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Este Sauvage, de cuyo comportamiento se duele el cronista Brancafort, fue el más odiado de los tres cancilleres de los que se servía el rey don Carlos, aunque por fortuna fue el primero en fallecer, el 7 de junio del 1518, y su muerte muy celebrada en Castilla, excepto por Bartolomé de Las Casas, que le tenía por un humanista muy preocupado por la suerte de los indios de las islas y de la Tierra Firme.
Henne, cronista de la época, comenta que si bien le preocupaban los indios, más le preocupaban sus parientes, a los que se dedicó a colocar en los empleos más relevantes de la administración del reino, bien de favor, bien por precio, alzándose con una fortuna de medio millón de ducados en poco más de un año.
Chièvres no le fue a la zaga y se hizo cargo de la Hacienda, lo que le permitía manejar todos los dineros de Castilla, incluidos los que ya llegaban de las indias en cantidades no despreciables. Desde tan favorable posición consiguió del rey don Carlos el nombramiento de su sobrino, Guillermo de Croy, de diecisiete años, residente en Bruselas, como arzobispo de Toledo, sede del primado de España, y que había sido ocupada hasta su fallecimiento por el glorioso cardenal Cisneros.
Los nobles castellanos difícilmente podían soportar semejante humillación y en las Cortes que se celebraron en la primavera del 1518, en Valladolid, dijeron que no reconocerían a don Carlos como rey de España a menos que se comprometiera a no conceder más cargos públicos a los extranjeros. El orador por parte de los nobles castellanos era un joven caballero, muy impetuoso, a quien Sauvage replicó diciéndole que tener a los flamencos por extranjeros era tachar de extranjero al mismo rey don Carlos, lo que significaba delito de alta traición castigado con la horca y la consiguiente confiscación de bienes, por lo que le exigió que allí mismo se retractara si no quería caer en manos del verdugo. No se retractó el joven caballero y en señal de desafío puso la mano sobre la empuñadura de su espada. A punto estaba de producirse el motín con voces de unos y de otros, cuando el rey, aconsejado por el más prudente de sus cancilleres, el cardenal Adriano, prometió que no se nombrarían más extranjeros para cargos principales, lo que sólo cumplió en parte.
Cedió don Carlos porque andaba muy apurado con su nombramiento como emperador de Alemania, para cuya consumación necesitaba los dineros castellanos. La sede imperial, vacante por el fallecimiento de Maximiliano, se la disputaron el rey de Francia,
Francisco I, el de Inglaterra, Enrique VIII, y el rey don Carlos, con más títulos que los anteriores por su pertenencia a la Casa de Austria y por una razón más principal: fue quien logró comprar el voto de los electores empeñándose en la exorbitante cifra de ochocientos mil florines que obtuvo de los banqueros Fugger y Weiser.
Camino de Valencia, ante cuyas Cortes había de jurar como rey, recibió la noticia de su elección y tornando grupas se dirigió hacia La Coruña a fin de embarcar camino de Flandes para ceñirse la corona imperial. Con las arcas exhaustas por tantos dispendios no le quedó más remedio que convocar Cortes en Santiago a fin de recaudar fondos que le permitieran emprender el viaje con la dignidad que exigía su nueva realeza. Estas Cortes, y las que a continuación hubo de convocar en La Coruña, fueron muy alborotadas ya que los nobles se resistían a sufragar un viaje que les dejaba sin rey, máxime cuando era para coronarse emperador de Alemania y mucho se temían que eso acarrearía atender a sus nuevos intereses, con menosprecio de los españoles.
Para conseguir la subvención el emperador les aseguró que tan pronto dejara arreglados sus negocios en Alemania retornaría a España, y les volvió a pro meter que todos los altos cargos serían ocupados por españoles.
Por fin, en medio del malestar general, levó anclas la flota imperial camino de Flandes y con gran asombro de todos se supo que su majestad, en contra de lo prometido, dejaba como regente del reino durante su ausencia al cardenal Adriano de Utrecht. Y ése fue el pretexto que sirvió para que las ciudades castellanas de la cuenca del Duero se alzaran en armas en la rebelión conocida como de los comuneros, pues comunidades eran las que querían librarse de un poder real arbitrario, que nombraba a extranjeros para los altos cargos y sólo se preocupaba de sacar dineros de los reinos españoles para malgastarlos en recónditos lugares de Europa, en los que nada se les había perdido a los castellanos.
Las primeras algaradas tuvieron lugar en Segovia, donde fue asesinado el procurador en Cortes, Rodrigo de Tordesillas, por considerarlo representante del denostado poder real. Pronto se unió a la rebelión la ciudad de Toledo, cuyo regidor, Juan de Padilla, proclamó a la ciudad como comunidad independiente del poder central y opuesta al regente Adriano de Utrecht. A este movimiento se fueron adhiriendo a lo largo del verano del 1520 las ciudades de Zamora, Guadalajara, Soria, Valladolid, León,. Toro, Madrid, Ávila, Burgos, Palencia, y fuera de la cuenca del Duero, Cáceres, Badajoz, Sevilla, Jaén, Úbeda y Baeza. Los que hacían cabezas de este alzamiento eran en su mayoría hidalgos y burgueses del patriciado urbano que se enfrentaban a la realeza, pero también a la nobleza que prosperaba a la sombra de la Corona, con merma de las libertades y derechos de los pueblos.
De ahí que la nobleza se mantuviera indecisa, sin tomar partido, y más indeciso aún el cardenal Adriano, que desbordado por los acontecimientos se limitó a enviar correos a Aquisgrán pidiendo instrucciones al emperador, sin que recibiera respuesta, ocupado como estaba su majestad con las ceremonias de su coronación, y con otro problema no menos grave con el que se encontró en Alemania: el cisma religioso motivado por la doctrina de Lutero que tanta trascendencia política había de tener.
El 29 de julio del 1520, reunidas todas las ciudades rebeldes en Ávila, se constituyeron en junta Santa, declararon como única soberana legítima de Castilla a la reina doña Juana, y emprendieron la marcha sobre Tordesillas, que mal defendida pronto cayó en poder de los alzados. Este triunfo produjo una gran conmoción en todo el reino, máxime cuando se supo que la reina doña Juana aprobaba la conducta de los comuneros y les ofrecía su apoyo. Todos los cronistas de la época están acordes en considerar que fue el momento en el que más peligró la corona sobre las sienes de Carlos I.
Y en episodio tan relevante jugó un papel no despreciable Flaviano de Bergenroth, que seguía con el pío de ser nombrado alcaide de la plaza para así poder casar con Gertrudis Verccelli, que continuaba de doncella de confianza de la reina, aunque había perdido la doncellez por culpa de los amores ya relatados.
En el tiempo que medió entre el cese del caballero Hernán Duque y la toma de posesión del marqués de Denia, la administración del castillo estuvo a cargo de un gentilhombre pacífico y descuidado, cuyas únicas preocupaciones -salvada la salud de su regia confinada- eran la cetrería y la buena mesa; gustaba de hacer pruebas con los viñedos de la región y se jactaba de conseguir caldos mejores que los franceses. No ostentaba título de gobernador, ni de alcaide, sólo el de administrador, y estaba deseando cesar en él pues era propietario de hermosas fincas en Medina del Campo y se le daba poco de enredos y medros políticos. En lo que al cuidado de la reina se refiere le dejaba hacer a la Gertrudis Verccelli y, a su amparo, también enredaba Flaviano, confiado en el nombramiento de alcaide que le prometiera el señor de Chièvres y que no acababa de llegar.
En esta confianza vivía la pareja de enamorados, tomándose más libertades de las debidas de manera que en la primavera del 1520 resultó embarazada. Al mismo tiempo llegó el nombramiento del marqués de Denia sumiendo primero en el desconcierto, y luego en la desesperación al joven Flaviano, que se desplazó a la corte de Valladolid para pedirle cuentas al señor de Chièvres, sin conseguir ser recibido por él; después de mucho insistir, rogar y hasta amenazar, consiguió que un secretario suyo le prometiera gestionar cerca del cardenal Adriano el puesto tan anhelado, u otro semejante, pero de paso le recordó la bolsa con ducados de oro que había recibido por sus servicios.
La desolación de los enamorados no tuvo límites y la Gertrudis Verccelli dijo que por nada de este mundo quisiera que su señora, que en tanto la tenía, se ente rara del mal paso que había dado y que cuando no pudiera disimular su gravidez se apartaría de su servicio, para ocultar su deshonra.
Flaviano, con un desprendimiento que poco tenía que ver con el joven libertino que había sido, le propuso renunciar a medrar en la corte y marchar a las Indias aunque fuera en un puesto inferior al que por linaje le correspondía. Manifestóse indecisa la joven, haciéndole ver que conforme a las reglas imperantes una doncella de la reina no podía contraer matrimonio sin su anuencia, y que en ningún caso la concedería doña Juana si era para abandonarla. Insistió Flaviano proponiéndole casarse en secreto, y le brindó un prelado amigo que lo haría con gusto a la vista del problema de conciencia que tenían; andaba Gertrudis dudosa entre suspiros y dengues propios de una embarazada, cuando les llegó la noticia de que en la junta de Ávila los comuneros habían declarado como soberana de Castilla a la reina doña Juana.
«Sea por doña Juana de una vez por todas -determinó Flaviano de Bergenroth- y paguen su traición quienes tan poco honor hacen a su palabra.»
Sintiéndose traicionado por el señor de Chièvres y su camarilla de flamencos, no dudó en probar fortuna con el bando de los comuneros, y con la diligencia y habilidad que ponía en estos enredos se presentó en el campamento rebelde, que ya iba camino de Tordesillas. El recelo con el que fue recibido por los alzados, por su condición de hijo de flamenco, pronto se disipó cuando se confesó bastardo y postergado de puestos y sinecuras de la corte, ya que en circunstancias no muy diferentes se encontraban muchos de los alzados, segundones e hidalgos pobres que se sentían asfixiados por los poderosos con el rey a la cabeza.
Cuando se supo lo cerca que se movía de la reina fue recibido por el mismo Juan de Padilla, hombre de carácter noble y apasionado que había prometido a los sublevados conseguir la libertad para las comunidades, o perder la vida en el empeño, y en esto último cumplió lo prometido.
Fue Flaviano de Bergenroth quien le informó de las fuerzas que componían la guarnición de Tordesillas y el mejor modo de hacerse con la plaza sin excesivo derramamiento de sangre. Y, como ocurriera dos años antes con el señor de Chièvres, don Juan de Padilla le preguntó por la salud de la reina, y en esta ocasión Bergenroth contestó conforme a sus conveniencias, que eran también las de los comuneros:
«En cuanto a la salud del cuerpo más notable no puede ser, bien cuidada como está por su dama de confianza Gertrudis Verccelli, y en cuanto a la del alma tiene días de tristeza, pero ¿qué mujer no los tendría, abandonada de sus hijos y traicionada por su primogénito que dice reinar en su nombre y todo lo hace a sus espaldas con menosprecio de su realeza?»
Y del modo más favorable a sus intereses le detalló el mal trato que había recibido la reina del mosén Luis Ferrer, por orden del Rey Católico, y la crueldad de su hijo Carlos, que le arrebató el único consuelo que le quedaba, la princesa Catalina, y cómo se había sosegado cuando no les quedó más remedio que devolvérsela, y los años tan felices que había pasado cuando había estado rodeada de amor, bien del caballero Hernán Duque, bien de su doncella Gertrudis, y el temor que tenían de que el nuevo gobernador, el altivo marqués de Denia, volviera a las andadas y endureciera el encierro hasta hacerla enloquecer.
«¿Entonces -le preguntó Juan de Padilla- vos creéis que está para gobernar?
»¿Es que acaso -le respondió cautamente el Flaviano- no gobiernan sus majestades por el acierto que tienen en nombrar a sus ministros? ¿Y pensáis que nuestra señora ha de estar más desacertada que su hijo, que ha venido rodeado de ladrones aunque me duela reconocerlo en la parte que me toca, por la sangre que corre por mis venas?»
No podían ser más del agrado del caudillo comunero semejantes declaraciones y, por ser costumbre de la época concertar intereses sin olvidar el provecho personal, le preguntó a Flaviano cuáles eran sus pretensiones, a lo que éste con la misma sinceridad le contestó que la primera de todas era la de cesar al marqués de Denia de su cargo, confirmar a Gertrudis Verccelli como dama principal y a él conferirle el grado que le correspondiera en el nuevo ejército de los comuneros, que entendía que por lo menos sería el de capitán, dado el arte que tenía en manejar la espada, y luego ya se vería.
Cumplieron ambos, fue cesado el marqués de Denia, pasó a mandar en el castillo la Gertrudis Verccelli, y se batió con gran valor en los campos de batalla el Flaviano de Bergenroth y, sin embargo, el alzamiento no prosperó porque no acertaron en lo más principal, que fue el tratamiento que habían de dar a doña Juana la Loca.
La reina estaba en una estación de altibajos, pero sin llegar a los arrebatos de tiempos pasados porque bien se cuidaba la Verccelli de evitarle lo que pudiera contrariarla. Su majestad, en los días buenos, reconocía su mal y acostumbraba a decir: «Si yo fuera vihuela que difícil sería de templar.» También en esos días se admiraba de que su hijo Carlos no fuera a visitarla para darle cuenta del gobierno del reino que le había confiado. Pero cuando le dijeron que había sido elegido emperador de Alemania se tranquilizó y comprendió, como majestad que era, la obligación que tenía su hijo de hacerse con corona tan importante. De su padre el Rey Católico parecía haberse olvidado y para nada le mentaba.
Del alzamiento de los comuneros no le dieron cuenta hasta que se presentaron a las puertas de Tordesillas y el marqués de Denia fue obligado a abandonar el cargo. La entrada de Flaviano, con las insignias de capitán, gozando de la confianza de Juan de Padilla y encargado de preparar a la reina, fue del todo triunfal.
Los comuneros habían hecho el recorrido desde Ávila hasta Tordesillas en medio del fervor popular, sin encontrar apenas resistencia ya que los concejos habían logrado reunir una milicia de quince mil hombres, mientras que los nobles justo habían alcanzado los cuatro mil, muy desorganizados puesto que sus mandos no estaban de acuerdo en lo que había de hacerse. El cardenal Adriano, el menos animoso de todos ellos, se inclinaba por claudicar ante las ciudades rebeldes; el almirante de Castilla abogaba por una negociación que terminara en reconciliación; y el único que quería la acción resuelta y el castigo era don Íñigo de Velasco, condestable de Castilla, que no encontraba el respaldo suficiente para llevarlo a cabo.
En medio de esas disensiones fue cuando tuvo lugar la toma de Tordesillas con Flaviano de Bergenroth a la cabeza, quien manifestó a su enamorada que ya no se conformaba con la gobernación del castillo puesto que podía aspirar a un generalato y a un título de nobleza que su majestad la reina habría de concederle por el servicio que le iban a prestar.
Como en la anterior ocasión, fue también Gertrudis Verccelli la encargada de informar a la reina de lo que estaba sucediendo y lo que se esperaba de ella, puesto que los comuneros la habían reconocido como única y legítima soberana de Castilla, a lo que doña Juana, en presencia de don Juan de Padilla, del obispo Acuña y de don Pedro Lasso de la Vega, manifestó con gran serenidad:
«Si me habéis reconocido como reina, no habéis hecho más que lo que debéis. ¿O es que acaso no lo soy?»
Excúsase decir el contento con que los reunidos recibieron semejante declaración y más aún cuando puntualizó que si bien había otorgado poderes a su hijo Carlos, al estar éste ausente y no poder hacerse cargo del gobierno del reino, los poderes habían de retornar a su fuente, que no podía ser otra que la que los concedió.
De tales declaraciones se hicieron comunicados que se repartieron por todas las ciudades alzadas, en las que se celebraron festejos, porque entendían que contar con la reina era liberarse de la tiranía extranjera representada por el rey Carlos y su corte de flamencos. En la cumbre de su triunfo y soñando Juan de Padilla con que toda España estaba a sus pies -en Valencia y Mallorca se había producido un levantamiento similar llamado de las Germanías- no se conformó con lo manifestado de palabra por la reina y quiso que constara por escrito y con su firma, para que por todo el reino circulara la noticia de quiénes eran los que gozaban de la confianza de la única soberana legítima. Y con gran desesperación de Flaviano de Bergenroth, que bien les advertía que la reina no había de firmar, se empeñaron en esta pretensión el obispo Acuña y el general Lasso de la Vega que junto con Padilla eran los de más ascendiente en el movimiento de las comunidades. El obispo y el general fueron los únicos nobles que se unieron a los sublevados y lo hicieron por rencillas personales con el Consejo de Grandes de España.
Flaviano de Bergenroth les recordó que el señor de Chièvres se había salido con la suya, conformándose en recoger ante escribano las declaraciones de su majestad, y que otro tanto debían hacer ellos, puesto que la reina había prometido a su difunto esposo no firmar y en ese punto no cedía.
Pero los comuneros, comerciantes y funcionarios la mayoría de ellos, se mostraron menos duchos que los nobles en los enredos de la política y se pusieron muy ternes con el asunto de la firma y hasta proclamaron a los cuatro vientos que la reina firmaría una pragmática para que no quedara duda de la legitimidad del movimiento comunero.
El tiempo pasaba, la reina no firmaba, y las tropas reales se iban ordenando y disponiéndose a la lucha, perdiendo así la ventaja inicial que habían tomado los comuneros. La inactividad no benefició a las milicias concejiles que comenzaron a practicar las mañas propias de los soldados en guerra, entre otras la rapiña, porque las soldadas no llegaban a tiempo ya que las ciudades alzadas mostraban su descontento por los gastos crecientes de la guerra, que exigían nuevos impuestos para sufragarlos.
En medio de estas incertidumbres el cardenal Adriano dirigió un escrito al emperador advirtiéndole que, en el caso de que la reina firmase el documento que le solicitaban los comuneros, podía dar por terminado su reinado en España. En esta ocasión el emperador, mejor aconsejado, reaccionó oportunamente y nombró como regentes a los dos títulos más relevantes de Castilla, al condestable y al almirante. Así comenzó a dar cumplimiento a su promesa de nombrar a castellanos para los más altos cargos del reino, y los demás nobles, pensando que a ellos también les llegaría su turno, se aglutinaron en torno al condestable, cuya primera medida fue tomar el camino de Tordesillas para hacerse con la villa que hacía cabeza del reino, por residir en ella la reina.
Flaviano de Bergenroth, viendo que se le escapaba el sueño que había tenido al alcance de la mano, mantuvo una acalorada disputa con Juan de Padilla, en la que según cuenta un cronista anónimo le dijo:
«"¿Queréis una firma de la reina? Pues por los clavos de Cristo os aseguro que la tendréis." "¿Cómo ha de ser eso? -le replicó el capitán general-. ¿Es que acaso pensáis darla tormento?" "De ningún modo pondría yo las manos sobre nuestra señora -le contestó Bergenroth-, y de poco serviría hecha como está a sufrir." Y ante la insistencia del capitán general, el Bergenroth se comprometió a fingir una firma de la reina en todo igual a la que figuraba en los documentos, antes de casar con don Felipe el Hermoso. Don Juan de Padilla se admiró ante tanto atrevimiento y dijo que no se conocía en el mundo entero quien se atreviera a tanto. Pero no hizo mala cara a la propuesta, aunque argüía que la reina podría negar que aquella firma fuera la suya, a lo que Bergenroth replicó: "La reina no firma, pero tampoco afirma ni niega, ni le daremos oportunidad para esto último si tenemos el castillo bien guardado como ha estado hasta ahora." El capitán general quedó convencido y lo puso en conocimiento del obispo Acuña, para que el prelado diese también su conformidad y así salvar su conciencia. Pero este prelado, que en otros órdenes de la vida era muy ligero, en éste se mostró en exceso escrupuloso diciendo que robar la firma a otra persona era como robarle el alma, y que los que tal hicieran merecerían caer en manos del verdugo en esta vida, y en la condenación eterna en la otra.
»Y por culpa de este prelado -concluye el cronista, que por la forma de expresarse ya se ve de parte de quién estaba- no llegó a buen término la justa causa de los comuneros, ni él se libró del verdugo pues fue de los que ordenó degollar el emperador cuando regresó a Castilla. En cuanto a su condenación en la otra vida tampoco está claro que se salvara de ella, pues fue de los que luchó hasta el final y por su culpa muchos inocentes perdieron la vida. A este prelado se le daba más de una firma, que de tantas madres como quedaron sin sus hijos, y tantas esposas sin sus maridos.»
De todo este enredo salió muy mal parada doña Juana, por la presión que le hacían unos y otros, y para colmo un mal día se le ocurrió preguntar por su padre, de quien parecía haberse olvidado, y Gertrudis no se encontró con fuerzas para seguir mintiéndole y le confesó la verdad. La reina se quedó sumida en un pasmo del que sólo salía para decir que habían de celebrar funerales por su alma, y algunas noches soñaba que su padre le pedía cuentas desde los infiernos, o como mucho desde el purgatorio, por haber descuidado durante tanto tiempo las exequias.
Comenzó a desvariar como en tiempos pasados, y los jefes comuneros, pensando que en tales circunstancias ya no podían servirse de ella, abandonaron la villa de Tordesillas, acosados por los realistas, y decidieron retirarse hacia la ciudad de Toro, plaza bien amurallada, para hacerse fuertes en ella.
Esto sucedía en la primavera del 1521, que fue muy lluviosa, y por el camino les sorprendieron tormentas y riadas, que embarraron aquellas llanuras dificultando la marcha de los infantes y obligándoles a abandonar parte de la artillería. Del ejército de quince mil hombres, sólo les quedaban a los comuneros poco más de cuatro mil, que también fueron desertando según se sentían cercados por las tropas reales. Por eso cuando llegó la jornada definitiva, la del 23 de abril del 1521, festividad de san Jorge, en los campos de Villalar, los primeros sorprendidos fueron los jinetes de la caballería real que apenas encontraron resistencia en los rebeldes, cuyas tropas se dieron a la desbandada.
Sólo los tres jefes comuneros más heroicos, Padilla, Juan Bravo y Maldonado, lucharon hasta el final, espada en mano, y junto a ellos Flaviano de Bergenroth, que en la desesperación ante tanta adversidad deseaba morir con un honor del que tan poco aprecio hiciera en su vida pasada. Hechos presos y sin necesidad de juicio, fueron degollados en la plaza pública de Villalar los tres citados jefes, que afrontaron la muerte gallardamente dando vivas a la libertad, y sin querer pedir perdón a su majestad el emperador, aunque eso pudiera significarles el descuartizamiento en lugar del tajo. Pero el capitán general de los realistas, por no enconar más las cosas, consintió en que los degollaran tan sólo.
Flaviano de Bergenroth, bien porque no fuera considerado jefe de la rebelión, bien por la admiración que causara, incluso entre sus enemigos, su destreza y coraje en el manejo de la espada, no fue ejecutado en aquella ocasión, sino confinado junto a otros trescientos comuneros, en espera de lo que el emperador dispusiera. Pero un flamenco que militaba en las filas realistas, pariente suyo, sabiendo cuán pocas esperanzas tenía de salir con vida quien tanto había urdido en contra de los intereses imperiales, le facilitó aquella misma noche la huida, lo que no le resultó difícil dado el desorden que reina en los campamentos después de las batallas.
Consiguió alcanzar la ciudad de Toledo, la única que no se rindió al emperador después de la derrota de Villalar, y en la que seguía enarbolando la bandera comunera María de Pacheco, viuda de Padilla, mujer muy brava, amén de dolorida por la suerte que había corrido su marido, que recibió con agrado a Flaviano de Bergenroth, de cuyo valor se hacían lenguas las gentes.
Esta María de Pacheco resultó más sesuda que su marido y consciente de que no podrían hacer frente a las tropas reales que estaban en trance de aumentarse con tres mil lansquenetes alemanes a punto de llegar a España, con el emperador a su cabeza, sólo trató de hacerse fuerte en plaza tan bien amurallada como Toledo, para desde ella negociar una rendición honrosa. A tal fin, y con ayuda de letrados, preparó un memorial para hacerlo llegar a su majestad, muy moderado, en el que se reconocía el derecho del rey Carlos al trono de Castilla, y sólo le pedían reformas muy discretas, de orden económico, muy convenientes para el buen gobierno de los pueblos.
Durante cerca de un año estuvo la ciudad de Toledo sitiada por las tropas del rey, muy bien defendida por los sitiados que habían logrado concentrar en sus murallas el grueso de la artillería que no se perdió en la batalla de Villalar. Cada atardecer la María de Pacheco, en persona, discurría por las murallas y se mostraba en las torres almenadas del castillo arengando a los defensores, siempre en nombre de las libertades. Era mujer de hermosa figura y de verbo muy cálido, que sabía decir las cosas con mucho fundamento y les hacía discurrir a los sitiados que estaban luchando, no contra el emperador, sino contra quienes le aconsejaban mal y no le hacían ver que las libertades que pedían redundarían en provecho de la Corona. junto a ella se mostraba siempre Flaviano de Bergenroth, a quien había nombrado su alférez con mando sobre la infantería.
La ciudad de Toledo, hecha a resistir durante siglos las embestidas de los árabes, estaba preparada para soportar un sitio de semejante naturaleza durante lustros, y al cabo el emperador hubiera consentido en lo que le pedían, si no se hubieran producido disensiones internas que propiciaron la entrada de las fuerzas del rey.
Según el cronista anónimo al que antes nos hemos referido, la culpa la tuvo el obispo Acuña, que fue de los que también encontró refugio en la plaza sitiada. «Pero en lugar de conformarse con ser uno más entre los sitiados -cuenta el cronista- quiso alzarse con el mando y eso no podía ser estando la María de Pacheco, que tenía más títulos y más gracia para hacerse obedecer de las tropas. Más le hubiera valido a ese prelado ocuparse de su diócesis de Zamora, que la tenía del todo abandonada, en lugar de meterse en guerras en las que nada se les ha perdido a quienes visten el traje talar, salvados los remedios a enfermos y moribundos.»
Sin que se conozcan exactamente las causas, el 20 de febrero del 1522 se produjo un motín en el interior de la ciudad, que fue aprovechado por los sitiadores para hacerse con la plaza. Doña María de Pacheco logró huir y refugiarse en Portugal y otro tanto hizo el obispo Acuña, aunque no estuvo tan prudente como la viuda de Padilla, y al cabo de unos meses, como siguiera enredando por tierras de, Castilla, fue hecho prisionero y ejecutado por orden del emperador.
Entre el motín y la rendición de la plaza mediaron dos días, que aprovecharon otros jefes comuneros para huir también, de manera que cuando entraron las fuerzas reales la autoridad militar de mayor graduación era el alférez Flaviano de Bergenroth, quien se sintió muy orgulloso de entregar su espada, ensangrentada hasta la empuñadura, al condestable de Castilla, aun consciente de que en eso le iba la vida. Vencedores absolutos los nobles, no tuvieron prisa en ejecutar las sentencias, lo que dio tiempo a que la noticia llegara al castillo de Tordesillas y se enterara la Gertrudis Verccelli de la suerte que le esperaba a su enamorado.
Como era de temer, la situación de la infeliz reina había empeorado notablemente después de la derrota de los comuneros, y hay quienes sostienen que de no ser tenida por loca, hubiera merecido la muerte como reo de alta traición por hacer causa común con los enemigos del emperador. No sería la primera vez en la historia de las realezas que un hijo consintiera en la muerte de su madre por el bien de la Corona, pero en esta ocasión el rey don Carlos para nada quiso oír hablar de ello e insistió en que se le guardaran las consideraciones debidas a su majestad, y él mismo hasta su muerte siguió firmando en su nombre y en el de su madre la reina doña Juana.
Pero el marqués de Denia, que infamemente había sido expulsado del castillo por los comuneros con anuencia de la reina, volvió con ánimo de revancha y la primera disposición fue cesar en su cargo de dama de confianza a la Gertrudis Verccelli, aunque no se atrevió a echarla del palacio por temor a la reacción de la reina. Como consecuencia de tantos disgustos, o porque así lo tenía dispuesto natura, Gertrudis perdió la criatura que llevaba en su seno, sin que conste cómo se las arregló para salir de tan amargo trance sin que se enterara la reina.
Lo que sí consta es que el marqués venía decidido a asentarse en el castillo hasta su muerte, como así fue, y se trajo consigo a toda la familia, ocupando el ala principal del castillo y relegando a la reina y a su disminuida corte a las partes más oscuras. A su esposa, la marquesa, le encomendó lo relativo al cuidado personal de doña Juana, arduo trabajo cuando la reina estaba de malas, lo que en circunstancias tan adversas sucedía los más de los días. Esta marquesa, mucho más joven que su marido, y de carácter tímido y apocado, pronto se tuvo que apoyar en la Verccelli para poder hacer carrera de su majestad y así nació una amistad entre ambas mujeres, y puede que fuera la marquesa quien la ayudara cuando perdió a la criatura.
Informada Gertrudis de la rendición de Toledo y de que la vida de su amado dependía de la gracia del emperador, en su dolor no dudó en echarse a los pies de la reina y suplicarle por la vida de Flaviano. Educada doña Juana para ser majestad y disponer, por tanto, sobre la vida y la muerte de sus súbditos, no le sorprendían estas peticiones y razonaba sobre ellas mejor que cuando se le planteaban cuestiones de la vida ordinaria como, por ejemplo, las relacionadas con su aseo personal.
«¿Es que acaso pensáis casaros con él y abandonar mi servicio?», le preguntó doña Juana en esta ocasión.
A lo que la dama replicó que sólo pretendía salvar su vida, y que aunque desterrado tuviera que marchar a las indias, ella seguiría a su servicio hasta el fin de sus días.
Y entonces se produjo uno de los hechos más sorprendentes de la vida de doña Juana la Loca. Se hizo traer recado de escribir y de su puño redactó y firmó un escrito por el que otorgaba la gracia de la vida a Flaviano de Bergenroth. Eso se lo había visto hacer a la Reina Católica en más de una ocasión y ella lo repitió con la misma desenvoltura y majestad que su egregia madre. Era el primer documento que firmaba desde 1506, año en el que vino por segunda vez a España, y ya nunca volvió a firmar ninguno más.
Le faltó tiempo a la Gertrudis Verccelli para ordenar un carruaje y sin dar descanso a los caballos, cambiando de postas cada seis leguas, se presentó en la ciudad de Toledo, logrando ser recibida por el gobernador al invocar que traía un escrito de su majestad. El gobernador era don Diego Martínez de Escosura, militar muy aguerrido, que alcanzaría notoria fama en los tercios de Flandes años más tarde. En aquella época era un joven noble, muy disciplinado y adicto al emperador, que no sabía qué hacer con el papel que le presentaba aquella suplicante dama, por lo que requirió el consejo de los principales de la villa.
Don Carlos había ya cruzado la frontera de España, con la corona imperial ceñida sobre las sienes, y con los famosos tres mil lansquenetes y su par que de artillería, para avalar cuanto dijera y dispusiera. No era de temperamento cruel Carlos I, pero entendía que los sublevados merecían un escarmiento para evitar que se repitieran tales alzamientos y tomaran nota de ello los de las germanías levantinas, que todavía andaban arriscados. El partido de la nobleza le encareció que supiera mostrarse clemente con los vencidos y el emperador accedió y de los trescientos comuneros sujetos a juicio, sólo mandó ejecutar a veinte y al resto perdonó la vida, aunque confiscándoles los bienes.
Entre esos veinte condenados se encontraba Flaviano de Bergenroth, a quien el emperador no quiso excluir del castigo merecido, no tanto porque estuviera al frente de la última guarnición rendida, sino porque no se entendiera que le hacía favor por ser hijo de flamenco.
El gobernador Martínez de Escosura se mostró muy misericordioso con Gertrudis Verccelli, consintiéndole el ver a su enamorado, pero nada pudo hacer por su vida, ya que el consejo de notables de la ciudad determinó la invalidez del documento de gracia, no porque la reina careciera de tal facultad, puesto que reina seguía siendo por disposición del emperador, sino porque a todas luces tenía que ser falsificado pues era sobradamente conocido que su majestad no firmaba documento alguno.
El cronista anónimo comenta este triste episodio en los siguientes términos:
«Si su majestad el emperador, que ya andaba por tierras de Valladolid, hubiera sabido de la existencia de este decreto de gracia firmado por su augusta madre, hubiera consentido en él, por no desdecirla y darle gusto en lo poco que podía, siempre que no afectara a su realeza. Pero los regentes de la ciudad de Toledo no quisieron molestarle por esa minucia y prefirieron descabezar a Bergenroth. A éste le perjudicó el que se había corrido la voz de su intento de falsificar la firma de la reina y pensaron que su prometida había hecho otro tanto por salvarle la vida. A la Gertrudis Verccelli no le pidieron cuentas por ello y la perdonaron como mujer enamorada, pero a Flaviano le cortaron la cabeza en la plaza mayor de Toledo; el alférez que tantas muestras de valor había dado en los campos de Villalar, y en las murallas de Toledo, no las dio menos ante el verdugo, poniendo la cabeza en el tajo con gran resignación, pero sin dar voces por las libertades como hicieran otros jefes comuneros que corrieron la misma suerte. Al alférez todo se le iba en suspirar por la mujer amada, lo cual es de admirar en quien cuando llegó muy joven a España, en el séquito de don Felipe el Hermoso, era de los más arrastrados, siempre a la flor del berro, en garitos y lupanares, y faltando a la mujer del prójimo, por lo que tuvo más de un duelo y en trance estuvo de ser desterrado de la corte. Pero morir murió como el más cumplido y enamorado de los caballeros.»
Francisco López de Gómara, ilustre cronista de indias, coetáneo de estos acontecimientos, entiende que la autoridad del emperador salió muy fortalecida con la derrota de los comuneros, pero que no por eso el sacrificio de los alzados fue baldío. Muchos de los flamencos que habían venido a España, como depredadores, se volvieron a su país al ver que peligraban sus vidas durante el apogeo del alzamiento de las comunidades, y ya nunca más volvieron, y eso que ganó nuestro país.
También cambiaron las disposiciones de ánimo del emperador Carlos V, que se dio a aprender el castellano y acabó hablándolo aunque siempre con un deje afrancesado. Hizo caso de algunos de los puntos que se contuvieran en el memorial que le dirigiera María de Pacheco, tanto en lo relativo a no abusar de los impuestos, como en el de casar con mujer de estirpe española, para que así todos los súbditos le tuvieran por más suyo. Efectivamente, casó con su prima Isabel, portuguesa de origen castellano, que fue muy buena administradora del reino durante las largas ausencias del emperador por tierras de Europa. A pesar de tantas ausencias acabó siendo más español que alemán, quiso que su primogénito y heredero Felipe II naciera en Valladolid, y él mismo para morir eligió el monasterio de Yuste, en tierras de Castilla.