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No consta el tiempo que llevaba don Fernando en Plasencia, pero sí que desde esta plaza, en poco más de un mes, se cruzaron varios correos con Tordesillas trayendo y llevando noticias sobre la salud de la reina doña Juana.
Había puesto el Rey Católico al frente del castillo de Tordesillas a un aragonés de su confianza, mosén Luis Ferrer, quien entendió que su principal obligación era mantener con vida a su señora, para lo cual la obligaba a comer cuando se negaba a hacerlo. El mandato de mosén Ferrer duró siete años, que fueron de los más amargos en la vida de la reina si se pueden distinguir amarguras en medio de la mayor de ellas, la locura que día a día iba ganando terreno en la mente de la reina. Pero en sus momentos de lucidez, que seguían siendo muchos, no alcanzaba a comprender cómo aquel clérigo, más bien rudo, sin título alguno de nobleza, podía disponer de tal modo sobre su regia persona.
Don Felipe el Hermoso continuaba insepulto puesto que nunca se encontraba ocasión oportuna para enterrarlo en Granada como era deseo expreso del finado, y esta vez lo acomodaron en el monasterio de Santa Clara, hermoso edificio que se alzaba próximo al castillo. Como la única salida que le estaba permitida a doña Juana era para visitar los restos de su esposo, lo hacía con frecuencia para escapar de las lóbregas estancias del palacio, que más bien era una fortaleza con todo el aire de una prisión. Estas salidas fomentaron la leyenda de que la reina seguía loca de amor por su difunto esposo, y ojalá fuera cierta, porque las locuras de amor siempre son más gratas que las tortuosidades que prenden en quienes pierden la razón.
Lo único cierto, como queda dicho, es que doña Juana gustaba de traer a colación recuerdos de su esposo, siempre los más gratos, pero no más de lo que acostumbran a hacer otras viudas enamoradas, y todas parece que lo son cuando les falta el marido. En el caso de doña Juana era esto más notable porque, amores aparte, en vida de don Felipe siempre había recibido tratamiento de majestad y faltarle él y caer en prisión todo fue uno. ¿Cómo no había de recordar los tiempos en los que recorría las tierras de Flandes al frente de un cortejo triunfal, amazona sobre una rica mula enjaezada, recibiendo el vasallaje de sus nuevos súbditos? ¿Cómo no recordar la locura del encuentro con don Felipe en el monasterio de Lierre? De ahí que se pasara las tardes junto al regio túmulo evocando y suspirando.
Este túmulo se levantaba en el antiguo salón del trono ya que el monasterio de Santa Clara, con anterioridad, había sido palacio erigido por Alfonso XI, en el siglo XIV, hasta que su hijo, Pedro I el Cruel, lo convirtió en convento y lo cedió a las clarisas. Este salón del trono estaba muy bien orientado y soleado y en él se encontraba la infeliz reina más a gusto que en su tétrico castillo. También gustaba de asistir a los oficios de las monjas, que llevaban una vida de oración y contemplación, en todo muy medida y sosegada, y un día no pudo menos de exclamar:
«Si volviera a nacer, y de mi sola voluntad dependiera, en lugar de reina, más quisiera ser la más humilde de estas monjas, que se han desposado con un esposo que nunca ha de abandonarlas.»
Para su desgracia oyó este comentario él mosén Ferrer, que cuando salía del castillo no se apartaba de ella, y se le ocurrió decirle:
«¿Por qué tenéis que añorar, mi señora, lo que tan al alcance de vuestra mano está? ¿No recomienda, acaso, el apóstol san Pablo para las viudas el que vivan en todo recogidas? ¿Y es que acaso no podemos vivir en nuestro castillo tan recogidas como estas santas monjas?»
Y desde aquel día dispuso que se viviera en el castillo con las virtudes del monasterio y hasta escribió al rey, muy ufano, contándole que gracias a la disciplina monacal conseguía que doña Juana llevara una vida muy arreglada, aunque tuviera que darle cuerda para comer como hacían los buenos priores con los monjes que se mostraban díscolos.
Tan a pecho se tomó mosén Ferrer su papel de prior de un monasterio inexistente, que hace dudar que estuviera en su sano juicio, pues no se comprende que no discurriera que la vida monacal buena es para los que son llamados por Dios a ella, pero más contraria no puede ser para los que no tienen semejante vocación.
Tan contraria le resultó a doña Juana que tomó asco a los oficios divinos y hasta se negó a asistir al Santo Sacrificio de la Misa, todo ello en medio de gran des ataques de cólera, de manera que el mosén Ferrer, con anuencia del doctor Soto, médico de la corte, acordó llamar a un clérigo de Burgos, con fama de exorcista, para que le sacara los demonios del cuerpo. No obtuvieron ningún fruto, escribió el mosén a su Majestad Católica, porque la reina no se prestó a ello y hasta tentó de descalabrar al clérigo sirviéndose de un taburete. Y termina esta carta el mosén tranquilizando al rey Fernando de que, por lo demás, de su salud corporal seguía bien, y hasta lustrosa, salvada la faz, que la tenía desvaída y angulosa y los ojos tristes. Con lo que queda claro que mosén Ferrer, con tal de mantener con vida a doña Juana, para que continuara siendo reina y, por tanto, su padre pudiera seguir gobernando en Castilla como regente, todo lo daba por bueno.
Cuando don Fernando, como consecuencia de los maléficos efectos del afrodisíaco sintió que sus días llegaban a término, se dispuso a visitar a su hija en Tordesillas, quién sabe si para pedirle perdón por el rigor con el que la había tratado, pero el mosén le encareció por carta que no lo hiciera y que considerase que doña Juana era como una novicia, recién profesa, y nada podía ser más contrario para la perseverancia de éstas que el recibir visitas de los padres o allegados.
Aunque no es de creer que tan necia consideración hiciera mella en el ánimo del monarca, lo cierto es que no llegó a ir a Tordesillas, ya que la muerte le sorprendió en el camino de Guadalupe. Le sorprendió relativamente porque avisado debía estar, desde el momento en que justo el día de la víspera, el 22 de enero del 1516, dictó su último y definitivo testamento, en el que se contienen disposiciones muy puntuales. Según un testigo de presencia, Galíndez Carvajal, el monarca se mostró con gran lucidez, sólo atento a mirar al bien de su alma y al de sus reinos. Por eso aceptó designar como heredero del trono al príncipe don Carlos, pese a la poca confianza que le merecía quien había sido educado en la corte del emperador Maximiliano, y que tan poco interés había mostrado por el reino de su madre, que ni siquiera sabía hablar una palabra de castellano. Por su gusto hubiera designado al príncipe Fernando, educado a su vera, pero sus consejeros, entre ellos el citado Galíndez Carvajal, le hicieron ver que eso sería tanto como enemistarse con los Habsburgo y quién sabe si provocar una guerra civil. Y por paradojas de la vida, el «Habsburgo», príncipe Carlos, acabó siendo un buen rey de España y su hermano, el español Fernando, emperador de Alemania.
En lo que atañe a su hija Juana dispuso que no se le diera cuenta de su muerte para que todo siguiera igual y pensara que era su padre quien seguía gobernando en Castilla, en su nombre. Y en este punto se equivocó y en mucho perjudicó al quebrantado ánimo de su hija, que en los cuatro años que duró el engaño no alcanzaba a comprender que su padre nunca dispusiera de tiempo para ir a visitarla, mayormente cuando la corte tenía como residencia principal Valladolid, a media jornada de Tordesillas.
En compensación tomó otra buena disposición: encareció al cardenal Jiménez de Cisneros, a quien nombró regente en el mencionado testamento, que prescindiera de los servicios del mosén Ferrer en el palacio de Tordesillas, y que en su lugar nombrara a un caballero, que sin ser clérigo o fraile, tuviera temple para sobrellevar con paciencia los cambios de carácter de quien no siempre se encontraba en sus cabales.
Este Jiménez de Cisneros, pese al enorme poder que ostentaba, nunca dejó de ser un hombre benéfico y se esmeró en cumplir este encargo y, como se verá, acertó plenamente. Como primera medida solicitó un informe al depuesto mosén Ferrer, pidiéndole cuentas de su gestión, y el hombre por toda defensa arguyó que si bien la reina, por su edad, estaba en condiciones de volver a casar y prendas le sobraban para ello, le faltaba la más principal, que era el discernimiento, por lo que siendo viuda siguió el consejo de san Pablo y la hizo vivir con gran recogimiento. Y pensando que al cardenal, por ser fraile, le habría de gustar especialmente, le detallaba cómo había convertido el palacio en un convento de los más rigurosos, todo ello con detalles tan necios que le faltó tiempo al cardenal Cisneros para ordenarle salir del castillo, a lo que el mosén replicó:
«¿Así se me pagan los años que he dedicado a sus majestades y el arte que me he dado en mantener a la reina lustrosa, siguiendo el mandato que recibiera de su Majestad Católica?»
El cardenal Cisneros, que era en extremo africanista, muy empeñado en acercar a tantos infieles a la fe de Cristo, y que por aquellos años andaba defendiendo la bandera de Castilla en las plazas del norte de África, le contestó que le iba a pagar como se merecía quien tanto celo mostraba por la vida religiosa; y le envió a misionar a Argel, que estaba siendo acometida por Horuc Barbarroja. En una de esas acometidas fue herido de muerte el mosén Ferrer, quien murió agradeciendo al cardenal Cisneros que le hubiera dado la oportunidad de consumar de manera tan gloriosa una vida dedicada al servicio de la Corona de Aragón.
La siguiente medida fue enviar a Tordesillas a doña María de Ulloa, aquella que antes de la venida del Rey Católico a España fuera dama de la mayor confianza de la reina, quien quedó espantada de las trazas de su señora. «Dicen que por su gusto está en un aposento interior -escribió al cardenal-, porque sus ojos no soportan la luz, lo cual no es de extrañar ya que cuando no quería comer disponía el camarero mayor que la encerrasen en un cuarto oscuro hasta que cambiara de parecer. Algún provecho sacó de eso para su cuerpo, que no anda escaso de carnes, aunque más bien flojas por el poco ejercicio, ya que últimamente ni al monasterio de Santa Clara se le consentía ir para que no desvariase delante del túmulo de don Felipe, que Dios tenga en su gloria. Pero el desvarío le venía por otras trochas, y en todo lo demás la he encontrado peor que cuando la dejé. Así que me vio me reprochó el que de tal modo la hubiera abandonado y aunque yo le hice ver que no había sido por mi gusto, sino por atender a mis obligaciones en la corte del rey, no pude por menos de romper a llorar amargamente, a lo que ella correspondió con igual llanto, lo que según su camarera hacía años que no sucedía, ya que por muy furiosa que se pusiera siempre tenía los ojos secos y alumbrados. En conservarle la vida habrá acertado el mosén don Luis Ferrer, pero en lo demás no tanto, aunque dice el doctor Soto, que es quien mira por su salud, que el mal lo lleva dentro de sí, y que antes o después habría de aflorar aunque no estuviera entre los muros de un castillo. Este doctor estaba muy concertado con el mosén Ferrer y muy convencido de que el mal de nuestra señora no tiene remedio y, por tanto, entiende que ya hace mucho de mantenerla en vida.
»Si el estado de nuestra señora mueve a compasión, otro tanto ocurre con la princesa Catalina que, a punto de cumplir nueve años, no conoce el mundo fuera de este castillo. Cuanto haga vuestra eminencia por mejorar la suerte de nuestra señora, no dude de que será obra de gran justicia y gratísimas a los ojos de Nuestro Señor Jesucristo.»
No cayó en saco roto la recomendación de esta dama y el cardenal discurrió y se ocupó en buscar a la persona idónea, hasta dar con el caballero Hernán Duque, a quien convenció para ser el alcaide del castillo de Tordesillas. Le costó lo suyo convencerle porque este caballero, cumplido que había los cuarenta años, tenía decidido profesar como fraile franciscano.
Era hombre de agraciada presencia, de ojos claros, frente erguida, y muy aficionado a las humanidades; desde pequeño sintió la llamada a la vida religiosa, pero por ser el primogénito de una familia noble se vio obligado a seguir la carrera de las armas, participando en el 1507 en la conquista de Mazalquivir y en el 1509 en la de Orán. En esta última hicieron prisionero a un alabardero de su compañía, hombre humilde, padre de siete hijos, a quien los moros dijeron que pensaban degollar porque siendo de familia de labradores, y pobre, nadie pagaría por su rescate. Cuando se enteró el Hernán Duque, a través de un vendedor de noticias les hizo llegar a los moros el siguiente mensaje:
«En dineros no sé cuánto valdrá ese buen soldado, pero en virtudes vale un tesoro quien ha sido capaz de traer al mundo siete hijos, todos buenos y temerosos de la ley de nuestro Dios, que no es distinto del vuestro… Dadme un plazo de quince días para encontrar la suma del rescate, y si no la encuentro me ofrezco yo en su lugar que, al cabo, como no tengo ni mujer ni hijos que me lloren, mi muerte será menos sentida.»
El bey que le había tomado prisionero era un pirata, de nombre Ben Alhajib, que había logrado organizar una banda armada con la que se dedicaba a hacer presas por mar o por tierra, por las que pudiera obtener rescate. Los reyes moros se lo consentían porque también sacaban algún provecho de sus piraterías.
El bey, por el mismo vendedor de noticias, le devolvió el mensaje diciéndole que quince días era un plazo demasiado largo, habida cuenta de que el ejército moro estaba en retirada hacia las montañas, pero que si el caballero Hernán Duque hacía el trueque de su persona por la del alabardero, esperaría cuanto hiciera falta el pago del rescate.
Todos estos tratos los llevaba secretamente el Hernán Duque porque sabía que ni el gobernador de la plaza conquistada, ni sus mismas tropas, habían de consentir que se entregara al enemigo. Por eso se servía de vendedores de noticias, pobre gente que se ganaba la vida -y con frecuencia la arriesgaba- trayendo y llevando noticias de un bando a otro, por unas pocas monedas. Resultaba un oficio muy peligroso porque no era extraño que cuando la noticia no era del agrado de quien la recibía, les cortasen el cuello.
Cumplió lo prometido el Hernán Duque y aquella misma noche se presentó en el campamento moro, poniéndose a disposición del bey Alhajib, quien se quedó admirado y le trató con todo género de consideraciones, no sólo por el dinero que pensaba obtener, sino porque no se conocía de ningún capitán que hubiera hecho tanto por uno de sus soldados.
Cuando el alabardero, que se llamaba Tomás Cuesta Rodríguez, se encontró en la presencia de su capitán y supo a lo que venía, se echó a sus plantas y en medio de grandes lágrimas le dijo que de ningún modo podía consentir el trueque, y pedía que allí mismo le dieran la muerte y que el caballero recuperase la libertad. «Es de las pocas cosas hermosas que se ven en una guerra -escribió el fraile mercedario a quien tocó intervenir en esta redención-, el que dos se disputen quién debe morir para salvar la vida del otro.»
El bey, pese a ser hombre de duro corazón como corresponde a los de su condición, se sintió conmovido y le dijo al Tomás Cuesta:
«No hagáis inútil el sacrificio de vuestro capitán, a quien de ningún modo pienso soltar, ya que su precio es veinticuatro veces superior al vuestro.»
Esto lo decía porque desde la guerra de los Cien Años, según se recoge en la Crónica General, se habían establecido unas tarifas para el rescate de prisioneros; por el soldado de a pie se pagaba un mes de sueldo, por el hombre de a caballo que portase arma de fuego, tres sueldos, por el oficial seis, y por el capitán doce. Como además la soldada del capitán era el doble que la del infante, de ahí la cuenta que había echado el bey moro.
El Hernán Duque hizo levantar del suelo al alabardero y le dijo que no se preocupase por su suerte, que pronto se encontraría el dinero de su rescate, para lo cual él tenía que regresar al campamento cristiano y ponerse en comunicación con los padres mercedarios, que eran quienes se ocupaban de la redención de cautivos.
El asunto de Hernán Duque fue muy sonado en todas las plazas del norte de África y si bien los más se admiraron de su heroico desprendimiento, no falta ron, sobre todo entre los capitanes y generales, quienes lo miraron con malos ojos, pues nunca un capitán debía entregarse al enemigo para salvar la vida de un inferior. Muy por el contrario, debían ser éstos quienes ofrecieran su vida por sus superiores, para el buen gobierno de los ejércitos.
Desde el siglo XIII funcionaba en toda la cristiandad la Orden de la Santísima Virgen María de la Merced de la Redención de los Cautivos, asociación de varones que llevaban una vida religiosa en común y consagraban todos sus haberes a la redención de cautivos en mano de los moros, para preservarlos de la apostasía de la fe. A partir del siglo XIV se convirtió en orden clerical y sus monjes, muy heroicos y arriesgados, mediaban cerca de los sarracenos para negociar los rescates. Por eso no era extraño verlos discurrir con sus hábitos blancos y sus cruces enmarcadas en cuatro barras rojas, que era el escudo mercedario, entre los campamentos y ejércitos sarracenos. En aquellos años la hacienda de la orden estaba muy saneada ya que por disposición real disponían de las rentas del señorío de Algar, que eran muy cuantiosas. No obstante, el general de la orden dispuso que perteneciendo el Hernán Duque a familia noble con tierras en la parte de Aranda de Duero, de allí debía salir el dinero del rescate, y así se lo comunicaron al padre, un anciano caballero.
Estos rescates se llevaban con lentitud y la misión de los mercedarios era negociar con los aprehensores el precio de la redención, y el bey se descolgó pidiendo mil quinientos escudos de oro, cifra desorbitada incluso para un caballero tan cumplido como Hernán Duque. El fraile encargado del negocio era un gallego llamado Antonio Ceiriño, de la parte de Orense, quien visitó en más de una ocasión a Hernán Duque en el poblado en que estaba preso, en el macizo del Muryayo. Ben Alhajib se hacía llamar bey, título que correspondía a los gobernadores de las ciudades turcas, pero no pasaba de ser el jefe de una tribu berebere asentada en tiendas de campaña, cuando no andaban por la mar con sus piraterías.
El fraile gallego le hacía ver al pirata que ese dinero nunca se había pagado por ningún soldado y Hernán Duque, que asistía a los encuentros, le decía que su padre, si bien de noble condición, no era hombre rico, y que ni siquiera vendiendo todas sus tierras alcanzaría a reunir semejante suma. A estas reuniones asistía con una cadena sujetándole el tobillo y en el extremo una bola de hierro muy pesada, para mover a compasión al fraile.
Pero el bey insistía:
«Lo que no puede allegar el padre con sus tierras que lo ponga la orden de la Merced, que buenas rentas tiene. En lo que a mí toca no tengo prisa y estoy muy a gusto teniendo como huésped a caballero tan letrado, que me entretiene contándome cosas tan hermosas de vuestra religión, que más peligro corro yo de hacerme cristiano, que él de apostatar.»
Lo decía en medio de grandes risas, porque se le daba poco de cualquier clase de religión, y no se recataba de tomar bebidas alcohólicas, hasta emborracharse, pese a que la suya lo prohibía. Fray Ceiriño en cada visita le llevaba un licor que fabricaban en la orden, muy del gusto del pirata, y así se fue ganando su favor hasta conseguir que redujese la cifra del rescate a mil escudos de oro, que seguía siendo una cifra muy alta, y no acababa de llegar de Aranda de Duero.
Fray Ceiriño, que se sentía ganado por la virtud y resignación del caballero cristiano, tentaba de que la orden pusiera algo de su parte, pero el fraile ecónomo le decía que el general había dicho que no, y que no estaría bien gastar los dineros de la orden en quien por su gusto se había entregado al enemigo. Este fraile había sido antes militar y era de los que no veía con buenos ojos lo que había hecho el Hernán Duque.
Al fin llegaron los mil escudos de oro de Aranda de Duero y cuando se enteró Hernán Duque, se admiró de que su padre hubiera podido reunir tanto dinero y se condolía de que por su culpa se hubiera arruinado. Durante el cautiverio, que duró casi un año, fray Ceiriño atendió espiritualmente al recluso en sus visitas y cuando supo de sus deseos de profesar en religión le animó a entrar en la orden mercedaria. Pero cuando fue a buscarlo al Muryayo, para devolverlo a Orán, cambió de parecer y le dijo con toda sinceridad: «De la bondad de vuestro corazón pocas dudas tengo después del trato que llevamos, pero de vuestro juicio para andar en los negocios del mundo no estoy tan cierto. En este negocio no habéis hecho nada a derechas, pues nos ha costado mil lo que podía haberse conseguido por cincuenta, y en la orden de la Merced para servir bien a Dios, y por Él al prójimo más desamparado, tenemos que andar manejando dineros y darnos gracia para trampear con unos y con otros aun a riesgo de nuestra vida. Y aunque muestras habéis dado de en cuán poco tenéis la vuestra, eso no basta. Considerad que somos como los tratantes de ganado, con la diferencia sublime de que nosotros tratamos con almas, y eso nos obliga a mucho. Mi consejo es que obtengáis cuanto antes la licencia y marchéis para vuestra tierra, buscad una Orden religiosa en la que los frailes vivan muy recogidos, entregados a la contemplación y al estudio, que es lo que corresponde a las almas cándidas, como la vuestra.»
Y fue quien le aconsejó que profesara en la orden de San Francisco, en la que con tanto acierto se conciliaba la humildad y la pobreza evangélica con el estudio de las Sagradas Escrituras.
Agradeció el caballero el consejo y poco le costó conseguir la licencia, ya que el gobernador de Orán no tenía demasiado interés en contarlo entre sus capitanes después de lo sucedido. Embarcó en una carraca rumbo a Algeciras y nada más desembarcar le llegaron noticias de que su anciano padre se encontraba en el lecho de muerte y no quería morirse sin abrazar a hijo tan querido. Los Duque tenían casa solariega en Berlangas de Roa, orilla del río Duero, y allá se encaminó el caballero a uña de caballo, llegando a tiempo de abrazar a su padre y de escuchar de sus labios su última voluntad: el dinero del rescate lo había obtenido aceptando la dote de una doncella, de nombre María Micaela, hija de unos labradores ricos, medio hidalgos, con la que le había comprometido en matrimonio. Excúsase decir el pasmo de quien venía dispuesto a profesar en orden religiosa y mendicante, y se encontraba obligado a desposar a doncella desconocida, pero con mucha hacienda. Este Hernán Duque sólo tenía una hermana ya casada y con hijos, a quien confesó cuando de allí a poco murió su padre:
«Más quisiera seguir cautivo con los moros que padecer el cautiverio de la vida matrimonial, dulce yugo para quien es llamado a él, pero penoso calvario para quien tiene otras miras.»
Y dicen que es la primera vez que se arrepintió de su precipitación en trocar su vida por la del alabardero. Por ser tiempos en los que los padres, y no sólo los de regia condición, concertaban los matrimonios de los hijos, no se le ocurrió discutir la decisión del suyo máxime cuando lo había hecho por salvarle la vida. Contaba a la sazón el Hernán Duque treinta y cinco años, y la María Micaela no había cumplido los veinticinco. El que hubiera llegado a esa edad doncella siendo hija única de los más ricos del lugar obedecía a la precariedad de su salud, ya que padecía auras epilépticas que se manifestaban en forma de convulsiones. Pero un cirujano árabe de renombre determinó que la vida matrimonial y los posibles embarazos podían remediar o, al menos, mejorar su mal y fue cuando sus padres decidieron casarla. Coincidió esta decisión con los apuros que estaba pasando el padre de Hernán Duque, quien para reunir los dineros del rescate se dirigió al rico hacendado con intención de venderle o darle en prenda sus tierras. Este labrador, hombre sencillo, le confesó la verdad: aun teniendo en mucho los blasones de la casa de los Duque, en más tenía la bondad de las que había dado muestras su hijo. El cirujano árabe les había dicho cómo convenía la vida conyugal para la salud de su hija, siempre que el marido elegido supiera ser moderado en el uso del matrimonio y paciente durante las adversidades de su salud. Y así fue como se cerró el trato.
Cumplió Hernán Duque en todo lo debido y hasta consiguió dejar en estado de buena esperanza a su delicada esposa, mostrándose coma amantísimo esposo durante el embarazo que alcanzó el octavo mes, en el que dio a luz una niña que murió al poco de nacer; de resultas del parto la madre contrajo unas fiebres y también falleció. Hernán Duque la lloró sinceramente porque María Micaela resultó ser una dulcísima esposa, profundamente enamorada de su marido. En el año y medio que duró el matrimonio no sufrió ninguna convulsión epiléptica, y desde que se quedara en estado no había mujer más feliz en este mundo. Cuando le dieron sepultura Hernán Duque entendió que Dios, de una vez por todas, le había hecho ver lo que daba de sí la felicidad de este mundo, y con las mismas se dirigió al noviciado que tenían los franciscanos en Valladolid para solicitar la admisión. El padre prior se alegró de tener entre ellos a caballero de tantas prendas, de cuya bondad se hacía lenguas la gente, sin por ello dejar de someterle a las pruebas por las que debían pasar todos los postulantes.
Este padre prior era también el director espiritual del cardenal Jiménez de Cisneros, que no por ser el hombre más poderoso de España dejaba de estar sujeto a la disciplina de la Orden a la que pertenecía. Por este trato entre ambos prelados se enteró el cardenal de la existencia de Hernán Duque Y entendió que reunía todas las condiciones para hacerse cargo de la infeliz reina de Castilla. El padre prior, mirando por el bien de la orden, se resistía a perder a tan ilustre postulante, pero el cardenal le hizo ver que el bien de la orden pasaba por el bien de España y cuánto importaba tener en buena salud a quien seguía siendo reina pese a la flaqueza de su entendimiento. «Que sea él mismo quien lo decida, y que el Espíritu Santo nos ilumine a todos», determinó el prior.
Cuando el prior comunicó a Hernán Duque lo que pretendía de él Jiménez de Cisneros, replicó que por nada de este mundo estaba dispuesto a abandonar los muros del convento, cuyas delicias había probado en aquellos pocos días, y había entendido que ése, y no otro, era el camino que Dios quería para él. El prior le dijo que en cuestión tan delicada no podía nadie forzar su voluntad, pero le rogó que pidiese luces al Altísimo, y que no mirase tanto a su deleite, como al bien de las almas.
Obedeció el postulante, se pasó un día, con su noche, en la capilla del Santísimo, sin apenas comer ni beber, bien sujeto el cilicio a su cintura, cuando fue requerido a presencia del cardenal Cisneros, que le esperaba en la sala capitular del monasterio. El cardenal en sus continuos desplazamientos por el reino gustaba de visitar los conventos de la orden, decía que para no olvidar dónde estaban sus raíces, pero también para cuidar que no se perdiera el espíritu de la reforma franciscana, ya que antes de ser cardenal había sido visitador y vicario general de la orden, y tenía en mucho que por nada se relajara la observancia franciscana.
Contaba a la sazón el cardenal Cisneros ochenta años, que para aquella época eran muchos años amén de muy trabajados, pero no por eso le fallaba la lucidez de su mente ni la agudeza de su mirada, y le razonó de manera que venció la resistencia del caballero. Le hizo ver que él también gustaba de vivir las austeridades de los primeros franciscanos, y que recordaba como los años más felices de su vida aquellos que había podido disfrutar de la observancia más rigurosa en los recónditos eremitorios de El Castañar y La Salceda. Pero cuando la Reina Católica le sacó de tales dulzuras para hacerle su confesor y más tarde arzobispo de Toledo, sabía que en ello estaba la voluntad de Dios, que siempre acierta a escribir derecho con renglones torcidos. Le arguyó que muchos caballeros, de los más principales del reino, se disputarían el ser gobernadores del castillo de Tordesillas, porque siempre se saca provecho cuando se anda cerca de las majestades, por eso buscaba un caballero que sirviera a la reina sin buscar otro provecho que el de agradar a Dios. Y acabó por confesarle que él nunca acertaba en el trato con doña Juana y aun antes de tener la cabeza tan perdida, bastaba que ella dijera blanco, para que a él le pareciera negro. También le dijo que se temía no haber estado muy acertado en la propuesta de matrimonio que le hiciera el rey Enrique VII de Inglaterra, que a saber si no hubiera sido otra la suerte de doña Juana de haberse marchado a reinar a Inglaterra, en lugar de quedarse encerrada en Tordesillas. Se acusaba de no haber sido diligente en este asunto y haber puesto poco de su parte en llevarlo a buen término. Y concluyó diciéndole que al punto que habían llegado, convencido como estaba de que ya el mal de su cabeza no tenía remedio, el único servicio que podía prestar a su majestad era poner cerca de ella a quien la tratara con cariño y tuviera mucha paciencia en soportar sus arrebatos, como expresamente le había pedido el Rey Católico en su lecho de muerte.