38491.fb2 Juegos De Ingenio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

Juegos De Ingenio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

24 El último hombre libre

Al ver la súbita explosión de luz en el interior de la casa, Diana Clayton reprimió un grito y Susan profirió una exclamación, «¡Dios!», casi como si el espacio oscuro que tenían delante hubiese estallado en llamas de repente. Ambas mujeres se encogieron ante la claridad que se extendió a toda velocidad sobre el césped, amenazando con dejarlas al descubierto en la linde del bosque, no muy lejos de donde Jeffrey había hecho un alto pocos minutos atrás. Susan se quitó despacio del cuello la correa de las gafas de visión nocturna y las tiró a un lado.

– Ya no tiene sentido seguir cargando con esto -farfulló.

Diana se acercó arrastrándose, recogió las gafas y se las colgó del cuello. Las dos mujeres estaban tendidas boca abajo aspirando el olor húmedo y terroso a hojas secas y arbustos silvestres descuidados. La casa en el centro del claro seguía brillando con una intensidad sobrenatural, como burlándose de la noche.

– ¿Qué está pasando? -preguntó la mujer mayor, de nuevo en susurros.

Susan sacudió la cabeza.

– O Jeffrey ha activado algún tipo de alarma interior que ha encendido todas las luces de la casa, o ellos han encendido todas las luces de la casa y han pillado a Jeffrey. De cualquier forma, él está dentro, y no hemos oído disparos, de modo que podemos suponer sin temor a equivocarnos que lo que tenía que pasar, fuera lo que fuese, ya ha empezado a ocurrir…

– Entonces tenemos que acercarnos a la parte de atrás -dijo Diana.

Susan asintió.

– Mantente agachada y haz el menor ruido posible. Vamos allá.

Empezó a abrirse paso rápidamente entre la maraña de arbustos y árboles. Iluminaba el sombrío sendero la luz artificial procedente de la casa, que se filtraba por la fronda. Por un momento, a Susan le pareció inquietante: el resplandor había eclipsado por completo la luz de la luna, haciéndola sentir como si ya no estuviesen solas y se cerniese sobre ellas el peligro constante de que las descubriesen. Avanzaba con agilidad, inclinada, corriendo de árbol en árbol como un animal nocturno temeroso del amanecer, esforzándose al máximo por permanecer oculta. Su madre la seguía trabajosamente, apartando matojos de su camino y soltando algún que otro improperio cuando la ropa se le enganchaba en una espina o una ramita la golpeaba en la cara. Susan aflojó el paso, por deferencia a las dificultades de su madre, pero sólo ligeramente; no sabía si les quedaba mucho tiempo o si ya era demasiado tarde, pero el corazón le decía que debía darse prisa, sin precipitarse, una distinción quizá demasiado sutil, pensó, habiendo vidas en juego.

Se detuvo por unos instantes, respirando agitadamente, pero no por el cansancio, con la espalda apoyada contra un árbol. Mientras esperaba a que Diana la alcanzara, reparó en un sensor de infrarrojos que hendía el aire delante de ella de forma invisible. El dispositivo era pequeño, de unos quince centímetros de largo, y semejaba un telescopio en miniatura. Sin embargo, ella sabía que era maligno y sabía por qué estaba allí. Lo había localizado por pura casualidad. Probablemente había cruzado el haz de media docena de aparatos parecidos mientras avanzaban por el bosque, pensó. De hecho, los tres ya habían previsto que eso ocurriera. Era el deber de su hermano mantener ocupada a la gente del interior de la casa y desviar su atención de la segunda oleada del asalto.

Diana se agachó a su lado, y Susan señaló el dispositivo.

– ¿Tú crees que nos han visto? -preguntó Diana.

– No, creo que les interesa más Jeffrey. -No reveló lo que estaba pensando: si su hermano se equivocaba respecto a esto, tal vez los tres morirían esa noche.

Diana Clayton movió la cabeza afirmativamente.

– Déjame recuperar el aliento -musitó.

– ¿Te encuentras bien, mamá? ¿Puedes seguir?

Diana tendió el brazo y le dio un suave apretón a la mano de su hija.

– Sólo me estoy haciendo un poco mayor, ¿sabes? No estoy tan en forma como tú para salir de excursión al bosque en plena noche. De acuerdo, vamos.

A Susan se le ocurrieron varias réplicas, y todas le parecieron ridículas, aunque se dio cuenta de que lo más ridículo de todo era que su madre enferma de gravedad estuviera atravesando penosamente un bosque laberíntico con pocas ideas en mente aparte del asesinato. Echó una mirada furtiva a Diana, como intentando calibrar la fuerza y la resistencia de la mujer mayor. Pero sabía que era imposible evaluar estas cualidades con un solo vistazo, que forma parte de la naturaleza de todos los hijos, por muy adultos que sean, creer que sus padres son más fuertes o más débiles, más virtuosos o más imperfectos de lo que son en realidad. Susan supuso que su madre tendría muchos recursos que ella ni siquiera sospechaba, y decidió confiar en ellos, fueran los que fuesen.

Apartó la mirada y la dirigió a la casa de su padre. De pronto cobró consciencia de que pocas semanas atrás el único sentimiento que le había inspirado su hermano era la confusión y que ahora estaba deslizándose por entre el musgo húmedo y los arbustos retorcidos, con un arma en las manos, mientras él se exponía al peor de los peligros y dependía de ella para inclinar la balanza a su favor. Se mordió con fuerza el labio y continuó caminando.

Diana la seguía, sorteando los obstáculos. Le vino a la cabeza un pensamiento de lo más extraño: Susan estaba más hermosa de lo que la había visto nunca. Entonces una rama salió impulsada hacia ella como un resorte y la esquivó. Soltó una obscenidad y reanudó su trabajosa marcha.

Con las armas bien sujetas, continuaron abriéndose camino entre los árboles, rodeando su objetivo, a paso lento pero inexorable, en dirección a la parte posterior, esperando que sus movimientos pasaran inadvertidos para los ocupantes de la casa.

Jeffrey estaba sentado en el borde de un lujoso sofá de piel oscura en el espacioso salón de su padre, rodeado de cuadros caros colgados en las paredes, una mezcla de colores modernistas vibrantes salpicados en lienzos blancos y obras más tradicionales, visiones estilo Frederic Remington del Viejo Oeste, con vaqueros, indios, colonos y carromatos cubiertos, en posturas idealizadas y nobles. Había varios objetos artísticos pequeños distribuidos por toda la estancia de techo bajo: jarrones y tazones indios; una lámpara de cobre batido a mano con una pantalla bruñida; alfombras auténticas tejidas por navajos en el suelo. Sobre una mesita de centro con superficie de cristal, junto a un grueso libro sobre Georgia O'Keeffe, había una serpiente de cascabel enroscada y momificada, con la boca abierta de par en par y los colmillos bien a la vista. Era el salón de un hombre rico, y pese al batiburrillo de diseños y estilos, rezumaba cultura y un gusto exquisito. Jeffrey dudaba que hubiese una sola reproducción en la casa.

Su padre estaba sentado en una butaca de madera y cuero, frente a él. El chaleco antibalas, la metralleta y la semiautomática de Jeffrey yacían en un montoncito a sus pies. Caril Ann Curtin se hallaba de pie, justo detrás de la butaca, con una mano sobre el hombro de su marido, y empuñando con la otra una pistola semiautomática pequeña, de calibre.22 o.25, supuso Jeffrey, y con un cilindro silenciador acoplado. «El arma de una asesina -pensó-. Un arma que mata con sigilo y un sonido apenas perceptible, como el de una botella al descorcharse.» Ambos iban de negro; su padre llevaba téjanos y un jersey de cuello vuelto de cachemira, y Caril Ann unos pantalones con trabillas y un suéter de lana tejido a mano. Por su aspecto y su porte, él aparentaba menos años de los que tenía. Era esbelto en extremo, se conservaba atlético; tenía la piel tersa, ligeramente tirante sobre los músculos nudosos. Tenía cierto aire de felino, una languidez de movimientos que sin duda entrañaba rapidez y fuerza. Tocó con la punta del pie las armas amontonadas en el suelo, y una leve expresión de repugnancia asomó a su rostro.

– ¿Has venido a matarme, Jeffrey? ¿Después de todos estos años?

Jeffrey escuchó la voz de su padre, que evocó en él los tonos que había oído hacía mucho tiempo, como si de pronto, años después, lo asaltase el recuerdo de un mal momento al volante de un coche, una carretera resbaladiza, un patinazo, un volantazo que salvó la situación por los pelos.

– No, no necesariamente. Pero sí que he venido preparado para matarte -repuso despacio.

Su padre sonrió.

– ¿Insinúas que habría habido alguna posibilidad de que no me abatieses a tiros si tu acercamiento más bien torpe hubiera pasado desapercibido?

– No me había decidido aún. -Al cabo de una pausa, Jeffrey añadió-: Sigo sin decidirme.

El hombre conocido ahora como Peter Curtin, y en otra época como Jeffrey Mitchell, entre otros nombres, seguramente, sacudió la cabeza y lanzó una mirada a su esposa, que no se inmutó y siguió observando al intruso de esa noche con el odio patente de un espectro.

– ¿En serio? ¿De verdad creías que esta noche llegaría a su fin sin que uno de los dos muriese? Me cuesta imaginarlo.

Jeffrey se encogió de hombros.

– Tú creerás lo que quieras -espetó.

– Eso es totalmente cierto -respondió Peter Curtin-. Siempre he creído lo que he querido, y he hecho lo que he querido también. -Dirigió a su hijo una mirada acerada-. Yo soy, tal vez, el último hombre verdaderamente libre. Desde luego soy el último con el que te encontrarás.

– Eso depende de cómo definas la libertad -replicó Jeffrey.

– ¿De verdad? Dime una cosa, Jeffrey, tú que has conocido este mundo nuestro. ¿Acaso no perdemos parte de nuestra libertad cada minuto que pasa? Tanto es así que, para intentar aferramos a lo poco que nos queda, nos recluimos entre muros y sistemas de seguridad, o nos venimos a vivir aquí, en este nuevo estado, que pretende erigir muros por medio de normas y reglas y leyes. Nada de eso puede detenerme. No, su libertad es una ilusión. La mía es real.

Pronunció estas palabras con una frialdad que llenó la habitación. Jeffrey pensó que debía responder algo, quizá discutir con él, pero en cambio se quedó callado. Esperó a que las comisuras de la boca de su padre, ligeramente curvadas en una sonrisa irónica, volvieran a adoptar una expresión neutra.

– Faltan tu madre y tu hermana -dijo Peter Curtin al cabo de un momento. A Jeffrey le pareció percibir un deje cantarín en su voz, teñida en parte de sarcasmo y en parte de suficiencia burlona-. He estado deseando que llegara el momento en que nos reuniésemos todos aquí. Si ellas estuviesen aquí, el reencuentro sería completo.

– No esperarías que las dejase venir conmigo, ¿verdad? -repuso Jeffrey enseguida.

– No estaba seguro.

– ¿Exponerlas al peligro? ¿Y dejar que nos mataras a todos con sólo tres balas? ¿O crees que me parecería más inteligente ponerte un poco más difícil las cosas para liquidarnos?

Peter Curtin se agachó, recogió la nueve milímetros grande de Jeffrey y la sacó lentamente de la funda. Examinó el arma por unos instantes como si le pareciese un objeto curioso, o extraño, y luego, con toda naturalidad, introdujo una bala en la recámara, quitó el seguro y apuntó directamente al pecho de Jeffrey.

– Pégale un tiro de una vez -siseó Caril Ann Curtin. Le dio un apretón en el hombro a su esposo, para incitarlo, y los nudillos se le pusieron blancos en contraste con el negro del jersey-. Mátalo ya.

– No me has puesto las cosas especialmente difíciles para liquidarte a ti, ¿no? -preguntó su padre.

Jeffrey fijó la vista en el cañón de la pistola. Se debatía entre dos pensamientos furiosos y contradictorios. «No lo hará. Aún no. Aún no ha obtenido de mí lo que quiere. -Y luego, igual de abruptamente-: Sí, sí que lo ha obtenido. Ha llegado mi hora.»

Respiró hondo y contestó en el tono más desapasionado que le permitieron su garganta y sus labios resecos:

– ¿No crees que, si hubiese dedicado tanto tiempo a planear mi aproximación a esta casa como tú dedicas a planificar tus asesinatos, sería yo quien estaría empuñando esa pistola, y no tú? -Eligió las palabras con cuidado, procurando que no le temblara la voz.

Peter Curtin bajó el arma. Su esposa emitió un gruñido, pero no se movió.

Cuando Peter Curtin sonrió, dejó al descubierto una dentadura reluciente y perfectamente regular. Se encogió de hombros.

– Formulas las preguntas como el profesor universitario que eres, con bonitas florituras retóricas. Ese tono debe de darte resultado en las aulas. Me pregunto si los alumnos se quedan pendientes de cada palabra tuya. Y las jovencitas, ¿se les acelera el pulso y se les humedece la entrepierna cuando entras pavoneándote en clase? Seguro que sí. -Se rio, alzó la mano y tocó con ella la de su mujer, que seguía posada sobre su hombro. Luego, de forma más fría y calculadora, prosiguió-: Haces presuposiciones sobre mis deseos que pueden o no ser ciertas. Tal vez no tenga intención de hacerles daño ni a Diana ni a Susan.

– ¿De veras? -preguntó Jeffrey, enarcando una ceja-. No lo creo.

– Bueno, eso está por verse, ¿no? -replicó su padre.

– No volverás a encontrarlas -aseguró Jeffrey, insuflando convicción a su mentira.

Su padre sacudió la cabeza despacio.

– Claro que las encontraré, en el momento que quiera. He sido capaz de prever todas las decisiones que has tomado, Jeffrey, todos los pasos que has dado. Lo único que no sabía con certeza era si aparecerías tú solo o con ellas dos, dando tumbos y activando todas las alarmas del sistema. El problema reside en que no tenía idea de lo cobarde que eres, Jeffrey.

– He venido, ¿no es cierto?

– No tenías elección. O, mejor dicho, yo no te he dejado otra elección…

– Podría haber enviado una unidad de Operaciones Especiales.

– ¿Y perderte este cara a cara? No, no lo creo. Esa nunca fue una alternativa real, ni para ti, ni para tu madre ni para tu hermana.

– Están a salvo. Susan está cuidando de mamá. De todos modos, es una rival más que digna para ti. Y no las encontrarás. Esta vez no. Nunca más. Las he enviado a un lugar totalmente seguro…

Peter Curtin soltó una risotada, un sonido estridente e inhumano.

– ¿Y qué lugar es ése, si no es indiscreción? Se supone que éste es el «último lugar seguro», y ya les he demostrado a todos lo grande que es esa mentira.

– No las encontrarás. Ahora están muy lejos de tu alcance. He aprendido lo suficiente de ti para conseguir eso.

– Yo diría más bien que te he demostrado en las últimas semanas que nada está lejos de mi alcance.

Peter Curtin sonrió de nuevo. Jeffrey aspiró profundamente y decidió responder con un contragolpe rápido.

– Tienes un gran concepto de ti mismo… -Titubeó levemente al contenerse para no emplear la palabra «padre». Se apresuró a llenar el silencio que había creado, añadiendo-: No es un fenómeno infrecuente en los asesinos como tú. Os gusta engañaros a vosotros mismos convenciéndoos de que de algún modo sois especiales. Únicos. Extraordinarios. No eres más que uno entre tantos. Pura rutina.

Una expresión sombría cruzó el rostro de Peter Curtin. Entrecerró los ojos ligeramente, como si su mirada penetrase más allá de las palabras de Jeffrey, directamente hasta su imaginación. Luego, casi tan rápidamente como había aparecido, esa expresión se esfumó y cedió el paso una vez más a la sonrisa y al tono divertido de su voz.

– Me tomas el pelo. Quieres hacerme enfadar antes de que esté listo para ello. Típico de un hijo, ¿no? Intentar descubrir alguna debilidad en su padre y aprovecharse de ella. Pero estoy descuidando mis modales. Lo único que has conocido de tu madrastra Caril Ann, hasta ahora, es su eficiencia. Caril Ann, querida, éste es Jeffrey, de quien tanto te he hablado…

La mujer no movió un músculo ni esbozó la menor sonrisa. Continuó mirando a Jeffrey Clayton con una furia no contenida.

– ¿Y mi hermanastro? -inquirió Jeffrey-. ¿Por dónde anda?

– Ah, creo que eso lo descubrirás tarde o temprano.

– ¿A qué te refieres?

– No está aquí. Está fuera… eh, estudiando.

Los dos hombres se sumieron en un breve silencio, sin despegar la vista el uno del otro. Jeffrey se notó el rostro congestionado, como si le hubiese subido la temperatura. El hombre sentado frente a él era un extraño y a la vez un conocido íntimo, una persona de la que lo sabía todo y a la vez nada. Como estudioso de los asesinos, como investigador, como el Profesor de la Muerte, sabía mucho; como hijo del hombre, sólo conocía el misterio de sus propias emociones. Experimentó una curiosa sensación de mareo al preguntarse qué tenían en común y qué los diferenciaba. Y, con cada inflexión en la voz de su padre, con cada uno de sus gestos, cada pequeño ademán, Jeffrey notaba una punzada de miedo al pensar que quizás él mismo hablase así, se comportase así, tuviese ese aspecto. Era como mirarse en un espejo deformante de una feria de atracciones e intentar determinar dónde empezaba y dónde acababa la distorsión. Jeffrey se sentía como si hubiera respirado del mismo aire o bebido del mismo vaso que un hombre aquejado de una enfermedad altamente virulenta e infecciosa. Y ya sólo quedaba el período de incubación para averiguar si el virus se estaba reproduciendo en su interior.

Aspiró con fuerza.

– No vas a matarme -dijo tajantemente.

Su padre sonrió otra vez. Saltaba a la vista que lo estaba pasando en grande.

– Tal vez sí -repuso- y, por otro lado, tal vez no. Pero esta vez has planteado una pregunta equivocada, hijo.

– ¿Y cuál es la pregunta correcta? -quiso saber Jeffrey.

El hombre mayor arqueó una ceja, como extrañado por el tono de la respuesta de Jeffrey o por el hecho de que su hijo no conociese la respuesta.

– La pregunta es: ¿tengo que hacerlo?

A Jeffrey le pareció que de pronto hacía más calor en la sala. Se le habían secado los labios. Oyó su propia voz, pero las palabras se le antojaron ajenas, como si las pronunciase otro, una persona desconocida y distante.

– Sí -contestó-. Creo que deberías.

De nuevo su padre adoptó una expresión divertida.

– ¿Y por qué?

– Porque ya nunca volverías a sentirte seguro. Nada te garantizaría que yo no esté ahí fuera, buscándote. Y nunca tendrás la certeza de que no vuelva a encontrarte. No puedes llevar a cabo tus acciones sin una sensación de seguridad. Una sensación de seguridad absoluta. Forma parte esencial de tu camuflaje. Y, sabiendo que yo estoy vivo, jamás te verías del todo libre de dudas.

Peter Curtin sacudió la cabeza.

– Claro que sí -dijo-. Puedo garantizar todas esas cosas.

– ¿Cómo? -preguntó Jeffrey con aspereza.

Su padre no contestó. En cambio, se inclinó hacia una mesa de lectura cercana para coger un aparato electrónico pequeño que había sobre ella. Lo alzó de manera que Jeffrey pudiera verlo.

– Por lo general -dijo su padre- estas cosas son para parejas jóvenes con hijos recién nacidos. Creo que tu madre usó uno cuando nacisteis tú y tu hermana, pero no lo recuerdo con exactitud. Ha pasado mucho tiempo. El caso es que funcionan sorprendentemente bien. -Peter Curtin pulsó un interruptor y habló por el intercomunicador-. Kimberly, ¿estás ahí? ¿Me oyes? Kimberly, sólo quiero que sepas que tu única posibilidad ha llegado por fin.

Curtin oprimió otro botón, y Jeffrey oyó una vocecilla metálica y asustada entre interferencias.

– Por favor, que alguien me ayude, por favor…

Su padre apretó el interruptor, cortando la voz en medio de su súplica.

– Me pregunto si sobrevivirá -comentó con una carcajada-. ¿Podrás salvarla, Jeffrey? ¿Podrás salvarla a ella, a tu hermana, a tu madre y a ti mismo? ¿Eres lo suficientemente fuerte y astuto? -Sonrió de oreja a oreja otra vez-. Dudo que alguien pueda ser lo bastante para salvaros a todos.

Jeffrey no abrió la boca. Su padre no apartaba la mirada de él.

– ¿Te eduqué bien?

– Tú no tuviste nada que ver con mi educación.

Peter Curtin sacudió la cabeza.

– Yo he tenido muchísimo que ver con tu educación. -Volvió a alzar el intercomunicador.

– ¿Y ella qué pinta en esto…? -empezó a protestar Jeffrey.

– Todo.

En medio del silencio que siguió, Caril Ann Curtin musitó de nuevo:

– Peter, deja que los mate a los dos ahora. Por favor. Te lo ruego. Todavía estamos a tiempo.

Pero Peter Curtin denegó su petición con un gesto de la mano.

– Vamos a medirnos en un juego, Jeffrey. Un juego de lo más peligroso. Y ella será la única pieza.

Jeffrey se quedó callado.

– Hay mucho en juego. Tu vida contra la mía. La vida de tu madre y tu hermana contra la mía. Tu futuro y el suyo contra mi pasado.

– ¿Cuáles son las reglas?

– ¿Reglas? No hay reglas.

– ¿Pues en qué consiste el juego?

– Vaya, Jeffrey, me sorprende que no lo reconozcas. Se trata del juego más básico de todos. El juego de la muerte.

– No te entiendo.

Peter Curtin le dedicó una sonrisa sardónica.

– Por supuesto que lo entiendes, profesor. Es el juego que se juega en un bote salvavidas, por ejemplo, o en la ladera de una montaña cuando llega el helicóptero de rescate. Se juega en trincheras y en edificios en llamas. ¿Quién vive, quién muere? Consiste en tomar una decisión aun sabiendo las consecuencias catastróficas que puede tener para terceros. -Aguardó, como si esperase oír una respuesta, pero al no obtener ninguna, prosiguió-: Te diré cuál será el juego de esta noche. Si la matas, ganas. Ella muere, y tú ganas a cambio tu vida, la de tu hermana, la de tu madre y la mía, pues serás libre de quitármela. O, si lo prefieres, podrás entregarme a las autoridades. O simplemente obligarme a prometer que no volveré a matar, y yo cumpliré esa promesa. De este modo, podrías dejarme con vida sin mancharte las manos de sangre con el más edípico de los asesinatos. Pero la elección será tuya. Ocurrirá lo que tú quieras. Yo estaré a tu entera disposición. Y para ganar lo único que tienes que hacer es matarla… -en la habitación se respiraba un aire sofocante-, matarla por mí, Jeffrey.

El hombre mayor se interrumpió y observó el impacto de sus palabras en el semblante de su hijo. Alzó el intercomunicador, pulsó el botón del receptor y, por unos segundos, dejó que los desgarradores sollozos de la joven aterrorizada inundasen la sala.

El trecho entre el límite del bosque y la parte posterior de la casa era más corto que por la parte delantera, pero aún quedaba por cruzar una extensión considerable del claro iluminado. Susan Clayton contempló ese espacio con recelo; era más o menos la misma distancia a la que podía tirar una mosca artificial con precisión hacia un pez que nadase a velocidad moderada. Casi podía oír el zumbido del sedal por encima de su cabeza al lanzarlo hacia delante con un gruñido de esfuerzo, sobre las aguas azules y rizadas de su tierra. Esto era algo que sabía que se le daba bien, calibrar la fuerza necesaria para arrojar una pequeña ilusión hecha de plumas, acero y pegamento en la trayectoria de su presa. No estaba tan segura de su capacidad para calcular la velocidad a la que podía cruzar el claro.

Diana Clayton también estaba evaluando su posición.

No le veía demasiado sentido. Respiró lentamente, intentando poner en orden sus pensamientos. Ella y su hija se hallaban tiradas boca abajo sobre la tierra húmeda, con la vista al frente, pero su mente estaba en otro sitio, intentando recordar cada detalle de la vida que llevaba hacía un cuarto de siglo y, lo que es más importante, cada rasgo del hombre con quien había convivido.

– Puedo llegar hasta allí -susurró Susan-, pero sólo si no hay nadie vigilando. -Luego negó con la cabeza-. De lo contrario, me verán antes de que avance dos metros. -Hizo una pausa-. Supongo que no tengo elección.

Diana tendió la mano y agarró a su hija del antebrazo.

– Algo no va bien, Susie. Necesito que me ayudes un momento.

– ¿Cómo?

– Bueno, para empezar, sabemos que hay dos puertas aquí detrás. La puerta trasera normal, que es la que vemos y da a la cocina. Es como cualquier otra puerta trasera. O al menos lo parece. Y luego hay una puerta oculta por la que se sale al exterior desde la sala de música. Debemos encontrarla. Tendría que estar por allí, a la izquierda, junto al garaje.

– Vale -dijo Susan-, nos moveremos en esa dirección.

– No, hay algo más que me inquieta. Deberíamos toparnos con el pabellón aislado. Ya sabes, el que según el contratista no aparece en los planos. Debería estar por aquí detrás, en algún lugar. Creo que nos convendría encontrarlo.

– ¿Por qué? Jeffrey está dentro de la casa. Y él también…

– Porque -dijo Diana eligiendo sus palabras con cuidado- ¿cuál es exactamente el propósito de un sistema de alarma? ¿Por qué asegurarse de, si alguien se acerca por el bosque o por el camino particular, poder detectarlo? ¿Por qué instalar este sistema sofisticado e ilegal aquí en este estado? -Sacudió la cabeza-. Sólo se me ocurre una razón. Para ganar algo de tiempo. Para estar prevenido. No es para protegerse de nada, y menos aún de la policía. Se trata simplemente de un sistema de aviso que le permitirá sacar unos minutos de ventaja, ¿no? Para disponer de un poco de tiempo. ¿Por qué habría de querer eso?

La respuesta a esta pregunta era evidente. Susan contestó en voz baja, en un tono que ponía de manifiesto que había comprendido perfectamente.

– Sólo hay una razón. Porque, si alguien viniese a buscarlo, alguien que sabe quién es y qué ha estado haciendo, necesitaría tiempo para marcharse. Para huir.

Diana asintió.

– Eso es lo que me parece a mí -dijo.

– Una ruta de escape -continuó Susan, pensando en voz alta-. David Hart, el hombre a quien Jeffrey me llevó a ver en Tejas… él dijo que había que prever eso: una vía de entrada y otra de salida.

Diana se dio la vuelta y miró la oscuridad a su espalda.

– ¿Qué dijo el contratista que había allí detrás? Susan sonrió.

– Un páramo despoblado, sin urbanizar, desiertos y montañas. Una zona protegida. Un parque estatal. Se extiende kilómetros y kilómetros…

Diana escrutó la negrura de la noche, que parecía haberlas seguido lentamente hasta allí, pisándoles los talones mientras ellas avanzaban por el bosque.

– O tal vez -dijo con suavidad- sea la salida trasera del estado cincuenta y uno.

Las dos comenzaron a retroceder, apartándose del borde de la zona iluminada y alejándose oblicuamente de la casa, para escrutar la espesura que tenían detrás. El sotobosque parecía más denso allí, y sintieron como si muchas manos huesudas les tirasen de la ropa y les arañasen el rostro. Pese al fresco de la noche, ambas sudaban a causa del agotamiento y la tensión, y seguramente también del miedo. Susan se sentía como si estuviese intentando nadar en un lodazal fétido. Se abría paso agresivamente, luchando contra el bosque como si de un enemigo se tratara. La luz procedente de la casa era difusa, difícil, y su avance parecía sembrado de sombras y hoyos oscuros. Susan maldijo entre dientes, dio un paso, notó que el jersey se le enganchaba en un espino, le dio un tirón, perdió el equilibrio y se tambaleó hacia delante con un grito ahogado. Su madre la seguía, batallando contra las mismas dificultades.

– ¡Susan! ¿Te encuentras bien? -le preguntó en un susurro.

Susan no respondió de inmediato. Estaba lidiando con varias cosas a la vez: la sorpresa de la caída, un arañazo que le había hecho una espina en la mejilla, un golpe en la rodilla contra una roca, y, lo que era más importante, el tacto de metal frío bajo su mano. En aquella penumbra apenas se veía nada, pero avanzó a tientas, haciendo caso omiso de las otras sensaciones, y de pronto notó un objeto puntiagudo que le hizo un corte en la palma. Soltó un gemido de dolor.

– ¿Qué pasa? -inquirió Diana.

Susan no le contestó. Palpó aquella punta aguzada con cuidado, encontró una segunda y luego una tercera, todas ocultas bajo arbustos y matas.

– Carajo -dijo-. Mamá, ven, toca esto.

Diana se puso a cuatro patas junto a Susan. Dejó que su hija guiara su mano hacia delante hasta que ella también palpó la hilera de estacas que sobresalían del suelo.

– ¿Tú qué crees que…?

– Vamos por buen camino -aseveró Susan-. Imagínate que vienes por aquí, pero no quieres que ningún vehículo te siga. Los neumáticos quedarían bonitos después de pasar por aquí, ¿no? Ve con cuidado, puede haber otras trampas.

Tres metros más adelante, Susan topó con una zanja poco profunda, pero capaz de romper los ejes de un coche, excavada en la tierra. Volvió la mirada atrás, hacia la casa. Resplandecía, a quizás unos cien metros de distancia, proyectando su luz hacia el cielo. Alcanzó a distinguir, a duras penas, una banda muy angosta de terreno despejado que atravesaba el bosque en dirección a la luz. Era un sendero, pensó, pero tan invadido por matojos y hierbas que, si uno no sabía exactamente adónde se dirigía, acababa atrapado en el sotobosque, como ellas. Sin embargo, si uno conocía bien el trayecto, podía moverse con rapidez por aquel terreno tan sumamente difícil.

– Ahí está -dijo su madre de pronto.

Susan se volvió y, tras dejar que los ojos se le acostumbrasen una vez más a la oscuridad, vio lo que Diana estaba señalando. Unos seis metros más adelante se alzaba un edificio pequeño, casi invisible entre los árboles y el follaje. Era de poca altura, de un solo piso, y alguien había plantado matas y helechos junto a los costados y en el tejado. Se acercaron lentamente al edificio. En la fachada había una puerta semejante a la de un garaje. Susan extendió el brazo hacia ella y se detuvo.

– Podría haber una alarma -dijo-, o quizás incluso alguna trampa.

No sabía si estaba en lo cierto respecto a esto, pero había muchas probabilidades de que así fuera. Y si era lo bastante inteligente para sospechar que habría algún dispositivo en la puerta, se dijo que más valía obrar en consecuencia.

Diana se había abierto paso trabajosamente hasta un costado.

– Aquí hay una ventana -dijo.

Susan se apresuró a situarse a su lado.

– ¿Llegas a ver el interior?

– Sí. Apenas.

Susan apretó la nariz contra el frío cristal y echó un vistazo al interior del edificio. Exhaló un lento suspiro.

– Has dado en el blanco, mamá. Tenías razón.

Las dos mujeres vislumbraron la figura cuadrada de un vehículo cuatro por cuatro moderno y caro pintado con colores de camuflaje. Por lo que podían ver, estaba cargado con bolsas y maletas, preparado para partir.

Diana se apartó de la ventana.

– Tiene que haber un camino. No uno en muy buen estado, pero un camino al fin y al cabo. Debe de pasar por entre los árboles. Él tendrá una ruta trazada, una vía de escape…

– Pero ¿por qué no aviones, o helicópteros, tal vez?

Diana se encogió de hombros.

– Montañas, desfiladeros, bosques… ¿quién sabe? Debe de haber imaginado cómo lo perseguirían, y habrá tomado medidas al respecto. ¿Sabes qué? Seguramente habrá otro garaje, a kilómetros de aquí, con otro vehículo. Y quizás un tercero, cerca de la frontera con Oregón. O en el camino hacia California. Pensándolo bien, esto último es más probable. Es un estado donde uno puede desaparecer fácilmente. Y está a tiro de piedra de México, donde no te hacen tantas preguntas, sobre todo si eres rico.

Susan movió la cabeza afirmativamente.

– No tiene que ser perfecto, sólo imprevisible. Eso es todo lo que él necesita. Una pequeña grieta por la que escurrirse.

Susan se dio la vuelta hacia la casa, respirando hondo.

– Tengo que entrar -dijo-. Estamos tardando demasiado, y tal vez Jeffrey esté en un buen aprieto. -Se volvió hacia su madre, que estaba respirando el viento frío de la noche-. Tú quédate aquí -indicó- y espera a que pase algo.

Diana sacudió la cabeza.

– Debería ir contigo.

– No -repuso Susan-. Lo último que queremos es que él escape. Además, creo que podré moverme más deprisa y tomar decisiones más rápidamente si sé que estás a salvo aquí abajo.

Diana podía apreciar la lógica de aquello, aunque no le gustara.

Susan señaló el sendero semioculto que discurría por el sotobosque hacia la casa.

– Ése es el camino. No le quites ojo.

Por un instante le vinieron ganas de abrazar a su madre, y decirle algo sensiblero y afectuoso, pero reprimió el impulso.

– Nos vemos dentro de un rato -dijo con entusiasmo fingido. A continuación giró sobre sus talones y echó a andar al paso más veloz que pudo de regreso hacia donde creía que se encontraba su hermano, pendiente del hilo psicológico más delgado.

Jeffrey tenía la garganta irritada, como si hubiese echado una carrera rápida en un día caluroso y seco. Se lamió los labios para humedecérselos, pero tenía la lengua igual de reseca.

– ¿Y si me niego? -preguntó con voz quebradiza.

Su padre sacudió la cabeza.

– Dudo que te niegues, cuando pienses bien en la oferta que te estoy haciendo.

– No lo haré.

Peter Curtin se removió en su asiento, como si la respuesta de su hijo le pareciera inadecuada, incompleta.

– Es una decisión instintiva y poco meditada, Jeffrey. Reflexiona sobre la oferta con mayor detenimiento.

– No me hace falta.

Su padre frunció el entrecejo.

– Claro que sí -replicó en un tono entre burlón y exasperado, como si no estuviese seguro de cuál era el más apropiado-. La alternativa para mí, claro está, es simplemente hacerle caso a mi amada esposa aquí presente y aceptar el consejo que me ha estado dando con tanta insistencia. ¿Cuánto crees que me costaría, Jeffrey, decirle a Caril Ann: «Resuelve este dilema por mí»? Y ya sabes lo que haría.

Jeffrey echó una ojeada a la mujer de expresión dura, que permanecía rígida, deslizando de forma casi imperceptible el dedo sobre el gatillo de su pistola. Seguía fulminándolo con la mirada, conteniendo a duras penas su ira. Jeffrey supuso que, del mismo modo que su padre había previsto ese encuentro, ella también. Se preguntó qué le habría contado él a lo largo de los años, y qué experiencias homicidas había compartido con ella, a fin de prepararla para ese último acto. Despacio pero con firmeza, como quien encarniza a un perro. Ella mantenía los ojos fijos en él, y los músculos tensos bajo su suéter. Y, al igual que ese perro cuya esencia entera está contenida en una sola orden de su amo, ella aguardaba a que él pronunciara la palabra indicada. «Es una mujer -pensó Jeffrey- que ha desechado toda idea o sentimiento, y no ha dejado más que rabia en su interior. Y toda esa rabia está centrada en mí.» La fuerza de la mirada de Caril Ann era como la de un viento intenso y maligno.

– ¿Sigues sin verlo claro? -preguntó su padre-. ¿Todavía dudas?

– No puedo hacerlo -contestó el hijo.

Peter Curtin movió la cabeza de un lado a otro, en una muestra exagerada de desilusión.

– ¿Que no puedes? Qué ridiculez. Todo el mundo puede matar si le proporcionan los estímulos adecuados. Diablos, Jeffrey, los soldados matan obedeciendo órdenes endebles de los oficiales a quienes han aprendido a odiar. Y su recompensa es considerablemente menor que la que te ofrezco esta noche. Por cierto, Jeffrey, ¿qué sabes en realidad de esta chica?

– No gran cosa. Es alumna de último año de instituto. Tengo entendido que mantuvo una relación con tu otro hijo…

– Sí. Por eso la elegí. Por eso y por lo conveniente de su horario y su costumbre de atajar por una zona deliciosamente desierta de nuestra pequeña ciudad. De hecho, siempre me ha caído bien. Es agradable, está un poco confundida respecto a la vida, pero eso es normal en una adolescente. Es atractiva, de un modo fresco y puro. Parece inteligente, no brillante ni excepcional, pero espabilada. Desde luego, con muchos números para que la acepten en una buena universidad. Aun así, no es fácil predecir qué clase de futuro la espera. Ahora bien, otras son más listas, más triunfadoras, pero Kimberly posee otra cualidad, tiene algo de aventurera. Es un poco rebelde… supongo que eso es lo que le atrajo a tu hermanastro de ella… lo que hace que sea más interesante que la mayoría de los adolescentes que este estado fabrica como en serie.

– ¿Por qué me estás contando esto?

– Ah, tienes razón, no debería. Su forma de ser no forma parte de la ecuación. El hecho de que tenga una vida, sueños, esperanzas, deseos, lo que sea, bueno, eso no importa realmente, ¿verdad? ¿Qué característica de esta joven puede llevarte a plantearte siquiera que su vida puede valer más que la tuya, que la de tu hermana y tu madre, que las vidas de tantas otras jóvenes que seleccionaré en el futuro? A mí me parece la decisión más sencilla del mundo. Si la matas, te salvas a ti mismo. Y, como incentivo adicional, salvas a todas esas otras personas. Puedes poner fin a mi carrera, incluso a mi vida, como ya te he dicho. Matarla te resultaría rentable desde el punto de vista económico, estético y emocional. Una vida perdida, muchas vidas salvadas. Me parece un precio extremadamente reducido. -Peter Curtin le sonrió a su hijo-. Demonios, Jeffrey, si la matas serás famoso. Serás un héroe. Un héroe para este mundo moderno en que vivimos. Con defectos, pero decidido. Te aplaudirá prácticamente todo el mundo en todo el país, salvo tal vez los deudos de la joven Kimberly. Pero sus protestas sin duda serán mínimas. Y eso si se enteran de toda la verdad, cosa poco probable teniendo en cuenta lo eficientes que son las autoridades de este estado a la hora de encubrir la información desagradable. Así que de verdad no me explico que dudes ni por un instante.

Jeffrey no contestó.

– A menos… -prosiguió su padre despacio- que tengas miedo de lo que puedas descubrir sobre ti mismo. Eso podría ser un problema. ¿Tienes alguna ventana en lo más profundo de tu ser, Jeffrey, que no quieres abrir, ni siquiera un resquicio, por temor a lo que pueda entrar? O tal vez a lo que pueda salir… -Era evidente que Peter Curtin se estaba divirtiendo-. Ah, y supongo que eso haría que el precio de esta joven tan poco memorable se elevara un poco más de lo que habíamos previsto en un principio…

Esta era una pregunta que Jeffrey no estaba dispuesto a responder.

Observó a las dos personas que tenía delante, fijándose en el brillo en los ojos de su padre y comparándolo con la mirada gélida de su esposa. Formaban una pareja curiosamente desigual en ese momento. La mujer estaba como agazapada, encogida, ansiosa por matar. Su padre, por otro lado, se mostraba relajado, generoso con las palabras, poco preocupado por el tiempo, complacido por el dilema que estaba planteando. Para él, el asesinato no era más que el postre; la tortura constituía el plato principal. Al oír el tono de mofa de su padre, a Jeffrey no le costó imaginarse lo duros que debieron de resultar los últimos minutos de vida de tantas personas.

La luminosidad de la estancia, el calor cada vez más intenso que lo envolvía, la presión constante que ejercía su padre con sus palabras cantarinas, todo ello se conjuraba para oprimirle el pecho como el agua en las grandes profundidades. Deseaba luchar por subir a la superficie para respirar. Se percató de que en ese momento estaba atrapado en la más elemental de las trampas, y de que el hombre sentado frente a él sabía que su hijo caería de cabeza en ella: el hecho de que la diferencia entre su padre y él fuera extremadamente sutil; a él le importaba la vida. A su padre no.

Él quería vivir.

A su padre, que había segado tantas vidas, le daba igual si moría o no esa noche. Sus prioridades eran muy distintas.

Jeffrey permaneció callado, intentando recuperar la compostura con cada bocanada de aquel aire sofocante.

«Tiempo -pensó bruscamente-. Necesitas ganar tiempo.»

Su mente se puso a trabajar a toda prisa. Su hermana debía de estar a punto de llegar, pensó, y su aparición tal vez volvería las tornas lo suficiente para liberarlo del nudo que su padre había atado en torno a su corazón. Y luego, al margen de la llegada de Susan, estarían las fuerzas del Servicio de Seguridad.

Cada segundo que pasaba los acercaba más y más a una situación límite.

Miró a su padre. «Vete por las ramas», pensó.

– ¿Por qué habría de fiarme de ti?

Peter Curtin sonrió.

– ¿Qué? ¿Desconfías de la palabra de tu propio padre?

– Desconfío de la palabra de un asesino. Eso es lo único que eres. Quizá yo haya venido cargado de preguntas, pero tú las has respondido ya. Ahora sólo me quedan dudas sobre mí mismo.

– ¿No son todas esas cosas consustanciales a la vida? -inquirió Curtin-. ¿Y quién sabe más sobre el juego de la vida y la muerte que yo?

– Tal vez yo -respondió Jeffrey-. Y tal vez yo sepa que no se trata de un juego.

– ¿Que no es un juego? Jeffrey, me sorprendes. Es el juego más fascinante de todos.

– Entonces, ¿por qué estás dispuesto a renunciar a él esta noche? Si, como dices, lo único que tengo que hacer es meterle una bala entre los ojos a una completa desconocida, ¿te limitarás a agachar la cabeza y aceptar el destino que yo elija para ti? Lo dudo. Creo que estás mintiendo. Creo que estás haciendo trampa. Creo que no tienes la menor intención de hacer otra cosa esta noche que matarme. ¿Y cómo voy a comprobar que Kimberly Lewis sigue con vida? Podrías estar accionando una grabación con ese intercomunicador que tienes. Quizá la hayas dejado como a todas las demás, abandonada, tirada por ahí, como un despojo, en medio del bosque, con los brazos extendidos, en algún sitio donde no la encontrarán…

Curtin alzó la mano rápidamente mientras un destello de ira le asomaba a los ojos.

– ¡Nunca abandoné a ninguna! Ése no era el plan.

– ¿El plan? Sí, ya -dijo Jeffrey con sarcasmo-. El plan era pasarlo bomba tirándotelas a todas y luego matarlas, como hacen todos los tipos retorcidos y…

Curtin movió de pronto la mano como si asestara una cuchillada. Jeffrey suponía que habría furia en la voz de su padre, pero en cambio oyó un tono frío e impasible.

– Me esperaba más de ti -dijo Curtin-. Una reacción más inteligente. Más educada. -Juntó las yemas de los dedos ante sí y miró por encima del puente que formaban sus manos, clavando la vista en su hijo-. ¿Qué concepto tienes de mí? -preguntó de pronto.

– Sé que eres un asesino…

– No sabes nada -lo interrumpió Curtin-. ¡No sabes nada! No sabes comportarte en presencia de la grandeza. No me tratas con respeto. No entiendes nada. -Sacudió la cabeza-. No se trata de matar por matar, ni mucho menos. Matar es lo más sencillo de todo. Matar por deseo, matar por diversión, matar por la razón que sea. Es lo más fácil, Jeffrey. Simplemente una distracción. Si uno lo estudia todo con detenimiento, apenas presenta dificultades. El reto está en crear algo a partir de la muerte… -hizo una pausa antes de añadir-: y es por eso por lo que soy especial. -El padre miró al hijo por un momento, como si éste hubiese tenido que cobrar conciencia de todo esto antes-. He sido prolífico, pero no soy el único. He sido brutal, pero eso tampoco es nada del otro mundo. ¿Sabías, Jeffrey, que llegó un día, hace varios años, en que me encontré de pie ante el cadáver de una chica sabiendo con toda certeza que podía alejarme tranquilamente de ese lugar y que nadie entendería jamás la profundidad del sentimiento de triunfo que me embargaba? Y en ese momento, Jeffrey, caí en la cuenta de que todo era demasiado fácil de lograr. Lo que yo consideraba mi razón para vivir amenazaba con aburrirme. En ese instante, contemplé la idea del suicidio. Barajé otras posibilidades descabelladas, atentados terroristas, matanzas, asesinatos políticos, y las descarté todas, porque sabía que entonces la gente no me tomaría en serio y se olvidaría de mí. Pero mis aspiraciones eran más elevadas, Jeffrey. Quería ser recordado… -Esbozó una nueva sonrisa-. Y entonces tuve noticia del estado cincuenta y uno; este nuevo territorio en el que se depositaban tantas esperanzas e ilusiones, con una visión auténticamente americana del futuro basada en un concepto absolutamente idealizado del pasado. ¿Y quién encajaba en esta visión mejor que yo?

Jeffrey guardó silencio.

– ¿Quién permanece vivo en la memoria de la gente, Jeffrey, sobre todo aquí, en el Oeste? ¿Quiénes son los héroes? ¿Rendimos honores a Billy el Niño, con sus veintiuna víctimas, o a su despreciable ex amigo, Pat Garrett, que lo mató a tiros? Hay canciones sobre Jesse James, un asesino de lo más despiadado, pero no sobre Robert Ford, el cobarde que le disparó por la espalda. Las cosas siempre han sido así en Estados Unidos. Melvin Purvis nos interesa muy poco. Nos parece anodino y calculador. Por el contrario, las hazañas de John Dillinger se recuerdan después de todos estos años. ¿No sentimos vergüenza ajena cuando un parásito como Eliot Ness empapela a Al Capone? ¡Por evadir impuestos y sobornar al jurado! Qué patético. ¿Te acuerdas de quién llevó la acusación contra Charlie Manson? Vamos, Jeffrey: ¿no nos sentimos más intrigados por el hecho de que se haya demostrado que Bruno Richard Hauptmann no fue el culpable que apenados por el secuestro y asesinato del bebé de Lindbergh? ¿Sabías que en Fall River aún cantan las virtudes de Lizzie Borden, una mujer que asesinaba con un hacha, por Dios? Y podría seguir dándote ejemplos. Somos un país que venera a sus criminales, Jeffrey. Idealizamos sus fechorías y pasamos por alto sus barbaridades, sustituyéndolas por canciones, leyendas y algún que otro festival, como el día de D. B. Cooper, que se celebra en el noroeste del país.

– Los forajidos siempre han tenido cierto encanto…

– Exacto. Y eso es lo que yo he sido. Un forajido. Porque voy a robarle a este estado su cualidad más importante: la seguridad. Por eso es por lo que me recordarán. -Peter Curtin suspiró-. Ya lo he conseguido. Da igual lo que me pase esta noche. Verás: viva o muera, mi entrada en la historia está asegurada. La garantiza tu presencia y la atención mediática que recibirá esta noche antes de acabarse. -Se impuso un nuevo y breve silencio en la habitación, antes de que el asesino hablara de nuevo-. Ahora ha llegado el momento de que tomemos una decisión, Jeffrey. Tú formas parte de mí, lo sé. Ahora debes asumir esa parte que compartimos e inclinarte por la opción más obvia. Es la hora, Jeffrey. Es hora de que asimiles la auténtica naturaleza del asesinato. -Miró a su hijo-. Matar, Jeffrey, te hará libre.

Curtin se puso de pie. Extendió rápidamente el brazo hacia la pequeña mesa de lectura y abrió un cajón con un leve chirrido. Del interior sacó un cuchillo grande del ejército, que extrajo de una funda color caqui. El acero pulido de la hoja serrada relumbró a la luz de la sala. Curtin admiró el arma, acariciando el borde romo por unos instantes, antes de darle la vuelta y colocar el dedo contra el filo. Levantó la mano para mostrarle a Jeffrey el hilillo de sangre que le manaba del pulgar.

Aguardó alguna reacción por parte de su hijo. Jeffrey intentó mantener el semblante lo más inexpresivo posible, mientras por dentro sus emociones tiraban de él como la corriente de resaca en una playa en verano.

– ¿Qué? -dijo Curtin, sonriendo una vez más-. ¿Creías que te dejaría sobrellevar esta experiencia con algo tan antiséptico como una pistola? ¿Que lo único que tendrías que hacer sería cerrar los ojos, rezar una oración y apretar el gatillo? ¿Una ejecución distante y limpia como la de un pelotón de fusilamiento? Eso no te ayudaría a encontrar el camino al conocimiento auténtico.

De repente, Curtin arrojó el cuchillo a través de la habitación. Destelló en el aire por un instante antes de caer con un golpe seco a los pies de Jeffrey, aún reluciente, como si estuviera vivo.

– Es la hora -repitió su padre-. No tengo paciencia para aplazar esto más.