resumiendo, en aquel hogar reinaba la discordia.
Karin sólo pensaba en cómo sacar a sus hermanas de la casa familiar para ahorrarles el tormento que ella sufría. Durante el verano concertó los matrimonios de las dos mayores y a las dos menores las envió a América con unos parientes que habían prosperado considerablemente.
A todas estas hermanas se les pagó su parte de la herencia, es decir, veinte mil coronas. Karin se quedaba con la finca pero sólo tras acordar que el joven Ingmar podría comprársela cuando alcanzase la mayoría de edad, momento en el que Karin y Eljas Elof se mudarían a otro lugar.
Era digno de admiración que Karin, con lo torpe e indecisa que aparentaba ser, tuviera la capacidad de equipar a tantos pájaros para que abandonaran el nido, consiguiéndoles maridos y viviendas o pasajes para América. Todo lo hizo sola. De su marido no obtuvo ayuda de ninguna clase.
Pero de todas sus preocupaciones, sin embargo, la mayor era el hermano, aquel que ahora era Ingmar Ingmarsson, quien le plantaba cara al marido de Karin más encarnizadamente que cualquiera de las hermanas. El muchacho no lo hacía de palabra sino mediante sus actos. En una ocasión vació todas las botellas de aguardiente que Eljas Elof guardaba en la casa, y en otra fue pillado rebajando sus licores con agua.
Llegado el otoño, Karin solicitó a su marido, único tutor del menor de edad, que el muchacho asistiese al colegio de Falun como en años anteriores; pero Eljas se opuso tajantemente.
«Ingmar será un labriego como lo hemos sido yo y su padre y el mío -declaró Eljas Elof-. ¿Qué se le ha perdido en el colegio? Este invierno, él y yo lo pasaremos arriba en el bosque haciendo carbón. Es lo mejor que puede aprender. Cuando yo tenía su edad me pasaba el invierno entero metido en una choza de carbonero.»
Karin no logró hacerle cambiar de opinión y tuvo que conformarse con que Ingmar se quedara en casa.
A partir de entonces Eljas Elof empezó a mostrar interés en ganarse a Ingmar. Sobre todo cuando salía de casa quería que el niño lo acompañase. Éste lo seguía a desgana. Aborrecía ser testigo de las francachelas del cuñado, quien le juraba que no irían más allá de la iglesia o la tienda, pero, una vez que el chico se encontraba subido al carro, lo llevaba muy lejos, hasta la planta industrial de Bergsåna o la posada de Karmsund.
Karin se alegraba de que el marido se llevara al chico, le parecía una garantía de que Elof no acabaría tirado en una cuneta o el caballo muerto de extenuación.
Pero un día Eljas llegó a casa a las ocho de la mañana con Ingmar dormido a su lado en el pescante.
– ¡Hazte cargo de él y llévalo dentro! -le gritó a su esposa-. El chiquillo está borracho y no se tiene en pie.
A Karin, consternada, se le cayó el alma a los pies. Antes de cargar con el hermano tuvo que sentarse en el escalón de la entrada unos instantes.
Cuando finalmente incorporó al chico vio que no estaba dormido, sino inconsciente y frío, como un muerto. Lo tomó en sus brazos y lo llevó a la alcoba. Allí se encerró con él e intentó reanimarlo.
Al cabo de un rato salió al comedor, donde Eljas estaba tomando su desayuno. Karin se le aproximó y le puso la mano en el hombro.
– Más vale que te hinches de comida porque si has matado a mi hermano, en adelante no comerás tan bien como en esta casa.
– Bah, qué cosas dices -repuso él-. No creo que un poco de aguardiente le haya sentado tan mal.
– ¡Fíjate bien en lo que te digo! -le gritó Karin hincando unos dedos largos y huesudos en el hombro del marido-. Si se muere, te pasarás veinte años entre rejas, Eljas, eso te lo juro.
Cuando Karin volvió a la alcoba, Ingmar había recuperado el conocimiento pero la cabeza no le funcionaba, no podía mover ningún miembro y sufría grandes dolores.
– ¿Crees que me voy a morir, Karin? -preguntó.
– Eso nunca -contestó ella sentándose a su lado.
– No sabía lo que me estaban dando -aseguró él.
– Pues menos mal, gracias a Dios -contestó Karin muy seria.
– Escríbeselo a nuestras hermanas si me muero -suplicó el muchacho-. Yo no sabía que eran licores.
– Ya -repuso Karin.
– No lo sabía, te lo juro.
Todo ese día lo pasó Ingmar en cama con fiebre y mareos.
– No se lo cuentes a padre, por favor -le pidió a su hermana.
– No, nadie se lo va a contar a padre -contestó ella.
– Pero si me muero padre se enterará y entonces tendré que avergonzarme ante él.
– ¿No decías que no era culpa tuya? -repuso Karin.
– Sí, pero a lo mejor padre piensa que debería haberme negado a tomar cualquier cosa que me diese Eljas.
»¿Crees que todo el pueblo sabe que me he emborrachado? -preguntó luego-. ¿Qué dicen los mozos y qué dice la tía Gammel Lisa y qué dice Stark Ingmar?
– Pues ésos no dicen nada -respondió Karin.
– Por favor, tienes que contarles cómo fue. Mira, te explico: estuvieron bebiendo toda la noche y entretanto yo dormía sentado en un rincón. Fue en la posada de Karmsund. Entonces Eljas me despertó y me dijo muy amable: «Venga, Ingmar, tómate algo caliente. ¡Ten, bébete esto, sólo es agua con azúcar!» Y yo al despertarme sentí frío, así que acepté. Cuando probé lo que me daba sólo noté que era dulce y estaba caliente. Y ahora resulta que había echado licor. ¿Qué dirá padre ahora?
Karin abrió la puerta porque Eljas todavía estaba ahí y pensó que convenía que oyera lo que hablaban.
– Si padre viviera, Karin, ay si padre viviera.
– Entonces ¿qué, Ingmar?
– ¿No crees que lo mataría a palos?
En la otra habitación, Eljas se echó a reír y el chico palideció tanto que Karin se levantó y cerró la puerta.
Después de este incidente Eljas Elof se volvió lo bastante dócil como para no impedir que Karin llevase a Ingmar a casa del maestro.
Los primeros tiempos tras recibir el reloj, Halvor tenía siempre la tienda llena de clientes. No había granjero que viniese al pueblo sin pasar por el almacén para oír la historia del reloj de don Ingmar. Los parroquianos, con sus abrigos de pieles blancos hasta los pies y los rostros curtidos y serios, se pasaban horas apoyados en el mostrador escuchando a Halvor, quien remataba su narración sacando el reloj de su chaleco y luego señalaba la caja abollada y la esfera rota. «¿Así que ahí fue donde recibió el golpe? -se maravillaban los presentes imaginando la escena en que Ingmar Ingmarsson resultó herido-. ¡Qué suerte tienes, Halvor, de poseer ese reloj!»
Cuando Halvor mostraba el reloj nunca lo soltaba, sino que lo mantenía sujeto por la cadena. Ni un solo instante permitía que se lo quitasen de las manos.
Un día, Halvor, rodeado de un círculo de oyentes, como era habitual últimamente, fue desarrollando su relato hasta que tocó el momento de sacar el reloj. Como por ensalmo, una noble emoción invadió a todos y mientras se pasaban el reloj de mano en mano el silencio fue casi total.
Justo entonces entró Eljas, pero el reloj acaparaba toda la atención de los presentes así que nadie se dio cuenta. Eljas también había oído la historia del reloj de su suegro y enseguida comprendió la situación. No es que le tuviera envidia a Halvor, simplemente le parecía ridículo verle a él y a los demás tan emocionados en torno a ese trasto abollado y viejo por muy de plata que fuera.
De puntillas se acercó a los que hacían corro frente al mostrador, de un rápido zarpazo agarró el reloj y de un tirón lo tuvo en su puño. Sólo era una broma, Eljas no pretendía quitarle el reloj a Halvor, su única intención era fastidiar un poco.
Halvor lanzó un manotazo para recuperar el reloj pero Eljas dio un paso atrás sosteniéndolo en alto, como quien enseña un hueso a un perro jadeante. Halvor, haciendo pértiga con la mano sobre el mostrador, saltó al otro lado. Estaba tan furioso que Eljas se asustó y, en vez de quedarse quieto y devolverle el reloj, salió corriendo por la puerta.
Al otro lado de la puerta había una escalera de madera cuyos peldaños estaban en muy mal estado. Eljas metió el pie en un resquicio, tropezó y cayó escaleras abajo. Halvor se le echó encima, recobró su reloj y le propinó varias patadas.
– No te molestes en darme tan fuerte -advirtió Eljas-. Yo de ti miraría qué le pasa a mi espalda.
Halvor se contuvo pero Eljas no hizo ademán de levantarse.
– Ayúdame a ponerme en pie -pidió.
– Ya te ayudarás tú mismo cuando hayas dormido la mona.
– No estoy borracho -dijo Eljas-, lo que pasa es que cuando bajaba las escaleras me pareció ver a don Ingmar que venía hacia mí reclamando el reloj. Por eso caí de tan mala manera.
Halvor se inclinó para ayudar a aquel pobre diablo. Después tuvieron que llevarle a casa tumbado en una carreta. Se había roto la espina dorsal y nunca más volvería a andar.
A partir de entonces Eljas Elof siempre guardó cama; era un hombre desvalido que no podía moverse. Pero hablar sí podía, y se pasaba el día suplicando que le trajeran aguardiente. El médico le había prohibido rotundamente a Karin que le proporcionase cualquier tipo de licor, ya que en ese caso la bebida no tardaría en mandarlo a la tumba. Entonces Eljas empezó a conseguir lo que deseaba por la fuerza, a base de pegar gritos y armar mucho alboroto, principalmente de noche. Se comportaba como un loco y perturbaba el reposo de todos.
Éstos fueron los años más duros para Karin. Su marido la martirizaba hasta tal punto que más de una vez creyó que no lo resistiría. Con su lengua venenosa él llenaba la casa de maldiciones y blasfemias, de modo que aquello era como el infierno.
Karin le rogó al maestro y su esposa que alojaran a Ingmar. No quería que el hermano viniese a casa un solo día al año, ni siquiera por Navidad.
Todos los criados de la casa eran parientes lejanos de los amos y el predio de los Ingmarsson había sido su hogar de toda la vida. De no haber estado tan arraigados con los Ingmarsson, habrían sido incapaces de permanecer en sus puestos. Porque no fueron muchas las noches que Eljas les dejó dormir tranquilos. Y constantemente ideaba nuevos modos de atormentarlos a ellos y a Karin, para obligarles a claudicar ante sus exigencias.
Sumida en esta desgracia vivió Karin un invierno, un verano y otro invierno más.
Karin Ingmarsdotter tenía un lugar al que solía ir para estar a solas y rumiar sus penurias. Era un banquillo estrecho situado tras la valla del pequeño campo de lúpulo; allí acostumbraba acurrucarse con los codos apoyados en los muslos y la barbilla entre las manos mirando fijo al vacío. Buenas vistas no le faltaban, ni a lo ancho ni a lo largo. Desde el lugar donde se sentaba, los sembrados se extendían hasta las lomas boscosas y la puntiaguda montaña con forma de tacón de Klackberget.
Allí se encontraba una tarde de abril. Se sentía débil y desanimada, como a menudo suele ocurrirle a la gente en primavera, cuando la nieve, sucia y polvorienta, se va derritiendo y la lluvia primaveral todavía no ha limpiado el suelo. El sol picaba fuerte, y el viento del norte soplaba sin trabas a su alrededor porque el lúpulo que la hubiese resguardado aún no había nacido, sino que dormía su sueño invernal bajo un manto de ramas de abeto. Era un viento cortante, trapos y trozos de papel y hierba seca giraban en remolinos a ras del suelo. En lo alto de las montañas se acumulaba la nieve del deshielo y las copas de los abedules empezaban a ponerse pardas, pero en la linde del bosque la nieve todavía se amontonaba muy alta. La primavera estaba en camino y no tardaría en irrumpir en serio, pensamiento que le provocó un cansancio aún mayor. Sentía que no podría sobrevivir otro verano.
Pensó en la avalancha de tareas que se le venían encima, la siembra y la siega, amasar el pan de toda la temporada, la colada pendiente de todo el invierno, tejer y coser. Se le antojaba imposible pasar por todo aquello.
– Además, más me valdría morir -dijo muy quedamente-. El único sentido que tiene mi vida es impedir que Eljas se mate bebiendo.
De repente alzó la vista como si atendiese una llamada. Frente a ella vio a Halvor Halvorsson, que la observaba apoyado contra el cercado.
Karin no sabía cuándo había llegado. Tuvo la impresión de que llevaba allí un buen rato.
– Me imaginaba que te encontraría aquí -dijo él.
– ¿Ah sí?
– Antes solías venir aquí cuando tenías un rato libre para dedicarle a tus penas.
– Entonces pocas eran mis penas.
– Las que no tenías te las buscaste.
Al mirar a Halvor, Karin pensó que él debía pensar que había sido una tonta al no casarse con un hombre tan orgulloso y gallardo. «Ahora me tiene acorralada -se dijo-. Ha venido aquí para escarnecerme.»
– He ido a tu casa y he hablado con Eljas -dijo Halvor-. De hecho, era a él a quien quería ver.
Karin no respondió y siguió sentada con la vista baja y las manos cruzadas, esperando la lluvia de sarcasmos que Halvor iba a descargar sobre ella.
– Le he dicho -prosiguió él- que me considero parcialmente responsable de su desgracia porque fue en mi casa donde tuvo el accidente. -Se interrumpió, como esperando una señal de aprobación o de desagrado por parte de ella; pero Karin callaba-. Por eso le he preguntado -continuó Halvor- si no quería venir a vivir conmigo una temporada. Representaría un cambio de aires y allí vería a más gente que aquí.
Karin levantó los ojos pero siguió sin moverse.
– Hemos acordado -siguió Halvor- que mañana lo mandarás a mi casa con el carro. Acepta venir conmigo porque cree que en mi casa podrá beber, pero puedes estar segura de que no será así, Karin. No tomará más aguardiente en mi casa que en la tuya. Bien, entonces quedamos en que vendrá mañana. Se alojará en la trastienda y le he prometido que la puerta siempre estará abierta para que pueda ver gente.
Karin se preguntó si aquello formaba parte de algo que Halvor había ideado para burlarse de ella, pero al punto comprendió que hablaba en serio.
Y es que Karin siempre pensó que Halvor había pedido su mano porque era rica y de buena familia. Nunca se le ocurrió que él pudiera quererla por méritos propios. Sabía muy bien que ella no era el tipo de mujer que gusta a los hombres. Por otro lado, tampoco ella había estado enamorada, ni de Halvor ni de Eljas.
Sin embargo, ahora que Halvor le proponía compartir la carga tan pesada que llevaba a cuestas, se vio embargada por una inmensa y sublime emoción. ¿Cómo era posible que Halvor pudiera ser tan bueno con ella?
El corazón de Karin empezó a palpitar. Estaba despertando a algo que nunca antes había experimentado. Se preguntó qué podría ser hasta que de repente comprendió que la bondad de Halvor había fundido el hielo que envolvía su corazón, haciendo que en ella prendiera una primera llama de amor hacia él.
Halvor continuó exponiendo su plan, temiendo posibles reparos.
– Hay que ponerse en su lugar -dijo-, el pobre necesita un cambio de aires. Y lo difícil que ha sido contigo no se atreverá a serlo conmigo. A mí me tiene miedo, con un hombre no es lo mismo.
Karin no sabía dónde meterse, le parecía que no podía hacer un solo gesto o pronunciar una sola palabra sin que Halvor notara que estaba enamorada de él. Y sin embargo, era preciso contestar algo.
Al final, Halvor calló y se quedó mirándola.
Karin se levantó como a desgana, se acercó a él y acarició su mano lentamente.
– Dios te bendiga, Halvor -dijo con voz quebrada-. Dios te bendiga.
A pesar de todas sus precauciones, Halvor debió de percibir algo puesto que con un gesto rápido le sujetó las manos y la atrajo hacia sí.
– ¡No, no! -exclamó ella, horrorizada, luego se soltó y salió corriendo.
Eljas fue trasladado al almacén de Halvor y estuvo tumbado en la trastienda todo el verano. Sin embargo, no le ocasionó demasiadas molestias a Halvor porque entrado el otoño Eljas murió.
Al poco tiempo del suceso, la señora Stina le dijo a Halvor:
– Ahora debe usted prometerme una cosa, Halvor. -Él dio un respingo y alzó la vista-. Tiene usted que prometerme que tendrá mucha paciencia con Karin.
– Claro que tendré paciencia -contestó, extrañado.
– Lo digo porque es de las que merecen el esfuerzo de esperarlas, aunque sean siete años enteros.
Hablar de paciencia era fácil, pero para Halvor tenerla no lo fue tanto debido a los rumores que empezaron a llegarle acerca de si ora éste ora el otro estaba cortejando a Karin. Esta situación se creó a los catorce días exactos del entierro de Eljas.
Un domingo por la tarde, Halvor estaba sentado en los escalones de la entrada observando la gente que iba y venía por la carretera. Enseguida se le antojaron demasiados los elegantes carricoches que pasaban de largo rumbo a la finca de los Ingmarsson. En el primer carruaje vio a uno de los inspectores de la fábrica de Bergsåna, tras él pasó el hijo del hotelero de Karmsund, y finalmente pasó Berger Sven Persson, un rico hacendado de la parroquia lindante; de hecho, el terrateniente más acaudalado de toda la región oeste de Dalecarlia y, además, un hombre sensato de muy buena reputación. Si bien es cierto que ya no era lo que se dice joven. Había estado casado en primeras y segundas nupcias y acababa de quedarse viudo por segunda vez.
Cuando vio pasar a Berger en su coche, Halvor ya no pudo estarse más sentado. Echó a andar por la carretera y, casi sin quererlo, había cruzado el puente y se hallaba en la misma margen del río en que se hallaba Ingmarsgården. «Me gustaría saber adónde iban todos esos coches», se dijo. Siguió las huellas y no tardó en sentirse más y más ansioso. «Sé que esto que hago es una estupidez -se dijo, recordando la advertencia de la señora Stina-. Sólo voy a subir hasta el camino de la finca para ver lo que están tramando allá arriba.»
Berger Sven Persson y un par de hombres más estaban en la sala grande de Ingmarsgården tomando café. Ingmar Ingmarsson, que seguía viviendo en la escuela, había ido a pasar el domingo a su casa y, por lo tanto, estaba sentado a la mesa con los visitantes haciendo las funciones de anfitrión ya que Karin no estaba, se había excusado con que tenía cosas que hacer en la cocina debido a que todas las criadas habían ido al pueblo para escuchar misionar al maestro.
En el comedor reinaba un aburrimiento mortal, todos sorbían su café sin decir nada. Los pretendientes prácticamente no se conocían y cada uno aguardaba una oportunidad para meterse en la cocina y hablar a solas con Karin.
En ésas la puerta se abrió dando paso a un nuevo visitante. Ingmar Ingmarsson fue a recibirle y lo condujo hasta la mesa.
– Es Halvor Halvorsson de Timsgården -le dijo a Berger Sven Persson.
Éste no se levantó, saludó únicamente con un ligero gesto de la mano y dijo con cierta sorna:
– Qué suerte poder conocer a un hombre de tanta fama.
Ingmar Ingmarsson le ofreció una silla a Halvor haciendo tanto ruido al arrastrarla que éste se libró de responder.
A partir del momento en que llegó Halvor, todos los pretendientes se volvieron locuaces y grandilocuentes. Empezaron a respaldarse y a darse coba mutuamente, como si se hubiesen puesto de acuerdo para mantenerse unidos hasta eliminar a Halvor de la partida.
– Qué caballo más magnífico ha traído usted hoy, señor juez -empezó el inspector.
Berger Sven Persson le siguió el juego y alabó a su vez al inspector por un oso que había cazado el pasado invierno. A continuación, ambos felicitaron al hijo del hotelero de Karmsund por las nuevas viviendas edificadas por su padre. Finalmente, los tres se dedicaron a fanfarronear acerca de la fortuna de Berger Sven Persson. La locuacidad de aquellos hombres no tenía fin y con cada palabra le decían a Halvor que, comparado con ellos, era un don nadie. Halvor, sintiéndose en efecto muy insignificante, se arrepintió amargamente de haber ido.
Al poco entró Karin con la cafetera para rellenar las tazas. Cuando descubrió a Halvor su primera reacción fue de alegría, pero después pensó en la mala impresión que causaría que hubiese venido a visitarla a tan pocos días de la defunción del marido. Si mostraba tanta prisa, la gente pensaría que Halvor había descuidado sus atenciones a Eljas a propósito para deshacerse de él y así poder casarse con ella.
Karin habría querido que Halvor esperara dos o tres años antes de ir a verla, ese lapso habría sido suficiente para que la gente comprendiese que la impaciencia no había impulsado a Halvor a causarle ningún mal a Eljas. «¿Por qué tiene tanta prisa? -pensó-. Ya debería saber que nunca tomaré a nadie más que a él por marido.»
Al entrar Karin se hizo un nuevo silencio en la habitación y nadie pensó en otra cosa que en observar cómo se saludaban ella y Halvor. Pero las yemas de sus dedos apenas se rozaron. Al verlo, al juez del distrito se le escapó un agudo silbidito de alegría mientras que el inspector soltó una carcajada. Halvor se giró lentamente hacia él.
– ¿Se puede saber de qué se ríe usted, inspector? -le preguntó impasible.
Así de pronto al inspector no se le ocurrió nada. No quería decir algo hiriente mientras Karin estuviera en la sala.
– Debe de estar pensando en un perro de caza que levanta la liebre pero después deja que otro la mate -contestó con segundas el hijo del hotelero.
Entonces Karin, que iba sirviendo el café con las mejillas como dos tomates, dijo en tono de disculpa:
– El señor Berger Sven Persson y todos ustedes tendrán que conformarse con café solo, puesto que en esta casa ya no se sirven licores.
– No, en mi casa tampoco los servimos -replicó el juez.
El inspector y el hotelero no dijeron nada, pero comprendieron que el juez acababa de anotarse varios puntos. A continuación, el juez dio un discurso sobre la abstinencia de bebidas alcohólicas y sus beneficios. Karin se quedó a escucharle, asintiendo a cada palabra. El juez tenía muy claro que por ahí podía conquistarla y no dudó en explayarse profusamente acerca del aguardiente y el alcoholismo. Karin reconoció sus propias inarticuladas ideas sobre un tema que le había rondado la cabeza durante los últimos años y se alegró de descubrir que un hombre tan poderoso y sensato las compartía con ella.
En mitad de su discurso, el juez dirigió la mirada a Halvor. Éste permanecía sombrío y malhumorado, la taza ante él aún intacta. «Ha de ser muy duro para él -pensó Berger Sven Persson-, sobre todo si es verdad, como cuenta la gente, que ayudó a Eljas en el tránsito, aunque sólo fuese un poquito. Lo cierto es que yo diría que fue una buena obra liberar a Karin de ese personaje deleznable.» Y como el terrateniente y magistrado tenía ya la impresión de que la partida era suya, sintió una súbita benevolencia hacia Halvor. Levantando la taza de café, la alargó y dijo:
– ¡Salud, Halvor! Me consta que fuiste de gran ayuda para Karin al hacerte cargo de ese canalla con el que estaba casada.
Halvor, quieto en su sitio, miró fijamente al juez sin saber cómo tomárselo. El inspector, en cambio, soltó una nueva risotada.
– De gran ayuda, sí -cacareó-, de gran ayuda, realmente.
El hijo del hotelero, torciendo la sonrisa, repitió:
– Sí, eso, de gran ayuda, realmente.
Las risas aún sonaban cuando Karin se escabulló, deslizándose como una sombra por la puerta de la cocina. Luego se paró en el quicio, a una distancia desde la que pudiera escuchar todo lo que se decía en el comedor. Estaba triste y desesperada por la prematura presencia de Halvor. Sin duda, ahora nunca podría casarse con él. Resultaba evidente que para las malas lenguas ya daban que hablar. «No sé cómo voy a poder soportar perderle», pensó apretando el puño contra su corazón.
Al principio sólo se oía un gran silencio en la sala grande, luego oyó que alguien hacía correr la silla y se levantaba.
– ¿Se irá usted tan pronto, Halvor? -preguntó el joven Ingmar.
– Sí -contestó Halvor-, no puedo quedarme más tiempo, tendrás que decirle adiós a Karin Ingmarsdotter de mi parte.
– ¿Por qué no va a la cocina y se despide usted mismo?
– No -replicó la voz de Halvor-, nosotros dos ya no tenemos nada más que decirnos.
A Karin le dio un vuelco el corazón y sus ideas se dispararon a una velocidad inusitada. Halvor estaba resentido con ella y no era de extrañar. Ella apenas se había atrevido a estrecharle la mano, y cuando los otros se burlaron de él en vez de defenderle había callado y luego se había marchado de allí.
¿Qué iba a pensar él si no que ella no le amaba? Por eso ahora se iba para no volver nunca.
Ay, no, cómo había podido tratarle así, ella, que lo quería tanto.
De repente le vino a la cabeza aquello que su padre solía decir acerca de los Ingmarsson, que no debían preocuparse de los hombres, sino seguir los caminos de Dios.
La puerta de la cocina se abrió de golpe dando paso a Karin, que no tardó en plantarse ante Halvor justo cuando éste salía del comedor.
– ¿Ya te vas, Halvor? Creía que te quedarías a cenar.
Halvor la miró de hito en hito. Estaba demudada, ruborosa y sudorosa, y había algo dulce y cariñoso en ella que nunca antes había visto y que le conmovió.
– Pues pienso irme y no volveré jamás -contestó, sin entender lo que ella perseguía.
– Vamos, ven y acábate el café -repuso ella tomándole de la mano y conduciéndole hasta la mesa. Durante el trecho que los separaba de la mesa tuvo tiempo de ponerse roja primero y blanca después, su valor flaqueó una y otra vez; pero se mantuvo firme a pesar de que el escarnio y el desprecio eran lo que más le dolía. «Por lo menos ahora comprenderá que quiero compartir la carga con él», pensó.
– Berger Sven Persson y ustedes también -dijo Karin-, Halvor y yo no hemos podido hablar del asunto ya que acabo de enviudar; pero ahora, creo que es mejor que sepan de una vez por todas que como marido prefiero a Halvor a nadie en el mundo. -Hizo una pausa porque la voz le temblaba-. Que la gente diga lo que le plazca; pero Halvor y yo no hemos hecho nada malo.
Dicho esto, Karin se acercó un poco más a Halvor, como buscando cobijo ante las habladurías que se les vendrían encima.
Los presentes callaron un rato, más que nada por la sorpresa que les causó Karin Ingmarsdotter, quien en aquellos momentos tenía un aspecto juvenil, casi de niña, como no lo tuviera en su vida.
Entonces habló Halvor con voz temblorosa:
– El día que me entregaron el reloj de tu padre pensé que ya nada de lo que me pasara sería igual de importante. Pero esto que acabas de hacer, Karin, lo supera todo.
Sin embargo, ella esperaba con más ansiedad las palabras de los presentes que las de Halvor, la angustia no quería soltarla.
Por fin, Berger Sven Persson, que en muchos aspectos era una excelente persona, se puso en pie.
– En ese caso habrá que darles la enhorabuena a Karin y a Halvor -dijo muy afable-, pues a todos nos consta que el elegido por Karin es un hombre sin tacha y de conducta irreprochable.
Nadie debería extrañarse de que un viejo maestro de escuela rural, tras una larga vida dedicada a proporcionar cultura y conocimientos al prójimo, se vuelva en ocasiones algo pagado de sí mismo; porque no hay día que no le brinde la ocasión de comprobar que sus vecinos viven de lo que él les ha enseñado y que ninguno de ellos sabe nada aparte de lo que él, el maestro de escuela, les transmitió en su día. ¿Es suya la culpa, entonces, si considera a cada uno de los parroquianos, por muy viejos que sean, sus alumnos, y si piensa que él es más sabio que todos los demás? De hecho, a un viejo maestro de éstos hasta puede costarle tratar a la gente como los adultos que son, ya que lo que él sigue viendo en sus rostros son criaturas de mofletes hinchados y sonrisas con hoyuelos; es decir, los niños de ojos asombrados e inocentes que una vez fueron.
Sucedió que un domingo de invierno, poco después de la misa, se encontraban el párroco y el maestro hablando en la pequeña sacristía abovedada cuando su conversación recayó en el Ejército de Salvación.
– Es una invención de lo más excéntrica -dijo el párroco-. Nunca imaginé que llegaría a ver algo semejante.
El maestro miró con severidad al párroco porque le parecía que hablaba indebidamente. Él, un pastor de la iglesia, no estaría insinuando que una locura como ésa pudiera hacer mella en su comunidad.
– La verdad, no creo que llegue a verlo nunca, reverendo -dijo, poniendo énfasis en cada palabra.
Por lo general, el párroco, muy consciente de ser un hombre débil y derrotado, dejaba que el maestro gobernara a sus anchas; lo cual no era óbice, sin embargo, para que de vez en cuando no le picara.
– ¿Cómo puede estar usted tan seguro de librarse del Ejército de Salvación? -le espetó.
– Pues -replicó Storm-, mientras el pastor y el maestro se mantengan unidos no habrá sitio para tales aberraciones.
– Precisamente, a mí no me consta que usted esté conmigo -dijo el párroco-. ¿Acaso no lee usted sus sermones por su cuenta en esa Sión [12] que se ha construido en las afueras?
A esto, el maestro empezó callando pero luego se decidió por responder despacio:
– Reverendo, usted nunca ha venido a escuchar uno de mis sermones.
El nuevo templo era una verdadera piedra de escándalo entre ellos. El pastor nunca había traspuesto el umbral de la sala. Al salir a relucir ahora, ambos amigos temieron haber dicho algo que hiriera al otro. «Sin duda soy injusto con Storm -pensó el pastor-. Durante estos cuatro años en que ha estado enseñando la Biblia en su templo los domingos por la tarde, ha venido más gente que nunca a la misa de los domingos por la mañana, y tampoco se puede decir que yo haya visto ni rastro de un cisma. No, él no ha sembrado la discordia en la comunidad como yo temía. Es un amigo fiel y un servidor leal. Voy a intentar darle una muestra de mi aprecio.»
La pequeña disputa que tuvieron esa mañana tuvo como consecuencia que por la tarde el pastor fuera a escuchar la charla de Storm. «Le daré a Storm una buena alegría -pensó-. Iré a escuchar uno de los sermones que pronuncia en su lejana Sión.»
Durante la caminata el párroco se acordó de la época en que se construyó el templo. ¡Cuántos augurios había en el aire y con cuánta convicción había creído él que Dios pergeñaba algo mayúsculo! Pero todo quedó en nada. «Nuestro Señor seguramente cambió de parecer», pensó el pastor, riéndose en silencio de sí mismo a causa de las extrañas ideas que se le ocurrían respecto a Nuestro Señor.
La Sión del maestro era una sala amplia de paredes luminosas. Unos grabados de madera con los retratos de Lutero y Melanchton tocados con capas orladas de pieles colgaban de la pared lateral. Escritos en hermosos caracteres, unos versículos de la Biblia recorrían todo el friso alto dentro de un marco de flores, trompetas y trombones celestiales. Sobre el estrado que dominaba la sala colgaba un pequeño óleo representando al Buen Pastor.
La enorme y austera sala estaba repleta de gente y eso bastaba para crear una atmósfera de festiva solemnidad. La mayoría lucían sus magníficos trajes regionales, y las inmaculadas pañoletas de las mujeres, cuyos ángulos almidonados se extendían como alas, producían la ilusión de que unas grandes aves de plumas blancas habían invadido la sala.
Storm ya había comenzado su charla cuando vio entrar al pastor y tomar asiento en la primera fila. «Qué hombre más notable este Storm -se dijo el párroco-. En todo triunfa. Hasta el ministro de la Iglesia ha acabado por hacerle el honor de venir a escucharle.»
Desde que el maestro comenzara con sus charlas, había explicado la Biblia desde la primera página hasta la última. Aquella tarde su sermón versaba sobre la Jerusalén celestial según se describe en el Apocalipsis y sobre la beatitud eterna. Y era tal la alegría que le embargaba por ver allí al párroco que se dijo: «Si de mí dependiera no pediría nada mejor en la vida eterna que una cátedra desde la cual adoctrinar a niños aplicados y obedientes. Y si Nuestro Señor viniese a escucharme alguna vez, como el pastor ha hecho hoy, no habría nadie en el cielo más feliz que yo.»
Por su parte, el pastor, al oír hablar de Jerusalén, aguzó el oído sacudido de nuevo por extraños presagios.
En mitad de la charla se abrieron las puertas dando paso a un nutrido grupo de gente. Eran unas veinte personas que se quedaron en la entrada para no molestar. «¡Ea! -pensó el pastor-, ya decía yo que iba a pasar algo.»
Storm concluyó y nada más decir amén se alzó una voz entre el grupo de la entrada:
– Me gustaría que diera usted su permiso para decir unas palabras.
La voz era de lo más suave y amable. «Tiene que ser Hök Matts Eriksson, el Gavilán [13] -pensó el párroco y muchos otros con él-; en toda la comarca no hay otro que tenga una voz tan dulce de niño como él.»
Al instante, un hombrecito de poca estatura y aspecto bondadoso se abrió paso hasta el estrado, seguido por un séquito de hombres y mujeres que parecían respaldarle y darle ánimos.
El párroco, el maestro y la congregación entera se quedaron pasmados. «Hök viene a contarnos una gran desgracia -pensaban-. O bien ha muerto el rey o hemos entrado en guerra, o bien algunos infelices se han ahogado al cruzar el río.»
Sin embargo, Hök Matts no tenía el aspecto de querer anunciar malas nuevas. Se le veía emocionado y solemne, pero animado por una alegría que le obligaba a sonreír.
– Quería comunicarles al señor maestro y a todos los feligreses -dijo- que el pasado domingo el Espíritu Santo se posó sobre mí y comencé a predicar. Resulta que por culpa del hielo estábamos en casa incomunicados sin poder bajar al pueblo a escuchar al maestro Storm y nosotros anhelábamos la palabra de Dios, así que entonces me fue revelado que yo mismo podía decirla. Ahora llevo, dos domingos predicando y la gente de mi familia y mis vecinos me han animado a venir aquí para que todo el pueblo me escuche. -Hök Matts añadió que se sorprendía de que el don de la palabra hubiese recaído en un hombre tan humilde como él-. Pero tampoco el maestro es nada más que un campesino -finalizó su introducción con plena confianza.
Tras este preludio, cruzó las manos con la intención de iniciar su discurso. Pero a estas alturas el maestro se había recobrado de la sorpresa.
– ¿No pretenderá usted ponerse a hablar aquí y ahora? -le soltó.
– Bueno pues, la verdad es que sí -respondió Hök Matts, asustándose como un chiquillo al observar la sombría expresión de Storm-. Primero quería pedirle permiso a usted y a todos los demás, claro -añadió humildemente.
– Aquí ya hemos acabado por hoy -dijo Storm tajante.
El bondadoso hombrecillo empezó a implorar con voz llorosa.
– Si tan sólo pudiera decir unas palabras… Son cosas que me han sido reveladas mientras andaba tras el arado o vigilaba las brasas en la carbonera, y que ahora quieren salir a la luz.
Pero el maestro, que había disfrutado de un día glorioso, fue implacable:
– Matts Eriksson se presenta aquí con sus propias elucubraciones y pretende que sean palabras de Dios -ironizó amenazante.
Hök Matts no se atrevió a replicarle y el maestro abrió el cancionero.
– Ahora entonaremos el cántico número 187 -ordenó. Leyó el texto en voz alta y después empezó a cantar-: «¿Guardas tu ventana abierta hacia Jerusalén?» -Mientras lo hacía pensó: «Me alegro de que el pastor viniera justamente esta tarde, así verá que sé mantener el orden en mi Sión.»
Pero apenas terminado el cántico, uno de los asistentes se levantó. Era Ljung Björn Olofsson, un hombre arrogante y gallardo, casado con una de las hijas de los Ingmarsson y dueño de una gran casa en medio del pueblo.
– Por aquí hay unos cuantos que opinamos que el señor maestro tal vez debiera habernos consultado antes de despedir a Matts Eriksson -dijo con tono obsequioso.
– Conque ésa es tu opinión, ¿eh, hijo? -respondió el maestro en el mismo tono con que se habría dirigido a un mocoso-. Pues para que lo sepas, en esta sala no habla nadie más que yo.
Ljung Björn se puso rojo como la sangre; no había pretendido provocar a Storm, sólo amortiguar el golpe contra Hök Matts, que era un buen hombre. Pero ahora no podía evitar sentirse ofendido por la respuesta. Antes de decidir su reacción, sin embargo, uno de los que acompañaban a Hök Matts dijo:
– Yo he oído hablar a Hök Matts dos veces y tengo que decir que es asombroso. Creo que a todos los presentes os convendría escucharle.
El maestro usó el mismo acento amable pero autoritario con que reprendería a un rapaz en la escuela:
– Mi buen Krister Larsson, tienes que entender que eso es completamente imposible. Si dejo que Hök Matts hable hoy, el próximo domingo querrás predicar tú, y el siguiente será Ljung Björn quien me lo pida.
Se oyeron varias risas, pero Ljung Björn las interrumpió con voz alta y dura:
– No veo por qué Krister y yo habríamos de ser menos que usted, maestro.
Tims Halvor, previendo una pelea, se levantó para calmar los ánimos.
– Todos los que han puesto dinero para construir esta sala deberían ser consultados antes de aceptar a un nuevo predicador.
Sin embargo, a estas alturas también Krister Larsson estaba furioso, y enseguida replicó:
– Recuerdo que cuando construimos esta casa acordamos que sería una sala de culto cristiano libre y no una iglesia en la que sólo una persona tiene derecho a predicar el Evangelio.
Pronunciadas estas palabras, fue como si todos los presentes hubieran tocado fondo. Hasta hacía sólo una hora a nadie se le habría ocurrido pensar en que les gustaría escuchar a otro predicador que el maestro; sin embargo, ahora se decían: «Sería divertido cambiar, me gustaría escuchar otras palabras y ver caras nuevas ahí en el estrado.»
Sin embargo, tal vez la disputa no habría ido a más de no ser por Kolås Gunnar. Éste era otro de los cuñados de Tims Halvor, un hombre alto y flaco, de complexión morena y mirada afilada. Apreciaba al maestro tanto como los demás, pero aún apreciaba más una buena pelea.
– Sí, se habló mucho de la libertad cuando edificamos esta sala, pero desde que quedó lista no he oído ni una sola cosa que tenga que ver con la libertad.
El maestro se ruborizó hasta las orejas. Ésta era la primera manifestación cargada de verdadera malicia e insolencia.
– Te diré algo, Kolås Gunnar -replicó-: aquí has oído predicar libertad de la buena, de la que Lutero predicaba; no queremos malgastar la libertad predicando verdades que son flor de un día.
– El maestro quiere hacernos creer que, cuando se trata de la «doctrina», todo lo nuevo es malo -repuso el hombre, más calmado y como arrepentido-. Le parece bien que sigamos nuevos métodos para criar ganado y quiere que compremos maquinaria moderna para arar la tierra; pero de las nuevas herramientas que surgen para labrar las viñas del Señor no quiere que sepamos nada.
El maestro empezaba a creer que la intervención de Kolås Gunnar no había sido tan malintencionada como le pareció en un principio.
– ¿No pretenderás -preguntó como en broma- que aquí se predique otra doctrina que la luterana?
– No se trata de una nueva doctrina -espetó Gunnar, mordaz-, sino de quién tiene derecho a predicar, y que yo sepa, Matts Eriksson es tan buen luterano como usted, maestro, o como el señor párroco.
El maestro, que se había olvidado del párroco unos momentos, bajó la vista hasta éste, que permanecía sentado e inmóvil, con la barbilla apoyada en el puño del bastón y un brillo extraño en la mirada. Storm se dio cuenta de que sus ojos estaban clavados en él y que no se los quitaba de encima ni un segundo. «Después de todo, tal vez hubiera sido preferible que el párroco no hubiera venido esta tarde», pensó.
Le pareció que esto que le sucedía era similar a algo que ya había vivido otras veces en el aula. Podía ocurrir que un magnífico día de primavera viniera un simple gorrioncillo a posarse en el alféizar de la ventana y empezara a trinar alegremente. De pronto, todos los alumnos pedían permiso para ausentarse, dejaban de estudiar, se peleaban y armaban jaleo, y se volvían prácticamente ingobernables. Algo semejante era lo que había pasado esta tarde tras la aparición de Hök Matts. Pero al maestro no le cabía duda de que iba a demostrarles al párroco y a los demás que contra él no valían los motines. «De entrada les dejaré hacer, hasta que los agitadores se cansen de arengar», pensó, y fue a sentarse tranquilamente en una silla situada tras la mesa, donde había un vaso de agua.
Su gesto desató una instantánea y terrible borrasca dirigida contra él, ya que ahora a cada cual le asaltaba la siguiente idea: «Si el maestro no es mejor que nosotros, ¿por qué hemos de aceptar que sólo él nos diga en qué debemos y en qué no debemos creer?» [14] Este razonamiento era nuevo para la mayoría, pero aun así, se hacía obvio al escucharles que había germinado y crecido en su interior a partir del momento en que el maestro construyera el templo, pues con ello quedaba demostrado que un hombre sencillo y humilde era capaz de exponer la palabra de Dios.
Al cabo de un rato el maestro pensó: «Bueno, supongo que estos jóvenes ya se habrán desahogado. Ha llegado la hora de enseñarles quién lleva el timón de este barco.»
Storm se puso en pie, descargó un manotazo contra la mesa y gritó:
– ¡Se acabó! Basta de cháchara. Quiero irme a mi casa y vosotros os vais a ir a la vuestra para que yo pueda apagar y cerrar la sala.
Algunos se levantaron ya que, como antiguos alumnos del maestro, sabían que cuando éste golpeaba la mesa más valía obedecer; sin embargo, la inmensa mayoría permaneció en su sitio. «El maestro olvida que nos hemos hecho mayores -pensaron-. Cree que saldremos corriendo sólo porque le dé de puñetazos a la cátedra.»
Los presentes continuaron proclamando que querían escuchar nuevos predicadores, pero dudaban sobre a quiénes invitar. Hasta se establecieron dos bandos, los que querían a la gente de Waldenström [15] y los que preferían traer a los de la Fundación Patriótica Evangélica.
El maestro miraba a la congregación completamente atónito, como si fuera testigo de algo abominable. Hasta ese momento sólo había visto al niño que se ocultaba en cada rostro. Pero ahora, de los mofletes de piel delicada, de los dorados rizos y la mirada angelical de los niños de antaño no quedaba nada. El maestro sólo vio un grupo de adultos de facciones ásperas y graves, y sintió que sobre ellos no tenía ningún poder. Ni siquiera sabía cómo dirigirse a ellos.
La discusión arreció y el bullicio aumentaba por momentos. El maestro guardó silencio, impasible ante la borrasca. Kolås Gunnar, Ljung Björn y Krister Larsson iban a la cabeza del ataque. Hök Matts, causante inicial de todo aquel barullo, se levantó repetidas veces pidiéndoles que se callaran, pero nadie le hizo caso.
El maestro volvió a bajar la vista hacia el párroco, quien seguía igual de inmóvil, observándole con el mismo brillo en los ojos. «Seguro que se está acordando de aquella noche hace cuatro años, cuando le comuniqué que quería construir esta sala -pensó Storm-. Al final tenía razón, todo aquello que más temíamos está ya aquí: la herejía, la insubordinación y el cisma, y lo peor es que tal vez nada de esto hubiera llegado si no fuera por mi empeño en construir este templo mío de Sión.»
Nada más formular este pensamiento, alzó la cabeza y se irguió. Del bolsillo de su chaqueta sacó una pequeña llave de acero brillante con la cual abría y cerraba la puerta de la sala. Colocó la llave en dirección a la luz y sus destellos se divisaron desde todo el recinto.
– Ahora mismo voy a depositar esta llave sobre la mesa -anunció-, y nunca más volveré a cogerla. Pues todo aquello que yo quería ahuyentar con esta llave, se ha infiltrado en nuestra comunidad por culpa de ella.
Dicho lo cual, dejó la llave, tomó su sombrero y se dirigió hacia donde estaba sentado el párroco.
– Quiero darle las gracias por haber venido a escucharme esta tarde -le dijo-, ya que de no haber venido esta tarde, no habría podido escucharme nunca.
Según la opinión de muchos, Eljas Elof Ersson no debería haber encontrado reposo en su tumba por lo odiosa que había sido su conducta para con Karin Ingmarsdotter y el joven Ingmar Ingmarsson.
Elof no sólo había provocado la ruina propia y la de Karin, sino que lo había hecho a propósito, de modo que Karin tuvo muchas dificultades tras su muerte, la propiedad estaba tan endeudada que de no ser porque Halvor Halvorsson era muy rico y pudo comprar la finca y pagar las deudas, Karin habría tenido que entregarla a los acreedores.
Las veinte mil coronas que le correspondían a Ingmar Ingmarsson y que Eljas tenía el deber de administrar, se habían esfumado y no quedaba ni rastro. Algunos creían que Eljas había enterrado el dinero, otros que lo había regalado a alguien, lo cierto es que no salía por ninguna parte. De todo esto nadie supo nada hasta que se redactó la escritura del inventario de bienes del difunto. El albacea estuvo buscando el dinero de Eljas durante varios días pero no lo encontró.
Cuando le comunicaron a Ingmar que era pobre, quiso que Karin le aconsejara acerca de su futuro. Ingmar dijo que a él le gustaría estudiar para maestro. Le pidió que le dejara continuar viviendo con la familia Storm hasta que tuviera edad para ingresar en la Escuela Normal. Allá en el pueblo tenía acceso a los libros del maestro y del párroco, y además, Storm dejaba que Ingmar le asistiera ayudando a los niños de la escuela, lo cual era una buena manera de practicar el oficio.
Karin sopesó la propuesta detenidamente y al final dijo: «Entiendo que no quieras continuar viviendo en casa, ahora que no podrás ser el amo de la finca.»
Cuando Gertrud, la hija del maestro, se enteró de que Ingmar regresaba puso mala cara. Cayó en la cuenta de que, si habían de tener un chico viviendo con ellos, habría preferido que fuera Bertil, el hijo del juez del distrito, que era muy guapo, o si no Gabriel, un chico muy alegre que era hijo de Hök Matts Eriksson.
A Gertrud tanto Gabriel como Bertil le gustaban mucho; en cambio, no se aclaraba respecto a sus sentimientos hacia Ingmar. Sentía aprecio por él porque la ayudaba con sus tareas escolares y la obedecía como un esclavo; pero a menudo la exasperaba porque era torpe y flojo y porque no sabía jugar. Por una parte, lo admiraba porque era aplicado y aprendía con facilidad; pero, por la otra, lo despreciaba porque nunca se hacía valer.
Gertrud siempre tenía la cabeza llena de fantasías y sueños que le confiaba a Ingmar. Si él se iba un par de días, ella se sentía inquieta y sola, sin nadie con quien hablar. Pero luego, cuando él volvía, le parecía del todo incomprensible que le hubiera estado añorando.
La muchacha nunca tenía en cuenta que Ingmar fuera rico y perteneciera a la mejor familia del pueblo, antes bien, lo trataba como si fuera un poco inferior. Sin embargo, cuando se enteró de que había perdido toda su fortuna se echó a llorar, y cuando más tarde él le explicó que no pensaba recuperar la finca, sino que quería hacerse maestro, ella se enfadó tanto que apenas pudo controlarse.
¡A saber todo lo que ella habría soñado para él!
La educación que recibían los chicos en casa del maestro era muy estricta. Se les obligaba a perseverar en sus tareas y rara era la vez en que se les permitía una distracción. Pero esa primavera, al dejar Storm de dar sus sermones en el templo, las cosas cambiaron. De vez en cuando, la señora Stina le decía a su marido: «Mira, Storm, ha llegado el momento de dejar que la juventud se divierta. ¡Recuerda cómo éramos tú y yo a los diecisiete años! A su edad nos pasábamos muchas noches bailando desde que se ponía el sol hasta que salía.»
Un sábado por la tarde, cuando el joven Hök Gabriel Mattsson y Gunhild, la hija del concejal, vinieron de visita, hasta hubo baile en la escuela. Gertrud estaba loca de alegría por poder bailar; en cambio, Ingmar no quiso formar parte del grupo. Agarró un libro y fue a sentarse en el banco situado bajo la ventana. Gertrud no hacía más que acercársele una y otra vez para arrancarle de la lectura, pero él, enfurruñado y tímido, se resistía. La señora Stina suspiró al verle. «Se nota que pertenece a una familia con mucha solera -pensó-. Dicen que la gente así nunca es joven del todo.»
Los tres que bailaron se lo pasaron tan bien que decidieron ir a un baile el sábado siguiente. Al final, le preguntaron al matrimonio Storm qué opinión les merecía la idea.
– Bueno, si vais a bailar en casa de Stark Ingmar os doy mi permiso -dijo la señora Stina-. Me consta que allí sólo va gente decente que conocemos todos.
Storm puso otra condición:
– ¿Cómo voy a dejar que Gertrud vaya a bailar sin que Ingmar la acompañe y cuide de ella?
Los tres acudieron a Ingmar, pero él, manteniendo la vista clavada en el libro y sin dejar de leer, les dio su no más rotundo. «No vale la pena insistir», dijo entonces Gertrud en un tono tan inusual que Ingmar se vio obligado a alzar la vista y mirarla. Era tremendo lo guapa que estaba Gertrud después de bailar. En cambio, al darse ella la vuelta y apartarse, él vio que sus ojos echaban chispas y que en su sonrisa sólo había desdén. Se veía a las claras cuánto le despreciaba, a él, sentado en un rincón, huraño y feo, que no sabía nada de lo que era ser joven. Ingmar no tuvo más remedio que desdecirse y decir que sí.
Una tarde, al cabo de unos días, Gertrud y su madre estaban sentadas en la cocina trabajando. Gertrud no tardó en captar la repentina inquietud de su madre, quien había detenido la rueca y aguzaba el oído entre cada palabra que pronunciaba.
– No sé qué pasa -dijo-. ¿Tú no oyes nada, Gertrud?
– Sí -respondió ésta-, hay alguien arriba en el aula.
– ¿Quién puede ser a estas horas? ¿Oyes las pisadas y cómo cruje el suelo de una esquina a la otra?
Se oían crujidos y chirridos y golpes y carreras en el aula vacía. Tanto Gertrud como la señora Stina se horrorizaron.
– Tiene que haber alguien arriba -dijo Gertrud.
– No puede haber nadie allí arriba, y para que te enteres, esto pasa cada noche desde que estuvisteis bailando.
Gertrud comprendió entonces que su madre creía que desde aquella noche del baile la casa estaba embrujada. Y si su madre se empeñaba en esa creencia, ¡adiós bailes!
– Ahora mismo subo y veo qué es -se ofreció, pero la señora Stina la sujetó por la falda.
– No te dejaré ir.
– ¡Sí, madre, es mejor averiguar lo que es!
– En ese caso iremos las dos juntas.
Subieron muy sigilosamente la escalera. No se atrevieron a abrir la puerta, y la señora Stina se agachó para mirar por la cerradura.
Entonces se quedó allí como absorta, y al cabo de unos momentos incluso dio la impresión de estar riendo.
– ¿Qué pasa, madre? -preguntó Gertrud.
– Míralo tú misma, pero no hagas ruido.
Gertrud se agachó y miró por el orificio. Los bancos y pupitres que normalmente ocupaban toda el aula habían sido arrinconados, en el aire flotaba una espesa nube de polvo, y en medio de esa nube volaba Ingmar Ingmarsson de un lado a otro con una silla en los brazos.
– ¿Se ha vuelto loco? -exclamó Gertrud.
– Silencio -dijo su madre, y se la llevó escaleras abajo-. Debe de estar aprendiendo a bailar. Quiere aprender para poder ir al baile -le explicó sonriendo.
Una vez abajo, la madre se echó a reír a carcajadas.
– Menudo susto me ha dado -jadeó-. Por suerte también él sabe ser joven, gracias a Dios. -Y una vez pasado el acceso de risa-: De todo esto ni una palabra a nadie, ¿me oyes, Gertrud?
En ésas llegó el sábado y al anochecer los cuatro jóvenes se encontraban en la entrada de la escuela listos para salir. La señora Stina pasaba revista; estaban hermosos y radiantes. Los chicos llevaban pantalones de gamuza amarillo claro y chalecos verdes de sayal con mangas cortas rojas. Gertrud y Gunhild llevaban blusas blancas de amplia manga almidonada y grandes pañoletas floreadas que les bajaban por los hombros hasta la cintura, las faldas eran a rayas con una orla roja y los delantales amplios y con el mismo diseño de rosas que las pañoletas.
Al principio caminaron en silencio bajo la hermosa noche primaveral. Gertrud, recordando sus esfuerzos para aprender a bailar, echaba miradas furtivas a Ingmar. Luego no supo por qué, si era la imagen de Ingmar bailando, o si el hecho de que fueran a un lugar de recreo, pero sus ideas se volvieron ingrávidas y maravillosas y se las ingenió para retrasarse un poco y poder soñar a solas. Compuso entonces un breve relato sobre el posible origen de las hojas de aquel bosque de caducifolias.
Imaginó que seguramente los árboles caducifolios, que habían dormido un sueño apacible durante todo el invierno, de repente comenzaban a soñar. Su sueño consistía en que era pleno verano. Veían prados cubiertos de trigo y hierba mecida por el viento, rosales deslumbrantes con sus capullos recién abiertos, las hojas planas de los nenúfares flotando en ríos y pantanos, el té de Suecia que trepaba revistiendo las piedras, y el suelo del bosque salpicado de solitarias estrellas blancas. [16] Y en medio de toda esta naturaleza revestida y recubierta, se vieron a sí mismos y, como tan a menudo ocurre en los sueños, se avergonzaron de su desnudez.
Los árboles, desconcertados, creyeron que eran objeto de todas las burlas. Que el zumbido de los abejorros les escarnecía, que el graznido de las urracas eran carcajadas, y que el resto de las aves trinaban difamándolos. «¿De dónde sacaremos algo para taparnos?», se preguntaban los pobres árboles desesperados. Pero en sus ramas no crecía una sola hoja y su angustia era tal que al final se despertaron. Adormilados, miraron alrededor pensando: «¡Gracias a Dios sólo era un sueño! Está claro que aquí no es verano. Qué suerte que no nos hayamos retrasado.»
Pero al fijarse más atentamente se dieron cuenta de que los lagos eran navegables, que las anémonas y la hierba surgían ya de la tierra, y que la savia corría espesa y vibrante bajo su propia corteza. «Quizá no sea verano pero ha llegado la primavera -dijeron entonces-, menos mal que nos han despertado. Ya hemos dormido bastante por este año, es hora de ponerse las vestiduras.» De este modo, los abedules hicieron despuntar sus hojitas amarillas y resinosas, mientras los arces sólo florecieron en verde, de momento. Las hojas de los alisos brotaron tan prematuras y arrugadas que parecían abortos; en cambio, las hojas de los sauces salieron de sus capullos lisas y bien formadas desde el principio.
Gertrud iba sonriendo mientras imaginaba todo esto y lo único que la molestaba era no estar a solas con Ingmar para poder contárselo.
El trayecto hasta el predio de los Ingmarsson era largo, les quedaba más de una hora de camino. Seguían la margen del río y Gertrud se mantuvo siempre a la zaga. Ahora su imaginación jugaba con el resplandor rojizo del ocaso, el cual llameaba ora sobre el agua, ora sobre la orilla. El arrebol teñía el gris de los arbustos de aliso y el verde claro de los abedules, haciéndolos arder en rojo unos segundos antes de devolverles su color natural.
Súbitamente, Ingmar se paró dejando una frase a medias y abrió la boca sin pronunciar una palabra.
– ¿Qué pasa? -preguntó Gunhild.
Ingmar miraba al frente completamente lívido. Los otros no vieron otra cosa que una amplia planicie rodeada de colinas. En medio de la planicie se alzaba una magnífica casa de labor. En ese mismo instante la luz roja del crepúsculo cayó sobre la antigua casona, todas sus ventanas destellaron y las viejas paredes y tejados resplandecieron con una luz rosada.
Gertrud avanzó deprisa, echó una mirada rápida hacia Ingmar y se llevó a los otros aparte.
– No hay que hacerle preguntas -les susurró-. Eso de ahí es Ingmarsgården, a él le da mucha pena verlo. Hace dos años que no va, desde el día en que se enteró de que era pobre.
El camino que tenían que seguir atravesaba la planicie, pasando de largo el predio de los Ingmarsson hasta llegar a la cabaña de Stark Ingmar, situada en el lindero del bosque.
Al poco rato Ingmar alcanzó a los otros y les gritó:
– Es mejor ir por aquí.
Y les condujo por un sendero que serpenteaba siguiendo el lindero del bosque y conducía hasta la cabaña sin tocar la finca.
– Tú, Ingmar, debes conocer bien a Stark Ingmar, ¿no? -le preguntó Hök Gabriel Mattsson.
– Sí, antes éramos muy buenos amigos.
– ¿Sabes si es verdad que hace magia? -le preguntó Gunhild, la hija del concejal.
– Qué va -respondió Ingmar, pero lo dijo pensativo, como si sólo lo creyera a medias.
– Cuéntanos lo que sepas -pidió Gunhild.
– El maestro ha dicho que no hay que creer en esas cosas.
– El maestro no puede prohibirle a nadie que vea lo que ve ni que crea en lo que cree.
A Ingmar le entraron ganas de hablar de su hogar. Al ver la antigua casa de labor, multitud de recuerdos de su infancia se agolparon en su mente.
– Si queréis os contaré una cosa que yo mismo he vivido -dijo, y empezó-: Un invierno, mi padre y Stark Ingmar estuvieron construyendo carboneras en lo más profundo del bosque. Al acercarse la Navidad, Stark Ingmar se ofreció a quedarse sólo cuidando las carboneras para que mi padre pudiese celebrar las fiestas en casa. Así se acordó y el día de Nochebuena mi madre me envió al bosque con comida para Stark Ingmar.
»Salí temprano y llegué a las carboneras al mediodía. Llegué justo cuando mi padre y Stark Ingmar acababan de derribar una pira. Las ascuas estaban esparcidas por el suelo para que se enfriaran. Salía humo del montón de carbón, y allí donde los carbones se tocaban prendía el fuego, cosa que había que evitar. Ésa era la parte más arriesgada del proceso. Por eso mi padre dijo: "Me temo que tendrás que volverte a casa sin mí, hijo. No puedo dejar a Stark Ingmar solo con todo esto." Stark Ingmar se paseaba al otro lado del montón de ascuas humeantes. "Ya lo creo que puede usted irse, don Ingmar, he podido con cosas mucho peores", dijo.
»Al cabo de un rato las ascuas humeaban menos. "Voy a ver qué me envía doña Brita para comer", dijo Stark Ingmar quitándome el hato de las manos. "Ven que verás qué casita más bonita tenemos tu padre y yo", dijo, y me enseñó la choza donde vivían él y mi padre. La pared lateral era una roca grande, pero el resto de las paredes eran de ramas de abeto y palos de endrino. "No te pongas así, muchacho", se rió Stark Ingmar. "¿Acaso creías que tu padre tenía un castillo reservado para estas ocasiones? Mira qué paredes. ¿Has visto cómo aíslan del frío y las ventiscas?", dijo atravesando las ramas de un puñetazo.
»Mi padre venía detrás de nosotros riéndose. Los dos estaban embadurnados de hollín y desprendían un olor agrio a humo; pero nunca había visto a mi padre tan contento y bromista. Ni el uno ni el otro cabían de pie en la choza y ahí sólo había un par de lechos de ramas y unas piedras donde ardía una hoguera; pero los dos estaban radiantes de felicidad. Se sentaron juntos sobre uno de los lechos y abrieron el hato con los víveres. "No sé si me sobrará algo", le dijo Stark Ingmar a mi padre, "esto es mi comida de Navidad". "Como estamos en Nochebuena tendrás que ser compasivo", contestó mi padre. "Es verdad, no voy a dejar que un pobre carbonero se muera de hambre en Nochebuena", respondió Stark Ingmar.
»Y así todo el rato, no paraban de bromear; yo había traído también un poco de aguardiente y me asombró ver que un trago y un poco de comida pudiese hacer tan feliz a la gente. "Dile a tu madre", me dijo Stark Ingmar, "que tu padre se ha zampado toda mi comida. Mañana necesitaré más". "Doy fe de que es verdad", respondí yo.
»En ese momento me sobresalté porque de pronto las llamas crepitaron en la hoguera; más bien sonó como si alguien les hubiese lanzado guijarros. Padre no se dio cuenta pero Stark Ingmar dijo: "Vaya, vaya, conque ésas tenemos." Pero continuó comiendo. Entonces el fuego crepitó de nuevo, esta vez más fuerte. Yo no vi nada pero sonó como si hubiesen tirado un puñado de guijarros a las llamas. "Vaya, vaya, ¿tanta prisa hay?", dijo Stark Ingmar y salió. "Debe de ser que las ascuas se han encendido, pero que nadie se mueva, don Ingmar, ya me las apañaré solo." Mi padre y yo permanecimos callados, a ninguno de los dos nos apetecía decir nada.
»Luego Stark Ingmar volvió a entrar y se reanudó la broma. "Creo que hace años que no pasaba una Navidad tan animada", dijo. Justo cuando lo decía volvimos a oír el crepitar del fuego. "Vaya, hombre, ¿otra vez?", se quejó. Salió y resultó que las ascuas habían prendido de nuevo. Cuando regresó, mi padre le dijo: "Ahora veo que con la ayuda que tienes puedes vigilar las carboneras perfectamente sin mí." "Sí, váyase tranquilo a celebrar las fiestas en casa, don Ingmar, que aquí ya tengo yo quien me ayude." Así que mi padre y yo nos volvimos a casa y todo fue bien, y nunca, ni antes ni después de ese día, se le ha incendiado una carbonera a Stark Ingmar.
Gunhild le dio las gracias a Ingmar por el relato; en cambio, Gertrud guardó silencio, como si se hubiese asustado. Había oscurecido un poco. Todo lo que hasta hacía unos momentos había sido anaranjado era ahora gris o azul, y sólo del bosque llegaba todavía el destello de alguna hoja tierna que al resplandor del crepúsculo brillaba en rojo como la pupila de un trol. [17]
Nunca antes había escuchado Gertrud hablar a Ingmar tanto tiempo y de forma tan detallada, y lo cierto es que la impresionó. No pudo evitar fijarse en que él ahora caminaba con la cabeza más alta y que sus pisadas eran más decididas. «Desde que hemos entrado en su territorio está como transformado», pensó. Y no supo por qué esa idea la inquietaba, por qué incluso le desagradaba. Sin embargo, se repuso y, burlona, le preguntó a Ingmar si pensaba bailar.
Por fin llegaron a una cabaña de madera gris. Dentro las luces estaban encendidas, los estrechos ventanucos apenas filtraban la luz del día. Les recibió el sonido de un violín y el trotar de pies de la danza; aun así, las chicas dudaron.
– ¿Seguro que es aquí? ¿Se puede bailar ahí dentro?
Se diría que en aquella cabaña no había sitio ni para una sola pareja.
– ¡Venga! -dijo Gabriel-. ¡Entrad! La cabaña no es tan pequeña como parece.
La puerta estaba abierta y alrededor de la entrada se veían jóvenes acalorados que tomaban el fresco entre baile y baile. Las mozas se abanicaban con sus cofias blancas, los mozos se quitaban las cortas chaquetillas de lana negra para seguir bailando sólo con sus chalecos de tela roja y verde.
Los recién llegados se abrieron paso entre la gente apiñada en la entrada y se metieron dentro de la cabaña. Al primero que vieron fue a Stark Ingmar. Era un hombre canijo pero corpulento, de cabeza voluminosa y barba larga. «Seguro que es descendiente de gnomos y trols», pensó Gertrud. El viejo tocaba en el hueco de la chimenea, probablemente para no estorbar a las parejas que bailaban.
La cabaña, más espaciosa de lo que habían creído, era humilde y estaba descuidada, los maderos desnudos que cubrían las paredes estaban carcomidos y las vigas del techo negras de hollín. No había cortinas en las ventanas ni un mantel sobre la mesa. Se notaba que Stark Ingmar era un hombre solitario. Sus hijos habían emigrado a América dejándole solo. El único placer que distraía al viejo en su soledad era atraer a la juventud con las notas de su violín los sábados por la noche.
El interior de la cabaña estaba en penumbra y el calor era sofocante, las parejas giraban en círculos muy cerca unas de otras. En un primer momento, a Gertrud se le cortó la respiración y deseó salir corriendo; pero después se detuvo ante la imposibilidad de atravesar la barrera humana.
Cuando Ingmar Ingmarsson cruzó el umbral, Stark Ingmar, que tocaba normalmente con un compás marcado y seguro, desafinó con el arco de modo que todas las cuerdas rechinaron y las parejas interrumpieron el baile.
– No, no -les pidió-, ¡seguid bailando, no pasa nada!
Ingmar rodeó el talle de Gertrud para sacarla a la pista y ella, por supuesto, se sorprendió mucho de que él quisiese bailar. Sin embargo, no pudieron hacerlo porque las parejas bailaban tan apretadas que, si no te habías introducido en el corro desde el principio, no tenías posibilidad de sumarte al baile.
El viejo Stark Ingmar interrumpió entonces la música nuevamente y, dando unos toques con el arco contra la repisa de la chimenea, dijo lleno de autoridad:
– ¡Cuando se baila en mi casa hay que hacerle sitio al hijo de don Ingmar!
Todo el mundo se giró para mirar a Ingmar, quien sintió vergüenza y se quedó clavado. Gertrud tuvo que darle un tirón y arrastrarlo a la pista.
Terminada la pieza, el aparcero se les acercó para saludarles. Cuando Ingmar le estrechó la mano el viejo fingió asustarse y la soltó de inmediato.
– Ay, perdona -dijo-, cuidado con esas manos tan finas de maestro. Un bruto como yo te las podría estrujar fácilmente.
Luego llevó a Ingmar y a sus acompañantes hasta la mesa y echó a unas abuelas que estaban allí sentadas disfrutando del baile. Después sacó pan, mantequilla y cerveza de un armario.
– Nunca invito a nada -les dijo-, los demás tienen de sobra con el baile y la música; pero por una vez que viene Ingmar Ingmarsson a mi casa, no le faltará algo que llevarse a la boca.
Mientras los jóvenes comían acercó un taburete pequeño de tres patas y se sentó frente a Ingmar sin quitarle ojo.
– Y tú eres el que va a ser maestro -dijo.
Ingmar se quedó con la mirada baja. La comisura de los labios le temblaba ligeramente, como si se aguantara la risa; en cambio, cuando contestó lo hizo con bastante tristeza:
– En casa no hay trabajo para mí.
– ¿Que no hay trabajo para ti en tu casa? -se extrañó el viejo-. ¿Y cómo sabes tú cuándo hay trabajo para ti en Ingmarsgården? Eljas vivió sólo dos años. ¿Quién sabe cuántos años vivirá Halvor?
– Halvor es un hombre fuerte y sano -repuso Ingmar.
– Sabes muy bien que Halvor se mudará de la finca en cuanto tú puedas comprarla.
– Tendría que estar loco para irse de Ingmarsgården ahora que es el dueño.
Mientras hablaba, Ingmar iba apretando el canto de la mesa con los dedos. La rústica mesa, con su grueso tablero de pino, crujió de repente: Ingmar acababa de romper una esquina. Stark Ingmar, con la mano alzada siguió hablando sin enterarse.
– Nunca te dejará la finca si te haces maestro.
– ¿De veras lo crees así?
– Sí, de veras lo creo así -respondió el aparcero con sorna-; en tu hablar se oye cómo te han educado. ¿Alguna vez en tu vida has empujado un arado?
– No -contestó Ingmar.
– ¿Alguna vez has hecho guardia en una carbonera o has talado un pino viejo?
Ingmar seguía aparentando mansedumbre pero el borde de la mesa no hacía más que crujir bajo sus dedos. Por fin el viejo se dio cuenta y entonces se calló al instante.
– Vaya, vaya -dijo al ver cómo se astillaba el borde de la mesa-, por lo visto, tendré que darte un nuevo apretón de manos. -Recogió unas astillas y las colocó en su sitio-. ¡Pero si podrías ir mostrando tus habilidades por las ferias! Farsante, más que farsante -le dijo a Ingmar con un golpecito en el hombro-, ¡menudo maestro estás hecho tú!
Y de un salto se plantó junto a la chimenea y empezó a tocar. La música le salía con una energía muy distinta ahora. El viejo seguía el compás con el pie dándole al baile un ritmo desenfrenado.
– ¡Ésta es la polonesa del joven Ingmar! -proclamó en voz alta-. ¡Ea, que toda la casa baile en honor del joven Ingmar!
Gertrud y Gunhild, las dos muy guapas, pudieron bailar todos y cada uno de los bailes. Ingmar no bailó mucho. La mayor parte del tiempo la pasó de tertulia con los hombres de edad del fondo de la sala. Entre baile y baile la gente hacía un corro alrededor de Ingmar, como si el solo hecho de mirarle les alegrara la fiesta.
A Gertrud le pareció que Ingmar se olvidaba de ella por completo y eso la inquietó. «Ahora caerá en la cuenta de que él es el hijo de don Ingmar mientras que yo sólo soy la hija del maestro», pensó, extrañándose de que esa idea le resultara tan amarga.
Entre baile y baile los jóvenes salían fuera y el frío de la noche primaveral les mordía el cuerpo, que no tardaba en enfriarse. Estaba bastante oscuro y como a nadie le apetecía irse a casa decían:
– No podemos irnos todavía. Lo haremos cuando la luna salga, saldrá en cualquier momento, ahora está muy oscuro.
En una ocasión en que Ingmar estaba con Gertrud junto a la puerta, salió Stark Ingmar y se lo llevó aparte.
– Ven, que te enseñaré una cosa -le dijo.
Lo tomó de la mano y lo guió a través de la maleza hasta la parte trasera de la cabaña.
– Quédate quieto y mira abajo -le ordenó.
Ingmar bajó la vista hacia la quebrada que se abría a sus pies y en cuyo fondo relucía una claridad imprecisa.
– Debe de ser el rabión de Långforsen -dijo.
– Ya lo creo que es el Långforsen -respondió el aparcero-, pero ¿para qué crees tú que sirve un rabión?
– Pues para montar un aserradero o un molino, qué sé yo.
El viejo se echó a reír, dándole golpecitos y empujones a Ingmar que casi lo despeñan por el barranco.
– Sí, eso es, pero dime: ¿quién va a montar un aserradero aquí, quién se va a hacer rico, quién va a recuperar la finca de los Ingmarsson?
– Eso digo yo -respondió Ingmar.
Entonces el aparcero empezó a contarle el gran plan que tenía pensado. Ingmar tenía que convencer a Tims Halvor de que montara un aserradero abajo, en el rápido, para después arrendárselo. Y es que los últimos años el viejo aparcero no había tenido otra cosa en la cabeza que encontrar la manera de que el hijo de Ingmar Ingmarsson recuperase la fortuna que le correspondía.
Ingmar permaneció quieto con la vista fija en el rabión.
– Bueno, ahora entremos y volvamos al baile -dijo Stark Ingmar.
Pero Ingmar no se movió y el viejo esperó paciente. «Si es de buena raza -se dijo-, no responderá a la propuesta ni hoy ni mañana. Los amos como Dios manda necesitan tiempo.»
Mientras estaban allí oyeron unos ladridos penetrantes y furiosos, como de un perro que corriese tras una presa en lo más hondo del bosque.
– ¿Oyes algo, Ingmar? -le preguntó el aparcero.
– Sí, un perro que corre tras algo.
Oyeron que los ladridos se aproximaban, que casi los tenían encima, como si la batida fuese a pasar justo por en medio de la cabaña. El viejo agarró a Ingmar por la muñeca.
– Ven -le apremió-. ¡Date prisa, hay que meterse dentro!
– ¿Qué pasa? -preguntó Ingmar.
– ¡Corre! -ordenó el aparcero-. ¡Calla y métete dentro!
Mientras recorrían los pocos pasos que les separaban de la cabaña era como si los agudos ladridos les pisaran los talones.
– Pero ¿qué clase de perro es ése? -preguntaba Ingmar una y otra vez.
– ¡Que te digo que entres! -El aparcero lo metió en el zaguán de un empujón, mientras él se quedaba en el umbral haciendo ademán de cerrar la puerta-. ¡Si hay alguien fuera -gritó con voz estentórea-, que entre! -Mantuvo la puerta entreabierta mientras la gente venía corriendo de todas partes-. ¡Entrad, deprisa! -les apremiaba dando pataditas de impaciencia-. ¡Deprisa, entrad todos!
Entretanto, los que estaban dentro se iban inquietando por momentos, todos querían saber qué pasaba. Finalmente entró el último y el aparcero echó la aldabilla a la puerta.
– ¿Estáis locos quedándoos ahí fuera cuando anda suelto el can de los montes? -los increpó. En el mismo momento, el ladrido se oyó muy cerca de la cabaña, rodeándola una y otra vez, con un aullido potente y terrorífico.
– ¿Acaso no es un perro de verdad? -quiso saber un mozo.
– ¿Por qué no sales y lo llamas, a ver qué pasa, Nils Jansson?
Todos enmudecieron para escuchar el aullido que daba vueltas y más vueltas alrededor de la cabaña. Era un sonido horrible y espantoso que les hacía estremecer y más de uno se puso lívido. Estaba claro que eso no era un perro corriente, qué va, sino algo abominable escapado del infierno.
El aparcero, aunque viejo y canijo, era el único que se movía. Primero cerró el regulador del tiro de la chimenea, luego fue apagando las velas.
– No, no -imploraron las mujeres-, ¡no las apague!
– Dejad que yo haga lo que más nos conviene -replicó el viejo.
Una de ellas lo agarró por la chaqueta:
– Ese can del monte ¿es peligroso?
– No es él -respondió el aparcero-, sino todo lo que le sigue.
– ¿Y qué le sigue?
El viejo se quedó parado escuchando.
– ¡A callarse todo el mundo! -ordenó.
Todos callaron, nadie osaba ni respirar. El ladrido rodeó la cabaña una última vez, después disminuyó de potencia y se le oyó bajar por la ciénaga del Långforsen y subir por las laderas del otro lado del valle. A continuación se hizo un silencio de muerte.
Uno de los hombres no pudo reprimirse y dijo:
– El perro ya se ha ido.
Stark Ingmar le dio un bofetón en la boca, con lo cual volvió a reinar el silencio.
Muy lejana, venida desde la cima afilada como un tacón de Klackberget, se oyó una nota intensa, como un soplo de viento, aunque bien podía ser un cuerno de caza. Otra nota prolongada, seguida de ruidos, resoplidos y fuertes pisadas.
El fragor se aproximaba rodando monte abajo con gran estruendo. Lo oyeron precipitarse por la ladera, lo oyeron en la linde del bosque, lo oyeron abalanzarse sobre ellos. Parecía una tormenta que avanzara a ras de suelo, como si la montaña entera se desplomase valle abajo en avalancha. Y cuando lo tuvieron encima, todos agacharon la cabeza y encogieron los hombros. Nos va a aplastar, pensaban, nos va a aplastar.
No era miedo a la muerte lo que sentían, sino horror ante la idea de que fuera el Príncipe de las Tinieblas el que desplegaba su poder aquella noche. Lo que más les asustaba era que, en medio de todo ese estruendo, se oyeran chillidos y lamentos. Aquello rugía y silbaba, rechinaba y gemía, profería risotadas y alaridos. Cuando les arrolló lo que hasta hacía un instante les había parecido una tormenta, percibieron que se componía de quejidos y amenazas, de llanto y cólera, del estridente sonido de los cuernos de caza, del crepitar de las llamas, del grito de los aparecidos, de las carcajadas de los demonios, del batir de unas grandes alas.
Sintieron que todo el mal de los abismos corría libre aquella noche y que arremetía contra ellos.
El suelo retembló, la cabaña osciló unos instantes, como si fuera a derrumbarse.
Era como si una manada de caballos saltara la cabaña y sus cascos resonaran contra el tejado, como si almas en pena aullaran alrededor de la casa, como si se estrellaran contra la chimenea murciélagos y búhos que batían pesadamente las alas.
Mientras duró todo eso alguien rodeó la cintura de Gertrud con el brazo y la hizo arrodillarse. Luego Ingmar le susurró:
– Tenemos que arrodillarnos y rogar a Dios, Gertrud.
Hasta ese momento ella estaba segura de que iba a morir, tan espantoso era el pánico que sentía. «No me importa si voy a morir -pensó-, lo terrible es que estos poderes malignos nos tengan tan a su merced.»
Pero apenas sintió la presión del brazo de Ingmar en su cintura, su corazón volvió a latir y el entumecimiento de sus miembros cedió. Entonces se arrimó y se apretó contra él. Mientras él la abrazara no tendría miedo. Qué curioso, sin duda también él sentía temor pero, en cambio, irradiaba una gran tranquilidad.
Por fin aquellos ruidos fragorosos fueron menguando y los oyeron alejarse. Siguieron el mismo camino que antes había tomado el perro siniestro, descendiendo primero por la ciénaga del Långforsen y escalando luego las laderas boscosas de la montaña de Olofshättan.
Sin embargo, en la cabaña de Stark Ingmar el silencio y la quietud seguían igual. Nadie se movió, nadie dijo nada, era como si a ninguno le quedasen fuerzas.
A ratos cabría creer que el terror había extinguido la vida ahí dentro, pero de vez en cuando se oían hondos suspiros que delataban un signo de vida.
Nadie se movió hasta pasado mucho rato. Algunos estaban de pie, apoyados contra la pared, otros se habían desplomado sobre las banquetas, la mayoría estaban tumbados en el suelo rezando angustiosamente. Todos se quedaron quietos, paralizados por el terror.
Así fueron pasando las horas, durante las cuales más de uno examinó su conciencia y tomó la determinación de comenzar una nueva vida más próxima a Dios y más alejada de sus enemigos. Porque cada uno de los presentes se decía: «Esto es un castigo por algo que he cometido. La culpa es de mis pecados. He oído perfectamente cómo esos que nos rodeaban me llamaban y me escarnecían y gritaban mi nombre.»
En cuanto a Gertrud, ella sólo tenía un pensamiento en la cabeza: «Ahora sé que nunca podré vivir separada de Ingmar sino a su lado para siempre, porque él me tranquiliza y me da una gran seguridad.»
Poco a poco se fue haciendo de día y la débil luz del amanecer penetró en la cabaña, iluminando la palidez de todos aquellos rostros.
Se oyó el trino de algún que otro pájaro. La vaca de Stark Ingmar mugió pidiendo comida, y su gato, que durante las noches de baile nunca dormía dentro, maullaba al otro lado de la puerta.
Pero nadie se movió, no hasta que el sol despuntó tras las montañas del este. Entonces fueron saliendo uno tras otro, sin abrir la boca ni despedirse de nadie.
Fuera, a los que se iban les esperaba el horror de los estragos causados. Un gran pino que se alzaba junto a la entrada yacía arrancado de cuajo, se veían ramojos y estacas de cercados tirados por todas partes, unos cuantos búhos y murciélagos se habían estrellado contra la pared de la cabaña.
Hasta el picacho de Klackberget se abría una ancha vía en la que todos los árboles habían sido derribados.
Nadie quiso seguir contemplando la devastación y todo el mundo se apresuró a bajar al pueblo.
A medida que avanzaban la mañana se desperezaba a su alrededor. Era domingo y la gente se levantaba tarde; pero alguno que otro se disponía a alimentar el ganado. De una cabaña salió un viejo sacudiendo y cepillando su abrigo de los domingos. De otra, el padre, la madre y los hijos ya vestidos y listos para, probablemente, ir de visita al pueblo vecino.
A los trasnochadores les supuso un gran consuelo ver esas personas tan tranquilas, felizmente ignorantes de los horrores ocurridos en el bosque durante la noche.
Por fin llegaron al río, donde las viviendas no distaban tanto unas de otras, y entraron en el pueblo. Se alegraron de ver la iglesia y el resto de la población. Encontraron un nuevo consuelo al comprobar que ahí abajo nada había cambiado. El rótulo de la tienda de ultramarinos chirriaba como de costumbre. El cuerno de la estafeta de correos colgaba en su sitio, y el perro del posadero dormía a los pies de su caseta como siempre.
También supuso un consuelo ver que un arbusto de cerezo aliso había empezado a brotar desde que pasaran por allí la última vez; así como los bancos pintados de verde que ahora veían en el jardín de la casa parroquial, seguramente colocados allí la noche anterior.
Todo esto era enormemente tranquilizador. No obstante, nadie osó abrir la boca hasta que hubo llegado a su casa.
Cuando Gertrud estuvo ante la entrada de la escuela le dijo a Ingmar:
– Ingmar, éste ha sido mi último baile.
– Sí -respondió Ingmar-, también el mío.
– Ah, Ingmar -continuó ella-, te harás sacerdote, ¿verdad? Y si no puede ser, por lo menos serás maestro. Hay tanta tiniebla y tanto mal que combatir…
Ingmar la observó.
– Esas voces, Gertrud -le preguntó-, ¿a ti qué te decían?
– Me decían que estaba atrapada en las redes del pecado y que los demonios vendrían a buscarme porque me gusta tanto bailar.
– Pues ahora te contaré lo que oí yo -dijo Ingmar-. Me pareció que todos mis antepasados me amenazaban y maldecían por pretender convertirme en otra cosa que en un campesino y por querer trabajar en algo que no fueran la tierra y el bosque.
Esa noche en que los jóvenes bailaron en casa de Stark Ingmar, Halvor estuvo fuera y Karin Ingmarsdotter durmió sola en la alcoba. En medio de la noche tuvo una horrible pesadilla. Soñó que Eljas vivía y que había organizado una gran bacanal. De la sala grande le llegaba el sonido de las copas, las carcajadas y las canciones de borrachos.
Le pareció que el barullo que armaban él y sus compadres no hacía más que aumentar, hasta que en cierto momento le pareció que destrozaban todos los muebles. El pavor que sintió era tan intenso que la despertó.
No obstante, pese a haberse desvelado, el estruendo no cesaba. Temblaba el suelo, algo sacudía los cristales de las ventanas, las tejas volaban del tejado, los viejos perales de la esquina fustigaban la casa con sus ramas tiesas.
Se diría que amanecía el día del Juicio Final.
Justo cuando el fragor culminaba, un cristal de la ventana se desprendió y se estrelló contra el suelo. El silbido del vendaval inundó el cuarto y Karin oyó una risa junto a su oído, una risa idéntica a la que acababa de oír en sueños.
Creyó que iba a morir. Nunca antes había sentido un terror semejante. Su corazón se detuvo y su cuerpo se paralizó.
De repente cesó el fragor y Karin volvió a la vida. El frío aire nocturno bañó la alcoba y pasado un rato decidió levantarse y tapar el agujero de la ventana. Sin embargo, al bajar de la cama las rodillas le flaquearon y descubrió que no podía andar.
Karin no pidió ayuda, sino que se tumbó en silencio. «Seguro que podré moverlas en cuanto me haya calmado», pensó. Al cabo de un rato hizo un nuevo intento. Pero le faltaba fuerza en las dos piernas. Fue incapaz de sostenerse, así que se quedó tumbada junto a la cama.
Tan pronto la casa se puso en movimiento a primera hora de la mañana avisaron al médico, quien no tardó en llegar. Sin embargo, éste no entendía lo que le ocurría a Karin. No padecía enfermedad alguna ni parálisis. Su opinión era que su estado era fruto del miedo. «Karin se pondrá bien pronto», sentenció.
Karin le escuchó en silencio. Ella sabía que Eljas había entrado en su alcoba durante la noche y que era él quien le había provocado aquello. También sabía que nunca se recuperaría.
Toda la mañana la pasó muda, cavilando. Intentaba dilucidar por qué Dios la castigaba de aquella manera. Examinó a fondo su conciencia pero no encontró ningún pecado que mereciera una penitencia tan dura. «Dios es injusto conmigo», pensó.
Por la tarde fue a la capilla del maestro Storm, donde por aquellos días hablaba el predicador Dagson. Tenía la esperanza de que éste le explicara por qué había recibido un castigo tan severo.
Los sermones de Dagson eran muy apreciados, pero nunca antes tuvo tantos oyentes como esa tarde. ¡Válgame Dios, qué concurrencia se había reunido aquel día en la sala de Storm! Y nadie hablaba de otra cosa que de lo ocurrido en el baile de la noche anterior.
La congregación entera estaba despavorida después de aquello y ahora hacían piña para escuchar una palabra divina que tuviera la fuerza suficiente de exorcizar su terror. Ni siquiera una cuarta parte de los presentes pudieron entrar, pero como todas las puertas y ventanas estaban abiertas y como Dagson tenía una voz muy potente, también los que se quedaron fuera oían.
El predicador era consciente de lo ocurrido y de lo que aquella gente anhelaba. Inició su sermón con unas terroríficas alusiones al infierno y al Príncipe de las Tinieblas. Les recordó la figura de aquel que vaga en la oscuridad a la caza de almas, colocando las trampas del vicio y la honda tentación del pecado.
Los presentes se estremecían imaginando un mundo infestado de demonios que les seducían con sus tentaciones. Todo era abismo y perdición. Y ellos caían en aquellas trampas infernales como animales salvajes del bosque, hostigados y torturados.
La voz de Dagson inundaba la sala como una ráfaga huracanada y cada frase era como una llama de fuego.
Aquellos que oían el sermón lo comparaban con un bosque incendiado. Todos esos demonios, el humo y las llamaradas se asemejaban a un bosque ardiendo, cuando las llamas lamen el musgo que uno pisa y torbellinos de humo inundan el aire que uno respira, cuando el intenso calor chamusca el pelo, el fragor del incendio ensordece los oídos y las chispas se disparan y prenden la ropa.
De esta manera hostigaba Dagson a sus oyentes, empujándolos a un mar de fuego, humo y desesperación. Tenían fuego ante sí, fuego a sus espaldas y fuego en los costados, no parecía haber otra salida que sucumbir.
Pero más allá de aquel horror se abría un remanso de frescor en medio del bosque donde todo era paz y seguridad, y era allí adonde él los guiaba. En medio de aquel claro inundado de flores se hallaba Jesús, extendiendo sus brazos hacia los que huían, quienes se echaban a sus pies aliviados, sintiéndose a salvo de peligro en aquel lugar donde no existía ni el acoso ni la perdición.
Dagson hablaba según sus propios sentimientos. Dijo que bastaba con que se le permitiera yacer a los pies de Jesús para que su alma conociera la serenidad y el sosiego, sin temer ninguno de los peligros de la vida.
El sermón de Dagson desencadenó una intensa actividad entre los asistentes. Muchos se acercaron a la tribuna para darle las gracias con los rostros anegados en lágrimas. Juraban que sus palabras habían despertado en ellos una verdadera fe en Dios.
En cambio, Karin Ingmarsdotter permaneció inmóvil, y cuando Dagson hubo finalizado el sermón, lo miró con reproche, como si le echara en cara que ella no hubiese sacado nada de todo aquello.
Entonces una voz gritó con fuerza desde fuera, tan fuerte que ningún feligrés dejó de oírlo:
– ¡Ay de aquellos que dan piedras en vez de pan! ¡Ay de aquellos que dan piedras en vez de pan! [18]
Karin no podía ver al que lo dijo, tuvo que quedarse sentada mientras los demás salían corriendo a mirar.
Después, los criados volvieron para contarle que el que había hablado era un hombre alto y moreno que nadie conocía. Él y una hermosa mujer rubia habían llegado en una carreta en pleno sermón. Se habían quedado a escuchar y en el mismo momento en que iban a proseguir su camino el hombre se había puesto en pie para gritar aquello.
A algunos les pareció reconocer a la mujer. Según contaban, era una de las hijas de Stark Ingmar, que había emigrado a América y se había casado; aquel hombre debía de ser su marido. Aunque, claro, no es fácil reconocer a quien sólo se ha visto de niña vestida a la usanza de la región si ésta vuelve ya como mujer adulta y con atuendo de ciudad.
Karin compartía la opinión de aquel forastero en lo que a Dagson se refería, eso pudo deducirse del hecho que ya que no volvió a pisar la capilla.
Más adentrado el verano, cuando vino al pueblo un predicador anabaptista a predicar y celebrar bautismos, ella fue a escucharle; y cuando el Ejército de Salvación comenzó a reunirse en el pueblo hizo que la llevaran a una de sus reuniones.
Un gran fervor religioso arrasaba la comarca. En cada encuentro no faltaba quien viera la luz y se convirtiera. Todo el mundo parecía hallar lo que anhelaba.
Pero ninguno de los que Karin fue a escuchar la indujo a reconciliarse con la penitencia que Dios le había impuesto.
Birger Larsson era un herrero que trabajaba en su fragua junto a la carretera. La herrería era un local pequeño y oscuro con una claraboya por ventana y una puerta muy baja. Birger Larsson hacía cuchillos grandes, arreglaba cerraduras, ponía aros a las ruedas y patines de hierro a los trineos. Cuando no tenía otros trabajos hacía clavos.
Una noche de verano, en la herrería la actividad era frenética. Birger Larsson se hallaba junto a uno de los yunques dándole forma a unos clavos. Su hijo mayor, trabajando sobre otro yunque, batía y cortaba láminas de hierro. Uno de los hijos manejaba el fuelle, otro traía sacos de carbón, giraba los hierros que se calentaban al rojo en la fragua y se los llevaba a los forjadores. El cuarto hijo sólo tenía siete años, a él le tocaba recoger los clavos listos, enfriarlos en un cubo de agua y atarlos en manojitos.
En medio de esos trabajos llegó un forastero y se quedó en el umbral. Era un hombre alto y moreno que tuvo que agachar el torso para poder asomarse al interior.
Birger Larsson interrumpió su tarea para preguntar qué deseaba el recién llegado.
– Espero que no les moleste que venga sólo a mirar -dijo el hombre-. De joven también yo fui herrero y por eso ahora no puedo pasar delante de una herrería sin entrar un momento a contemplar el trabajo bien hecho.
Birger Larsson reparó en que el forastero tenía manos grandes y nervudas, auténticos puños de herrero. Comenzó a interrogarlo acerca de quién era y de dónde venía. El hombre respondía con amabilidad pero sin revelar nada. A Birger le pareció un hombre juicioso y le gustó. Salió a charlar con él en lo alto de la cuesta ennegrecida por el hollín de la fragua y empezó a presumir de sus hijos. Antes de que sus hijos fuesen suficientemente mayores como para enseñarles el oficio, le explicó, pasaron muchos años difíciles, pero ahora que se ayudaban todos el negocio iba muy bien.
– Ya verá usted como dentro de unos años seré rico -dijo Birger.
El forastero esbozó una sonrisa y respondió que se alegraba de que sus hijos le fueran de tanta ayuda.
– Ahora quisiera preguntarle algo -añadió, colocando su pesada mano en el hombro de Birger mientras le miraba a los ojos-. Sus hijos son de gran ayuda en lo que a las cosas terrenales se refiere, pero ¿también le asisten en los asuntos del espíritu? -Birger le devolvió una mirada boba-. Veo que es la primera vez que le hacen esta pregunta -dijo el forastero-. Reflexione sobre ello, hay tiempo hasta que nos veamos de nuevo.
Luego se alejó con una leve sonrisa. Birger Larsson entró en la fragua, se mesó el pelo, áspero y del color del bronce, y reanudó su trabajo.
No obstante, la pregunta del forastero le carcomió durante varios días. «¿A quién se le ocurre preguntar algo semejante? Aquí hay gato encerrado», pensó.
El día después de que el forastero hablara con Birger Larsson, ocurrió algo en el pueblo, en la vieja tienda de Tims Halvor, quien tras su boda con Karin había traspasado el negocio a su cuñado Kolås Gunnar.
Gunnar estaba de viaje y durante su ausencia era su esposa, Brita Ingmarsdotter, la que atendía la tienda y los negocios.
Brita se hallaba tras el mostrador, hermosa y magnífica. Había heredado de su madre, la agraciada esposa de don Ingmar, tanto el nombre como su belleza. En Ingmarsgården nunca antes se había visto crecer a una niña tan bonita como Brita. Si bien no tenía ningún parecido físico con los miembros de su venerable estirpe, en lo juiciosa y escrupulosa era tan hija de un Ingmar como el que más.
Cuando Gunnar se ausentaba, Brita llevaba el negocio a su manera. Si el anciano cabo Fält entraba en la tienda borracho y con manos temblorosas pedía una botella de cerveza, Brita se negaba a servirle categóricamente; y si Lena, la de los Kolbjörn, a pesar de su pobreza quería comprarse un broche llamativo, Brita la mandaba a su casa con dos kilos de harina de centeno.
No había niño que se atreviera a entrar en la tienda para malgastar sus míseros reales en pasas y caramelos cuando Brita estaba tras el mostrador. Y la campesina que se acercaba hasta allí para comprar una de las ligeras telas que se usaban en la ciudad era enviada de vuelta a su casa con la recomendación de sentarse a confeccionar una tela de lana basta y resistente en su propio telar.
Aquel día no vinieron demasiados clientes. Brita pasó muchas horas sola. Al final se derrumbó y, con la vista perdida en un punto lejano, sus ojos se fueron llenando de desesperación. Se puso en pie, buscó una soga sin estrenar, trasladó la escalera a la trastienda y anudó un lazo que colgó de un gancho del techo.
Lo hizo febrilmente y acabó pronto, y justo cuando estaba a punto de meter la cabeza en el lazo la casualidad quiso que bajara la vista.
Y en ese momento se abrió la puerta y un hombre alto y moreno se metió en la trastienda. Había entrado en el local sin que Brita le oyera, y al no encontrar a nadie tras el mostrador había abierto la puerta que daba a la parte trasera.
Brita bajó los peldaños de la escalera muy despacio. En lugar de decir algo, el hombre se retiró de nuevo a la tienda. Brita le siguió lentamente. Nunca antes le había visto, tenía un pelo negro y rizado, barba espesa, ojos vivaces y manos grandes y nervudas. Iba bien vestido pero sus movimientos eran los de un obrero. El desconocido tomó asiento en una silla junto a la entrada sin quitarle los ojos de encima.
La mujer se quedó en silencio tras el mostrador, sin preguntar nada, deseando con toda su alma que aquel hombre se fuera. Él no hacía más que mirarla, sus ojos no la perdían de vista ni un instante. A Brita le dio la impresión de que aquella mirada la sujetaba de un modo que le impedía moverse. Se impacientó y se dijo: «No sé de qué crees tú que va a servir que te quedes aquí vigilándome. Como comprenderás, apenas me quede sola acabaré haciendo lo que tengo en mente.»
Y continuó dirigiendo monólogos silenciosos al forastero. «Si esto fuera transitorio o algo que tuviera fin, de buena gana te dejaría disuadirme; pero resulta que es incurable.»
El hombre siguió mirándola con la misma obstinación.
«Pues para que lo sepas, esto de despachar en una tienda está por debajo de la categoría de mi familia -continuó Brita para sus adentros-. No sabes lo feliz que era con Gunnar hasta el día en que empezó a llevar la tienda. La gente ya me advirtió que no me casara con él. Él no les gustaba debido a ese flequillo suyo tan negro y a los ojos de lince y a esa lengua tan afilada. Pero nos queríamos, ¿sabes?, y no tuvimos ni una sola riña hasta el día en que le traspasaron el negocio.
»Fue a partir de ese día -prosiguió con su mudo soliloquio- que las cosas empezaron a ir mal entre nosotros. Yo quiero que él lleve el negocio a mi manera. No soporto que les venda vino y cerveza a los borrachos, y además pienso que a los clientes sólo habría que venderles cosas útiles y necesarias; en cambio, él dice que eso es un disparate. Y como ni él ni yo damos el brazo a torcer, discutimos un día sí y el otro también, y ahora ya no me quiere, ¿entiendes?»
Brita miró al desconocido con ojos enloquecidos, como sorprendiéndose de que sus ruegos no le convencieran.
«¡Al menos, deberías entender que yo no puedo vivir con la vergüenza de que él consienta que el alguacil le embargue a una familia humilde su única vaca o el par de tristes ovejas que tiene! Esto no tiene arreglo, ¿acaso no lo entiendes? ¿Por qué no te vas y me dejas acabar con todo de una vez?»
Pero a medida que el hombre la iba mirando fijamente, Brita fue calmándose y al cabo de un rato empezó a llorar en silencio. Aquel forastero que velaba por ella la había conmovido. Su actitud le pareció muy loable, para ser alguien que no la conocía.
Tan pronto el hombre se percató de que ella lloraba, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Al cruzar el umbral se volvió, clavó sus ojos nuevamente en los de Brita, y, después de carraspear, dijo con voz profunda:
– No atentes contra ti misma, porque se aproximan tiempos en los que podrás vivir entre hombres justos.
Y dicho esto se fue, sus pasos sonaron pesadamente en la escalera y luego, a medida que se alejaba, también en el camino.
Brita corrió a la trastienda, descolgó la soga y volvió a llevar la escalera al almacén. A continuación se sentó en un baúl y se quedó ahí quieta durante un par de horas.
Tenía la impresión de haber salido de una noche negra y prolongada que de tan oscura le había impedido ver hasta su propia mano. Había perdido el norte, no sabía dónde estaba, y a cada paso había temido hundirse en una ciénaga o despeñarse por un barranco. Ahora, sin embargo, alguien le decía que dejase de vagar, que se sentase a esperar la luz del día. Se alegraba de no tener que proseguir aquella marcha tan peligrosa, ahora sólo tenía que esperar a que rayase el alba.
Stark Ingmar tenía una hija llamada Anna Lisa. Había vivido en Chicago durante varios años y allí se había casado con Johan Hellgum, un sueco que dirigía una pequeña comunidad religiosa con fe y doctrina propias. El día siguiente a la famosa noche del baile, Anna Lisa regresó a su antiguo hogar para visitar a su anciano padre y su marido la acompañaba.
Hellgum aprovechaba el tiempo dando largos paseos por la comarca. Hizo amistad con todo aquel que se encontró y al comienzo sus conversaciones versaban sobre cosas completamente normales; no obstante, al despedirse de alguien le gustaba apoyar su contundente manota en el hombro de esa persona y pronunciar iluminadas palabras de consuelo o reflexión.
Stark Ingmar no frecuentaba mucho a su yerno. Ese año, el viejo lo pasó trabajando con el joven Ingmar Ingmarsson, quien de nuevo vivía en la finca familiar. Juntos construyeron un aserradero a orillas del rabión de Långforsen. El día en que quedó listo y el primer madero salió de entre las hojas chirriantes de la sierra convertido en relucientes tablones blancos, Stark Ingmar sintió un gran orgullo.
Un atardecer, al regresar a casa después del trabajo, se topó con Anna Lisa en el camino. Parecía asustada, como si hubiera tenido intención de esconderse.
Stark Ingmar apretó el paso, llegó a la cabaña y se detuvo en seco con el entrecejo fruncido. Desde que tenía memoria, siempre hubo un magnífico rosal junto a la entrada de la cabaña. Quería más a aquel rosal que a las niñas de sus ojos, nunca jamás había permitido que nadie cortase una rosa o le tocase una sola hoja, había procurado preservarlo de todo mal.
Si lo había cuidado tanto era porque sabía que entre sus raíces vivían diminutos seres subterráneos.
Pero ahora alguien había talado el rosal. No le cupo la menor duda de que había sido su yerno, el predicador, quien no soportaba aquella planta.
Stark Ingmar llevaba su hacha colgando de la mano y al entrar en su casa aferró el mango con fuerza.
Hellgum estaba sentado con una Biblia ante sí. El predicador levantó la vista y sostuvo largamente la mirada de Stark Ingmar. Luego continuó su lectura en voz alta:
– «Y no será lo que vosotros pensáis, porque vosotros os decís: Seremos como las gentes, como las naciones de la tierra, sirviendo al leño y a la piedra… ¡Por mi vida, dice el Señor, Yavé, que con puño fuerte y brazo tendido y en efusión de ira…!» [19]
Stark Ingmar salió del cuarto sin abrir la boca. Esa noche la pasó en el granero. Dos días más tarde Ingmar y él partieron hacia los bosques para talar árboles y hacer carbón. Su intención era pasar arriba en el monte todo el invierno.
Hellgum había hablado un par de veces en público para exponer su doctrina, la cual él definía como el único y verdadero cristianismo. Sin embargo, Hellgum no era un orador de la talla de Dagson, por lo que no consiguió ganar ni un solo adepto.
Aquellos que se habían topado con él por senderos y caminos y sólo habían escuchado de su boca un par de sentencias, esperaban grandes cosas de él; pero Hellgum no servía para sermones, cuando soltaba discursos largos se volvía pesado y aburrido, y no tenía nada de espiritual.
Tocando el final del verano, Karin Ingmarsdotter se deprimió sobremanera. Prácticamente nunca hablaba. Seguía sin poder andar y se pasaba el día entero inmóvil en su sillón. Ya no iba a escuchar a predicadores, sino que se quedaba sola rumiando su desgracia. En ocasiones le decía a Halvor que siempre había oído decir a su padre que los Ingmarsson no debían temer nada siempre y cuando siguieran los caminos de Dios. Pero que ahora sabía que ni siquiera eso era cierto.
Desconcertado, Halvor le sugirió un día que hablara con el nuevo predicador; pero Karin saltó con que no quería solicitar más ayuda de ningún sacerdote.
Un domingo a finales de agosto, Karin se hallaba sola delante de la ventana de la sala grande. La casa entera estaba sumida en el silencio y a Karin le costaba mantenerse despierta. La cabeza le colgaba cada vez más cerca del pecho y al cabo de un rato se acostó y se durmió.
La despertó el rumor de voces bajo su ventana. No podía ver de quién se trataba pero la voz era fuerte y profunda. Nunca había oído una voz más hermosa.
– Halvor, ya sé que te parece un desatino que un herrero pobre y sin estudios haya podido encontrar la verdad cuando tantos caballeros cultos han fracasado -dijo la voz.
– Sí -respondió Halvor-, no entiendo cómo puedes estar tan seguro.
«Halvor está hablando con Hellgum», pensó Karin. Luego intentó cerrar la ventana pero no pudo.
– Dicen las escrituras -prosiguió Hellgum- que si alguien te pega una bofetada hay que poner la otra mejilla, y que no hay que resistirse al mal y muchas otras cosas por el estilo. En general, no hay nadie que sea capaz de llevar todo eso a la práctica. Tus vecinos te quitarían campos y bosques, te robarían tus patatas y se llevarían tus simientes si no defendieras lo que es tuyo. Imagino que hasta te arrebatarían la finca de los Ingmarsson.
– Es posible -concedió Halvor.
– En ese caso, las palabras de Cristo no tienen ningún sentido, sólo las dijo por decir.
– No sé a dónde quieres llegar.
– Mira, hay otra cosa en la que también vale la pena reflexionar -dijo Hellgum-. Me refiero a lo evolucionada que está nuestra sociedad. Ya no hay nadie que robe, nadie que asesine, ni nadie que ultraje a viudas ni huérfanos. Hoy en día, nadie odia ni acosa al prójimo. Entre nosotros, que practicamos una religión tan estupenda, jamás se da el caso de que alguien obre mal.
– Pero hay muchas cosas que no son como debieran ser -replicó Halvor, pero en su tono sosegado había cansancio y desinterés.
– Ya, pero si tienes una trilladora que no funciona lo primero que haces es mirar a ver qué le pasa. Y no desistes hasta que encuentras dónde está el fallo. Del mismo modo, si descubres que no hay forma de hacer que las personas lleven una vida cristiana, deberías averiguar si existe algún fallo en el cristianismo.
– Me cuesta creer que la doctrina de Jesucristo sea deficiente -dijo Halvor.
– No, sin duda al comienzo debía funcionar bien; pero puede que con el tiempo se haya estropeado. Tal vez se trate de un pequeño engranaje solamente, basta con que un pequeño engranaje se rompa para que toda la máquina deje de funcionar.
Hellgum permaneció callado un rato, como si buscara palabras y pruebas de lo dicho.
– Ahora te explicaré cómo me fue a mí hace un par de años. Por esa época intenté vivir según la doctrina cristiana por primera vez y ya verás cómo acabé. Entonces yo trabajaba en una fábrica. Cuando mis compañeros descubrieron cómo era yo empezaron por pasarme a mí gran parte de su trabajo, luego me quitaron el puesto y finalmente se las arreglaron para que yo cargara con la culpa de un robo que uno de ellos había cometido y por el cual me enviaron a la cárcel.
– No siempre se topa uno con tan mala gente -dijo Halvor con la misma indiferencia.
– Entonces me dije a mí mismo: No sería difícil ser cristiano si uno estuviera solo en la Tierra, sin otros seres humanos. Estar en la cárcel me encantó ya que allí podía llevar la vida de un hombre justo y virtuoso sin preocupaciones ni estorbos. Pero luego pensé que eso de llevar una vida justa en soledad era como un molino que gira y gira sin grano que triturar entre sus muelas. Si Dios ha puesto tantos hombres en el mundo, pensé, debe ser para que nos ayudemos y apoyemos mutuamente y no para causar la perdición los unos de los otros. Después, comprendí al fin que el diablo había suprimido algo de la Biblia para hacer que el cristianismo saliese mal.
– Dudo que tuviera el poder de hacer eso -dijo Halvor.
– Pues sí, lo que ha quitado es esto: «Aquellos de vosotros que queráis llevar una vida Cristina debéis buscar el apoyo de vuestro prójimo.»
Halvor no dijo nada; Karin, en cambio, asintió con un gesto de aprobación. Había estado escuchando atentamente sin perderse una palabra.
– Tan pronto salí de la cárcel -continuó Hellgum- me dirigí a casa de un compañero y le pedí que me ayudase a llevar una vida justa, y he aquí que entonces me fue mucho mejor. Al poco tiempo se unió a nosotros un tercer compañero y luego un cuarto, y cada vez iba mejor. Ahora somos treinta los que vivimos juntos en una casa en Chicago. Lo compartimos todo y velamos los unos por los otros a fin de no descarriarnos, y así el camino de la justicia y la virtud se extiende llano y liso ante nosotros. Tenemos la oportunidad de comportarnos cristianamente porque un hermano no abusa de la bondad de otro ni aprovecha su humildad para pisotearlo.
Como Halvor seguía callando, Hellgum continuó, empeñado en convencerle:
– Tú ya sabes, Halvor, que el que quiere realizar algo grande debe asociarse a otras personas y recibir su apoyo. Tú solo no podrías llevar esta finca. Y si quisieras montar una fábrica deberías conseguir varios socios, por no hablar de la cantidad de personas a las que tendrías que pedir ayuda si quisieras construir un ferrocarril. El proyecto más difícil es vivir según el Evangelio, y eso, en cambio, quieres llevarlo a cabo en solitario, sin la ayuda de nadie. Aunque tal vez lo cierto es que ni siquiera lo intentas ya que sabes de antemano que está condenado al fracaso.
»Los únicos que vamos por buen camino somos yo y los que viven conmigo allí en Chicago. Nuestra comunidad es la única y verdadera Jerusalén descendida del cielo. Y has de saber que la llama del Espíritu Santo que se posó sobre los primeros cristianos también arde sobre nuestras cabezas ya que entre nosotros hay quienes escuchan la voz de Dios, otros que tienen el don de la profecía, y otros el de sanar a los enfermos…
– ¿Tú puedes sanar enfermos? -le interrumpió Halvor bruscamente.
– Sí -respondió Hellgum-, puedo sanar a aquel que crea en mí.
– Cuesta creer en otra fe que aquella que te enseñaron de pequeño -dijo Halvor, pensativo.
– En cambio, yo sé a ciencia cierta que tú, Halvor, muy pronto nos ayudarás a crear la nueva Jerusalén -dijo Hellgum.
Se hizo el silencio y a los pocos instantes Karin oyó que Hellgum se despedía.
Al cabo de un rato, Halvor fue a reunirse con Karin. Cuando la vio sentada junto a la ventana abierta le dijo:
– Por lo visto, has oído todo lo que ha dicho Hellgum.
– Sí -respondió su mujer.
– ¿Oíste que dijo que podía sanar a un enfermo que creyera en él?
Karin se ruborizó levemente, las enseñanzas de Hellgum le habían parecido lo mejor que había oído aquel verano. Había en ellas una gran dosis de sentido común y sensatez que la atraía, eran los actos y los hechos lo que contaban, no los sentimientos, terreno este último que ella no dominaba en absoluto. Sin embargo, no quiso admitirlo porque estaba cansada de predicadores.
– No creerás que yo pueda tener una fe distinta a la de mi padre -respondió.
Un par de semanas más tarde, Karin volvía a encontrarse en la sala grande. Había llegado el otoño, el viento ululaba alrededor de la casa y el fuego crepitaba en el hogar. En la habitación no se hallaba nadie más, aparte de su hijita que pronto cumpliría un año y que acababa de dar sus primeros pasos. La niña estaba sentada a los pies de su madre, jugando.
Entonces se abrió la puerta y entró un hombre alto y moreno. Tenía el cabello crespo, la mirada acerada y las manos grandes y nervudas de un herrero. Antes de que el hombre tuviera tiempo de abrir la boca Karin ya había adivinado que se trataba de Hellgum.
El hombre la saludó y preguntó por Halvor. Ella le respondió que su marido estaba fuera, en una reunión, y que se le esperaba en cualquier momento.
Hellgum tomó asiento y guardó silencio, aunque de vez en cuando echaba una rápida mirada en dirección a Karin.
– He oído que está usted enferma -dijo él al cabo de un rato.
– Sí -respondió Karin-, hace seis meses que no camino.
– He pensado que podía venir aquí a rogar por usted -dijo el predicador. Karin no respondió, bajó la vista y se encerró en sí misma-. ¿No ha oído decir la señora que se me ha concedido la gracia de Dios de sanar a los enfermos?
Ella levantó los ojos y le dedicó una mirada de desconfianza.
– Le agradezco que haya pensado en mí, pero desgraciadamente no puedo aceptar su ayuda porque yo no soy de las que cambian de fe así como así -le dijo.
– Bien pudiera ser que Dios quisiera ayudarla igualmente -repuso el hombre-, ya que usted siempre ha intentado llevar una vida cristiana.
– Dios no me tiene en su gracia lo suficiente como para ayudarme.
Hubo un largo silencio, y luego Hellgum dijo:
– ¿Nunca se ha preguntado por la causa de su penitencia? -Ella no respondió, nuevamente encerrada en sí misma-. Algo me dice que Dios ha hecho esto para que su nombre sea más alabado todavía -añadió Hellgum.
Karin se exasperó. Sus mejillas se tiñeron con un par de nítidas manchas rojas. Hellgum era muy engreído si creía que ella sufría esa enfermedad sólo para que él pudiera lucirse con un milagro.
El predicador se puso en pie, se acercó a Karin y le puso una mano en la cabeza.
– ¿Quieres que rece por ti? -preguntó.
Al instante, Karin percibió un soplo de vida y salud corriendo por sus venas; pero se sentía tan ofendida por la impertinencia de Hellgum que se sacudió la mano con brusquedad y hasta levantó el brazo como si fuera a pegarle. Porque lo que se dice palabras, no las halló.
Hellgum se retiró hacia la puerta.
– No está bien rechazar lo que el Señor nos envía -dijo.
– No -replicó Karin-, lo que el Señor nos envía hay que aceptarlo.
– Pues yo te digo que hoy mismo la gracia de Dios se extenderá por esta casa -dijo él. Ella no contestó-. ¡Acuérdate de mí cuando recibas la ayuda! -añadió Hellgum y salió por la puerta sin más.
Karin se quedó muy erguida en su silla. Sus mejillas siguieron arreboladas largo rato.
«¿Acaso no voy a poder estar tranquila ni en mi propia casa? -pensó-. Es curioso la cantidad de personas que se creen unos enviados de Dios.»
De pronto, Karin vio cómo su hijita se levantaba y miraba la chimenea. La niña acababa de descubrir el fuego que ardía en el hogar y, con un gritito de alegría, se apresuró hacia las llamas, primero a gatas y luego andando.
Karin le ordenó que se apartara, pero la niña no obedeció, antes bien, se esforzó por subir al hogar, cayó un par de veces en el intento pero finalmente consiguió encaramarse hasta donde ardían los troncos.
– ¡Que Dios me ayude, que Dios me ayude! -suplicó Karin, empezando a dar voces a pesar de saber que nadie la oiría.
La pequeña se inclinaba risueña sobre las llamas. Entonces un leño ardiente se desprendió de la hoguera y rodó hasta el sayo ocre de la niña. Karin se puso en pie de un salto, corrió hasta la chimenea y de un tirón levantó a la niña en brazos.
No fue hasta después de sacudir todas las chispas y ascuas del sayo y de comprobar que la niña estaba ilesa cuando se paró a pensar en lo sucedido. ¡Sus piernas la sostenían, había andado sobre ellas, y seguía andando en ese momento!
Una conmoción como nunca había experimentado en su vida sacudió su alma, y al mismo tiempo la mayor felicidad. Sentía que se encontraba bajo el amparo y particular supervisión de Dios, y que un santo había traspasado las puertas de su casa enviado por Dios en su auxilio, para sanarla.
Por aquellas fechas, Hellgum salía a menudo al porche de la cabaña de Stark Ingmar a disfrutar de las vistas que se ofrecían desde allí. El paraje que divisaba se embellecía por momentos. La tierra era de un ocre luminoso y las hojas de los árboles coloradas o de un amarillo claro. Aquí y allá las copas de un bosque de caducifolios se balanceaban al viento con el resplandor de un ondulante mar dorado. Y entre las extensiones de abetos que cubrían las cimas de los montes destacaban pinceladas amarillas provenientes de los árboles de hoja caduca que se habían perdido entre el verde de las agujas perennes.
Así como una miserable cabaña irradia magníficos haces de luz al incendiarse, así brillaba aquella pobre región de Suecia con un inusitado esplendor. Todo era tan áureo y maravillosamente relumbrante como pudiera serlo un paisaje sobre la superficie del sol.
En cambio, al contemplar todo aquello, Hellgum pensaba en que se aproximaba la hora en que Dios haría resplandecer de santidad aquella tierra, y en la que las palabras que él había ido sembrando durante el verano germinarían dando deslumbrantes cosechas de virtud.
Y he aquí que un atardecer subió Tim Halvor hasta la cabaña para invitar a Hellgum y su esposa a la casa de los Ingmarsson.
Al cruzar el patio de la entrada vieron que estaba muy limpio, se notaba que acababan de pasarle la escoba, no había ni rastro de hojas secas y todos los aperos y carros que normalmente lo abarrotaban estaban ahora en otro sitio. Anna Lisa se dijo que habría más invitados. En ese momento Halvor abrió la puerta de la sala grande.
La sala estaba llena de gente que, sentada en los bancos que flanqueaban sus cuatro paredes, aguardaba con gran solemnidad. Hellgum reconoció a las mejores familias de la parroquia.
A los primeros que vio fue a Ljung Björn Olofsson y su esposa Märta Ingmarsdotter, y a Kolås Gunnar y señora. Después reconoció a Krister Larsson e Israel Tomasson con sus respectivas esposas, que también pertenecían al clan de los Ingmarsson. A continuación se fijó en Hök Matts Eriksson, que iba con su hijo Gabriel, y en Gunhild, la hija del vocal, además de en varios más. En total había unas veinte personas.
Después de que Hellgum y Anna Lisa dieran la vuelta al corro de gente para saludar, Tim Halvor anunció:
– Nos hallamos reunidos aquí unos cuantos que hemos meditado sobre lo que usted, Hellgum, nos ha dicho este verano. En general, pertenecemos a una antigua familia que siempre ha intentado andar por los caminos de Dios, así que, si usted quiere ayudarnos en esa empresa, nosotros le seguiremos.
Al día siguiente, por toda la comarca corrió el rumor de que en Ingmarsgården acababa de fundarse una comunidad que afirmaba poseer la única y auténtica doctrina cristiana.
Estamos en la primavera siguiente, poco después del deshielo. Ingmar y Stark Ingmar acababan de bajar al pueblo para poner en marcha la sierra. Todo el invierno lo habían pasado en los bosques talando árboles y haciendo carbón, y al bajar al llano Ingmar se sentía como un oso recién salido de su hibernáculo; a duras penas soportaba la visión del sol en el cielo abierto, pestañeaba sin cesar como si la luz le hiriese los ojos. También el rugido del rabión le molestaba, así como el sonido de la voz humana, y no digamos ya el alboroto que reinaba abajo en la finca, para él era un verdadero suplicio. No obstante, todo esto también le llenaba de alegría. Por descontado que no lo mostró ni en su talante ni en su forma de moverse; sin embargo, esa primavera se sintió tan joven como las yemas que iban brotando en los abedules.
Nadie podría imaginar cuánto disfrutaba durmiendo entre sábanas limpias y saboreando guisos como Dios manda.
¡Por no mencionar lo contento que estaba en casa con Karin, que lo cuidaba con más cariño que una madre! La hermana había encargado al sastre ropa nueva para él y de vez en cuando salía de la cocina y le ofrecía un buen bocado, como si en el fondo él no fuera más que un crío.
Y ¡qué decir de los extraordinarios sucesos ocurridos mientras él trajinaba en el monte! A Ingmar solo le habían llegado vagos rumores acerca de la secta de Hellgum; sin embargo, oyendo a Karin y Halvor describir su felicidad y la forma en que ellos y sus correligionarios se apoyaban mutuamente para seguir los caminos de Dios, pensó que sonaba muy hermoso.
«Estamos seguros de que te unirás a nosotros», dijo Karin. Ingmar le contestó que ganas no le faltaban pero que primero debía meditarlo. «Durante todo el invierno no he hecho más que esperar tu regreso para que participaras de nuestra bienaventuranza -le dijo su hermana-, porque nosotros ya no vivimos en la tierra sino en la nueva Jerusalén descendida del cielo.»
Por otro lado, para Ingmar fue una buena noticia saber que Hellgum todavía vivía entre ellos. El verano pasado Hellgum solía bajar al aserradero a charlar con Ingmar y se habían hecho buenos amigos. Ingmar sentía admiración por Hellgum y lo consideraba el mejor individuo con que se había topado nunca. No recordaba haber conocido a nadie que le superara ni en hombría ni en grandilocuencia, ni que poseyera tanta confianza en sí mismo.
En más de una ocasión, cuando iban con retraso, Hellgum, quitándose la chaqueta de un tirón, se había puesto a ayudarles con la sierra. Y entonces Ingmar volvía a asombrarse, nunca antes había visto a alguien trabajar con aquella eficacia suya.
Ahora Hellgum se encontraba realizando un viaje de unos días; pero se le esperaba en cualquier momento.
«Apenas hables con Hellgum te unirás a nosotros, ya lo verás», le repetía Karin sin cesar. E Ingmar también lo creía, aunque le preocupaba la idea de hacerse miembro de algo que su padre no hubiese aprobado. «Pero si fue justamente padre quien nos enseñó a seguir los caminos de Dios», protestaba Karin.
Todo era tan perfecto… Ingmar nunca hubiese imaginado que fuera tan delicioso estar de nuevo entre seres humanos. Una única cosa echaba de menos y es que, por desgracia, nadie le hablaba del maestro ni de Gertrud, y a ella hacía un año entero que no la veía. El verano anterior, en cambio, no le faltaron noticias suyas porque siempre había alguien que casi a diario le contaba algo acerca de la familia Storm.
Se suponía que ese silencio no era más que algo ocasional y fortuito. Sin embargo, qué angustioso resulta sentir demasiada vergüenza para preguntar y que al mismo tiempo a nadie le dé por hablar acerca de lo único que uno quiere oír.
Por otro lado, si Ingmar estaba contento y feliz, la situación de Stark Ingmar era muy distinta. El viejo estaba enfurruñado y taciturno y costaba mucho complacerle.
– Me parece a mí que echas de menos el bosque -le dijo Ingmar una tarde que estaban sentados cada uno en un tronco, comiéndose el bocadillo de la cena.
– Bien sabe Dios que es verdad -respondió el anciano-. Ojalá nunca hubiera vuelto a casa.
– ¿Qué ocurre de malo en tu casa? -quiso saber Ingmar.
– ¿Y tú me lo preguntas? -contestó Stark Ingmar-. Juraría que tú sabes tanto como yo que Hellgum se ha descarriado.
Ingmar respondió que, al contrario, según contaban, se había vuelto un gran hombre.
– Sí, tan grande que ha puesto la comarca entera patas arriba.
Ingmar pensó que era muy curioso que Stark Ingmar nunca mostrara la menor señal de afecto por sus parientes. Lo único que le importaba era Ingmarsgården y los Ingmarsson. Tuvo que ser Ingmar quien defendiera a su yerno.
– A mí su doctrina me gusta -dijo.
– ¿Ah, sí? -exclamó el viejo mirándole con amargura-. ¿Y crees tú que don Ingmar habría dicho lo mismo?
Ingmar contestó que a su padre seguro que le habría gustado vivir entre justos.
– ¿Te refieres a que don Ingmar habría estado de acuerdo en tildar de diablo y anticristo a cualquiera que no se uniese a la secta y que se habría negado a ver a un viejo amigo sólo porque éste eligiera conservar sus propias creencias?
– No creo yo que gente como Hellgum o Halvor o Karin se comporten de ese modo -repuso Ingmar.
– ¿Por qué no pruebas de oponerte a ellos para comprobar cuánto vales a sus ojos?
Ingmar partió un gran trozo de su bocadillo y se llenó la boca de pan. Cuánto le irritaba que Stark Ingmar estuviera de tan mal humor.
– Ja, ja -cacareó el viejo de repente-. ¡Así es la vida! Aquí estás tú, el hijo de don Ingmar en persona, y nadie te hace ni caso. En cambio, mi Anna Lisa y su marido se relacionan con las mejores familias de la comarca, los notables se inclinan y levantan el sombrero ante ellos y ellos se pasan el día de comilona en comilona.
Ingmar siguió llenándose la boca y masticando, aquello no merecía respuesta.
Sin embargo, Stark Ingmar volvió a la carga.
– Me consta que es una hermosa doctrina, sí señor, por eso la mitad de la parroquia se ha unido a ellos. El poder que tiene ese Hellgum no lo ha tenido nadie aquí antes, ni siquiera don Ingmar. Consigue separar a padres e hijos predicando que quienes están de su parte no pueden vivir entre pecadores. Basta con una señal de Hellgum para que un hermano abandone a su hermano, o un amigo a su amigo, o un prometido a su prometida. Con ese poder ha logrado que este invierno haya habido luchas y divisiones en cada casa del pueblo. Vamos, que a don Ingmar todo esto le hubiese encantado, a él, nada menos. Seguro que habría secundado a Hellgum en todo; y tanto que sí.
Ingmar subió y bajó la mirada por el barranco junto al cual estaban sentados. Habría deseado salir corriendo, se daba cuenta de que Stark Ingmar exageraba, pero aun así había conseguido aguarle la fiesta.
– Bueno -continuó el viejo-, no voy a negar que lo que hace Hellgum es fantástico: eso de conseguir que los de su grupo hagan piña y que los que antes estaban enemistados ahora sean amigos. O eso de tomar de los ricos y dárselo a los pobres, o lo de hacer que todos se preocupen de la conducta de todos. Lo que pasa es que me dan pena esos a los que deja fuera y llama hijos del diablo. En cambio, a ti no, por lo visto.
Ingmar estaba harto de oír a Stark Ingmar hablar mal de Hellgum.
– Con la concordia que había antes en nuestra parroquia -prosiguió el aparcero-, pero eran otros tiempos. En época de don Ingmar se decía que éramos la gente más amistosa de Dalecarlia y sólo por nuestro compañerismo. En cambio, ahora tenemos ángeles por un lado y demonios por el otro, y que si yo corderos y tú cabras.
«Ojalá estuviese en marcha la sierra -pensó Ingmar-, así no tendría que aguantar tanta cháchara.»
– Hasta tú y yo partiremos peras dentro de poco -continuó Stark Ingmar-. Si te pasas a los suyos no permitirán que estés conmigo.
Ingmar blasfemó y se puso en pie.
– Como continúes hablando de esta manera es muy posible que acabemos como tú dices -le amenazó-. Deberías saber que no te conviene ponerme en contra de mi gente ni de Hellgum, que es el mejor hombre que he conocido.
Con esto, Ingmar pudo hacer callar al viejo. Al cabo de un rato, Stark Ingmar interrumpió el trabajo: quería bajar al pueblo para hablar con su amigo, el cabo Fält, porque, según dijo, hacía mucho tiempo que no charlaba con una persona sensata.
Ingmar se alegró de que se fuera. Siempre ocurre que, de vuelta tras una larga ausencia, evitamos todo aquello que pueda resultarnos desagradable y buscamos rodearnos de lo fácil, lo bonito y lo alegre.
Al día siguiente, Ingmar llegó al aserradero a las cinco de la madrugada; Stark Ingmar se le había anticipado.
– Hoy verás a Hellgum -le anunció el viejo-. Él y Anna Lisa volvieron tarde ayer por la noche. Tengo la impresión de que se han apresurado a volver de sus grandes banquetes sólo para convertirte.
– Vaya, ya empezamos -dijo Ingmar. La cháchara del viejo había resonado en sus oídos toda la noche. No había podido evitar preguntarse quién tenía razón. Sin embargo, ahora no pensaba escuchar ni una palabra más en contra de sus allegados.
Stark Ingmar se quedó callado un rato, luego se echó a reír por lo bajo.
– ¿Y ahora de qué te ríes? -quiso saber Ingmar, a punto de poner la sierra en marcha.
– Ah, sólo es por Gertrud, la hija del maestro.
– ¿Qué pasa con ella?
– Pues que dijeron ayer en el pueblo que ella era la única que tenía alguna influencia sobre Hellgum.
– ¿Y Gertrud qué tiene que ver con Hellgum?
Ingmar no acabó de mover la palanca porque si la sierra se hubiese puesto en funcionamiento no habría oído nada. El viejo le medía con los ojos.
– ¿No me habías prohibido hablar de este asunto?
Ingmar esbozó una sonrisa.
– Viejo zorro, siempre te sales con la tuya -le dijo.
– Es esa loca de Gunhild, la hija del concejal Lars Clementsson.
– No tiene nada de loca -terció Ingmar.
– Llámalo como quieras, pero la cuestión es que ella estaba presente en Ingmarsgården cuando se fundó la secta. Nada más llegar a su casa, les dijo a sus padres que había adoptado la única y verdadera religión y que debía abandonar su hogar e ir a vivir con los Ingmarsson. Como es natural, los padres le preguntaron por qué quería mudarse. «Pues para poder llevar una vida cristiana», contestó ella. Le respondieron que eso también podía hacerlo en su propia casa. «Ah, no, eso no se puede hacer viviendo con gente que no es de tu misma fe.» «¿Quieres decir que todos van a mudarse a la finca de los Ingmarsson?», le preguntó el vocal Clementsson. No, sólo ella. Los otros ya vivían con verdaderos cristianos. El concejal Clementsson es un buen hombre, y tanto él como su esposa intentaron disuadir a Gunhild por las buenas; pero la chica se empecinó y exasperó a su padre hasta tal punto de que Clementsson acabó por encerrarla en la alcoba y le dijo que allí se quedaría hasta que entrara en razón.
– Pensaba que ibas a hablarme de Gertrud -repuso Ingmar.
– Todo llegará, si tienes paciencia. Aunque igual me da empezar por el final: al día siguiente, cuando Gertrud y la señora Stina estaban hilando en la cocina llegó la señora del concejal Clementsson. Al verla se asustaron. La señora Clementsson, normalmente una mujer muy risueña, tenía la cara hinchada de tanto llorar. «¿Qué pasa, qué ha ocurrido y por qué pone usted esa cara tan triste?» Entonces, la señora Clementsson dijo: «¿Qué cara va a poner una cuando ha perdido a quien más quería?» Cómo me gustaría abofetearles -rezongó el viejo.
– ¿A quién? -preguntó Ingmar.
– Pues a Hellgum y Anna Lisa -dijo Stark Ingmar-. Resulta que habían ido a casa de los Clementsson durante la noche para raptar a Gunhild. -Ingmar soltó una exclamación-. ¡Quién iba a creer que mi hija se casaría con un granuja! -dijo el viejo-. En plena noche la llamaron golpeando los cristales de la alcoba y le preguntaron que por qué no se había mudado a casa de los Ingmarsson. Ella les explicó que sus padres la habían encerrado con llave. «Esa idea está inspirada por el diablo», sentenció Hellgum. Los padres lo oyeron todo.
– ¿Lo oyeron?
– Sí, estaban acostados en la alcoba contigua con la puerta entreabierta y oyeron todo lo que dijo Hellgum para convencer a su hija.
– Pero podrían haberle echado de allí, ¿no?
– No, porque creyeron que Gunhild debía escoger por sí misma, jamás se les ocurrió que pudiera elegir marcharse de casa con lo buenos que siempre han sido con ella. Estaban allí acostados esperando oírla decir que nunca abandonaría a sus ancianos padres.
– ¿Y al final se fue?
– Sí, Hellgum no dejó de insistir hasta que ella aceptó irse con él. Y cuando el concejal y su señora oyeron que su hija no podía resistirse la dejaron marchar. Hay gente que es así. Sin embargo, por la mañana la madre se había arrepentido y le pidió a su marido que subiera hasta Ingmarsgården para traerla de vuelta a casa. «Ni hablar», repuso él, «no la iré a buscar ni quiero verla más, a menos que vuelva ella voluntariamente». Entonces la señora Clementsson fue corriendo a casa del maestro a rogarle a Gertrud que hablara con Gunhild.
– ¿Y Gertrud fue?
– Sí, fue hasta allí y habló con Gunhild, pero Gunhild no le hizo el menor caso.
– Pues yo no he visto a Gunhild por casa -dijo Ingmar, pensativo.
– No, ahora ya está en casa de sus padres otra vez. Lo que pasó es que cuando Gertrud salía de hablar con Gunhild vio a Hellgum.
«He aquí el causante de tanta desgracia», pensó ella. Así que se fue directa hacia él y empezaron a discutir. Por poco le pone la mano encima.
– Gertrud sabe colocar los puntos sobre las íes -dijo Ingmar con admiración.
– Le dijo a Hellgum que al raptar a una doncella en medio de la noche se comportaba como un bárbaro y no como un maestro cristiano.
– ¿Y Hellgum qué respondió?
– Se quedó callado escuchando, y al cabo de un rato dijo muy dócilmente que tenía razón y que reconocía que se había excedido. Así que por la tarde devolvió a Gunhild a la casa de sus padres y todo se arregló.
Al finalizar Stark Ingmar su relato, Ingmar alzó la vista sonriendo.
– Gertrud es estupenda -dijo-, y Hellgum también es una gran persona, aunque sea un poco alocado.
– Vaya, así que te lo tomas de ese modo -dijo el viejo-. Pensaba que te preguntarías que por qué Hellgum se muestra tan condescendiente para con Gertrud. -A lo cual Ingmar no respondió.
Stark Ingmar también permaneció callado un rato, hasta que cargó de nuevo:
– Mucha gente del pueblo me pregunta por ti, quieren saber de qué parte estás.
– ¿Y qué importa eso?
– Deja que te diga una cosa -repuso el viejo-: la gente de este pueblo está acostumbrada a que alguien mande y decida por ellos. Pero ahora don Ingmar no está, y el maestro ha perdido su poder, y el párroco nunca ha sido diestro en eso de gobernar. Por eso, mientras tú te mantengas al margen, ellos seguirán a Hellgum.
Ingmar, con aspecto atormentado, dejó caer las manos.
– Pero si yo no sé quién tiene razón.
– La gente está esperando que les liberes de Hellgum. Puedes estar seguro de que nos hemos ahorrado mucho sufrimiento estando fuera este invierno. Creo que lo más doloroso se dio al principio, antes de que la gente se acostumbrara a esta fiebre de conversiones religiosas y a que se les dijera que eran unos endemoniados y unos perros del infierno. Lo peor ha sido que hasta los niños conversos se pusieran a predicar.
– ¿Dices que hasta los niños predicaban? -repitió Ingmar incrédulo.
– Sí, Hellgum les había dicho que debían servir al Señor en vez de jugar, y entonces ellos se dedicaron a convertir a los mayores. Se emboscaban por los caminos y se le echaban encima a todo aquel que pasara, gritando a coro: «¿No vas a plantarle cara al diablo? ¿Quieres seguir viviendo en pecado?»
Ingmar, extremadamente reacio, se negaba a dar crédito a lo que le contaba el viejo amigo de su padre.
– Seguro que todo esto son patrañas que te ha contado ese Fält y tú te las has creído -dijo.
– Precisamente quería hablarte de eso -repuso Stark Ingmar-. Fält está acabado. Cuando me pongo a pensar que todo esto ha salido de Ingmarsgården, siento vergüenza de mirar a la gente a la cara.
– ¿Le han hecho algún mal a Fält? -preguntó Ingmar.
– Bah, fueron esos niños. Una tarde que no tenían nada que hacer, se les ocurrió que podrían llegarse hasta casa de Fält y convertirle. Por supuesto que habían oído que Fält era un gran pecador.
– Pero si antes todos los niños temían más a Fält que al hombre del saco -repuso Ingmar.
– Sí, éstos también le tenían miedo, pero supongo que su plan consistía en hacer algo verdaderamente heroico. Llegaron a su cabaña al anochecer, mientras Fält cocía las gachas para su cena. Abrieron la puerta y al ver a Fält ahí sentado con su bigote hirsuto, su nariz hendida y su mirada de tuerto clavada en el fuego, todos se asustaron y un par de los chiquillos más pequeños se fueron corriendo; pero una docena se atrevió a entrar y se arrodilló alrededor del viejo y empezó a entonar cánticos y rezar.
– ¿Y él no los echó? -preguntó Ingmar.
– Ojalá lo hubiera hecho -se lamentó Stark Ingmar-, no sé qué mosca le picó. Debía estar pensando en lo solo y abandonado que se encontraba en su vejez, el pobre. Aparte de que fueran niños los que vinieron. Debió conmoverle el hecho de que siempre le hubiesen tenido miedo y de pronto ver todos esos ojitos anegados en lágrimas mirándolo. Los niños no esperaban otra cosa que se levantara de golpe y empezara a darles de palos. Cantaban y rezaban, pero preparados para echar a correr al menor gesto del viejo. Entonces un par de ellos percibió un tic en el rostro de Fält. «Ahora, ahora», pensaron, y se levantaron de un salto dispuestos a huir. Sin embargo, mi viejo compadre sólo guiñó el ojo sano para dar paso a una lágrima. Los niños se pusieron a clamar aleluyas, y ahora Fält, como te decía, ya no es lo que era. No hace más que ir de reunión en reunión y se pasa todo el día ayunando y rezando y escuchando la voz de Dios.
– Pues no veo yo que eso sea una desgracia -dijo Ingmar-. Fält iba camino de matarse con la bebida.
– No, como a ti te sobran los amigos uno más o uno menos da igual; hasta te parecería bien que la chiquillería hubiese convertido al maestro.
– No me digas que esos pobres niños se han atrevido a meterse con Storm -dijo Ingmar atónito. Después de todo, quizá fuera cierto que la parroquia estuviera patas arriba como decía Stark Ingmar.
– Y tanto que sí, una veintena de niños se metió en el aula una tarde mientras Storm redactaba algo en sus cuadernos y empezaron a sermonearle.
– ¿Y Storm qué hizo? -quiso saber Ingmar, sin poder evitar una carcajada.
– De entrada se quedó tan perplejo que no pudo decir ni hacer nada. Pero la cuestión es que Hellgum había entrado en la cocina para hablar con Gertrud sólo unos instantes antes.
– ¿Fue a ver a Gertrud?
– Sí, Hellgum y Gertrud se han hecho muy buenos amigos desde que él se doblegó a sus deseos en el asunto de Gunhild. Cuando Gertrud oyó el jaleo que se había armado en el aula le dijo a Hellgum: «Llega usted justo a tiempo para ver algo insólito. A partir de ahora los niños vendrán a la escuela a impartir clases a su maestro.» Cosa que hizo reír a Hellgum; me imagino que comprendería que esa jugarreta era una locura. Así que echó de allí a los niños en un periquete y sanseacabó. -Y observó a Ingmar de un modo especial, como cuando el cazador contempla el oso que acaba de abatir y se pregunta si será necesario rematarlo con un tiro más.
– No sé qué esperas de mí -dijo Ingmar.
– ¿Qué quieres que espere si no eres más que un crío? Además, no tienes nada en propiedad. Lo único que tienes son dos manos vacías.
– Se diría que lo que quieres es que mate a Hellgum.
– Abajo en el pueblo dicen que todo se arreglaría si pudieras convencer a Hellgum de que se fuera de aquí.
– Toda nueva religión provoca luchas y cismas, siempre ha sido así -observó Ingmar.
– De todos modos, sería una buena oportunidad de demostrar lo que vales -se obstinó Stark Ingmar.
Ingmar le volvió la espalda y puso en marcha la sierra. Lo que más le habría gustado preguntar era qué había pasado con Gertrud, y si ya se había unido a los hellgumianos; pero era demasiado orgulloso para revelar su inquietud.
A las ocho regresó a la casa para desayunar. Como de costumbre, sobre la mesa le esperaba abundante y apetitosa comida, y Halvor y Karin se mostraron especialmente afables. Nada más verles, Ingmar pensó que todo lo que Stark Ingmar le había contado no eran más que disparates. Recobró los ánimos y se convenció de que el viejo había exagerado.
No obstante, su preocupación por Gertrud reapareció con tanta virulencia que le cortó el apetito.
– ¿No has bajado a casa del maestro últimamente, Karin? -preguntó de repente.
– No -respondió Karin-. Cómo quieres que me mezcle con esa gente impía.
Ingmar permaneció un buen rato sin decir nada, ya que aquella respuesta merecía considerarse a fondo. ¿Qué era lo correcto en aquel momento, hablar o quedarse callado? Si hablaba se enemistaría con los de su casa; por otro lado, tampoco quería que nadie pensase que él aprobaba las injusticias.
– Yo nunca he notado nada impío en su modo de vida -dijo al cabo-, y eso que he vivido con ellos cuatro años.
Ahora le tocó a Karin preguntarse lo que Ingmar se había preguntado hacía sólo unos instantes: si debía callar o decir lo que pensaba. Evidentemente, estaba obligada a atenerse a la verdad, por mucho que a Ingmar le doliera, así que su respuesta fue que si una persona se negaba a seguir la llamada de Dios, no quedaba otro remedio que considerarla impía.
Luego Halvor terció:
– Para los niños y para su educación es de una importancia capital.
– Storm ha educado toda la comarca, Halvor, incluido a ti.
– Pero no nos ha enseñado a vivir como se debe -dijo Karin.
– En mi opinión, eso es algo que tú, Karin, siempre has intentado hacer.
– Ingmar, déjame que te explique lo que representa vivir según la doctrina de antes. Es como andar sobre un tronco redondo: ora avanzas, ora te caes. Pero si dejo que mis convecinos me den sus manos y me sostengan, podré caminar por la estrecha vía de los justos sin caerme.
– De acuerdo -dijo Ingmar-, pero eso no tiene ningún mérito.
– Te equivocas, sigue siendo difícil, pero ya no imposible.
– Bueno, pero ¿qué me decías del maestro y su familia? -insistió Ingmar.
– Sí, que los nuestros sacaron a sus hijos de la escuela. No queremos que los niños aprendan nada de la vieja doctrina.
– ¿Y el maestro qué dijo?
– Dijo que hay una ley que obliga a los niños a ir a la escuela.
– Opino lo mismo.
– Por lo que envió al alguacil a buscar a los hijos de Israel Tomasson y Krister Larsson a sus casas.
– ¿Y ahora os habéis enemistado con los Storm?
– Nosotros sólo frecuentamos a nuestros hermanos.
– Apuesto a que os habéis enemistado con todo el mundo.
– Sólo nos guardamos de tratar con aquellos que quieren inducirnos al pecado.
Cuanto más hablaban, más iban bajando la voz; cada nueva palabra aumentaba su ansiedad porque a las claras se veía que aquella conversación les conducía a una situación lamentable.
– Pero puedo darte saludos de Gertrud -dijo Karin tratando de sonar más alegre-. Hellgum ha hablado mucho con ella este invierno y dice que esta noche piensa unirse a nosotros.
El labio de Ingmar empezó a temblar. Era como si todo el día hubiera estado esperando su ejecución y ahora sonase el disparo. En aquel momento la bala atravesaba la carne.
– Así que se une a vosotros -dijo casi imperceptiblemente-. Hay que ver todo lo que pasa aquí abajo mientras uno se mata trabajando arriba en los bosques. -Ingmar creyó comprender que desde el principio Hellgum le había estado dando coba a Gertrud y tendiendo lazos para atraparla-. ¿Y qué va a ser de mí ahora? -preguntó de repente. En su voz había un deje de desamparo muy extraño.
– Compartirás nuestra fe -dijo Halvor sin dudar-. Hellgum ha vuelto y en cuanto puedas intercambiar unas palabras con él, enseguida te convertirás.
– Puede que yo no quiera convertirme -dijo Ingmar. Halvor y Karin callaron-. Puede que yo no quiera tener una fe distinta a la de mi padre -insistió Ingmar.
– Mejor que no digas nada hasta que hayas hablado con Hellgum -le advirtió Karin.
– Supongo que si no me paso a los vuestros, no me querréis viviendo bajo vuestro techo -replicó Ingmar levantándose de la mesa.
Al no obtener respuesta, le pareció que todo su mundo se derrumbaba de golpe; pero no tardó en recomponerse y en adoptar un aire más valiente. «Mejor que aclaremos las cosas de una vez por todas», pensó.
– Quiero saber qué pasará con el aserradero -dijo.
Halvor y Karin se miraron, ambos temían pronunciarse.
– Ante todo recuerda que no hay nadie en el mundo a quien queramos más que a ti, Ingmar -dijo Halvor.
– De acuerdo, pero ¿qué pasará con el aserradero? -insistió Ingmar.
– Primero tienes que cortar toda la madera que hay, Ingmar.
Las elusivas respuestas de Halvor hicieron que Ingmar empezara a atar cabos.
– ¿No me digas que será Hellgum quien arriende el aserradero de ahora en adelante?
A Halvor y Karin la brusquedad de Ingmar les anonadaba, desde el momento en que le explicaron aquello sobre Gertrud les resultaba imposible razonar con él.
– Deja que Hellgum hable contigo -dijo Karin, apaciguadora.
– Te aseguro que hablará conmigo; pero eso no quita que yo quiera saber lo que me espera.
– Ya sabes que nosotros nos preocupamos por tu bien.
– Sí, pero será Hellgum quien se quede con el aserradero -repuso Ingmar.
– Si no encontramos una ocupación adecuada para Hellgum no podrá seguir viviendo aquí, en su propia patria. Hemos pensado que tú y él podríais ser socios, siempre y cuando te conviertas a la verdadera fe cristiana, claro. Hellgum es un hombre muy trabajador.
– No sé cuándo dejaste de llamar a las cosas por su nombre, Halvor -replicó Ingmar-. Lo único que pido es saber si Hellgum se quedará con el aserradero.
– Si tú te opones a Dios, será para él -respondió Halvor.
– Muchas gracias, Halvor, ahora sé cuánto me conviene pasarme a vuestra fe.
– Sabes perfectamente que no era nuestra intención plantearlo de esa forma -terció Karin.
– Vuestras intenciones las entiendo de sobras -dijo Ingmar-. Gertrud, el aserradero y el hogar de mi familia durante generaciones, todo lo pierdo si no me paso a los vuestros.
Ingmar tuvo que abandonar la habitación, no se atrevía a permanecer ahí dentro por más tiempo. Al salir al patio volvió a pensar:
«Mejor que esto acabe de una vez, es preferible saber a qué atenerse.»
A grandes zancadas se encaminó hacia la escuela.
Cuando llegó y se disponía a cruzar la verja del jardín, empezó a caer un aguacero, una auténtica lluvia de primavera, cálida y fina. En el hermoso jardín todo eran capullos y brotes nuevos. La hierba reverdecía tan rápidamente que era como si la vieras surgir de la tierra. Gertrud se encontraba en la escalera del porche mirando la lluvia, parcialmente oculta por las ramas de dos grandes cerezos alisos repletos de hojas que despuntaban.
Ingmar detuvo sus pasos, sorprendido de encontrar tanta belleza y tanta paz. Una vez más, el estado de excitación en que se encontraba se calmó un poco. Gertrud todavía no lo había visto; él cerró la verja despacio y se dirigió hacia ella.
Pero ya más cerca, volvió a detenerse pasmado. La última vez que la había visto era poco más que una niña; sin embargo, durante el año transcurrido sin que se vieran, Gertrud se había convertido en una bella sílfide. Vio una muchacha alta y esbelta que había terminado sus estudios. Su cabeza coronaba con elegancia un cuello delicado, su cutis era del blanco de las palomas pero con un toque de lozanía rosácea en las mejillas. En cuanto a sus ojos, tenían ahora una mirada profunda y anhelante, y la expresión de su rostro había pasado de juguetona y alegre a ser algo grave y lánguida.
Al descubrir en Gertrud este nuevo aspecto, Ingmar sintió que su corazón se llenaba de ternura, y todo él sintió un arrebato de júbilo, como en la celebración de una gran festividad. Sus sentimientos eran tan hermosos que le hubiera gustado caer de rodillas y darle las gracias a Dios.
En cambio, Gertrud, al verlo, dejó que se endurecieran las líneas de su rostro y arrugó el entrecejo.
Aquel día las ideas discurrían más veloces que de costumbre en la cabeza de Ingmar. Enseguida comprendió que a ella le disgustaba su visita, y esa certeza le dolió como una puñalada. «Quieren apartarla de mí -pensó-. Ya lo han hecho, la han apartado de mí.»
Su júbilo se esfumó dando paso a la excitación y desasosiego anteriores. Sin el menor preámbulo, le preguntó si era verdad que tenía intención de unirse a Hellgum y sus secuaces. Gertrud contestó que así era. Ingmar le preguntó si había considerado el hecho de que los hellgumianos no le permitirían tener más amistades que sus correligionarios. Gertrud contestó muy despacio que sí lo había tenido en cuenta.
– ¿Y tu padre y tu madre te han dado su consentimiento? -inquirió Ingmar.
– No -respondió ella-, todavía no saben nada.
– Pero Gertrud…
– Calla, Ingmar, lo hago para obtener paz de espíritu. Dios me obliga.
– Bah. No es Dios, sino… -Gertrud se volvió bruscamente hacia él, ante lo cual Ingmar sólo dijo-: Pues quiero que sepas que yo jamás me uniré a los hellgumianos. Si te haces de los suyos, tú y yo estaremos separados para siempre.
Gertrud lo miró como si nada pudiera importarle menos.
– No lo hagas, Gertrud -le suplicó Ingmar.
– No creas que actúo por impulso. He reflexionado mucho.
– Pues tienes que reflexionar más.
Gertrud le dio la espalda con impaciencia.
– Debes recapacitar no sólo por ti, sino también por Hellgum -insistió Ingmar, cada vez más airado y agarrándola por el brazo para retenerla.
Gertrud se sacudió la mano de encima.
– ¿Has perdido el juicio, Ingmar?
– Sí -contestó él-. Lo que hace Hellgum me está volviendo loco, hay que ponerle fin a todo esto.
– ¿A qué hay que ponerle fin?
– Ya lo sabrás en otro momento.
Gertrud sacudió los hombros.
– Adiós, Gertrud -dijo Ingmar-, y recuerda lo que te digo, nunca pertenecerás a los hellgumianos.
– ¿Qué piensas hacer, Ingmar? -quiso saber la muchacha, empezando a preocuparse.
– Adiós, Gertrud, ¡y piensa en lo que te he dicho! -le gritó Ingmar alejándose por el sendero de arena.
Se dirigió de nuevo a su casa. «Si tuviera el buen tino de mi padre… -se decía por el camino-. Si tuviera la autoridad de don Ingmar… ¿Qué voy a hacer? Estoy a punto de perder todo cuanto me es querido y no veo ninguna salida.» Lo único que sabía a ciencia cierta era que, si toda aquella desgracia finalmente caía sobre él, Hellgum no saldría indemne.
Fue derecho a la cabaña de Stark Ingmar para provocar un encuentro con Hellgum. Al llegar a la puerta oyó voces discutiendo en voz alta y alterada. Al parecer, había varios visitantes en la cabaña. Ingmar dio media vuelta. Al retirarse oyó que un hombre chillaba enfurecido: «Johan Hellgum, somos tres hermanos que hemos venido de muy lejos para hacerte responder por nuestro hermano pequeño que hace dos años se marchó a América. Allí se hizo miembro de tu secta y acabamos de recibir una carta en la que nos cuentan que se ha vuelto loco de tanto cavilar sobre tus enseñanzas.»
Ingmar continuó alejándose a toda prisa. Por lo visto, no sólo él tenía quejas contra Hellgum, había otros que sentían su misma impotencia.
Bajó hasta el aserradero. Stark Ingmar ya había puesto la sierra en marcha. Entre el chirrido de la sierra y el estruendo del rabión a Ingmar le pareció oír un grito. Sin embargo, no hizo caso, no estaba de humor para otra cosa que el odio exacerbado que sentía contra Hellgum. Iba enumerando en voz baja todo lo que éste le había robado, primero a Karin y Gertrud, luego el aserradero y su casa.
De nuevo le pareció oír un grito y cayó en la cuenta de que Hellgum y los desconocidos seguramente se habrían enzarzado en una pelea. «Ojalá lo maten a palos», pensó.
En ese momento oyó claramente una llamada de auxilio y echó a correr cuesta abajo. A medida que se aproximaba fue escuchando con más nitidez las llamadas de socorro de Hellgum, y una vez frente a la cabaña le pareció que el suelo temblaba bajo el fragor de la lucha.
Ingmar tenía por costumbre abrir las puertas de forma sigilosa, pero esta vez se esmeró el doble en su sigilo. Luego se deslizó tímidamente en el interior. Dentro vio a Hellgum contra la pared protegiéndose con un hacha corta mientras tres forasteros, a cual más fornido y corpulento, le atacaban con leños que blandían a guisa de mazos. No llevaban escopetas, de lo cual se deducía que sólo habían ido a darle una buena paliza; pero al defenderse, Hellgum había despertado en ellos su instinto asesino y resultaba obvio que ahora la lucha era a vida o muerte.
A Ingmar apenas le prestaron atención, creyendo que no era más que un mocoso grandullón y zafio.
Ingmar se quedó quieto mirando. Le parecía que soñaba despierto, como cuando lo que más ansias se presenta ante tus ojos sin saber cómo. De vez en cuando, Hellgum pedía socorro. «No creerás que soy tan tonto como para ayudarte», pensó Ingmar.
Uno de los hombres logró asestarle un golpe en la cabeza con tanta fuerza que Hellgum soltó el hacha y se desplomó. Entonces los otros tiraron los leños, sacaron cuchillos y se abalanzaron sobre él. En ese instante, a Ingmar le cruzó el pensamiento un viejo dicho sobre los miembros de su familia, según el cual, cada uno de ellos se veía obligado a cometer una injusticia o ignominia, al menos una vez en la vida. ¿Era esto lo que le tocaba a él?
De repente, uno de los asaltantes sintió que unos brazos le agarraban por detrás, lo levantaban y lo arrojaban fuera de la cabaña. El segundo apenas tuvo tiempo de intentar levantarse cuando ya había corrido la misma suerte, y el tercero, que sí consiguió ponerse en pie, recibió un empujón que lo envió de espaldas a la calle con los otros dos.
Cuando los tres estuvieron fuera, Ingmar ocupó todo el hueco del umbral.
– ¿Os apetece volver a entrar? -les dijo con una risotada. No le habría importado que lo atacaran, pues había descubierto cuán divertido era hacer uso de toda su fuerza.
Los tres hermanos parecían dispuestos a reiniciar la pelea. Pero entonces uno de ellos dijo ver a alguien que asomaba tras los alisos de la vereda y les instó a huir.
Enfurecidos por no haber podido con Hellgum, justo en el momento en que se daban la vuelta para escapar, uno de ellos se volvió, corrió hasta Ingmar y le asestó una cuchillada en el cuello.
– Toma esto por meterte en nuestros asuntos -le espetó.
Ingmar cayó al suelo mientras el bruto se alejaba burlándose con sonoras carcajadas.
Al cabo de unos minutos Karin llegó a la cabaña. Se encontró con Ingmar sentado en el quicio de la puerta con el cuello sangrando. Dentro vio a Hellgum. Se había incorporado y estaba de pie apoyado contra la pared. Seguía empuñando el hacha y tenía el rostro ensangrentado.
Karin no había visto a los fugitivos y creyó que había sido Ingmar quien había atacado a Hellgum causándole aquellas heridas. Se quedó tan horrorizada que las piernas le temblaban. «No, no es posible -pensó-, no puede ser que alguien de la familia sea un asesino.» Pero en el acto le vino a la mente la historia de su madre. «De ahí le viene», se dijo.
Entonces, dejando atrás a su hermano, corrió hacia Hellgum.
– ¡No, no, primero Ingmar! -le gritó Hellgum.
– No se atiende al asesino antes que a su víctima -repuso Karin.
– ¡Primero a Ingmar, primero a Ingmar! -chilló Hellgum, tan excitado que hasta blandió el hacha en dirección a ella-. ¿No ves que él me ha salvado la vida?
Cuando Karin finalmente comprendió la situación y se volvió hacia su hermano, él ya no estaba allí. Lo vio cruzar el patio tambaleándose. Echó a correr tras él.
– ¡Ingmar, Ingmar! -le llamaba.
A Karin no le costó darle alcance. Le puso la mano en el hombro y le dijo:
– Ingmar, estate quieto para que pueda curarte la herida.
Él se sacudió la mano de encima y continuó andando. Caminaba en línea recta, igual que un ciego, sin seguir camino o sendero alguno. La sangre de la herida, escurriéndose bajo la ropa, formaba un reguero que le bajaba hasta el zapato. A cada paso, la presión hacía saltar gotas de sangre que dejaban huellas rojas en el suelo.
Karin se retorcía las manos mientras lo seguía.
– ¡Para, Ingmar, para! ¿Adónde quieres ir? ¡Ingmar, detente!
Él siguió caminando recto en dirección al bosque, donde seguro que nadie podría auxiliarle. Karin tenía los ojos clavados en el zapato que chorreaba sangre. Las huellas se volvían más y más rojas por momentos. «Se dirige al bosque para echarse ahí y desangrarse», pensó Karin.
– Que Dios te bendiga, Ingmar, por haber socorrido a Hellgum -dijo dulcemente-. Hay que tener mucha hombría para hacer algo así, y mucha fuerza.
Ingmar siguió adelante sin prestarle atención.
Karin se apresuró a adelantarle y le interceptó el paso. Él se hizo a un lado sin levantar la vista hacia ella. Lo único que le concedió fue un murmullo:
– ¡Anda, corre a ayudar a Hellgum, ve!
– Ingmar, quiero que sepas que Halvor y yo estábamos muy apenados por nuestra conversación de esta mañana. Justamente, iba a ver a Hellgum para decirle que, pasara lo que pasara, tú te quedarías con el aserradero.
– Bueno, pues ahora podrás dárselo a él -soltó Ingmar, sin pararse; tropezando con piedras y troncos, pero siempre adelante.
Karin, detrás de él, intentaba conmoverle.
– Te pido perdón por mi error y creer, aunque sólo fuera unos segundos, que te habías peleado con Hellgum. Si lo piensas, no es de extrañar que lo creyera.
– Ya, no te extrañó en absoluto que tu hermano fuera un asesino -replicó Ingmar sin mirarla.
Y siguió caminando sin pausa. Cada brizna de hierba que se enderezaba tras sus pisadas dejaba caer una gota de sangre.
Que Ingmar nombrara tanto a Hellgum hizo comprender a Karin cuánto odio le profesaba su hermano, al tiempo que comprendía la grandeza de lo que acababa de hacer.
– Lo que has hecho hoy te dará fama y gloria, Ingmar -le dijo-. No querrás renunciar a tan buena reputación muriéndote ahora, ¿verdad?
Karin lo oyó mofarse mientras seguía andando. Por fin, él volvió su rostro pálido y demacrado hacia ella.
– ¿Por qué no te vas a casa, Karin? Sé muy bien a quién preferirías ayudar.
Su marcha se hizo más tambaleante y ahora el reguero de sangre que dejaba a su paso trazaba una línea continua sobre el terreno.
Toda esa sangre sacó a Karin de quicio. La verdad es que el gran amor que siempre había sentido por Ingmar, alimentado ahora por aquel rastro de sangre, empezó a palpitar con fuerza renovada. Además, se sentía muy orgullosa de él por haber demostrado que era una rama sana del noble árbol de la familia.
– Ingmar -dijo-, no creo que halles clemencia ni ante Dios ni ante los hombres si despilfarras tu vida de esta manera. Y quiero que sepas que si puedo hacer algo para que recuperes las ganas de vivir, no tienes más que decirlo.
Él se paró, agarrándose al tronco de un árbol para sostenerse. Karin oyó una risa desconfiada antes de que él le contestara:
– ¿Pues por qué no mandas a Hellgum de vuelta a América?
Karin se quedó absorta contemplando el charco de sangre que se estaba formando alrededor del pie izquierdo de su hermano. Intentaba recapacitar y comprender exactamente qué era lo que él le pedía. Por lo visto, que abandonara el hermoso jardín del Edén donde había habitado todo el invierno, y regresara al vicioso y mísero valle de lágrimas del cual había conseguido escapar.
Ingmar se giró en redondo. Su rostro tenía la palidez amarillenta de un cadáver. Sin embargo, el grueso labio inferior destacaba con más autoridad que nunca, y el rictus severo alrededor de la boca era muy patente. No parecía probable que fuera a echarse atrás en sus exigencias.
– No creo que Hellgum y yo podamos vivir juntos en este pueblo -dijo Ingmar-, aunque, por lo visto, tendré que ser yo quien se haga a un lado.
– ¡No! -exclamó Karin-. Si dejas que te cure y sobrevives, te prometo que lo arreglaré todo para que Hellgum se vaya.
«Seguro que Dios hallará a otro para que venga y nos ayude -pensó mientras hacía la promesa-, porque no veo otra salida que obedecer a Ingmar.»
Ingmar fue atendido y su herida vendada. El corte no era grave, sólo requería unos días de reposo. Yacía bien arropado en una cama del piso superior y Karin velaba a su lado.
Estuvo delirando todo el día, revivía los acontecimientos una y otra vez y su hermana no tardó en descubrir que la causa de sus problemas no sólo eran Hellgum y el aserradero.
Al anochecer, Ingmar se calmó y recuperó la lucidez, entonces Karin le dijo:
– Hay alguien que quiere hablar contigo.
Ingmar respondió que estaba demasiado cansado como para hablar con nadie.
– Si no me equivoco, esta visita te sentará bien -le aseguró Karin.
Gertrud entró en el cuarto, muy seria y afectada. A Ingmar le gustaba ya desde aquella época en que ella le hacía objeto de sus burlas y lo pinchaba; sin embargo, por aquel entonces siempre hubo algo en él que se resistía al amor. Ahora, en cambio, la ansiedad y la añoranza de todo un año habían hecho mella en Gertrud transformándola de tal modo que Ingmar, sólo con verla, sintió un deseo irresistible de conquistarla.
Al acercarse Gertrud a la cama, él se cubrió los ojos con la mano.
– ¿No quieres verme? -preguntó ella.
Ingmar sacudió la cabeza. Ahora era él quien se comportaba como un niño majadero.
– Sólo me permiten decirte unas palabras -dijo Gertrud.
– Supongo que has venido para anunciarme que te has hecho hellgumiana.
Gertrud cayó de rodillas junto a la cama y apartó la mano con que Ingmar se tapaba los ojos.
– Hay una cosa que no sabes, Ingmar. -Él la miró interrogante, pero sin decir nada. Gertrud sintió dudas y se ruborizó, pero al final dijo-: El verano pasado, justo cuando te mudaste de nuestra casa, yo había empezado a quererte de verdad.
Ingmar enrojeció y una leve sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios, pero enseguida recuperó su actitud seria y desconfiada.
– Te añoraba tanto, Ingmar… -Él sonrió incrédulo pero le dio unas suaves palmaditas en la mano para agradecerle que fuera tan bondadosa-. En cambio, tú no viniste a verme ni una sola vez -se quejó ella-. Era como si hubiese dejado de existir para ti.
– No quería verte hasta que fuera un hombre acomodado que pudiera pedirte en matrimonio -se justificó Ingmar como si fuera la cosa más obvia del mundo.
– Pero yo creía que me habías olvidado. -A Gertrud le afloraron las lágrimas-. No te imaginas el año que he pasado. Hellgum ha sido muy bueno conmigo y me ha consolado. Me dijo que mi corazón encontraría la paz si se lo entregaba enteramente a Dios.
Ahora Ingmar la miraba con una nueva esperanza en los ojos.
– Cuando viniste esta mañana me asusté, tenía miedo de no poder resistirme a ti y de tener que luchar conmigo misma de nuevo.
Por fin apareció una sonrisa radiante en el rostro de Ingmar. Pero igual siguió callado.
– Luego esta tarde me dijeron que habías socorrido a alguien a quien odias y entonces mis propósitos se vinieron abajo. -Las mejillas de Gertrud se encendieron-. Sentí que me era imposible hacer algo que me separara de ti. -Y se inclinó sobre la mano de Ingmar y la besó.
Éste tuvo la impresión de oír campanas de gloria junto a sus oídos. La paz de los domingos se extendió en su alma, y en su boca sintió la miel del amor derramando un delicioso bienestar hasta el último rincón de su ser.
Una nebulosa noche de verano de 1880, es decir, un par de años antes de que el maestro de la escuela construyese su templo y de que Hellgum regresara de América, el vapor de pasajeros galo L'Univers cruzaba el Atlántico en su travesía desde Nueva York a El Havre.
Debían de ser las cuatro de la madrugada y la totalidad de los pasajeros, así como la mayoría de la tripulación, dormían en sus literas. Las grandes cubiertas estaban desiertas.
En esos momentos de la aurora, un viejo marinero francés, incapaz de dormir, se volvía de un lado a otro en su hamaca. Había marejada y la madera del barco crujía y chirriaba sin cesar; sin embargo, no era esto lo que le impedía conciliar el sueño.
El marinero y sus compañeros descansaban tras un tabique en la entrecubierta, en un espacio grande pero de techo muy bajo. A la luz de un par de faroles el marinero podía ver las compactas filas de hamacas grises meciéndose despacio con su carga de hombres dormidos. Por una de las puertas, entraba de vez en cuando una ráfaga de aire tan húmedo y frío que todo ese mar de ahí fuera, agitándose en pequeñas olas verdosas bajo la niebla, se hacía presente en sus pensamientos.
«No hay nada como la mar», pensó el viejo. Y al punto le envolvió una extraña quietud. Ya no oía el resuello de las máquinas o el chirrido de las cadenas, o el chapoteo de las olas, o el zumbido del viento, no oía nada en absoluto.
Pensó que el buque se había hundido de repente y que él y sus compañeros nunca recibirían sepultura con mortaja en un ataúd; sino que colgarían de aquellas grises hamacas sumergidas en lo más hondo del océano para toda la eternidad.
Hasta ese momento, la idea de encontrar su tumba entre las olas le asustaba; ahora, en cambio, le complació. Le gustaba que fuera agua transparente y viva la que lo acogiera en lugar de la tierra negra, pesada y asfixiante del cementerio.
«No hay nada como la mar», pensó una vez más.
Pero luego, nuevas cavilaciones le inquietaron. Se preguntó si su alma podría verse perjudicada por el hecho de reposar en el fondo del mar sin haber recibido los Santos Sacramentos. Temía que la pobre nunca supiera encontrar el camino del cielo.
Entonces vislumbró un débil reflejo luminoso de la parte de proa, donde la sala se estrechaba, y se incorporó para ver de dónde provenía. Enseguida advirtió que se acercaban un par de personas llevando velas encendidas. El marinero se inclinó aún más para observarlas mejor.
Las hamacas colgaban tan cerca unas de otras y a tan poca distancia del suelo que si alguien quisiera atravesar la sala sin empujar o golpear a los que dormían, lo mejor sería avanzar a gatas. El viejo no acababa de entender quién podría estar en condiciones de abrirse paso de ese modo.
Pronto lo descubrió: eran dos monaguillos que aún llevaban sus bujías en la mano. Distinguió claramente sus largos hábitos negros y sus cabecitas rapadas.
El marinero no se sorprendió, le pareció natural que esos dos, tan bajitos, pudiesen pasearse con velas encendidas bajo las hamacas.
«Me pregunto si vendrán en compañía de un sacerdote.» Enseguida oyó el tintineo agudo de una campanilla y divisó una figura que los seguía; pero no era ningún sacerdote, sino una anciana no mucho más alta que los dos monaguillos.
Le pareció reconocerla. «Debe ser madre -pensó-. Nunca he visto a nadie de menor estatura que madre. Y sólo madre sería capaz de andar a hurtadillas de esa manera imperceptible y silenciosa sin despertar a nadie.»
Vio que su madre, sobre el vestido negro, llevaba una túnica larga de batista blanca con orla de encaje, como suelen vestir los sacerdotes. En su mano sostenía el grueso misal con la cruz dorada en la tapa que había visto miles de veces sobre el altar de la iglesia de su pueblo.
Los monaguillos colocaron las bujías al pie de su hamaca y se arrodillaron haciendo oscilar el incensario. El marinero percibió el dulce aroma del incienso, vio cómo se elevaban las volutas de humo y escuchó el tintineo de las cadenas del pebetero.
Mientras tanto, la madre abrió el grueso misal y a él le pareció que le administraba los últimos sacramentos.
Ahora yacer ahogado en el fondo del mar se le antojó una delicia y una bendición. Esto era mucho mejor que el cementerio.
Se estiró cuan largo era en la hamaca y aún por cierto tiempo le envolvió la voz de su madre murmurando frases en latín. El incienso humeaba a su alrededor y el tintineo de las cadenas del incensario acariciaba su oído.
De súbito, todo se acabó. Los monaguillos recogieron sus bujías y se abrieron paso delante de la mujer, que cerró el misal bruscamente y se fue tras ellos. El marinero vio esfumarse a los tres bajo el gris de las hamacas.
En el mismo momento en que los perdió de vista se acabó el silencio. De nuevo oyó la respiración de sus compañeros, el crujido de la madera del barco, los silbidos del viento y el vaivén de las olas. Comprendió que todavía pertenecía al dominio de los vivos que se mantenían a flote.
«Jesús, María y José, ¿qué puede significar lo que he visto esta noche?», se preguntó.
Al cabo de diez minutos L'Univers recibió un tremendo impacto en el centro del casco. Daba la impresión de que el buque entero se partía en dos.
«Esto era lo que estaba esperando», se dijo el viejo lobo de mar.
Durante la espantosa conmoción que siguió, mientras sus compañeros se tiraban medio desnudos de las hamacas, él se fue vistiendo lentamente con sus mejores galas. La deliciosa anticipación de la muerte que había saboreado le duraba en los labios, y sintió impaciencia por llegar a su nueva morada allá abajo en el fondo del océano.
Cuando el fuerte impacto sacudió el buque, un pequeño grumete dormía acurrucado en una garita de la cubierta a la que daba el salón comedor.
Medio dormido aún, se incorporó en su hamaca sin comprender lo que ocurría. Justo encima de su cabeza había un ojo de buey por el que miró al exterior. Sólo vio niebla y una protuberancia informe cuya grisura parecía surgir de la niebla misma. Creyó distinguir unas enormes alas cenicientas, se diría que un descomunal pájaro gris acababa de abalanzarse contra el vapor, el cual escoraba y daba bandazos bajo las garras de aquel monstruo que descargaba encarnizados golpes con el pico y las alas.
El pequeño grumete creyó morirse de miedo.
Pero al minuto siguiente se despejó completamente y descubrió que era un enorme velero lo que embestía al buque. Vislumbró unas velas enormes y una cubierta llena de gente enfundada en largos abrigos de piel y corriendo presa del pánico. El viento hostigaba el velamen y las innumerables lonas estaban tensadas como pieles de tambor. A continuación, los mástiles se doblegaron y vergas y cabos se soltaron con restallidos semejantes a disparos.
El gran velero de tres palos, que en medio de la espesa niebla había abordado de pleno a L'Univers, tenía el bauprés empotrado en un costado del vapor y no podía zafarse. El transatlántico escoraba mucho pero sus hélices funcionaban, por lo que iba arrastrando al velero en su desplazamiento.
– ¡Dios santo! -exclamó el pequeño grumete mientras salía corriendo a cubierta-. ¡Ese pobre velero ha chocado con nosotros y se hundirá sin remedio!
Que el gran transatlántico a vapor, con su enorme potencia y capacidad, pudiese estar en peligro ni siquiera le cruzó la mente.
Luego se precipitaron a cubierta los oficiales del barco; pero al ver que sólo era un velero lo que había impactado contra su majestuoso vapor, se relajaron y, muy confiados, empezaron a tomar las medidas necesarias para liberar los navíos.
El pequeño grumete, de pie en la cubierta, con las piernas desnudas y la camisa flameando al viento, hacía señales con los brazos a los infelices tripulantes del velero para que saltaran a bordo y salvasen sus vidas.
Al principio nadie pareció reparar en su persona, pero pronto vio que un hombre corpulento de barba rojiza le devolvía las señales.
– ¡Ven a bordo, muchacho! -le gritó el hombre acercándose corriendo hasta la borda-. ¡El vapor se hunde!
El muchachito no tenía la menor intención de abandonar el buque. Con todas sus fuerzas contestó a voces que los náufragos deberían salvarse subiendo a L'Univers.
El resto de la tripulación del velero estaba muy ocupada maniobrando bicheros y varas para desembarazarse del buque; en cambio, el barbudo pelirrojo parecía sentir una curiosa compasión por el pequeño grumete. Amplificando su voz con las manos le gritaba:
– ¡Ven a bordo, ven a bordo!
El chico, lastimoso y aterido de frío con su ligera camisa, pateaba la cubierta con sus pies descalzos y amenazaba con el puño a la gente del velero que se negaba a escucharle. Que un barco tan grande como L'Univers, con seiscientos pasajeros y doscientos tripulantes, fuera a hundirse era imposible. Además, veía claramente que, tanto los marineros como el capitán, estaban tan tranquilos como él.
De pronto, el pelirrojo levantó un bichero, lo alargó hacia el chico y pescó su camisa con la intención de arrastrarlo hacia el velero. El hombre tiró de él hasta la misma borda, pero allí el chico consiguió zafarse. De ninguna manera pensaba dejarse arrastrar a un barco que se iba a pique sin remedio.
Al poco tiempo se escuchó un nuevo y desgarrador estruendo. Era el bauprés del velero partiéndose, con lo cual ambas embarcaciones quedaron libres. Al alejarse el vapor a gran velocidad, el chico vio el grueso bauprés colgar partido de la proa del velero y también vio parte del velamen desplomándose sobre la tripulación.
Sin embargo, el vapor avanzaba a toda máquina y el barco desconocido pronto se fue perdiendo en la niebla. Lo último que vio el muchacho fueron las cabezas de los hombres que asomaban en cubierta. A continuación, el velero desapareció de la vista como si se hubiese ocultado tras un muro. «Se ha ido a pique», pensó el chiquillo, esperando oír gritos de auxilio.
Pero lo que se oyó fue un vozarrón que conminaba a los del buque a vapor:
– ¡Salvad a los pasajeros! ¡Echad los botes al agua!
De nuevo se hizo el silencio, y de nuevo esperó el muchacho las llamadas de auxilio.
Entonces la voz, ya muy lejana, gritó:
– ¡Rogad a Dios, estáis perdidos!
En ese momento un viejo marinero se acercó al capitán.
– Hay una vía de agua muy importante en el centro, el barco se hunde -anunció calmada y solemnemente.
Casi en el mismo instante en que quedó establecida la magnitud de los daños, se presentó en cubierta una dama menuda.
Había subido por las escaleras que daban a los camarotes de primera con pasos firmes y decididos. Estaba completamente vestida y las cintas del sombrero despuntaban bajo el mentón anudadas en un lazo perfecto. Era una ancianita de cabello crespo y gris, ojos esféricos como de búho y cutis enrojecido y descamado.
Durante los pocos días que llevaban de travesía, había tenido ocasión de entablar conversación con todo el mundo, de todos, pues, era conocido que se llamaba señorita Hoggs, y a todos, tanto miembros del pasaje como de la tripulación, había declarado no tener nunca miedo. Había afirmado no entender por qué habría de sentir miedo, si tarde o temprano moriría de todos modos. Que sucediera más tarde o más temprano le era indiferente.
Tampoco ahora tenía miedo, si se había apresurado a subir a cubierta era para ver si allí sucedía algo digno de interés o emoción.
La primera visión que tuvo fue la de un par de marineros que pasaron corriendo por su lado con expresiones de pánico. Luego llegaron camareros semidesnudos dispuestos a bajar a los camarotes para llamar a los pasajeros a cubierta. Un viejo marinero llegó cargado con una caja entera de salvavidas que volcó en el suelo de cualquier manera. Un pequeño grumete, en camisa y nada más, llorando acurrucado en un rincón, gritaba que iba a morir.
En cuanto al capitán, lo divisó en lo alto del puente de mando dando órdenes:
– ¡Parad máquinas! ¡Arriad los botes!
De las escaleras negras de hollín que conducían a las salas de máquinas emergieron fogoneros y maquinistas gritando que el agua ya llegaba a los hornos.
La señorita Hoggs no llevaba más que un momento en cubierta cuando se produjo una avalancha de gente. Eran los pasajeros de tercera y cuarta clase, que avanzaban como un solo hombre, ansiosos por alcanzar los botes porque de lo contrario sólo se salvarían los pasajeros de primera y segunda.
Pero al aumentar la confusión más y más, de modo que la anciana finalmente comprendió que existía un peligro real, se deslizó con cautela hasta la cubierta de encima del salón comedor, utilizada como paseo, donde un par de botes colgaban fuera de la borda.
Allí arriba no había ni un alma, así que, sin ser vista, la señorita Hoggs se encaramó a uno de los botes, el cual, mediante sogas y poleas, pendía balanceándose sobre un abismo espeluznante. Tan pronto hubo llegado allí, se congratuló por su cordura e impavidez: ésas eran las ventajas de tener una mente ordenada y metódica.
Una vez arriado, habría sido sumamente difícil encontrar sitio en aquel bote porque entonces todos intentarían subirse a él, y cuán terrorífica sería entonces la situación en la compuerta y la escala. La anciana no paraba de felicitarse por su inteligente previsión.
El bote de la señorita Hoggs colgaba en la parte posterior de la popa; con todo, si se asomaba por la borda, distinguía la escala.
Veía ahora que un bote había sido tripulado y puesto a disposición de los pasajeros, quienes comenzaban a ocuparlo; sin embargo, enseguida se oyó un horrible chillido. Alguien, presa del pánico, había dado un traspié y caído al agua, lo cual debió de asustar a los demás, ya que se oyeron más chillidos mientras los pasajeros se apretujaban desaforadamente en la compuerta, dándose empujones y peleándose en la escala de cuerda. Varios cayeron al mar durante el forcejeo y más de uno, al ver que era imposible descender por la escala, se tiró al agua sin más para alcanzar el bote a nado. Poco después el bote se alejó. Su carga era ya muy pesada y los que habían conseguido una plaza esgrimieron cuchillos para tajar a los que pretendieran agarrarse a la borda.
La señorita Hoggs permaneció sentada observando cómo echaban bote tras bote. Observó asimismo cómo un bote tras otro iba zozobrando bajo el peso excesivo de las personas que se arrojaban a su interior.
En cuanto a los botes que colgaban junto al de la señorita Hoggs, fueron echados al agua; pero la casualidad quiso que nadie se acercara al bote en que se había instalado ella. «Gracias a Dios a mi bote lo dejarán tranquilo hasta que haya pasado lo peor», pensó.
Allí colgada, presenció y escuchó cosas verdaderamente horribles; su impresión era de estar suspendida sobre un infierno. La cubierta en sí no la veía; sin embargo, le pareció oír ruidos de pelea, escuchó disparos de revólver y vislumbró ligeras nubes de humo azulado elevándose desde cubierta.
Hasta que por fin se hizo una calma total. «Ya va siendo hora de que echen mi bote al agua», pensó ella.
No tenía ni pizca de miedo, se quedó ahí tan tranquila hasta el último momento, cuando el buque empezó a inclinarse de costado. Sólo entonces comprendió que L'Univers se hundía y que nadie se había acordado del bote en que se hallaba ella.
A bordo del vapor se encontraba una joven americana, una tal señora Gordon, que se dirigía a Europa para visitar a sus ancianos padres, quienes residían en París desde hacía varios años.
Sus dos hijos viajaban con ella. Eran dos niños varones de corta edad que dormían en el camarote con su madre cuando ocurrió la catástrofe.
Ella se despertó de inmediato, consiguió ponerles algunas prendas de abrigo a sus hijos y también a sí misma, y salió al estrecho pasillo entre las hileras de camarotes.
El pasillo estaba abarrotado de gente ansiosa por subir a cubierta, pero aun así no tuvieron dificultad en avanzar. La escalera, en cambio, resultó mucho peor ya que más de cien personas querían abalanzarse por ella al mismo tiempo.
La joven americana tenía a sus hijos cogidos de la mano, uno a cada lado. Elevó la vista con ojos anhelantes hacia la escalera preguntándose cómo iba a subir por allí con los pequeños. Todos a su alrededor se apretujaban y empujaban sin pensar en nadie más que en sí mismos, nadie parecía verla siquiera. Se vio obligada a mirar a quienes la rodeaban porque necesitaba ayuda. Tenía la esperanza de encontrar a alguien que quisiera tomar a uno de los niños y llevarlo en brazos escaleras arriba mientras ella cargaba con el otro. Pero no se atrevía a dirigirle la palabra a nadie.
Los hombres llegaban corriendo vestidos de cualquier manera, algunos cubriéndose con una manta, otros con el abrigo puesto sobre el pijama. Muchos se aferraban a sus bastones y al observar ella la frialdad de sus miradas tuvo la impresión de que todos eran peligrosos. Las mujeres no le daban miedo pero, en cambio, no distinguió una sola a la que pudiera confiarle a su hijo. Todas estaban desquiciadas, habían perdido los nervios y el autodominio; de pedirles algo, habrían sido incapaces de entender nada. Las examinó, dudando que realmente alguna estuviera en condiciones de razonar con cordura. Al verlas llegar, unas empecinadas en salvar las flores que les habían regalado al zarpar de Nueva York, otras chillando y retorciéndose las manos, optó por no pedir ayuda a ninguna.
Al final, intentó detener a un joven que había sido vecino suyo en la mesa y que siempre se había mostrado muy cortés con ella durante las comidas.
– Ay, señor Martens…
El joven le dirigió la misma mirada enloquecida que irradiaban los ojos de los otros caballeros. Luego alzó levemente su bastón, y si ella hubiese intentado retenerlo sin duda la habría golpeado.
Al cabo de poco oyó un aullido, aunque en realidad no se trataba de un aullido; sino más bien de un bufido de ira, como cuando una amplia e intensa ráfaga de viento se ve aprisionada en un callejón estrecho. El bramido lo proferían las personas atrapadas en la escalera, a las que ahora algo impedía seguir adelante.
Por la escalera habían subido a un hombre tullido que no se valía por sí mismo. Su invalidez era tal que durante las comidas su criado lo llevaba a cuestas hasta la mesa. Se trataba de un hombre corpulento y pesado, y en ese momento el criado, con mucho esfuerzo, acababa de cargar con él hasta la mitad de la escalera y allí se había detenido para recobrar el aliento, cuando los empujones de la gente le hicieron caer de rodillas. Ahora, él y su amo ocupaban todo lo ancho de la escalera obstaculizando el paso, de modo que nadie avanzaba.
Entonces la señora Gordon vio a un hombre fornido y grueso inclinarse y levantar al tullido en vilo para luego arrojarlo por la barandilla al hueco de la escalera. Lo más terrible fue que, siendo un acto tan espantoso, nadie se horrorizó ni mostró indignación, la única preocupación de todos los presentes era trepar por aquellas escaleras y alcanzar la cubierta. Para aquella gente, lo sucedido no tenía más importancia que un pedrusco que se aparta del camino de un puntapié.
La joven americana comprendió que entre personas así no cabía esperar ninguna ayuda. Ella y sus pequeños perecerían irremisiblemente.
Una pareja joven, marido y mujer, se encontraban realizando su viaje de bodas. Su camarote se hallaba tocando la popa y su sueño había sido tan profundo que no percibieron nada de la colisión. Allá atrás tampoco se produjo demasiado alboroto, y como nadie se acordó de llamar a su puerta, dormían todavía cuando el resto de los pasajeros se encontraban en cubierta luchando por una plaza en los botes.
Sin embargo, sí se despertaron cuando la hélice, que durante toda la noche había zumbado justo debajo de ellos, súbitamente dejó de girar. El hombre se puso una bata por encima y salió corriendo para averiguar qué ocurría.
Al cabo de pocos segundos regresó y cerró la puerta del camarote cuidadosamente. Luego dijo:
– El barco se hunde.
Al decirlo tomó asiento, y cuando la esposa quiso echar a correr le dijo que no perdiera el tiempo.
– Ya no hay botes -explicó-. La mayoría se ha ahogado, y los que quedan a bordo se pelean a vida o muerte por una tabla o un salvavidas. -En una escalera había tenido que pasar por encima del cadáver de una mujer pisoteada y el griterío de los moribundos se oía por todos los rincones-. Es imposible salvarse -concluyó-. No salgas. ¡Es mejor morir juntos!
La esposa pensó que tenía razón y, obediente, se sentó a su lado.
– No querrás ver toda esa gente peleando -dijo el marido-. Vamos a morir, y es preferible una muerte tranquila.
A ella le pareció correcto quedarse junto a él durante esos minutos de vida restantes. Había sido su intención entregarle toda su vida, desde sus mejores años de juventud hasta bien entrada la vejez.
– Y yo que me imaginaba -dijo él- que después de muchos años de casados, tú estarías sentada junto a mi lecho de muerte y yo te daría las gracias por una larga y dichosa vida en común.
En ese instante ella vio un hilo de agua filtrándose por la puerta cerrada. Y no pudo soportarlo. Estiró los brazos con gesto de desesperación.
– ¡No puedo! -gritó-. ¡Déjame salir! No puedo quedarme quieta esperando la muerte aquí encerrada. Te quiero, pero no puedo.
Salió justo en el momento en que el buque, escorando, comenzaba a oscilar instantes antes de hundirse.
La joven señora Gordon se mantenía a flote en el agua, boqueando. El vapor se había hundido, sus hijos se habían ahogado y ella misma había sido arrastrada a las profundidades. Sabía que volvería a hundirse y que eso significaría la muerte.
Entonces no pensó más en su esposo ni en sus hijos, ni en ningún asunto de este mundo. Lo único que ocupaba su mente era dirigir su alma hacia Dios. Y su alma se elevó como un preso liberado. Sintió cómo su espíritu se alegraba de poder desprenderse de las pesadas cadenas de la vida humana y se preparaba jubiloso para volar hacia su verdadera morada.
«¿Tan fácil es morir?», pensó.
Al pensarlo le pareció que aquel caos de ruidos -el chapoteo de las olas, el ulular del viento, los lamentos de los que se ahogaban y el estruendo de los restos flotantes al chocar entre sí- se fundía en sonidos inteligibles para ella, del mismo modo que a veces las nubes amorfas componen cierto orden representando una imagen.
Y lo que oía le contestó:
«Es verdad que morir es fácil. Lo difícil es vivir.»
«Sí, así es», pensó ella, y se preguntó qué sería necesario para que la vida fuese tan fácil como la muerte.
A su alrededor los náufragos luchaban y se peleaban por un trozo de madera flotante o por un bote volcado. Pero en medio de las blasfemias y los gritos de desesperación, percibió de nuevo que aquella cacofonía formaba unas estentóreas palabras de respuesta.
Creyó que era el Señor de todas las cosas quien transformaba el fragor y los ruidos en un vehículo para responderle.
La rescataron mientras esas palabras resonaban aún en sus oídos. La sacaron del agua desde una pequeña yola ocupada únicamente por tres personas: un marinero corpulento vestido de domingo, una anciana con ojos de búho y un pobre chiquillo lloroso que sólo llevaba puesto una camisa hecha jirones.
Hacia la tarde del día siguiente, un barco noruego navegaba en dirección a los grandes bancos de pesca de las costas de Groenlandia Newfoundland.
El tiempo era soleado y había calma, el mar se extendía liso como un espejo y el velero apenas se movía, con todas sus velas izadas intentando atrapar las últimas bocanadas del viento agonizante.
La superficie del mar era de una gran belleza, extendiéndose azul y brillante hasta el horizonte, mientras que donde soplaba la escasa brisa el agua se rizaba plateada.
Cuando ya llevaban un rato de calma chicha, la tripulación del barco divisó a lo lejos un objeto oscuro flotando en el agua. Lentamente se fue aproximando y pronto descubrieron que era un cadáver. El cúter pasó rozando al muerto, cuyas ropas proclamaban su condición de marino. Flotaba boca arriba con una expresión serena en el rostro y los ojos abiertos. No había permanecido en el agua el tiempo suficiente para hincharse. Daba la impresión de que se dejara mecer plácidamente por el suave oleaje. No obstante, al apartar la vista de él, los marineros casi gritaron al unísono ya que, súbitamente y sin que se dieran cuenta, junto a la proa apareció otro cadáver. Faltó poco para que lo arrollaran, pero en el último momento los remolinos del barco lo apartaron del casco. Todos los tripulantes se inclinaron por la borda. Esta vez era una niña pequeña, una niñita muy arreglada y con un abrigo azul.
– ¡Oh, Dios! -se lamentaron los marineros con lágrimas en los ojos-. ¡Oh, Dios, Dios, es tan pequeña!
La niña, meciéndose en la corriente, pasó de largo mirándoles con una gravedad adulta, como si estuviese cumpliendo una misión de suma importancia.
Al cabo de unos instantes, uno de los hombres divisó otro cadáver más, y enseguida otro tripulante vio uno más en otra dirección. De repente vieron cinco cadáveres de golpe, luego diez, luego tantos que ni siquiera pudieron contarlos.
La embarcación navegaba muy despacio en medio de todos aquellos muertos que parecían rodearla como si desearan algo.
Algunos se acercaban flotando en nutridos grupos, de lejos parecían madera flotante o algo procedente de tierra; y sin embargo no eran más que cadáveres.
Los marineros, con la vista fija y sin osar moverse, apenas daban crédito a sus ojos.
En cierto momento creyeron ver una isla surgiendo del mar, porque lo que se aproximaba parecía tierra; no obstante, pronto comprobaron que, una vez más, eran cadáveres flotando muy juntos unos de otros.
Rodeaban el barco por los cuatro costados, se diría que lo seguían, como si quisieran cruzar el océano en su compañía.
El patrón dio orden de virar en un nuevo rumbo para hinchar las velas; pero no sirvió de nada, las lonas colgaban fláccidas y los muertos continuaron persiguiéndoles.
Los marineros se volvían más pálidos y taciturnos por momentos. El cúter avanzaba tan despacio que no podía esquivar los muertos y los tripulantes temieron que toda la noche les deparase lo mismo.
Entonces, un marinero sueco se encaramó a la proa y empezó a rezar un Padre Nuestro en voz alta. A continuación entonó un cántico.
El sol se puso en mitad de aquel cántico y entonces la brisa nocturna expulsó la nave fuera del dominio de los muertos.
Una anciana salía de una cabaña en el bosque. Aunque era un día entre semana iba endomingada como para ir a la iglesia. Sacó la llave de la cerradura y la escondió en el lugar acostumbrado, bajo los peldaños del zaguán.
Después de andar un buen trecho, se giró y contempló su casa, que asomaba diminuta y gris entre unos grandes abetos cubiertos de nieve. Había mucho cariño en su mirada. «Cuánta felicidad he vivido yo aquí -se dijo con gravedad-. Ay, sí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó.»
Luego se alejó por el sendero que atravesaba el bosque. Era muy vieja y débil pero pertenecía a esa clase de gente que, por mucho que la edad intente doblegarles, mantienen la espalda erguida y recta.
Su rostro era bello y su pelo blanco y sedoso. Tan dulce era su apariencia que sorprendía escucharla hablar con una voz que tenía la aspereza, la lentitud y la solemnidad de los antiguos profetas.
Le quedaba un largo camino por andar porque se dirigía a una de las reuniones de los hellgumianos en casa de los Ingmarsson; la anciana Eva Gunnarsdotter era una de las personas que con más entusiasmo habían abrazado las enseñanzas de Hellgum.
«Vaya, vaya -pensaba mientras caminaba por el sendero-, qué días aquéllos, los de los primeros tiempos, cuando todo comenzaba y era nuevo, cuando más de la mitad de la parroquia ensalzaba a Hellgum. Quién iba a pensar que serían tantos los que acabarían renegando, que al cabo de sólo cinco años no seríamos más que una veintena, sin contar los niños pequeños.»
Sus pensamientos regresaron a aquellos días en que ella, después de muchos años viviendo sola y olvidada entre las sombras del bosque, de repente ganó un montón de hermanos y hermanas que venían a aliviarla de su soledad, que nunca olvidaban quitar la nieve del camino después de las grandes nevadas, y que le llenaban el cobertizo de leña seca y cortada sin que tuviera necesidad de pedirlo. Se acordaba de aquel tiempo en que Karin Ingmarsdotter y sus hermanas, así como mucha otra gente importante, venían a su humilde cabaña de madera gris a compartir su mesa con amor fraternal.
«Qué lástima que tantos hayan desperdiciado la verdadera oportunidad de salvarse -pensó-. Ahora se nos castigará por ello. El próximo verano nos exterminarán a todos por culpa de los que no han respondido cuando se les llamaba, y porque los pocos que sí lo han hecho no han perseverado.»
La abuela desvió sus pensamientos hacia la carta de Hellgum, una de esas cartas que los hellgumianos consideraban equivalentes a las Epístolas de los Apóstoles y sobre las cuales impartían su doctrina, del mismo modo que otras congregaciones cristianas lo hacen sobre el Evangelio.
«Hubo un tiempo en que sus cartas manaban leche y miel -se dijo-. Nos ordenaba tener paciencia con los que no se habían convertido y compasión con los renegados; enseñaba a los ricos a hacer caridad igual con los justos que con los injustos. Pero de un tiempo a esta parte todo es hisopo y hiel, no hace más que hablar de pruebas y castigos.»
La anciana llegó a la linde del bosque, desde donde se divisaba todo el pueblo.
Era un día muy hermoso de febrero, los campos nevados extendían su blanca pureza por toda la comarca, los árboles dormían su sueño invernal y no corría una gota de viento.
Sin embargo, ella iba pensando que toda esta región, que ahora hibernaba tan plácidamente, despertaría sólo para arder bajo la furia sulfurosa de las llamas, e imaginaba todo el territorio cubierto de fuego, del mismo modo que ahora lo veía cubierto de nieve.
«No lo ha dicho letra por letra -pensó la vieja-, pero siempre habla de una gran prueba. Ay Señor, ay Señor, ¡quién se sorprenderá si nuestra parroquia sufre el castigo de Sodoma y la destrucción de Gomorra!»
Mientras Eva Gunnarsdotter recorría las calles del pueblo, no pasó delante de una sola casa sin imaginar cómo el terremoto que se avecinaba iba a echarla abajo como si fuese de arena. Y a las personas con que se cruzaba las veía perseguidas y devoradas por inmundas bestias del infierno.
«Mira, ahí va Gertrud, la hija del maestro -pensó al cruzarse con ella una joven muy guapa-. Sus ojos brillan luminosos como dos manchas de sol en la nieve. No me extraña que esté alegre porque para el otoño se casa con el joven Ingmar Ingmarsson. Con la madeja de hilado de algodón que lleva bajo el brazo querrá tejerse unas cortinas para la cama de matrimonio, y manteles para su futuro hogar. Pero antes de que ella acabe la tela, la hecatombe habrá acabado con nosotros.»
Echando miradas lúgubres en derredor, la vieja atravesó el pueblo, que se había expandido y desarrollado hasta alcanzar una prosperidad inimaginable. Sin embargo, todas aquellas casas pintadas de amarillo y blanco, con paredes revestidas de maderos y los ventanales tan altos, se derrumbarían del mismo modo que la mísera cabaña que era la suya, en la cual las ventanas eran como agujeros y crecía musgo entre los troncos bastos de las paredes.
De pronto, se detuvo en medio del pueblo y golpeó su bastón muy fuerte contra el suelo. Una ira incontenible se apoderó de ella.
– ¡Sí, sí! -exclamó en voz tan alta que la gente que estaba fuera se paró para mirarla-. Sí, sí, en estas casas tan bonitas viven personas que han desdeñado el Evangelio de Cristo y prefieren el Evangelio del enemigo. ¿Por qué no han atendido la llamada? ¿Por qué no se arrepienten de su pecado? Por su culpa pereceremos sin remedio. La mano de Dios es implacable. La mano de Dios imparte a justos e injustos el mismo castigo.
Tras cruzar el río, otros hellgumianos le dieron alcance: el viejo cabo Fält y Kolås Gunnar y su mujer Brita Ingmarsdotter. Al poco tiempo se les unió Hök Matts Eriksson y su hijo Gabriel, además de Gunhild, la hija del vocal.
Engalanados con sus abigarrados trajes regionales, su marcha en medio del paisaje nevado conformaba un hermoso cuadro. Sin embargo, Eva Gunnarsdotter sólo pensaba en que eran como reos de camino al cadalso, como animales conducidos al matadero.
Los hellgumianos parecían abatidos; caminaban cabizbajos como presionados por una amarga carga de desaliento. Todos habían confiado en que el reino de los bienaventurados se extendería rápidamente sobre la tierra, y en que verían con sus propios ojos la nueva Jerusalén descender de los cielos. Pero al ver que los suyos quedaban tan reducidos en número, no les quedó más remedio que reconocer que sus esperanzas eran vanas, y fue como si algo se hubiese roto en su interior. Caminaban arrastrando los pies, suspirando a menudo y sin nada que decirse. Porque se lo habían tomado todo muy en serio, habían apostado su vida en el intento y habían perdido.
«¿Por qué están tan desolados? -se preguntó la abuela-, si ni siquiera se imaginan lo peor. No quieren comprender el sentido de las cartas de Hellgum. Les he interpretado sus palabras pero no quieren escuchar. Bah, los que viven bajo cielo abierto en la planicie no saben lo que es el temor; les falta el entendimiento de aquellos que vivimos solos en la oscuridad del bosque.»
La anciana pensó que los hellgumianos estaban asustados porque Halvor los había convocado un día entre semana. Temían que quisiera comunicarles una nueva deserción. Se miraban preocupados, escrutándose los unos a los otros con desconfianza, como inquiriendo: «¿Hasta cuándo resistirás tú, y tú?»
«Quizá sería mejor acabar de una vez, disolver la hermandad enseguida, al igual que es preferible una muerte rápida a una agonía lenta y prolongada.»
¡Ay, su comunidad, su evangelio de la paz, su dulce vida de concordia y fraternidad que tanto amaban, todo condenado a la ruina!
Mientras aquellas desconsoladas personas continuaban su marcha, el resplandeciente sol invernal recorría con alegres destellos la inmensidad azul del firmamento. Del suelo se elevaba un dulce y fresco olor a nieve que les daba ánimos y valor renovado; y de los montes cubiertos de abetos que circundaban la parroquia descendían silencio y paz, infundiéndoles calma.
Por fin llegaron al predio de los Ingmarsson y subieron al porche cubierto de nieve del zaguán.
En la sala grande de la casa, colgaba alto un cuadro realizado hacía más de un siglo por un viejo maestro de la pintura rural. [20] Representaba una ciudad cercada por altas murallas, por encima de las cuales despuntaban las cornisas y cubiertas de varios edificios. Algunos eran casas de labranza pintadas de rojo con techado de turba, otros tenían paredes blancas y techado de pizarra al estilo de las casas señoriales de provincias, y otros, finalmente, ostentaban pesados torreones revestidos de cobre como los de la iglesia de Santa Cristina, en Falun. Extramuros se paseaban caballeros con pantalones a media pierna, elegantes zapatos y un junco en la mano; y por una de las puertas de la ciudad salía un carricoche transportando unas damas de cabellos empolvados y amplias pamelas. A los pies de la muralla crecían árboles de espeso follaje verde oscuro, y entre la hierba alta y ondulante discurrían las aguas cristalinas de varios manantiales.
Bajo el cuadro leíase impreso con grandes y adornados caracteres: «Jerusalén, ciudad santa de Dios.» Colgado tan cerca del techo, no era frecuente que alguien reparara en el cuadro. La mayoría de quienes visitaban la casa apenas debía de conocer su existencia.
Sin embargo, aquel día, una guirnalda de hojas de arándano rodeaba el marco, lo cual resaltaba su presencia ante los invitados. Eva Gunnarsdotter lo descubrió enseguida, y pensó: «Ea, al parecer los Ingmarsson ya saben que vamos a morir, por eso quieren que contemplemos la ciudad celestial.»
Karin y Halvor se dirigieron hacia ella con una expresión si cabe más lúgubre y sombría que la de los otros. «Claro -pensó ella-, éstos ya saben que el fin está cerca.»
A Eva Gunnarsdotter, por ser la persona de más edad, se le asignó la cabecera de la mesa, y frente a su sitio había una carta abierta con sellos de América.
– Bien, ha llegado una nueva carta de nuestro querido hermano Hellgum -dijo Halvor-. Por este motivo he convocado a nuestros hermanos y hermanas.
– Imagino que se trata de un mensaje importante -dijo Kolås Gunnar pensativo.
– Sí -respondió Halvor-. Aquí nos explica lo que quiso decir en su última carta con aquello de que nos esperaba una gran prueba.
– Pienso que ninguno de nosotros debe tener miedo de sufrir por el Señor -dijo Gunnar.
Varios de los hellgumianos no habían comparecido todavía y se produjo una larga espera. La anciana Eva Gunnarsdotter iba echando miradas rencorosas a la carta de Hellgum. Se acordó de la carta con los muchos sellos del Apocalipsis e imaginó que en el mismo momento en que una mano humana tocara esa carta, descendería de los cielos el ángel exterminador. [21]
Luego levantó la vista y observó el cuadro de Jerusalén. «Bien, bien -se dijo-. Claro que quiero ir a la ciudad de las puertas de oro cuyas murallas son de puro cristal.» Y empezó a recitar para sí misma: «Los pilares sobre los que se asentaba la muralla de la ciudad estaban adornados de toda clase de piedras preciosas. El primer pilar tenía jaspe; el segundo, zafiro; el tercero, calcedonia; el cuarto, esmeralda; el quinto, sardonio; el sexto, cornalina; el séptimo, crisólito; el octavo, berilo; el noveno, topacio; el décimo, ágata; el undécimo, jacinto; y el duodécimo, amatista.» [22]
La anciana, ensimismada pensando en su querido Apocalipsis, al acercarse Halvor Halvorsson al lado de la mesa donde estaba la carta, se sobresaltó como si acabara de echar una cabezadita.
– Empezaremos por un cántico -dijo Halvor-. Opino que lo hagamos con el número 244.
Y los hellgumianos entonaron a coro:
Mi amada Jerusalén
mi hermosa ciudad dorada
cálido, rico hogar de mi padre
que me llena de alegría.
Eva Gunnarsdotter dejó escapar un suspiro de alivio al ver aplazada la hora de la verdad. «¡Hay que ver! ¡Que a un viejo esperpento como yo le asuste tanto la muerte!», pensó medio avergonzada.
Finalizado el cántico, Halvor sacó la carta del sobre y la desplegó.
Entonces el espíritu santo se posó sobre Eva Gunnarsdotter y ella se levantó y comenzó a rezar una larga plegaria suplicando la gracia de recibir correctamente el mensaje que la carta anunciaba. Halvor se quedó quieto con la carta en la mano y esperó a que ella acabase. A continuación empezó a leer en el mismo tono en que habría leído un sermón:
– ¡Queridos hermanos y hermanas, la paz sea con vosotros!
»Hasta ahora siempre había creído que yo y vosotros, que os habéis convertido a mi doctrina, éramos los únicos en compartir nuestra fe. Pero, alabado sea el Señor, hemos hallado aquí en Chicago hermanos a nuestra semejanza que piensan y viven según nuestra misma regla.
»Sabed, pues, que aquí en la ciudad de Chicago vivía a principios de los años 1880 un hombre llamado Edward Gordon. Él y su esposa eran un matrimonio muy pío. Les dolía amargamente todo el sufrimiento que hay en la Tierra y le rogaban a Dios que les concediera la gracia de contribuir a remediarlo.
»Entonces ocurrió que la esposa de Edward Gordon tuvo que hacer un largo viaje por mar y el barco naufragó, quedando ella a merced de las olas. Cuando se encontraba en peligro de muerte, Dios le habló. Y la voz de Dios le ordenó enseñar a las personas a vivir en concordia.
»Entonces la mujer fue rescatada de las olas y salvada de la muerte, y regresó a su esposo y le comunicó el mensaje de Dios. Entonces él dijo: "Dios nos envía un mensaje muy importante, que hay que vivir unidos, y nosotros queremos cumplirlo. Es tan importante que en toda la Tierra sólo un lugar tiene la suficiente dignidad como para recibirlo. Por tanto, ¡reunamos a nuestros amigos y vayámonos con ellos a Jerusalén a proclamar el último mandamiento sagrado de Dios desde el monte Sión!"
»A continuación, Edward Gordon y su esposa, junto con treinta personas más que querían obedecer el último mandamiento sagrado de Dios, partieron hacia Jerusalén. Allí vivieron en gran concordia todos juntos en la misma casa. Compartían sus pertenencias, se servían mutuamente y vigilaban su comportamiento los unos a los otros. Además, se cuidaban de los niños de los pobres y de sus enfermos. Reconfortaban a los ancianos y ayudaban a cualquiera que les pidiese ayuda sin exigir un pago, ni nada a cambio. No predicaban en las iglesias ni en las plazas, sino que decían: "Es nuestro modo de vida el que habla por nosotros."
»Y la gente que oía hablar de ese modo de vida decía de ellos: "Tienen que estar locos." Y aquellos que los difamaban en voz más alta eran los misioneros cristianos que habían llegado a Palestina para convertir a judíos y musulmanes mediante la enseñanza y la evangelización. Decían: "¿Quiénes son éstos que no predican? Seguro que han venido aquí para llevar una vida reprobable entregados al gozo de los sentidos con los paganos." Y el clamor que elevaron al cielo cruzó los mares y alcanzó sus países de origen.
»Sin embargo, entre los americanos instalados en Jerusalén se encontraba una viuda. Vivía allí con dos hijos menores de edad y era muy rica. Tenía un hermano en su país al cual todo el mundo empezó a instigar: "¿Cómo puedes consentir que tu hermana y sus hijos vivan entre esa secta de vividores? No son más que unos holgazanes que se aprovechan de su fortuna." Y el hermano inició un juicio contra su hermana para obligarla a que, al menos, los dos niños se criaran en América. Así pues, la viuda y sus hijos, junto con Edward Gordon y su esposa, regresaron brevemente a Chicago. Para entonces llevaban ya catorce años viviendo en Jerusalén.
»De vuelta en América después de tantos años en un lejano país, se escribió mucho sobre ellos en todos los periódicos, y algunos los llamaban locos y otros farsantes.
Halvor hizo una pausa y refirió con sus propias palabras el relato a fin de que todos comprendieran el contenido. Luego continuó:
– Resulta que en Chicago hay una casa que vosotros conocéis, y esa casa está llena de gente que quiere servir a Dios llevando una vida justa, gente que comparte todo lo que tiene y que vigila mutuamente su conducta. Y los habitantes de esa casa, es decir, nosotros, descubrimos en el periódico la existencia de esos "locos" recién llegados de Jerusalén y empezamos a decirnos: "Estas personas comparten nuestras creencias; se han unido para llevar una vida justa. Nos gustaría conocerlas ya que su fe es la nuestra."
»Así que les escribimos rogándoles que vinieran a visitarnos. Y los recién llegados de Jerusalén aceptaron nuestra invitación, por lo que pudimos comparar nuestras creencias y constatar: "He aquí que pensamos y creemos en lo mismo. Es una gracia divina el que nos hayamos encontrado." Nos hablaron de las delicias de la ciudad santa que destaca deslumbrante sobre una blanca colina, y nosotros les consideramos inmensamente afortunados de poder pisar los mismos caminos por los cuales anduvo Jesús.
»Entonces, a alguien de nuestro grupo se le ocurrió: "¿Por qué no habríamos de acompañaros a Jerusalén?" Ellos contestaron: "No debéis acompañarnos allí, ya que la Ciudad Santa está invadida por las luchas internas y las divisiones, por la miseria y la enfermedad, por la maldad y la pobreza." Y enseguida, otro de los nuestros exclamó: "¡A lo mejor Dios os ha conducido hasta nosotros para que os ayudemos a combatir todo eso!" Y en ese instante todos los allí reunidos escuchamos la voz de Dios que bramaba en nuestros corazones diciendo: "Sí, sí, ésa es mi voluntad."
»Les preguntamos si querían aceptarnos en su comunidad a pesar de ser nosotros pobres e incultos, y contestaron que sí querían. Entonces declaramos nuestra voluntad de convertirnos en hermanos y hermanas y compartirlo todo, y así, ellos adoptaron nuestra fe y nosotros la suya, y todo el tiempo estuvo el Espíritu sobre nosotros y dijimos: "Ahora vemos que Dios nos ama, ya que nos envía a la misma tierra a la que Él envió a su hijo. Y ahora sabemos a ciencia cierta que nuestra doctrina es la verdadera, ya que Dios quiere que la proclamemos desde el sagrado monte Sión."
»Pero entonces, uno de los nuestros dijo: "¿Y qué hay de nuestros hermanos que viven en Suecia?" Y les explicamos a los hermanos de Jerusalén: "Somos más de los que veis aquí. Tenemos hermanos y hermanas en nuestro país que sufren duras pruebas a causa de las deserciones y que luchan tenazmente en la adversidad por llevar una vida justa en medio de tantos pecadores." Entonces nuestros hermanos de Jerusalén contestaron: "Dejad que vuestros hermanos y hermanas de Suecia se reúnan con nosotros en Jerusalén y tomen parte en nuestra santa labor."
»Y al principio nos alegró la idea de que nos siguierais para vivir una vida de alegría y esfuerzo común en Jerusalén; pero pronto nos apesadumbramos porque dijimos: "Nunca podrán abandonar sus grandes predios, ni sus campos de tierra fecunda, ni las ocupaciones a que están acostumbrados." Sin embargo, nuestros hermanos de Jerusalén dijeron: "No tenemos campos ni grandes predios que ofrecerles; pero podrán andar por los caminos que los pies de Cristo allanaron." Con todo, aún dudábamos y respondimos: "Jamás querrán viajar a un país extraño donde nadie entiende su lengua." Los hermanos de Jerusalén contestaron: "Pero sí comprenderán lo que dicen las piedras de Palestina acerca de su Salvador." Nosotros dijimos: "No querrán compartir sus posesiones con extraños ni quedarse sin dinero como los mendigos. Tampoco querrán desprenderse del poder que tienen, pues ellos son los notables de la región." Los peregrinos de Jerusalén replicaron: "No tenemos ni poder ni propiedades que ofrecerles; pero sí podrán compartir los sufrimientos de Jesús, su Salvador."
»Dicho esto, volvimos a sentirnos contentos y fuimos de la opinión que vendríais.
»Sin embargo, ahora os digo, queridos hermanos y hermanas, que cuando hayáis leído esta carta no discutáis el asunto entre vosotros, sino que os recojáis en silencio y prestéis atención: ¡escuchad vuestro corazón y lo que Dios os mande hacer, hacedlo!»
Halvor plegó la carta y ordenó:
– Ahora vamos a hacer lo que Hellgum dice. Nos recogeremos en silencio y estaremos atentos.
Un largo silencio se extendió por la sala grande de Ingmarsgården. Eva Gunnarsdotter permaneció callada aguardando, igual que el resto, a que se le apareciera la voz de Dios. Ella interpretaba la carta a su manera. «Bien, bien -pensó-, Hellgum pretende que nos vayamos a Jerusalén para escapar del exterminio. Nuestro Señor quiere salvarnos del río de azufre y la lluvia de fuego. Y los justos oirán la voz de Dios que les permita redimirse.»
A la anciana no se le ocurrió siquiera que, dadas las circunstancias, pudiese haber alguien en el mundo para quien significara un sacrificio abandonar su hogar y su patria. No concebía que alguien dudara en dejar los verdes bosques, el amable río y la tierra fecunda de su tierra natal.
Entre los demás había varios que, llenos de temor, imaginaban lo que representaba el cambio de vida, el abandonar el hogar paterno, dejar atrás a padres y parientes; en cambio, ella no. Porque para ella lo que esto significaba era que Dios quería salvarles del mismo modo que una vez salvó a Noé y Lot. [23] ¿Acaso no eran llamados a disfrutar de las delicias de la Ciudad Santa de Dios? Para ella, era como si Hellgum les hubiera escrito que iban a ascender con vida al reino de los cielos.
El grupo permanecía sentado con la vista baja, completamente concentrado en sí mismo. Varios se angustiaron tanto que tenían la frente perlada de un sudor frío. «Sí, sin duda ésta es la dura prueba que Hellgum predijo», suspiraban.
El sol se ponía y cortaba la línea del horizonte proyectando rayos intensos en la habitación. El resplandor teñía de rojo la palidez de los rostros.
Finalmente, Märta Ingmarsdotter, esposa de Ljung Björn, se deslizó del banco y cayó de rodillas al suelo. Y tras ella, uno tras otro fueron cayendo. Varios aspiraron hondo al mismo tiempo y sus rostros se iluminaron con una sonrisa.
A continuación, Karin Ingmarsdotter dijo con un dejo de asombro:
– Oigo la voz de Dios que me llama.
Gunhild, la hija del concejal, alzó las manos embelesada mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
– Yo también voy -dijo-. La voz de Dios me llama.
Luego Krister Larsson y su esposa dijeron casi al unísono:
– Una voz me dice que he de partir. Oigo la voz de Dios que me llama.
La llamada les llegó uno a uno, y con ella dejaron atrás toda su angustia y todo sentimiento de pérdida. Lo que les inundaba ahora era una sensación de inmenso júbilo. Ya no pensaban en sus fincas ni en sus familias. Sólo pensaban en que su comunidad iba a florecer de nuevo, pensaban en la maravilla de haber sido elegidos para ir a la ciudad de Dios.
La llamada les había llegado a la mayoría, pero no a Halvor Halvorsson. Se esforzaba al máximo en sus plegarias y, angustiado, pensaba: «Dios no quiere llamarme como ha llamado a los otros. Él ve que amo mis verdes campos más que a su Evangelio. No soy digno de ir.»
Karin Ingmarsdotter se aproximó y le puso la mano en la frente.
– Ten calma, Halvor, ten calma y escucha en silencio.
Halvor entrelazó las manos con tanta fuerza que los nudillos le crujieron.
– Tal vez Dios no me considera digno de este viaje -dijo.
– Sí, Halvor, podrás hacer el viaje, pero tienes que tener calma -respondió Karin, arrodillándose a su lado y rodeando su cintura con el brazo-. Escucha atentamente, Halvor, escucha sin temor.
A los pocos segundos la tensión de su rostro desapareció.
– Ya lo oigo, oigo algo muy lejano.
– Son las arpas de los ángeles que preceden a la voz de Dios -dijo la esposa-. Ahora calla, Halvor. -Karin se aferró aún más a él, como nunca lo había hecho antes delante de terceros.
– Ah -dijo él juntando las manos-, ahora sí lo he oído. Me lo ha dicho tan alto que me retumban los oídos: «¡Ve a mi ciudad santa, ve a Jerusalén!» ¿Todos lo habéis oído igual?
– Sí, sí -exclamaron-, todos lo hemos oído.
Sin embargo, Eva Gunnarsdotter comenzó a gemir.
– Yo no he oído nada. No podré ir con vosotros. Soy la esposa de Lot, no podré huir. Tengo que quedarme aquí y convertirme en estatua de sal.
La anciana lloraba de angustia y los hellgumianos la rodearon para rezar. Pero ella seguía sin escuchar nada y su angustia fue creciendo.
– No oigo nada -decía-, pero llevadme igualmente, por favor. No me dejéis aquí, no quiero ahogarme en el río de azufre.
– Debes esperar, Eva -dijeron los hellgumianos-. Recibirás la llamada, seguro. Esta noche o mañana te llegará.
– Eso no basta -replicó la mujer-. No estáis respondiendo a mi pregunta. ¿Acaso pensáis abandonarme si no recibo la llamada?
– ¡La recibirás, la recibirás! -aseguraron los hellgumianos a voz en grito.
– Eso no basta -repitió la anciana, desesperada.
– Querida Eva -dijeron los hellgumianos-, no podemos llevarte con nosotros a menos que Dios te llame. Pero no temas, te llamará.
Entonces Eva Gunnarsdotter, que estaba de rodillas, se levantó, irguió su endeble cuerpo de pajarillo y dio un golpe de bastón contra el suelo.
– Partiréis sin mí y dejaréis que me hunda -dijo-. Eso es lo que vais a hacer. Partir sin mí y dejar que me hunda.
Estaba loca de furor y algunos reconocieron a la Eva Gunnarsdotter de su juventud, una mujer fuerte, impetuosa y apasionada.
– ¡No quiero saber nada más de vosotros! -les gritó-. Ni quiero ser salvada por vosotros. ¡Malditos seáis! Seríais capaces de abandonar a mujeres e hijos, padres y madres con tal de salvaros. ¡Malditos seáis, estáis locos abandonando vuestras tierras! No sois más que unos desquiciados en pos de falsos profetas. Será sobre vosotros que caigan el fuego y el azufre. ¡A vosotros os exterminarán; en cambio nosotros, los que nos quedamos en casa, viviremos!
A última hora de la tarde de ese mismo hermoso día de febrero, una pareja joven conversa junto al camino.
Procedente del bosque, el joven ha cargado en su trineo un tronco tan grande que el caballo apenas puede arrastrarlo, lo cual no le ha salvado de tener que dar un gran rodeo a fin de atravesar el pueblo y pasar por delante del edificio blanco de la escuela.
Frente a la escuela el caballo se ha detenido, y casi al instante una muchacha ha salido disparada por la verja para ver el tronco.
Ahora, extasiada, no se cansa de admirarlo. ¡Qué largo y grueso es, y qué recto, qué color pardo tan bonito tiene la corteza y qué recia es la madera, y sin un solo nudo!
El joven le cuenta muy serio que el pino procede de una landa arenosa al norte de la montaña de Olofshättan y le explica cuándo lo taló y cuánto tiempo ha estado secándose en el bosque. También le menciona las pulgadas que mide su circunferencia y cuántas hace de largo.
La chica, que ha visto miles de troncos flotando río abajo o transportados por tierra en trineo o carreta, nunca hubiera imaginado que le alegraría tanto la visión de un tronco.
– ¡Ay, Ingmar -suspira-, y pensar que sólo es el primero!
En medio de su euforia, de repente la inquieta recordar que han sido necesarios cinco años de esfuerzo y trabajo para que Ingmar haya podido transportar el primero de todos los troncos que serán utilizados en la construcción de su futuro hogar. ¿Cuánto tiempo tardará en transportar el resto y cuánto en construir la casa?
Pero, según Ingmar, todos los obstáculos están superados.
– Ya verás, Gertrud -dice él-, con tal que pueda bajar toda la madera mientras la nieve está así de firme, tendremos la casa lista muy pronto.
El sol se ha puesto hace un buen rato y las temperaturas han bajado en picado. El caballo tiene frío, sacude la cabeza y las cerdas del flequillo y la crin están cubiertas de escarcha. En cambio, los dos jóvenes no tienen ni pizca de frío. Planear su casa desde el sótano hasta el desván les da calor.
Y una vez lista la casa, se dedicarán a amueblarla.
– El sofá va contra esta pared larga -dirá Ingmar.
– Que yo sepa no tenemos ningún sofá -replicará la muchacha.
Entonces el joven se morderá el labio porque tiene un sofá a punto esperándole en la carpintería, pero es un secreto que no pensaba revelar hasta mucho más adelante y, por descuido, ahora se le ha escapado.
Ya puestos, también Gertrud traicionará un secreto celosamente guardado durante cinco años. Le contará que ha estado confeccionando y vendiendo trabajos manuales de pelo y cintas tejidas con sus propias manos, y que con las ganancias ha podido comprar casi todo el ajuar, desde ollas y pucheros hasta platos y cuencos, sábanas y cojines, manteles y esteras.
Ingmar no cabrá en sí de gozo al saberse dueño de tanta riqueza y la colmará de alabanzas. Pero en medio de la lluvia de elogios que se imagina, de repente se interrumpe. Acaba de fijarse en Gertrud y se queda mudo de asombro al pensar que toda esa belleza y encanto van a ser suyos.
– ¿Qué pasa Ingmar? -pregunta la chica.
– Pensaba en que lo mejor de todo es que vas a ser mía.
Gertrud no dice nada, pero acaricia con su mano el grueso tronco de árbol que va a sostener la casa en que ella e Ingmar formarán su hogar. Sabe que es seguridad y bienestar lo que la espera allí dentro porque aquel con el que va a casarse es un hombre bueno y sensato, fiel y generoso.
En ese momento una vieja pasa por su lado, camina deprisa y habla en voz alta con mucho ímpetu, parece enfurecida.
– Y si no, ¡al tiempo! -gruñe la vieja-. Serán felices del alba hasta la aurora; cuando llegue el momento de la verdad, su fe se quebrará como un hueso de pollo y luego su vida será una noche continua.
– No se estará refiriendo a nosotros, ¿verdad? -susurra la muchacha.
– ¿Cómo va a referirse a nosotros? -responde el joven.
El día siguiente era sábado y, al anochecer, el párroco regresaba a su casa en medio de una ventisca. Venía de la parte norte del gran bosque de coníferas, de visitar a un enfermo, y la marcha era muy penosa. El caballo se hundía con frecuencia en las masas de nieve, el trineo se tambaleaba peligrosamente a cada instante y, a menudo, tanto el párroco como el mozo se veían obligados a saltar del trineo y allanar el camino. Por suerte, la oscuridad no era completa, la luna se desplazaba grande y completamente llena tras las nubes cargadas de nieve y sus rayos las atravesaban, de modo que éstas resplandecían con una fosforescencia grisácea. Al alzar la vista, el párroco veía los copos girando en remolinos, llenando el espacio de deslumbrantes puntos blancos.
Las dificultades no eran las mismas en todo el trayecto, había tramos en los que la copiosa nieve era barrida por el viento y el camino parecía una pista de hielo, entonces el trineo se deslizaba con facilidad. En otros sitios la nieve se amontonaba suelta y regular, y tampoco allí resultaba difícil avanzar. Lo peligroso era transitar por donde el viento amontonaba la nieve formando montículos tan altos que impedían la visibilidad. En esos casos había que desviarse de la carretera y abrirse paso por encima de campos y cercados, con el consiguiente riesgo de volcar en una cuneta o de que el caballo quedase empalado en la estaca de alguna cerca.
Al párroco y al mozo les preocupaba seriamente el enorme montón de nieve que solía acumularse a lo largo de una vieja y elevada valla de madera muy próxima al predio de los Ingmarsson. «Si conseguimos sobrepasar esa valla casi estaremos en casa», se decían.
El párroco no recordaba la cantidad de veces que le había pedido a don Ingmar que derribase aquella valla tan alta que recogía la nieve y la amontonaba justamente ahí. Pero sus súplicas no habían servido de nada. Lo peor era que en la actualidad pasaba lo mismo. Por mucho que cambiaran los tiempos en aquella finca, una cosa parecía segura: aquella valla se quedaría donde estaba.
Pronto divisaron el predio y encontraron la barrera de nieve en el lugar habitual, escarpada como un muro y firme como una montaña. Allí no era posible apartarse a un lado, aquel monstruo había que escalarlo. La empresa se les antojó tan irrealizable que el mozo sugirió que pidiesen ayuda en casa de los Ingmarsson.
Pero el párroco se negó en redondo. Hacía cinco años que no cruzaba una palabra con Karin y Halvor y la idea de ver a antiguos amigos con los que había roto le desagradaba tanto como a cualquiera.
Así que el caballo tuvo que trepar por el montículo, el cual aguantó su peso hasta la cúspide. Una vez allí, el animal se hundió de golpe, desapareció como quien cae en una sima, y los viajeros se quedaron paralizados con la mirada fija en el vacío. Al mismo tiempo que el caballo se hundía entre la nieve, se partió uno de los varales del trineo, con lo cual quedaba descartado proseguir la marcha.
A los pocos minutos el párroco se encontraba en el umbral de la sala grande de Ingmarsgården.
Allí ardía un gran fuego de leña de pino resinoso. [24] A un lado de la chimenea se encontraba la dueña de la casa hilando lana cardada con peine muy fino, y más allá varias criadas y sirvientas hilaban estopa y lino. Los hombres se mantenían al otro lado del hogar, acababan de entrar leña y algunos descansaban, mientras otros se ocupaban de tareas fáciles: hacer astillas, afilar las púas de los rastrillos y tallar mangos para hachas.
Al entrar el pastor y referir el percance sufrido, todos actuaron a una. Los mozos salieron para desenterrar el caballo. Halvor condujo al párroco hasta la mesa y le ofreció un asiento en la banqueta. Karin envió a las sirvientas a la cocina para que preparasen café y una opípara cena. Ella, por su parte, colgó la pelliza del pastor frente al fuego, encendió la lámpara del techo y trasladó su rueca junto a la mesa a fin de participar en la conversación de los hombres.
«Ni en tiempos de don Ingmar habría sido mejor recibido», pensó el pastor.
Halvor inició una parsimoniosa conversación acerca del estado de los caminos y pasó después a preguntar al pastor si le habían pagado bien el trigo y si, por fin, en la rectoría se habían hecho las reparaciones que el reverendo había solicitado durante años. Karin se interesó por la salud de su señora y quiso saber si había mejorado últimamente de la grave enfermedad que la aquejaba.
Luego, el mozo del párroco entró diciendo que los excavadores habían recuperado el caballo, que los arreos estaban arreglados y que todo estaba listo para partir. Karin y Halvor pidieron y rogaron al reverendo que se quedara a cenar y no dejaron de insistir hasta que éste accedió.
Se sirvió el café. En el centro de la bandeja relucía la cafetera de plata más grande de la casa, el azucarero era el de plata antigua que sólo se sacaba de la alacena con ocasión de funerales o bodas, y había tres fuentes enteras rebosantes de pastas y bollos.
Los ojillos del pastor se dilataron maravillados. Una y otra vez se restregó la frente con la mano, como si creyera estar en un sueño del cual no quería despertar.
Halvor le mostró la piel de un alce abatido el otoño anterior en el bosque de la finca. La piel fue extendida en el suelo y el párroco constató que nunca había visto un ejemplar más grande y hermoso. Karin se acercó a su marido y le susurró algo al oído; al instante, Halvor le ofreció al pastor la piel como regalo.
Karin iba y venía sacando la preciosa y venerable plata de unas alacenas pintadas de azul. Extendió un mantel de calado muy ancho sobre el tablero de la mesa y puso encima tantas cucharillas de plata como si de un gran banquete se tratara. Hasta la leche y la bebida las sirvió en grandes jarras de plata.
Tras la comida, el párroco se dispuso a marcharse. Halvor Halvorsson en persona y dos de sus mozos le acompañaron, abrieron paso al trineo quitando la nieve, mantuvieron el vehículo derecho cuando éste se tambaleaba y no abandonaron al pastor hasta que llegó a su casa.
El pastor, sano y salvo en los escalones de entrada de la rectoría, pensaba en lo reconfortante que era recuperar viejos amigos y se despidió calurosamente de Halvor. Pero el granjero se demoró. Buscaba algo a tientas en su bolsillo.
Finalmente, sacó un papel doblado y preguntó si podía entregárselo. Era una notificación que debía anunciarse en la iglesia al día siguiente. Si el pastor tenía la amabilidad de aceptarlo en ese momento, no tendría que enviar un mensajero a la iglesia sólo para eso.
Cuando el párroco hubo entrado en su casa y encendido una vela, desdobló el papel y leyó: «Debido al traslado a Jerusalén de los propietarios, el predio de Ingmarsgården se pone en venta…» No pudo continuar con la lectura. Su mente, anonadada, se perdió en profundas cavilaciones. «Así que ya la tenemos encima -murmuró como si estuviese pensando en una tormenta-. Esto es lo que he estado esperando durante años y años.»
En un hermoso día de primavera, un granjero y su hijo se dirigen a pie a la gran planta industrial instalada en el extremo sur de la parroquia.
Ellos viven en el extremo norte y, por lo tanto, tienen que atravesar casi todo el término. A su paso ven cómo los campos recién sembrados ya están germinando; absorben con la vista el verde fresco de los numerosos campos de centeno, de los hermosos prados donde el trébol no tardará en perfumar el aire con sus flores rojas.
También pasan por delante de numerosas casas a las que se les está dando una mano de pintura, o se les instalan nuevas ventanas, o una galería con vidrieras. Pasan de largo jardines donde se está cavando y plantando. Todas las personas con que se cruzan llevan barro en las suelas y las manos sucias de tierra; han estado caminando por sus terrenos y sembrados para plantar patatas y coles o sembrar nabos y zanahorias.
El granjero no puede evitar preguntar qué clase de patatas están plantando, o cuánto hace que sembraron la avena. Apenas ve un ternero o un potro pregunta enseguida qué tiempo tiene. Calcula cuántas vacas habrá en total en la granja que acaban de pasar y cuánto valdrá el potrillo una vez que esté domado.
El hijo intenta distraerle de estos asuntos.
– Piense en que pronto usted y yo caminaremos por el valle de Sarón y el desierto de Judea -dice.
El padre sonríe un poco y su rostro se ilumina brevemente.
– Será estupendo andar tras las huellas de Nuestro Señor Jesucristo -contesta. Pero al cabo de un instante ocupan sus pensamientos un par de cargas de cal viva que se aproximan por la carretera.
– Oye, Gabriel -dice-, ¿quién crees tú que se hace traer cal? Dicen que todo crece que da gusto después de echarle cal a la tierra. Habrá que esperar al otoño para comprobarlo.
– ¿El otoño, padre?
– Sí, sí, ya lo sé -responde el granjero-, en otoño viviré en las tiendas de Jacob y plantaré en la viña del funcionario del rey. [25]
– Exacto -contesta el hijo-. Así sea, amén.
Caminan en silencio un rato prestando atención a los signos de la primavera. La nieve derretida corre por las cunetas y la lluvia de marzo ha dejado el camino en muy mal estado. Mires donde mires sólo ves trabajo por hacer. Todo el mundo tiene ganas de intervenir y cooperar, aunque la tierra que pisen en ese momento no sea la suya.
– Qué remedio -dice el granjero, pensativo-, la verdad es que habría sido mejor vender las tierras en otoño, después de las labores. Cuesta mucho abandonarlo todo en primavera, que es cuando hay que arrimar el hombro.
El hijo hace un gesto de resignación y comprende que tiene que dejar que el viejo se desahogue.
– Hace exactamente treinta y un años, siendo muy mozo, compré un terruño al norte de la parroquia -cuenta el granjero-. Nunca nadie le había hincado el pico a esa parcela. La mitad de la tierra era pantanosa y la otra mitad un pedregal, qué cosa más mala, oye. En ese pedregal me he deslomado machacando piedras, pero peor lo tuve con la parte pantanosa hasta que logré drenarla con zanjas cubiertas y desecarla.
– Ha trabajado usted mucho, padre -dice el hijo-. Por eso Dios se ha acordado de usted y lo ha llamado a Tierra Santa.
– Al principio -continúa el granjero-, vivía en una cabaña que no era mucho mejor que la choza de un carbonero; estaba hecha de troncos sin descortezar y la techumbre era de tierra pisada. Nunca conseguí tapar las goteras y entraba mucha agua cuando llovía. Era duro, sobre todo de noche. La vaca y el caballo no estaban mejor que yo, todo el primer invierno se lo pasaron en una cueva más oscura que un sótano.
– Padre -pregunta el hijo-, ¿por qué se apega usted a un sitio en el que ha sufrido tanto?
– Pero piensa qué alegría no sentiría yo -prosigue el padre- cuando pude construirles unos buenos establos a las bestias, y cuando el ganado se multiplicaba año tras año, de modo que siempre estaba planeando nuevas obras. De no vender ahora tendría que cambiar el tejado de las cuadras. Habría que hacerlo por esta época, nada más terminada la siembra.
– Padre -dice el hijo-, pronto podrá usted sembrar en el país donde parte de la semilla cayó al borde del camino y fue pisoteada, parte cayó en terreno pedregoso y se secó, parte cayó entre cardos y éstos la sofocaron, y otra parte cayó en tierra buena y dio como fruto el ciento por uno. [26]
– En cuanto a la vieja cabaña -prosigue el padre- que levanté tras la primera choza, quería echarla abajo este año y construir una casa de dos plantas. ¿Qué haré ahora con los troncos que estuvimos acarreando durante el invierno? Fue un trabajo muy duro traer toda esa madera. Los caballos lo pasaron mal, y tú y yo también.
El hijo se angustia, tiene la sensación de que el padre se aleja de él, teme que el hombre vaya a ofrecer a Dios todas sus posesiones sin la disposición correcta y necesaria.
– Sí-replica-, pero ¿qué importan las casas nuevas y las cuadras en comparación con una vida sin pecado entre hermanos que piensan como tú?
– Aleluya -responde el padre-, sé que es un bello destino el que nos aguarda. No en vano estoy yendo a la planta para venderle mis tierras a la compañía maderera. La próxima vez que pase por aquí todo habrá terminado, entonces no seré dueño de nada.
El hijo no contesta, pero se siente satisfecho de que el padre se mantenga firme en su decisión.
Al cabo de un rato pasan por delante de un predio muy bien situado en lo alto de una loma. La vivienda principal está pintada de blanco y tiene balcón y solana, y alrededor de la casa crecen unos álamos muy altos cuyos hermosos troncos grisáceos rebosan de savia.
– Mira -dice el granjero-, exactamente así me imaginaba yo mi casa. Con una galería como ésa con balcón encima y la madera tallada. Y también un patio delantero igual de amplio y verde, de césped muy fino. ¿No habría sido preciosa, Gabriel?
El hijo no responde y el granjero comprende que está harto de oír hablar de la granja. También él enmudece, pero sus pensamientos van siempre de vuelta a su hogar. Se pregunta cómo les irá a sus caballos con el nuevo amo, cómo le irá a toda la finca. «Ay -piensa-, seguro que hago mal en vendérsela a una compañía. Talarán hasta el último árbol del bosque y dejarán que la granja decaiga. La tierra pantanosa volverá a ser pantanosa y el bosque de abedules se comerá los sembrados.»
Han llegado ya a la planta y ahí su interés se despierta de nuevo. Ve arados y gradas de último diseño y enseguida recuerda cuánto ha deseado comprarse una segadora nueva. Mira a su Gabriel, que es muy buen mozo, y se lo imagina sentado en una preciosa segadora roja, blandiendo el látigo sobre los caballos como lo haría un guerrero, y segando la hierba alta como quien barre al enemigo.
Cuando entra en las oficinas de la planta aún cree percibir el chirrido de la segadora en sus oídos. Oye el suave caer de la hierba cortada y las piadas y los zumbidos de espanto de pájaros e insectos.
En la oficina, el contrato de compraventa está listo y en regla. Ya se negociaron todas las cláusulas, el precio está fijado, sólo resta estampar las firmas.
Le leen el contrato y él escucha con atención. Escucha el número de hectáreas de bosque y el número de hectáreas de campos y prados, los enseres y el número de reses que debe entregar. Sus rasgos se endurecen. «No -se dice a sí mismo-, me niego.»
Cuando finaliza la lectura está a punto de decir que no puede firmar. En ese momento el hijo se inclina y le susurra al oído:
– Tiene que elegir, padre, la granja o yo, porque haga usted lo que haga, yo me marcho.
Los asuntos de su finca le han absorbido de tal modo que ni se le ha pasado por la cabeza que el hijo pudiera partir sin él. Vaya, conque el muchacho se va pase lo que pase. No acaba de entenderlo, él nunca se habría ido sin él.
Pero claro que tiene que acompañar a su hijo, faltaría más.
Se dirige a la mesa donde el documento espera su firma. El gerente de la planta en persona le coloca la pluma entre los dedos e indica el sitio en el papel.
– ¿Ve aquí? -dice-. Escriba Hök Matts Eriksson.
Toma la pluma y al instante le llega el recuerdo nítido de cuando firmó un contrato hace exactamente treinta y un años y por el cual compraba un trozo de tierra sin cultivar. Recuerda que tras la firma se fue derecho a contemplar su propiedad. Ese día se dijo a sí mismo: «Mira lo que Dios te otorga, aquí tienes trabajo para toda la vida.»
El gerente cree que su demora se debe a la incertidumbre y le señala de nuevo el sitio donde debe firmar:
– Ponga su nombre aquí. Escriba Hök Matts Eriksson.
Empieza a firmar. «Ésta -piensa- va por mi fe y mi salvación, por mis queridos amigos, los hellgumianos, por nuestra vida en común que tanto aprecio, por no quedarme atrás, solo, sin nadie, cuando todos se vayan.» Y estampa la primera.
«Ésta -continúa- va por mi hijo Gabriel, por no perder a un hijo tan bueno y tan querido, por todas las veces que él se ha portado bien con su viejo padre, para demostrarle que él es lo que más quiero.» Y suscribe por segunda vez.
«Pero ¿y ésta? -piensa, empujando levemente la pluma-. ¿Por qué lo hago?» Y en ese instante su mano empieza a moverse por sí sola trazando gruesas líneas de un lado a otro del odioso papel. «Pues esto lo hago porque soy un hombre viejo al que le gusta cultivar la tierra, que tiene que arar y sembrar la misma tierra que siempre ha trabajado con el sudor de su frente.»
Hök Matts Eriksson, muy turbado, se vuelve hacia el gerente de la planta mostrándole el documento.
– Discúlpeme, por favor, de verdad quería deshacerme de mis propiedades; pero no he podido.
En mayo se celebró una subasta en Ingmarsgården. ¡Dios bendito, qué tiempo más fabuloso hacía, el calor era auténticamente veraniego! Los hombres habían cambiado ya sus largos abrigos de piel por chaquetillas cortas y las mujeres estrenaban las mangas anchas y almidonadas de su indumentaria estival.
La mujer del maestro se estaba arreglando para asistir a la subasta. Gertrud no quería ir y el señor Storm se hallaba ocupado con sus lecciones. Cuando la señora Stina estuvo lista, abrió la puerta del aula y se despidió de su marido moviendo la cabeza. Él estaba explicándoles a los niños la destrucción de la antigua ciudad de Nínive [27] y al hacerlo su expresión era tan siniestra que las pobres criaturas abrían la boca asustadas.
Durante la caminata hasta el predio de los Ingmarsson la señora Stina se detenía ante cualquier cosa que estuviera en flor, ya fuera un arbusto de cerezo aliso o una colina cubierta de oloroso muguete. «No creo que exista algo más bonito que esto -se dijo-, aunque pudiera una viajar hasta la mismísima Jerusalén.»
La mujer del maestro, y muchos otros con ella, amaban doblemente su terruño desde que los hellgumianos lo denominaban Sodoma e incitaban a sus habitantes a abandonarlo.
La señora Stina cortó unas florecillas que crecían en la cuneta y las miró con algo similar a la ternura. «Si todos fuéramos tan malos como dicen, a Dios no le supondría ningún esfuerzo exterminarnos, bastaría con hacer que el invierno fuera permanente y dejar que la tierra estuviera por siempre nevada. Pero como Nuestro Señor permite que la primavera y las flores vuelvan cada año debe creer que, al menos, merecemos vivir.»
Al llegar a Ingmarsgården se detuvo con una expresión de ansiedad. «Creo que me iré por donde he venido, no quiero asistir a la desintegración de esta antigua casa», se dijo. Pero en el fondo sentía demasiada curiosidad por ver qué pasaría con la finca.
Tan pronto se supo que el predio estaba en venta, Ingmar había hecho todo lo posible por comprarlo. Desgraciadamente, sólo poseía unas seis mil coronas y a Halvor la gran compañía maderera propietaria de la planta de Bergsåna le había ofrecido veinticinco mil. Mediante préstamos, Ingmar consiguió reunir la misma cantidad que ofrecía la compañía, pero entonces ésta aumentó su oferta a treinta mil e Ingmar, que no quería endeudarse tanto, se plantó.
Lo preocupante a este respecto no era únicamente que de este modo la finca saldría de la familia para siempre, ya que la gran compañía nunca revendía ninguna de sus adquisiciones; sino que además resultaba absolutamente improbable que la compañía le concediera a Ingmar el aserradero de Långforsen, y en ese caso él se quedaría sin sustento.
Casarse con Gertrud para el otoño, como estaba planeado, resultaba ahora impensable. Ingmar tal vez tuviera incluso que marcharse a otras tierras en busca de trabajo.
Al considerar la situación, la señora Stina no miraba a Karin y Halvor con buenos ojos. «Ojalá -se decía- Karin Ingmarsdotter no se acerque a hablar conmigo, porque no podría contenerme y le diría que no hay derecho, que no puede portarse tan mal con Ingmar. Y también le echaría en cara que, en el fondo, toda la culpa de que la finca no sea ya de Ingmar, es suya. Ya he oído decir que necesitan cantidades astronómicas de dinero para su viaje, pero es asombroso que Karin tenga estómago para venderle la finca de su familia a una compañía que no hace más que devastar el bosque y que abandona el campo enteramente a su suerte.»
Aparte de la compañía maderera había otro interesado en comprar la finca, y éste era el acaudalado juez de distrito Berger Sven Persson. Para Ingmar, esta alternativa sería mucho más afortunada, puesto que Sven Persson era un hombre generoso que nunca se negaría a arrendarle el aserradero. «Sven Persson no habrá olvidado que de niño -pensó la señora Stina-, cuando era un pastorcillo muerto de hambre, venía a por trabajo a la finca, y que fue don Ingmar quien se hizo cargo de él y lo ayudó a prosperar.»
La mayor parte del público que venía a la subasta no entraba en la casa, sino que se quedaba en el patio. La mujer del maestro hizo lo propio; se sentó sobre un montón de tablas y miró alrededor con melancolía, como hacen los que saben que ven un lugar entrañable por última vez.
La explanada del patio estaba flanqueada por tres alas de edificios anejos, y en medio se alzaba una caseta sobre pilares. No había nada que ofreciese un aspecto especialmente anticuado, a excepción del viejo porche con listones de madera tallada que enmarcaba el saledizo de la entrada de la vivienda principal, y otro más antiguo todavía, de gruesas columnas de fuste retorcido, situado frente a la puerta del lavadero.
La señora Stina rememoró la larga lista de Ingmarsson cuyas pisadas habían ido hollando el patio. Era como si pudiera verlos, volviendo del trabajo al atardecer y dirigiendo sus pasos hacia el hogar, figuras larguiruchas, algo inclinadas, siempre temerosas de importunar o de acaparar más de lo que les correspondía.
Pensó en toda la laboriosidad y honradez que tenía su origen en aquella casa de labranza. «No debería estar permitido -pensó refiriéndose a la subasta-, habría que denunciarlo al rey.» De haberse tratado de su propio hogar, la señora Stina no se lo habría tomado peor.
La subasta todavía no había comenzado pero un gran número de público se había congregado ya. Algunos entraban en los establos y examinaban el ganado, otros se quedaban en el patio para curiosear entre los muchos aperos y carretillas y hachas, sierras y arados reunidos allí.
Sin embargo, cada vez que la señora Stina veía un par de vecinas saliendo de los establos pensaba indignada: «Mira a esas dos, la tía Inga y la tía Stava, ya le han echado el ojo a una res cada una. ¡Anda que no se pavonearán teniendo vacas de la raza autóctona de los Ingmarsson!» Y sonrió con cierto sarcasmo cuando vio al pobre Nils el Pelantrín [28] elegir entre los arados. «Qué importante se sentirá el pobre Nils empujando un arado que era del mismísimo don Ingmar.»
Los objetos de la subasta atraían cada vez a más personas. Los hombres se preguntaban mutuamente acerca de aperos tan obsoletos que nadie sabía ya para qué servían, y algunos hasta tenían la desfachatez de reírse de los vetustos trineos, algunos de los cuales eran muy antiguos y estaban pintados de rojo y verde; los arreos que les correspondían estaban adornados con abigarradas borlas de colores y conchas blancas.
Nuevamente, la señora Stina vio en su imaginación a los antiguos miembros de la familia conducir con parsimonia aquellos apolillados trineos. Se iban de fiesta o llegaban a casa el día de su boda con la novia sentada a su lado. «Qué cantidad de gente honrada se marcha de la parroquia», pensó, puesto que para ella era como si esos ancestros hubieran seguido viviendo en el predio hasta ese mismo día, cuando sus utensilios de labranza y sus vehículos estaban a punto de dispersarse a los cuatro vientos.
«Me gustaría saber dónde se ha metido Ingmar y cómo se encuentra -pensó-. ¡Si a mí me resulta tan doloroso cómo no se ha de sentir él!»
Hacía un día tan espléndido que el adjudicador sugirió que todos los objetos en venta se trasladaran al patio a fin de evitar aglomeraciones en el interior. Así que los mozos y las sirvientas salieron cargando cofres y baúles adornados con rosas y tulipanes, gran parte de los cuales no se habían movido de su sitio en el ropero durante los últimos cien años. También sacaron cafeteras de plata y anticuadas calderas de cobre, ruecas y cardas, ropa de cama y toda suerte de utensilios para tejer, a cuál más extraño.
Las campesinas se abalanzaron sobre aquellos objetos, tocando y removiéndolo todo.
La señora Stina no había tenido intención de comprar nada, pero luego recordó que en la casa había un telar en el que se podía tejer un precioso damasco de hilo para mantelerías y se levantó a fin de mirarlo. Sin embargo, justo cuando se aproximaba, salió una sirvienta con dos enormes y antiquísimas Biblias, cuyos herrajes y tapas encuadernadas en piel pesaban tanto que la muchacha apenas podía con ellas.
Como si hubiese recibido una bofetada, la señora Stina, atónita, regresó a su sitio. Entendía que nadie leyera ya esas reliquias escritas en un lenguaje arcaico, pero no dejaba de ser muy extraño que Karin quisiese venderlas. «Quizá fuera una de esas Biblias la que estaba leyendo el ama el día en que vinieron a comunicarle que un oso había matado a su marido», pensó.
Rememoró todas las historias que había oído acerca de los Ingmarsson; cada cosa que veía parecía contarle algo.
Aquellos broches de plata que estaban encima de la mesa se los había robado un Ingmar Ingmarsson a unos trols de la montaña de Klackberget.
En ese calesín de ahí había ido a misa el Ingmar Ingmarsson de turno cuando ella era niña, y cada vez que las había adelantado a ella y su madre por el camino de la iglesia, su madre le había puesto la mano en el hombro diciéndole: «¡Haz una reverencia, niña, que pasa Ingmar Ingmarsson!»
Siempre le había maravillado que su madre nunca olvidara de instarla a hacerle aquella reverencia a Ingmar Ingmarsson. Tanto empeño no ponía la vieja mujer cuando pasaba el agente judicial o el juez del distrito.
Finalmente comprendió que cuando su madre era una chiquilla e iba a misa con su propia madre, ésta le ponía la mano sobre el hombro y le decía: «Haz una reverencia, niña, que pasa Ingmar Ingmarsson!»
«Bien sabe Dios -suspiró la señora Stina- que no es sólo porque he albergado la esperanza de que Gertrud gobernase esta casa algún día que me duele que se disperse todo esto; más bien, es que tengo la impresión de que con ello llega el fin de todo este pueblo.»
Entonces apareció el reverendo a las bridas de su coche. Se le veía serio y abatido y se dirigió al interior de la vivienda. La señora Stina comprendió que venía para interceder por Ingmar con Karin y Halvor.
Poco después llegaron el gerente de la planta de Bergsåna, en representación de la compañía maderera, y el juez Berger Sven Persson. El gerente entró sin más en la casa; en cambio, Sven Person dio una vuelta por el patio y miró lo que había. Pasó, entonces, por delante de un anciano menudo y de barba muy poblada que estaba sentado sobre el mismo pilón de tablas en que la señora Stina ocupaba un sitio. Era Stark Ingmar.
– Oiga, Ingmar -le preguntó Sven Persson deteniéndose frente a él-, ¿no sabrá usted si Ingmar Ingmarsson ha decidido ya si quiere comprarme esa madera que le he ofrecido?
– Dice que no -respondió el viejo-, pero digo yo que pronto le entrarán las dudas. -Y le echó una mirada maliciosa a Sven Persson haciendo un gesto en dirección a la señora Stina, dando a entender que no era conveniente que los oyera hablar.
– Pues debería sentirse más que afortunado -dijo el juez-. No ofrezco mercancía como ésa todos los días, si lo hago ahora es por la memoria de don Ingmar.
– Sí, es verdad, sí que es una buena oferta -replicó el viejo-, pero dice que ya ha dado su palabra en otra parte.
– ¿Realmente está seguro de saber lo que deja escapar? -dijo el juez, y se alejó lentamente.
Hasta el momento ningún miembro de la familia se había dejado ver en el patio; pero de pronto el gentío descubrió la figura de Ingmar. Estaba apoyado contra una pared algo aparte, completamente inmóvil y con los ojos entornados.
Varias personas se acercaron para saludarle, pero cuando llegaban a su altura se abstenían y volvían a su sitio.
El rostro de Ingmar tenía la palidez de un muerto y al verle quedaba claro que el hombre se debatía contra un dolor tan intenso que nadie se atrevía a molestarle.
Ingmar permanecía tan quieto que hubo mucha gente que ni siquiera detectó su presencia. En cambio, todo aquel que hubiera puesto los ojos en él no podía quitarse esa visión de la cabeza. El espíritu festivo que normalmente se asocia a una subasta se diluyó rápidamente, con Ingmar ahí delante, apoyado contra la pared del hogar que estaba a punto de perder; nadie tenía el coraje de reír o de mostrar algún signo de alegría.
Por fin llegó el momento de iniciar la subasta. El adjudicador se subió a una silla y empezó a licitar un viejo arado. Ingmar seguía igual de inmóvil, como si fuera una efigie en lugar de un ser humano.
«Dios santo, ¿por qué no se retira de ahí? -murmuraba la gente-. ¿Qué necesidad tiene de presenciar esta desgracia? Aunque por algo dicen que los Ingmarsson siempre hacen las cosas a su manera.»
Entonces el martillo anunció el fin de la primera puja. Ingmar se estremeció, como si el golpe le hubiera tocado a él. Enseguida se quedó quieto otra vez; pero luego, a cada nuevo remate una sacudida le recorría el cuerpo.
Pasaron junto a la señora Stina dos campesinas que hablaban de Ingmar.
– Lástima que no esté prometido a una rica heredera, así tendría dinero para comprar la finca; pero como quiere a la hija del maestro, esa Gertrud… -dijo una.
– Cuentan que un pez gordo le ha prometido la finca como dote si se casa con su hija -contestó la otra-. ¿Ves?, como es de tan buena familia, da igual que sea pobre.
– De algo servirá ser el hijo de don Ingmar, ¿no?
«Qué bendición sería que Gertrud pudiese contribuir con algo», pensó la señora Stina.
Poco a poco se vendieron todos los utensilios y el subastador se trasladó a otro rincón del patio. Allí empezó por tapices tejidos a mano, manteles y cortinajes de cama, mostrándolos en lo alto de modo que los tulipanes bordados y los abigarrados encajes irradiaban sus destellos de seda sobre la explanada entera.
A Ingmar debió de llamarle la atención el flameo de las telas, porque miró hacia allí. Por un instante fueron visibles sus ojos inyectados en sangre abarcando toda la desolación de aquel espectáculo; luego los bajó de nuevo.
– Nunca he visto nada igual -dijo una joven campesina-. Yo creo que se nos muere aquí mismo. ¿Por qué no se va de una vez y deja de torturarse?
La señora Stina se puso en pie como para clamar al cielo que interrumpieran la subasta, que no había derecho; pero volvió a sentarse. «¿Y yo quién soy para exigir nada?», se recriminó con un suspiro.
Repentinamente se extendió un silencio tan profundo en el patio que la señora Stina tuvo que levantar la vista. Descubrió que el silencio se debía a que Karin Ingmarsdotter había salido de la casa. Quedó patente lo que el pueblo opinaba de su manera de actuar, porque a medida que ella cruzaba el patio los asistentes se apartaban; nadie tendió su mano para saludarla, la gente callaba y la miraba con desaprobación.
Karin estaba demacrada, parecía exhausta y caminaba más encorvada que nunca. Dos manchas rojas se destacaban en sus mejillas y, aparentemente, su suplicio era igual de intenso que en la época en que libraba sus batallas contra Eljas.
El objetivo de Karin era buscar a la señora Stina para hacerla entrar en la casa.
– Acabo de descubrir que estaba usted aquí, señora Stina -le dijo.
La mujer del maestro se hizo de rogar, pero sólo un poco. Karin venció su resistencia diciendo:
– Ahora que nos vamos tan lejos de aquí nos gustaría olvidar viejas disputas.
Mientras cruzaban el patio de vuelta a la casa, la señora Stina inició el ataque:
– Éste ha de ser un día muy triste para usted, Karin.
Ésta dejó escapar un suspiro pero no respondió.
– No entiendo cómo no le parte el alma vender todos estos viejos objetos de familia.
– Es lo que más se ama lo que precisamente hay que sacrificar por Nuestro Señor -respondió Karin.
– La gente se extraña de que… -empezó la señora Stina, pero Karin la cortó:
– El Señor también se extrañaría de que le priváramos de algo que ya le hemos ofrecido.
La señora Stina se mordió el labio y no supo qué más decir. Todos los reproches que había imaginado no hallaron salida; Karin era una mujer demasiado digna para que nadie tuviese el valor de censurar su conducta.
Justo cuando subían el ancho escalón del pórtico de entrada, posó su mano sobre el hombro de Karin.
– ¿Ha visto usted quién está ahí? -le preguntó señalando a Ingmar.
Karin dio la impresión de encogerse levemente y evitó a toda costa mirar en la dirección de Ingmar.
– El Señor hallará la solución -murmuró-. El Señor hallará la solución.
En la sala principal no se habían producido grandes cambios con vistas a la subasta, ya que los bancos y las camas estaban empotrados y no podían transportarse a otro lugar. Las lámparas de cobre, en cambio, ya no iluminaban las paredes, y las camas eran un agujero negro sin las cortinas y las colchas; mientras que las alacenas pintadas de azul que antaño se dejaban entreabiertas para que las visitas pudiesen admirar la vajilla de plata apilada en su interior estaban cerradas en señal de que ahí ya no se guardaba nada que valiera la pena mostrar.
La única ornamentación de las paredes era el cuadro de Jerusalén, el cual ese día volvía a lucir una guirnalda de hojas verdes alrededor del marco.
Ocupaban la amplia estancia gran cantidad de correligionarios y parientes de Halvor y Karin. Uno tras otro se dejaban guiar hasta una larga mesa donde, tras hacerse de rogar, eran agasajados con excelentes manjares.
La alcoba estaba cerrada. En su interior se discutía en aquellos momentos la compra de la finca y las negociaciones se llevaban a cabo con ímpetu y en voz muy alta, especialmente por parte del párroco.
En cambio, en la sala principal los presentes se mantenían callados, y si alguien hablaba lo hacía bajito o susurrando. Mentalmente, todos se encontraban dentro de la alcoba, donde se estaba decidiendo el destino de Ingmarsgården.
La señora Stina se dirigió a Hök Mattsson y le preguntó:
– ¿Supongo que no tendremos la suerte de que Ingmar se quede con la finca?
– Hace mucho que su oferta ha sido superada -contestó Gabriel-. Por lo visto, el hotelero de Karmsund ha ofrecido treinta y dos mil coronas, y la compañía ha pujado hasta treinta y cinco mil. En estos momentos el reverendo intenta convencerles de que cierren el trato con el hotelero antes que con la compañía.
– ¿Y qué hay del juez Berger Sven Persson? -preguntó la señora Stina.
– Parece que hoy no ha pujado.
El párroco habló largo y tendido con una voz que sonaba persuasiva. Sus palabras no eran inteligibles, pero mientras él hablara la gente sabía que nada estaba decidido aún.
Entonces se hizo un breve silencio, tras el cual se oyó la voz del hotelero que decía, no muy alto pero con tanto énfasis que era inevitable captar cada una de las sílabas:
– Ofrezco treinta y seis mil; no es que crea que la finca lo vale, pero lo hago porque no me gustaría que fuese a parar a manos de la compañía.
A continuación se oyó el golpe de un puño contra la mesa y la voz del gerente que atronó:
– Cuarenta mil, y no creo yo que nadie supere esa oferta, señores.
La señora Stina, muy pálida, se levantó y volvió a salir al patio. Puede que lo que se desarrollaba en el exterior fuera doloroso y triste, pero presenciar esa otra subasta encerrada en una habitación sofocante era aún más atroz.
Los tapices ya estaban vendidos y el subastador volvió a cambiarse de sitio dispuesto a ocuparse de las antigüedades de plata; las grandes cafeteras de plata con monedas de oro incrustadas y las copas con inscripciones del siglo xvii.
Cuando el subastador levantó la primera cafetera Ingmar dio un paso al frente como para impedir la venta, pero se refrenó al instante y volvió a su rincón.
Al cabo de unos minutos un viejo labriego se dirigió a Ingmar con la cafetera en la mano. El hombre la dejó humildemente a sus pies diciendo:
– Ésta debes conservarla como recuerdo de todo aquello que debería haber sido tuyo.
De nuevo un estremecimiento sacudió a Ingmar; su labio inferior tembló y hacía grandes esfuerzos por encontrar las palabras.
– No, ahora no hace falta que digas nada, ya me lo dirás otro día -añadió el viejo y empezó a alejarse; pero dio media vuelta y dijo-: La gente rumorea que la finca podría ser tuya si quisieras; eso sería el favor más grande que podrías hacerle a esta parroquia.
En Ingmarsgården había varios ancianos que habían servido en la familia toda su vida y que ahora, en su vejez, seguían viviendo allí. La inquietud se había apoderado de ellos más que de los demás, puesto que temían que, en caso de que la finca cambiara de propietario, fueran desahuciados y no les quedara otro remedio que echarse a los caminos a mendigar. En cualquier caso, no les cabía duda de que nadie les trataría igual de bien que los antiguos amos.
Estos ancianos vagaban por la finca sin descanso, el desasosiego no les permitía permanecer sentados. Provocaba mucha lástima verlos pasar de puntillas, frágiles y asustados, y descubrir la angustia que reflejaban sus ojos legañosos y débiles.
Finalmente, fue a un abuelo de casi cien años al que se le ocurrió acercarse a Ingmar y sentarse en el suelo a su lado. Era como si por fin hubiese encontrado un sitio donde sentirse en paz, porque se quedó quieto y calmado, sus manos temblorosas apoyadas contra el mango de la muleta.
Tan pronto como otras dos de las ancianas empleadas de la finca, la tía Lisa y Märta la del Establo, vieron dónde se había instalado Bengt el Cuervo, también ellas renquearon hasta allí y tomaron asiento junto a Ingmar. No le dijeron nada; pero sin embargo albergaban la vaga noción de que él podía ayudarlas, él, que ahora era el nuevo Ingmar Ingmarsson.
Desde el momento en que se le acercaron los ancianos, Ingmar abrió los ojos y ya no volvió a entornarlos; sino que se quedó observándoles. Se diría que calculaba todos los años y las penurias que habían soportado mientras servían a su familia, y debió sentir que su primer deber era conseguir que pudieran acabar sus días en el lugar donde había transcurrido toda su vida. Ingmar oteó el patio, descubrió a Stark Ingmar y le parpadeó significativamente asintiendo con la cabeza.
Sin decir una palabra, Stark Ingmar entró en la casa, cruzó la sala grande y abrió la puerta de la alcoba, en cuyo umbral se quedó aguardando un momento propicio para dar su recado.
El párroco se hallaba en medio de la habitación dirigiéndose a Karin y Halvor, quienes estaban rígidos como momias. El gerente de la compañía maderera presidía la mesa con expresión autosuficiente, convencido de ser el mayor postor. Al hotelero de Karmsund, de pie junto a la ventana, se le veía indignado, la frente perlada de sudor, las manos trémulas. El juez Berger Sven Persson ocupaba el sofá situado en el fondo de la alcoba y su rostro ancho y autoritario no delataba ninguna emoción; estaba sentado con las manos entrelazadas sobre la barriga y de él se diría que lo único que ocupaba su mente era la velocidad a la que hacía girar sus pulgares.
Luego el párroco cedió la palabra. Halvor miró a Karin como pidiéndole consejo, pero ella permanecía inmóvil con la vista baja.
– Karin y yo nos vemos obligados a tener en cuenta que viajamos al extranjero -dijo Halvor-, y que tanto nosotros como toda la hermandad se sustentará de lo que obtengamos por nuestras propiedades. Sabemos ahora que sólo el viaje cuesta quince mil coronas, y a eso hay que añadirle el alquiler de una casa y los gastos para ropa y comida. No creo que podamos permitirnos el lujo de regalar una parte.
– ¿No es absurdo pedirles a Karin y Halvor que vendan la finca por una cifra irrisoria únicamente para que no se la quede la compañía? -inquirió el gerente-. A mi entender, deben aceptar mi oferta inmediatamente, aunque sólo sea para poner fin a todos estos intentos de persuasión.
– Sí -confirmó Karin-, me temo que lo cierto es que debemos ajustamos a la oferta del mejor postor.
Sin embargo, el párroco no pensaba darse por vencido fácilmente. Cuando se trataba de asuntos mundanos sabía muy bien cómo componer su perorata; el que razonaba allí era un orador completamente distinto del que hablaba desde el púlpito.
– Apuesto a que Karin y Halvor sienten tanto apego por esta finca que prefieren vendérsela a alguien que se haga buen cargo de ella; aunque al hacerlo sus ganancias disminuyan en un par de miles de coronas. -Y muy especialmente dirigido a Karin, prosiguió su discurso con una lista de fincas que habían acabado en la ruina después de ser vendidas a la compañía.
Karin levantó la vista en un par de ocasiones y el párroco se preguntó si, finalmente, había logrado conmoverla. «Algo tiene que quedarle de su instinto de mujer del campo», pensó, al exponer como ejemplos varios casos de granjas abandonadas y rebaños de ganado agonizantes.
Y luego remató de la siguiente manera:
– Sé perfectamente que si la compañía se obstinara en comprar Ingmarsgården, podrían pujar y pujar hasta que no hubiera un granjero en toda la comarca que pudiera seguirles. Pero si Karin y Halvor quieren impedir que este predio se convierta en una ruina más de la compañía, deben fijar un precio final para que los granjeros sepan a qué atenerse.
Ante la propuesta del párroco, Halvor miró nerviosamente a Karin. Ésta levantó los párpados despacio y respondió:
– Claro que Halvor y yo preferiríamos vendérsela a alguien como nosotros para estar seguros de que las cosas seguirán como siempre en la finca.
– Exacto, si alguien, aparte de la compañía, quisiera ofrecer cuarenta mil coronas nos contentaríamos con esa suma -dijo Halvor, que ahora por fin le seguía el hilo a su esposa.
Tras estas palabras Stark Ingmar cruzó la habitación y le susurró algo a Berger Sven Persson. El juez de distrito se levantó de inmediato y le dijo a Halvor:
– Ya que usted promete conformarse con cuarenta mil, yo le ofrezco esa suma.
El rostro de Halvor empezó a sufrir contracciones nerviosas y antes de contestar tragó saliva varias veces.
– Se lo agradezco, señor juez -dijo-. Me alegra dejar la finca en tan buenas manos.
Sven Persson también estrechó la mano de Karin, quien, conmovida, se secó una lágrima que le pendía del rabillo del ojo.
– Puede estar segura, Karin, de que aquí las cosas continuarán como siempre -dijo el juez.
Karin le preguntó si él mismo iría a vivir allí.
– No -respondió el juez, y añadió con ceremonioso énfasis-: Este verano caso a mi hija menor y les voy a regalar la finca a ella y a su esposo. -A continuación, se volvió hacia el párroco y le dio las gracias-: Ha conseguido salirse con la suya, reverendo -le dijo-. Quién iba a imaginar, cuando yo corría por aquí como un humilde pastor, que un día tendría el poder de reinstaurar a un Ingmar Ingmarsson en Ingmarsgården.
El párroco y los otros caballeros presentes se quedaron mirándolo sin entender; Karin se apresuró a salir de la habitación.
Mientras cruzaba la sala grande se fue enderezando, se anudó el pañuelo de la cabeza de modo que los pliegues cayesen como debían, y se alisó el delantal.
Cruzó el patio con paso digno y ceremonioso. Mantenía el cuerpo rígido, la mirada baja, y andaba a paso tan lento que no daba la impresión de desplazarse. De ese modo llegó hasta donde se encontraba Ingmar y le estrechó la mano.
– Quiero darte la enhorabuena, Ingmar -le dijo con voz quebrada por la emoción-. Hemos estado enfrentados en este asunto, pero ya que Dios no ha querido darme la satisfacción de que te sumes a los nuestros, le agradezco que te haya permitido hacerte con la finca.
Él no respondió, su mano descansaba fláccida en la de Karin. Al soltársela ella, siguió allí de pie, tan abatido como lo había estado todo el día.
Cada uno de los caballeros que habían participado en la transacción se acercaron a Ingmar, le estrecharon la mano y le felicitaron:
– ¡Mucha suerte con Ingmarsgården, Ingmar Ingmarsson! -le dijeron.
Un destello de felicidad iluminó el rostro de Ingmar. Muy despacio y por lo bajo dijo:
– Ingmar Ingmarsson, amo de Ingmarsgården. -Y su expresión era la de un niño al que acaban de regalar lo que ha deseado mucho tiempo. Pero acto seguido, su expresión se mudó en hastío, como si, con profundo disgusto, quisiese apartar de sí la dicha recién obtenida.
La noticia corrió por el patio como la pólvora. La gente, ansiosa de saber y comentar lo que sabían, hablaba ahora en voz alta. Varios se alegraron tanto que los ojos se les anegaron en lágrimas.
Nadie hacía caso de los reclamos del subastador; cada cual, labriegos y señores, vecinos y forasteros, se agolpaban alrededor de Ingmar para darle la enhorabuena.
En cierto momento, éste, rodeado de aquel alegre gentío, levantó la vista y descubrió a la señora Stina. Se hallaba un poco apartada del resto y tenía los ojos fijos en él. Estaba lívida y ofrecía el aspecto de una mujer envejecida y humilde. Cuando los ojos de él se cruzaron con los suyos, ella se dio la vuelta y echó a andar rumbo a la escuela.
Ingmar se apartó del grupo y corrió tras ella.
Alcanzándola, se inclinó y, con la voz rota y cada rasgo de su cara sacudido por el dolor, le dijo:
– ¡Señora Stina, vuelva a su casa y dígale a Gertrud que me he vendido por la finca! ¡Pídale que nunca más vuelva a pensar en un pobre desgraciado como yo!
Algo muy raro le sucedía a Gertrud, algo que no podía dominar ni reprimir, algo que iba en aumento y que estaba a punto de apoderarse de ella por completo.
Su inicio se remontaba al instante en que supo que Ingmar la había traicionado, y consistía en un intenso temor a encontrarse con él, a toparse con Ingmar de repente en la calle o en la iglesia o en cualquier sitio. La razón por la cual eso se le antojaba tan espantoso escapaba a su entendimiento, pero el corazón le decía que no podría resistirlo.
De buena gana se habría encerrado en su casa noche y día para asegurarse de no verle; pero para una muchacha de condición humilde como ella, que no tenía más remedio que trabajar en el huerto y el jardín, que tenía que hacer el trayecto a pie hasta la dehesa varias veces al día para ordeñar las vacas, que a menudo era enviada a la tienda para comprar harina y azúcar y muchas otras cosas imprescindibles, para una muchacha así, eso era imposible.
Cuando salía de casa, Gertrud se bajaba el pañuelo hasta los ojos, no levantaba la vista del suelo y aceleraba el paso como si la persiguiera el diablo. A la mínima posibilidad se desviaba de la carretera y se metía en las zanjas que bordean los caminos y los sembrados, en las cuales se creía medianamente a salvo de un encuentro con Ingmar.
Porque el miedo no la abandonaba nunca, para ella no existía un solo lugar en el que no se expusiera a encontrarse con él. Si estaba remando se arriesgaba a verle mientras Ingmar conducía la maderada río abajo; y si se escondía en lo más profundo del bosque, podría cruzarse con él cuando, hacha al hombro, Ingmar fuera al trabajo.
Y si lo viera, sería indeciblemente doloroso; no lo resistiría.
Cuando estaba en el jardín desbrozando los parterres alzaba la vista sin cesar para verlo de lejos si venía, y así disponer del tiempo suficiente para huir.
Pensaba con amargura que Ingmar era demasiado conocido en su casa; el perro no ladraría si él viniera y las palomas, que recorrían con pasitos menudos las veredas del jardín, no levantarían el vuelo para dar la alarma con el batido de sus alas.
El temor de Gertrud no se aplacaba, al contrario, cobraba fuerza diariamente; todo su dolor se había transformado en miedo. Y la energía de que disponía para combatirlo disminuía por momentos. «Pronto llegará el día en que no me atreva a salir de casa -pensaba-. Me convertiré en una mujer excéntrica y huraña, si es que no me vuelvo loca de atar.»
«¡Dios mío, por favor, quítame el terror que siento! -suplicaba-. En la cara de mis padres veo que ya piensan que no estoy en mi sano juicio. Veo que todos con los que me cruzo piensan lo mismo. ¡Ay, Señor, ayúdame!»
En la fase más aguda de su pánico, sucedió que Gertrud, una noche, tuvo un sueño muy extraño.
Soñó que a la hora de la siesta se iba con la colodra colgando del brazo para ordeñar. Las vacas pacían en una dehesa lejana, arriba en la linde del bosque, y ella caminaba hacia allí por las estrechas zanjas que bordean los caminos y los campos sembrados. Le costaba mucho andar, se sentía tan débil y exhausta que apenas podía levantar los pies. «¿Qué me pasa, por qué me cuesta tanto andar?», se preguntaba en el sueño. Y ella misma se respondía: «Estás tan cansada porque el dolor que llevas a cuestas es muy grande.»
Finalmente, creyó haber llegado a la dehesa; pero al entrar no vio las vacas. Eso la inquietó y se puso a buscarlas por todos los lugares a que solían ir; pero no las halló ni tras la maleza que crecía bajo los abetos, ni junto al arroyo ni entre los abedules.
Mientras buscaba descubrió un agujero en la cerca del lado que daba al bosque y supuso que las vacas se habían escapado por allí. Se sintió muy desgraciada y, llena de consternación, empezó a retorcerse las manos. «Y yo que estoy tan cansada -se dijo-, ¿voy a tener que atravesar todo el bosque para encontrar las vacas?»
No obstante, pronto se internó en el bosque por penosos vericuetos, abriéndose paso entre el áspero sotobosque y los pinchos de los enebros.
De repente, sin saber cómo había llegado hasta allí, se vio caminando en el bosque por una vereda lisa y pareja. La pinocha seca que la cubría hacía el suelo mullido y algo resbaladizo. A ambos lados de la vereda se elevaban grandes abetos y pinos perfectamente rectos, y unas luminosas manchas de sol se desplazaban por el liquen blanquecino que crecía a los pies de los árboles. La belleza y delicia de aquel bosque mitigó su ansiedad.
Mientras caminaba tranquilamente, distinguió a una anciana entre los árboles. Era la vieja Marit la Lapona, que sabía hacer sortilegios. «No hay derecho a que esa vieja malvada todavía viva y que yo tenga que encontrármela aquí en el bosque», pensó Gertrud, y avanzó sigilosamente a fin de que la vieja no descubriera su presencia.
Sin embargo, la vieja Marit alzó la vista justo en el momento en que Gertrud pasaba delante de ella.
– ¡No te vayas, niña, que te enseñaré una cosa! -le gritó.
Y en un abrir y cerrar de ojos tuvo a la Lapona a sus pies, de rodillas en medio de la vereda. Con el dedo índice la mujer trazó una circunferencia en la pinocha y colocó un cuenco de bronce en el centro. «Va a hacer un sortilegio -pensó Gertrud-, ¡y pensar que es verdad que es una bruja!»
– Mira dentro del cuenco a ver qué ves -dijo la anciana.
Gertrud lo hizo y se estremeció: muy nítidamente, reflejado en el fondo del cuenco, vio el rostro de Ingmar. A continuación, la vieja le puso una aguja muy larga en la mano.
– Ten -le dijo-, toma esto y clávaselo en los ojos. Hazlo por su traición.
Gertrud vaciló, pero al mismo tiempo sintió muchas ganas de hacerlo.
– ¿Por qué habría él de ser rico y feliz mientras tú padeces todos los males del infierno? -la azuzó la vieja. A Gertrud la invadió un deseo incontenible de obedecerla. Bajó la aguja-. Asegúrate de que le das en medio del ojo -dijo la vieja.
Dos veces, muy deprisa, pinchó Gertrud los ojos de Ingmar. Notó que la aguja se hundía muy hondo, como si no tocase el cuenco de bronce sino algo blando, y luego, al retirarla, comprobó que estaba manchada de sangre. Entonces creyó que realmente le había pinchado los ojos a Ingmar. El acto que creía haber cometido la llenó de una terrible angustia, y su horror escaló hasta que, al final, consiguió despertarla. Antes de convencerse de que no era más que un sueño, Gertrud pasó largo rato entre convulsiones y llanto. «¡Que Dios me ampare, que Dios me proteja de querer vengarme!», gemía.
Finalmente se calmó, pero nada más dormirse de nuevo, regresó al mismo sueño.
Otra vez caminaba por las veredas que conducían a la dehesa. Otra vez habían desaparecido las vacas y ella se adentraba en los vericuetos del bosque en su búsqueda. A continuación, enfiló el hermoso sendero y contempló el juego de luz de las manchas solares sobre el liquen. Se acordó entonces de lo que acababa de sucederle en el sueño. Caminaba temiendo encontrarse a la vieja lapona y alegrándose por cada segundo que pasaba sin que apareciera.
Entonces, entre dos matas que tema enfrente se abrió una grieta en la tierra. Primero vislumbró una cabeza saliendo de la hendidura y, a continuación, surgió del subsuelo el cuerpo de un hombre menudo. El hombre emitía un zumbido constante con los labios, lo cual la informó de la identidad del personaje: era Peter el Zumbao, que no estaba bien de la cabeza. A temporadas vivía cerca del pueblo; pero apenas llegaba el verano prefería instalarse en un escondrijo en el bosque.
Gertrud enseguida recordó los rumores: quien quería perjudicar a sus enemigos solapadamente podía servirse de él; era sospechoso de haber provocado incendios a cuenta de terceros en muchas ocasiones.
Ahora se acercó al hombre y, medio en broma, le preguntó si no quería prenderle fuego al predio de los Ingmarsson.
– Lo deseo -le explicó- porque Ingmar Ingmarsson quiere a esa finca más que a mí.
Para su horror, el orate pareció tomarse la propuesta al pie de la letra. Asintió entusiasmado con la cabeza y echó a correr en dirección al pueblo. Ella no dudó en seguirlo pero, por más que lo intentó, no pudo alcanzarlo. Las ramas bajas de los abetos la retuvieron, se hundió en ciénagas y resbaló en la superficie de las rocas. Por fin, llegó a la linde del bosque, pero sólo para encontrarse con el resplandor de las llamas entre los árboles. «Ya lo ha hecho, ya ha prendido fuego a la casa», pensó despertándose por segunda vez presa del pánico.
Se incorporó en la cama, las lágrimas fluían por sus mejillas, no se atrevía a acostarse por miedo a seguir soñando.
«Que Dios me ampare, que Dios me ampare -rogó para sus adentros-. No sé cuánto hay de malo en mí, pero Dios es testigo de que ni una sola vez durante todo este tiempo he pensado en vengarme de Ingmar. ¡Dios, no permitas que cometa ese pecado!»
– La pena es peligrosa -gimió entrelazando las manos-. La pena es peligrosa, la pena es peligrosa.
Sin duda, ni ella misma sabía exactamente qué significaban sus palabras, pero sí sentía que su pobre corazón era como un vergel arrasado. El dolor era su actual jardinero e iba plantando cardos y flores venenosas.
Durante toda la mañana tuvo la sensación de que seguía soñando, distaba de sentirse completamente despierta. El sueño había sido tan vívido e intenso que no podía olvidarlo.
Al recordar la alegría con que había pinchado los ojos de Ingmar pensó: «Es horrible lo mala y vengativa que me he vuelto. No sé qué hacer para escapar a todo esto; me estoy convirtiendo en una persona ruin y miserable.»
Al mediodía se colgó la colodra del brazo y tomó el camino de la dehesa para ir a ordeñar. Como siempre, se bajó el pañuelo hasta los ojos y no apartó la vista del suelo. Recorrió las veredas que había andado en sueños, reconociendo las flores que las bordeaban; y en ese extraño duermevela en que iba sumida, apenas distinguía lo que realmente veía de lo que sólo imaginaba.
Al llegar a la dehesa el sueño se hizo presente de nuevo debido a que no vio a las vacas. Entró a buscarlas como lo hiciera en su sueño, las buscó junto al arroyo, entre los abedules y tras la maleza de los abetos. No las halló en ninguna parte, pero presentía que no estaban lejos y que las vería en cuanto lograra despejarse por completo.
Pronto descubrió un gran agujero en el cercado y comprendió que el ganado se había escapado por allí.
Se dedicó entonces a perseguir a las fugitivas. Siguió las profundas huellas que habían marcado sus pezuñas en el poroso suelo del bosque y descubrió que habían tomado una senda que conducía hasta una lejana cabaña de pastores.
«Ya sé dónde están -pensó-, sé que los de la granja de Lyckgård iban a llevar sus rebaños hasta allá arriba esta mañana. Seguro que nuestras vacas, al oír el cencerro de las otras, han roto la valla y las han seguido por el bosque.»
Ahora, tras la inquietud por la suerte de sus vacas, se sentía completamente despierta. Decidió subir hasta la cabaña, de lo contrario a saber cuándo regresaría el ganado, y echó a andar deprisa por la pedregosa pendiente.
Después de subir casi en línea vertical durante un rato, la vereda se desviaba bruscamente a un lado, y ahora se extendía ante ella cubierta de pinocha y completamente lisa y pareja.
La reconoció del sueño, las mismas manchas de sol jugaban sobre el liquen blanquecino y los árboles eran igual de altos.
Al reconocer la vereda se sumió nuevamente en el estado de duermevela en que se había encontrado todo el día. Empezó a tener la certeza de que algo sobrenatural estaba a punto de ocurrirle. Se dedicó a mirar bajo los enormes abetos buscando indicios de alguno de los misteriosos seres que habitan las profundidades del bosque.
No vio a nadie pero en su alma despertaron ideas extrañas. «¿Y qué pasaría si me vengara de Ingmar? A lo mejor me libraría de mi pánico. Tal vez evitaría volverme loca. Quizá sería delicioso hacerle sufrir lo que yo sufro.»
La bonita vereda de pinocha se le antojó infinitamente larga. Anduvo por ella durante toda una hora, asombrada de que no le ocurriera nada extraordinario. La vereda terminaba en un claro. El precioso lugar era un pequeño prado de hierba jugosa y fresca, tapizado de flores diversas. A un lado se elevaba una escarpada pared rocosa; al otro, grandes árboles, principalmente serbales llenos de racimos de flores blancas; aunque también había abedules y alisos. Un manantial de chorro ancho y abundante manaba de la pared, atravesaba el prado y se precipitaba por una grieta que rebosaba de verdes helechos y plantas.
Gertrud se paró en seco. Enseguida reconoció el lugar, aquella fuente era conocida como Svartvattnet, el Agua Negra, y de ella se contaban cosas muy curiosas. Más de una vez se había dado el caso de que alguien adquiría una extraña clarividencia después de cruzar el arroyo. Un niño que lo atravesó había visto un cortejo nupcial que en aquel preciso instante se dirigía a la iglesia abajo en el pueblo, a gran distancia de allí; y un carbonero había visto a un rey, con cetro y corona, dirigiéndose a caballo hacia el lugar de su coronación.
Gertrud sintió el corazón en la garganta. «¡Que Dios me asista por lo que pueda ver!», suspiró. Estuvo tentada de dar media vuelta. «Pero he de continuar, pobre como soy -se dijo-. Tengo que pasar por ahí para recuperar mis vacas. Dios mío -pidió juntando las manos-. Que no se me aparezca nada malo. No dejes que caiga en la tentación.»
Estaba tan convencida de que iba a aparecérsele algo que a duras penas se atrevía a pisar las piedras del vado. Ya en mitad del arroyo percibió un movimiento en el fondo del bosque de la margen opuesta; sin embargo, no era un cortejo nupcial sino un caminante solitario que se aproximaba lentamente por el prado.
Era alto y joven y vestía un traje talar de color negro. Su rostro era ovalado y muy bello, y de la cabeza descubierta pendían largos mechones de cabello rizado hasta los hombros.
El desconocido venía hacia ella en línea recta. Sus ojos eran luminosos y claros, como si de ellos emanase una luz, y al posarse su mirada sobre ella, Gertrud comprendió que ese hombre entendía toda su tristeza. También vio que se compadecía de ella, una pobre infeliz atormentada por menudencias terrenas, y cuya alma, contaminada por los miasmas de la venganza, estaba sembrada de los cardos y ponzoñosas flores de la pena.
A medida que la distancia entre ellos disminuía, Gertrud sintió que una paz y bienestar crecientes inundaban su ser, una calma serena y llena de sol. Para cuando él hubo pasado de largo, ya no quedaba en ella ni rastro de pesadumbre ni amargura, todos los males se habían esfumado; como cuando una enfermedad curada da paso a la salud y el vigor.
Gertrud permaneció inmóvil largo rato. La visión se desvaneció a lo lejos; sin embargo, ella siguió ensimismada en un estado de dicha y ensueño. Cuando finalmente miró alrededor, de la aparición no quedaba rastro; mas la impresión de lo que había visto perduraba. Entrelazó sus manos y las elevó en éxtasis.
– ¡He visto a Jesús! -clamó con un júbilo que le venía de muy hondo-. He visto a Jesús, se ha llevado mi pena y yo le amo. Ahora ya no podré amar a nadie más que a él.
Las preocupaciones de la existencia se redujeron a la nada; y los largos años de una vida le parecieron un período muy breve; y toda la felicidad terrenal se le antojó mezquina y superficial, del todo insignificante.
Al mismo tiempo, Gertrud supo cómo organizar su vida a partir de ahora.
A fin de no volver a hundirse en las marismas del pánico, y para evitar la tentación del mal y la venganza, se iría de allí. Seguiría a los hellgumianos a Jerusalén.
Esta idea se le ocurrió en el momento en que Jesús pasó por su lado; creyó, pues, que provenía de él, que lo había leído en sus ojos.
El hermoso día de junio en que Berger Sven Persson celebraba las nupcias de su hija con Ingmar Ingmarsson, una mujer joven fue temprano por la mañana a la casa de la boda y solicitó hablar con el novio. La joven era alta y esbelta, el pañuelo le tapaba el rostro de modo que lo único visible eran unas mejillas blancas como el plumón de las aves y unos labios encarnados. De su brazo colgaba un cesto del que sobresalían montoncitos de cintas tejidas a mano, además de trenzas y brazaletes hechos de pelo.
Le dio el recado a una criada muy vieja que encontró en el patio y ésta entró en la casa y se lo comunicó a la dueña. La dueña contestó al instante: «Ve y dile que Ingmar Ingmarsson está a punto de salir para la iglesia y que no tiene tiempo de hablar con ella.»
Tan pronto la desconocida recibió la respuesta se marchó. Nadie la vio durante toda la mañana; pero cuando la comitiva regresó de la iglesia, la joven apareció de nuevo y pidió por Ingmar Ingmarsson.
Esta vez le dio el recado a un mozo joven que se apoyaba contra el portalón de los establos, y éste fue a avisar al amo. «Dile -dijo el amo- que en estos momentos Ingmar Ingmarsson va a celebrar su banquete de bodas y que no tiene tiempo de hablar con ella.»
Al recibir la respuesta, la joven suspiró y se marchó; pero volvió al atardecer, cuando el sol se ponía.
En esta ocasión le dio el recado a una niña que se columpiaba sobre la puerta de la verja, y la niña se fue derecho a la casa y se lo comunicó a la novia. «Dile -contestó la novia- que Ingmar Ingmarsson está bailando con la novia y que no tiene tiempo de hablar con nadie.»
Cuando la niña regresó con el recado la desconocida sonrió y dijo: «Eso es mentira, la que está bailando no es la verdadera novia.»
La joven no se marchó esta vez, sino que se quedó de pie junto a la verja.
Poco después la novia se lamentaba para sus adentros: «¡He dicho una mentira en el día de mi boda!» Arrepentida, se acercó a Ingmar y le dijo que en el patio había una desconocida que quería hablar con él.
Ingmar salió y vio a Gertrud esperando junto a la verja.
Gertrud salió al camino e Ingmar la siguió. Caminaron en silencio hasta que se encontraron a un buen trecho de la casa, que estaba de fiesta.
De Ingmar podría decirse que había envejecido en un par de semanas. Al menos, su rostro tenía expresión más precavida y prudente. También caminaba más encorvado, y su actitud era más humilde ahora que era rico que cuando no poseía nada.
Evidentemente, no se alegró de ver a Gertrud. No pasaba un día sin que intentara convencerse de que estaba satisfecho con el cambio que había hecho. «Para nosotros los Ingmarsson lo primero es poder labrar y sembrar la tierra de nuestros abuelos», se decía. Lo que más le torturaba no era haber perdido a Gertrud, sino el hecho de que existiera una persona que pudiera decir de él que no era un hombre de palabra. Mientras caminaba tras ella iba pensando en todas las frases despectivas que ella tenía derecho a decirle.
Gertrud se sentó sobre una peña junto al camino y dejó el cesto en el suelo. El pañuelo le tapaba el rostro aún más que antes.
– ¡Siéntate! -le dijo a Ingmar señalándole otra peña-. Tengo muchas cosas que decirte.
Él tomó asiento alegrándose de la tranquilidad que sentía. «Esto va mejor de lo que esperaba -pensó-. Creía que ver a Gertrud y oírla hablar me sentaría mucho peor. Creía que el amor podría conmigo.»
– No habría venido a importunarte en el día de tu boda -dijo Gertrud- si no fuera necesario. Me marcho de aquí y nunca volveré. Estaba lista para partir ya hace una semana, pero entonces ocurrió algo que me obligó a posponer el viaje y a hablar contigo justamente hoy.
Ingmar permanecía callado, encogido como alguien que levanta los hombros y agacha la cabeza previendo la tormenta que se avecina. Entretanto, pensaba: «No importa lo que piense Gertrud, la verdad es que hice bien en elegir la finca de mi familia, no habría podido vivir sin ella, me habría muerto de añoranza si hubiese ido a parar a otras manos.»
– Ingmar -dijo Gertrud, ruborizándose, de modo que lo poco que sobresalía del pañuelo se volvió rosado-, creo que recordarás que hace cinco años yo tenía la intención de convertirme a la fe de los hellgumianos. Ya entonces le había entregado mi corazón a Cristo, pero luego se lo quité para dártelo a ti. Ése fue mi error y por eso me ha caído todo esto. Del mismo modo en que yo traicioné a Cristo entonces, fui traicionada después por quien yo amaba.
Tan pronto Ingmar comprendió que Gertrud pensaba anunciarle que iba a unirse a los hellgumianos se le escapó un resoplido de aversión y sintió un profundo malestar. «No soportaré que se una a esos peregrinos de Jerusalén y se vaya con ellos al fin del mundo», pensó. La contradijo con el mismo tesón que hubiera puesto si todavía fuera su prometida.
– No debes pensar así, Gertrud, esto no lo ha ideado Dios como un castigo contra ti.
– Ya sé que no, Ingmar, no es para castigarme, claro que no, sino para demostrarme lo mal que elegí la otra vez. ¡De ningún modo es un castigo, cómo va a serlo si soy tan feliz! No añoro nada, he sido liberada de todo dolor. Tienes que entender esto que te digo, Ingmar: he sido elegida por Dios en persona, él me ha llamado.
Ingmar callaba, sus facciones aparecían endurecidas por la cautela y el cálculo. «Eres tonto de remate -despotricó contra sí mismo-, deja que Gertrud se vaya. Un mar y un continente entre vosotros, ¿qué más quieres? Un mar y un continente, un mar y un continente.» No obstante, lo que en su interior se rebelaba a que Gertrud partiese era más fuerte que él y por eso dijo:
– Nunca entenderé cómo es posible que tus padres te den permiso para abandonarles.
– No me lo dan -contestó Gertrud-, y estoy tan segura de ello que no voy a preguntárselo. Mi padre jamás lo aceptaría. Creo incluso que hasta usaría la violencia para impedírmelo. Eso es lo más duro, tener que marcharme a escondidas de ellos. En este momento creen que estoy por ahí vendiendo mis cintas y no sabrán nada hasta que me haya unido al grupo en Gotemburgo y el barco haya zarpado.
A Ingmar lo indignó que pretendiese causar tamaño disgusto a sus padres. «¿Es que no entiende lo mal que se porta con ellos? -se preguntó, e iba a decírselo, pero se contuvo-. ¿Con qué derecho voy, precisamente yo, a recriminarle nada de lo que haga?»
– Sé perfectamente que mis padres son dignos de lástima -dijo Gertrud-, pero se me ha concedido el don de seguir a Jesús. -Al pronunciar el nombre del Salvador sonrió-. Él me ha salvado del mal y la locura -añadió con fervor juntando las manos.
Y como si hasta entonces no hubiese tenido el valor de hacerlo, se apartó el pañuelo hacia atrás y miró a Ingmar a los ojos. Él notó que lo estaba comparando con la imagen de alguien e intuyó lo simple e insignificante que aparecía su propia imagen en la comparación.
– Para mis padres será muy duro -insistió Gertrud-. Padre es tan mayor que pronto se retirará de la escuela y entonces el sueldo les alcanzará aún menos que ahora. Además, cuando se quede sin nada que hacer, estará siempre de mal humor. Madre tendrá problemas con él, acabarán los dos lamentándose todo el día. De vivir yo con ellos esto no pasaría porque les daría ánimos. -Hizo una pausa, como si dudase.
Entretanto, en su interior, Ingmar sintió que algo se rajaba y daba paso a las lágrimas. Era obvio que Gertrud iba a pedirle que se hiciera cargo de sus ancianos padres. «Y yo que creía que había venido aquí para insultarme y escarnecerme -pensó-, y en cambio me demuestra que me tiene gran confianza.»
– No es preciso que me lo pidas, Gertrud -dijo-. Tu confianza me honra, a mí, que tanto te he fallado. Pero te aseguro que con tus padres me portaré mucho mejor de lo que me he portado contigo.
La voz de Ingmar se quebraba al hablar y el cálculo y la cautela desaparecieron casi por completo de sus facciones. «Qué buena es Gertrud conmigo -pensó-. No sólo me pide esto para ayudar a sus padres, sino también por mí; me está diciendo que me perdona.»
– Ya sabía yo que no ibas a negarte -dijo ella-. Y ahora te voy a contar otra cosa. -Su voz se hizo más ligera y risueña-. Tengo un gran regalo para ti.
«Qué bonito es oírla hablar -pensó Ingmar de repente-. Creo que nunca he oído a nadie hablar con una voz tan dulcemente alegre y melodiosa.»
– Hace ocho días me fui de casa -dijo Gertrud- con intención de dirigirme a Gotemburgo para esperar allí a los hellgumianos. Pero la primera noche pernocté en la planta de Bergsåna, en casa de la viuda de un herrero, una mujer pobre que se llama Maria Bouving. Ese nombre debes recordarlo, Ingmar, y si un día se encuentra en apuros ayúdala.
«¡Qué guapa es Gertrud! -pensó Ingmar al tiempo que asentía con la cabeza y prometía recordar el nombre de Maria Bouving-. ¡Qué guapa es! ¿Qué será de mí cuando no pueda verla? Que Dios me ampare si he hecho mal en renunciar a ella por un viejo predio. Cómo podrían los campos y los bosques equipararse a una persona, ellos no ríen conmigo si estoy contento, ni me consuelan si estoy triste. No hay nada en el mundo que compense la pérdida de alguien que nos ama.»
– En la cocina de Maria Bouving -prosiguió Gertrud- hay una pequeña alcoba donde me alojó. «Ya verás lo bien que dormirás aquí», me dijo, «las sábanas las compré en la subasta de los Ingmarsson». En cuanto me acosté sentí un extraño bulto muy duro en la almohada. «Vaya, esta ropa de cama no es tan buena», pensé. Pero como estaba muy cansada después de la larga caminata de todo un día, al final me dormí. Luego me desperté en mitad de la noche y le di la vuelta a la almohada para no tener aquel bulto hincado en la nuca. Entonces descubrí que el almohadón había sido rajado de extremo a extremo, y luego cosido con puntadas muy bastas. Ahí dentro había algo duro que crujía como el papel. No tengo por qué dormir sobre una piedra, me dije y tiré de aquello tan duro. Lo que saqué fue un paquete celosamente envuelto y anudado.
Gertrud hizo una pausa para comprobar si Ingmar mostraba alguna curiosidad; pero él no había prestado demasiada atención. «Qué bonito es verla mover la mano cuando habla -pensaba él-. Creo que nunca he conocido a nadie de gestos tan elegantes como los de Gertrud, ni que ande de una manera tan ágil como ella. Sí, de siempre es sabido que el amor de una persona vale más que nada. De todos modos, creo que hice lo correcto porque no sólo la finca me necesitaba, sino toda la parroquia.» Pero comprobaba con creciente angustia que ya no le resultaba tan fácil como hace un rato convencerse de que su amor a la finca era mayor que el que sentía por Gertrud.
– Dejé el paquete junto a la cama -prosiguió ella-, para mostrárselo a la viuda por la mañana. Pero al clarear vi que tu nombre estaba escrito en el envoltorio y entonces me fijé más atentamente. Luego decidí traértelo a ti sin decírselo ni a Maria Bouving ni a nadie. Aquí lo tienes, Ingmar. Es enteramente tuyo.
Gertrud sacó un paquete no muy grande del fondo de su cesto y se lo entregó a Ingmar mientras lo miraba expectante, como esperando alegres muestras de sorpresa.
Ingmar lo tomó sin dedicarle demasiada atención. Su mente trabajaba a marchas forzadas para mantener a raya el amargo arrepentimiento que se cernía sobre él. «Si Gertrud supiera lo peligrosas que son para mí su dulzura y su bondad… ¡Ojalá hubiese venido para reñir conmigo!»
«Debería alegrarme de todo esto -pensó-, pero no me alegro. Es como si Gertrud me agradeciera que yo la haya traicionado. Y eso no quiero ni pensarlo.»
– Ingmar -dijo ella en un tono que por fin le hizo ver que tenía algo de suma importancia que decirle-, he estado pensando en que cuando Eljas estaba en cama enfermo en Ingmarsgården, probablemente utilizara ese almohadón para su almohada.
Acto seguido, cogió el paquete de manos de él y lo desenvolvió. Ingmar oyó el sonido de billetes nuevos sin usar. A continuación vio que Gertrud sacaba veinte billetes de mil coronas cada uno y los sostenía a la altura de los ojos de él.
– Ves, Ingmar, es tu herencia. Como comprenderás, debió ser Eljas quien metió ese paquete en la almohada.
Ingmar oyó lo que le decía y vio los billetes; pero tenía la impresión que todo lo veía y oía a través de una neblina. Gertrud le tendió el dinero pero los dedos de Ingmar, faltos de fuerza, eran incapaces de retener nada y el fajo de billetes cayó al suelo. Gertrud los recogió y los metió en el bolsillo de Ingmar, quien había empezado a notar que su cuerpo se tambaleaba como si estuviera borracho.
De pronto Ingmar estiró un brazo y apretó el puño sacudiéndolo en el aire igual que lo haría un beodo.
– ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! -gritó. Le habría gustado intercambiar unas palabras con Nuestro Señor, preguntarle por qué ese dinero no había aparecido antes, por qué salía a la luz ahora que no lo necesitaba, ahora que ya había perdido a Gertrud. Luego dejó caer las manos pesadamente sobre los hombros de ella-. Te has desquitado a gusto, ¿eh, Gertrud?
– ¿Llamas a esto un desquite, Ingmar? -repuso ella consternada.
– ¿Cómo quieres que lo llame? ¿Por qué no me trajiste el dinero enseguida?
– Quería esperar al día de la boda.
– Si hubieses venido antes de la boda seguro que podría haberle comprado la finca a Sven Person y entonces tú ahora serías mía.
– Sí, lo sé.
– En vez de eso te presentas el día en que me caso, cuando es ya demasiado tarde.
– Era demasiado tarde de todos modos, Ingmar. Era demasiado tarde hace una semana y es demasiado tarde ahora y será demasiado tarde siempre.
Ingmar había vuelto a sentarse, con las manos se tapaba los ojos y gemía.
– Ah, yo creía que no había otra solución. Ah, creía que no estaba en poder de los hombres cambiar las cosas. ¡Y ahora resulta que sí había remedio! ¡Ahora descubro que todos podríamos haber sido felices!
– Tienes que entender una cosa, Ingmar -dijo Gertrud-. Cuando encontré el dinero enseguida vi que, como dices ahora, podía ayudarnos; pero en ningún momento supuso una tentación para mí, ¿entiendes? ¿Y sabes por qué? Porque pertenezco a otro.
– Deberías haberte quedado con el dinero -le espetó Ingmar-. Esto me devora, es como un lobo que hurga en mis entrañas. ¡Lo que sentía antes, cuando sabía que lo nuestro era imposible, no es nada; pero ahora que sé que podrías haber sido mía!
– Si he venido es para darte una alegría, Ingmar.
Entretanto, en la casa del banquete nupcial la gente se estaba impacientando y algunos salían a la escalinata y llamaban: «¡Ingmar, Ingmar!»
– Ahí abajo me espera la novia -dijo él angustiado-. ¡Y que seas tú quien ha provocado todo esto, Gertrud! Cuando yo te traicioné lo hice por pura necesidad, pero tú lo has estropeado todo sólo para hacerme daño. Ahora sé qué sintió mi padre cuando mi madre mató al niño -le espetó. Ingmar rompió a llorar convulsivamente-. Nunca te he querido tanto como esta noche -gimió-. Hasta esta noche no te he querido ni la mitad de lo que te quiero ahora. No sabía que el amor fuera algo tan amargo y terrible.
Gertrud puso su mano con mucha dulzura en la cabeza de él.
– Nunca, nunca he tenido la intención de vengarme de ti, Ingmar. Pero mientras tu corazón esté ligado a las cosas de este mundo, sufrirás.
Ingmar estuvo sollozando largamente, y cuando al final levantó la cabeza Gertrud se había ido. Desde la casa llegó gente que le buscaba.
Ingmar descargó un último golpe contra la peña sobre la que estaba sentado, y su expresión se fue haciendo más y más recalcitrante.
– Gertrud y yo nos volveremos a encontrar -juró en voz alta-, y apuesto a que las cosas irán de otro modo. A un Ingmar se le conoce porque cuando quiere algo siempre lo consigue.
Cabe asimismo relatar el empeño que toda la parroquia puso en convencer a los hellgumianos de que no partieran. Al final, parecía que hasta por caminos y quebradas reverberaba el eco: «¡No os marchéis, no os marchéis!»
Incluso las autoridades intentaron disuadir a los granjeros de llevar a cabo su empresa. El agente judicial y el gobernador civil no les daban tregua. Les preguntaban cómo podían estar tan seguros de que esos americanos no eran unos estafadores. En realidad, no sabían nada de las personas con las que iban a reunirse. Además, en aquel país no existían ni la ley ni el orden. Todavía hoy podía uno ser asaltado por bandoleros. Y tampoco existían carreteras; se verían obligados a transportar su equipaje a lomo de las caballerías, como en los lejanos bosques de Laponia.
Por su parte, el médico les comunicó que no soportarían el clima.
Y que Jerusalén estaba infestada de viruela y fiebres. Partían hacia una muerte segura.
Los hellgumianos respondían que eran conscientes de todo aquello.
Y que era justamente por eso por lo que iban allí. Partían para luchar contra la viruela y las fiebres, para construir carreteras, para cultivar la tierra. La patria de Dios no iba a seguir siendo dominio de las bestias; iba a ser transformada en un paraíso.
Y nadie fue capaz de hacerles cambiar de idea.
Abajo en el pueblo, frente a la iglesia, vivía la viuda de un antiguo pastor. La mujer era muy vieja, viejísima. Ocupaba un gran desván en el mismo edificio de la estafeta de correos, situada diagonalmente frente a la iglesia. Allí vivía desde que enviudó y tuvo que abandonar la rectoría.
Según una arraigada costumbre, cada domingo antes de la misa, alguna campesina pudiente se tomaba la molestia de subirle un pan recién hecho y un poco de mantequilla o leche. Entonces, la anciana ordenaba poner la cafetera en el fuego mientras las mujeres que mejor chillaban conversaban con ella, pues la viuda era sorda como una tapia. Sus visitas procuraban darle cuenta de los acontecimientos de la semana; pero nadie sabía cuánto captaba realmente de todo lo que se le explicaba.
La viuda del pastor no salía nunca de su cuarto, y durante largos períodos la gente la olvidaba casi por completo. Hasta que alguien pasaba delante de su ventana y veía su rostro arrugado tras las almidonadas cortinas blancas y pensaba: «Tengo que acordarme de ella, que está tan sola, la pobre. Mañana, cuando hayamos sacrificado el ternero le traeré un poco de carne fresca.»
No había forma de averiguar qué le llegaba a la viuda de todo lo que sucedía en la parroquia. La anciana se hacía más y más mayor, y finalmente acabó por no interesarse por los asuntos de este mundo. Su única ocupación era leer dos viejos sermonarios que se sabía de memoria.
La viuda tenía a su servicio una criada entrada en años que la ayudaba a vestirse y le preparaba la comida. Ambas profesaban un auténtico terror a los ladrones y a las ratas y evitaban, en lo posible, encender velas al caer la noche por temor a un incendio.
Varias mujeres convertidas a la doctrina de Hellgum habían tenido por costumbre llevarle a la viuda sus pequeños obsequios. Sin embargo, desde su conversión y alejamiento del resto de la comunidad no habían ido más a su casa. Nadie sabía si la viuda comprendía por qué habían cesado sus visitas.
Tampoco nadie sabía si tenía noticia del gran éxodo a Jerusalén.
Hasta que un día la añosa viuda ordenó a su criada que le proporcionase un coche y caballos porque tenía la intención de salir.
¡Menuda cara de asombro debió de poner la vieja criada!
En vano intentó poner objeciones, la vieja dama hizo oídos sordos y levantando la mano derecha con el índice en alto dijo: «Quiero salir a dar un paseo, Sara Lena, tráeme un coche y caballos.»
A Sara Lena no le cupo más que obedecer. Tuvo que ir a casa del párroco para pedir prestado un carruaje decente. Después le costó un gran trabajo ventilar un anticuado cuello forrado de piel y un sombrero de terciopelo que habían estado guardados en alcanfor durante veinte años.
También conseguir que la centenaria señora bajara las escaleras y se metiese en el coche requirió un concienzudo esfuerzo. Tan frágil se la veía que por momentos era como si fuera a apagarse, igual que una llama en medio de un vendaval.
Una vez que la viuda hubo subido al coche, ordenó que se la condujera a Ingmarsgården.
Allí se sorprendieron mucho al enterarse de quién les visitaba.
Salieron a recibirla y la bajaron en brazos del coche y la entraron a la sala grande, donde varios hellgumianos se hallaban sentados alrededor de la mesa. Últimamente solían reunirse y compartir frugales comidas consistentes en arroz y té y otros platos ligeros, a fin de irse preparando para la inminente travesía del desierto.
Cuando la viuda del párroco atravesó el umbral, se paró y miró la sala de lado a lado. Algunos intentaron dirigirle la palabra; sin embargo, ese día la anciana señora no oía nada de nada.
Alzando la mano, dijo con una voz seca y dura, como suena a menudo la de los sordos:
– Ya que habéis dejado de visitarme, he venido yo aquí para deciros que no os marchéis a Jerusalén. Es una ciudad maldita. Allí fue donde crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo.
Karin intentó responderle, pero ella no oyó nada y continuó:
– Es una ciudad maldita, habitada por mala gente. Allí fue donde crucificaron a Jesucristo. He venido aquí -prosiguió- porque ésta siempre ha sido una casa de bien. Ingmarsson es un nombre honorable. Siempre lo ha sido. No os marchéis de nuestra parroquia.
Dicho lo cual, dio media vuelta y salió. Ahora ella había cumplido, podía morir en paz. Éste era el último acto que la vida le exigía.
Tan pronto hubo salido la viuda del párroco, Karin Ingmarsdotter rompió a llorar.
– Tal vez nos equivoquemos al marcharnos -dijo. Pero al mismo tiempo se alegraba de las palabras de la anciana-: «Es un nombre honorable. Siempre ha sido un nombre honorable.»
Ésta fue la primera y última vez que se vio a Karin Ingmarsdotter vacilar ante su gran empresa.
Una hermosa mañana de julio, una larga caravana de carros y carretas partió de Ingmarsgården. Eran las familias que emigraban a Jerusalén, quienes finalmente habían acabado sus preparativos y ahora iniciaban el éxodo con una larga marcha hacia la estación de ferrocarril.
Al atravesar el pueblo, la nutrida caravana pasó por delante de una humilde granja llamada Myckelsmyra.
Vivía allí una mala gente, chusma de esa que brota cuando Nuestro Señor aparta la vista o está ocupado en otros quehaceres.
Había entre ellos unos cuantos niños raposos que normalmente lanzaban improperios a los que pasaban; vivía allí una abuela muy vieja que siempre estaba borracha al borde del camino, y también un hombre y su mujer que no paraban de darse golpes y gritos. Nadie les había visto trabajar jamás, no se sabía si mendigaban más de lo que robaban o si robaban más de lo que mendigaban.
Al pasar la caravana por esta choza miserable e inmunda, la cual era lo que llega a ser cualquier sitio en que los elementos campean a sus anchas durante años, vieron a la vieja completamente sobria y de pie junto al camino, allí donde siempre se la solía ver borracha y tambaleándose; cuatro rapaces la rodeaban. Los cinco se habían aseado y peinado y se habían arreglado en la medida de sus posibilidades.
Cuando los ocupantes de la primera carreta les vieron, redujeron la marcha y pasaron de largo muy despacio, y lo mismo hicieron los otros, pasaron de largo tan lentamente que los caballos apenas se movían.
No hubo uno solo de los viajeros que no rompiese a sollozar, los adultos en silencio, pero los niños chillaban y se lamentaban a grito pelado.
De los que emigraron a Jerusalén ninguno llegaría a comprender por qué nada les hizo llorar tanto como la visión de Lena la Limosnera, que, decrépita y mísera, les decía adiós al borde del camino. Todavía hoy les provoca lágrimas recordar que ese día aquella borracha había guardado la botella para más tarde, y que salió sobria, con los niños lavados y peinados, rindiendo un humilde homenaje a los que partían.
Cuando todos hubieron pasado de largo, también Lena rompió a llorar. «Esos se van al cielo para ver a Jesús -les dijo a los niños-. Ellos se van al cielo, mientras nosotros nos quedamos aquí tirados en la cuneta.»
Cuando la larga caravana de carros y carretas hubo atravesado la mitad de la parroquia, llegaron al puente flotante sobre las aguas del río.
Es un pontón difícil de cruzar. Primero una pendiente pronunciada desciende hasta la superficie del agua, luego una rampa se eleva bruscamente en dos niveles a fin de que barcos y maderadas puedan pasar por debajo, mientras que en la ribera opuesta la rampa se eleva tan súbita y escarpadamente que personas y caballos se estremecen al ver que tienen que pasar por ahí.
Ese puente causa a menudo graves problemas. Las tablas se pudren y deben ser reemplazadas asiduamente. Durante el deshielo hay que vigilarlo noche y día a fin de que los témpanos no lo destrocen, y cuando el río baja desbordado en primavera le arranca grandes trozos que arrastra hasta los rápidos de Bergsåna.
Los lugareños, sin embargo, están muy orgullosos del puente y se sienten dichosos de tenerlo. Hay que pensar que si no lo tuvieran sería necesario utilizar una embarcación o un transbordador cada vez que quisieran cruzar hasta la otra orilla.
El puente crujía y cedía al pasar los emigrantes por encima de él, y el agua se abría paso entre los tablones salpicando las patas de los caballos.
Los emigrantes sintieron una aguda nostalgia al despedirse de su querido pontón. Pensaron que era algo que les pertenecía a todos colectivamente. Las casas de labor, los campos, los bosques estaban repartidos entre distintos propietarios; sin embargo, el puente era una propiedad común y todos lamentaban tener que perderlo.
Pero ¿realmente no había nada más de propiedad común? ¿No era de todos la iglesia rodeada de abedules que se divisaba al otro lado del puente, no era suyo el hermoso edificio blanco de la escuela, o la rectoría?
Y ¿qué otros bienes poseían en común? También era suya la belleza de todo cuanto veían desde el puente. La preciosa perspectiva sobre el ancho y majestuoso río que discurría plácidamente entre los árboles con la claridad propia de las aguas en verano, el profundo valle que se perdía en la lejanía hasta las azuladas montañas.
Todo eso era suyo, estaba grabado a fuego lento en sus retinas. Y nunca más volverían a verlo.
Cuando los emigrantes llegaron a la mitad del pontón empezaron a cantar uno de los himnos de Sankey. [29]
– Nos volveremos a encontrar -cantaban-, nos volveremos a encontrar una vez más, una vez más en el Edén.
Sobre el pontón no había nadie que pudiera oírles; pero ellos cantaban para las colinas azules de su patria, para las grises aguas del río, y para los árboles que se inclinaban sobre la corriente como en reverencia.
Nunca más volverían a ver todo eso y de sus gargantas constreñidas por el llanto brotaba este canto de despedida:
– ¡Hermoso terruño de nuestro corazón, con tus amables casas rojas y blancas entre espesas arboledas, tú con tus fértiles campos, con tus prados y dehesas, con tu profundo valle que el cimbreante río parte en dos, escúchanos! ¡Roguémosle a Dios que nos permita verte nuevamente! ¡Quiera él que arriba en el cielo te contemplemos otra vez!
Cuando la larga caravana de carros y carretas hubo cruzado el puente, pasó por delante del cementerio.
Dentro del camposanto había una gran lápida de granito bastante erosionada por el tiempo. No tenía ni inscripciones ni fechas; no obstante, se sabía de antiguo que era un ancestro de los Ljung, uno de los amos del predio de Ljunggård, quien yacía bajo la lápida.
Una vez, cuando Ljung Björn Olofsson, quien ahora emigraba a Jerusalén, y su hermano Per eran pequeños, habían estado charlando sentados sobre aquel sepulcro.
Al principio eran buenos amigos, pero después discutieron por algo y, dejándose llevar por las emociones, alzaron las voces.
El motivo de la riña ya no lo recordaba ninguno de los dos; pero lo que nadie había olvidado era que, en el punto más álgido de la discusión, oyeron unos nítidos y pausados golpecitos contra la lápida en que estaban sentados. Los dos niños callaron al instante y, tomándose de la mano, huyeron muertos de miedo. Desde ese día no podían mirar la lápida sin recordar aquello.
Ahora, al pasar Ljung Björn por delante del cementerio vio a su hermano Per sentado en la lápida y con la cabeza apoyada entre las manos. Así pues, retuvo su caballo y les hizo señas a los otros de que le esperaran. Bajó del carro, trepó por el murete que rodeaba el cementerio y fue a sentarse junto a su hermano.
Lo primero que Per Olofsson dijo fue:
– Tú, Björn, vendiste la granja.
– Sí -contestó Björn-, le he dado todo lo mío a Dios.
– Tal vez, pero la granja no era tuya -replicó el hermano calmadamente.
– ¿Que no era mía?
– No; era de la familia.
Ljung Björn no contestó y se limitó a esperar. Sabía que su hermano se había sentado en aquella lápida en son de paz y no temía lo que Per tuviera que decirle.
– He recuperado la granja -dijo el hermano.
Ljung Björn dio un respingo.
– ¿Tan mal te pareció que saliera de la familia?
– No soy lo bastante rico como para hacer una cosa así sólo por eso -respondió Per. Björn lo miró con curiosidad-. Lo hice para que tú tuvieras algo por lo que volver. -A Björn el llanto se le agolpó en la garganta y prorrumpió en sollozos-. Y para que tus hijos tengan un sitio al que regresar. -Björn le rodeó los hombros y lo acarició-. Y por mi querida cuñada -continuó Per-; le sentará bien saber que tiene una casa esperándola aquí. Vuestro antiguo hogar estará siempre abierto para quienquiera de vosotros que decida regresar.
– Per -dijo Björn-, sube a mi carro y vete a Jerusalén, yo me quedaré aquí. Tú te mereces ir a la Tierra Prometida mucho más que yo.
– Ah, no -dijo el hermano con una leve sonrisa-, comprendo lo que quieres decir pero mi sitio está aquí en casa.
– Yo creo que tu sitio está en el cielo -dijo Björn apoyando la cabeza en el hombro del hermano-. Por favor, perdóname -le rogó.
Se levantaron y se estrecharon la mano en señal de despedida.
– Esta vez no se han oído golpes en la lápida -dijo Per.
– Es curioso que hayas venido a sentarte aquí -dijo Björn-. Últimamente no hemos hecho más que enemistarnos cuando nos hemos visto.
– ¿Creías que buscaba pelea hoy?
– No; soy yo quien se enoja cuando pienso que te voy a perder.
Salieron al camino y Ljung Per estrechó la mano de la esposa de Björn.
– He vuelto a comprar Ljunggården -le dijo-. Te lo digo ahora para que sepas que puedes volver cuando quieras.
Del mismo modo estrechó la mano del hijo mayor.
– Recuerda esto: tienes campos y una casa que te esperan si alguna vez quieres regresar a tu tierra natal.
Ljung Per fue de hijo en hijo hasta que le tocó el turno al pequeño Eric, que sólo tenía dos años y no comprendería semejante explicación.
– Acordaos todos de contarle a vuestro hermanito que tiene campos y una casa esperándole aquí si algún día quiere volver.
Luego la larga caravana siguió su camino.
Cuando los carros y carretas dejaron atrás el cementerio, se vieron rodeados por una multitud de parientes y amigos que querían despedirse de los emigrantes.
La pausa fue necesariamente larga ya que todos querían estrecharles las manos y decir unas cuantas palabras de despedida.
Más adelante, al atravesar las calles del pueblo, se encontraron con gran cantidad de lugareños apostados a lo largo del recorrido para presenciar su partida. Había gente en todas las puertas, gente asomada a las ventanas y gente encaramada en las tapias, y los que vivían más alejados saludaban desde lomas y promontorios agitando brazos y pañuelos al aire.
La larga caravana avanzó a paso lento a través de la multitud hasta la residencia del concejal Lars Clementsson. Ahí la comitiva se detuvo y Gunhild se apeó del carro para entrar a despedirse.
Gunhild había vivido en Ingmarsgården desde el momento en que decidió unirse al grupo de gente que emigraba a Jerusalén. Para ella eso era preferible a una vida en constante conflicto con sus padres, quienes de ninguna manera admitían la idea de que ella se fuera tan lejos.
Gunhild notó que su antiguo hogar estaba desierto. No vio a nadie en el patio y tampoco en ninguna de las ventanas. Al llegar a la verja la encontró cerrada. Entonces subió por un portillo practicado en la cerca y que daba acceso al patio. La puerta del zaguán también estaba cerrada. Gunhild rodeó la casa hasta la cocina, cuya puerta estaba cerrada por dentro con una aldabilla. Llamó con los nudillos, pero al no obtener respuesta empujó la puerta, introdujo un palillo por la ranura y desenganchó la aldabilla. De ese modo se coló en la casa.
En la cocina no había nadie, la sala de estar estaba igualmente vacía, y tampoco encontró a nadie en la alcoba. Gunhild no quería marcharse sin dejarles a sus padres una señal de que había pasado a despedirse. Se dirigió al antiguo escritorio secreter donde sabía que su padre guardaba pluma y tintero. Levantó la tapa.
En un principio no halló el tintero y tuvo que abrir varios cajones y compartimientos. Durante la búsqueda se topó con un joyero que conocía muy bien. Pertenecía a su madre, quien lo había recibido de su esposo como regalo de bodas. Durante su niñez su madre se lo había mostrado a Gunhild muy a menudo.
El joyero era de esmalte blanco con una orla pintada alrededor y en el interior de la tapa aparecía un pastor tocando la flauta para un rebaño de níveos corderitos. Gunhild levantó la tapa para admirar al pastor una vez más. Anteriormente, el joyero solía contener los objetos de mayor valor que la madre poseía. Ahí guardaba la finísima alianza de boda de la abuela, el anticuado reloj del abuelo y sus propios pendientes de oro. Gunhild se asombró de no encontrar nada de todo aquello, y sólo una única carta.
Era una carta escrita de su propio puño y letra. Un par de años antes, Gunhild había realizado un viaje a Mora y el barco en el que cruzó el gran lago Siljan zozobró. Muchos pasajeros perdieron la vida y sus padres recibieron la terrible notificación de que también ella había perecido.
Gulhild comprendió que la alegría que su madre sintió al recibir la carta de su hija comunicándole que vivía fue tan grande que todo lo que antes contenía el joyero perdió su valor. El mayor tesoro de la madre a partir de entonces era aquella carta.
Gunhild se puso lívida y el corazón se le encogió.
«Ahora me doy cuenta de que con mi actitud la voy a matar», pensó.
Ya no quiso dejar una nota, sino que se apresuró a salir de la casa. Montó al carro sin contestar a ninguna de las muchas preguntas que le hicieron acerca de sus padres. Durante todo el trayecto permaneció inmóvil con las manos inertes en el regazo y la vista perdida ante sí. «La estoy matando -pensaba-. Sé que la estoy matando. Sé que mi madre se va a morir. Ya no habrá días felices para mí. Puede que vaya rumbo a Tierra Santa, pero a costa de la vida de mi propia madre.»
Después de que la larga caravana finalmente dejara atrás el pueblo y el valle, llegó a una arboleda.
Allí los emigrantes descubrieron que dos forasteros les guiaban.
Mientras habían estado en el pueblo ocupados despidiéndose y dando recuerdos no habían reparado en la desconocida carreta; pero al llegar a la arboleda se percataron de su presencia.
La carreta ora adelantaba a los demás carros y se colocaba al frente de la caravana, ora aminoraba la marcha y dejaba pasar a los demás. No era otra cosa que un vehículo de carga normal y corriente, de aquellos que se utilizan a diario para trayectos cortos. Precisamente por eso se hacía tan difícil identificar al dueño. Tampoco nadie fue capaz de reconocer el caballo.
Conducía la carreta un hombre viejo y muy encorvado, de manos arrugadas y luengas barbas blancas. Nadie lo conocía. En cambio, a su lado iba sentada una mujer que a todos les sonaba. Nadie había visto su rostro, ya que se cubría la cabeza con un chal negro que sujetaba firmemente con ambas manos y no dejaba entrever ni siquiera un destello de sus ojos.
Muchos creían adivinar quién era por su porte y estatura; pero nadie pensaba en la misma persona que su vecino.
Gunhild, la hija del concejal, exclamó: «¡Es mi madre!», mientras que la esposa de Israel Tomasson afirmó que era su hermana. Prácticamente no hubo nadie que no creyese saber quién iba en el pescante de aquella carreta. Tims Halvor creía que era la anciana Eva Gunnarsdotter, a quien no habían permitido acompañarles a Jerusalén.
La carreta les siguió todo el camino pero la mujer no descubrió su rostro ni una sola vez.
Para algunos se convirtió en un ser querido; para otros, en alguien a quien temían; para la mayoría, sin embargo, encarnaba a una persona a quien habían abandonado.
Varias veces, cuando la anchura de la carretera lo permitía, los desconocidos repitieron su estrategia de adelantar todos los carros primero para después dejarlos pasar de largo.
En esas ocasiones la forastera se encaraba a los que pasaban observándolos fijamente, pero sin dedicar un gesto a ninguno de ellos. Y así, al final no hubo nadie que pudiera asegurar con certeza de quién se trataba.
La desconocida les acompañó hasta la estación de ferrocarril. Todos confiaban en que allí verían su rostro. Pero una vez allí, cuando se hubieron apeado de sus carros y se volvieron para buscarla con la vista, la mujer ya no estaba.
Mientras la larga caravana de carros y carretas estuvo dentro del término municipal no vieron a nadie segando los campos, ni hacinando con el rastrillo la paja ya segada.
Esa mañana fue de descanso y todo el mundo salió a los caminos a esperarles, o bien llegaban en sus propios coches vestidos con ropa de domingo para acompañarles un trecho. Algunos les acompañaron dos leguas, otros cuatro [30] y otros les siguieron hasta la misma estación.
Mientras la caravana permaneció dentro del término sólo divisaron a un hombre que no se tomó la mañana de descanso y ése era Hök Matts Eriksson. La tarea que se había impuesto no consistía en segar la mies, lo cual le habría parecido un juego de niños, sino en despedregar un campo, tal como hiciera tantas veces en su juventud.
Gabriel Mattson divisó a su padre desde el camino mientras la caravana pasaba. Hök Matts iba de un lado para otro, hacía fuerza para arrancarle un pedrusco a la tierra y, cuando lo conseguía, iba a dejarlo sobre un muro. Nunca levantaba la vista, se desplazaba arriba y abajo con sus piedras, algunas tan pesadas que Gabriel pensó que llegarían a partirle la columna. Luego las lanzaba contra el muro con tanta violencia que el choque producía chispas y las muescas desprendidas volaban disparadas.
Gabriel conducía una carreta pero durante un buen rato el caballo tuvo que apañárselas solo porque Gabriel sólo tenía ojos para su padre.
El viejo Hök Matts trabajaba sin descanso. Trabajaba con el mismo ahínco con que lo hiciera cuando su hijo era pequeño y él se esforzaba en expandir su propiedad. El dolor le asestaba fieros golpes, pero, o tal vez por eso, las piedras que Hök Matts desenterraba y luego acarreaba hasta el muro eran cada vez más pesadas.
Poco después de que hubiera pasado la caravana, se desató una fuerte tormenta seguida de una intensa lluvia. Todo el mundo buscó dónde guarecerse y a punto estuvo Hök Matts de hacer lo mismo; pero recapacitó y se quedó a la intemperie. Le faltó valor para abandonar el trabajo.
Al mediodía su hija se asomó a la puerta de la casa y lo llamó para comer. Hök Matts no tenía hambre pero pensó que le convendría algo de comida. No obstante se abstuvo de entrar en la casa, le faltó valor para dejar de trabajar.
La mujer de Hök Matts acompañó a Gabriel a la estación. Al atardecer volvió sola en la carreta. Se acercó al marido para contarle que su hijo ya se había ido; pero él siguió haciendo palanca una y otra vez con la cuña, y yendo de un lado para otro. No quiso detenerse para escucharla.
Los vecinos se fijaron en cómo trabajaba Hök Matts ese día. Salían y lo miraban, se quedaban observando un rato y luego volvían a entrar diciendo: «Todavía sigue ahí, ha estado despedregando todo el día sin parar.»
Llegó el anochecer pero la luz no se extinguía y Hök Matts continuó trabajando. Tenía la sensación de que si se detenía mientras aún tuviera fuerzas para dar un solo paso, el dolor sería insoportable.
Volvió su mujer y se quedó mirándole. La tierra estaba despedregada, el muro era más alto; pero aún así su marido seguía arrastrando pedruscos del tamaño adecuado para un gigante. Algún que otro vecino pasó por allí para comprobar si Hök Matts seguía trajinando; pero nadie le habló.
Finalmente, llegó la oscuridad y ya no fue posible distinguir su silueta. Sin embargo, aún se le oía trabajar y cuando soltaba las piedras contra el muro, aparecía brevemente iluminado por chispas.
Luego, mientras hacía palanca, la cuña se le escapó de las manos. Al agacharse para recogerla cayó de bruces. Se quedó tumbado en el suelo y, antes de pensar en levantarse, ya dormía.
Al cabo de un rato entró en la casa. No dijo nada, ni le pasó por la cabeza llegar hasta la cama. Se derrumbó sobre un banco y se quedó dormido.
La larga caravana de carros y carretas ya estaba en la estación del ferrocarril.
Las vías eran nuevas y la estación acababa de construirse. Estaba situada en el centro de una enorme explanada en lo más profundo del bosque. No había por allí ningún pueblo, ni campos de cultivo, ni jardines; sin embargo, todo se había diseñado espléndidamente, a lo grande, con la esperanza de que, en medio de aquella región agreste, surgiese en torno a la estación una comunidad importante.
Alrededor de la estación misma el terreno estaba allanado, había una ancha plataforma de piedra, grandes superficies para carga y descarga, y amplios espacios de tierra batida en torno a los cuales ya se alzaban un par de comercios y talleres, un estudio de fotografía y un hotel; pero el resto del bosque talado no era más que un terreno de tocones sin siquiera resegar o roturar.
También por allí discurría el Dal. Surgía furioso y desbocado de las profundidades del bosque, precipitándose y echando espuma entre rápidos y pequeñas cascadas. Los emigrantes que iban a Tierra Santa no reconocían el ancho y majestuoso río que habían dejado atrás por la mañana.
No había allí ningún armonioso valle que contemplar; sino que la perspectiva quedaba cortada por oscuros montes de coníferas.
Cuando los niños pequeños que viajaban con sus padres rumbo a Jerusalén se apearon de los carros en ese lugar, se desanimaron y empezaron a llorar. Hasta ese día los niños se habían sentido muy felices de viajar a Jerusalén, pero ya al abandonar sus hogares habían derramado muchas lágrimas y ahora en la estación se desesperaron aún más.
Los adultos se encargaron de trasladar el equipaje a un vagón de tren; todos colaboraban así que nadie tenía tiempo de vigilar a los niños. Los niños, por su parte, se reunieron formando un estrecho círculo y deliberaron.
Al poco rato, los niños mayores cogieron a los pequeños de la mano y se alejaron de la estación en una fila de dos en fondo, un mayor y un pequeño. Se fueron por donde habían venido, atravesando la explanada de tierra batida y tocones y luego el río hasta adentrarse en el bosque.
Algo más tarde, una de las mujeres se acordó de los niños al abrir una fiambrera con la intención de darles de comer. Los llamó pero no obtuvo respuesta. Como no se encontró ni rastro de ellos, un par de hombres salieron en su busca. Siguieron las huellas que todos aquellos piececitos habían dejado en la arena y no tardaron en divisar al grupo de pequeños fugitivos.
Los niños aún avanzaban en una larga fila de dos en fondo. Cuando los hombres los llamaron, no se detuvieron sino que siguieron adelante.
Los hombres se vieron obligados a correr para darles alcance. Los niños intentaron evadirse pero los más pequeños no tenían fuerzas para seguir a los mayores y tropezaban y se caían. Al final, los niños se quedaron quietos en medio del camino, llorosos e infelices.
– Pero, criaturas, ¿adónde queréis ir? -les preguntó uno de los hombres.
Entonces los más pequeños soltaron un sonoro alarido mientras el de mayor edad respondía:
– Nos da igual Jerusalén. Queremos volver a casa.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Se refiere al denominado «rojo de Falun», pintura mineral con propiedades conservantes con la que tradicionalmente se pintan las casas rurales de la región sueca de Dalecarlia donde transcurre la acción. Aunque su fórmula es específica de la zona y se obtiene desde el siglo xvii a partir de óxido de hierro y productos del cobre extraído de las famosas minas de cobre de Falun, capital de Dalecarlia, es el almagre u óxido de hierro el que le da su característico color rojo oscuro. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Stor Ingmar en el original. Stor Ingmar significa literalmente «Gran Ingmar»; en contraposición, el hijo es llamado afectuosamente con el diminutivo Lill Ingmar («Pequeño Ingmar»). Por razones que se explican en el prólogo, estos nombres aparecen en el texto como don Ingmar e Ingmar hijo. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Ingmarsgården significa «Granja de Ingmar». Debido al protagonismo de esta finca en la novela, a veces aparece con el nombre original. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref4">[4]</a> Según la tradición, en la casa y en la iglesia donde se celebra una boda ha de haber un arco triunfal hecho en invierno de ramas de abeto y en verano de hojas verdes y flores frescas. Estos arcos triunfales también pueden alzarse en otros puntos del trayecto que recorre el cortejo nupcial. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> Literalmente, «Loma del Carbón». Uno de los personajes, Kolås Gunnar, es originario de este pueblo. Aparece por primera vez en el capítulo «En Sión». (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Caudaloso río, uno de los mayores de Suecia, que atraviesa y da nombre a la región de Dalecarlia (Dalarna). (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> Stark significa «fuerte», Ingmar Fuerte. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref8">[8]</a> Aunque en Dalecarlia, situada en el centro de Suecia, no se pueda hablar del sol de medianoche en sentido estricto, durante los meses de junio y julio las noches son muy claras. (N de la T.)
<a l:href="#_ftnref9">[9]</a> La expresión «ver los cielos abiertos» es de san Esteban, quien antes de morir, lleno del Espíritu Santo, dijo: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios» (Hechos de los Apóstoles 7:56). (N de la T.)
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Literalmente sería: Halvor de Tims. La mayoría de los nombres de los labriegos y granjeros que aparecen en la obra están formados según el mismo principio: el predio al que pertenecen se antepone al nombre. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> Las bienaventuranzas del Sermón de la Montaña (San Mateo 5). (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref12">[12]</a> Antiguo nombre de la fortaleza de Jerusalén que terminó por designar la ciudad y el templo de Jerusalén. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref13">[13]</a> Hök significa «gavilán» y es el sobrenombre de esta familia. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref14">[14]</a> Nótese que la autora bautizó a la figura del maestro con el ominoso nombre de Storm, que significa «tempestad», «tormenta». (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref15">[15]</a> Paul Peter Waldenström (1838-1917), predicador y político sueco que tuvo un papel destacado en la Iglesia misionera sueca. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> Se refiere a la flor silvestre Trientalis europae. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> En la mitología escandinava, enano malicioso que habita los bosques. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref18">[18]</a> Referencia a Mateo 7:7-9: «¿Acaso si a alguno de vosotros su hijo le pide pan le da una piedra? O si le pide un pez, ¿le da una serpiente?» (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref19">[19]</a> «… ha de reinar sobre vosotros!» (Ezequiel 20:32-33). (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref20">[20]</a> Lo que sigue es la descripción de un típico lienzo o tapiz de la región de Dalecarlia. El arte folklórico de esta región, emblema de toda Suecia, se caracteriza por retratar con un estilo naïf episodios bíblicos o de la historia popular, ambientados, sorprendentemente, en el rococó del siglo xviii, de ahí los incongruentes detalles de la descripción. En una carta a su editor, Kart Otto Bonnier, de septiembre de 1901, Selma Lagerlöf le sugiere que se utilice uno de estos cuadros, en concreto éste que nos ocupa, como portada del libro. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref21">[21]</a> El original dice «carta con muchos sellos», pero en realidad se trata del Libro del Cordero con los siete sellos (véase Apocalipsis 5). La confusión tal vez venga de que los cuatro primeros capítulos constan de siete cartas que envía Juan a las siete comunidades de la Iglesia (véase Apocalipsis 1-4). (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref22">[22]</a> Apocalipsis 21: 18-20, donde se describe la Jerusalén celestial. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref23">[23]</a> Lot fue salvado de la destrucción de Sodoma y Gomorra por dos mensajeros del Señor; pero en la huida, su esposa miró atrás y se convirtió en estatua de sal. (Génesis 19: 1-29). (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref24">[24]</a> La leña de pino resinoso, por ser muy rica en resina, prende fácilmente y da mucha luz. Tradicionalmente se utilizaba como fuente luminosa. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref25">[25]</a> Jeremías 30:18: «Así dice el Señor: Yo restauraré las tiendas de Jacob y tendré piedad de sus moradas. La ciudad (Sión) será reconstruida en su colina, y el palacio se asentará en el lugar que le corresponde.» Y Jeremías 31:5: «De nuevo plantarás viñas en los montes de Samaria y quienes las planten las vendimiarán.» (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref26">[26]</a> Lucas 8: 4. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref27">[27]</a> Capital de Asiria en el siglo viii a.C. situada en la margen izquierda del Tigris. En las Escrituras su historia está ligada a la de Jonás, pues Dios le envió dos veces allí para anunciar su destrucción. Fue intentando huir de su cometido que Jonás fue a parar al vientre del pez. Jonás la describe como una «ciudad grandísima, se tardaban tres días en recorrerla.» (Jonás 1:2). Estaba rodeada de un muro de 12 km, con quince puertas. Los babilonios y los medos la destruyeron en el año 612 a.C. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref28">[28]</a> Aproximadamente, «Nils de la Choza». El sobrenombre proviene del término backstuga, es decir, una humilde cabaña emplazada en las tierras de otro que le eran arrendadas a alguien muy pobre, más o menos por compasión. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref29">[29]</a> Ira David Sankey (1840-1908), evangelista que hizo inmensamente populares unos himnos y melodías que fueron traducidos a muchos idiomas, entre ellos el español. Junto con Dwight Moody, Sankey fue con su repertorio de gira evangelística por Estados Unidos y Europa en 1875, es decir, unos veinte años antes del éxodo real (los campesinos de Nås partieron el 31 de julio de 1896) en el que se inspira esta novela. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref30">[30]</a> Una y dos millas suecas respectivamente en el original. Una milla sueca equivale a diez kilómetros. (N. de la T.)