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Dos años atrás, conservadores y socialistas, con el Front comandado por Francesc Petit, se habían reunido para determinar qué hacer con Juan Lloris, entonces aún presidente del Valencia pero ya con la amenaza latente de invadir el reservado espacio político. La estratégica retirada del empresario, organizada no sin falta de persuasión por Júlia Aleixandre, deshizo todos los acuerdos que los tres partidos, con desgana y forzados por la situación, habían tomado para regresar a las funciones que los ocupaban: acusarse unos a otros, como es normal entre el poder, la oposición y quienes pretenden ejercer de outsiders. Cada vez los reproches subían más y más de tono hasta llegar, con más frecuencia de lo deseable, a las insinuaciones personales, transformando la política parlamentaria en una serie de enconados desencuentros. El descrédito de la clase política es algo cada vez más evidente entre los ciudadanos, pero contra eso los políticos siempre juegan con la ventaja de que no existe alternativa al sistema democrático, aunque propicien a la vez una abstención significativa de electores siempre que no haya un tema, una causa, que, por su relevancia social, los movilice. Juan Lloris polarizaba las posturas. Para unos, porque votarían por el mal menor tratando de impedir su éxito; otros encontraban en él un voto de castigo contra los demás partidos, pero especialmente contra los componentes del bipartidismo. Y aún quedaba otro sector: quienes creían en él, necesitados como estaban de hombres enérgicos, de otra política, de una protección contra lo que intuían como inseguridad y desorden. La presencia de Lloris obligaba a los políticos a tomarse en serio y con eficacia una tarea que la rutina y la autoconfianza abusiva habían llevado a una situación de desprestigio y displicencia.

De nuevo, conservadores y socialistas se reunieron, esta vez sin la participación del Front, aunque les habría gustado contar con Francesc Petit si no fuera -así se lo reprochó Lluís Sola a Josep Maria Madrid- porque Horaci Guardiola, rémora socialista, no lo aceptaba. Madrid contraatacó esgrimiendo la inmensa deuda del Ayuntamiento, alrededor de cien mil millones de pesetas. No es ése el motivo de este encuentro, sino la necesidad, mucho más perentoria, de la unión de todos, de todos, remarcó Sola, contra el hombre que amenaza el prestigio de la ciudad, aunque según Madrid ese prestigio era algo que los conservadores, con su política de espectáculo, ya habían echado a perder. Toda España sabe de la desastrosa gestión de vuestro alcalde, de la irresponsabilidad administrativa. Tanto es así que necesitaremos dos legislaturas sólo para pagar las deudas que dejaréis en el Ayuntamiento y en la Generalitat. Y es más: sois unos auténticos irresponsables en el tema del agua. El agua es un bien común que necesitamos, replicó Sola, casi a gritos, pero también con un tono de voz elevado le contestó Madrid: si no paráis de construir, necesitaremos agua hasta de Portugal. ¿Desconocía Josep Maria Madrid que la construcción era el motor económico de la Comunidad? No lo ignoro, pero los socialistas también apostaremos por otros tipos de industria. Innovación tecnológica, por ejemplo. Sector que, pese a su importancia futurible, habéis despreciado. No pueden ponerse todos los huevos en el mismo cesto.

No llegaremos a ningún acuerdo si en el pacto de no agresión que nos conviene firmar participa Horaci Guardiola. Ahora el Front volverá a ser un partido que asustará a los electores, y Juan Lloris se aprovechará de eso. Te recuerdo, dijo a su vez Madrid, que todo lo que políticamente significa Lloris lo ha proyectado Júlia Aleixandre, ex militante vuestra. Tú lo has dicho: ex militante nuestra, no tenemos la culpa. ¡Por supuesto que la tenéis! La expulsasteis sin tener en cuenta lo que sabía, esa trastienda que conoce al dedillo y que tanto nos perjudicará a todos. ¿Y la ceguera socialista de provocar la caída de Francesc Petit? ¿No es eso una grave irresponsabilidad? Se lo ha cargado la gente del Front en un congreso extraordinario. No seas cínico, Madrid. Todo el mundo sabe cuánto has trabajado para acabar con él.

Estaban reunidos en el chalet de Lluís Sola, un regalo de su suegro, empresario retirado, en la urbanización de Santa Bárbara, en el término municipal de Rocafort. Salvo ellos, no había nadie más en el chalet. Les convenía discreción absoluta. Los electores no debían percibir que querían impedir el éxito mayoritario de Lloris, porque eso le convertiría de inmediato en una especie de mártir, en alguien que, si no interesa a los demás, es porque éstos quieren seguir repartiéndose el poder.

Josep Maria Madrid se levantó de la mesa. No se iba. Llevaba entre las manos una botella de cerveza. Efectuaba un simulacro de despedida, como si estuviera tan enfadado como para abandonar la reunión de un momento a otro. Para distender el ambiente, Sola admitió que Júlia Aleixandre les había hecho daño. Pero quedaba Petit. ¿Qué debían hacer con él? ¿Osaría aliarse con Lloris? No, dijo Madrid con mucha seguridad. Sin embargo, coincidían en que si se presentaba solo apenas sacaría un concejal. Aún era prematuro hacer cálculos, pero la militancia que le había sido fiel prácticamente se concentraba en la ciudad. Arriesgada, cualquier predicción. Les faltaban las encuestas que señalaran cómo quedaría el mapa electoral tras la escisión del Front. En cambio, algo estaba claro. Solà lo explicitó: Petit necesitaba dinero.

Si estás pensando en un crédito de Bancam, déjalo estar. Muy firme, la postura de Madrid al respecto. ¿Cómo le explicaría a Horaci Guardiola que ellos, también presentes en el consejo de administración, habían permitido que Petit se rearmara económicamente? Muy sencillo, respondió Sola, porque nosotros tenemos mayoría y se lo hemos concedido. Olvídate. Guardiola nos obligaría a llevar a cabo gestos contundentes, como abandonar Bancam o iniciar una guerra contra vosotros. Pero, si nosotros no le ayudamos, lo hará Lloris. Mira, Josep Maria, está muy claro que Júlia Aleixandre ya habrá concertado un encuentro con él. No, no, insisto en que Petit no se atreverá a ir con Lloris. ¿Ya no te acuerdas, dijo Sola, de que precisamente Lloris y sus cuatrocientos millones de pesetas hicieron posible que el Front se convirtiera en la fuerza política decisiva de la Generalitat? ¿Que si me acuerdo? Recuerdo incluso que vosotros le disteis doscientos millones más de Bancam.

Muy bien, recordemos los errores cometidos y flagelémonos con ellos. Cuando lo creas conveniente nos centraremos y analizaremos la actual situación. Ahora fue Sola quien se levantó enfadado. Se acercó a la cocina a por otra cerveza. Cuando volvió, Madrid estaba sentado, como dispuesto a hablar de nuevo.

– Se mire por donde se mire, es complicado.

– Pues algo tendremos que hacer, ¿no crees?

– Evidente -admitió Josep Maria Madrid.

– El problema es que descartas a Petit.

– Tengo las manos atadas. La presencia de Guardiola impide la suya.

– Y la de Guardiola preocupa a los empresarios.

– Algo debe quedar claro: al margen del pacto de no agresión entre nosotros, es obvio que cada uno hará los pactos personales que más le convengan.

– ¿Aceptaríais darnos el Govern si ganamos pero no obtenemos la mayoría absoluta?

– A la inversa, ¿lo aceptaríais vosotros?

– Ni en ti ni en mí han delegado para que discutamos eso. Pero el pacto es para que no gobierne Lloris.

– Supongo que reconoces el problema que ambos tenemos: cómo explicar a los electores de izquierdas que os damos el Govern; y vosotros aún lo tenéis más difícil, ya que una parte significativa de vuestro electorado preferiría a Lloris antes que a nosotros. Es curioso -dijo, pensativo, Madrid-: todos los cadáveres que tenemos en el armario se nos rebelan ahora.

Hagamos el recuento: Francesc Petit era el cadáver de Horaci Guardiola y Josep Maria Madrid. Júlia Aleixandre el de los conservadores, y Juan Lloris el cadáver que los amenazaba a todos.

– Estamos obligados a encontrar soluciones.

– ¿Qué piensa la patronal?

– ¿Ya sabes que me he reunido con José Antonio Tamarit?

– Y probablemente en su casa. ¡Por favor, Sola, que nos conocemos desde hace años!

– Tamarit -suspiró Sola- cree que hay que actuar con rapidez.

– Un brillante análisis -ironizó Madrid-. Pues yo quiero hacer una petición que me gustaría que le hicieras llegar: cuanto mejores sean la precampaña y la campaña que realicemos, más posibilidades tendremos de vencer a Lloris. ¿Me entiendes?

Sola captó el mensaje: gorra económica para todos.

– Hace unos instantes me has recordado que cada uno, al margen de los acuerdos puntuales, tendría sus pactos personales.

– Estamos ante una urgencia colectiva…

* * *

La señora Inés, viuda y madre de Miquel Pons, estaba orgullosa de su hijo. Era cierto que aún no había encontrado una buena forma de ganarse la vida, pero no dudaba que en las próximas oposiciones tendría la suerte que le faltó en las anteriores, cuando una inoportuna neumonía le había impedido presentarse. Buen estudiante, Miquel fue un joven que apenas le había dado un disgusto en comparación con los hijos de los demás padres del barrio, que sufrieron las rebeliones filiales contra el hábito de estudiar, además de varios problemas, algunos crónicos, con la coca y las drogas sintéticas.

Pese a ser una familia modesta, pasaban económicamente sin grandes apuros. Miquel ayudaba con trabajos temporales. No le hacía ascos a la ocupación laboral que fuera. La pensión de viudedad y la destreza como sastra de la señora Inés les permitían ahorrar un poco. El domingo, preparaba una pequeña paella para ambos. Alternaba la tradicional de pollo y conejo con la de verduras. Es un rito muy valenciano, el de la paella dominical, con la variante de que la mayoría de las familias lo llevan a cabo en restaurantes. El apetito de Miquel llenaba de gozo a la señora Inés, que, por otra parte, era una buena ama de casa. Miquel se zampó dos platos. Con la de verduras no se atiborraba tanto como con la otra. Y aún habría apurado el socarrat que quedaba si aquella tarde no hubiera tenido que continuar con el seguimiento de Júlia Aleixandre, con el ejercicio físico que suponía. Al acabar de tomarse el café, se puso la chaqueta.

– ¿Ya te vas?

– Sí, mamá.

– No te has comido ni el postre. ¿A qué viene tanta prisa?

– Voy al cine.

– ¿Albert no trabaja?

– Puedo ir solo. Ya soy mayorcito.

La señora Inés miró el reloj de pared del comedor.

– ¡Si aún son las tres! ¡Condenadas prisas!

Si le contara la verdad, caería fulminada de una lipotimia. Como Miquel, su madre era persona de costumbres sosegadas y tranquilas.

– Si no voy pronto, me quedaré sin una buena fila.

– Vamos, vamos, pásatelo bien, hijo.

Le dio un beso en la frente.

– No comas palomitas, llevan demasiado aceite refrito -le aconsejó con un leve reproche mientras le pasaba una mano por el pelo. Miquel asentía ordenándoselo de nuevo-. ¿Tienes dinero?

– Sí, mamá.

Le acompañó a la puerta. Allí volvió a besarle. Luego la señora Inés encendió el televisor, dispuesta a empalmar una película tras otra cambiando de canal, como todos los domingos, cuando por la tarde se tomaba un descanso.

Miquel se dirigió en el coche de Albert a la avenida de Francia, cerca de la Ciutat de les Arts i les Ciències, por donde Júlia Aleixandre tenía su apartamento en uno de los edificios más caros y visibles de Valencia, sin saber muy bien si la vería salir de casa. Quizá la asesora de Lloris había decidido pasar el domingo fuera. Miquel esperaría, no obstante, cumpliendo a rajatabla las órdenes de Albert. Llevaba unos cuadernos de ejercicios matemáticos. Aquello y las novelas de género negro eran su entretenimiento cultural. Empezó a resolver ecuaciones mientras vigilaba la portería de la finca, tan poco transitada como la propia calle.

Hacia las cinco -diez minutos antes-, Júlia salió en su coche por la rampa del garaje. Miquel lanzó el cuaderno sobre el asiento del acompañante y arrancó el vehículo. La escasa velocidad de Júlia y los semáforos le facilitaron seguirla, manteniendo una prudente distancia. En algunas calles, el tránsito se volvía más denso y la persecución más difícil. Miquel no era un conductor virtuoso. De hecho, sólo conducía cuando Albert le dejaba el coche. A pesar de todo consiguió llegar ileso a la playa de la Malvarosa, el destino de Júlia. Esperó en doble fila a que ella aparcase. También soportó con paciencia que un conductor, irritado porque no podía avanzar, hiciera sonar su claxon y le insultara. Tan encrespado ciudadano llevaba consigo esposa, dos hijos inquietos y una mujer mayor, todos aterrorizados por la actitud del responsable familiar. Miquel permaneció comprensivo. Pero, algo extraño en él, se molestó por la insistencia del claxon, que llamaba la atención de los peatones. Así pues, buscó un lugar para aparcar sin dejar de mirar a Júlia, que se dirigía a pie a uno de los edificios. Distraído, rozó la parte posterior de un vehículo parado. El conductor le dijo de qué tenía que morirse y se detuvo a su altura, con una cara en cuyos gestos se intuía un tipo que al llegar a casa repartía estopa a quien levantase la voz. Pero Miquel siguió atento, sin perder de vista a Júlia, que llamaba a uno de los timbres de un edificio orientado al mar. Memorizó el número del portal, tropezó con el coche estacionado a su lado, pero al fin, con sangre y sudor, consiguió un lugar en el abarrotado mundo del automovilismo urbano.

Bajó y comprobó los daños colaterales de la operación. El coche de delante tenía una raya rectísima a la altura de la puerta de atrás, el otro un faro roto y el de Albert un intermitente machacado y dos rayas paralelas desde el chasis de la rueda delantera hasta la puerta del conductor. No era exactamente matemático que él tuviera dos y el otro vehículo sólo una. Más que en el daño ocasionado, pensó en la tabarra que le daría su amigo, siempre tan orgulloso de su coche de segunda mano, comprado con muchísimas horas de dedicación a la regional valenciana. Para no dejar indicios de culpabilidad, sacó el coche de allí e inició la búsqueda de otra plaza de aparcamiento. La encontró al cabo de veinte minutos, no muy lejos de allí, beneficiándose del hueco de un conductor que se iba. Observó el indicador de gasolina y salió a dar un paseo para calmarse.

A las siete y cuarto acudió Albert. Luego volvería a la redacción. Miquel hacía ecuaciones dentro del coche. Señaló el edificio donde estaba Júlia, pero su amigo se dio cuenta del lamentable estado del intermitente y del chasis marcado.

– ¡Cagoenlaputa, lo has dejado como una cebra! Y el intermitente, ¿qué le has hecho?

Aunque tenía previsto defenderse, Miquel no sabía mentir. Se encogió de hombros, de cejas, de nariz. Levantó los brazos, incapaz de dar una explicación. Francesc Petit y Júlia salieron al balcón. Albert entró al coche.

– Parecen distendidos -apuntó Pons.

– Estaba seguro de que se verían.

– Esta mañana sugerías que era imposible.

– Miquel, mejor cállate; estoy que me subo por las paredes. Arreglar el coche me costará una fortuna.

– No lo arregles. El motor funciona. No sabes lo que he tenido que hacer para seguirla.

Petit y Júlia entraron al piso.

– Están follando -dijo Miquel.

– ¿No piensas en otra cosa?

– Lo intento.

– Quizá estén pactando.

– No es incompatible.

– Tenemos un dilema. ¿A quién seguiremos, a Júlia o a Francesc Petit?

– A Júlia.

– ¿Por qué?

– Sencillo: ella es la base de todo. Además, si ha venido a su casa es porque quiere pedir algo.

– ¿Y si sólo están liados y punto?

– ¿Y si ella se lo tira para sacarle un beneficio político? Uno y uno, dos.

– ¿Has tenido que esforzarte mucho para sumarlo?

– Lloris no puede pactar con nadie que no sea Petit, y, además, le necesita.

– Ya lo sé, hombre, ya lo sé… No digas perogrulladas.

– Me alegro de que coincidamos.

– Bien, ya tenemos los primeros movimientos: Júlia busca a Petit. ¿Habrán llegado ya a un acuerdo?

– No lo dudo. Si no fuera así, no se la tiraría. Y han estado poco tiempo en el balcón, como si quisieran ocultarse.

– Si quieren ocultarse, ¿por qué salen?

– Albert, ¿soy tu colaborador o tu rival? ¡Desmontas todo lo que digo!

– Estoy cabreado por lo del coche.

– Peor estarías si no hubiera descubierto la reunión.

– Mañana seguirás a Júlia.

– ¿Y tú?

– A Petit.

– Pues no. Mejor que yo siga a Petit, que no me conoce, y tú a Júlia, que no sabe nada de ti.

Albert, altivo y orgulloso:

– En esta ciudad muy pronto sabrán mi nombre de memoria.

– Mientras llega tan glorioso momento, no la pierdas de vista.

– Vuelvo a la redacción. Estaremos en contacto por el móvil.

– ¿Te llevas el coche? -Miquel observó la cara de pocos amigos de Albert-. Lo digo para que me dejes cerca del centro.

Se fueron diez minutos antes de que lo hiciera Júlia Aleixandre.

* * *

Repantigado en el sofá del salón comedor, Francesc Petit repasaba la cronología de los hechos. Al llegar Júlia a su apartamento, con una falda bastante por encima de las rodillas, con el foco de la entrada dándole a su pelo un brillo cálido, botas altas, medias negras, un elegante abrigo desabrochado, a Petit le asaltó la más perdonable de las debilidades humanas. Pero no le gustó su mirada de suficiencia, desafiante, como si su cuerpo se hubiera transformado de repente en un espejo que reflejaba la circunstancia de un hombre subyugado, atraído por su poderosa sexualidad. Quizá aquello fuese lo que estaba en juego, el poder. En el vestíbulo, cuando aún no se habían dicho nada, porque el motivo del encuentro no necesitaba palabras, con Júlia arrimada a la pared, sin acabar de desatar del todo una sonrisa, Petit se acercó a ella, que le esperaba. Entonces le cruzó la cara de un bofetón. Júlia se revolvió, furiosa. Su primer pensamiento fue el de marcharse, pero le exigió una explicación. De nuevo Petit la abofeteó.

– Que sea la última vez que intentas jugar conmigo. Te follaré porque quiero, no porque caiga en la trampa de tu coño.

Júlia se frotó la mejilla mientras con la cabeza, sosteniendo su mirada, asentía obediente. Le temblaba el párpado izquierdo, como si transmitiese un mensaje de duda, y sin embargo, Petit se lo había dejado claro: quién mandaba en aquella sociedad de conveniencia contra Juan Lloris. En realidad, él no había hecho más que exteriorizar la expresión de su debilidad con la autodefensa de la agresión, el deseo sexual que anidaba, como si durante años de espera hubiese llevado el nombre de Júlia grabado en la polla.

La pregunta, ahora que estaba allí plácidamente y creía tener en orden sus pensamientos, se le hizo inevitable: ¿con cuántos hombres se había ido a la cama con el propósito de que la sometieran? Sabía de cuatro anteriores a él. ¿Cómo se las arreglaría para no sucumbir ante una mujer que había hecho de la supervivencia política una profesión rentable? Había impedido que gobernaran los socialistas; los conservadores la expulsaron y utilizó a Lloris para volver a primer plano, y ahora el empresario estaba en su punto de mira aliándose con él. Una vez Lloris fuese borrado del mapa político, él sería alcalde… con los votos de los concejales de Júlia. Además, Lloris la había dejado al margen de los negocios con Higinio Pernón. Una mujer peligrosa, pero también su única alternativa. Sin ella no tenía ninguna posibilidad. Júlia no permitiría que en la candidatura figuraran más de dos candidatos favorables a él. Entonces reflexionó en el sentido que le convenía, para tratar de ver la luz: en una moción de censura, tres votos podrían servirle para darles el poder a los conservadores, o bien convencerlos de que le apoyaran a cambio de la ayuda de Democràcia Valenciana en la legislatura siguiente. Aquella amenaza frenaría las ambiciones de Júlia, por no hablar de que una alcaldía tutelada por él significaría un excelente trampolín no sólo en la ciudad, sino también en el resto del país. Pensó que tenía chance. Con él, Júlia lo tendría más difícil que con los demás. Al fin y al cabo, en aquella aventura no tenía mucho que perder. Si ganaba Lloris, se pondrían en marcha los planes de Júlia; si no, desde la oposición, daría a conocer su nuevo partido. Por otra parte, quién sabe si con el tiempo también se convertiría en el partido bisagra del Ayuntamiento. Apoyar a Lloris era la opción correcta. De pronto se preguntó qué respondería a sus militantes y a la prensa. La justificación más correcta políticamente era que prefería dar su apoyo a una formación autóctona antes que a partidos de obediencia estatal, aunque en el momento presente mantuviese a los conservadores en la Generalitat. Situaciones y coyunturas distintas, se dijo. Por puros que sean los militantes, se lo tragan todo. ¿No gobernaba Esquerra Republicana con partidos de estructura centralista? ¿No facilitó Convergencia i Unió el gobierno al PSOE y al Partido Popular? ¿Y Horacio Guardiola, pactando un puesto en la lista de los socialistas? Todo el mundo tendría que callar.