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El 19 de diciembre del 1502 don Felipe el Hermoso atravesó la frontera francesa dejando a su esposa a dos meses de dar a luz. Fue una despedida tormentosa, según testigos de presente; el archiduque razonó a la princesa que en tan avanzado estado de gestación no convenía que emprendiera un largo viaje, a lo que doña Juana le replicó:
«¿Cómo así? No teníais tantos cuidados para con mi persona cuando me hicisteis viajar en el último mes del embarazo, de Gante a Bruselas, sólo por lucrar cinco mil florines. ¿Cual es el precio por el que me tenga que quedar aquí?».
El precio era que los Reyes Católicos, que a tan mal llevaban el que los príncipes herederos no quisieran quedarse en España, de ningún modo habían de con sentir que su hija pudiera dar a luz en territorio francés, por entender que donde nace un hombre allí tiene sus raíces, y por nada querían que las de su nieto fueran francesas. Tal era el empeño de sus Majestades Católicas en retener en Castilla a los archiduques, que don Felipe se temía que habían de hacerlo por la fuerza si se empeñaba en llevar consigo a su esposa. De ahí que recibiera con rubor el reproche de su regia esposa, pero en cuanto pudo tomó el camino de Francia por la frontera del Rosellón.
La locura no se hereda, dicen, pero sí las disposiciones para padecerla. Cuando doña Juana comenzó con estos desvaríos, pues desvarío era afear en público la conducta de su esposo y señor, no fueron pocos los que recordaran que su abuela, doña Isabel de Portugal, también había sufrido de este mal, pero nadie tomó medidas para que tales disposiciones no se fueran por el mal camino.
La Reina Católica ya comenzaba a padecer fiebres, preludio de una enfermedad que acabaría con su vida un año después. Y bien fuera porque previese su próximo fin, y deseara instruir como reina a la que estaba llamada a sucederle, bien porque su amor de madre se lo demandara, se valió de toda clase de argucias para retener en Castilla a su desventurada hija, y en eso parece que no acertó, pues lo único que consiguió fue que aquellas disposiciones larvadas para la locura se manifestaran en todo su rigor en la trágica noche del 10 de noviembre del 1503 en el castillo de la Mota, de Medina del Campo.
Con la soltura en ella habitual, doña Juana había dado a luz al futuro emperador, Fernando de Alemania, el 10 de marzo del 1503; era su segundo hijo varón, y el primero que nacía en España, por lo que el acontecimiento se festejó como se merecía. Pero se restableció con la celeridad acostumbrada y mostró deseos vehementes de regresar a Flandes para reunirse con su esposo y los tres hijos que habían quedado allí. Por mor de la leyenda de su «locura de amor», a los cronistas les dio por decir que su único pío era que no podía vivir sin los amores de su marido, y si bien es cierto que hay sobradas pruebas de que fue mujer en extremo apasionada, no lo es menos que también fue madre amorosa y cualquier mujer, en sus circunstancias, hubiera deseado lo mismo. Cierto, también, que era heredera de las coronas de Castilla y Aragón, pero se lo fiaban muy largo pues nada hacía suponer que por unas fiebrecillas habría de morir la reina, su madre" en tan breve plazo.
Admira que reina tan católica, como doña Isabel de Castilla, pusiera tanto empeño en separar lo que Dios había unido, dificultando el regreso de doña Juana junto a su esposo, aunque en este punto se entiende que más culpa tuvo don Fernando, que no podía consentir que a un tiempo estuvieran en tierras de su mayor enemigo, el rey francés, los dos herederos del reino con el peligro de que fueran tomados como rehenes. Esto lo decía porque don Felipe seguía por Lyon, negociando el famoso enlace real, y no se consideraba prudente que la princesa viajase por mar, por pronosticar los marineros vizcaínos que aquella primavera, según la luna, le tocaba estar muy arbolada.
La reina Isabel prometió a su hija que en cuanto llegaran las calmas del verano se organizaría el viaje por mar, pero llegó el verano y como la princesa no viera preparativo alguno para su viaje, sino sólo dilaciones, montó en cólera y a causa de ella, según los médicos reales, le entraron unas calenturas, y como único remedio se les ocurrió mandarla a tierras más frescas. Esto sucedía en Alcalá de Henares y madre e hija tuvieron un altercado de buenas proporciones y ahí fue cuando comenzaron a tacharla de loca, pues era impensable que estando en su sano juicio se atreviera a discutir lo que por su bien disponía la más sabia de las reinas.
Estos médicos reales eran los doctores Soto y De Juan quienes, si bien cuidaban de la salud de la princesa, más les preocupaba la de su madre, que ya declinaba, y a la que a raíz del altercado de Alcalá de Henares se le recrudecieron aquellas fiebres de mal agüero. Para evitar nuevos encuentros tormentosos entre madre e hija, aconsejaron que les convenía vivir separadas, y aquí sí que parece que medió engaño, pues el remedio fue confinar a la princesa en el castillo de la Mota, de Medina del Campo.
Como doña Juana dijera que no había de moverse de Alcalá de Henares, si no era para tomar el camino de Francia tras de su esposo, la Reina Católica hizo como que accedía y hasta mandó preparar todo el equipaje real que, en carros, tomó el camino de Fuenterrabía, por Burgos. Pero a la princesa se la llevaron de primeras a Segovia, como si fuera la etapa inicial del viaje, para ver si las frescuras de tan privilegiada ciudad le aliviaban el seso. Pero de nada sirvió, pues según pasaba el tiempo más se encrespaba el ánimo de doña Juana, y menos razón encontraba en tantas dilaciones. De allí se la llevaron al citado castillo de la Mota, prometiéndole que en cuanto hubiera tregua entre Francia y España, le organizarían el viaje por tierra, pues el verano se había pasado y con él las posibilidades de trasladarse por mar.
Como ya se ha anticipado, tregua hubo, que se firmó en los primeros días del mes de noviembre del 1503, pero cuidaron de ocultárselo a la princesa, y ahí sí que se equivocaron los que bien la querían, pero no acertaban en lo que le convenía. Había dispuesto la Reina Católica (que siguiendo el consejo de los doctores se había quedado en Segovia) que estuviera doña Juana muy atendida en todo, pero cuidando de que no le dieran noticias que la pudieran alterar, sin caer en la cuenta de que lo que más la alteraba era, precisamente, la falta de noticias, y el que la trataran como a una niña que no podía valerse por sí misma. ¿Cómo no había de alterarse, y hasta perder el juicio, si así era tratada quien venía de Flandes como reina, en todo obedecida y respetada, como correspondía a su majestad? Por contra, en Castilla seguía siendo tan sólo una princesa muy sujeta a la voluntad de una madre excelsa, pero autoritaria, que deseaba ahormarla a su gusto, para que pudiera sucederle en el trono en su día.
Pero doña Juana acabó por enterarse de lo de la tregua y fue cuando se desató en ella una cólera, con todos los visos de una locura que hasta entonces se había mantenido soterrada. Fue aquel mes de noviembre muy triste y lluvioso, sin otro entretenimiento para la princesa en el austero castillo de la Mota que los oficios religiosos que, por ser de difuntos como corresponde al mes de noviembre, la sumieron en una melancolía que la tenía postrada, durmiendo mal y comiendo peor.
Estas noticias llegaban a la corte, en Segovia, en la que se encontraba aquella doña Beatriz de Bobadilla, la que fuera doncella de la princesa en Flandes, y que tan agradecida le estaba por haberle permitido casar con quien quería, y no con un sobrino de Filiberto de Vere, como pretendía Felipe el Hermoso.
Esta dama, no pudiendo soportar la tristeza de señora a la que tanto debía, se trasladó por su cuenta al castillo de la Mota y puso al corriente a doña Juana de lo que sucedía y cómo estaba ya expedito el camino de Flandes, a través de Francia. Oírlo y dar un brinco todo fue uno y con la autoridad que le confería su condición de archiduquesa y soberana de Borgoña, dio órdenes por medio de correos para que los carros que con su equipaje esperaban en Fuenterrabía atravesaran la frontera. Y al mismo tiempo ordenó a sus criados y despenseros que empaquetasen sus enseres personales para partir al día siguiente.
Las órdenes en parte se cumplieron, y en parte no, pues muchos de los criados sabiendo que aquello no sería del gusto de la Reina Católica se mostraron remisos y ahí es cuando la princesa, tomando una fusta, azotó a algunos de ellos, lo cual tampoco era desusado en aquellos tiempos, entre señores y criados. Pero pronto llegó la noticia a Segovia, que distaba del castillo no más de cincuenta leguas, y la Reina Católica, que se hallaba postrada por las fiebres, comenzó a mandar a sus más altos dignatarios para que hicieran entrar en razón a la princesa. Primero envió a don Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Córdoba, que decían que tenía ascendiente sobre ella, pero de nada sirvió y lo mismo ocurrió con los siguientes enviados, entre ellos nada menos que el propio arzobispo de Toledo, el cardenal Jiménez de Cisneros. Difícilmente podían hacer entrar en razón a quien tenía la razón de querer reunirse con su esposo y sus hijos, aunque la defendiera con tan malos modos.
Viendo que «no entraba en razones», el obispo de Córdoba ordenó que sacasen del castillo todos los carruajes y caballerías, para que no pudiera servirse de ellos la enfurecida princesa. Ésta pareció calmarse, pero en lugar de amilanarse, le dijo al ilustre prelado:
«Si su majestad la Reina Católica no quiere que disponga de caballerías que no me pertenecen, está en su derecho; pero en mi persona no manda, pues si ella es reina de Castilla, yo lo soy de Flandes y de Borgoña, y aunque como hija me gustaría poder obedecerla en todo, como esposa me debo a mi rey y señor, y en su busca voy, aunque sea andando.»
Y dicho y hecho, y después de acicalarse como corresponde a una reina, más bien ligera de ropas para la estación, se encaminó hacia la poterna de salida, siendo tal la majestad de su figura, que nadie se atrevió a detenerla. Iba la tarde de caída, muy fría, y al obispo Fonseca se le ocurrió ordenar a la tropa que cerrase todas las barbacanas del castillo para que la princesa no pudiera salir al campo abierto. Era este Juan Rodríguez de Fonseca hombre de talento poco común para urdir intrigas en favor de sus señores naturales, los Reyes Católicos, quienes le pagaron nombrándole presidente del Consejo de indias, llegando a ser tan poderoso que se decía que su fortuna, por el negocio de las encomiendas allende los mares, llegó a superar a la de los Medinasidonia.
En esta intriga no estuvo acertado, pues una vez que la princesa había tomado la decisión de partir, su dignidad no le permitía darse la vuelta a la vista de los que estaban llamados a ser sus vasallos. Esto sucedía el 8 de noviembre del 1503, que cuentan que fue la noche más fría de aquel invierno, y cuando doña Juana se encontró las barbacanas cerradas se quedó en una de ellas, la que miraba hacia Francia, y no consintió en moverse de allí en toda la noche y todo el día siguiente. Hierática y con!a mirada perdida, pero sin ceder en un ápice de su dignidad, nadie se atrevió a ponerle la mano encima y, pese a las súplicas de la Beatriz de Bobadilla, no consintió ni siquiera en echarse una manta sobre los hombros. Con lo cual una vez más dio pruebas de su portentosa salud, pues los hielos de aquella noche eran como cuchillos para pulmones menos recios que los de aquella excepcional mujer.
Al segundo día accedió a retirarse de la barbacana, pero dijo que si no se le permitía usar de carros y caballerías, porque no eran suyos, tampoco le pertenecía aquel castillo y, por tanto, se quedó en un chamizo del cuerpo de guardia, con la sola compañía de Beatriz de Bobadilla, única persona a la que soportaba. Esta fidelísima dama recibió su castigo por entrometerse en los negocios reales, y fue desterrada de Castilla en compañía de su esposo, y de un hijo que ya tenían, pero con tanta fortuna que eligieron el otro lado del océano Atlántico para cumplir el castigo, siendo su marido uno de los que participó en la conquista de México, a las órdenes de Hernán Cortés, y llegó a ser virrey de las tierras descubiertas al sur de la Baja California.
La Reina Católica, contra la expresa prohibición de los médicos de cámara, emprendió el camino de Medina del Campo («en jornadas tan prietas que en nada convenían para mi apurada salud», como escribiría más tarde la misma reina al embajador Gómez de Fuensalida), para encontrarse con el cuadro más patético que imaginar pueda una madre.
Su hija más querida, la que estaba llamada a sucederla, calentándose en el mísero fuego de un chamizo del cuerpo de guardia, sucia y desarreglada como corresponde a quien ha descuidado su persona durante más de tres días. Los ojos duros, sin lágrimas, y la cerviz alzada como quien está más dispuesto a pedir cuentas que a rendirlas.
De lo que ocurriera en aquel amargo encuentro se sabe, con fundamento, lo que escribió la Reina Católica a su embajador en los Países Bajos, Gómez de Fuensalida, lamentándose de que su hija le habló «tan reciamente, con palabras de tanto desacato, y tan fuera de lo que una hija debe decir a su madre, que si yo no viera el estado en el que se encontraba, no se las sufriera de ninguna manera».
Y, sin tanto fundamento, se sabe también, quizá por la citada Beatriz de Bobadilla, que ciertamente no le habló como una hija a su madre, sino como una soberana a otra, y vino a decirle a su Majestad Católica que por haber consentido que su marido, el rey don Fernando, anduviera de un lado para otro, tenía ahora que soportar el que sus hijos bastardos se educaran en la corte y que ella no estaba dispuesta a que le ocurriera otro tanto, dejando a su regio esposo a su aire pues «el buey suelto bien se lame». Con lo cual la princesa no sólo agravió a su excelsa madre, sino que también afeó el comportamiento de su no menos augusto padre.
A raíz de aquella triste noche la reina Isabel ya no levantó cabeza; puede decirse que fue el último encuentro con su hija en este mundo, ya que justo un año después entregaba su alma a Dios en el mismo castillo de la Mota en el que padeciera tan acerva afrenta.
Doña Juana salió triunfante del empeño ya que su madre consintió en que emprendiera el viaje a Flandes. Pero había pagado tan alto precio para conseguirlo, que ya nunca fue la misma. Todavía le esperaban días de dicha y gozosa maternidad, pues llegó a tener dos hijos más, pero las sombras de la locura se cernían amenazadoras sobre criatura que podía haber sido más dichosa, de no haberse concitado sobre su testa coronada los intereses contrapuestos de todos los grandes de este mundo.
Salió doña Juana de Medina del Campo, camino de la rada de Laredo, donde tuvo que esperar dos meses para embarcar, por culpa del estado de la mar en el golfo de Vizcaya. Pero estando ya segura de su partida, se mostraba más sosegada, con un punto de melancolía que ya no había de abandonarla.
Cuando la princesa arribó a la tierra de Flandes en la primavera del 1504, tenía veinticinco años y llevaba año y medio separada de su marido. Pese a las penas padecidas y a ser, ya, madre de cuatro hijos, no había perdido un ápice de su natural belleza, ni de su aire juvenil, hasta el extremo que un cronista de la época escribió que más parecía una doncella que venía en busca de su prometido que una madre avezada en tener hijos.
Don Felipe la recibió con mucho gusto y hasta satisfecho de que hubiera recibido agravios en la corte castellana, pues cada vez sus intereses se separaban más de los de su suegro, el Rey Católico, por culpa del dichoso reino de Nápoles, que se lo disputaban todos a una, como si en tan hermosa ciudad estuviera el ombligo del mundo. Y cuando parecía que franceses, españoles y alemanes estaban de acuerdo en que este reino había de ser para don Felipe, al Rey Católico se le ocurrió, dicen que por mor de la justicia, restaurar en aquel trono a un tal don Fadrique, en su condición de hermano y heredero de don Ferrante II, legítimo rey de Nápoles. Don Felipe el Hermoso, dolido de que su suegro prefiriese dar Nápoles a un extraño antes que a él, montó en cólera, y aunque su esposa le daba la razón, más de un disgusto hubo en el matrimonio con este motivo, por el respeto reverencia¡ que doña Juana debía a su padre.
Acostumbrada la princesa doña Juana a los enredos de estado desde su más tierna infancia, pronto lograba superar estos «disgustillos» -así los denominaba ella misma-, pero no mostró las mismas disposiciones cuando almas caritativas se cuidaron de advertirle que su egregio esposo tenía una amante, de la que parecía en extremo prendado. No es que antes, como queda dicho, no le hubiera faltado don Felipe en lo que más podía dolerle, la fidelidad que le debía, pero siempre de manera disimulada; mas durante su ausencia lo había hecho con la ostentación propia de un rey francés, que tenían a gala el tener amantes a las que hacían favoritas. En esto se notó el fallecimiento del arzobispo de Besançon, que nunca le hubiera consentido a su señor tal menosprecio del legítimo connubio.
En aquellos presumidos amoríos de su augusto esposo siempre habían mediado mujeres de baja condición, a las que tan aficionados eran los nobles flamencos, según cuenta el cronista Raimundo de Brancafort; pero en esta ocasión don Felipe se encaprichó de una dama de la corte, de la que se sabe que era de buenas proporciones, piel muy blanca, en algunos puntos pecosa, y el cabello muy largo y rojizo. También consta que no era mujer de muchas luces, o por lo menos no acertó a saber con quién se las tenía, al ufanarse de ser la amante del rey.
De primeras doña Juana le pidió cuentas a su regio esposo, el cual negó toda relación con la dama, y hasta se comprometió a jurarlo sobre los Sagrados Evangelios. No quiso la princesa que llegara a tanto y se conformó con que «si algo había habido dejara de haberlo de ahí en adelante, pues allí estaba ella para complacer a su señor en todo lo que fuera preciso». Don Felipe, para corresponder a la comprensión de su esposa, se retrajo en el trato de la dama, con lo cual contentó a la una, pero disgustó a la otra, que se había acostumbrado a ser distinguida en la corte con el favor y el halago de las que, a su vez gozan, del favor del soberano.
Y un malhadado día, de manera ostensible, como quien hace gala de un secreto a voces para presumir de él, la despechada dama se escondió en el seno un billete que por las trazas podía pertenecer al archiduque, a la vista de su soberana, en el saloncito de costura, en el que era costumbre que la princesa bordara en compañía de sus damas. Era moneda corriente en la época el que circulasen billetes de amor entre las damas y los caballeros de la corte, y hasta existía un lenguaje dé convenido significado, según cómo se recibiera el billete y lo que se hiciera con él; desde el desdén que significaba el estrujarlo y tirarlo al suelo después de leerlo, o aun sin leerlo, hasta el guardarlo en partes íntimas, muy cerca del corazón, que es lo que hizo la dama de los cabellos de fuego. La princesa tenía días buenos y días malos y aquél fue uno de los peores.
Había un médico en la corte de Flandes de origen turco, pero converso al cristianismo, que se daba mucho arte con las hierbas y le hacía unos prepara dos a su soberana, con alcaloides opiáceos, que la dejaban muy sosegada y en la corte se decía: «Hoy nos espera un buen día con nuestra señora.» Pero el médico, cuyo nombre cristiano era Teodoro Leyden, no siempre acertaba y día había que la princesa se alteraba hasta con el vuelo de una mosca. Aquel día se alteró y motivos no le faltaron ante la necedad de la dama, que de tal manera provocaba a su soberana. Le pidió el billete y la requerida, como si le fuera la vida
en que no se supiera lo que en él estaba escrito, se lo tragó con grandes apuros, entre las risas de las otras damas de la corte que, como flamencas, eran muy dadas a los enredos de amor. Dicen que estas risas fueron las que desataron la ira de la princesa, que con las mismas tijeras que estaba cosiendo, se lanzó sobre la dama y tomándola por el cabello, del que se sentía tan orgullosa, comenzó a cortárselo sin que nadie se atreviera a detenerla. Y, por último, le dio un corte en la mejilla para que no olvidara el respeto que debía a su señora. (Esto del corte en la mejilla era costumbre que los señores lo hicieran con sus esclavos, cuando éstos eran de torcida condición.)
Enterarse don Felipe del suceso y montar en cólera todo fue uno y personándose en los aposentos privados de la princesa le reprochó vivamente su comporta miento, primero de palabra y a continuación de obra, pues puso su mano encima de su real esposa. Esto último lo resaltan todos los cronistas de la época, aunque el más minucioso de ellos, Raimundo de Brancafort, aclara que el golpear a las personas presas de histerismo era medicina corriente en aquellos tiempos, y el mismo Teodoro Leyden, con ocasión de algún arrebato de la princesa, le golpeó en las mejillas para que volviera a su ser, aunque siempre con el debido respeto.
Este Teodoro Leyden era quien mejor entendía a su señora y tanto con sus hierbas, como con sus consejos, le ayudó a recuperar el favor de su regio esposo, y prueba de ello es que de allí a poco quedó nuevamente en estado de buena esperanza, en esta ocasión de su hija María. A raíz del incidente del cuarto de costura la princesa había quedado muy postrada, como es habitual en los que padecen el mal de arrebatos, y en tales postraciones siempre le daba por lo mismo: descuidar su persona, tanto en el vestir, como en el aseo personal, y en el comer y en el dormir. El Teodoro Leyden, pese a decirse muy buen cristiano, era muy aficionado a las criadas moras que la princesa se había traído de España, las cuales como esclavas que eran, o habían sido, estaban muy hechas a las costumbres del harén y todo lo fiaban en los encantos personales para ganarse el favor de sus señores.
Por consejos de Leyden se puso en manos de las moras y le tomó gusto a sus acicalamientos, lo cual fue motivo de escándalo en la corte de Castilla, a donde llegaron noticias de que la princesa se bañaba todos los días, y algunos hasta dos veces. Habían de pasar muchos siglos antes de que los castellanos se aficionaran al baño, que lo consideraban costumbre mora que a nada bueno podía conducir; de ahí el asombro que produjo esa afición de la princesa y el que lo tomaran como actitud de persona que no está en su sano juicio.
De primeras no disgustó a don Felipe esta nueva disposición de su esposa, ya que más quería verla fresca y bien aromada, que no sucia y desaliñada. Pero como doña Juana se estuviera volviendo tan extremada en todo, se empeñó en que don Felipe también había de bañarse y acicalarse como ella, a lo cual el soberano se opuso como contrario a su dignidad real, y a tanto llegó la cosa que dijo que no había de dormir con la princesa en tanto no se desprendiera de aquellas esclavas moras que le estaban trastornando el seso. Por motivo tan banal las tuvieron muy sonadas, pues ninguno quería ceder, y don Felipe se consideró justificado para frecuentar otros lechos, puesto que le era negado el de su esposa, que apestaba a almizcle y a otros perfumes poco cristianos.