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El doctor que recibiría a Liam le citó el domingo por la tarde. Por la mañana, Martínez y él hicieron una excursión al Bony de les Neres acompañados por los tres perros. El español le había dicho que pasara a por él sobre las diez. En unas semanas no tenía previsto que le visitara nadie, de modo que podían verse sin tomar ningún tipo de precauciones. Los perros le olfatearon minuciosamente en el jardín, hasta que ambos entraron en casa para tomar un té. Antes Martínez le llevó al sótano, donde trabajaba, una estancia a primera vista desordenada, con tres ordenadores, una fotocopiadora, impresora, fax, lámparas ultravioletas, prensa eléctrica, fotolitos, tintas, bobinas, guillotinas… Con el fondo de una pared blanca, le hizo varias fotografías para sus documentos. Martínez le proporcionó una camisa distinta para cada foto. La nueva nacionalidad de Liam sería la canadiense. Desde principios de 2005, los pasaportes europeos contenían datos biométricos. Le contó que la falsificación se volvía más complicada con los años. Había recibido un mensaje advirtiéndole que pronto llegaría a Europa una tinta infalsificable diseñada por el mexicano Filiberto Vázquez -la llamaban tinta indeleble-, premio Nacional de Química por haber creado aquel nuevo sistema de detección. En cambio, por falsificar a los genios, Martínez nunca había recibido distinción alguna. Aun así, Liam podía circular con seguridad durante unos meses con sus nuevos documentos. Confiaba, además, en obtener la tinta del mexicano. Algunos katsas del Mossad estaban trabajando en ello. Martínez esparció en una mesa unos cuantos pasaportes canadienses para que Liam eligiera uno, pero no se decidió. Lo haría más tarde.
El español sacó su coche, apto para llevar a los perros y transitar por los caminos de montaña. Afuera, una vecina que tenía la casa unos treinta metros más abajo le esperaba.
– Buenos días, señor Romeu.
– ¿Qué tal, señora Neus?
– Muy bien, gracias. Quería pedirle el favor de siempre. -Hablaban en catalán. Liam escuchaba con atención-. Mire, mi hija ha tenido un niño…
– Cuánto me alegro. ¿Está bien?
– Perfectamente. Es precioso, pesa casi tres kilos y medio.
– Enhorabuena. Es su primer nieto, ¿no?
– Sí. Mi marido y yo estamos muy contentos. Hoy mismo nos iremos a Barcelona. Enseguida, ¿sabe? Pasaremos allí cuatro días.
– Váyase tranquila, vigilaré su casa y los gatos estarán bien atendidos.
– Se lo agradezco mucho, señor Romeu.
– Salude a su hija.
– De su parte.
La señora Neus le entregó una copia de las llaves.
– En el porche verá la comida.
– No se preocupe, también les cambiaré el agua todos los días.
– Muchas gracias. -Miró a Liam.
Martínez ofició las presentaciones:
– Un amigo canadiense. -Y volviéndose hacia Liam, en inglés y en voz baja-: Supongo…
– Mucho gusto.
– Igualmente, señora.
– ¿Habla catalán?
– Sólo un poquito, pero lo entiendo bastante.
Desde la puerta de su casa, el marido saludó a Martínez. Arrastraba una enorme maleta hasta un coche. Enseguida la llamó a ella.
– ¡Dios mío, qué tarde se nos hace!
Se despidió insistiendo en el agradecimiento.
Martínez abrió la puerta trasera del vehículo. Dos perros subieron alegres, ladrando. El otro, más joven y juguetón, corrió hasta la casa de la señora Neus atraído por la presencia de la colonia felina.
– Está como una cabra -dijo con resignación Martínez.
Arrancó y el perro acudió enseguida. El español lo amonestó verbalmente.
– ¿Cómo obtuviste la residencia andorrana? -le preguntó Liam.
– Ya has podido comprobarlo, por buena conducta -sonrió burlón Martínez.
El ascenso al Bony de les Neres era ideal para ponerse en forma o recuperarla. Solía ser un camino de tránsito familiar, no muy pesado. Martínez lo había elegido a conciencia, dado el aspecto físico de Liam, algo desmejorado desde la última vez que se habían visto. El trayecto empezaba en el puerto de Ordino, a través del bosque, a diferencia de la mayoría de las excursiones andorranas, que discurrían por encima del límite de los árboles. Los perros conocían bien la ruta y fueron por delante, molestándose unos a otros, jugando.
La conversación entre Martínez y Liam giró primero en torno al turismo del país, más inclinado aún al consumismo que al descubrimiento de espacios naturales. El español le explicó la vida que llevaba, más tranquila en cuanto al trabajo. Aquello le permitía dedicar más tiempo a la investigación de nuevas técnicas, a la lectura y al ocio excursionista. Apenas tenía contacto con la gente del pueblo, exceptuando a la señora Neus y al médico, soltero como él, con quien a veces pasaba unos días en ciudades francesas como Montpellier o Marsella. Aunque la ruta no era muy dura, Martínez observaba las dificultades físicas de Liam. El irlandés no se quejaba quizá por disimular sus dolencias, pero se detenía con la excusa de contemplar el paisaje. Las intuiciones del español no le pasaron desapercibidas a Liam. A casa de Martínez solían ir hombres como él, de vida incierta y ajetreada, siempre en el límite del riesgo y con las secuelas que ello conllevaba.
Entonces el español le preguntó a Liam si su fatiga mental le obligaría a cambiar de vida. El irlandés sabía cuál era la base de la pregunta y también que su respuesta no debía evitar la cuestión principal. Al fin y al cabo, Martínez era alguien de confianza, la única persona en quien podía verter sus dudas, sus frustraciones, el túnel sin salida que suponía su medio de vida. Liam insistió en el cansancio que le provocaba no disponer de residencia fija. Un refugio permanente, añadió, como si se tratara de desembuchar todos los secretos que albergaba. No se los confesaría todos, sin embargo. De hecho, abrió un silencio que la capacidad de observación de Martínez presentía como la antesala de una necesidad de abrirse, aunque también notaba en él cierta resistencia, quizá por todo lo que su vida asilaba de culpabilidad.
– ¿Dónde has estado últimamente? -le preguntó mientras se agachaba acariciando el lomo del pastor alemán.
El español no era ajeno a lo que implicaba que, por primera vez, se hubiera roto una norma de intimidad entre ambos con aquella pregunta normal en apariencia. Pero, por primera vez, Liam le había parecido físicamente mermado, con un rostro que reflejaba con nitidez aquel principio que dice que en un momento u otro todos nos rendimos ante la vida.
– En Tanzania.
Liam se adelantó unos metros. Con las manos en las caderas, de espaldas a Martínez, quitándole al perro unas ramitas emboscadas entre el pelo, miraba sin observarlos varios puntos del bosque.
– Conocerás bien África.
La conocía, sobre todo, por sus trabajos con el Mossad; gracias a que el español le había ayudado a integrarse en el departamento de inteligencia israelí, justo después de haber dejado Irlanda.
Liam dio un giro radical a la conversación. Le dijo que tenía decidido volver a Irlanda. Martínez se sorprendió: en el restaurante, un día antes, había expresado lo contrario. ¿Qué había cambiado? Las dudas, las vacilaciones, pensó el español. No tenía fecha fija, ni siquiera un año, pero acabaría por volver, porque lo cierto era que no encontraba diferencia alguna entre que le mataran en un sitio u otro.
– ¿Todavía trabajas para ellos?
Se refería al Mossad.
– No. Trabajo, simplemente.
Simplemente, pensó Martínez; pensó que Liam estaba realmente tocado. Las dos últimas palabras eran toda una declaración de intenciones. ¿Qué harás ahora, irlandés? ¿Contármelo todo? ¿Sólo una parte? Olvida la parte de Irlanda, no sabes que la conozco y es demasiado triste: un hombre recibe la orden de matar a su hermano por delator. Le perdona la vida, pero le condena a una vida desarraigada, lejos de cuanto ama, de aquello por lo que, con sólo dieciséis años, empezó a jugarse la piel. ¿Quizá crea que si vuelve será su propio hermano quien le ejecute? No, hace ocho años que está en la cárcel de Long Kesh. Él no lo sabe, yo no se lo diré.
– Irlanda… -dijo Martínez. Liam se había vuelto hacia él, como si quisiera afrontar con realismo todo lo que iba a decirle-. No vuelvas. Ignoro por qué no puedes hacerlo. No me interesa, pero, si hay heridas, el tiempo se encargará de cicatrizarlas.
Martínez impidió que evocara lo que más inquietaba la conciencia de Liam; lo que de insondable y amargo llevaba en la memoria. «No quiero oír nada de aquel acontecimiento. Para mí es un hombre íntegro que ha cumplido con los tratos acordados.» Entendía las debilidades humanas. A menudo se le había presentado la ocasión de entenderlas en hombres desesperados, atrapados por la dinámica de una vida acotada por circunstancias trágicas. Judíos que habían traicionado a otros judíos para salvarse del horror de los campos de concentración; judíos que optaron por el suicidio por la mala conciencia de haberse salvado. Historias contadas por sus padres, narradas desde la perplejidad, el estoicismo, el sentimiento de culpa impreso en la huella de un terror que paralizaba para toda la vida cualquier indicio de vitalidad. Como agente del Mossad que había sido, conocía el rigor inflexible de las organizaciones de todo tipo investidas de objetivos irrenunciables, desposeídas de la capacidad indulgente de atender a razones de carácter humano. Se había formado un juicio sobre la historia irlandesa de Liam: un joven de dieciocho años, bajo tortura, delata a sus compañeros. Él lo entendía. ¿Cómo no iba a entenderlo un hombre heredero del horror más inimaginable? Pero también sabía que las organizaciones con finalidades intrínsecas no daban nunca segundas oportunidades por lo que eso tenía de modelo ejemplarizante para todos.
– Tienes razón, da igual que te maten en un sitio u otro. La diferencia está en quién lo hará.
Liam pensó que Martínez se lo imaginaba, que tenía una idea aproximada de la historia de la parte de Irlanda. Ahora comprendía por qué le había dicho que no le interesaba. Quizá el español pretendiera librarse de disculparle. Un hombre como Martínez, en cierto modo involucrado en el mismo mundo, era un rehén de la incuestionable dureza del ambiente. Pero lo que quizá el español no sabía era que Liam tenía el orgullo empeñado en Irlanda, una mancha infalsificable que precisaba, para ser borrada, de la tinta indeleble de su retorno. Morir en Irlanda no en un acto de arrepentimiento, sino en una acción que evidenciaba su deseo de enfrentarse a la culpa, al descrédito, al juicio sumario que permanecía anclado en los años, en su amor propio de soldado irlandés.
– Volveré -dijo Liam-. A veces sueño con retirarme a cualquier lugar del mundo. Supongo que es una necesidad inconsciente, pero a la larga se me haría inhóspito. Siempre quedará en mí la idea del regreso.
– Deja que pasen los años.
– Los años no me dejan pasar a mí.
Entonces Martínez retomó la ruta. No quería seguir escuchándole y así lo entendió Liam. La historia africana no había dejado de ser el anuncio de una conversación que no llegó a empezar. Daba igual. Todo se relacionaba con sus cimientos irlandeses; con la nostalgia, la melancolía, la culpa.
Desde la cima, el paisaje era bellísimo. Sentados en el tronco de un árbol caído lo contemplaban en silencio. Las patrias, reflexionó en la intimidad Martínez. Ninguna valía una vida. Pero él la había arriesgado por Israel y Liam había matado por Irlanda y le habían condenado a muerte o al exilio permanente por ella. Las patrias lo devoran todo; implacables con los errores de sus hijos, llegan hasta la médula del alma, distorsionando o destruyendo todo cuanto de racional hay en el hombre.
Ismael, así se llamaba el doctor amigo del español Martínez. Más o menos tenían la misma edad, pero su figura le presentaba como un hombre poco avezado al deporte. Era alto -de la estatura de Liam-, de espaldas cargadas y con una barriga en expansión que pronto sería excesiva. Con el aspecto de alguien paciente y entregado a su oficio, usaba unas gafas de carey un poco antiguas, un poco enormes. Saludó al irlandés dándole la mano y le hizo pasar a la sala que usaba como despacho, comunicada con otra de exploración, más ancha y más larga, con una camilla, electrocardiograma, varios aparatos médicos como el espirómetro, el tensiómetro, una báscula-tallímetro y una vitrina metálica con muestras de fármacos. Se sentaron uno ante el otro separados por una mesa clásica con un ordenador que el doctor no encendió. No hacía falta ficha médica.
– Me llamo…
– No hace falta que me lo diga -dijo, amable, el doctor-. Hablemos de sus dolencias.
– Hace seis años sufrí una herida de bala con orificio de entrada y salida que me provocó perforaciones en el intestino y desgarros. Tuvieron que operarme de urgencia por el gran riesgo de infección, me practicaron una… -Liam buscó la palabra en inglés.
– Una laparotomía longitudinal y otra transversal.
– Eso es. Con amputaciones en el intestino.
– Quítese la ropa de cintura para arriba y tiéndase en la camilla.
Liam lo hizo. El doctor dejó sus gafas sobre la mesa. A primera vista, observó unas pequeñas protuberancias en su abdomen. Presionó una.
– ¿Siente dolor?
– Un poco.
Con las manos, una encima de otra, el doctor comprobó la solidez de las protuberancias. No lo hizo durante mucho tiempo. Le dijo que volviera a vestirse. Se puso las gafas. Embutiéndose en el jersey, Liam le preguntó si era grave.
– Todavía no.
El doctor esperó a que el irlandés tomara asiento.
– La herida le ha dejado unas eventraciones que en el transcurso de dos o tres años le obligarán a someterse a otra intervención quirúrgica reparadora.
Entonces Liam hizo una mueca de enojo.
– ¿Es indispensable?
– La necesita para evitar que derive en una estrangulación de los intestinos. Si no lo hace, pondría en peligro su vida.
– ¿Y mientras tanto?
– Sufrirá dolores cada vez más agudos que deberá calmar con potentes analgésicos. Quizá necesite incluso morfina. Además, tendrá que vigilar su alimentación y procurarse una dieta semilíquida para evitar digestiones pesadas.
– ¿Con eso podré aguantar dos o tres años?
– Cuanto antes pase por el quirófano, mejor. El tratamiento sólo es sintomático, para prevenir dolores, pero el único remedio definitivo es la cirugía.
El doctor fue hasta la vitrina y sacó dos cajas de Nolotil.
– Una botellita bebida o una cápsula cuando el dolor sea fuerte, cada cinco o seis horas.
También le llevó una caja de Buscapina.
– Cuando sea más leve, una cápsula cada cuatro o cinco horas.
El doctor Ismael le entregó las cajas y le hizo una receta para que consiguiera más. En la camilla, comprobando las protuberancias, había observado pequeñas cicatrices por todo el abdomen y el pecho, quizá fruto de la explosión de una granada.
– ¿Alguna dolencia más?
– Dos fracturas: una en la tibia (partida de un culatazo) y otra en el hombro derecho con ruptura de escápula y clavícula (un golpe con una barra de hierro).
– ¿Sufre dolores articulares?
– Sí, sobre todo en lugares húmedos y de bajas temperaturas.
– Seguramente no se lo trataron con técnicas de reducción y fijación, algo que ha impedido que las fracturas hayan sanado como debían. Por tanto, los dolores son normales y, además, en un futuro se adelantarán los procesos de descalcificación y artrosis. Los mismos analgésicos que le he recetado le ayudarán a calmar el dolor, pero le daré también antiinflamatorios para cuando los dolores se incrementen a causa de un esfuerzo físico.
El doctor se ayudó con ambas manos sobre la mesa para volver a levantarse. Buscó los antiinflamatorios en la vitrina. Desde allí le preguntó si fumaba.
– Un poco.
– De acuerdo, es un fumador empedernido -le dio los antiinflamatorios. Se sentó. Al quitarse las gafas se acentuó la severidad de su rostro-. Como médico estoy obligado a advertírselo muy seriamente. Verá, no se sorprenda si me imagino qué vida ha llevado. Soy amigo y colaborador de Martínez. Hay días festivos en los que por esta clínica pasan hombres muy parecidos a usted, de los que no sé al detalle a qué se dedican pero me basta con sus enfermedades. Cada vez que vuelven, esas enfermedades han empeorado. Lo único que puedo hacer por usted es advertírselo y aconsejarle que busque un rincón cálido y soleado para vivir, dieta y tratamientos corporales. Se lo diré sin rodeos: jubílese.
Liam se levantó.
– Gracias por sus consejos, doctor. ¿Qué le debo por la visita?
– Nada, pero ojalá no vuelva a verle.
No volvería a hacerlo. En el mundo no había ningún rincón cálido capaz de acoger su determinación de regresar a Irlanda. Agradeció al doctor Ismael su tiempo de descanso. Se dieron otro apretón de manos. Se fue.
En la calle buscó en una tienda el regalo de Rubén. Le compró media docena de calcetines de lana altos, dos suéteres, dos pijamas y un reproductor de música. Lo puso todo en una gran bolsa, con una nota en castellano pegada al aparato de radio: «Feliz cumpleaños, Rubén.» Dudaba si escribirle algo más. Al final lo dejó. Nunca había hablado con él. Sólo tenía una foto que le habían enviado los tutores de la Escuela de Acogida de Lima. Al día siguiente iría a Correos. Por la calle principal de Andorra la Vella transitaba mucha gente que entraba y salía de las tiendas o simplemente miraba con curiosidad escaparates. Le había ocurrido que a veces, en algunos países, había sentido el deseo de parar a cualquier persona e iniciar una conversación. No le pasaba con frecuencia. Tampoco aquel domingo, pero lo cierto es que le habría gustado que le contaran lo que hacían. Quería saber, aunque fuese escuchándola, cómo era una vida normal. Decidió sentarse en el taburete de la barra de una cafetería, al lado de un gran ventanal. Pidió un zumo. Esbozó una sonrisa. Le parecía irónico que un profesional del crimen, un tipo que arriesgaba su vida continuamente, siguiera los consejos dietéticos de un médico. Las vidas normales desfilaban ante él como si en la calle una pantalla reprodujese un mundo extraño, desconocido.