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«¿Recuerdan a Gérard Zacharie, un mercenario muy conocido en varios países africanos, bajo distintos nombres, del que les he hablado en alguna ocasión? Pues “la Bestia” Gérard vive ahora en Barcelona, tranquilamente, dirigiendo un pub de su propiedad.» Este fragmento de un artículo publicado en un diario francés, en septiembre de 2001, alertó a Gérard cuando otro periódico, catalán, se hizo eco de él. Inmediatamente, Gérard Zacharie traspasó su negocio -con un precio que en absoluto compensaba la inversión- y decidió instalarse en Valencia.
Lo hizo fuera de la ciudad, en el término municipal de Massanassa, junto a un polígono industrial y cerca de un enorme centro comercial con cines y tres hoteles a su alrededor. El nombre del pub, La Escapada. No por su huida de Barcelona, sino porque en un principio lo orientó a parejas furtivas y encuentros de negocios. Pero parte de la gente que trabajaba en las empresas del polígono prefería tomarse algo en el pub, dado que los restaurantes de la zona ofrecían menús de escasa calidad. Como anexo al pub abrió, en la parte de atrás, que antes había sido un patio sin ninguna función concreta, un restaurante no demasiado grande con una carta de pocos platos, aunque exquisitos.
El pub iba bien, pero Gérard arrastraba el lastre de una hipoteca causada por las pérdidas de Barcelona. Dentro de unos años, si no sucedía nada que alterara sus planes, Gérard Zacharie y su socio, Jean-Luc Denaville -también ex mercenario-, podrían vivir de los beneficios, a pesar de sus obligaciones, de las horas acumuladas, en La Escapada. Era lunes por la mañana y sus planes estaban a punto de sufrir un vuelco.
No cerraban ningún día. Entre semana vivían de los operarios del polígono industrial, de reuniones de empresarios en el comedor pequeño y de parejas que se citaban allí a partir de las seis de la tarde. El sábado y el domingo, del flujo de visitantes que generaba el centro comercial. Sobre las once, Gérard se tomaba un sándwich mientras hojeaba Superdeporte, la única prensa deportiva autóctona. Había un camarero tras la barra secando unos vasos y escuchando las noticias de una emisora de radio y dos mesas con clientes tomando café.
Por la puerta entró un individuo que llamó la atención del francés. No era más extraño que las personas que frecuentaban el pub. De hecho, a menudo se dejaba caer por allí gente de paso. Pero el sexto sentido de Gérard, curtido en muchas situaciones de riesgo, en lugares y circunstancias en los que tan sólo se había valido de su instinto, detectó la anomalía. El tipo llevaba un sobre en la mano. Justo después de observar a los clientes y al camarero se fijó en el francés. Retuvo su mirada unos instantes, como si pretendiese ratificar algo, y se dirigió hacia él. Gérard cerró el diario. Se dio cuenta de que lo tenía fácil si quería matarle. Si huía hacia adelante, iría al encuentro de aquel tipo; si lo hacía hacia atrás, debería correr en sentido horizontal hasta la puerta que comunicaba con el comedor y la escalera que conducía al despacho. No disponía de ninguna arma. Tenía una, pero no siempre la llevaba encima. Y solía sentarse al fondo del pub con tal de guardar respecto a la entrada una distancia prudencial que le diese margen de maniobra. Pero, sin el arma, no tenía escapatoria posible. El tipo llegó a la mesa.
– Buen provecho, Gérard.
No le respondió. No le conocía, no le gustaba. El otro se sentó. Dejó el sobre en la mesa, cerca de él.
– Soy un amigo.
El francés no tenía amigos. Permaneció callado. El otro le pidió al camarero un carajillo de anís.
– No has cambiado mucho.
Gérard trató de adivinar quién era, pero no consiguió recordar a nadie con aquel aspecto delgaducho de valenciano anémico.
– ¿Quién eres?
– Un amigo -sonrió. Del interior del sobre sacó una foto. Primero la observó, luego le miró-. Estás prácticamente igual que hace unos años.
Le tendió la foto. En primer plano, de uniforme militar, Gérard Zacharie con una ametralladora entre las manos. Al fondo humo, fuego, casas destruidas, cadáveres, mujeres corriendo con sus hijos en brazos. El francés le devolvió la foto. Apenas le dedicó un vistazo. Ya tenía delante al periodista imbécil que había encontrado la exclusiva de su vida.
– Dime quién eres o te irás ahora mismo de este local.
– Te interesa ser educado y amable conmigo.
El camarero le sirvió el carajillo de anís.
– Gracias -dijo el individuo, pero con un gesto altivo, como si hubiera nacido para que le sirvieran, y sin embargo su aspecto indicaba todo lo contrario-. Has tenido una vida interesante.
Muy imbécil, pensó Gérard. El otro dedicó una ojeada al local.
– Es elegante. Parece que te va bien.
– Sí.
– Pero mucho trabajo, muchas facturas que pagar, deudas bancarias…
– Oye, dime lo que quieres de una puta vez, tómate la consumición y lárgate. No soy un hombre paciente.
– Vengo a proponerte un negocio.
– No hago negocios con gente que no conozco.
– Conmigo sí.
El francés resopló. Los modos de aquel tipo le sacaban de quicio, pero prefirió no exteriorizarlo aunque con gusto le hubiera cogido por las solapas y lanzado contra la primera ventana disponible. Resolvió contener sus impulsos.
– Te escucharé.
Le escucharía porque no se imaginaba que alguien a quien no conocía fuera tan estúpido si no llevase entre manos algún asunto que pudiera comprometerle.
– Es prudente por tu parte. Casi todas tus aventuras están aquí.
El tipo dio unos golpecitos al sobre. Gérard lo miraba fijamente.
– Fotos e informes sobre tus actuaciones en África. Recortes de prensa que hablan de ti.
Los clientes de las mesas ya se habían ido. El camarero estaba en la cocina. Al tender los brazos, la camisa del francés, con los puños desabrochados, descubrió, en su antebrazo, el tatuaje de la cara de un león.
– ¿Para qué diario trabajas?
– No soy periodista.
– ¿Quién eres, pues?
– Un amigo.
Estaba harto de la impertinencia de aquel individuo.
– Un amigo que quiere ofrecerte un buen trabajo, excelentemente remunerado.
Gérard se lo imaginó.
– Ya no me dedico a ese tipo de trabajos.
– Tendrás que hacerlo. Tengo buenos contactos en la policía. También con periodistas. Los diarios para los que escriben recibirían noticias tuyas con los brazos abiertos. Aquí son muy sensacionalistas. Un reportaje sobre ti, con fotos como las que traigo, pongamos en un dominical de gran tirada, y adiós al negocio. De nuevo en otra ciudad, de nuevo vuelta a empezar. Más deudas, más… Todo eso es muy cansino, ¿no te parece?
De repente, el francés se sintió atrapado. Sin salida. Cambió de actitud. Le escucharía, aceptaría de buena gana el encargo. Le invitaría a tomar una copa en su despacho, le liquidaría y le haría desaparecer. Fue un pensamiento estúpido producto de la ansiedad que le ocasionaba aquel imbécil; de la rabia por verse otra vez perseguido por su pasado.
– La verdad es que sería una putada -admitió Gérard.
– No quiero joderte. Al contrario, busco tu colaboración. ¿Conoces a Juan Lloris?
– No.
– Es muy famoso.
– No tengo vida social.
– Es empresario y político. Todo el mundo le conoce. Fue presidente del Valencia.
– Ahora me acuerdo.
– Por el fútbol, claro -dijo el tipo poniendo un dedo sobre la portada del Superdeporte-. De ahí viene su fama. Verás, alguien tiene interés en que le liquiden y he pensado en ti. No es un trabajo difícil. Ni siquiera tiene guardaespaldas.
– Por fácil que sea, que no lo dudo, ya no me dedico a ese tipo de cosas.
– Muy bien. -Se levantó, enfadado, el otro. Cogió el sobre.
– Siéntate. Puedo ayudarte.
Se sentó.
– ¿Cómo?
– Conozco a un tipo que puede hacerlo. Se dedica a eso en exclusiva. Le he proporcionado más de un trabajo, y nunca ha habido ningún problema.
– ¿Es de aquí?
– No.
– ¿De dónde?
– Ex irlandés.
– No acabo de entenderlo.
– El IRA le expulsó de Irlanda. No puede volver. Le matarían. Lo harían incluso si diesen con él.
– ¿De qué le conoces?
– Estuvo conmigo en África. Mercenario. De hecho, sus primeros trabajos se los proporcioné yo.
– ¿Cómo puedo saber que es de confianza?
– ¿Cómo podías saberlo conmigo?
Señaló el sobre:
– A ti te tengo cogido, a él no.
Gérard hizo un esfuerzo por mantener la calma. Le respondió con normalidad, como si no hubiera oído la amenaza:
– Es un profesional riguroso. Uno de los mejores.
– No conoce la ciudad. No sabe nada de aquí.
– Está acostumbrado a trabajar por todo el mundo. Si yo necesitara un trabajo, sin duda le contrataría. Pero es caro.
– ¿Cuánto?
– Depende del tipo de encargo. Los políticos salen caros. Habrá mucho revuelo en la prensa, aunque él sabría cómo evitar que el escándalo fuera mayúsculo, pero eso también cuesta dinero. Todo lo que ayuda a eliminar sospechosos cuesta dinero. ¿Qué me habrías pagado a mí?
Le dijo la cantidad. Era buena, excelente. Incluso pensó que era una lástima perderla. Pese a todo, se quitó la idea de la cabeza con rapidez. No le convenían complicaciones. Además, estaba el sobre. ¿Y si no le pagaban el dinero acordado a causa del chantaje del sobre? Un favor por otro. Decididamente, no le interesaba.
– Por esa cantidad, creo que lo haría.
– ¿Cómo puedo contactar con él?
– Contactaré yo. En principio, es mejor. Luego él lo hará contigo. Tienes que darme una dirección electrónica. A partir de ese momento mantendréis contacto directo. A veces no quiere ver al cliente. Es seguro, muy discreto. Deberás pagarle la mitad como adelanto. Él te dirá a qué cuenta. Hasta que la reciba no empezará a hacer nada. La otra mitad la abonarás cuando compruebes que el trabajo está hecho, pero tendrás que pagarle el mismo día, como muy tarde al siguiente. Es una condición indispensable. Asumirías un gran riesgo si no lo hicieras.
– Si no me conoce, no sabrá quién soy.
– No tardaría en saberlo. Te buscaría. Me buscaría a mí también. No quiero problemas. No deseo involucrarme en este asunto.
– Si no hace falta, no te involucraré.
El francés no dijo nada, pero le inquietaron las últimas palabras: el sobre. Si Liam no hacía el trabajo, ¿tendría que hacerlo él? Prefirió no preguntárselo.
– ¿Cómo se llama?
– El irlandés. Si hay algún nombre en clave, ya te lo dirá él. Dame una dirección de correo electrónico.
Se la dio.
– Espero noticias.
– ¿Hay prisa?
– No, pero tampoco pausa.
El francés evitó darle la mano al tipo cuando se levantó. Se fue con una sonrisa de complicidad o quizá de advertencia. En cualquier caso, Gérard sabía que aquella visita, de no tener cuidado, sería problemática en el futuro. Ante la puerta, el tipo se cruzó con Jean-Luc Denaville. No le reconoció.
No le conocía. Gérard le hizo una señal para que le siguiera. Jean-Luc volvió a salir del local.
Gérard subió a su despacho y encendió el ordenador. Expulsó el humo con un suspiro. Le fatigaba lo de volver a episodios que tanto luchaba por desterrar de su vida. Aun así, confiaba en que la visita quedara en un simple encuentro. Pero estaba aquel sobre, como una mancha de aceite que iba esparciéndose y parecía imposible contener. Su instinto para el peligro le advirtió que le causaría problemas. Estaba involucrado, lo quisiera o no.