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CAPÍTULO VII

DOÑA JUANA, REINA DE CASTILLA

Cuando andaban en estos piques, que eran la comidilla de la corte, falleció del mal de hidropesía doña Isabel la Católica, el 26 de noviembre del 1504, tan bien dispuesta para el trance final que tenía ordenado desde dos semanas antes que en todos los conventos y monasterios del reino no pidieran por su vida, sino por su muerte que la tenía tan a la vista. En su testamento dispuso que su hija, doña Juana, debía ser proclamada, de inmediato, reina de Castilla, y desde ese día don Fernando el Católico dejó de usar el título de soberano de Castilla.

Cuenta Raimundo de Brancafort que doña Juana se quedó anonadada por la muerte de su madre; no menos anonadado se quedó su esposo, pero por otra razón bien distinta: en el testamento para nada le citaba su egregia suegra. No sólo no le citaba sino que disponía que para el caso de que doña Juana no quisiere o no pudiere entender de la gobernación de sus reinos, sería don Fernando el Católico el regente. Esto iba contra las normas dinásticas de Europa que, en tales casos, preveían la regencia del consorte varón, máxime estando llamado a ser cabeza de una casa reinante y padre del futuro rey de España.

A partir de ese momento se desató un terremoto de pasiones -en cuyo epicentro se encontraba la infeliz princesa- que hubiera hecho enloquecer al más cuerdo de los mortales. Su padre, don Fernando, había dejado de usar el título de rey de Castilla, que no le correspondía, pero pretendiendo gobernar como regente so pretexto de que su querida hija no estaba en su sano juicio. Por su parte, don Felipe se mostraba también conforme en lo de la insania de su no menos querida esposa, pero para gobernar, no como regente, sino á título de rey. Por contra, los nobles de Castilla, que habían visto muy mermados sus privilegios con los Reyes Católicos, por nada querían que se declarase loca a su nueva soberana, ya que confiaban en que siendo mujer, y no demasiado cuerda, les iría mejor que con su autoritario padre. A su vez, los aragoneses no se conformaban con que su señor fuese tan sólo regente del reino vecino, sino que le forzaban para que de una vez por todas se calzase la corona que tan al alcance de su mano le había dejado su egregia esposa. Y entre unos y otros, el rey de Francia echaba cuentas de qué era lo que más le convenía, si loca o cuerda, y otro tanto hacía el Papa de Roma, sin olvidarnos del rey de Inglaterra que, como consuegro de la fallecida reina, también tenía algo que decir.

En los meses que siguieron al fallecimiento de la Reina Católica se sucedió un vértigo de correos especiales que, a uña de caballo, recorrían la ruta que separaba Bruselas de Toledo, trayendo y llevando información y proponiendo arreglos que siempre terminaban en desarreglos. El pío de don Fernando era que su hija, la reina, le concediese de grado poderes para gobernar Castilla, y el de don Felipe el que nada se dispusiera hasta que él llegase a hacerse cargo del reino. Se sucedieron tal cúmulo de indignidades entre uno y otro, que haría falta más de un libro para contarlas. Ambos monarcas, así que prendían a un correo del otro, no se recataban de someterlo a tortura para sonsacarle las intenciones de su señor. El más sonado fue el prendimiento de un tal Lope de Conchillos, secretario del ya citado obispo de Córdoba, Juan Rodríguez de Fonseca, que se presentó en la corte de Bruselas, como muy adicto a la causa de don Felipe, cuando a lo que venía era a sacarle la firma de los poderes a doña Juana. A punto estaba de conseguirlo, cuando don Felipe receló de él y ordenó que le sometieran a tal tormento, que quedó contrahecho para el resto de sus días. Contrahecho, pero muy rico, pues el Rey Católico, para pagarle el buen servicio que le había hecho con su silencio, le hizo nombrar secretario del Consejo de indias en el que lucró tantas encomiendas, que se decía que no había en toda la isla de Cuba ningún indio que no llevase la marca del «jorobado Conchillos», que era como le llamaban sus enemigos.

De este vaivén de intrigas salió malparada doña Juana, como no podía ser por menos, pues hasta el mismo Teodoro Leyden la traicionó dejando de darle las medicinas opiáceas que tanto la sosegaban. En esto parece que influyó el consejero Filiberto de Vere, que dijo que tales remedios eran más bien embrujamientos y como mencionar esa palabra e ir a la hoguera podía ser todo uno, presto se abstuvo el turco de seguir el tratamiento. Con lo cual la reina unas veces parecía postrada, otras alterada y, con tal pretexto, los esbirros de Filiberto de Vere la tenían aislada, sin consentir que ninguno de los castellanos que residían en Flandes se acercasen a ella. Don Felipe en todo consentía pues le auguraba el señor de Vere que si seguía sus consejos a no mucho tardar sería coronado rey de Castilla.

El principal consejo que le dio fue que, para ceñirse tal corona, había de presentarse en Castilla con razones poderosas, y éstas no fueron otras que el reclutamiento de dos mil lansquenetes alemanes, para que no hubiera duda sobre sus intenciones.

Por su parte el Rey Católico, viendo que la nobleza castellana podía serle adversa, y que poco podía contar con la ayuda de otros monarcas europeos, tentó de asegurar la continuidad de su dinastía en el reino de Aragón, ya que si bien sus Cortes habían aceptado como herederos a doña Juana y a, don Felipe, al ser éste extranjero lo habían hecho sub conditione de que don Fernando no contrajera nuevo matrimonio y de él tuviera descendencia. Aun a riesgo de desordenar el relato, conviene anticipar que don Fernando se aplicó a esto último y al poco contrajo matrimonio con Germana de Foix, sobrina del rey de Francia, con las consecuencias que se verán.

Una vez tomada la decisión por don Felipe de hacerse con la corona de Castilla, por las buenas o por las bravas, en algo mejoró la condición de doña Juana, pues convenía que la que desembarcara en España fuera reina sin tacha de insania, y luego ya se vería. Cuenta Raimundo de Brancafort que cuando a doña Juana le daban trato de cuerda, como tal se mostraba, siempre que no coincidiera con la luna llena, que le era muy adversa.

Organizó don Felipe una expedición naval tan cumplida como la que llevara a su regia esposa a Flandes diez años antes; sólo las embarcaciones reales y las del séquito de damas y consejeros eran cuarenta, flanqueadas por la armada de los lansquenetes alemanes. También es de señalar, por lo que sucedió después, que los flamencos tenían la fea costumbre de embarcar en los navíos reales meretrices de servicio, con el agravio adicional para aquellas desventuradas mujeres, que las hacían viajar en la misma sentina que las caballerías.

A don Felipe le entraron las prisas y sin hacer caso de los consejos de sus hombres de mar, ordenó levar anclas desde el puerto de Flesinga, el 7 de enero del 1506, y si no lo hizo antes fue por respeto a la Epifanía del Señor. Como era de temer en esa estación del año, a la altura del estrecho de Calais se levantó una tormenta del sudoeste, que son las peores en aquella mar, que desbarató la escuadra, quedando cada navío a su suerte. El de sus majestades, que era una carraca de cuatrocientas cincuenta toneladas, salió muy malparado ya que separado del resto de la flota sufrió los peores embates del temporal, hasta el punto de que perdió el mástil principal y a poco estuvo de zozobrar. En trance de irse a pique estuvieron tres días los caballeros y las damas de la corte postrados por el mareo y el temor, sin poder comer ni beber, y sólo con fuerzas para rezar, salvada la reina doña Juana, que en ningún momento perdió ni la compostura ni el apetito. Por contra el archiduque don Felipe, que siempre fue muy mal marinero y estaba descompuesto, se hizo colocar un odre hinchado bien cosido al cuerpo, para que le sirviera de salvavidas, y se admiró de que su esposa no tuviera miedo. A lo que ésta le replicó: «¿Por qué había de tenerlo? ¿Es que acaso se conoce de algún monarca que haya perecido ahogado?»

Los que la oyeron se quedaron pasmados, aunque algunos pensaban que no estaba en su sano juicio, pero los siglos transcurridos le vienen a dar la razón pues no se conoce de ningún rey o reina que haya muerto ahogado.

Al tercer día, en lo más álgido de la tormenta, el piloto decidió que habían de desprenderse de parte de la carga, y a tanto llega la locura humana, cuando las mentes son presas del miedo, que al advertir que en la sentina iban las meretrices antes aludidas, un caballero de infausta memoria propuso que también habían de desprenderse de aquellas pecadoras mujeres que, con su mala conducta, habían concitado la cólera de Dios. A la marinería, gente de natural supersticioso y pocas luces, no le pareció mala solución y se dispuso a arriar un bote para dejarlas abandonadas a su suerte, que no podía ser otra que la muerte. A los gritos de las desventuradas mujeres apareció el capellán, que era un clérigo vizcaíno, de nombre Apellániz, hombre temeroso de Dios, que viendo lo que se proponían intentó mediar, sin fortuna, por lo que se dirigió a la reina, que era la única que se mantenía serena en aquella extrema situación. Ésta salió de su cámara, y sin arredrarse de las olas que barrían la cubierta, se dirigió a la marinería y les dijo:

«Si tenemos que echar lastre al mar, comencemos por los caballeros que se sirven de ellas, y que son los que las trajeron a bordo, y en esto no hay excusa ni para nuestro señor el rey, puesto que estamos en trance de rendir cuentas ante quien se le da poco de que sean reyes o plebeyos los que hacen el mal.» Cuenta Raimundo de Brancafort que todos se admiraron de tales palabras y de la majestad con que las decía, y concluye: «¡Qué gran reina hubiera sido si en más le hubieran ayudado, cuando le fallaba el raciocinio, los que decían que bien la querían!»

Por fin se apaciguó la mar, se levantó la niebla, y con no pocos apuros pudo arribar la maltrecha flota a las costas de Inglaterra, donde, de primeras, no fueron muy bien recibidos, pues viendo tanta gente armada temieron que venían en son de guerra. Cuando se aclaró La situación, el rey Enrique VII mandó un cortejo de nobles al puerto de Weymouth, que fue al que arribó la nave real, para que condujesen a sus majestades reales al castillo de Windsor, donde fueron tratados con los honores debidos. Don Felipe el Hermoso se mostró en todo como si ya fuera rey de Castilla, y se concertó con el monarca inglés para establecer una alianza que ya había de ser perpetua entre Inglaterra, España, Flandes y Alemania; para refrendarla se intercambiaron las órdenes más preciadas de sus respectivos países, la de la jarretera por parte de Inglaterra, y la del Toisón de Oro, por la de Flandes. Y de paso don Felipe el Hermoso aceptó una iniquidad: entregar al monarca inglés al conde de Suffolk, pretendiente a la corona de Inglaterra, que se había refugiado en los Países Bajos huyendo de la cólera de Enrique VII. Para salvar su conciencia firmaron una cláusula por la que el monarca inglés se comprometía a respetar la vida de su adversario al trono. Pero como bien dice Raimundo de Brancafort «era ésta una cláusula de imposible cumplimiento, pues su majestad de Inglaterra para nada quería vivo al de Suffolk, sino muerto y bien muerto, como así sucedió a no mucho tardar». También cuenta el mismo cronista que el rey inglés, de nuevo, se quedó admirado de la hermosura de doña Juana, y de que conservara tal lozanía y el talle tan airoso, pese a que cuatro meses antes había dado a luz a su quinto vástago, la infanta María.

En este mismo viaje le cupieron algunas satisfacciones a doña Juana; la primera fue el encontrarse con su hermana pequeña, la princesa Catalina, a la sazón viuda del hijo mayor de Enrique Vil, el príncipe Arturo, y en trance de casarse con el otro hijo, el que acabaría siendo Enrique VIII, de triste memoria para la cristiandad. Eran estas dos hermanas las princesas más cultivadas del Renacimiento y es de suponer lo que disfrutarían al verse después de tantos años de separación. Pero el rey Enrique VII, cuya mezquindad era proverbial en todas las cortes europeas, no quiso que estuvieran muchos días juntas, pues por entonces andaba renegociando la dote de Catalina con su padre, el rey Fernando el Católico, que no le iba a la zaga en estas miserias, y para nada quería que mediara la nueva reina de Castilla.

Tan maltrecha había quedado la armada flamenca que se precisaron más de tres meses para que estuviera, de nuevo, en condiciones de navegar y esto con ayuda de los astilleros ingleses. Pero hay quienes piensan que, por orden del rey, estos astilleros no se mostraron diligentes hasta que se hubo consumado por parte de los flamencos la entrega del conde de Suffolk.

Por tal motivo, y como ya se hubieran cruzado entre ambos monarcas toda clase de cortesías, acuerdos y festejos, don Felipe se retiró en compañía de su esposa a un hermoso castillo propiedad del conde de Arundel, en el condado de Exeter, que le dicen el «jardín de Inglaterra» por la hermosura de sus prados y forestas, en espera de la partida. Allí, lejos del bullicio y los fastos de la corte, y apartados de las intrigas políticas, los jóvenes soberanos pasaron unas semanas muy dichosas, sin otro quehacer que la caza, la música, y el ocuparse el uno del otro. Cuentan que don Felipe se esmeró mucho en que doña Juana estuviera en su ser, para que no se dudara de que era la reina de Castilla, que para nada necesitaba la regencia de su padre. Tanto se esmeró que quedó en estado de la infanta Catalina, la que se convertiría en su única alegría en los largos años de desolación que se le avecinaban.

El cronista Padilla, muy moderado en todo, dice que don Felipe amaba tiernamente á doña Juana y que, pese a su voracidad por otras mujeres, no por eso fue peor marido que otros monarcas de su tiempo. También dice que fue padre muy amoroso e invoca que cuando estuvieron a punto de zozobrar, frente a las costas inglesas, sólo pensaba en sus hijos, que se habían quedado en Flandes, y en lo que sería de ellos. Y concluye Padilla: «Si doña Juana hubiera sido más comprensiva con las debilidades de su augusto esposo, y éste hubiera hecho menos caso de los enredos políticos que le tendían sus consejeros flamencos, otra suerte hubiera sido la de estos monarcas que, por lo demás, estaban hechos el uno para el otro, en cuanto a apostura y bondad de corazón atañe. Y de no haber muerto don Felipe tan prematuramente, a saber el número de hijos que podían haber tenido, que en sólo diez años de matrimonio alcanzaron a tener seis, sin un mal parto, cosa nunca vista entre monarcas.»

El 22 de abril del 1506 la armada flamenca reanudó su interrumpido viaje y, después de cinco días de felicísima navegación, alcanzó el puerto de La Coruña, donde los jóvenes soberanos fueron recibidos en medio del fervor popular. Recorrieron las calles de la ciudad, a caballo, provocando la admiración de la multitud la gentileza de ambos jinetes, y no menos admiración el formidable despliegue de los dos mil lansquenetes alemanes que se quedaron de retén en las atarazanas del puerto. Pero para nada fue precisa su intervención porque el Rey Católico estaba muy rendido a quedarse sin Castilla, al tiempo que muy distraído con su joven esposa francesa y su afán de buscar un heredero para Aragón.

En La Coruña se vio que eran más los nobles que preferían intentar fortuna con los nuevos monarcas, que no seguir bajo la férula del rey aragonés. De los grandes sólo se habían alineado junto a don Fernando el duque de Alba y el conde Cifuentes, que luego tuvieron su recompensa. En cuanto al más grande de todos (no por su sangre, sino por sus poderes), el cardenal Jiménez de Cisneros, por encima de todo quería evitar una guerra civil y fue quien consiguió que suegro y yerno se encontraran en Remesal, una granja cercana a Puebla de Sanabria, y llegasen a un acuerdo por el que don Fernando renunciaba a la posible regencia que le confería el codicilo de la Reina Católica, lo cual comportaba la separación total de Castilla y sus territorios allende los mares, de Aragón y sus dominios de Italia. El acuerdo se firmó en Villafáfila el 27 de junio del 1506.

Después de la firma del acuerdo hubo enredos sin fin por parte de unos y otros y el más señalado fue el que intentó Filiberto de Vere, quien aconsejó a su señor que le convenía que, en tal momento, se declarase la incapacidad dula reina, y así él se convertiría en rey por derecho propio y no tan sólo como consorte. A punto estaba de ceder don Felipe, que parecía no tener otra voluntad que la de su valido, cuando medió el almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, aquel que presidiera la corte de la princesa en su primer viaje a Flandes y que desde entonces le era muy devoto. Al frente de la más alta nobleza dijo que de ningún modo habría de aceptar tal incapacidad, si antes no hablaba con la reina sin otra compañía que la de los nobles que él designara, ninguno de los cuales habría de ser ni flamenco, ni del partido del rey Fernando. Por ser mucha la autoridad moral del almirante, y más las de las lanzas que le respaldaban, hubieron de acceder a lo que solicitaba y el encuentro tuvo lugar en la ciudad de Valladolid.

Bien sea por el mucho amor con que le habló el almirante a su reina, bien porque fueran días en los que le tocaba estar de buenas (lo cual es frecuente que suceda aun en los que están perturbados), doña Juana contestó con tanta prudencia, que no les quedó duda de que podía ser mejor soberana que un rey que ni siquiera sabía valerse del castellano. Por tanto, los nobles declararon por escrito que no había vestigio de insania en su soberana, y los procuradores de las ciudades se adhirieron a tal declaración, de manera que el 12 de julio del 1506 las Cortes juraron a doña Juana como reina propietaria de Castilla y a don Felipe como «verdadero y legítimo señor», pero no por derecho propio sino porque era su «legítimo marido».

Este triunfo de doña Juana, quizá el último que habría de tener en este mundo, tuvo el amargor de saber que era su propio esposo quien le discutía el derecho de gobernar, y entre eso y entre que comenzaban los meses mayores de su embarazo, que era cuando su marido le mostraba mayor desvío, entró en una de esas melancolías que ya la acompañarían el resto de sus días. La sacó de ella, como una de esas sacudidas que hacen recobrar el juicio a quien lo tiene extraviado, la enfermedad que habría de acabar con la vida de su amado esposo.

Ésta se presentó, de manera súbita, después de que don Felipe jugó un partido de pelota en un castillo que poseía el almirante de Castilla en tierras de Burgos, y que el fiel almirante se lo había regalado para contentarlo por la oposición que le había mostrado en las Cortes de Valladolid. El castillo era muy hermoso y don Felipe, como codicioso que era de los bienes terrenos, se mostraba muy ufano de él y jugó con gusto aquella partida, si bien se quejaba del calor y no hacía nada más que beber agua, que se la traían muy fría de unos ventisqueros de la sierra de la Demanda. De ahí la leyenda de que murió por beber estando sudado, pero como comentó un famoso jugador de la época, Juan Egaña, conocido en Inglaterra como John Egont, «si eso fuera cierto ninguno saldríamos con vida de estas partidas, pues de nadie se conoce que beba teniendo frío, sino calor». El mal que se le declaró era el mismo que se llevó a la tumba a otros muchos, pues fue año de epidemias en Europa entera, de las que no se salvaban ni las testas coronadas.

Doña Juana, extremada como era en todo, se puso a la cabecera del enfermo olvidados todos los agravios y recibiendo el premio de que su esposo sólo quería recibir cuidados de ella. El doctor Parra, médico de la corte, le hacía ver que no le convenía estar tan cerca de enfermedad tan apestosa encareciéndole que, si no por ella, lo hiciera por el fruto que llevaba en sus entrañas, ya en el quinto mes del embarazo. Pero doña Juana no hacía caso de tales advertencias y mostrándose en todo como soberana que era, daba órdenes sobre lo que debía hacerse, y mandaba que viniesen nuevos cirujanos que atajasen el mal. Tampoco se recataba de besarle, con grandes muestras de amor, y lo poco que durmió durante los seis días que duró la enfermedad, lo hizo recostada sobre el pecho de su augusto esposo. Éste, mientras conservó el sentido, no hacía más que manifestarle su agradecimiento por cuanto estaba haciendo por él, y prometerle que si Dios, en su inmensa benevolencia, le conservaba la vida, todo habría de ser muy distinto de allí en adelante, y hasta le aseguró que, por darle gusto, aprendería el habla castellana.

Al quinto día entró en agonía, después de haber recibido todos los auxilios que la Iglesia tiene previstos en estos casos, y cuenta el citado doctor Parra que «a todos nos admiraron las disposiciones de nuestra señora, la reina, en esos tristes momentos; las fatigas y trabajos que tomaba sobre sí hacían temer por su salud, pero nada sucedió pues es mujer nacida para soportar cualquier fatiga. Siendo muy cristiana, como era, se sentía muy confortada viendo a su regio esposo tan compungido y arrepentido de su vida pasada; durante los últimos días, en los que su majestad, el rey, no parecía oír ni entender, la reina no por eso se apartaba de él, y le decía cosas muy dulces y amorosas, al tiempo que le musitaba oraciones para la buena muerte, por si las podía oír con los sentidos del alma. Falleció y siguió junto a él, pues decía que teólogos había que entendían que el alma tarda en abandonar el cuerpo más de lo que nosotros creemos y que en tanto hubiera espíritu convenía decirle cosas que fueran de su gusto. Costó separarla de su cuerpo, al que hizo muchas muestras de amor, con besos y caricias, pero sin perder la compostura, y sin que ese afán pueda atribuirse al extravío del que diera muestras en otras ocasiones. Por contra, hizo reflexiones muy cristianas sobre lo perecedero que es todo en esta vida mortal, y cómo tanto que urdió su difunto esposo para llegar a reinar en Castilla, para al cabo ser rey por no más de cuatro meses, que ni siquiera fueron los más felices de su vida».