38491.fb2 Juegos De Ingenio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

Juegos De Ingenio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

20 El decimonoveno nombre

A media mañana, Manson mandó llamar a Jeffrey a su despacho. El profesor, su madre y su hermana habían pasado lo poco que quedaba de la noche en su oficina, echando alguna cabezada ocasional, pero sobre todo intentando identificar los factores que restringirían la búsqueda de la casa donde vivía su padre a los lugares más probables. La hipótesis de su madre de que su marido se había hecho con una segunda familia los había sumido a los tres en un estado de confusión teñida de desesperación. Jeffrey, en particular, era consciente de los peligros inherentes a la idea de que el hombre que los acechaba tenía cómplices; pero también consideraba que constituía una oportunidad. Examinó mentalmente los casos de asesinos en serie que formaban parte de los vastos conocimientos que había acumulado del tema. Y se preguntó si esos satélites del mundo de su padre, esos lugartenientes, independientemente de su número, serían tan astutos y competentes como él. Dudaba que su padre hubiese cometido errores; no estaba tan seguro de que cupiese esperar lo mismo de su nueva esposa. O de sus nuevos hijos, en realidad.

Las suelas de sus zapatos repiqueteaban sobre el suelo pulido mientras se dirigía hacia el despacho del director de seguridad. «¿Qué ofrecen ellos? -se preguntó-. La respuesta: seguridad. Obediencia a las reglas del estado cincuenta y uno. La ilusión de la normalidad, lo mismo para lo que se nos utilizó a nosotros en el pasado.» ¿Qué más? Tenía la certeza de que su padre estaba decidido a impedir que lo traicionasen de nuevo, como lo había traicionado su madre. Por tanto, Jeffrey tendía a pensar que la persona reclutada por su padre, fuera quien fuese, interpretaba un papel activo en la planificación y ejecución de sus perversiones.

«Una mujer con problemas graves -pensó-, pero eficiente.

»Una sádica, como él. Una asesina, como él.

»Pero no una persona independiente, ni creativa. No una persona capaz de poner en tela de juicio los deseos de mi padre ni por un momento.

»Una mujer leal y abnegada.

«Encontró a una persona así y la trajo consigo para iniciar una nueva vida juntos», decidió. Como un par de peregrinos diabólicos que hubiesen desembarcado en Massachusetts cuatrocientos años atrás.

Pero ¿dónde la había encontrado?

Esta última pregunta intrigó a Jeffrey. Sabía que su padre, como muchos otros asesinos en serie, tendría un sexto sentido a la hora de elegir a sus víctimas en medio de una multitud, y que se sentiría atraído con una precisión perversa hacia las débiles, indecisas y vulnerables. Pero elegir a una compañera… eso era harina de otro costal. Y algo que valía la pena examinar.

Jeffrey interrumpió sus pensamientos. «¿Y qué es lo que han creado?», se preguntó.

Abrió la puerta que daba al enorme laberinto de cubículos del Servicio de Seguridad y contempló el hervidero de actividad incesante. Entonces sonrió, porque se le había ocurrido una idea.

Cruzó la sala a paso veloz, saludando animadamente a alguna que otra secretaria o técnico informático que alzaba la vista y lo reconocía.

Se detuvo frente al despacho del director, y la secretaria-recepcionista le hizo señas de que entrase.

– Lleva una hora esperándole -le informó-. Pase directamente.

Jeffrey asintió, dio un solo paso al frente y, como si le hubiera venido algo a la cabeza, se volvió hacia la secretaria.

– Oiga -dijo con toda naturalidad-, quería pedirle un pequeño favor. Necesito un documento para esta reunión con el director, pero no he tenido tiempo de conseguirlo. ¿Podría imprimirme uno desde su ordenador?

La secretaria sonrió.

– Por supuesto, profesor Clayton. ¿De qué se trata?

– Quiero una lista de todos los empleados del Servicio de Seguridad, con la dirección del domicilio de cada uno.

La secretaria pareció arredrarse.

– Señor Clayton, son casi diez mil personas en todo el estado. ¿Quiere los datos de los que trabajan en todas las subcomisarías y oficinas del Servicio de Seguridad? ¿Y los empleados de seguridad que trabajan para Inmigración? ¿También quiere una lista de ellos? Porque eso sería más…

– Oh -la cortó Jeffrey, sin dejar de sonreír-. Lo siento. Sólo de las mujeres, por favor. Y únicamente aquellas con acceso a las claves de los ordenadores. Eso seguramente reducirá la lista.

– Más del cuarenta por ciento de los empleados del Servicio de Seguridad son mujeres -señaló la secretaria-, y casi todas conocen algunas de las contraseñas y códigos de los ordenadores.

– Aun así, necesito la lista.

– Eso tardará un tiempo, incluso en la impresora de alta velocidad…

Jeffrey se quedó pensando.

– ¿Cuántos niveles diferentes de claves de seguridad existen? Es decir, conforme aumenta el grado de confidencialidad de la información del Servicio de Seguridad, ¿cuántos controles hay?

– Doce, desde los códigos de entrada, que sólo permiten consultar información rutinaria de la red de seguridad, hasta los más altos, que dan acceso a los ordenadores de todo el mundo, el de mi jefe incluido. Pero en los dos niveles superiores se requieren claves y códigos individuales, para proteger los documentos reservados.

– Muy bien, pues. Imprima sólo los nombres de las mujeres con autorización para los tres niveles más altos. No, que sean cuatro. En principio, alguien de esa categoría debe tener conocimientos avanzados de informática, ¿no?

– Sí, sin duda alguna.

– Bien. Ésos son los nombres que me interesan.

– A pesar de todo, me llevará un rato. Y una petición de ese tipo… bueno, seguramente no pasará inadvertida. Es probable que las personas cuyo nombre figura en esa lista se enteren de que un ordenador de esta oficina ha solicitado su nombre y dirección. ¿Es algo secreto? ¿Tiene algo que ver con el motivo por el que está usted aquí?

– La respuesta es tal vez. Procure que la recopilación de los datos parezca lo más rutinaria posible, ¿de acuerdo?

La secretaria asintió, con los ojos muy abiertos, al percatarse de las implicaciones de lo que Jeffrey le estaba pidiendo.

– ¿Cree que alguien de dentro del Servicio de Seguridad…? -empezó, pero él la cortó.

– Yo no sé nada. Sólo tengo mis sospechas. Y ésta es una de ellas.

– Tendré que decírselo a mi jefe.

– Espere al fin de nuestra reunión. No conviene darle más esperanzas de la cuenta.

– ¿Y si solicito los nombres tanto de hombres como de mujeres? -preguntó ella-. Tal vez eso llamaría menos la atención, ¿no? Puedo añadir a la petición una nota diciendo que el Servicio de Seguridad, concretamente la oficina del director, está contemplando la posibilidad de mejorar uno de los niveles de acceso. Es algo que hacemos de vez en cuando…

– Eso estaría bien. Una gestión que parezca lo más normal y corriente posible. De lo contrario… bueno, más vale ni pensar en lo que pasaría. Se lo agradecería mucho. Y también que el asunto no salga de este despacho.

La secretaria lo miró como si estuviera loco por insinuar que ella podía revelar información sobre su trabajo o el de su jefe a nadie, incluido su marido, amante o mascota. Sacudió la cabeza e hizo un gesto hacia la puerta del director.

– Hace rato que le espera -dijo con brusquedad.

Dentro del despacho, Manson volvía a estar sentado en su silla giratoria, de cara a su ventanal panorámico.

– ¿Sabe? Es curioso, profesor Clayton -dijo el director sin volverse-, pero a los poetas les encantan el alba y el ocaso. A los pintores les gusta el atardecer. A los amantes les gusta la noche. Son las horas románticas del día. En cambio, a mí me gusta el mediodía. El resplandor del sol. El momento en que el mundo está en plena actividad, y uno ve cómo se construye, ladrillo a ladrillo… -apartó la vista de la ventana- o idea a idea.

Extendió el brazo por encima de su escritorio, cogió un vaso de una bandeja, y lo llenó de agua con una jarra de metal reluciente. No le ofreció a Jeffrey.

– ¿Y a usted, profesor? ¿Qué parte del día le gusta más?

Jeffrey reflexionó por un momento.

– Las altas horas de la noche. Poco antes del alba.

El director sonrió.

– Curiosa elección. ¿Por qué?

– Es cuando todo está más tranquilo. Una hora secreta. La que se adelanta a todas las cosas que empiezan a cobrar forma con la claridad de la mañana.

– Ah. -El director asintió-. Debí suponerlo. Es la respuesta de alguien que busca la verdad. -Manson bajó la mirada por un momento para posarla en un papel que descansaba justo en medio del escritorio, ante él. Jugueteó con la esquina de la hoja, pero no compartió su contenido con Jeffrey-. Dígame, señor buscador de la verdad, ¿cuál es la verdad sobre la muerte del agente Martin?

– ¿La verdad? La verdad es que o lo engañaron o lo siguieron hasta una trampa tendida detrás de la que había preparado él creyendo que resolvería el dilema del estado. Estaba allí, en lo alto de ese peñasco, vigilando la casa adosada en la que había instalado a mi madre y a mi hermana, como un pescador pendiente del corcho de su caña. Supongo que no cumplió la orden que le di, respecto a mantener en secreto la presencia y el paradero de ellas dos…

– Es una suposición acertada. Informó de su llegada al Departamento de Inmigración y el Servicio de Seguridad.

– ¿A través de la red de ordenadores?

– Así es como se hacen estas cosas…

– Con su aprobación, imagino…

El director titubeó, y su breve silencio resultó de lo más elocuente.

– No me costaría nada mentir -dijo-. Podría decir que el agente Martin actuaba por su cuenta, lo que, en gran medida, sería una afirmación cierta. También podría decir que sus actos eran iniciativas suyas. Eso también sería verdad.

– Pero no podría esperar que yo me lo creyese del todo.

– Puedo ser muy persuasivo. Quizá sólo sembraría en usted la sombra de una duda.

– Nunca estuvo previsto que el agente Martin me ayudara en la investigación. Sus dotes de inspector eran limitadas. Desde el principio debía ser el hombre que apretara el gatillo cuando llegara el momento. Lo sé desde hace algún tiempo.

– Ah, ya me parecía que se comportaba de un modo demasiado evidente, pero en cambio bordó su interpretación de un erradicador de problemas del estado, por así llamarlo. Era el mejor que teníamos, aunque supongo que el adjetivo «mejor» sería discutible.

– Pero ahora han asesinado a su asesino.

– Sí. -El director vaciló de nuevo, con una sonrisa-. Ahora me temo que tendrá usted que ganarse su sueldo de verdad, pues no cuento con reservas inagotables de agentes Martin…

– ¿No hay más asesinos?

– Yo no diría eso…

Jeffrey miró fijamente al director.

– Entiendo -dijo-. Lo que quiere decir es que el sustituto del agente Martin no será tan destacado. Mientras yo sigo buscando a la presa, alguien me vigilará sin que me dé cuenta.

– Eso sería una suposición razonable, pero confío -dijo Manson con frialdad- en que usted se ocupará de mi problema, tal como yo me ocupo del suyo, porque son el mismo. -El director tomó otro sorbo del vaso de agua sin despegar la vista de Clayton-. Todo esto tiene un regusto medieval fascinante, ¿verdad? O me trae su cabeza o me dice adónde debo ir a buscarla yo mismo. ¿Lo entiende? Estamos hablando de una justicia que funciona aún más rápidamente de lo que es habitual. Esto es lo que debe hacer, profesor. Encuéntrelo. Mátelo. Y si no se ve capaz de hacerlo, simplemente localícelo, y nosotros lo mataremos por usted. -El director bajó de nuevo los ojos. Sonrió, luego alzó la mirada hacia Jeffrey con los párpados entornados y expresión severa-. No nos queda tiempo.

– Tengo algunas ideas. Hipótesis que podrían proporcionarnos pistas.

– No nos queda más tiempo.

– Bueno, creo que…

Manson descargó un manotazo sobre el escritorio que retumbó como un disparo.

– ¡No! ¡No nos queda más tiempo! ¡Encuéntrelo ya! ¡Mátelo de una vez!

Jeffrey guardó silencio por un momento.

– Les advertí -dijo con una serenidad exasperante- de que las investigaciones de este tipo requerían su tiempo…

El labio superior de Manson se curvó hacia arriba, como el de un animal al mostrar los dientes. Sin embargo, moderó la intensidad de su rabia para explicarle lenta, pausadamente:

– Dentro de aproximadamente dos semanas, se votará en el Congreso de Estados Unidos la concesión de la categoría de estado para nosotros. Esperamos que el resultado de esa votación sea mayoritariamente favorable. Contamos con cuantiosos apoyos empresariales. Grandes sumas de dinero han cambiado de manos. Pero este apoyo, pese a la actividad de los grupos de presión, los sobornos y la influencia que hemos podido alcanzar, no deja de ser frágil. Después de todo, se pedirá a los miembros del Congreso que concedan la condición de estado a una región que restringe de facto algunos derechos importantes. «Derechos inalienables», los llamaban nuestros antepasados. Negamos esos derechos porque llevan a la anarquía y la delincuencia que campan por sus respetos en todo el país. Esto pone en una situación difícil a esos idiotas del Congreso. Usted lo entiende, sin duda, ¿no, profesor?

– Sí, entiendo que la situación es delicada.

– No somos un territorio nuevo, profesor. Somos una idea nueva implantada en una parte del territorio viejo.

– Sí.

– Y cuando obtengamos la categoría de estado de forma oficial, en igualdad de condiciones, el país entero dará un paso hacia delante. Un paso irreversible en una dirección clara e importante. Será el inicio del proceso que los llevará a ser como nosotros. No a nosotros a ser como ellos. ¡No sé si me explico con suficiente claridad, profesor!

– Sí, entiendo…

– ¡Así que imagínese cómo afectaría a la votación lo que está pasando ahora! -Manson empujó la hoja de papel, que se deslizó desde el centro del escritorio hacia Jeffrey. El borde se agitó brevemente como si fuera a elevarse en el aire, pero Jeffrey lo atrapó antes de que saliera volando.

El papel era una carta dirigida a Manson.

Mi querido director:

En octubre de 1888, Jack el Destripador le envió a George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, un pequeño obsequio, a saber, un trozo de un riñón humano. Como parte de su diversión, el Destripador remitió también una misiva a uno de los mejores periódicos de Fleet Street, prometiéndoles una oreja de su próxima víctima. No cumplió su promesa, aunque sin lugar a dudas lo habría hecho, de haber querido.

Tanto su carta al periódico como su regalo para el señor Lusk tuvieron el efecto que cabía esperar. La agitación y el pánico se adueñaron de la ciudad de Londres. En esos días no se hablaba de otra cosa que del Destripador y de lo que haría a continuación.

Interesante, ¿no le parece?

Así que imagínese qué efecto tendrían los siguientes nombres y fechas si los enviara al auténtico Washington Post -no al de mentirijillas que tenemos en Nueva Washington- o al New York Times, y quizás a un par de cadenas de televisión.

Eso es lo que pienso hacer en un futuro muy próximo.

Lo interesante de esta carta es que no contiene amenaza alguna. Tampoco es un intento burdo de hacerle chantaje o extorsionarle. No tiene usted nada que yo quiera. Al menos, nada con lo que pueda comprarme. Ésta es sólo mi manera de demostrarle su absoluta impotencia.

Quizá sepa, también, que nunca capturaron al Destripador. Pero todo el mundo recuerda quién es.

Debajo de la última frase había escritos diecinueve nombres de mujeres jóvenes, seguidos de un mes, un día y un lugar. Con un vistazo rápido, Jeffrey comprobó que estos datos se correspondían con las fechas de desaparición de las chicas y el lugar donde alguien aparte del asesino las vio vivas por última vez. Pero antes de que acabara de examinar todos los nombres de la lista, sus ojos se fijaron en la última línea. Al final de la lista figuraba el vigésimo nombre, en negrita: PROFESOR JEFFREY CLAYTON DE LA UNIVERSIDAD DE MASSACHUSETTS. Estaba marcado con un asterisco, que remitía a una sarcástica nota al pie: FECHA Y LUGAR POR CONFIRMAR.

Manson observaba con atención el semblante de Jeffrey. -Creo que esa última línea debería ser un aliciente añadido -comentó enérgicamente.

Jeffrey no contestó.

– Me parece que ambos nos enfrentamos a un peligro considerable -continuó Manson-, aunque el suyo entraña un elemento personal que lo hace un poco más provocador.

Jeffrey se disponía a replicar, pero el director de seguridad lo interrumpió.

– Oh, ya sé lo que va a decir. Amenazará de nuevo con huir. Dirá que todo esto no vale la pena. Querrá poner tierra por medio, llevarse a su madre y a su hermana e intentar esconderse otra vez. Pero su padre despierta tanta admiración como repulsión… al igual que el Destripador, supongo. Y es que, al incluirle a usted en esa lista, con independencia de cuáles sean sus intenciones verdaderas, ha sembrado una duda intrigante en su cabeza. Una duda que quedará grabada para siempre, ¿no es así? Me refiero a que da igual dónde trate usted de ocultarse, pues siempre dudará, cada vez que reciba el correo o suene el teléfono o alguien llame a su puerta, ¿no? -El director sacudió la cabeza y prosiguió-: Es un recurso tosco, pero efectivo, ¿sabe? Si él envía esa carta, y usted no lo encuentra, bueno, podrá despedirse de su carrera profesional, ¿no?

– Sí -respondió Jeffrey al fin-. Supongo que sí.

– Hay otra cosa que me llama la atención -continuó el director-. A su padre le gusta jugar fuerte la baza psicológica, ¿verdad? Al incluirle en esa lista y hacerla pública, podría decirse que su vida quedaría marcada para siempre. Vaya a donde vaya, haga lo que haga. ¿Cree que alguien volverá a verle como Clayton, el especialista, el profesor universitario? ¿O simplemente le conocerán como el hijo del asesino, y se preguntarán, como yo me pregunto ahora, qué peso tienen en usted esos genes que le corren por las venas? -Manson se meció en su silla, contemplando a Clayton, que estaba atenazado por la angustia-. ¿Sabe, profesor? -dijo despacio-, si lo que nos jugamos no fuera tan importante (miles de millones de dólares, todo un estilo de vida, una filosofía para el futuro), este asunto me parecería de lo más fascinante. ¿Puede el hijo borrar la mitad de sí mismo matando al padre? -Se encogió de hombros-. Seguro que hay alguna tragedia griega truculenta que nos daría la respuesta. O algún relato bíblico. -El director de segundad esbozó una sonrisa forzada-. Estoy un poco pez en tragedias griegas. Y digamos que he descuidado un poco mi estudio de la Biblia en los últimos meses. ¿Y usted, profesor? -Haré lo que tenga que hacer.

– Estoy seguro de ello. Y con diligencia, además. ¿No le parece interesante que él deje claro que aún no ha enviado la carta? Sólo se me ocurre una razón para eso.

– ¿Cuál?

– Quiere darle a usted una posibilidad. Esto supone para nosotros tanto una ventaja como una maldición.

– ¿Por qué?

– ¿No lo ve, profesor? Si usted da con él y alcanzamos nuestro objetivo, habremos salvado todo aquello por lo que tanta gente ha trabajado con tanto ahínco. Si no, si la fecha y lugar de su fallecimiento se añaden al final de esa lista, la noticia aparecerá en la portada de todos los periódicos. Me temo que eso convertiría a su padre en una figura como la de Jack el Destripador, ¿no cree?

Jeffrey se abismó en sus pensamientos. Su imaginación trabajaba de forma febril, como una calculadora al abordar un problema complicado, barajando cifras y factores, ahondando en la complejidad de una fórmula matemática para llegar a una conclusión.

– Sí -dijo-, y en eso consiste este juego. Si consigue derrotarnos, a usted y a mí, conseguirá descollar entre los demás. Se habrá ganado un lugar en la historia.

Manson asintió.

– Es un juego bastante ambicioso. ¿Tiene usted una ambición comparable?

Jeffrey plegó la lista y se la guardó en el bolsillo de la camisa.

– Eso ya lo veremos, ¿no? -respondió.

La secretaria del director lo esperaba con la lista ya impresa, que le tendió a Jeffrey cuando éste salió del despacho interior. El profesor sopesó el grueso fajo de papeles en una mano.

– Aquí debe de haber unos mil nombres -señaló.

– Mil ciento veintidós, para ser exactos. Los cuatro niveles de acceso superiores. -Le entregó un segundo listado, de igual tamaño-. Mil trescientos cuarenta y siete. Todos ellos hombres.

– Una pregunta rápida -dijo Jeffrey-. La dirección de correo electrónico del director. ¿Quién la conoce y sabría cómo enviarle un memorando o un mensaje?

– Tiene dos cuentas distintas. Una es para recibir comentarios y sugerencias generales. La segunda es mucho más confidencial.

– El mensaje que ha recibido…

– ¿De su objetivo? -lo cortó la secretaria-. En realidad, lo abrí yo y se lo envié directamente, sin que nadie más se enterase.

– ¿A qué cuenta llegó?

La secretaria sonrió.

– Habría sido muy significativo que llegara a la cuenta privada, ¿verdad? Sólo los dos niveles de seguridad superiores conocen esa dirección. Eso le habría facilitado un poco el trabajo. Desafortunadamente, ha llegado a la cuenta general. Esta mañana. Consta como hora de envío las 6.59. De hecho, eso resulta interesante…

– ¿Por qué?

– Bueno, yo suelo sentarme a mi escritorio hacia las siete de la mañana, y una de mis primeras tareas es ocuparme del correo enviado durante la noche. Por lo general, esto sólo me lleva unos minutos; me limito a reenviar los comentarios y sugerencias a los subdirectores correspondientes o al defensor del ciudadano del Servicio de Seguridad. Para ello me basta con pulsar un par de teclas. El caso es que ahí estaba el mensaje, en cabeza de todos los recibidos, por encima de los habituales «Necesitamos un aumento» y «¿Por qué no cambia Seguridad la combinación de colores de tal o cual subcomisaría?»…

– De modo -dijo Jeffrey despacio- que quienquiera que lo haya enviado sabía qué es lo primero que hace usted al llegar por la mañana, y en qué momento.

– Soy madrugadora -dijo la secretaria.

– Y él también -respondió Jeffrey.

Susan estaba estudiando minuciosamente los casos de jóvenes secuestradas y asesinadas cuando su hermano regresó de su reunión con el director de seguridad. Había esparcido fotografías de escenas del crimen e informes de localización por el suelo, en torno a su escritorio, creando un entorno macabro. Diana se encontraba fuera del círculo de la muerte, con los brazos cruzados, como intentando impedir que algo se le escapara del interior. Ambas alzaron la vista cuando Jeffrey entró.

– ¿Algún progreso? -preguntó Susan de inmediato.

– Tal vez -contestó su hermano-. Pero también malas noticias.

Lanzó una mirada fugaz a Diana, que en un instante leyó sus ojos, su voz y su postura.

– ¡Ni se te ocurra excluirme! -exclamó-. Algo te inquieta, Jeffrey, y tu primera maldita preocupación es buscar el modo de protegerme. Ni hablar.

– Es duro para mí -murmuró Jeffrey.

– Es duro para todos -terció su hermana.

– Tal vez. Pero mirad esto…

Les alargó a las dos mujeres la copia impresa del mensaje de correo electrónico que el director de seguridad había recibido esa mañana.

– Es mi nombre el que aparece al final, no el tuyo, mamá -dijo Jeffrey-. Supongo que al menos eso es una suerte. Tú no figuras en la lista.

Susan continuó mirando la carta.

– Aquí hay algo que no cuadra -comentó-. ¿Puedo quedarme con esto? Jeffrey asintió.

– Hablando de cosas más positivas, se me ha ocurrido una idea. Una posibilidad, supongo…

– ¿Cuál? -preguntó Susan, levantando la vista.

– He estado pensando en lo que dijo mamá. Lo de la nueva esposa de nuestro querido papaíto. Y me he preguntado: ¿qué buscaría él en una mujer?

– Dios santo, ¿a alguien como él? -inquirió Susan.

Diana se quedó callada.

Jeffrey hizo un gesto de afirmación.

– La bibliografía sobre los asesinos en serie da cuenta de un pequeño porcentaje de ellos que actúan por parejas. Por lo general se trata de un par de psicópatas que, mediante algún proceso indefinible y espantoso, se ponen en contacto el uno con el otro. La conjunción de sus personalidades refuerza y alimenta la complacencia de sus perversiones asesinas compartidas…

– Deja de hablar como un maldito profesor -lo interrumpió Susan-. Ve al grano.

– Pero ha habido numerosos casos de parejas formadas por un hombre y una mujer.

– Eso ya lo dijiste anoche. ¿Y qué?

– Pues que, en casi todos los casos, es la perversión del hombre la que impulsa la relación. La mujer es un apéndice. Pero, conforme su relación se hace más estrecha, más disfruta ella con la tortura y el asesinato, hasta que los dos acaban por ser compañeros en el sentido más real y profundo.

– ¿Ah, sí?

– Sé adónde quiere llegar -intervino Diana con suavidad-. La mujer lo está ayudando…

– Correcto. ¿Y para qué necesita ayuda? -Jeffrey hizo un gesto amplio en torno a sí-. Necesita ayuda para acceder a esto. Es aquí donde tenía que colarse, tanto física como electrónicamente. Es aquí donde ha estado observándome, desde el principio. Creo que la nueva esposa trabaja para el estado. Para el Servicio de Seguridad. -Dejó caer el listado impreso sobre el escritorio, con un leve golpe sordo-. Es una suposición tan buena como cualquier otra. Y tenemos un tiempo limitado.

Susan asintió.

– Triangulación -susurró.

– ¿Cómo dices?

– Es como se averiguaba la posición de un barco en el mar por medio de radiobalizas. Si uno conoce la dirección de tres líneas diferentes, puede determinar su posición en cualquier punto de la superficie terrestre. La clave, por supuesto, está en descubrir las tres señales. En cierto modo, eso es lo que estamos intentando.

– Sabemos qué tipo de casa buscar -se sumó Diana-, qué clase de espacio necesita para lo que hace…

– Y ahora debemos añadir a eso un nombre de esta lista… -señaló Jeffrey.

Susan titubeó y luego soltó:

– ¿Y te acuerdas de lo que dijo Hart en la cárcel? ¡Un vehículo! El tipo de vehículo adecuado para transportar a una víctima de secuestro. Una minifurgoneta. Con ventanas de vidrio ahumado.

Jeffrey se puso a trabajar con el ordenador.

– Eso no será un problema -dijo.

Susan cogió la lista impresa de empleados del Servicio de Seguridad. Comenzó a leer desde la parte superior de la primera página y se detuvo. Bajó los papeles y agarró el mensaje de correo electrónico que había llegado esa mañana. Sus ojos recorrieron las fotografías de mujeres muertas.

– Algo no encaja -dijo-. Lo noto. -Miró a su madre, luego a su hermano-. Nunca me equivoco -aseguró-. Es como en aquellos dibujos de las revistas infantiles en los que hay que buscar errores. Como un payaso con dos pies izquierdos, o un futbolista con una pelota de béisbol, cosas así. -Escrutó de nuevo las imágenes de las víctimas-. Nunca me equivoco -repitió.

Jeffrey pulsó algunas teclas del ordenador, y de la impresora que estaba sobre otro escritorio empezó a brotar otra lista, esta vez de automóviles. Se volvió hacia su hermana.

– ¿Qué es lo que ves? -preguntó.

– Todo es un rompecabezas, ¿verdad? -preguntó ella.

– Como todos los asesinatos. Y más aún los asesinatos en serie.

– La posición de los cadáveres -dijo Susan-, ¿por qué es importante?

– No lo sé. Siluetas de ángeles en la nieve. Cuando los asesinos se toman tantas molestias para presentar sus crímenes de una manera determinada, casi siempre es porque pretenden hacer una reflexión psicológica. En otras palabras, significa algo…

– Ángeles en la nieve. Ésa es la postura que ocasionó que te trajeran aquí, ¿verdad?

– Sí.

– Y se presta a especulaciones, ¿no es cierto? ¿No te hizo dedicar tiempo a intentar descifrar el significado de esa postura?

– Sí, durante las primeras semanas que pasé aquí. Eso contribuyó a mi renuencia a creer…

– Y entonces apareció un cadáver…

– Que en cierto modo representaba lo contrario. Como una pequeña prueba.

Susan se reclinó en su asiento, contemplando a las mujeres muertas.

– No significa nada. Lo significa todo. -De pronto se volvió hacia su madre-. Tú lo conocías -dijo con amargura-, tan bien como el que más. ¿Ángeles en la nieve? ¿Jóvenes tendidas como si estuvieran crucificadas? ¿El alguna vez…? -Le faltaron fuerzas para terminar la frase.

Pero Diana supo lo que le estaba preguntando.

– No, hasta donde recuerdo. Y cuando estábamos juntos, siempre era algo frío y sin pasión. Y rápido. Como una obligación. Un deber laboral, tal vez. Totalmente desprovisto de placer.

Jeffrey abrió la boca para responder, pero cambió de idea. Miró de nuevo las fotografías, colocándose al lado de su hermana.

– Quizá tengas razón. Podría ser simplemente un engaño. -Respiró hondo y meneó la cabeza, como intentando negar lo que estaba pensando, pero en vano-. Eso sería muy astuto -dijo lentamente-. No hay un solo investigador en el mundo, ni psicólogo, en realidad, que no se obsesionaría con las posturas tan características de los cadáveres de las víctimas. Es el tipo de cosas que estamos entrenados para analizar. Ocuparía todo nuestro pensamiento precisamente porque es un acertijo, después de todo, y nos sentiríamos impulsados a resolverlo…

Susan movió la cabeza afirmativamente.

– Pero ¿y si la solución es que lo que parece tan significativo en realidad no significa nada?

Jeffrey aspiró con brusquedad.

– Estoy harto de todo -murmuró despacio. Cerró los párpados-. Los dedos índices, eso es todo lo que quería realmente. Eso bastaba para recordárselo. Para él, lo importante es hacer. El resto sólo forma parte de sus engaños y ocultamientos. -Exhaló largamente, con un silbido, y extendió el brazo para posarlo sobre el brazo de su hermana-. ¿Lo ves? Somos capaces.

– ¿Capaces de qué? -preguntó Susan, con voz vacilante, porque justo en ese momento había comprendido exactamente lo mismo que su hermano.

– De pensar como él -contestó Jeffrey.

Diana soltó un grito ahogado. Sacudió la cabeza enérgicamente.

– Sois míos -dijo-, no de él. No lo olvidéis.

Jeffrey y Susan se volvieron hacia su madre, sonrientes, tratando de reconfortarla. Sin embargo, una debilidad en sus ojos reflejaba el miedo ante lo que estaban descubriendo sobre sí mismos.

Diana se percató de ello, al borde del pánico.

– ¡Susan! -exclamó con dureza-. ¡Guarda esas fotografías! Y no quiero oír una palabra más sobre… -Se interrumpió. Cayó en la cuenta de que lo único sobre lo que podían hablar era justo aquello que la aterraba.

Susan se inclinó para recoger pausadamente las imágenes y los informes de las mujeres muertas e introducir las fotos en sobres de papel de Manila, cada documento con sus instantáneas correspondientes. Guardaba silencio inquieta, aún consternada, aunque no estaba segura de por qué.

Cogió la última fotografía y la metió en su carpeta.

– Ya está. Mamá, he terminado. -De pronto, miró a su hermano con los ojos desorbitados, embargada por el miedo.

Él la vio y, sin saber por qué, se adueñó de él la misma angustia repentina.

Por unos instantes, Susan se quedó inmóvil, y Jeffrey casi podía ver su cerebro trabajando intensamente. Entonces su hermana giró sobre sus talones y se puso a contar.

– Algo no cuadra, algo no cuadra, oh, Jeffrey, Dios mío… -gimió.

– ¿Qué?

– Veintidós carpetas. Veintidós jóvenes muertas o desaparecidas.

– Así es, ¿y?

– En el mensaje hay diecinueve nombres.

– Sí. Estadísticamente, siempre había calculado que entre el diez y el veinte por ciento de las víctimas podían atribuirse a otras causas que no fueran el homicidio…

– ¡Jeffrey!

– Lo siento. No hablaré como un profesor, vale. ¿Qué es lo que ves?

Susan agarró el mensaje impreso que descansaba sobre el escritorio. Soltó un gruñido.

– La número diecinueve -musitó, doblándose como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en la barriga-. El nombre que aparece justo por encima del tuyo.

Jeffrey se fijó en el nombre y el número que tenía a su izquierda.

– Oh, no -dijo. De pronto, alargó el brazo, cogió los expedientes de las víctimas y comenzó a revolver los papeles.

– ¿Qué pasa? -preguntó Diana, con el mismo miedo en la voz que ya se había apoderado de los otros dos.

– El nombre número diecinueve no está en esta pila. Y la fecha es trece guión once. No consta el año. Eso es hoy. Como lugar aparece simplemente Adobe Street. No lo había visto -dijo, con un ligero temblor en los labios-, porque no podía ver otra cosa que mi nombre, debajo.